XXIV. PRESENTACIONES

—¡Muchachos, habéis estado magníficos! —exclamó el capitán Albie al terminar de comentar el entrenamiento.

Se habían cometido algunos errores durante la aproximación, pero de poca importancia y, al llegar al ataque simulado, ni siquiera su ojo experto había descubierto faltas de importancia. La puntería, en especial, había sido excelente, casi sobrehumana, y dada la mutua confianza que sus hombres se profesaban, corrían a escasos metros de los corredores de fuego cuando se dirigían hacia los puestos asignados. Las tripulaciones de los helicópteros Cobra se hallaban al fondo de la habitación y discutían su propia actuación. Como ocurría con las tripulaciones de los helicópteros de rescate, los pilotos y los artilleros eran tratados con gran respeto por los hombres que recibían su apoyo. Ambos grupos habían convivido durante todo el tiempo que duró el entrenamiento del grupo y en lugar de mostrar la antipatía habitual que solía existir entre unidades dispares, se tomaban el pelo amistosamente. Si quedaba algo de esa antipatía, estaba a punto de esfumarse por completo.

—Caballeros —terminó Albie—, van a conocer por fin el objetivo de esta pequeña excursión.

—¡Firmes! —voceó Irvin.

El vicealmirante Holland Maxwell entró en la habitación y atravesó el pasillo central, acompañado por el general Martin Young, ambos en uniforme de gala. El uniforme blanco de Maxwell resplandecía bajo las luces de neón del edificio, y el de Young, de color caqui de la infantería de marina, estaba tan almidonado que parecía de cartón. Un teniente colocó un panel sobre un caballete al tiempo que Maxwell se situaba detrás del atril. Desde su puesto en una esquina del estrado, el sargento de artillería Irvin estudió las caras de los jóvenes del auditorio, y recordó que tenía que fingir sorpresa ante lo que iba a ser anunciado.

—Siéntense, soldados —empezó cordialmente Maxwell, haciendo una pausa mientras se acomodaban—. En primer lugar, me gustaría expresarles personalmente el orgullo que siento de trabajar con ustedes. Hemos seguido atentamente el entrenamiento. Ustedes desconocen el motivo por el que están aquí y, sin embargo, han trabajado tan duro como cualquier unidad de élite. Así que les voy a revelar de qué se trata. —El teniente retiró la funda del panel, dejando a la vista una fotografía aérea—. Caballeros, esta misión, que recibe el nombre de SENDER GREEN, tiene como objetivo rescatar a veinte hombres, compatriotas nuestros, que en este momento están prisioneros del enemigo…

John Kelly, al igual que Irvin, situado a su lado, en lugar de dirigir la mirada al vicealmirante, estudiaba los rostros de los hombres. La mayoría de ellos eran más jóvenes que él. Todos los ojos estaban clavados en las fotografías: una bailarina exótica no hubiera atraído las miradas de aquellos soldados con el mismo magnetismo que aquellas ampliaciones captadas por el avión teledirigido Buffalo Hunter. Sus rostros no expresaban ninguna emoción. Con el torso erguido y conteniendo la respiración como estatuas que apenas respiraban, oían las palabras del vicealmirante.

—Este hombre de aquí es el coronel Robin Zacharias, de la Fuerza Aérea norteamericana —prosiguió Maxwell, señalando la fotografía con un largo puntero de madera—. Podrán apreciar lo que le hicieron los vietnamitas por haber mirado al avión que tomó esta foto. —El puntero atravesó la imagen hasta detenerse sobre la figura de un guardia del campo a punto de golpear con su arma al norteamericano por la espalda—. Sólo por haber mirado hacia arriba.

Al escuchar esas últimas palabras, Kelly observó que los ojos de todos los presentes se entornaban. Era una ira colectiva, silenciosa y disciplinada; pero era la más mortífera, se dijo Kelly al tiempo que reprimía una sonrisa inoportuna. No era momento para sonrisas. Todos los presentes conocían el peligro. Todos habían sobrevivido a más de trece meses de operaciones de combate. Habían visto morir a sus amigos de las formas más horrendas y violentas, como una terrible pesadilla. Pero la vida no era sólo miedo. Era una especie de cruzada a la que se veían empujados por un sentido del deber que todos compartían y, aunque no pudieran expresarlo, eso constituía una visión del mundo de la que eran conscientes. Todos aquellos hombres habían contemplado la muerte cara a cara en toda su espantosa majestuosidad, y sabían que toda existencia tiene un fin. Pero la vida debe consistir en algo más que evitar la muerte, debe tener un propósito, como él, de servir a los demás. Aunque ninguno de ellos deseaba perder la vida, estaban dispuestos a arriesgarla y poner la en manos de Dios, o de la suerte, o del destino, y tenían la certeza de que sus compañeros harían lo mismo. Desconocían a los hombres que aparecían en esas fotografías, pero eran camaradas a los que debían lealtad y no dudarían en arriesgar sus vidas por ellos.

