Grishanov se encontraba en la embajada. Hanoi era una ciudad muy rara, una mezcla de arquitectura imperial francesa, personas amarillas de baja estatura y cráteres de bombas. Viajar por el país en guerra constituía un insólito ejercicio, y más todavía si se hacía en un automóvil con pintura de camuflaje. Un cazabombardero norteamericano que regresara de alguna misión con una bomba sobrante o un poco de munición de 20 mm hubiera podido utilizar fácilmente el vehículo para hacer prácticas, a pesar de que no solían hacerlo. Por suerte, el día estaba nublado y amenazaba tormenta y la actividad aérea se había reducido al mínimo, lo cual le permitía relajarse aunque no disfrutar del viaje. Los puentes volados y las carreteras llenas de cráteres hicieron que el viaje durara tres veces más de lo normal. Viajar en helicóptero hubiera sido más rápido aunque infinitamente más peligroso. Los norteamericanos tendían a suponer que un automóvil podía ser de propiedad civil… ¡en un país donde la bicicleta era un símbolo de estatus social! Grishanov no podía creerlo, pero un helicóptero era un avión y el hecho de abatirlo se consideraba una victoria bélica. La embajada de Hanoi era un edificio de hormigón donde la electricidad se iba y venía —justo en aquel momento se había ido— y el aire acondicionado era una fantasía. Las ventanas abiertas y las persianas que no encajaban en los marcos permitían que los insectos camparan a sus anchas y se encontraran más a gusto que las personas que trabajaban y sudaban allí dentro. A pesar de todo, había merecido la pena hacer el viaje para visitar la embajada de su país, hablar su lengua natal y dejar de ser un semidiplomático aunque sólo durante unas horas.
—¿Y bien? —preguntó el general.
—Todo va muy bien, pero necesito más gente. Es demasiado para un solo hombre.
—No puede ser. —El general ofreció a su huésped un vaso de agua mineral cuyo principal componente era la sal. Los rusos solían consumirla en grandes cantidades—. Nikolai Yevguenievich, esta gente vuelve a ponerse pesada.
—Camarada general, sé que sólo soy un piloto de combate y no un teórico de la política. Sé que nuestros fraternos aliados socialistas están en el frente del conflicto entre el marxismo–leninismo y el reaccionario Occidente capitalista. Sé que esta guerra de liberación nacional constituye una parte esencial de nuestra lucha por liberar al mundo de la opresión…
—Sí, Kolya… —El general esbozó una sonrisa, impidiendo que aquel hombre soltara su sarta de clichés ideológicos—, sabemos que todo eso es cierto. Vaya al grano. Tengo una agenda de trabajo muy apretada.
El coronel asintió con la cabeza en gesto de agradecimiento.
—Estos pequeños y arrogantes hijos de puta amarillos no colaboran. Nos utilizan, me utilizan a mí y utilizan a nuestros prisioneros para chantajearnos. Si eso es el marxismo–leninismo, yo soy trotskista.
Era una broma que muy pocos hubieran podido tomarse a la ligera, pero el padre de Grishanov era un miembro del Comité Central con un historial político impecable.
—¿Qué ha averiguado, camarada coronel? —preguntó el general para encauzar de nuevo la conversación.
—El coronel Zacharias es todo lo que nos habían dicho y mucho más. Ahora estamos planeando la defensa del Rodina contra los chinos. Él es el jefe del «equipo azul».
—¿Cómo? —El general parpadeó—. Explíquese.
—Zacharias es piloto de combate, pero también es experto en la destrucción de defensas antiaéreas. ¿Se imagina? Sólo ha pilotado bombarderos como invitado, pero ha proyectado efectivamente la misión del Mando Aéreo Estratégico (MAE) y me ha revelado su doctrina para eludir y suprimir las defensas. Y todo eso lo está haciendo por mí.
—¿Notas?
El rostro de Grishanov se ensombreció.
—Están en el campamento. Nuestros fraternos camaradas socialistas las están «estudiando». Camarada general, ¿sabe usted lo importantes que son esos datos?
El general, que era un oficial de carros de combate y no un piloto, estaba considerado uno de los astros más fulgurantes del firmamento militar soviético y se había desplazado a Vietnam para estudiar la actuación de los norteamericanos. Esa era una de las principales tareas de las fuerzas armadas de su país.
—Supongo que deben de ser muy valiosos.
Kolya se inclinó hacia delante.
—Dentro de dos meses, puede que seis semanas, podré contraplanear el MAE. Podré pensar como ellos piensan. No sólo conoceré sus planes presentes sino que sabré también lo que van a pensar en el futuro. Perdone, no quisiera exagerar mi importancia —dijo con toda sinceridad—, pero Zacharias me está dando un cursillo acelerado de doctrina y filosofía norteamericanas. He visto las estimaciones de información secreta que nos facilita el KGB. Por lo menos la mitad de ellas son erróneas. Y eso lo he averiguado a través de un solo hombre. Otro me ha facilitado información sobre su doctrina de portaaviones. Y otro sobre los planes bélicos de la OTAN, camarada general.
