Aunque saliera a la perfección, no bastaba con practicarlo una sola vez. Lo repitieron en las cuatro noches siguientes, y en dos ocasiones a la luz del día, para que las posiciones quedaran grabadas en la mente de todos. El equipo de rescate irrumpiría en el edificio de los prisioneros, a tan sólo cuatro metros del ángulo de fuego de una ametralladora M–60 —la disposición física del campo así lo exigía, lo que provocaba preocupación general—, y ese era el punto técnico más peligroso del asalto. Al cabo de una semana, el equipo de SENDER GREEN no podía estar mejor entrenado. Sin embargo no abandonaron el entrenamiento, sino que sólo lo redujeron para que los hombres no se debilitaran y se distendieran a causa de la rutina. Luego, entraron en la fase final de la preparación. Mientras entrenaban, los hombres detenían la acción para hacer comentarios y sugerencias. Las ideas factibles eran transmitidas a un suboficial, o al capitán Albie, y la mayoría de las veces resultaban incorporadas al plan. Esto formaba parte de la preparación intelectual, y era importante que cada miembro del equipo sintiera que se le daba oportunidad de participar. Eso les proporcionaba confianza y no la fanfarronería que se asocia con los soldados de élite, sino un juicio profesional más acorde con la capacidad de considerar, ajustar y reajustar hasta llegar a la perfección. Ahora, en su tiempo libre, estaban más relajados. Y puesto que ya conocían los pormenores de la misión, las payasadas normales en los jóvenes escaseaban.
Mientras esperaban la orden, miraban la televisión en el hangar descubierto o leían libros y revistas, sin apartar de sus pensamientos a aquellos hombres que esperaban también al otro lado del mundo, y en la mente de los veinticinco se sucedían las mismas preguntas. ¿Iría todo bien? Si la respuesta resultaba afirmativa, ¿qué regocijo sentirían después? Si era negativa… bueno, todos habían decidido tiempo atrás que, ganasen o perdiesen, jamás se echarían atrás. Había que intentar devolver aquellos maridos a sus esposas, aquellos padres a sus hijos, aquellos hombres a su país. Todos estaban de acuerdo en que, si había una ocasión de jugarse la vida, era esta. A petición del sargento Irvin, unos capellanes visitaron la unidad para aliviar el peso de sus conciencias. Unos cuantos redactaron su testamento —por si acaso—, pero cada vez se concentraban más en la misión, desterrando preocupaciones ajenas y canalizando su atención en algo identificado únicamente por un nombre en clave escogido seleccionando palabras de una lista, al azar. Los hombres adquirieron la costumbre de acudir, a menudo con su compañero de equipo, al campo de entrenamiento para comprobar posiciones y ángulos, y repasar la primera fase de aproximación rápida o el recorrido que seguirían una vez empezaran los disparos. Todos ellos se entrenaban por su cuenta, corriendo dos o tres kilómetros, además de los entrenamientos regulares de la mañana y la tarde, tanto para aliviar la tensión como para afianzar su preparación física para cuando llegara el momento. Un observador avezado lo hubiera leído en sus miradas: serias pero sin tensión, concentradas pero no obsesionadas, confiadas pero no engreídas. El resto de marines en la base de Quantico se mantenían a distancia y hacían conjeturas sobre lo inhabitual del lugar y el horario de los entrenamientos, la presencia de helicópteros Cobra en la pista de aterrizaje y la de pilotos de la Armada en la base; bastaba una mirada al equipo entre los pinos para saber que era mejor guardar las distancias y abstenerse de hacer preguntas.
—Gracias, James. —Dutch Maxwell hizo girar la silla y fijó la mirada en el panel lateral de aluminio azul procedente de su avión de caza F6F Hellcat clavado en la pared. Contempló las uniformes filas de banderitas pintadas de rojo y blanco, que representaban las piezas cobradas. Era una especie de amuleto profesional—. ¡Grafton! —llamó.
—¿Diga, señor? —contestó desde la puerta.
—Envíe la señal, OLIVE GREEN al vicealmirante Podulski, Constellation.
—Sí, señor.
—Envíe a buscar mi coche y luego avise a Anacostia que necesitaré un helicóptero en quince minutos.
—Sí, señor.
El vicealmirante Winslow Holland Maxwell, abandonó su mesa y salió al pasillo del nivel E. Hizo una parada en la sección de la Fuerza Aérea.
—Gary, vamos a necesitar ese transporte del que hablamos.
—De acuerdo, Dutch —respondió el general, sin hacer preguntas.
—Informe a mis ayudantes de los detalles. Ahora tengo que marcharme, pero estableceré contacto por radio cada hora.