—No tengo que decirles lo peligrosa que es esta misión —terminó el vicealmirante—. De hecho, ustedes conocen los peligros mejor que yo.

—¡Ya lo creo, almirante! —gritó una voz desde el auditorio, sorprendiendo a los demás.

El arrebato de sinceridad hizo que Maxwell casi perdiera la compostura. «Así que es verdad —pensó—. Así que les importa realmente. A pesar de las equivocaciones, seguimos siendo lo que somos». Existían términos para describirlo. En la Armada, el tema era «la hermandad», un término de Shakespeare que Nelson había utilizado. En realidad, Nelson había sido igual que ellos a su edad. Aunque ahora llevaran uniformes distintos y los marines fingieran despreciar su profesión, eran hombres jóvenes, fuertes y apasionados, tan desprendidos como los soldados de su generación.

—Gracias, Dutch —dijo Marty Young, situándose en el centro del estrado—. Así que ya lo saben, soldados. Todos son voluntarios. Antes de partir tendrán que ratificarse como voluntarios. Algunos de ustedes tienen familia, o novia. No vamos a presionarles para que vayan. Después de pensarlo, quizá algunos hayan cambiado de parecer. —Se dispuso a marcharse, pero antes de hacerlo examinó los rostros y vio reflejado en ellos la injuria premeditada que les acababa de infligir—. Tienen lo que queda del día para pensarlo. ¡Rompan filas!

Entre el chirrido del arrastrar de sillas, los soldados se incorporaron, y cuando todos estaban en posición de firmes, como si fuera una sola voz, retumbaron:

—¡Ratificado!

Era más que evidente para aquellos que vieran sus caras. Echarse atrás en la misión representaría negar su propia hombría. Algunos sonrieron. La mayoría intercambió comentarios con sus compañeros, y no era precisamente satisfacción lo que reflejaban sus ojos, sino más bien determinación, y quizá la mirada que recibirían de aquellos cuyas vidas iban a salvar. «Somos americanos, y hemos venido para llevaros a casa».

—Bien, señor Clark, su vicealmirante nos ha brindado un bello discurso.

—Me hubiera gustado grabarlo.

—Ya eres mayorcito para saber dónde te metes, esto será peliagudo.

—Sí, lo sé. —Irvin sonrió con una mueca burlona—. Pero si sabes que va a ser duro, ¿por qué diablos te empeñas en ir solo?

—Es una promesa. —Kelly sacudió la cabeza y se dirigió al vicealmirante para hacerle una petición.

Atraída por el olor a café y el murmullo de la conversación, Doris logró bajar las escaleras apoyándose en la barandilla. El dolor de cabeza continuaba, pero esa mañana no era tan agudo.

Sandy la saludó sonriente.

—¡Hola, buenos días!

—¡Hola! —respondió Doris. Estaba muy pálida pero, a pesar de su debilidad, consiguió esbozar una sonrisa mientras cruzaba el umbral—. Desfallezco de hambre.

—Espero que te gusten los huevos. —Sandy le acercó una silla y le sirvió un vaso de zumo de naranja.

—Me comería hasta las cáscaras —dijo Doris ofreciendo la primera muestra de su sentido del humor.

—Toma estos y no te preocupes por las cáscaras —dijo Sarah Rosen, al tiempo que vaciaba el contenido de la sartén en un plato.

Doris estaba fuera de peligro. Sus movimientos aún eran lentos, dolorosos y mal coordinados como los de un niño pequeño, pero la mejoría que había experimentado en las últimas veinticuatro horas era milagrosa. Y los resultados de los análisis de sangre eran aún más favorables. Los antibióticos habían eliminado la infección; y los indicios residuales de barbitúricos se debían a las pequeñas dosis terapéuticas que Sarah le había recetado. Pero la señal más alentadora era la recuperación del apetito. Con movimientos torpes desdobló la servilleta y la extendió sobre su regazo encima del albornoz. No se abalanzó sobre la comida, simplemente dio cuenta de su primer desayuno auténtico en muchos meses, con la mayor dignidad posible, considerando su estado y el hambre que tenía.

Doris era un ser humano nuevamente.

No sabían nada sobre ella, excepto su nombre: Doris Brown. Sandy se sirvió una taza de café y se sentó.

—¿De dónde eres? —preguntó.

—De Pittsburgh —respondió ella, como si hablara de un lugar al otro lado de la galaxia.

—¿Tienes familia?

—Sólo mi padre. Mi madre murió de un cáncer de mama en 1965 —contestó pausadamente, y se palpó bajo el albornoz. Era la primera vez que sus pechos no le dolían a causa de las atenciones de Billy.