—¿Y cómo lo consigue, Nikolai Yevguenievich? —El general era nuevo en la plaza y sólo se había reunido con Grishanov una vez, aunque conocía su excelente reputación.
—Con amabilidad y comprensión.
—¿Con nuestros enemigos? —preguntó severamente el general.
—¿Acaso nuestra misión es infligir dolor a esos hombres? —Kolya señaló con la mano hacia el exterior—. Eso es lo que ellos hacen, ¿y qué reciben a cambio? Sobre todo, mentiras que suenan bien. Mi sección de Moscú ha rechazado casi todo lo que envían esos pequeños monos. Me ordenaron venir aquí para obtener información y eso es lo que estoy haciendo. Aceptaré todas las críticas que se me hagan con tal de conseguir una información veraz, camarada.
El general asintió con la cabeza.
—Muy bien. Pero ¿por qué ha venido aquí?
—¡Necesito más gente! Es demasiado para un solo hombre. ¿Y si me matan, y si contraigo la malaria o sufro alguna intoxicación alimentaria? ¿Quién se encargará de hacer mi trabajo? No puedo interrogar a todos los prisioneros yo solo. Sobre todo ahora que empiezan a hablar y cada vez les dedico más tiempo. Me estoy quedando sin fuerzas. Pierdo continuidad porque el día no tiene suficientes horas.
El general suspiró.
—Lo he intentado. Le ofrecen a usted sus mejores…
—¿Sus mejores qué? —repitió Grishanov, a punto de perder los estribos—. ¿Sus mejores bárbaros? Esos estropearían mi trabajo. Necesito rusos. ¡Hombres, hombres kulturny! Pilotos, oficiales expertos. No estoy interrogando a soldados rasos. Son auténticos guerreros profesionales. Son muy útiles por lo que saben. Y saben mucho porque son inteligentes y, precisamente por eso, no responden bien a los métodos duros. ¿Sabe lo que necesito para seguir aguantando? Un buen psiquiatra. Y otra cosa —añadió, temblando por dentro ante su propia audacia.
—¿Un psiquiatra? Eso no es serio. Dudo que podamos enviarle más hombres. Moscú está retrasando los envíos de misiles antiaéreos por «razones técnicas». Nuestros aliados locales nos están poniendo dificultades, como ya he dicho, y el desacuerdo es cada vez mayor. —El general se reclinó en su asiento y se secó el sudor de la frente—. ¿Cuál es esa otra cosa?
—Esperanza, camarada general. Necesito esperanza —contestó el coronel Nikolai Yevguenievich Grishanov, haciendo acopio de valor.
—Explíquese.
—Algunos de esos hombres conocen su situación. Probablemente todos la sospechan. Han sido bien informados acerca de lo que les ocurre a los prisioneros aquí y saben que las condiciones de que gozan son excepcionales. Camarada general, los conocimientos de esos hombres son enciclopédicos. Han acumulado años de información útil.
—Su trabajo tiene un enorme valor.
—No podemos dejarles morir —dijo Grishanov, y añadió para suavizar el impacto de sus palabras—: No a todos. Algunos nos los tendremos que quedar. Algunos nos serán útiles, pero tengo que ofrecerles algo a cambio.
—¿Llevarlos con nosotros?
—Después del infierno que han vivido aquí…
—¡Son enemigos, coronel! ¡Han sido adiestrados para matarnos! ¡Guarde su simpatía para sus compatriotas! —rugió el hombre que había luchado en la nieve cerca de Moscú.
Grishanov no cedió terreno, como tampoco lo cediera antaño el general.
—Son hombres como nosotros, camarada general. Poseen conocimientos muy útiles siempre y cuando tengamos la habilidad de sonsacarlos. Así de sencillo. ¿Es mucho pedir que los tratemos con amabilidad y les ofrezcamos algo a cambio de unos datos que nos ayudarán a salvar nuestro país? ¡Los podríamos torturar, tal como han hecho nuestros «fraternos aliados socialistas», pero no conseguiríamos nada! ¿De qué le sirve eso a nuestro país?
Todo se reducía a eso y el general lo sabía. Estudió al coronel y dijo lo que era de esperar:
—¿Quiere usted que arriesgue mi carrera junto con la suya? Mi padre no es un miembro del Comité Central. —«Este hombre me hubiera sido muy útil en mi batallón…», pensó.
—Su padre fue un soldado —dijo Grishanov—. Tan bueno como usted.
La jugada era muy hábil y ambos lo sabían, pero lo más importante era la lógica y el significado de la propuesta de Grishanov, un golpe de espionaje que dejaría boquiabiertos a los espías profesionales del KGB. Un auténtico soldado con auténtico sentido de su misión sólo podía responder de una manera.
El teniente general Yuri Konstantinovich Rokossovski sacó una botella de vodka Starka de su escritorio. No de color claro sino oscuro, el mejor y más caro vodka del mercado. Lo escanció en dos copitas.
—No puedo conseguirle más hombres. Y es evidente que no puedo proporcionarle un médico, ni siquiera uniformado, Kolya. Pero intentaré ofrecerle un poco de esperanza.