—Sí, señor.
El coche de Maxwell le aguardaba a la entrada del río, con un ayudante oficial en jefe de Aviación al volante.
—¿Dónde vamos, señor?
—A Anacostia, oficial, al helipuerto.
—A sus órdenes. —El oficial se puso en camino hacia el río. No sabía de qué se trataba pero algo muy importante estaba en marcha. El viejo caminaba con la misma ligereza que su hija camino de una cita.
—Gracias, Roger —dijo Bob desde su santuario en Langley. Pulsó varios botones y marcó el número de otra línea interna—. ¿James? Soy Bob. ¡Adelante!
Kelly estaba enfrascado en su estudio del bosque, como venía haciendo desde varias semanas atrás. Había elegido armas ligeras en la esperanza de no tener que realizar ni un disparo. La primera era un CAR–15, versión ligera del fusil de asalto M–16. También llevaba una pistola automática de 9 mm con silenciador, en la cartuchera del hombro, pero su principal arma era una radio —llevaría dos para estar seguro—, junto con comida, agua y un mapa; y pilas de repuesto. El peso ascendía a once kilos sin contar con el equipo especial, no era excesivo, y comprobó que podía correr entre los árboles y subir las colinas sin notarlo. Kelly se movía con extraordinaria rapidez para su corpulencia y extremo sigilo. Lo último se debía sobre todo a su manera de caminar —dónde pisaba, cómo sorteaba los árboles y los arbustos, vigilando el camino y la zona que le rodeaba con la misma atención.
Demasiado entrenamiento, se dijo a sí mismo. «Ya es hora de que lo tomes con más calma». Se enderezó y emprendió el descenso de la colina, rindiéndose a su instinto. Encontró a los marines entrenando en pequeños grupos, simulando el uso de sus armas, mientras el capitán Albie consultaba con las tripulaciones de los cuatro helicópteros. Kelly estaba a punto de alcanzar la pista de aterrizaje, cuando se posó un helicóptero azul de la Armada, del que se apeó el vicealmirante Maxwell. Kelly fue el primero en llegar. Adivinó el propósito de su visita y el mensaje que traía consigo.
—¿Cuándo salimos?
—Esta noche —confirmó Maxwell, asintiendo con la cabeza.
A pesar de la expectación y el entusiasmo, Kelly percibió que su cuerpo se erizaba. Su vida estaba de nuevo en peligro, y otras vidas pasarían a depender de él. No podía permitirse ningún error. «Bueno —se dijo a sí mismo—, sé cómo hacer mi trabajo». Kelly esperó al lado del helicóptero, mientras se acercaba el capitán Albie. La llegada del coche de Young indicó que el general vendría también a darles la noticia. Kelly les observó mientras intercambiaron saludos. Al recibir la orden, Clark enderezó la espalda perceptiblemente. Los soldados se reunieron a su alrededor en actitud sobria y tranquila. Sus miradas se cruzaron con cierta vacilación que se tornó en firme resolución. La misión había empezado. Tras comunicar el mensaje, Maxwell regresó al helicóptero.
—Supongo que aún desea ese permiso.
—Me dio su palabra, señor.
El militar le asestó una palmada en el hombro y señaló el helicóptero. Una vez a bordo, se colocaron los auriculares mientras la tripulación preparaba el despegue.
—¿Cuándo debo regresar, señor?
—Antes de medianoche. —El piloto se volvió y les miró. Maxwell indicó que no despegara todavía.
—A sus órdenes, almirante. —Kelly se quitó los auriculares y saltó del helicóptero, reuniéndose con el general Young.
—Dutch me lo ha contado —dijo Young con tono de reproche—. Este asunto va contra el reglamento. ¿Necesita algo?
—Tengo que volver al barco para cambiarme de ropa, y luego necesito que alguien me lleve a Baltimore, ¿de acuerdo? Después volveré por mi cuenta.
—Oiga, Clark…
—Quiero recordarle que yo ayudé a planear esta misión, general. Fui el primero en entrar y seré el último en salir.
Young reprimió un juramento y señaló a su chófer y luego a Kelly.
Quince minutos más tarde, Kelly estaba en otro mundo. Desde que había dejado el Springer atracado en el muelle parecía como si el mundo viajara hacia atrás en el tiempo. Ahora volvía a ponerse en marcha, aunque por poco tiempo. Comprobó de un breve vistazo que el encargado del puerto mantenía las cosas bajo control, se duchó apresuradamente, se vistió de paisano y regresó al coche del general.
—A Baltimore, cabo. Mire, para que le resulte más fácil, déjeme en el aeropuerto. Allí cogeré un taxi.