Sandy advirtió el gesto y adivinó su significado.

—Lo siento, Doris.

—No te preocupes…

—Me llamo Sandy, ¿recuerdas?

—Yo soy Sarah —añadió la doctora Rosen, cambiando el plato vacío por uno lleno.

—Gracias, Sarah.

Su sonrisa era apagada, pero indicaba que Doris empezaba a responder a su entorno, un hecho que para ella tenía más importancia de lo que un observador ajeno le hubiera concedido. «Poco a poco —pensó Sarah—. Lo importante no es avanzar deprisa, sino en la dirección correcta». Las miradas de la doctora y la enfermera se cruzaron. Para alguien que no la hubiera vivido era una sensación inexplicable. Ella y Sandy la habían rescatado de las garras de la muerte. Tres meses más, había calculado Sarah, o quizá menos, y habría quedado tan débil que la enfermedad más nimia hubiera acabado con su vida en cuestión de horas. Pero ahora sobreviviría y, aunque no lo expresaban, ambas mujeres compartían un sentimiento parecido al que debió sentir Dios cuando dio vida a Adán. Juntas habían vencido a la muerte, un don que estaba reservado a Dios: dar la vida. Esa era la motivación que llevó a ambas mujeres a escoger su profesión, y los momentos como aquel compensaban la ira y la tristeza que seguía a la pérdida de los pacientes que no lograban salvar.

—No comas demasiado deprisa, Doris. Cuando no se ha comido durante un tiempo, el estómago se encoge un poco —aconsejó Sarah, retomando su papel de médico. No le pareció momento oportuno para prevenirle de los trastornos y los dolores que seguramente padecería su aparato digestivo. No se podía hacer nada para evitarlo, y de todas formas lo importante era conseguir que comiera.

—De acuerdo. Estoy a punto de reventar.

—Pues ahora que puedes, relájate un poco. Háblanos de tu padre.

—Me escapé de casa —contestó Doris—. Justo después de lo de David… Cuando llegó el telegrama, mi padre quedó muy afectado y me culpó a mí, y…

Raymond Brown era capataz del horno de oxígeno número tres, de la Siderúrgica Jones y Loughlin. Vivía en Loughlin Street, en la ladera de una de las colinas de la ciudad, en una de las pintorescas casitas blancas de madera, cuya fachada de tablas tenía que pintar cada dos o tres años, dependiendo de la severidad de los vientos invernales procedentes del valle de Monangahela. Trabajaba en el turno nocturno porque era de noche cuando la casa le parecía más vacía. No volvería a oír el trajín de su mujer, ni a llevar a su hijo a ver un partido de béisbol o a jugar a la pelota en la intimidad de su minúsculo y empinado patio trasero, y tampoco tendría que volver a preocuparse por las citas de su hija los fines de semana.

Había intentado hacer todo lo humanamente posible pero, como sucedía a menudo, era demasiado tarde. No había sido capaz de soportar el dolor. A su esposa, una mujer hermosa y activa, le descubrieron el tumor cuando sólo tenía treinta y siete años. Era su mejor amiga y compañera. La apoyó y reconfortó mientras sufría una operación tras otra, intentando mantenerse fuerte para sostenerla mientras ella se debilitaba cada vez más a pesar de los tratamientos. Pero como si no fuera bastante carga para un solo hombre, había tenido que asumir otra. David, su único hijo, fue enviado a Vietnam, donde murió dos semanas más tarde, en un valle perdido. El respaldo de sus compañeros de trabajo y la solidaridad que le habían mostrado en el funeral no había bastado para evitar que buscase refugio en la bebida, tratando de aferrarse desesperadamente a lo poco que le quedaba. Doris había sufrido su propio pesar en silencio, algo que Raymond no pudo entender o apreciar, y cuando una noche la chica volvió a casa a altas horas de la noche y con la ropa en desorden, él la había insultado cruelmente. Podía recordar cada palabra, y también el portazo que ella dio al marcharse.

Cuando recobró la lucidez al día siguiente y, con lágrimas en los ojos, se dirigió a la comisaría y se rebajó ante hombres cuya comprensión y simpatía nunca llegó a reconocer, tan desesperado estaba por recuperar a su hija, por rogarle que le perdonara, aunque él nunca se perdonaría a sí mismo. Pero Doris había desaparecido. La policía hizo todo lo que estuvo en su mano, es decir, no mucho. Así que había ahogado su dolor en el alcohol durante dos años, hasta que dos de sus compañeros de trabajo fueron a su encuentro y mantuvieron una conversación como hacen los amigos cuando se han armado de suficiente valor para invadir la intimidad de un hombre. Ahora, el pastor le visitaba semanalmente. Ya no se excedía con la bebida y esperaba poder dejarlo completamente. Había sido el único modo de sobrellevar su penuria y hacer frente a su soledad. Sabía que la dignidad solitaria tenía poco valor, pero era todo lo que le quedaba. Rezar también le ayudaba a encontrar consuelo, y a menudo se dormía repitiendo las palabras de una oración. Cuando sonó el teléfono se dio vuelta en la cama, empapado en sudor.