La tercera convulsión desde su llegada a la casa de Sandy no fue muy intensa, pero Sandy se preocupó. Sarah la calmó con una inyección de barbitúricos. Ya tenían los resultados de los análisis de sangre y la pobre Doris era una auténtica colección de problemas. Dos tipos de enfermedad venérea, indicios de una infección sistémica y posiblemente de una diabetes leve. Ya habían empezado a atacar los tres primeros problemas con fuertes dosis de antibióticos. El cuarto se trataría por medio de la dieta y más adelante se efectuaría una evaluación. Las señales de malos tratos físicos fueron para Sarah algo así como una pesadilla de otro continente y otra generación. Lo más grave eran las secuelas psicológicas. Al final, Doris Brown cerró los ojos y se quedó dormida.
—Doctora, yo…
—Sandy, ¿quieres llamarme Sarah? Estamos en tu casa, no lo olvides.
La enfermera O’Toole consiguió esbozar una turbada sonrisa.
—De acuerdo, Sarah. Estoy preocupada.
—Yo también. Estoy preocupada por su estado físico y por su estado psicológico. Por sus «amigos»…
—Pues yo estoy preocupada por John —dijo Sandy.
Sabía que la situación de Doris estaba controlada. Sarah Rosen era una médica excelente, pero, como todos los buenos médicos, se preocupaba demasiado.
Sarah abandonó la estancia. Aspiraba el aroma del café de la cocina y le apetecía una taza. Sandy la acompañó.
—Sí, eso también. Qué hombre tan extraño e interesante.
—Yo no tiro los periódicos. Cada semana los dejo fuera para que el servicio de recogida se los lleve. Y he echado un vistazo a los ejemplares atrasados…
Sarah llenó dos tazas. Sandy observó que lo hacía con movimientos delicados.
—Dime lo que piensas —dijo la farmacóloga.
—Creo que está asesinando gente. —Le dolió físicamente tener que decirlo.
—Creo que estás en lo cierto.— Sarah Rosen se sentó y se frotó los ojos. —Tú no conociste a Pam. Más bonita que Doris, muy delgada, probablemente a causa de una dieta inadecuada. Nos fue fácil desintoxicarla de la droga. Físicamente no la habían maltratado tanto como a Doris, pero las lesiones emocionales eran las mismas. Nunca logramos averiguar toda la historia. Pero eso no es lo más importante.— Sarah levantó los ojos y O’Toole vio en ellos un profundo y sincero dolor. —La habíamos salvado, Sandy, pero entonces ocurrió algo… algo que hizo cambiar a John.
Sandy apartó el rostro y miró a través de la ventana. Eran las siete y cuarto de la mañana. Vio que los vecinos salían en pijama y bata para recoger los periódicos y las botellas de leche. Los más madrugadores se estaban dirigiendo a sus automóviles, un proceso que en aquel barrio duraba hasta las ocho y media. Miro de nuevo a Sarah.
—No, Kelly no cambió. Eso estaba ahí. Ocurrió algo… que lo desencadenó, no sé qué fue. Como si se abriera la puerta de una jaula. No le comprendo… en parte se parece a Tim, pero en parte me resulta incomprensible.
—¿Y su familia?
—Su padre y su madre murieron y no tiene hermanos. Estuvo casado…
—Sí, lo sé. Después vino Pam.
—Sarah sacudió la cabeza. —Siempre tan solo.
—Una parte de mí me dice que es bueno, pero la otra parte…
—La voz de Sandy se perdió.
—Mi apellido de soltera es Rabinowicz —dijo Sarah y bebió un sorbo de café—. Mi familia es originaria de Polonia. Mi padre se marchó cuando yo era demasiado pequeña para recordarlo. Mi madre murió de peritonitis cuando yo tenía nueve años. Contaba dieciocho cuando estalló la guerra —añadió. Para los de su generación, «la guerra» sólo podía significar una cosa—. Teníamos muchos parientes en Polonia. Recuerdo que les escribía cartas. Todos desaparecieron. Todos murieron y todavía no me lo puedo creer.
—Lo siento mucho, Sarah, no lo sabía.
—Una no suele hablar de estas cosas —dijo la doctora Rosen, encogiéndose de hombros—. Me arrebataron algo y no pude impedirlo. Mi prima Reva me escribía a menudo. Supongo que debieron de matarla, pero no sé quiénes ni dónde. Entonces yo era demasiado joven para comprenderlo. Estaba desconcertada. Más adelante sentí cólera, pero… ¿contra quién? No hice nada porque no podía. Y ahora queda el vacío que antes ocupaba Reva. Aún conservo la fotografía en blanco y negro de una niña con trenzas. Tenía doce años, creo. Quería ser bailarina clásica. —Sarah levantó la vista—. En la vida de Kelly también hay un vacío.
—Pero la venganza…
—Sí, la venganza. —La expresión de Sarah era de infinita tristeza—. Lo sé. Tendríamos que pensar que es una mala persona, ¿verdad? Llamar a la policía y denunciarle.