—Sí, señor —respondió el chófer, pero Kelly va estaba durmiendo.
—¿Cómo ha ido, señor MacKenzie? —preguntó Hicks.
—Han aprobado la operación —contestó el ayudante especial, al tiempo que firmaba algunos documentos y marcaba otros con sus iniciales antes de que fueran enviados a archivos oficiales, donde los futuros historiadores encontrarían su nombre como el de un protagonista secundario de los grandes acontecimientos de su época.
—¿Puedo saber de qué se trata?
«¡Qué diablos!», pensó MacKenzie. Hicks estaba autorizado, y era una oportunidad de demostrar su importancia ante el muchacho. En dos minutos expuso las líneas generales de BOXWOOD GREEN.
—¡Pero eso equivale a una invasión! —exclamó Hicks y, a pesar del escalofrío que recorría su columna vertebral y el repentino nudo que se formó en su estómago, logró mantener el tipo.
—Supongo que eso dirán ellos, pero yo no. Ellos han invadido tres estados soberanos, si no me equivoco.
En tono apremiante, Hicks preguntó:
—¿Y las conversaciones de paz de las que hablaba?
—¡Oh, al cuerno con las conversaciones de paz! ¡Por el amor de Dios, Willy, tenemos hombres allí! Y saben cosas que podrían poner en peligro la seguridad nacional. —Sonrió—. Además, yo ayudé a convencer a Henry. —«Y si todo sale bien…», pensó.
—Pero…
MacKenzie levantó los ojos. ¿Es que no lo entendía?
—¿Pero qué, Wally?
—Es peligroso.
—Así es la guerra, por si no lo sabía.
—Señor, supongo que tengo derecho a exponer mi opinión, ¿no es así? —preguntó Hicks con mordacidad.
—Por supuesto, Wally. Adelante.
—Las conversaciones de paz atraviesan un momento delicado…
—Las conversaciones de paz son siempre delicadas. Prosiga —pidió MacKenzie, disfrutando con su discurso pedagógico.
Quizá esta vez pudiera enseñar algo al chico, para variar.
—Señor, hemos perdido mucha gente. Hemos matado un millón de personas. ¿Y para qué? ¿Qué hemos conseguido? ¿Ha salido alguien beneficiado? —Su voz era casi una súplica. MacKenzie estaba harto de contestar a ese argumento tan manido.
—Si me está pidiendo que justifique los motivos por los que estamos en este embrollo, Wally, pierde su tiempo. Ha sido un follón desde el principio, pero no fue obra de esta administración, ¿entiende? Los electores nos dieron su confianza con el encargo de sacarnos de ese maldito lugar.
—Sí, señor —asintió Hicks, como era su deber—. ¡Esa es también mi opinión! Si esto sigue adelante podría hacer peligrar nuestra única oportunidad de poner fin a la guerra. Creo que es una equivocación, señor.
—De acuerdo. —MacKenzie se relajó y le contempló con mirada indulgente—. Su punto de vista… bien, seré generoso con usted, tiene su mérito. Pero ¿qué hay de esos hombres, Wally?
—Se arriesgaron y perdieron —contestó Hicks con la frialdad de la juventud.
—Su indiferencia podría serle útil en otras ocasiones, pero recuerde que la diferencia entre usted y yo es que yo he luchado en la guerra. Usted no sabe lo que es llevar un uniforme. Es una pena, porque quizá habría aprendido algo. Hicks se quedó estupefacto ante esa última impertinencia.
—Lo dudo, señor. Sólo hubiera interferido en mis estudios.
—Hay cosas que no se pueden aprender en los libros, hijo —dijo MacKenzie, utilizando un término que intentaba ser afectuoso, pero que a su ayudante le sonó a condescendiente—. La gente de carne y hueso sangra y tiene sentimientos y sueños. Tiene familia. Una vida real. Lo que habría aprendido, Wally, es que quizá no sean como usted, pero siguen siendo personas reales y, si trabaja en el gobierno de estas personas, ha de tener eso en cuenta.
—Sí, señor. —¿Qué más podía decir? Nunca iban a darle la razón.
¡Maldita sea! Necesitaba alguien con quien hablar de aquello.
—¡John! —Llevaba dos semanas sin tener noticia de él. Temía que le hubiese ocurrido algo, pero ahora le asaltó un contradictorio sentimiento al comprobar que estaba vivo y quizá haciendo cosas que era mejor ignorar.
—¡Hola, Sandy! —dijo Kelly con una sonrisa. Iba tan bien vestido con una corbata y una americana azul que parecía disfrazado, y su aspecto era tan diferente a la de la última vez, que le resultaba algo turbadora.