—¿Diga?

—¿Raymond Brown?

—Sí, ¿quién es usted? —preguntó con los ojos cerrados.

—Soy la doctora Sarah Rosen del Hospital John Hopkins de Baltimore.

—¿Qué quiere? —El tono de su voz acabó de despertarle. Fijó la mirada en el techo, una lisa extensión blanca que encajaba perfectamente con el vacío de su propia vida. De repente sintió miedo. ¿Qué quería una doctora de Baltimore? Empezó a temer lo peor.

—Aquí hay alguien que quiere hablar con usted, señor Brown.

—¿Cómo dice? —Oyó un murmullo apagado que al principio confundió con interferencias parasitarias.

—No puedo.

—No tienes nada que perder, cariño —dijo Sarah, a la vez que le tendía el teléfono—. Es tu padre. Confía en él.

Doris cogió el auricular y lo sostuvo con ambas manos mientras susurraba:

—¿Papá?

A través de los cientos de kilómetros que les separaban, la voz de Doris llegó a sus oídos con la claridad de una campanada. Tuvo que tomar aire tres veces antes de poder articular, con voz quebrada:

—¿Doris?

—Sí, papá… Lo siento.

—¿Te encuentras bien, nena?

—Sí, papá. Estoy bien. —Y no mentía.

—¿Dónde estás?

—Espera un momento. —Volvió a oírse la primera voz—. Soy la doctora Rosen, señor Brown.

—¿Sigue ahí?

—Sí, está a mi lado. Llevamos una semana tratándola. Está enferma, pero se repondrá. ¿Comprende? Se recuperará.

Brown se llevó la mano al pecho. Sentía un puño de hierro en el corazón, y su respiración se volvió entrecortada.

—¿Está bien? —preguntó ansiosamente.

—Estará bien —le aseguró Sarah—. De eso no hay duda, señor Brown. Créame, por favor.

—¡Gracias a Dios! ¿Dónde… desde dónde me llama?

—Tendrá que esperar antes de verla. La llevaremos a su casa en cuanto se encuentre recuperada. No estaba muy segura de si debía llamarle, pero… era mi deber. Espero que lo comprenda.

Sarah tuvo que esperar dos minutos antes de volver a oír una palabra comprensible, pero los sonidos que oyó la conmovieron. No había salvado a una persona de la muerte segura, sino a dos.

—¿De verdad se encuentra bien?

—Ha sufrido mucho, señor Brown, pero tiene mi palabra de que se recuperará completamente. Soy un buen médico, de lo contrario no se lo diría.

—Por favor, déjeme hablar con ella otra vez. ¡Se lo ruego!

Sarah entregó el auricular a Doris y, al cabo de poco, los cuatro sollozaban. La enfermera y la doctora se abrazaron, saboreando su victoria sobre los crueles infortunios de la vida.

Bob Ritter aparcó su coche en West Executive Drive, una calle, que unía la Casa Blanca con la sede del Ejecutivo. Se dirigió a pie hacia este último, probablemente, el edificio más feo de Washington, que anteriormente albergaba la rama ejecutiva del gobierno —los departamentos de Estado, Guerra y Marina—. En él se hallaba también la Sala del Tratado Indio, creada con el propósito de impresionar a los visitantes primitivos con el esplendor de la recargada decoración, la arquitectura victoriana y la majestuosa prepotencia de aquel gobierno. Sus pasos resonaban sobre el suelo de mármol de los anchos pasillos, mientras buscaba el despacho indicado. Lo encontró en el segundo piso, el despacho de Roger MacKenzie, asesor especial del presidente para Asuntos de la Seguridad Nacional. El objetivo «especial» denotaba irónicamente su condición de oficial de segunda categoría. El despacho del consejero de Asuntos de la Seguridad Nacional estaba situado en el Ala Oeste de la Casa Blanca. Las oficinas de sus subordinados se hallaban desperdigadas por otros edificios y la distancia que les separaba del centro de poder era proporcional a su influencia, pero no tenía relación con su grado de arrogancia. MacKenzie necesitaba tener un equipo bajo sus órdenes para recordar su propia importancia, real o ilusoria. No era un mal tipo y, después de todo, era bastante inteligente, pensó Ritter. No obstante, MacKenzie defendía su puesto celosamente y, de haber nacido en otros tiempos, habría sido el escribiente que aconsejaba el canciller que, a su vez, aconsejaba al rey. Pero, en cambio, hoy en día el escribiente requería los servicios de un secretario ejecutivo.

