A Kelly le molestó haber dormido tan bien. No era lógico, pensó con cierta inquietud, haber dormido diez horas ininterrumpidas después de lo que había hecho a Billy. Era curioso que su conciencia se manifestara tardíamente en aquellos momentos, le dijo Kelly a la cara que lo miraba desde el espejo mientras se afeitaba. Una persona que iba por ahí causando daño a mujeres y traficando con droga, habría debido pararse a pensar en las posibles consecuencias. Kelly se secó la cara. No se alegraba del dolor que había causado… de eso estaba seguro. Lo había hecho porque necesitaba una información y porque tenía que hacer justicia. El hecho de poder justificar sus acciones le ayudaba a mantener la conciencia tranquila.
Además, tenía que ir a un sitio. Tras vestirse, Kelly tomó un plástico para cubrir la sentina de la embarcación. Ya había hecho el equipaje y lo tenía todo en el salón.
El viaje duraría varias horas y resultaría muy aburrido, pues más de la mitad transcurriría en la oscuridad. Mientras navegaba hacia el sur rumbo a Point Lookout, Kelly aprovechó para echar un vistazo a los barcos abandonados que había cerca de la isla Bloodsworth. Eran variados y habían sido construidos con ocasión de la Primera Guerra Mundial. Algunos eran de madera y otros de hormigón, cosa por cierto muy rara, y todos habían sobrevivido a la primera campaña submarina organizada, pero no habían sido comercialmente aprovechables ni siquiera en los años veinte, cuando los marinos mercantes resultaban más baratos que las tripulaciones de los remolcadores que navegaban por la bahía de Chesapeake. Kelly se acercó al puente colgante y, mientras el piloto automático mantenía rumbo sur, los estudió con los prismáticos, pensando que seguramente alguno de ellos sería interesante. No se veía el menor movimiento en aquel cementerio naval. Era lógico que así fuera, pensó Kelly. Aquello no podía ser una industria muy rentable, pero era un escondrijo ideal para la actividad en la que él había intervenido últimamente. Puso rumbo oeste. El asunto tendría que esperar. Kelly trató de pensar en otra cosa. Muy pronto se convertiría en un jugador del equipo y podría alternar con hombres como él. Un cambio muy beneficioso, durante el cual tendría tiempo de estudiar la táctica que utilizaría en la siguiente fase de su misión.
Los oficiales sólo habían sido informados del incidente con la señora Charles, pero los datos que les proporcionaron más tarde acerca de cómo había sido asesinado el agresor los pusieron en estado de alerta. No fueron necesarias más palabras de advertencia. Los coches patrullaban con dos agentes en su interior, si bien algunos vehículos salían con un único oficial experto o excesivamente confiado, Utilizaban un sistema que hubiera atacado los nervios de Ryan y Douglas, si estos lo hubieran visto. Un oficial se acercaba mientras el otro permanecía algo apartado, con la mano displicentemente apoyada en su revólver reglamentario. El primer oficial cacheaba al borracho en busca de armas y a menudo encontraba navajas, pero no armas de fuego… pues cualquiera que tuviera una la empeñaba para comprarse bebidas y, en algunos casos, droga. La primera noche fueron identificados once individuos de tales características y se practicaron dos detenciones por desacato. Pero la noche terminó sin haber conseguido nada de interés.
—Bueno, he averiguado una cosa —dijo Charon. Había dejado su automóvil en el aparcamiento de un supermercado, al lado de un Cadillac.
—¿Qué es?
—Buscan a un tipo disfrazado de vagabundo.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó Tucker con una nota de hastío en la voz.
—Eso es lo que me han dicho, Henry —le aseguró el detective—. Tienen órdenes de andarse con mucho cuidado.
—Mierda —juró Tucker.
—Blanco, no demasiado alto, cuarenta y tantos años. Es un tipo bastante fuerte y sabe su trabajo. La información se ha recibido con cierta cautela, pero, aproximadamente a la misma hora en que él frustró un atraco, dos camellos fueron encontrados muertos. Apuesto a que es el mismo que se ha estado cargando a los demás camellos.
Tucker sacudió la cabeza.
—¿A Rick y a Billy también? No me lo creo.
—Mira, Henry, tanto si te lo crees como si no, eso es lo que se dice por ahí, ¿de acuerdo? Por tanto, procura tomártelo en serio… —Charon estuvo a punto de añadir «chico», pero se abstuvo pensando que a Henry tal vez no le gustaría tanta campechanía. Al fin y al cabo, el hombre también tenía su susceptibilidad.
Quienquiera que sea, está claro que es un profesional. ¿Lo has entendido? Un profesional.
—Tony y Eddie —dijo Tucker en voz baja.
—Eso creo yo también, Henry, pero no es más que una conjetura.