—¿Dónde has estado? —preguntó Sandy, invitándole a entrar.
No quería que los vecinos se enteraran de su visita.
—He tenido que ocuparme de unos asuntos fuera —eludió Kelly.
—¿Qué asuntos? —su tono apremiante exigía una respuesta verdadera.
—Nada ilegal, de verdad. —No encontró otra respuesta mejor.
—¿Seguro?
Siguió un silencio embarazoso. Kelly, plantado al lado de la puerta, vaciló entre la cólera y la culpabilidad, mientras se preguntaba por qué había ido y por qué había pedido al vicealmirante Maxwell un favor tan especial. Ahora se sentía en terreno resbaladizo.
—¡John! La voz de Sarah llegó desde lo alto de las escaleras, salvando la situación.
—¡Hola, doctora! —respondió Kelly. Los dos se sintieron aliviados.
—¡Tenemos una sorpresa para usted!
—¿Cómo? La doctora Rosen bajó las escaleras con su habitual aspecto desaliñado, a pesar de su sonrisa.
—Parece cambiado…
—He estado haciendo ejercicio regularmente— explicó Kelly.
—¿Qué le trae por aquí?
—Me voy de viaje, y quería pasar por aquí antes de marcharme.
—¿Adónde va?
—No puedo responder a eso. —Aquellas palabras cayeron como un jarro de agua fría.
—John —dijo Sandy—, lo sabemos.
—De acuerdo —asintió Kelly—. Imaginé que lo sabíais. ¿Cómo está ella?
—Se está recuperando, gracias a usted —contestó Sarah.
—John, tenemos que hablar —insistió Sandy. La doctora Rosen entendió y volvió a subir las escaleras, mientras la enfermera y su ex paciente se dirigían a la cocina.
John, ¿qué has estado haciendo en realidad?
—¿Últimamente? No te lo puedo decir, Sandy. Lo siento, pero no puedo.
—Quiero decir… con tu vida. ¿En qué te has metido?
—Es mejor que no lo sepas, Sandy.
—¿Qué hay de Billy y Rick? —preguntó Sandy, poniendo las cartas boca arriba.
Kelly señaló hacia el segundo piso.
—Ya has visto lo que hicieron. No volverán a hacerlo jamás.
—¡John, cómo has podido hacer semejante cosa! La policía…
—… está infiltrada —dijo Kelly—. La organización ha comprado a alguien, probablemente un cargo importante. Así que no puedo fiarme de la policía, y tampoco tú, Sandy —concluyó con toda la sensatez que pudo reunir.
—Pero hay otros, John. Hay otros que… ya sabes. —Finalmente, le espetó—: ¿Y cómo lo sabes?
—Hice algunas preguntas a Billy. —Realizó una pausa. La mirada de ella le hacía sentirse culpable—. ¿De veras crees que alguien se va a molestar en investigar la muerte de una prostituta? Eso era Pam para ellos. ¿De verdad crees que hay alguien que se interesa por lo que les puede pasar? Te lo he preguntado antes, ¿recuerdas? Me dijiste que ni siquiera existe un programa de ayuda para ellas. Tú sí te preocupas. Es por eso que la traje aquí, pero ¿la policía? Ni hablar. Quizá pueda conseguir la información necesaria para desmantelar la red de tráfico de drogas, pero sólo es una posibilidad. Yo no he sido entrenado para eso, Sandy, aunque ahora esté en ello. Si quieres mezclarme en ese asunto, adelante. No te lo reprocho…
John, no puedes seguir con eso…
—¿Por qué no? —preguntó Kelly—. Ellos matan. Hacen cosas terribles y nadie se ocupa de detenerles. ¿Y qué hay de las víctimas, Sandy? ¿Quién va a defender sus derechos?
—¡La justicia!
—¿Y qué pasa cuando no funciona la justicia? ¿Tenemos que dejarles morir, y encima de esa manera? ¿Recuerdas la fotografía de Pam?
—Sí —contestó Sandy. Aunque deseaba que no fuera así, tenía que darle la razón.
–La torturaron durante horas, Sandy. Tu… invitada… lo presenció todo, la obligaron a mirar.
—Me lo contó. Nos lo ha contado todo. Ella y Pam eran amigas, y fue ella quien le cepilló el pelo después de su muerte.
Su reacción la sorprendió. Era evidente que Kelly intentaba ocultar su propio dolor, y aquellas palabras volvían a abrir la herida. Le volvió la espalda durante unos momentos, respiró hondo y luego preguntó:
—¿Se encuentra bien?
