—¿Dónde estoy? —preguntó Doris Brown con voz apenas audible.
—En mi casa —contestó Sandy. Sentada en un rincón de la habitación de invitados, apagó la lámpara de lectura y dejó el periódico que había estado leyendo en las últimas horas.
—¿Cómo he llegado aquí?
—Un amigo la acompañó. Soy enfermera. La doctora está abajo, preparando el desayuno. ¿Cómo se encuentra?
—Muy mal. —Doris cerró los ojos—. La cabeza…
—Es normal. Sé que duele mucho.
Sandy se acercó para tocar la frente de la joven. No tenía fiebre y eso era una buena señal. Después le tomó el pulso. Fuerte y regular, pero todavía un poco acelerado. A juzgar por la forma en que mantenía los ojos cerrados apretando fuertemente los párpados, Sandy adivinó que la resaca de los barbitúricos era terrible, pero eso también era normal. La chica apestaba a vómito y a sudor. En vano habían procurado mantenerla aseada, pero no tenía importancia en comparación con todo lo demás. La pálida piel de Doris aparecía floja y fláccida como si el cuerpo que había debajo se hubiera encogido. Debía de haber perdido de cinco a seis kilos desde su llegada y, aunque eso no fuera malo en sí mismo, la chica estaba tan débil que aún no se había percatado de las ataduras que le inmovilizaban las manos, los pies y la cintura.
—¿Cuánto tiempo?
—Casi una semana. —Sandy tomó una esponja y le enjugó el rostro—. Nos pegó usted un buen susto.
Lo cual era decir muy poco. Nada menos que siete convulsiones, la segunda de las cuales había aterrorizado a la médica y a la enfermera, pero la séptima, bastante leve, se había producido dieciocho horas atrás y ahora sus constantes vitales se habían estabilizado. Sandy llevó a Doris un poco de agua.
—Gracias —dijo Doris con un hilillo de voz—. ¿Dónde están Billy y Rick?
—No sé quiénes son —contestó Sandy. Una respuesta técnicamente correcta. Había leído los reportajes de la prensa local, procurando no fijarse en los nombres. La enfermera O’Toole estaba empeñada en no saber nada. Era una defensa interna contra unos sentimientos tan confusos que, por mucho que se hubiera esforzado en comprender los hechos, sólo hubiera conseguido confundir su mente aún más. No era el momento apropiado para analizar las cosas. Sarah la había convencido. Era el momento de dejarse llevar por los hechos sin entrar en los detalles—. ¿Son los que le hicieron daño?
Doris estaba desnuda, exceptuando las ataduras y los pañales que se utilizaban con los pacientes que no controlaban sus funciones fisiológicas. De esa manera resultaba más fácil cuidarla. Las horribles marcas del pecho y el tronco iban desapareciendo. Las manchas azules, negras, púrpura y rojas se habían convertido en zonas de un indefinido pardo amarillento y el cuerpo luchaba contra la adversidad. Era joven, pensaba Sandy, y, aunque no tuviese mucha salud, podría recuperarse plenamente. Las infecciones sistémicas ya empezaban a responder a los antibióticos, y no tenía fiebre.
Doris volvió la cabeza y abrió los ojos.
—¿Por qué hace esto por mí?
La respuesta era muy fácil.
—Soy enfermera, señorita Brown. Mi trabajo es atender a los enfermos.
—Billy y Rick —repitió Doris, volviendo a recordar. La memoria de Doris era variable e irregular y lo que más recordaba era el dolor.
—No están aquí —dijo O’Toole. Hizo una pausa antes de seguir y se extrañó de que sus propias palabras le pudieran producir semejante placer—: No creo que vuelvan a molestarla. —Le pareció ver un atisbo de comprensión en los ojos de la paciente. Y eso la animó.
—Tengo que irme. Por favor… —Doris hizo ademán de moverse y entonces se percató de las ataduras.
—Un momento —dijo Sandy, soltándole las correas—. ¿Cree que podrá tenerse en pie?
—… Lo intentaré —contestó Doris casi con un graznido.
Se incorporó un poco antes de que su cuerpo la traicionara. Sandy la ayudó a sentarse, pero la chica no consiguió mantener la cabeza erguida. Levantarla fue todavía más difícil, pero el cuarto de baño no estaba lejos y la dignidad de poder llegar hasta él mereció el dolor y el esfuerzo de Doris. Sandy la sentó en el váter y le tomó la mano. Aprovechó para humedecer una toalla y limpiarle la cara.
—Eso ya es un buen paso adelante —comentó Sarah Rosen desde la puerta.
Sandy se volvió con una sonrisa, comunicándole de este modo el estado de la paciente. Le pusieron una bata antes de acompañarla de nuevo al dormitorio. Sandy cambió las sábanas mientras Sarah le ofrecía una taza de té.
—Hoy está mucho mejor, Doris —dijo la médica, observándola beber.
—Me encuentro fatal.