—¡Hola, Bob! ¿Cómo van las cosas por Langley? —preguntó MacKenzie delante del personal administrativo, para hacerles saber que iba a reunirse con un prometedor oficial de la CIA y que realzaba su propia importancia.

—Lo de siempre. —Ritter le devolvió la sonrisa. «¡Vayamos al grano!», pensó.

—¿Problemas con el tráfico? —preguntó MacKenzie, poniendo en evidencia que Ritter había llegado a la cita un poco tarde.

—Tenemos un pequeño problema con el G.W. —Ritter señaló hacia el despacho privado de MacKenzie. Su anfitrión asintió.

—Wally, necesitamos a alguien para tomar notas.

—Sí, señor. —Su ayudante ejecutivo se levantó del escritorio y tomó un bloc de notas.

—Bob, quiero presentarte a Wally Hicks. No creo que se conozcan.

—Mucho gusto, señor. —Hicks le tendió la mano.

Ritter la estrechó brevemente. Otro ambicioso ayudante de la Casa Blanca: acento de Nueva Inglaterra, aire de inteligente y bien educado, todas las cualidades que se podían esperar en esa clase de persona. Un minuto después se hallaban en el despacho de MacKenzie, cuyas puertas con marcos de hierro fundido daban a la Sede del Ejecutivo la solidez estructural de un buque de guerra. Hicks se apresuró a ofrecer café con el servilismo de un paje de una corte medieval. Así eran las cosas en el país democrático más poderoso del mundo.

—Así, pues, ¿cuál es la razón de su visita, Bob? —pregunto MacKenzie, sentado detrás de su mesa.

Hicks abrió el bloc y se esforzó por transcribir cada palabra.

—Roger, disponemos de una oportunidad única en Vietnam.

—Sus interlocutores abrieron los ojos y aguzaron los oídos.

—¿De qué se trata?

—Hemos localizado un campo especial de prisioneros al sudoeste de Haifong —empezó Ritter, y relató sucintamente lo que conocían y lo que sospechaban.

MacKenzie escuchó con atención. A pesar de su aire presuntuoso, en otros tiempos había sido aviador. Había pilotado bombarderos B–24 durante la Segunda Guerra Mundial e incluso había tomado parte en la dramática, pero fracasada, operación PLOESTI. Un patriota con algunos defectos, pensó Ritter. Intentaría sacar partido de lo primero y pasar por alto los últimos.

—Déjenle ver las imágenes —dijo al cabo de unos minutos, sirviéndose de la jerga del oficio en lugar de la vulgar palabra «fotografías».

Ritter sacó de su maletín la carpeta de las fotos y la dejó sobre la mesa. MacKenzie la abrió y cogió una lupa del cajón.

—¿Sabemos quién es ese tipo?

—Encontrará una foto más clara al final —respondió Ritter. MacKenzie comparó la fotografía del expediente con la del campo de prisioneros, y luego con la ampliación de esta última—. Se parece mucho. No totalmente, pero mucho. ¿Quién es? —El coronel Robin Zacharias, de la Fuerza Aérea. Estuvo destinado en la base aérea de Offutt, y en la planificación de guerra del MAL. Estaba informado de todo, Roger.

MacKenzie levantó los ojos y silbó, lo que en su opinión debía ser lo más apropiado en esas circunstancias.

—Y este otro que no es vietnamita…

—Un coronel de la Fuerza Aérea soviética, no sabemos su nombre, pero no es difícil adivinar por qué se encuentra ahí. Ese es el punto clave.

—Ritter le entregó una copia del informe del Ejército sobre la muerte de Zacharias.

—¡Maldita sea!

—Sí, de pronto todo se vuelve muy claro.

—Esta clase de escándalo podría hundir las conversaciones de paz… —pensó MacKenzie en voz alta.

Walter Hicks no podía decir nada. No estaba allí para opinar. Era una especie de accesorio necesario, una grabadora viviente; su presencia allí sólo se debía a que su jefe deseaba una transcripción de la entrevista. «Hundir las conversaciones de paz», escribió, y subrayó las palabras apretando la pluma con tal fuerza que las yemas de sus dedos palidecieron.

—Roger, los hombres que suponemos están en ese campamento saben mucho, lo suficiente para comprometer gravemente la seguridad nacional —dijo Ritter con serenidad—. Zacharias conoce nuestros planes de guerra nuclear, ayudó en la redacción del STOP, ¿está claro? Este es un asunto muy serio. —Con la mención de la sigla STOP, invocación del terrible «Plan Único de Operaciones Integradas», Ritter había subido deliberadamente el tono de la conversación. El hombre de la CIA se sorprendió de su propia habilidad para la mentira. Quizá los desgraciados de la Casa Blanca no admitieran la idea de rescatar a personas simplemente porque eran personas; para ellos había asuntos prioritarios, y los planes de una guerra nuclear eran el sanctasanctórum de este y otros templos del poder gubernamental.