—Dentro de unos días volverá a su casa. Sarah y yo pensamos llevarla personalmente.
—Gracias por decírmelo. Gracias por haber cuidado de ella.
Se encontraba sumido en un dilema que le trastornaba profundamente. Él podía hablar de matar gente con la misma tranquilidad con que Sam Rosen discutía una difícil intervención quirúrgica. Al igual que un cirujano, Kelly se preocupaba por las personas que… ¿salvaba?… ¿vengaba? ¿Se trataba de la misma cosa? Él pensaba que sí.
—Sandy, la triste verdad es que mataron a Pam. La torturaron. La violaron y luego la mataron. Es sólo un ejemplo de lo que son capaces de hacer con otras chicas, así que pienso acabar con todos ellos. Aunque muera en el intento, es un riesgo que estoy dispuesto a correr. No quiero que me odies por eso.
Ella suspiró. No había más que decir.
—Dijiste que te marchas de viaje.
—Si las cosas salen bien, estaré de regreso en un par de semanas, más o menos.
—¿Es peligroso?
—No, si lo hago bien. —Kelly sabía que no podía engañarla.
—¿Qué tienes que hacer bien?
—Es una misión de rescate. Es todo lo que puedo decir y, por favor, no se lo cuentes a nadie. Me marcho esta noche. He estado entrenándome en la base militar.
Esta vez fue Sandy quien se volvió de espaldas, mirando hacia la puerta de la cocina. Se sentía confundida. Había demasiadas contradicciones. Él había salvado la vida de una chica, que de lo contrario hubiese muerto sin remedio, pero había tenido que matar para conseguirlo. Amaba a una chica que estaba muerta y, a causa de su amor, estaba dispuesto a matar y arriesgarlo todo para lograrlo. Había confiado en Sarah y en Sam. ¿Era un hombre bueno o malvado? Le era imposible conciliar aquella mezcla de hechos e ideas. Después de ver lo que habían hecho con Doris, de luchar para salvarla, de oír su voz y la de su padre, todo tenía sentido. Siempre era más fácil ver las cosas con imparcialidad cuando había cierta distancia. Pero ahora frente al hombre que lo había hecho todo, que le hablaba con calma y franqueza, sin rodeos ni mentiras, confiando en que ella volviera a comprenderle, era imposible.
—¿Vas a Vietnam? —preguntó al fin, intentando contemporizar y centrarse en algo más concreto.
—Sí. —Kelly se detuvo. Tenía que contarle algo, aunque fuera poco, para que lo comprendiera—. Allí hay personas que nunca volverán si no hacemos algo, y yo formo parte de ello.
—Pero… ¿por qué tienes que ir tú?
—¿Por qué yo? Alguien tiene que hacerlo, y a mí me lo pidieron. ¿Por qué haces tú lo que haces, Sandy? Ya te lo había preguntado antes, ¿recuerdas?
—¡Maldita sea, John! Estoy preocupada por ti —estalló ella. El dolor volvió a asomar a la cara de John.
—Déjalo. No quiero verte sufrir otra vez. —Era lo peor que podía decir—. Las personas que me cogen cariño siempre sufren al final, Sandy.
La entrada de Sarah, acompañada por Doris, en la cocina, les salvó. La muchacha estaba irreconocible. Su mirada tenía una expresión más viva. Sandy le había cortado el pelo y conseguido ropa presentable. Seguía débil pero ya se valía por sí misma.
Miró a Kelly con sus dulces ojos castaños.
—Usted me salvó —dijo en voz queda.
—Eso creo. ¿Cómo se encuentra?
Ella sonrió.
—Volveré a casa pronto. Papá quiere que vuelva.
—Estoy seguro, señorita —dijo Kelly. Era tan diferente de la Doris destrozada que había conocido sólo dos semanas atrás. Al fin y al cabo, quizá mereciera la pena.
El mismo pensamiento cruzó por la cabeza de Sandy. Doris era inocente, la verdadera víctima inocente de las fuerzas que se habían cebado en ella, y de no ser por Kelly estaría muerta. Nadie más podía haberla salvado. Otras muertes fueron inevitables, pero… pero ¿qué?
—Conque pudo ser Eddie —dijo Piaggi—. Le envié a que husmeara un poco por allí, y me dijo que no había encontrado nada.
—Y tampoco ha pasado nada desde que hablaste con él. Todo ha vuelto a la normalidad, o al menos en apariencia —comentó Henry—. Quizá sólo estuviese intentando activar un poco el asunto para darse importancia, Tony.
—Es posible.
Eso llevaba directamente a la siguiente pregunta.