—No se preocupe. Hay que sentirse fatal para empezar a sentirse mejor. Ayer no sentía nada. ¿Le apetece una tostada?
—Desfallezco de hambre.
—Otra buena señal —dijo Sandy. En la expresión de sus ojos, la médica y la enfermera adivinaron el terrible dolor de cabeza que sentía, pero ese día sólo sería tratado con compresas de hielo. Se habían pasado una semana limpiándole el cuerpo de drogas y no era el momento de añadirle otras—. Eche la cabeza hacia atrás.
Doris apoyó la cabeza en el respaldo del sillón tapizado que Sandy había adquirido en unas rebajas. Mantenía los ojos cerrados y estaba tan débil que ni siquiera levantó los brazos cuando Sarah le ofreció unas tostadas. La enfermera tomó un cepillo y empezó a peinarla. Tenía el cabello muy sucio y necesitaba un lavado, pero de momento bastaría con un cepillado. Los pacientes atribuían gran importancia a su aspecto físico y, por extraño e ilógico que resultara, Sandy lo tenía en cuenta. Le sorprendió un poco que Doris se estremeciera cuando empezó a cepillarle el cabello.
—¿Estoy viva?
—Vaya si lo está —contestó Sarah, esbozando una sonrisa un tanto forzada. Le tomó la presión arterial—. Doce y medio de máxima y siete y medio de mínima.
—¡Estupendo! —dijo Sandy. Era la mejor lectura de toda la semana.
—Pam…
—¿Qué ha dicho? —preguntó Sarah.
Doris hizo una pausa, preguntándose si aquello era la vida o la muerte, y en este último caso, en qué lugar de la eternidad se encontraba.
—El cabello… cuando ya había muerto… le cepillé el cabello.
«Dios mío», pensó Sarah. Sam le había comentado aquel detalle del informe de la autopsia mientras tomaba un whisky con hielo en su casa de Spring Valley. No le había dicho nada más por no darle un disgusto. La fotografía de la primera plana del periódico había sido más que suficiente. La doctora Rosen acarició el rostro de su paciente con delicadeza.
—Doris, ¿quién mató a Pam? —Pensaba que podía preguntarlo sin aumentar el dolor de la joven. Pero se equivocó.
—Rick, Billy, Burt y Henry… la mataron… yo lo vi…
La chica se echó a llorar y los sollozos intensificaron su dolor de cabeza. Sarah mantuvo la tostada suspendida en el aire. Temió que Doris empezara a marearse.
—¿La obligaron a presenciarlo?
—Sí —contestó Doris con voz de ultratumba.
—Dejemos eso ahora.
Sarah se estremeció al pensar en la muerte mientras acariciaba la mejilla de la chica.
—¡Listo! —dijo Sandy alegremente, tratando de distraerla—. Así está mejor.
—Estoy muy cansada.
—Vamos a la cama, cariño.
Ambas mujeres la ayudaron a levantarse. Sandy le dejó la bata puesta y le colocó una bolsa de hielo sobre la frente. Doris se durmió casi de inmediato.
—El desayuno está preparado —le dijo Sarah a la enfermera—. No le ates las correas.
—¿Ha dicho que la peinó? —preguntó Sandy mientras bajaba a la cocina.
—Yo no leí el informe…
—Vi la foto, Sarah… lo que le hicieron… Se llamaba Pam, ¿verdad?
—Sandy estaba tan cansada que casi no podía recordar nada.
—Sí. También fue paciente mía —confirmó la doctora Rosen—. Sam dijo que fue algo terrible. Le pareció extraño que alguien le hubiera cepillado el cabello después de muerta.
—Ya. —Sandy abrió el frigorífico y sacó una botella de leche—. Comprendo.
—Pues yo no —replicó la doctora Rosen—. No comprendo cómo es posible que la gente haga estas cosas. Unos minutos más y Doris hubiera muerto. Estaba casi a punto…
—Me extrañó que no ordenaras su ingreso en el hospital como persona desconocida —comentó Sandy.
—Después de lo que le ocurrió a Pam, correr un riesgo así hubiera significado…
O’Toole asintió con la cabeza.
—Sí, hubiera significado poner en peligro a John. Lo comprendo muy bien.
—Sí.
—Mataron a su amiga y la obligaron a presenciar las vejaciones a que la sometieron… ¡Para ellos no era más que una cosa! Billy y Rick —dijo Sandy, levantando la voz casi sin darse cuenta.
—Burt y Henry —puntualizó Sarah—. No creo que los otros dos puedan seguir haciendo daño a la gente.
Ambas mujeres intercambiaron una mirada en la mesa del desayuno. Pensaban exactamente lo mismo y se extrañaban de que su conciencia no se lo reprochara en absoluto.
—Estupendo.
—Bien, ya hemos sacudido a todos los vagabundos al oeste de Charles Street —le dijo Douglas a su teniente—. Un agente recibió un navajazo; no es grave, pero el borracho pasará una larga temporada de sequía en Jessup. Algunos han sido vapuleados —añadió con una sonrisa—, pero seguimos sin saber una mierda. El asesino no anda por allí, Em. Ninguna novedad en una semana.