—Yo no puedo… mejor dicho, sí puedo, pero es que…
—Yo tampoco. Si es una mala persona, Sandy, ¿por qué ha acompañado a Doris aquí? Está arriesgando su vida en dos sentidos.
—Pero hay algo en el que me da miedo.
—Pudo haber abandonado a la chica sin más —añadió Sarah sin prestar atención a lo que había dicho Sandy—. A lo mejor es una de esas personas que se toman la justicia por su mano. Pero ahora tenemos que ayudarle.
Las palabras de Sarah ayudaron a Sandy a olvidar por un instante sus verdaderas inquietudes.
—¿Qué vamos a hacer con ella?
—Procuraremos curarla y después ella decidirá. ¿Qué más podemos hacer? —preguntó Sarah, adivinando en el rostro de Sandy el verdadero dilema que la acuciaba.
—¿Y John?
Sarah la miró directamente a les ojos.
—Yo jamás le he visto hacer nada ilegal. ¿Y tú?
La jornada estaba dedicada al adiestramiento con las armas. Las espesas nubes que cubrían el cielo significaban que ningún satélite de reconocimiento, ni norteamericano ni soviético, podría ver lo que estaba ocurriendo. Los blancos de cartón estaban repartidos por todas partes y los ojos sin vida de los maniquíes observaban desde la zona de juegos con su arena y sus columpios cómo los hombres emergían de los bosques, cruzaban una puerta simulada y disparaban sus armas. Los blancos quedaron hechos trizas en cuestión de segundos. Dos ametralladoras M.–60 abrieron fuego contra la puerta abierta de los «cuarteles», que ya tenían que estar en ruinas a causa de los disparos de los dos helicópteros de combate Cobra, mientras las fuerzas de asalto corrían hacia el «bloque de la prisión». Allí había otros veinticinco maniquíes en celdas individuales. Cada uno de ellos pesaba unos setenta kilos —nadie pensaba que los norteamericanos de SENDER GREEN pesaran tanto— y todos fueron arrastrados fuera mientras el elemento de apoyo cubría la evacuación.
Kelly se encontraba al lado del capitán Pete Albie, al cual, a efectos del ejercicio, se le suponía muerto. Era el único oficial del equipo, una aberración compensada por la presencia de numerosos comandantes. Mientras estos contemplaban el desarrollo de la operación, los maniquíes fueron arrastrados a los fuselajes simulados de unos helicópteros de rescate, que estaban colocados sobre unos remolques y habían llegado al amanecer. Kelly detuvo el cronómetro en cuanto el último hombre subió a bordo.
—Cinco segundos por debajo de lo previsto, mi capitán. —Kelly mostró el cronómetro—. Estos chicos son estupendos.
—Sólo que no lo estamos haciendo de día, ¿verdad, señor Clark? —Albie, como Kelly, conocía la naturaleza de la misión.
Los marines todavía la ignoraban, por lo menos, oficialmente, aunque ya debían de tener cierta idea. El capitán esbozó una sonrisa.
—Muy bien, pero es sólo el tercer ensayo.
Ambos hombres entraron en el recinto. Los blancos simulados estaban destrozados y su número duplicaba exactamente el de las fuerzas de vigilancia de SENDER GREEN. Visualizaron mentalmente el asalto y estudiaron los ángulos de los disparos La posición del campamento tenía sus pros y sus contras. Siguiendo las reglas de un anónimo manual del Bloque del Este, no encajaba con el terreno de la zona. Con muy buen criterio, la mejor vía de acceso coincidía con la entrada principal. La norma que exigía la máxima seguridad contra cualquier intento de fuga de los prisioneros facilitaba los ataques desde el exterior… cosa que ellos no esperaban, por supuesto.
Kelly revisó mentalmente el plan de asalto. Los marines se situarían en el territorio a una colina de distancia de SENDER GREEN. Treinta minutos para que tos marines se aproximaran al campamento. Granadas M–79 para eliminar las torres de vigilancia. El fuego de dos helicópteros Cobra, que las tropas llamaban con letal elegancia «serpientes», cosa que a Kelly le encantaba, se centrarían en los cuarteles y proporcionarían un fuerte apoyo artillero, aunque él estaba seguro de que los especialistas en lanzamientos de granadas podrían destruir las torres en cinco segundos y después lanzar explosivos incendiarios a los cuarteles, abrasando a las fuerzas de vigilancia con sus mortíferas fuentes de blancas llamas, prescindiendo por entero de las «serpientes» en caso necesario. A pesar de la sencillez de la operación, el tamaño del objetivo y la calidad del equipo exigían estricta seguridad. Era algo así como un overkill, es decir, una capacidad destructiva varias veces superior a la necesaria para aniquilar al enemigo, término este que no se aplicaba exclusivamente a las armas nucleares. En las operaciones de combate, la seguridad estribaba en no darle al otro la menor oportunidad y en estar dispuesto a matarle dos, tres o una docena de veces en el menor tiempo posible. A juicio de Kelly, las perspectivas eran francamente buenas.