—Le escucho, Bob.

—Se llama Hicks, ¿no? —preguntó Ritter volviendo la cabeza.

—Sí, señor.

—¿Sería tan amable de dejarnos solos?

El subalterno miró a su jefe, implorándole con su rostro inexpresivo que le dejase permanecer en la habitación.

—Wally, creo que vamos a seguir en sesión ejecutiva por el momento —dijo el ayudante especial del presidente, mitigando el impacto de la despedida con una sonrisa amistosa y un ademán con la mano en dirección a la puerta.

—Sí, señor. —Hicks se incorporó y salió, cerrando la puerta suavemente.

¡Mierda!, juró para sus adentros cuando se sentó de nuevo a su mesa. ¿Cómo podría aconsejar a su jefe si no le dejaban escuchar el final? Robert Ritter, pensó Hicks. El mismo hombre que dio al traste con ciertas negociaciones en un momento particularmente difícil cuando, desobedeciendo las órdenes, sacó a un espía de pacotilla de Budapest. La información que aportó concernía a la posición de Estados Unidos en las negociaciones, y eso había retrasado tres meses la firma del tratado, porque los americanos decidieron conseguir algo más de los soviéticos, que en esa ocasión se mostraban inusualmente razonables. Ese hecho salvó la carrera de Ritter, y probablemente había alentado esa estúpida visión romántica de la vida en la cual un individuo era más importante que la paz mundial, cuando el único asunto importante era la paz.

¡Hicks sabía que a Ritter se le daba muy bien enredar a Roger! Todo eso de los planes de guerra eran puras memeces. Roger tenía las paredes de su despacho decoradas con fotografías de «los viejos tiempos», cuando pilotaba aquel condenado avión por aquel infierno, convencido de que él solo iba a derrotar a Hitler. Otra maldita guerra que se pudo haber evitado con un buen trabajo diplomático, si la gente se hubiera dedicado a los asuntos realmente importantes, como él y Peter esperaban hacer algún día. Esto no tenía nada que ver con los planes de guerra del SIOP, ni ninguna otra bobada con que el personal de uniforme de esa sección de la Casa Blanca se entretenía a diario. Era por la gente, ¡por Dios! Gente de uniforme. Unos estúpidos soldados de hombros anchos y mentes estrechas, que no sabían hacer otra cosa que matar, como si con eso se arreglara el mundo. Además, resopló Hicks airado, conocían los riesgos. Si querían arrojar bombas sobre las gentes pacíficas y amigables de un pueblo como el vietnamita, deberían pensar antes que a ellos no les iba a gustar mucho. Y aún más importante, si eran lo suficientemente estúpidos como para arriesgar sus vidas, aceptaban implícitamente la posibilidad de perderlas y, por tanto, Hicks no veía por qué las personas como él tenían que preocuparse por ellos cuando las cosas se torcían. Probablemente amaban la acción. Sin duda eso atraía a cierta clase de mujeres, que creía que cuanto más pequeño era el cerebro más grande era la polla, que preferían los machos que al andar arrastraban los nudillos por el suelo, como simios trajeados.

«Esto podría hacer zozobrar las negociaciones de paz. Hasta MacKenzie lo sabía».

Todos esos muchachos de su generación, muertos. Quizá se arriesgaban a no poner fin a la guerra a causa de quince o veinte asesinos profesionales. ¿Y si montaban una guerra y no acudía nadie? Esta frase fue uno de los aforismos favoritos de su generación, aunque no dejaba de ser pura fantasía.

Porque personas como ese bruto de Zacharias siempre arrastraban a la gente tras de sí, y la pobre gente que carecía de los conocimientos y la perspicacia de Hicks nunca era capaz de ver que con aquello sólo se malgastaban energías. Ese era el hecho más asombroso. ¿No era más que evidente que la guerra era algo espantoso? No había que ser muy listo para verlo.

Hicks vio abrirse la puerta y salir a MacKenzie y Ritter.

—Wally, cruzaremos enfrente un momento. ¿Sería tan amable de decir a la visita de las once que volveré lo más pronto posible?

—Sí, señor.

¡Muy propio de él! Ritter lo había engatusado. Le había convencido hasta tal punto que estaba dispuesto a exponerlo ante el consejero de Seguridad Nacional. Y, salvo que alguien descubriera la argucia, en la mesa de negociaciones pondrían el grito en el cielo y las cosas se retrasarían tres o cuatro meses. Hicks cogió el teléfono y marcó un número.

—Oficina del senador Donaldson.

—Buenos días, quisiera hablar con Peter Henderson.

—Lo siento, pero el señor Henderson y el senador Donaldson se encuentran en Europa. Regresarán la semana que viene.