Era cierto. La voz se había corrido por las calles. Los camellos actuaban con una cautela rayana en la paranoia. Tal vez por eso ninguno de ellos había perdido la vida en más de una semana.
—Aún anda suelto por ahí, Tom.
—Puede que sí, pero no actúa.
—Lo cual significa que lo único que hizo fue cargarse a Farmer y a Grayson —comentó Ryan, mirando de soslayo al sargento.
—Pero tú no lo crees.
—Pues no, pero no me preguntes el motivo porque no lo sé.
—Sería conveniente que Charon nos aconsejara. Se le dan muy bien estos casos. ¿Recuerdas la detención que practicó con la Guardia Costera?
Ryan asintió.
—Ya, pero últimamente está un poco apagado.
—Y nosotros también —señaló el sargento Douglas—. Lo único que sabemos realmente es que se trata de un tipo muy fuerte que gasta zapatillas deportivas nuevas y es de raza blanca. Ignoramos su edad, peso, estatura, móvil y vehículo que conduce.
—El móvil. Sabemos que está resentido por algo. Sabemos que mata muy bien. Sabemos que es lo bastante despiadado como para matar como medio de camuflar sus actividades… y que tiene paciencia. —Ryan se reclinó en el asiento—. ¿Y si su paciencia lo ha inducido a tomarse un respiro?
A Tom Douglas se le ocurrió una idea más inquietante.
—Quizá es lo bastante listo para haber cambiado de táctica.
La idea era realmente inquietante. Ryan la analizó en silencio. ¿Y si había presenciado el acoso de la policía contra los vagabundos? ¿Y si había llegado a la conclusión de que todo tenía un límite y de que ya era hora de hacer otra cosa? ¿Y si William Grayson le había facilitado información y había decidido largarse a otro sitio… incluso fuera de la ciudad? ¿Y si jamás descubrían nada y los casos se archivaban? Ryan lo hubiera considerado una cuestión personal, pues no soportaba dejar los casos sin resolver. A pesar de las docenas de entrevistas realizadas, no habían conseguido encontrar ningún testigo, exceptuando a Virginia Charles, la cual estaba tan traumatizada que su información no podía considerarse válida… y además no coincidía con la única prueba realmente útil de que disponían. El sospechoso tenía que ser más alto de lo que ella había dicho y también más joven, y no cabía duda de que era tan forzudo como un delantero de los Giants de Nueva York. No era un borracho, pero había optado por disfrazarse de tal. Y a esa gente nadie la mira. ¿Quién podría describir un perro abandonado?
—El hombre invisible —dijo Ryan, bautizando finalmente el caso—. Hubiera tenido que liquidar a la señora Charles. ¿Sabes quién anda suelto por ahí?
Douglas emitió un gruñido.
—Alguien con quien no quisiera tropezarme en una calle desierta.
—¿Tres grupos para tomar Moscú?
—Claro. ¿Por qué no? —replicó Zacharias—. Es su liderazgo político, ¿no? Un gran centro de comunicaciones y, aunque se inutilizara el Politburó, ustedes seguirían ejerciendo buena parte del control militar y político…
—Tenemos medios para sacar a la gente más importante —señaló Grishanov, sintiéndose herido en su orgullo nacional y profesional.
—No me cabe duda de que sí —dijo Zacharias. Grishanov observó su sonrisa. En parte estaba ofendido, pero, pensándolo mejor, se alegraba de que el coronel norteamericano se encontrara tan a gusto a su lado—. Kolya, nosotros también tenemos cosas parecidas. Por ejemplo, un refugio hipersofisticado en Virginia Occidental para el Congreso y demás. El Primer Escuadrón de Helicópteros está en Andrews y su misión es la de evacuar a las personalidades más importantes… pero ¿a que no sabe una cosa? Los malditos helicópteros no pueden ir y venir del refugio sin repostar. Nadie pensó en eso cuando se seleccionó el refugio porque se trataba de una decisión política. ¿Y sabe otra cosa? Nunca hemos sometido a prueba el sistema de evacuación. ¿Han probado ustedes el suyo?
Grishanov estaba sentado en el suelo al lado de Zacharias, con la espalda apoyada contra la sucia pared de hormigón. Nikolai Yevguenievich se limitó a bajar la mirada y a menear la cabeza, tras haber sonsacado otro dato importante al norteamericano.
—¿Lo ve? ¿Comprende ahora por qué le digo que nunca nos enfrentaremos en una guerra? ¡Somos iguales! No, Robin, nunca lo hemos probado, nunca hemos intentado evacuar Moscú desde que yo era niño y me sacaron de allí bajo la nieve. Nuestro mayor refugio se encuentra en Zhiguli. Es una roca enorme, no una montaña sino una especie de burbuja gigantesca. Un enorme cilindro de piedra desde el centro de la tierra.