—¿Y si tienen minas? —preguntó Albie con cierta inquietud.
—¿En su propio campo? —replicó Kelly. No se ve el menor indicio en las fotografías. El terreno no está removido. No hay ningún letrero de advertencia.
—Quizá porque ya están informados.
—En una de las fotos había unas cabras pastando al otro lado de la alambrada, ¿no lo recuerda?
Albie asintió con cierta turbación.
—Sí, es verdad, lo recuerdo muy bien.
—No nos preocupemos más de la cuenta —dijo Kelly. Permaneció en silencio un instante, comprendiendo que él no era más que un simple oficial que ahora estaba hablando de igual a igual… o, mejor dicho, como un superior, con un capitán de la infantería de Marina. Eso no era muy correcto, ¿verdad? Pero, en tal caso, ¿cómo era posible que lo estuviera haciendo tan bien y por qué aceptaba el capitán sus palabras? ¿Por qué era el señor Clark para aquel experto oficial de combate?—. Lo conseguiremos.
—Creo que tiene usted razón, señor Clark. ¿Y cómo saldrá de allí?
—En cuanto aparezcan los helicópteros, batiré el récord olímpico, bajando por la colina hasta la zona de aterrizaje. Sera una carrera de un par de minutos.
—¿En la oscuridad? —preguntó Albie.
Kelly se echó a reír.
—¿Sabes cuántos cuchillos Ka–Bar andan sueltos por ahí?
Por el tono de la pregunta de Douglas, el teniente Ryan adivinó que la noticia era mala.
—No, pero supongo que ahora mismo me voy a enterar.
—Sunny’s adquirió hace un mes nada menos que mil. La Armada ya debe de tener suficiente y ahora los boy scouts puede a comprarlos a cuatro dólares noventa y cinco. Y hay otros lugares. No tenía ni idea de que hubiera tal cantidad.
—Ni yo —reconoció Ryan.
El Ka–Bar era un arma que abultaba mucho. Los atracadores utilizaban navajas de menor tamaño, aunque las armas de fuego, eran cada vez más frecuentes en las calles.
Lo que ninguno de ambos hombres quería reconocer era que se habían vuelto a quedar atascados a pesar del cúmulo de pruebas que parecían haber encontrado en la casa de piedra arenisca. Ryan estudió la carpeta abierta y las veintitantas fotografías del departamento forense. Allí debía de haber casi con toda certeza una mujer. La víctima del asesinato, que seguramente también era un delincuente aunque oficialmente fuera una «víctima», había sido identificada gracias a las tarjetas que llevaba en la cartera, si bien la dirección que figuraba en su carnet de conducir resultó ser un edificio desocupado. Las numerosas multas de tráfico que le habían impuesto habían sido debidamente pagadas con dinero en efectivo. Richard Farmer había tenido algunos encuentros con la policía, pero ninguno lo bastante grave como para merecer una investigación detallada. La localización de su familia no había permitido descubrir nada. Su madre (el padre había muerto mucho tiempo atrás) creía que era una especie de vendedor. Pero alguien le había traspasado el corazón de parte a parte con un cuchillo de combate y con tal rapidez y precisión que no le había dado tiempo de reaccionar. Una exhaustiva serie de huellas digitales de Farmer no había dado lugar a nada interesante. En el registro central del FBI no encontraron nada que coincidiera y en la policía tampoco. Aunque las huellas de Farmer serían cotejadas con una variada selección de desconocidos, Ryan y Douglas no abrigaban esperanzas. En el dormitorio habían encontrado tres series completas de Farmer, todas en el cristal de la ventana, y las manchas de semen coincidían con su grupo sanguíneo, el 0. Otras manchas correspondían al grupo A y tal vez pertenecieran al asesino o al presunto (aunque no seguro) propietario del Roadrunner. Quizá el asesino había aprovechado para darse un revolcón con la presunta mujer… a menos que se tratara de un asunto entre homosexuales, en cuyo caso la presunta mujer tal vez no existiera.
Había también una serie de huellas parciales, unas correspondientes a una chica (a juzgar por el tamaño) y otras a un hombre (también por el tamaño), pero eran tan parciales que no cabía esperar mucho de los resultados. Y lo peor fue que, cuando llegó el equipo de huellas para examinar el automóvil aparcado en la calle, el maldito sol de agosto había calentado tanto el vehículo que las huellas que se hubieran podido cotejar con las del propietario del automóvil, un tal William Peter Grayson, ya no eran más que borrones deformados por el calor. Mucha gente no acababa de comprender que el cotejo de huellas parciales con menos de diez puntos de identificación era una tarea extremadamente difícil.