—¡Oh! Bien, gracias. —Hicks colgó. ¡Maldición! Estaba tan furioso que lo había olvidado.

Ciertos asuntos requerían especial precaución. Peter Henderson ni siquiera sabía que su nombre en clave era CASSIUS, y le había sido asignado por un analista del Instituto Americano–Canadiense que sentía una pasión por Shakespeare propia de un catedrático de Oxford. La fotografía en la carpeta y la biografía de una sola página del agente le hizo pensar en el «patriota» egoísta de la tragedia Julio César. Bruto no habría llevado la razón. Henderson, según el analista, no tenía suficiente nobleza de carácter. No quería decir que fuera inútil, sino poco admirable.

El senador estaba de gira por Europa para recoger información sobre asuntos relacionados con la OTAN, y acudirían a las conversaciones de paz en París, aunque sólo fuese para filmar unas imágenes que en otoño emitirían las cadenas de televisión de Connecticut. De hecho, la «gira» consistía en un viaje de compras, interrumpido cada dos días por algún que otro breve compromiso oficial. Henderson, que estaba disfrutando de su primer viaje como consejero de asuntos de Seguridad Nacional del senador, tenía que estar presente en las reuniones, pero disponía del resto del día y, por tanto, había hecho sus propios planes. En ese momento estaba visitando la Torre Blanca, en el centro de la famosa Torre de Londres, el centinela del río Támesis que pronto cumpliría novecientos años.

—Hace un día precioso para Londres —comentó otro turista.

—¿Habrá tormentas por aquí? —comentó a su vez el americano, mientras examinaba la voluminosa armadura de Enrique VIII.

—Sí las hay —respondió el hombre—, pero no tan violentas como las de Washington.

Henderson buscó la salida con la mirada y se encaminó hacia ella. Al cabo de un momento, paseaba por el césped de la Torre de Londres en compañía del desconocido.

—Su inglés es excelente.

—Gracias, Peter. Me llamo George.

—Encantado, George. —Henderson sonrió sin mirar a su nuevo amigo. Se sentía como en una película de James Bond, y el hecho de que ocurriera allí, no sólo en Londres, sino en la cuna de la familia real británica, le daba aún mayor emoción.

George era su verdadero nombre —en realidad Georgi, su equivalente en ruso— y ahora raramente hacía trabajos de campo. No obstante, había sido un eficaz jefe de operaciones del KGB, poseía una capacidad de deducción tan asombrosa que le habían llamado a Moscú cinco años antes de lo previsto, le habían ascendido a teniente coronel y puesto al mando de toda la sección. En ese momento ostentaba el rango de coronel, y tenía puestas sus miras en el rango de general. El motivo por el que había venido a Londres vía Helsinki y Bruselas, era echar un vistazo a CASSIUS personalmente; y también hacer unas compras para su familia. Sólo tres hombres de su edad tenían en el KGB un rango similar, y a su atractiva esposa le gustaba vestir ropa occidental. ¿Qué lugar mejor para comprarla que Londres? George no hablaba francés ni italiano.

—Este será nuestro único encuentro, Peter.

—¿Quiere decir que me debo sentir honrado?

—Sí, si así lo prefiere. —George era extraordinariamente amable para ser ruso, aunque esto formaba parte de su disfraz. Sonrió al americano—. Su senador tiene acceso a mucha información.

—Sí, tiene razón —afirmó Henderson, disfrutando de las protocolarias alabanzas. No fue necesario añadir Y yo también.

—Nos interesa mucho esa clase de información. Francamente, su gobierno, en especial con su nuevo presidente, nos da miedo.

—A mí también —admitió Henderson.

—Pero, al mismo tiempo, aún queda una esperanza —prosiguió George con tono razonable y sensato—. Es también una persona realista. Su propuesta para distensión entre nuestros países ha sido interpretada por mi gobierno como una señal de que podremos llegar a un amplio entendimiento internacional. Por ello, deseamos examinar hasta qué punto su propuesta de celebrar conversaciones de paz tiene una base firme. Desafortunadamente, tenemos nuestros propios problemas.

—¿Por ejemplo?

—Quizá su presidente tenga buenas intenciones. Se lo digo con franqueza, Peter —añadió Goerge—; él es muy… competitivo. Si llegara a saber demasiado sobre nosotros, intentaría presionarnos respecto a algunos temas, y eso podría frustrar ese acuerdo tan anhelado por todos. Existen elementos políticos adversos en su gobierno. Al igual que en el nuestro; vestigios de la era estalinista. La clave de cualquier tipo de negociaciones, como las que pronto podrían hacerse realidad, es que ambos bandos sean razonables. Necesitamos su ayuda para controlar los elementos recalcitrantes de nuestro bando.

A Henderson le sorprendió esa última afirmación. Los rusos podían ser tan abiertos, tan parecidos a los americanos.