—¿Un monolito? ¿Algo parecido a la montaña Stone de Georgia?
Grishanov asintió. ¿Qué tenía de malo revelarle secretos a aquel hombre?
—Los geólogos dicen que es algo muy resistente y además, a finales de los cincuenta, construimos unos túneles en su interior. Yo he estado allí un par de veces. Participé en la supervisión de la construcción de la oficina de la defensa aérea. Esperamos (esa es la verdad, Robin), esperamos evacuar a los nuestros por ferrocarril.
—Da igual. Nosotros lo sabemos. Si uno sabe dónde está el objetivo, puede destruirlo. Basta con arrojarle encima el suficiente número de bombas. —El norteamericano hablaba bajo los efectos del vodka—. Seguramente los chinos también lo saben. Pero ellos se concentrarán en Moscú, sobre todo si es un ataque por sorpresa.
—¿Tres grupos?
—Yo lo haría así. —Robin mantenía las piernas separadas a ambos lados de una carta de navegación aérea del sudeste de la Unión Soviética—. Tres vectores desde estas tres bases con tres aparatos cada uno, dos para el transporte de bombas y uno como protección en cabeza. Los tres grupos convergen en una misma línea, pero manteniendo una buena distancia entre sí. —Zacharias señaló en el mapa los rumbos probables—. Se inicia el descenso de penetración aquí, bajan a estos valles y, cuando llegan a los llanos…
—Estepas —le corrigió Kolya.
—Ya han superado la primera línea de defensa, aunque es posible que al principio ni siquiera arrojen bombas. Quizá ustedes también tienen sus fuerzas especiales. Tipos auténticamente bien adiestrados.
—¿Qué quiere decir, Robin?
—Ustedes tienen vuelos nocturnos a Moscú, ¿verdad? Me refiero a vuelos comerciales.
—Naturalmente.
—Pues digamos que toma usted un Badger y deja las luces encendidas e incluso le pone lucecitas que se encienden y se apagan en el fuselaje, como si fueran ventanillas, ¿comprende? Tenga en cuenta que yo también soy piloto de aviación civil.
—¿Lo dice en serio?
—Es algo que estudiamos una vez. Un escuadrón con las luces encendidas en… Pease, creo. Era el núcleo principal. Los B–47 con base en Inglaterra. Era para prever un posible ataque de ustedes. Hay que tener un plan para todo. Al nuestro lo llamábamos JUMPSHOT. Seguramente ahora duerme el sueño de los justos en los archivos. Era uno de los proyectos especiales de LeMay. Moscú, Leningrado, Kiev… y Zhiguli. Tres pájaros para matar, con dos armas para cada uno. Para descabezar toda la estructura de su mando político y militar. ¡Ya le he dicho que soy piloto de aviación civil!
«Podría dar resultado», pensó Grishanov estremeciéndose de horror. En el momento más adecuado… el cazabombardero llega a través de una ruta comercial normal. En un momento de crisis, la sola ilusión de algo normal bastaría para asegurar el éxito, pues todo el mundo estaría esperando algo que se saliera de la norma. Tal vez un escuadrón de la defensa aérea enviaría un aparato pilotado por el joven que estuviera de servicio en aquellos momentos mientras los de más antigüedad dormían en sus camas. Tal vez el aparato se acercaría hasta unos mil metros, pero de noche… de noche los ojos ven lo que el cerebro quiere que vean. Las luces del fuselaje significarían que se trataba de un aparato comercial. ¿Cómo sería posible que un bombardero llevara las luces encendidas? Al KGB jamás se le habría ocurrido semejante plan de operaciones. ¿Qué otros regalos le haría Zacharias?
—En cualquier caso, yo del chino, tendría en cuenta esa opción. Si no tienen mucha imaginación y deciden lanzar un ataque directo contra este territorio, lo podrían hacer. Es probable que uno de los grupos sea de diversión. Ellos también tienen un auténtico objetivo, pero no es Moscú. Vuelan muy alto, fuera del vector. Aproximadamente aquí… —Zacharias lo señaló en el mapa— dan la vuelta y lanzan un ataque contra algo importante, ustedes sabrán lo que es, allí hay muchos objetivos. Seguramente sus cazas los perseguirían, ¿no?
—Da. Pensarían que los cazabombarderos se están alejando para dirigirse a un objetivo secundario.
—Entonces aparecen los otros dos grupos desde otra dirección y volando a baja altura. Uno de ellos seguro que lo consigue. Lo hemos ensayado miles de veces, Kolya. Conocemos sus radares y sus bases, conocemos sus aparatos y sabemos cómo se adiestran. No es difícil vencerles. Y los chinos han aprendido de ustedes, ¿no? Ustedes les enseñaron. Conocen perfectamente su doctrina.
Lo dijo con absoluta sinceridad. Aquel era el hombre que había atravesado las defensas aéreas de Vietnam del Norte más de ochenta veces. Ochenta veces.
—Bueno, ¿y cómo…?