—¿Qué apostarías a que, si Eddie desaparece de en medio, no vuelve a haber ninguna novedad?
—¿Crees que trama algo?
—Probablemente.
—Si a Eddie le pasara algo, podría haber problemas. No creo que sea posible…
—¿Dejarlo en mis manos? He pensado en algo que no puede fallar.
—Explícame de qué se trata —pidió Piaggi. Al cabo de dos minutos, dio su aprobación.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Sandy mientras Kelly le ayudaba a quitar la mesa después de la cena. Sarah había acompañado a Doris arriba, para que descansara un poco.
—Quería saber cómo se encontraba —mintió con escasa convicción.
—Llevas una vida muy solitaria, ¿no? —Kelly guardó silencio durante un rato. Luego contestó:
—Sí lo es. —Tenía que reconocerlo. Él no había elegido ese tipo de vida, pero el destino y su propio carácter le habían empujado a vivir así. Cada vez que había intentado compartir su vida con alguien, había sucedido algo terrible. La venganza contra aquellos que habían convertido su vida en lo que era le servía de propósito para seguir viviendo, pero no era suficiente para llenar el vacío que habían provocado. Ahora era evidente que todo lo que hacía sólo servía para distanciarle aún más de los demás. ¿Por qué era tan complicada la vida?
—No puedo decirte que estoy de acuerdo, John. Y me gustaría hacerlo. Lo que hiciste por Doris estuvo muy bien, pero no a costa de la vida de otras personas. Tiene que haber otra manera de…
—Y si no la hay, ¿qué se debe hacer?
—No me interrumpas —dijo Sandy con calma.
—Disculpa. —Ella le tocó la mano.
—Por favor, ten cuidado.
—Siempre lo tengo, Sandy. De verdad.
—Eso que vas a hacer en ese lugar, no será…
Él sonrió.
—No, es un encargo legal. Oficial y todo.
—¿Dos semanas?
—Si todo sale según lo previsto, sí.
—¿Saldrá bien?
—A veces ocurre.
Ella le apretó la mano.
—Por favor, John, piénsalo bien. ¿Me prometes que lo harás? Intenta solucionarlo de otra manera. Déjalo ya. Para. Ya salvaste a Doris, eso fue maravilloso. Quizá, con lo que has aprendido, puedas salvar a otras personas sin más muertes.
—Lo intentaré. —No podía negarle eso, y menos cuando sentía el calor de su mano en la suya. La máxima de Kelly era que, cuando hacía una promesa, no podía faltar a su palabra—. De todas formas, ahora tengo otras cosas de que ocuparme.
—¿Cómo sabré… John? Quiero decir…
—¿De mí? —Le sorprendió su interés.
—John, no puedes marcharte sin más. Necesito saber si estás bien.
Kelly sacó un bolígrafo de su abrigo y anotó un número de teléfono.
—Este es el número de un hombre… el contraalmirante James Greer. El te dará noticias mías, Sandy.
—Por favor, ten cuidado. —La presión de la mano aumentó, y le miró con desesperación.
—Claro que sí. Te lo prometo. Sé hacer mi trabajo.
«Tina también». Pero no tenía que decírselo. Se leía en su mirada y Kelly comprendió lo cruel que era partir cuando dejas a alguien atrás.
—Tengo que marcharme, Sandy.
—Promete que volverás.
—Prometido.
Kelly deseaba besarla, pero no pudo. Se levantó de la mesa, sintiendo todavía el tacto de su mano. Era una mujer alta, fuerte y valiente, pero había sufrido mucho y Kelly tenía miedo de infligirle aún más sufrimiento.
—Te veré en un par de semanas. Despídeme de Sarah y de Doris, ¿quieres?
—Sí. —Le acompañó hasta la puerta principal—. John, cuando vuelvas, déjalo para siempre.
—Lo pensaré —dijo él sin atreverse a mirarla—. Prometido.
Kelly abrió la puerta. Había caído la noche, y tendría que darse prisa para no llegar tarde a Quantico. A sus espaldas podía oír su respiración. Había habido dos mujeres en su vida. Una murió en un accidente y la otra asesinada. Y ahora, quizá a la tercera la estaba ahuyentando él mismo.
—¿John? —Ella seguía sujetando su mano, y él se dio la vuelta a pesar del miedo que sentía.
—¿Sí, Sandy?
—Vuelve.
—Volveré. —Le acarició nuevamente el rostro, y después de besar su mano se marchó. Ella le siguió con la vista mientras subía al Volkswagen y se alejaba.
«Incluso ahora —pensó Sandy—, sigue intentando protegerme». «¿Ya basta? ¿Puedo dejarlo ahora?». Pero ¿qué era lo que «bastaba»?