—¿Cómo puedo ayudarles?

—No podemos permitir que ustedes se apoderen de cierto tipo de información. De lo contrario, el concepto de distensión no tendría futuro. Si sabemos demasiado acerca de ustedes o viceversa, las reglas del juego se complican demasiado. Ambos bandos buscan demasiadas ventajas y, entonces, no queda lugar para el entendimiento, sólo para un predominio que ninguno de los dos aceptaría. ¿Me sigue?

—Sí, tiene razón.

—Lo que le pido, Peter, es que de vez en cuando nos revele ciertas cosas que hayan logrado averiguar acerca de nosotros. No le señalaré exactamente lo que queremos saber. Creo que es bastante inteligente para saberlo por sí mismo. Confiaremos en usted. Las guerras deben pasar a la historia. La paz venidera, si se hace realidad, dependerá de gente como usted y como yo. Nuestros dos países tienen que confiar el uno en el otro. Esa confianza empieza entre dos personas. No hay elección. ¡Ojalá no fuese así!, pero es el único camino que nos puede conducir a la paz.

—La paz sería maravillosa —se permitió observar Henderson—. En primer lugar hemos de encontrar una manera de terminar con esta guerra.

—Estamos en ello, como bien sabe. Estamos… en realidad no estamos ejerciendo ninguna presión, sólo estamos animando a nuestros amigos a tomar una postura más moderada. Ya han muerto demasiados jóvenes. Ha llegado la hora de poner fin a la guerra, un fin aceptable para ambos bandos.

—Me alegro de oírle decir eso, George.

—Así pues, ¿está dispuesto a ayudarnos?

Habían dado la vuelta a la Torre, y ahora se encontraban delante de la capilla, junto a un tocón de madera cuya utilidad Henderson desconocía. Alrededor había una cadena de separación sobre la que se posaba uno de los cuervos a los que permiten habitar en el recinto de la Torre, tanto por tradición como por superstición. A la derecha, un alabardero de la Casa Real guiaba la visita de un grupo de turistas.

—He estado ayudándole, George. —Era verdad. Henderson llevaba casi dos años suspendido del anzuelo. La tarea del coronel del KGB era poner algo más de carnada y comprobar que se lo tragaba.

—Sí, Peter, lo sé, pero ahora le estamos pidiendo algo más, información decisiva. Usted tiene la palabra, amigo mío. Hacer la guerra es fácil, pero hacer la paz puede ser mucho más peligroso. Nadie conocerá su contribución. Los ministros llegarán a un acuerdo y después se estrecharán las manos por encima de la mesa. Las cámaras registrarán el acto para la posteridad, pero los nombres de personas como usted y yo nunca figurarán en los libros de historia. Pero no importa, amigo mío, es gente como nosotros la que prepara el camino a los ministros. No puedo obligarle a tomar parte en esto, Peter. La decisión de ayudarnos es suya. Y también es cosa suya decidir lo que necesitamos saber. Es usted un joven inteligente, y su generación en América sabe muy bien lo que se hace. Si lo prefiere, le daré tiempo para decidirlo…

Henderson se volvió; su decisión estaba tomada.

—No hace falta. Tiene razón. Alguien tiene que ayudar a conseguir la paz, y la indecisión no cambiaría la situación. Le ayudaré, George.

—Será peligroso. Usted lo sabe —le advirtió George. Tuvo que contener su júbilo, pero ahora que Henderson había tragado por fin el anzuelo, tenía que asegurarse de que había prendido.

—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Merece la pena. «¡Por fin!».

—Tenemos que proteger a la gente como usted. Nos pondremos en contacto cuando esté de vuelta en su país. —George hizo una pausa—. Peter, soy un padre de familia. Tengo una hija de seis años y un hijo de dos. Gracias a su esfuerzo y al mío, ellos crecerán en un mundo mejor; un mundo en paz. Por eso le doy las gracias, Peter. Ahora he de irme.

—Hasta la vista, George —dijo Henderson.

George se volvió para dirigirle una última sonrisa.

—No, Peter, no volveremos a vernos. —George bajó los escalones que conducían a la Puerta de los Traidores. Tuvo que reunir toda su capacidad de autodominio para no estallar en carcajadas ante la paradoja de lo que acababa de lograr, y nada menos que en un escenario apropiado: ante la patente ironía de la reja suspendida del arco de piedra. Cinco minutos más tarde, subió a un taxi londinense y ordenó al chófer que se dirigiera a los almacenes Harrod’s, en Knightsbridge.

CASSIUS, pensó. No, no era muy apropiado. «Casca», quizá. Pero ya era demasiado tarde para cambiarlo. Además, ¿quién habría entendido la ironía?, pensó Glazov, sacando de su bolsillo la lista de la compra.