Charon abandonó el aparcamiento en su vehículo.
Sin embargo, nada de todo aquello tenía sentido, pensó Tucker mientras enfilaba la Edmonson Avenue. ¿Por qué iban Tony y Eddie a hacer semejante cosa? ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Ellos apenas sabían nada acerca de sus negocios, sabían simplemente que existían y que Tucker quería que no le pusieran trabas y le dejaran en paz mientras se iba convirtiendo poco a poco en su proveedor importante. Que le perjudicaran el «negocio» sin antes intentar sobornar a los que intervenían en su peculiar método de importar la mercancía no era lógico. Sobornar… no era la palabra más apropiada, pero…
Soborno. ¿Y si Billy todavía estaba vivo? ¿Y si Billy había cerrado un trato y Rick no había estado de acuerdo? Era una posibilidad. Rick era débil, pero más digno de confianza que Billy, «Billy liquida a Rick, se carga a Doris y arroja el cadáver en algún sitio… Eso Billy sabe hacerlo muy bien… pero ¿por qué? ¿Acaso ha establecido contacto con alguien? ¿Con quién? El pequeño y ambicioso bastardo de Billy —pensó Tucker—. No es muy listo, pero tiene ambición y sabe ser duro cuando las circunstancias lo exigen».
Posibilidades. Billy entra en contacto con alguien. ¿Con quién? ¿Qué sabe Billy? Sabe dónde se procesa la mercancía, pero no cómo se recibe… a lo mejor, lo ha descubierto por el olor del formol que despiden las bolsas de plástico. Henry siempre había tenido cuidado con eso; cuando Tony y Eddie le ayudaban a empaquetar la mercancía en la fase inicial, él se tomaba la molestia de colocarlo todo de nuevo en otra bolsa para jugar sobre seguro. Pero en los dos últimos pedidos no lo había hecho… maldita sea. Había cometido un error. Billy sabía vagamente dónde se procesaba el producto, pero ¿podría localizar el lugar por su cuenta? Henry lo dudaba. Billy no sabía nada de embarcaciones y ni siquiera le gustaban. El arte de la navegación no se dominaba fácilmente.
«Pero Eddie y Tony saben algo de barcos, idiota», pensó.
Pero ¿qué razón habrían tenido para enemistarse con él, ahora que todo marchaba viento en popa?
¿A quién más había molestado? Bueno, estaban los de NuevaYork, pero nunca había mantenido tratos directos con ellos, aunque había invadido su mercado, aprovechando una escasez de suministros para introducirse. ¿Y si estaban enfadados por ese motivo?
¿Y los de Filadelfia? Habían actuado de intermediarios entre él y los de Nueva York, y a lo mejor sentían envidia. Quizá se habían enterado de lo de Billy.
También cabía la posibilidad de que Eddie hubiera traicionado a Tony y a Henry al mismo tiempo.
Cabían muchas posibilidades. Con independencia de lo que estuviera ocurriendo, Henry controlaba todavía los canales de importación. Y, por encima de todo, tenía que defender lo suyo, su propio territorio y sus conexiones. Las cosas empezaban a resultar rentables. Le había costado muchos años de esfuerzo alcanzar la cumbre en que ahora se encontraba, pensó, girando hacia su casa. Volver a empezar entrañaría unos riesgos que, una vez superados, a nadie le apetece volver a correr. Irse a otra ciudad y montar una nueva red. Lo de Vietnam se enfriaría muy pronto. El envío de cuerpos del que dependía empezaba a menguar. Cualquier problema que surgiera en aquellos momentos podía echarlo todo por tierra. Si conseguía mantener en marcha la operación que, en el peor de los casos, le reportaría diez millones de dólares, y cerca de veinte en caso de que jugara bien sus cartas, podría dejar aquel negocio para siempre. La opción no carecía de atractivo. Dos años de elevados beneficios le compensarían con creces del esfuerzo que le había impuesto llegar hasta allí. Tal vez no le fuera posible volver a empezar desde cero. Tenía que luchar y defender lo que era suyo.
«Tienes que luchar, chico», pensó mientras empezaba a concebir un plan. Ya había transmitido la orden: Quería a Billy, y lo quería vivo. Había hablado con Tony y le había sondeado acerca de que Eddie estuviera participando en alguna jugada y de que hubiera establecido alguna relación con los rivales del norte. A partir de allí empezaría a reunir información y actuaría con contundencia.