—¿… se pueden defender contra esto? —Robin se encogió de hombros y se inclinó para estudiar nuevamente la carta—. Necesito unos mapas de mejor calidad, pero lo primero es examinar una por una las pasadas. Recuerde que un cazabombardero no es un avión de combate. No tiene mucha capacidad de maniobra, sobre todo volando a baja altura. Lo que hace el piloto es procurar que el aparato no se estrelle contra el suelo. No sé a usted, pero a mí eso me pone muy nervioso. Lo más lógico es que elija un valle sobre el que pueda maniobrar. Especialmente de noche. Ahí tiene usted que poner sus cazas y sus radares de tierra. No se necesitan cosas muy espectaculares. Basta con que den la alarma. Y entonces lo cogen en cuanto sale.
—¿Retrasar las defensas? ¡Eso no puedo hacerlo!
—Hay que colocar las defensas donde resulten más eficaces, Kolya, no seguir una línea de puntos sobre un trozo de papel. ¿Tanto les gusta a ustedes la comida china? Esa ha sido siempre una de sus mayores debilidades. Por cierto, con eso se acortan las líneas y se ahorra dinero y equipo. Recuerde también que el adversario sabe cómo piensan los pilotos… e intentará apuntarse un tanto. Es posible que haya grupos de reclamo destinados a hacer salir a su gente. Tenemos numerosos señuelos de radar y pensamos utilizarlos. Tiene usted que contar con eso. Controle a los suyos. Procure que no salgan de sus sectores a menos que haya un motivo justificado.
El coronel Grishanov había estudiado su profesión durante más de veinte años y había examinado no sólo documentos de la Luftwaffe relativos al interrogatorio de prisioneros sino también estudios clasificados sobre la Línea Kammhuber. Aquello era tan increíble que sintió ganas de beber un trago. Pero no podía, pensó. Aquello no era un simple documento de información sino un informe oficial destinado a la Academia Vorochilov. Un libro clasificado de alta erudición, pero un auténtico libro: Origen y evolución de la doctrina norteamericana de cazabombarderos. Aquel libro le permitiría alcanzar el grado de mariscal, y todo gracias a su amigo americano.
—Quedémonos aquí detrás —dijo Marty Young—. Disparan fuego real.
—Me parece muy bien —contestó Dutch—. Estoy acostumbrado a que las cosas ocurran a un par de cientos de metros a mi espalda.
—Y a cuatrocientos nudos de delta–V —añadió Greer.
—Así es mucho más seguro, James —dijo Maxwell.
Se encontraban de pie detrás de un montículo de tierra, a doscientos metros del campamento. La visión no era muy buena, pero dos de los cinco hombres tenían ojos de piloto de combate y sabían dónde mirar.
—¿Cuánto rato llevan en marcha?
—Aproximadamente una hora. La cosa podría empezar de un momento a otro —contestó Young.
—Me parece que oigo algo —dijo el vicealmirante Maxwell en un susurro.
El campamento no se distinguía muy bien. Los edificios sólo resultaban visibles gracias a sus líneas rectas, algo de lo que huye la naturaleza por alguna extraña razón. Forzando la vista se podían distinguir los rectángulos oscuros de las ventanas. Las torres de vigilancia levantadas ese mismo día tampoco se divisaban muy bien.
—Hemos echado mano de algunos trucos —explicó Marty Young—. Todo el mundo está tomando vitamina A para mejorar la visión nocturna. Hay que jugar todas las cartas, ¿verdad?
Lo único que se oía era el susurro del viento entre las copas de los árboles. El hecho de encontrarse en el bosque añadía un toque surrealista a la situación. Maxwell y Young estaban acostumbrados al rugido de los motores de los aparatos, a la débil iluminación de los instrumentos que sus ojos estudiaban automáticamente mientras efectuaban vuelos de reconocimiento en busca de aparatos enemigos, y a la suave sensación de flotar que se experimenta en el interior de un avión que surca el cielo nocturno. Estar en tierra les producía la sensación de un movimiento inexistente mientras aguardaban el comienzo de algo que jamás habían visto.
—¡Allí!
—Mal asunto si le ha visto usted moverse —observó Maxwell.
—Señor, SENDER GREEN no tiene un aparcamiento con automóviles blancos —dijo la voz. La sombra se había recortado fugazmente contra él y, en cualquier caso, sólo Kelly la había visto.
—Tiene usted razón, señor Clark.
La radio que habían colocado sobre el montículo sólo transmitía rumores de interferencias. De pronto se oyeron cuatro guiones largos que fueron contestados a intervalos con uno, dos, tres y cuatro puntos.
—Los equipos se encuentran en sus puestos —murmuró Kelly—. Estén atentos. El especialista en lanzamiento de granadas de más antigüedad efectuará el primer lanzamiento en cuanto esté preparado y ese será el punto de partida.
—Mierda —dijo Greer con tono despectivo. Pero al punto se arrepintió.