El nuevo ordenador de información delictiva nacional del FBI no había arrojado ningún dato sobre Grayson o Farmer. Por último, el equipo de la brigada de estupefacientes de Marc Charon no tenía en su archivo ni a Farmer ni a Grayson. No es que se encontraran de nuevo en la casilla número uno sino que la casilla número diecisiete no les había conducido a ninguna parte. Pero eso era lo que normalmente solía ocurrir en las investigaciones de homicidios. La tarea de investigación era una combinación de causas corrientes y extraordinarias, pero abundaba más lo primero que lo segundo. En el departamento forense tenían nuevos datos. Las huellas de unas zapatillas de suela de goma de una marca muy conocida halladas en la casa de piedra arenisca, recién estrenadas. Algo era algo. Habían descubierto también la longitud de la zancada del asesino, a partir de la cual se había calculado una estatura de entre metro setenta y ocho y metro ochenta y dos, superior por desgracia a los cálculos de Virginia Charles a los que la policía no había dado demasiado crédito. Sabían que era de raza blanca y muy fuerte. Sabían que o había tenido mucha suerte o era un experto en toda clase de armas. Sabían que poseía por lo menos conocimientos rudimentarios de las técnicas del combate cuerpo a cuerpo. —A menos— pensó Ryan lanzando un suspiro —que también hubiera estado de suerte. A fin de cuentas, sólo había tenido un encuentro con un heroinómano. Sabían que iba disfrazado de vagabundo.
Todo lo cual era muy poco. Más de la mitad de la población masculina entraba dentro de aquella categoría. Y mucho más de la mitad de los hombres del área metropolitana de Baltimore era de raza blanca. En Estados Unidos había millones de veteranos de guerra, muchos de ellos pertenecientes a unidades militares de élite… Además, los soldados aprendían a hacer muchas cosas y no era necesario ser un veterano de guerra para conocerlas —y el país llevaba más de treinta años reclutando varones, pensó Ryan—. Había por lo menos treinta mil hombres que encajaban con la descripción y el inventario de habilidades de aquel sospechoso en un radio de treinta y cinco kilómetros. ¿Estaría metido también en el negocio de la droga? ¿Sería un ladrón? ¿Sería, tal como había apuntado Farber, alguien que estaba cumpliendo una especie de misión? Ryan se inclinaba por esto último, pero no podía permitirse el descartar las otras dos posibilidades. Los psiquiatras y los investigadores se equivocaban muy a menudo y bastaba un dato sin importancia para echar por tierra las hipótesis más sólidas. Maldita sea. No, se dijo, aquel hombre era exactamente lo que Farber había dicho. No era un delincuente.
—Te he dicho que es muy precipitado, Cas, no que esté mal. ¿Otras dos semanas de adiestramiento y una semana de viaje y organización? —preguntó Greer—. ¿Qué me dices del tiempo?
—Eso es lo único que no podemos controlar —reconoció Maxwell—. Pero el tiempo influye para bien y para mal. Dificulta los vuelos, pero también obstaculiza la labor de la artillería y el radar.
—¿Cómo conseguiste que todas las piezas se movieran tan rápido? —preguntó Greer con admiración e incredulidad.
—Hay medios para hacerlo, James. Somos almirantes, ¿no? Damos las órdenes y los barcos se mueven.
—¿O sea que la ventana se abrirá dentro de veintiún días?
—Exacto. Cas volará mañana al Constellation. Empezaremos a dar instrucciones a los chicos del apoyo aéreo. Los del Newport News ya están informados en parte. Creen que van a barrer la costa de baterías antiaéreas. En estos momentos nuestro buque insignia se dirige hacia allá. Ellos tampoco saben nada, aparte la cita con TF–77.
—Yo también tengo que facilitar instrucciones —señaló Cas con una sonrisa.
—¿A las tripulaciones de helicópteros?
—Se han estado adiestrando en Coronado. Llegarán a Quantico esta noche. En realidad se trata de cosas de tipo estándar. Las tácticas son las de costumbre. ¿Qué dice tu «Clark»?
—¿Ahora es mío? —preguntó Greer—. Dice que está satisfecho con la marcha de las cosas. ¿Te gustó que te matara?
—¿Te lo ha dicho él? —preguntó Maxwell, riéndose—. James, yo sabía que el chico era bueno por lo que hizo con Sonny, pero hay una diferencia entre verlo todo y… no ver ni oír nada. También se cargó a Marty Young y eso es toda una hazaña. Ha puesto en apuros a muchos oficiales de la Armada.
—Dame un plazo para conseguir la aprobación de la misión —dijo Greer, hablando en serio. Siempre había pensado que aquella operación tenía mucho mérito, pero el hecho de presenciar su desarrollo le había hecho comprender muchas cosas que necesitaría saber en la CIA. Ahora la consideraba posible. Puede que la operación BOXWOOD GREEN diera resultado siempre y cuando recibiera la correspondiente autorización.
—¿Estás seguro de que Ritter no nos dejará en la estacada?
—No lo creo. En realidad es uno de los nuestros.
—No lo será hasta que todas las piezas encajen —dijo Podulski.
—Querrá ver un ensayo —advirtió Greer—. Antes de pedirle a una persona su colaboración, es necesario que esta confíe en la tarea.
—Me parece muy justo. Mañana por la noche habrá un ensayo con fuego real.
—Allí estaremos, Dutch —prometió Greer.