—Piénsalo —dijo en voz alta—. ¿Qué sé yo para acabar con ellos? En realidad, bastante. Billy le había contado muchas cosas, quizá las suficientes. Procesaban la droga en uno de esos buques naufragados. Sabía quiénes eran Henry y Burt y también que un oficial de narcóticos trabajaba para Henry. Con estas pruebas, ¿tendría la policía un caso consistente como para meterlos a todos entre rejas por tráfico de estupefacientes y asesinato? ¿Existía la posibilidad de que sentenciaran a Henry a la pena máxima? Y si la respuesta a todas sus preguntas era afirmativa, ¿sería suficiente?
Como con los recelos de Sandy, su asociación con los marines le había obligado a hacerse las mismas preguntas. ¿Qué pensarían si se enteraban que trataban con un asesino? ¿Le evitarían o entenderían su punto de vista?
«La bolsa apesta —había dicho Billy—. Huele a muerto, a esa sustancia que utilizan para embalsamar los cuerpos».
¿Qué diablos significaba eso?, se preguntó Kelly mientras atravesaba la ciudad por última vez. Vio pasar varios coches patrulla. Era imposible que todos los policías que los conducían fueran corruptos, pensó.
—¡Mierda! —gruñó, mirando el tráfico—. Despéjate, marinero. Te espera un trabajo serio, un trabajo de verdad.
BOXWOOD GREEN era un trabajo de verdad. Lo comprendió con la lucidez de los faros de los coches que circulaban por el carril opuesto de la carretera. Si alguien como Sandy no era capaz de comprenderlo, era mucho más difícil hacerlo solo, sin más apoyo que tus pensamientos, la cólera y la soledad. Pero cuando había otras personas, gente que te apreciaba, lo comprendían en seguida. Aunque te pidieran que lo dejaras…
¿Qué era el bien? ¿Qué era el mal? ¿Dónde estaba la línea divisoria? En la autopista era sencillo. Los trabajadores pintaban las líneas y tú te limitabas a permanecer en el carril correcto, pero en la vida no era tan claro.
Cuarenta minutos más tarde circulaba por la Interestatal I–495, circunvalación de Washington. ¿Qué era más importante, matar a Henry o rescatar a las otras mujeres que se encontraban ahí?
Después de otros cuarenta minutos, había cruzado el río y entrado en Virginia. Había vuelto a ver a Doris —qué nombre más tonto— viva, cuando la primera vez que la vio estaba casi tan muerta como Rick. Cuanto más pensaba en ello, más milagroso le parecía.
El objetivo de BOXWOOD GREEN no era matar al enemigo. Era rescatar a personas de carne y hueso.
Tomó la Interestatal 95, en dirección sur, y cuarenta y cinco minutos más tarde llegaba a Quantico. Eran las once y media cuando atravesó la entrada del campo de entrenamiento.
—Me alegro que haya logrado volver a tiempo —observó Marty Young agriamente. Llevaba traje de faena, en lugar de su uniforme caqui.
Kelly miró fijamente a los ojos del general.
—Señor, ya he tenido una noche bastante dura, ¿de acuerdo? Dejemos las ironías para otro momento.
Young lo consideró como el hombre que era.
—Señor Clark, parece que está usted preparado.
—Eso no importa, mi general. Son los hombres de SENDER GREEN los que están preparados.
—Como quiera, tío duro.
—¿Puedo dejar el coche aquí?
—¿Con esta cantidad de trastos que ya tenemos?
Kelly meditó unos instantes y no tardó en tomar una decisión.
—Creo que ha cumplido su servicio. Que lo desguacen junto con los demás.
—Venga, el autocar espera al pie de la colina.
Kelly recogió su equipo personal y lo llevó al coche del general. Se acomodó en el asiento trasero, junto al piloto de combate que no iba a participar en la misión. Al volante se hallaba el mismo cabo de antes.
—¿Cómo lo ve, Clark?
—Creo que hay muchas posibilidades de éxito, general.
—¿Sabe una cosa?, me gustaría por una maldita vez, aunque sea una sola, decir: Estamos seguros de que todo va a salir bien.
—¿Nunca tuvo ocasión de decirlo? —preguntó Kelly.
—No —admitió Young—. Pero no pierdo la esperanza.
—¿Qué tal por Inglaterra, Peter?
—Bien. En París llovió. Bruselas no está mal, era la primera vez que iba —respondió Henderson.