Lo primero que oyeron fue el lejano rugir de los rotores de un helicóptero de dos hélices. Era un truco destinado a que la gente volviera la cabeza y, a pesar de que todos los hombres del montículo conocían el plan detalladamente, dio resultado, lo cual complació a Kelly. A fin de cuentas, él había elaborado buena parte del plan. Todas las cabezas se volvieron menos la suya.
Kelly creyó ver el destello de la mira del M–79 de uno de los especialistas en granadas, pero igual podía haber sido el parpadeo de una luciérnaga. Vio el mudo fulgor de un solo disparo y, menos de un segundo después, el cegador resplandor blanco, rojo y negro de una granada de fragmentación contra la base de una torre. El repentino estruendo hizo que los hombres que había allí pegaran un brinco, pero Kelly no les prestó atención. La torre, en la que teóricamente había hombres y armas, se desintegró. El eco no se había dispersado todavía entre los pinos cuando las tres torres restantes fueron igualmente destruidas. Cinco segundos más tarde, los helicópteros, separados por una distancia de menos de quince metros, empezaron a sobrevolar a baja altura las copas de los árboles, disparando contra el edificio del cuartel con sus dos largos dedos de neón. Los especialistas en lanzamiento de granadas ya estaban atacando las ventanas con sus fosforescentes y blancas descargas. Cualquier apariencia de visión nocturna desapareció en un instante.
—¡Santo cielo!
Las fuentes de ardiente fósforo se extendían por el interior del edificio mientras los disparos de los helicópteros se encontraban en las salidas.
—Sí —dijo Kelly, levantando la voz para que le oyeran—. Todos los que están dentro se han convertido en antorchas humanas. Y los que intentan salir se encuentran con el fuego de los helicópteros. Muy ingenioso.
Las fuerzas de asalto siguieron escupiendo fuego contra los cuarteles y los edificios administrativos mientras el equipo de rescate corría hacia el bloque de la prisión y entraban en acción los helicópteros de rescate inmediatamente detrás de los AH–1 Cobras, aterrizando ruidosamente cerca de la entrada principal. Las fuerzas se dividieron y la mitad se desplegó alrededor de los helicópteros mientras la otra mitad seguía disparando contra los cuarteles. Un helicóptero Cobra empezó a sobrevolar la zona en círculo, cual inquieto perro pastor que acechara a los lobos.
Aparecieron los primeros marines y empezaron a arrastrar en relevos a los supuestos prisioneros. Kelly vio a Irvin efectuando las debidas comprobaciones y haciendo el recuento en la entrada. Se oyeron unas voces, gritando números y nombres entre el rugir de los grandes helicópteros de rescate Sikorski. Los últimos en llegar fueron los equipos de apoyo artillero. Después, los helicópteros de rescate se elevaron y desaparecieron en la oscuridad.
—Ha sido muy rápido —dijo Ritter mientras el estruendo de los aparatos se perdía en la distancia.
Momentos después llegaron equipos de bomberos para extinguir los incendios provocados.
—Quince segundos por debajo del tiempo previsto —dijo Kelly, enseñando su cronómetro.
—¿Y si hay algún fallo, señor Clark? —preguntó Ritter. Una risueña sonrisa iluminó el rostro de Kelly.
—Algo ha fallado, señor. Cuatro miembros del equipo resultaron «muertos» al entrar. Supongo que alguien se ha roto una pierna…
—Un momento, ¿quiere usted decir que existe la posibilidad…?
—Permítame explicárselo, señor —le interrumpió Kelly—. A juzgar por las fotografías, no hay razón para suponer que haya gente entre la zona de aterrizaje y el objetivo. En aquellas colinas no hay tierras de labranza, ¿verdad? En el ejercicio de esta noche he eliminado a cuatro personas al azar. Y todas se han roto una pierna para simplificar. No sé si lo ha advertido usted, pero las personas han tenido que ser transportadas al objetivo y sacadas de él. Todo tiene su correspondiente apoyo. Confío en que la misión se desarrolle con toda limpieza, señor, pero esta noche he organizado algunos fallos por si acaso.
Ritter asintió con gesto de aprobación.
—Espero que todo se haga conforme a este ensayo.
—Las cosas en combate pueden fallar, señor. Yo lo he tenido en cuenta. Cada hombre está adiestrado para desarrollar por lo menos una función alternativa. —Kelly se frotó la nariz. El también estaba nervioso—. Lo que usted acaba de ver ha sido una misión simulada que ha alcanzado su objetivo a pesar de la aparición de mayores complicaciones de las previstas. Lo conseguiremos, señor.
—Señor Clark, me ha convencido usted. —El alto funcionario de la CIA se volvió hacia sus acompañantes—. ¿Y qué hay sobre el apoyo sanitario y todo lo demás?