El equipo ocupaba un viejo cuartel con capacidad para sesenta hombres. Había espacio para todos y nadie tuvo que dormir en la litera de arriba. Kelly disponía de una habitación aparte como las que, en los cuarteles normales, suelen destinarse a los sargentos de los pelotones. Había decidido no dormir en su barco. No se podía formar parte de un equipo y permanecer separado de él.
Estaban disfrutando de la primera noche libre desde su llegada a Quantico y algún alma caritativa les había enviado tres cajas de cerveza, lo cual equivalía exactamente a tres latas por barba, pues uno de ellos sólo bebía Dr. Pepper y el sargento de artillería Irvin se había encargado de que nadie sobrepasara el cupo asignado.
—Señor Clark —dijo uno de los especialistas en lanzamiento de granadas—, ¿qué es todo eso?
No era justo, pensó Kelly, obligarles a adiestrarse sin darles ninguna explicación. Se preparaban para el peligro sin saber por qué arriesgarían sus vidas y su futuro. No era justo en absoluto, pero tampoco era insólito. Miró al hombre directamente a los ojos.
—No puedo decírselo, cabo. Sólo puedo decirle que es algo de lo que se sentirá muy orgulloso. Le doy mi palabra.
El cabo, que a sus veintiún años era el más joven y el más novato del grupo, no esperaba una respuesta, pero necesitaba hacerla pregunta. Aceptó la contestación levantando su lata de cerveza a modo de saludo.
—Conozco este tatuaje —dijo uno de los más veteranos. Kelly sonrió, bebiendo su segunda cerveza.
—Una noche bebí unas copas de más y supongo que me confundieron con otro.
—Todas las Focas saben sostener una pelota en equilibrio sobre el hocico —dijo un segundo sargento, soltando un eructo.
—¿Quiere que se lo demuestre con una de las suyas? —replicó Kelly, lamentando inmediatamente sus palabras.
—¡Ja! —exclamó el sargento, lanzándole otra cerveza.
—¿Señor Clark? —dijo Irvin, y señaló la puerta.
El calor era tan pegajoso fuera como dentro, a pesar de la suave brisa que soplaba entre los pinos y de los revoloteos de los invisibles murciélagos a la caza de insectos.
—¿Qué pasa? —preguntó Kelly, ingiriendo un buen trago.
—Eso es lo que yo digo, señor Clark —contestó jovialmente Irvin—. Le conozco —añadió, cambiando el tono de voz.
—¿De veras?
—Tercer grupo de Operaciones Especiales. Mi equipo les apoyó a ustedes en la operación ERMINE COAT. Ha llegado usted muy lejos para ser un E–6 —observó Irvin.
—No se lo diga a nadie, pero alcancé mi grado de jefe antes de marcharme. ¿Lo sabe alguien más?
Irvin rio por lo bajo.
—No, supongo que el capitán Albie se quedaría de una pieza si lo supiera, y puede que al general Young le diera un ataque. Eso quedará entre nosotros, señor Clark —dijo Irvin, estableciendo su posición en términos tan indirectos como inequívocos.
—La idea de venir aquí no fue mía. Lo que ocurre es que los almirantes se impresionan por cualquier cosa.
—Pues yo no, señor Clark. Estuvo usted a punto de provocarme un infarto con su maldito cuchillo de goma. No recuerdo su verdadero nombre, pero usted es el tipo a quien llamaban Serpiente, ¿verdad? Usted es el que estuvo en PLASTIC FLOWER.
—No fue lo más inteligente que he hecho en mi vida —reconoció Kelly.
Nosotros también le apoyamos en eso. El maldito helicóptero sufrió una avería… se le paró el motor a treinta metros del suelo… y se derrumbó. Por eso no lo conseguimos. La mejor alternativa era el Primero de Caballería. Por eso tardamos tanto.
Kelly se volvió. El rostro de Irvin era tan negro como la noche.
—No lo sabía.
El sargento de artillería se encogió de hombros en la oscuridad.
—Vi las fotografías de lo que ocurrió. El capitán nos dijo que había sido usted un insensato, quebrantando las normas de aquella manera, pero la culpa la tuvimos nosotros. Hubiéramos tenido que plantarnos allí a los veinte minutos de haber recibido su llamada. Si hubiéramos llegado a tiempo, puede que una o dos de aquellas chiquillas se hubieran salvado. Sea como fuere, el motivo de que no lo consiguiéramos fue un cierre defectuoso del motor, una maldita piececita de goma que se partió.
Kelly soltó un gruñido. Los destinos de las naciones dependían a veces de cosas tan nimias como aquella.
—Pudo haber sido mucho peor. Si la pieza se hubiera partido cuando estaban arriba, ahora estarían todos ustedes criando malvas.
—Muy cierto. Lástima que las niñas tuvieran que morir por una estupidez como esa, ¿no cree? —Irvin hizo una pausa, contemplando la oscuridad tal como solían hacer los hombres de su profesión, siempre alerta y a la escucha—. Comprendo por qué lo hizo. Necesitaba decírselo. Seguramente yo hubiera hecho lo mismo. Puede que no tan bien como usted, pero le aseguro que lo hubiera intentado y no hubiera permitido que aquel hijo de puta saliera con vida, con órdenes o sin ellas.