Residían en unos confortables apartamentos a dos manzanas de distancia, en Georgetown, construidos a finales de los años treinta para alojar la creciente población de burócratas al servicio del gobierno. Construidos con sólidos arcos de acero, les proporcionaban una estructura más segura que los edificios modernos. Hicks ocupaba un apartamento con dos dormitorios, que compensaban la pequeñez del cuarto de estar.
—Entonces, ¿quieres decirme lo que está pasando? —preguntó el ayudante del senador, que todavía no se había recuperado del cansancio producido por el cambio horario.
—Vamos a invadir el Norte de nuevo —contestó el ayudante de la Casa Blanca.
—¿Cómo? Mira, vengo de las conversaciones de paz. Y estuve presente en algunas sesiones. La cosa está en marcha. El otro bando acaba de ceder a una de nuestras principales peticiones.
—Bueno, pues tendrás que despedirte de esa idea por una temporada —replicó Hicks, malhumorado. Encima de la mesa de café había una pequeña bolsa con marihuana, y empezó a liar un porro.
—Deja de fumar esa mierda, Waily.
—No me da resaca como la cerveza. ¡Joder!, Pete, ¿qué importa?
—Tu idoneidad para asuntos confidenciales. ¡Eso es lo que importa! —dijo Henderson con mordacidad.
—¡Y qué más da! Peter, es imposible razonar con ellos. Hablar con ellos es perder el tiempo. No quieren escuchar. —Hicks encendió el porro y dio una larga calada—. De todos modos, me marcho dentro de poco. Mi padre quiere que entre en el negocio de la familia. Si logro reunir unos millones, a lo mejor alguien me hace caso.
—No te lo tomes así, Wally. Hay que darle tiempo. Todo requiere su tiempo. ¿Crees que las cosas se resuelven de la noche a la mañana?
—¡Dudo mucho que nosotros resolvamos nada! Como dijo Sófocles: Nosotros tenemos un lado fatal y ellos tienen un lado fatal puesto que deus ex machina. Deus adoptará la forma de una nube de misiles y todo habrá acabado, Peter. Igual que temíamos hace unos años en Nueva Hampshire.
Llegado a este punto, Henderson se convenció de que aquel no era el primer porro que su amigo había fumado esa noche. Siempre se ponía pesimista cuando fumaba demasiado.
—Wally, ¿cuál es el problema?
—Por lo visto, un campo de prisioneros… —empezó Hicks, sin mirar a su interlocutor.
—Eso es una mala noticia.
—Creen que tienen a un grupo de americanos retenidos ahí, pero es sólo una suposición. Sólo han podido identificar a uno. ¿Y si nos cargamos las conversaciones de paz por un solo hombre, Peter?
—¡Apaga ese maldito porro! —exclamó Henderson y bebió un sorbo de cerveza. No soportaba el olor.
—Ni hablar. —Wally dio otra calada.
—¿Cuándo piensan llevarlo a cabo?
—No estoy seguro. Roger no me lo dijo exactamente.
—Wally, tienes que obtener detalles sobre esto. Necesitamos a gente como tú en el sistema. A veces te escuchan.
Hicks levantó la mirada.
—¿Y cuándo será eso? ¿Lo sabes?
—¿Y si la misión fracasa? ¿Si resulta que tú tienes razón? Entonces Roger te escuchará, y Henry siempre hace caso a Roger, ¿no es así?
—Bueno, sí, a veces.
«No puedo desperdiciar esta oportunidad», pensó Henderson.
El autocar los llevó a la base aérea de Andrew, recorriendo más de la mitad del trayecto del anterior viaje de Kelly. Un nuevo C–141 con la parte superior pintada de blanco y la inferior de gris. Maxwell y Greer les esperaban.
—Buena suerte —dijo Greer a cada uno de los hombres.
—Buena caza —dijo Dutch Maxwell.
El Lockheed Starlifter, con capacidad para más del doble de pasajeros, estaba equipado con ochenta camillas fijadas a los laterales del interior del avión, para llevar heridos, y espacio para un equipo médico de alrededor de veinte personas. Por tanto, había espacio para que todos los soldados tuviesen un sitio donde tumbarse y dormir además de los prisioneros que iban a rescatar. La oscuridad de la noche facilitaba las cosas, y el Starlifter encendió motores tan pronto como se cerraron las compuertas.
—¡Rezo a Dios para que todo salga bien! —dijo Maxwell, mientras contemplaba cómo el avión era engullido por la oscuridad.
—Están bien entrenados, vicealmirante —observó Bob Ritter—. ¿Cuándo salimos nosotros?
—Dentro de tres días, Bob —contestó James Greer—. ¿Tiene un hueco en su agenda?
—¿Para esto? ¡Ya lo creo!