—Cuando el Ogden se incorpore a las Fuerzas Especiales, le pasaremos el correspondiente personal médico —contestó Maxwell—. Ahora mismo Cas se dirige hacia allí para informar. CTF–77 es uno de los míos y colaborará. El Ogden es un barco muy grande. Dispondremos de todo lo que haga falta; médicos, agentes del servicio secreto para descifrar la información de los pilotos y cualquier otra cosa necesaria. El barco los llevará directamente a Subic Bay. Y nosotros los sacaremos de allí. Contando a partir del momento en que los helicópteros de rescate despeguen, los tendremos en California en… cuatro días y medio.
—De acuerdo, esta parte de la misión me parece muy bien. Y lo demás, ¿qué?
Maxwell se encargó de responder:
—Todo el grupo aéreo del Constellation prestará su apoyo. El Enterprise estará más al norte, trabajando en el área de Haifong. Eso distraerá a la defensa antiaérea y al alto mando. El Newport News pasará las próximas semanas bordeando la costa y disparando contra los emplazamientos antiaéreos. Hay que hacerlo al azar y esa zona será la quinta. El gran cinturón antiaéreo se encuentra al alcance de sus cañones. Entre el crucero y el grupo aéreo podremos abrir un corredor para los helicópteros. Armaremos tanto jaleo que no repararán en esta misión hasta que haya terminado.
Ritter asintió. Había leído cuidadosamente el plan y sólo quería que Maxwell se lo comentara —y, sobre todo, que le diera su opinión—. El vicealmirante estaba mucho más tranquilo y sereno de lo que Ritter esperaba.
—Aun así, es muy arriesgado —dijo tras una pausa.
—En efecto —convino Marty Young.
—¿Habéis pensado en el peligro que corre nuestro país si los prisioneros en ese campamento revelan lo que saben? —preguntó Maxwell.
A Kelly no le agradaba participar en aquella parte de la discusión. El peligro que corría el país era algo que rebasaba sus atribuciones. Su realidad no superaba el nivel de la pequeña unidad —o, en los últimos tiempos, un nivel todavía más bajo— y, a pesar de que la seguridad de su país empezaba por lo más mínimo, las cuestiones importantes requerían una perspectiva de la que él carecía. Pero no tenía ninguna excusa para retirarse, por lo que se quedó, escuchó y aprendió.
—¿Quiere una respuesta sincera? —preguntó Ritter—. Le daré una y ninguna.
Maxwell encajó con sorprendente calma aquel desplante.
—¿Me lo quiere explicar, muchacho?
—Vicealmirante, es una cuestión de perspectiva. Los rusos quieren saber muchas cosas sobre nosotros y nosotros queremos saber mucho sobre ellos. Pues bien, Zacharias puede revelar nuestros planes del MAE y otros hombres bien informados pueden decir otras cosas. Cambiamos los planes y asunto arreglado. Le preocupa la cuestión estratégica, ¿verdad? Primero, los planes cambian cada mes. Segundo, ¿cree usted que alguna vez los llevaremos a la práctica?
—Es posible que algún día lo hagamos.
Ritter cogió un cigarrillo.
—Vicealmirante, ¿quiere usted que nosotros llevemos a la práctica esos planes?
Maxwell enderezó un poco más la espalda.
—Señor Ritter, yo sobrevolé Nagasaki con mi F6F poco después del término de la guerra. He visto los efectos que producen esas bombas, y aquella fue una de las más rudimentarias.
Era la respuesta que todos necesitaban.
—Y ellos piensan lo mismo. ¿A usted qué le parece, vicealmirante? —Ritter meneó la cabeza—. Ellos tampoco están locos. Nos tienen más miedo que nosotros a ellos. Incluso es posible que lo que sonsaquen a esos prisioneros los asuste lo bastante como para comportarse con mayor sentido común. Las cosas funcionan así, tanto si usted lo cree como si no.
—Pues entonces, ¿por qué nos apoya? Porque usted nos apoya, ¿verdad?
—Por supuesto que sí. —«Qué pregunta tan estúpida», dijo su tono de voz, irritando a Marty Young.
—Pues, ¿por qué entonces? —preguntó Maxwell.
—Esos hombres son nuestros. Nosotros los enviamos. Tenemos que recuperarlos. ¿No es razón suficiente? Pero no me hable usted de vitales intereses de seguridad nacional. Eso se lo puede hacer tragar a los de la Casa Blanca e incluso a los del Capitolio, pero no a mí. O usted es fiel a los suyos o no lo es —añadió el funcionario de la CIA que había puesto en peligro su carrera para rescatar a un extranjero que ni siquiera le caía simpático—. Si no lo es y persiste en su empeño, no merece usted que lo salven ni que lo protejan, y la gente dejará de ayudarle y se encontrará en apuros.
—No estoy muy de acuerdo con eso, señor Ritter —dijo el general Young.
—Una operación de este tipo salvará a los nuestros y de paso demostramos a los rusos que nos tomamos las cosas en serio. Eso me facilitará la tarea con los agentes del otro lado del Telón de Acero. Podremos reclutar a un mayor número de agentes y obtener más información. De ese modo conseguiré la información que ustedes quieren, ¿no es así? El juego seguirá hasta el día en que encontremos otro. —No necesitaba nada más. Ritter se volvió hacia Greer—. ¿Cuándo quiere que informe a la Casa Blanca?