—Gracias, artillero —dijo Kelly en voz baja.
—Es Song Tay, ¿verdad? —preguntó Irvin, sabiendo que esta vez obtendría respuesta.
—Más o menos. Creo que muy pronto les van a informar. —Dígame algo más, señor Clark está en juego la seguridad de mis hombres.
—El emplazamiento es una reproducción exacta. Y no olvide que yo también iré.
—Siga hablando —pidió Irvin.
—Yo he participado en los planes. Contando con los hombres adecuados, podemos hacerlo. Tiene usted unos chicos estupendos. No diré que sea fácil ni ninguna de esas tonterías que suelen decirse, pero no es tan difícil. He hecho cosas más complicadas. Y usted también. El adiestramiento es adecuado y creo que todo saldrá bien.
—¿Está seguro de que merece la pena?
El significado de la pregunta era tan profundo que pocos lo hubieran comprendido. Irvin había realizado dos servicios de combate y, aunque Kelly no había visto su colección de condecoraciones, estaba claro que tenía muchas horas de vuelo. Ahora Irvin temía la desaparición de su grupo de marines. Los hombres morían por la defensa de unas colinas que se devolvían tan pronto como se conquistaban y se retiraban las bajas y, a los seis meses, se repetía el ejercicio. Por una curiosa razón, los soldados profesionales no soportaban las repeticiones. Aunque los adiestramientos consistieran justamente en eso —habían «asaltado» el emplazamiento numerosas veces—, en la realidad de la guerra tenía que haber una batalla en cada lugar. De esta manera, un hombre se daba cuenta de los progresos que hacía. Antes de dirigir la mirada a un nuevo objetivo, podía volver la vista hacia atrás y medir las posibilidades de éxito a través de la experiencia adquirida. En cambio, la tercera vez que uno veía morir a los hombres por el mismo pedazo de territorio, lo comprendía todo y sabía cómo iban a terminar las cosas. Su país seguía enviando hombres a aquel lugar y les pedía que arriesgaran la vida por una tierra ya regada con sangre norteamericana. La verdad es que Irvin no hubiera regresado voluntariamente para participar en un nuevo servicio de combate. No era una cuestión de valentía, entrega o amor a la patria. Simplemente sabía que su vida valía demasiado como para arriesgarla por nada. Había jurado defender su país y tenía derecho a pedir algo a cambio, una auténtica misión por la que luchar, algo que fuera real y no una pura abstracción. Pese a todo, Irvin se sentía culpable y tenía la sensación de haber quebrantado el juramento y traicionado el lema de su cuerpo, Semper Fidelis (Siempre Fiel). El remordimiento lo había impulsado a ofrecerse voluntario para una última misión a pesar de sus dudas y recelos. Como un hombre cuya amada esposa se hubiera acostado con otro, Irvin no podía dejar de amar ni dejar de preocuparse, y asumiría como propio el remordimiento no confesado de los demás.
—Artillero, no se lo tendría que decir, pero se lo diré de todos modos: el lugar al que nos dirigimos es un campo de prisioneros, tal como usted supone. ¿De acuerdo?
Irvin asintió con la cabeza.
—No es un campo cualquiera. Los hombres de allí están muertos, artillero. —Kelly aplastó la lata de cerveza—. He visto las fotografías. A uno de ellos lo hemos identificado con toda certeza, un coronel de la Fuerza Aérea que, según los norvietnamitas, resultó muerto. Por consiguiente, creemos que esos hombres jamás regresarán a casa a no ser que nosotros los rescatemos. Yo tampoco quisiera volver, se lo aseguro. Tengo miedo, ¿comprende? Sí, sé que todo eso se me da muy bien porque estoy debidamente adiestrado y quizá porque tengo una habilidad especial. —Kelly se encogió de hombros. No hubiera querido añadir la segunda parte.
—Sí, pero eso sólo se puede hacer bajo ciertas condiciones —dijo Irvin, pasándole otra cerveza.
—Yo creía que el límite eran tres.
—Soy metodista y no tendría que beber —explicó Irvin, riéndose por lo bajo—. A la gente le caemos muy bien, señor Clark.
—Menudos desgraciados estamos hechos, ¿verdad? En el campamento hay rusos que probablemente están interrogando a los nuestros. Todos son de alta graduación. Oficialmente muertos. Seguramente les están apretando las tuercas para que hablen precisamente por eso. Sabemos que están allí, y si no hacemos nada…, ¿qué somos?
Kelly hizo una pausa y experimentó una repentina necesidad de seguir hablando y de contar todo lo que estaba haciendo, pues acababa de encontrar a alguien que, a lo mejor, lo sabría comprender. A pesar de su obsesión por vengar a Pam, sentía que aquella carga era demasiado pesada para su alma.
—Gracias, señor Clark. Cochina misión —les dijo el sargento de artillería Paul Irvin a los pinos y a los murciélagos—. O sea que usted será el primero en entrar y el último en salir, ¿verdad?
—Ya he trabajado solo otras veces.