—Ya se lo diré. Pero eso es lo más importante, Bob… ¿Usted nos apoya?
—Sí, señor —contestó el tejano por motivos que los demás no comprendían, pero tenían que aceptar a pesar de sus recelos.
—Bien, ¿qué ocurre?
—Mira, Eddie —contestó pacientemente Tony—, nuestro amigo tiene un problema. Alguien se ha cargado a dos de los suyos.
—¿Quién? —preguntó Morello.
No estaba de muy buen humor. Acababa de enterarse de que no era candidato a convertirse en miembro de pleno derecho de la organización. Después de todo lo que había hecho, Morello se sentía traicionado. Parecía increíble, pero Tony prefería apoyar a un negro que a uno de su propia sangre. A fin de cuentas, ambos eran primos lejanos y encima ahora el muy cabrón le pedía ayuda.
—No lo sabemos. Sus contactos y los míos no tienen ni idea.
—Pues es una lástima —dijo Eddie, volviendo a lo suyo—. Tony, él vino a mí, ¿recuerdas? A través de Angelo, pero entonces Angelo trató de tendernos una trampa y nosotros nos encargamos de arreglarlo, recuérdalo. No hubieras conseguido arreglarlo de no haber sido por mí. Por consiguiente, ¿qué pasa ahora? A mí me excluyes y él está cada vez más cerca. ¿Qué significa eso, Tony, lo convertirás en miembro?
—Dejémoslo ya, Eddie.
—¿Cómo es posible que no me apoyaras? —preguntó Morello.
—Yo no puedo hacer nada, Eddie. Lo siento, pero no puedo.
Piaggi no esperaba una conversación muy satisfactoria, pero tampoco esperaba que las cosas se estropearan con tanta rapidez. Era natural que Eddie estuviera decepcionado, pero el muy estúpido se estaba ganando muy bien la vida. ¿Qué quería, estar dentro o ganarse bien la vida? Él lo veía clarísimo. ¿Cómo era posible que Eddie no lo viera? De pronto, Eddie decidió dar un paso más.
—Yo te arreglé aquel asunto. Ahora tienes un pequeño problema y ¿a quién recurres? ¡Pues a mí! Estás en deuda conmigo, Tony.
Piaggi lo comprendió. La cosa estaba muy clara desde el punto de vista de Eddie. La posición de Tony dentro de la organización era cada vez más importante. Teniendo a Henry como posible y muy probable proveedor, la posición de Tony se consolidaría. Ejercería influencia. Todavía tendría que mostrar respeto y obediencia a los que estaban por encima de él, pero la estructura del mando de la organización era admirablemente flexible y los métodos de doble garantía utilizados por Henry significaban que, quienquiera que fuese, su enlace con la organización gozaba de auténtica seguridad. La seguridad del propio puesto era un preciado tesoro muy difícil de alcanzar. El error de Piaggi había sido no haberlo pensado mejor. Miraba hacia dentro en lugar de hacia fuera. Lo único que él veía era que Eddie podía desbancarle, convertirse en intermediario e ingresar en la organización, consiguiendo con ello la posición de respeto a la que aspiraba. Lo único que tenía que hacer Piaggi era morirse en el momento en que el jefe lo considerara oportuno. Henry era un hombre de negocios. Ya se encargaría de arreglarlo. Piaggi lo sabía y Eddie también.
—¿Acaso no ves lo que está haciendo? Te está utilizando.
Curiosamente, Morello había empezado a comprender que Tucker los estaba manipulando a los dos, pero Piaggi, el blanco de la manipulación, no se había enterado. Y, en consecuencia, el comentario de Eddie resultó extremadamente inoportuno.
—Ya lo he pensado —mintió Piaggi—. ¿Qué esperas conseguir? ¿Una conexión con Filadelfia o Nueva York?
—Es posible. A lo mejor cree que podrá. A esta gente se le están subiendo los humos a la cabeza, te lo digo yo.
—A ese ya le arreglaremos las cuentas. No creo que lo consiga. Lo que ahora nos interesa saber es quién se está cargando a los suyos. ¿Sabes algo sobre alguien de fuera de la ciudad? —«Procura que se moje— pensó Piaggi. —Oblígale a comprometerse». Los ojos de Tony se clavaron desde el otro lado de la mesa en el rostro de un hombre demasiado enfurecido como para preocuparse por lo que él estaba pensando.
—No sé una mierda.
—Investiga —le ordenó Tony.
Era una orden y Morello tendría que cumplirla.
—¿Y si él mismo se está cargando a algunos desde dentro, quizá por problemas de seguridad? ¿Crees que es leal a alguien?
—No, pero tampoco creo que esté liquidando a los suyos. —Tony se levantó y dio la orden final—: Haz averiguaciones por ahí.
—Descuida —dijo Eddie, soltando un bufido y quedándose solo en la mesa.