«Hay un lugar apropiado», pensó Kelly. El Springer navegaba muy despacio. El truco consistía en encontrar ese lugar. Se acercaría a un recodo del río. Allí había uno. Estudió la línea costera. Vio algo que parecía una escala, probablemente un internado, pero no había luces en los edificios. Al fondo había una pequeña y soñolienta ciudad con alguna que otra luz encendida; aproximadamente cada dos minutos circulaba un coche por la calle principal. La embarcación siguió navegando lentamente hacia otro recodo todavía mejor. Allí habla una finca probablemente dedicada a la plantación de tabaco, con una casa grande a unos seiscientos metros de distancia. Los dueños estarían dentro, disfrutando del aire acondicionado. Las luces del interior y la televisión les impedirían ver lo que ocurría fuera. Kelly decidió arriesgarse.
Dejó los motores en marcha y se acercó a la orilla, soltando una pequeña ancla. Actuó con sigilo y rapidez, bajando al agua su pequeño bote de remo y empujándola hacia la popa. No le resultó difícil pasar a Billy sobre la borda, pero no pudo colocar el cuerpo en el bote. Corrió al camarote y regresó con un chaleco salvavidas que le colocó a Billy antes de arrojarlo por la borda. De este modo lo consiguió. Ató el chaleco a la popa y remó hacia la orilla. Tardó tan sólo tres o cuatro minutos en alcanzar la cenagosa orilla. Vio que el edificio era una escuela. Probablemente habría cursos de verano y un equipo de mantenimiento cuyos miembros acudirían allí por la mañana. Saltó de la barca y arrastró a Billy a la orilla antes de quitarle el chaleco salvavidas.
—Ahora te quedas aquí.
—… me quedo…
—Eso es.
Kelly esbozó una sonrisa y empujó el bote hacia el agua. Mientras regresaba remando a su barco, su posición de cara a popa le obligó a mirar a Billy. Lo había dejado allí desnudo y sin identificación. Las únicas huellas distintivas eran las que él le había provocado. Había jurado que nunca le habían tomado las huellas digitales. De ser cierto, no habría manera de que la policía lo identificara fácilmente y lo más probable era que no lo consiguiera jamás. No viviría mucho tiempo en el estado en que se encontraba. Las lesiones cerebrales eran más graves de lo que Kelly se había propuesto, lo cual permitía suponer que otros órganos internos también habían resultado gravemente lesionados. No obstante, Kelly se había compadecido un poco de él. Probablemente los cuervos no tendrían ocasión de picotearlo. Eso lo harían los médicos. Diez minutos más tarde, Kelly navegaba de nuevo con el Springer aguas arriba del Potomac.
Dos horas más tarde, Kelly avistó el puerto deportivo de la base naval de Quantico. Estaba muy cansado y se acercó lentamente a uno de los amarres para visitantes situado al extremo de un embarcadero.
—¿Quién es usted? —preguntó una voz en la oscuridad.
—Me llamo Clark —contestó Kelly—. Creo que ustedes me esperaban.
—Pues sí. Bonita embarcación —dijo el hombre, regresando a la pequeña caseta.
A los pocos minutos, bajó un automóvil por la pendiente de la colina en la que se levantaba la residencia de oficiales.
—Llega temprano —dijo Marty Young.
—Es mejor empezar cuando antes, señor. ¿Sube a bordo?
—Gracias, señor Clark.
—Marty miró a su alrededor en cuanto entró en el compartimiento principal. —¿Cómo consiguió usted esta maravilla? Yo tengo que conformarme con una pequeña embarcación a vela.
—Creo que no estoy obligado a responder, señor —contestó Kelly—. Disculpe.
El general Young sonrió.
—Dutch dice que usted participará en la operación.
—Sí, señor.
—¿Seguro que está en condiciones de hacerlo?— Young observó el tatuaje del antebrazo de Kelly se preguntó por su significado.
—Trabajé en Phoenix durante más de un año, señor. ¿Qué clase de personas se han incorporado?
—Todos los hombres pertenecen a Reconocimiento. Los estamos sometiendo a un adiestramiento muy duro.
—¿Empiezan sobre las cinco y media? —preguntó Kelly.
—Así es. Mandaré a alguien a recogerle. —Young esbozó una sonrisa—. Es. necesario que usted también se encuentre en excelente forma. Kelly se limitó a sonreír.
—De acuerdo, mi general.
—Bien, ¿qué es eso tan importante? —preguntó Piaggi, irritado por el hecho de que lo importunaran en una noche de un fin de semana.
—Creo que alguien me la está jugando —dijo Tucker—. Quiero saber quién es.
—¿De veras? —Por eso era tan importante la reunión, a pesar de lo inapropiado del momento, pensó Tony—. Dime qué ha sucedido.
—Alguien ha estado liquidando camellos en la zona oeste.
—Lo he leído en la prensa —dijo Piaggi, escanciando un poco de vino en la copa de su visitante. En situaciones como aquella convenía guardar las buenas formas. Tucker jamás formaría parte de la familia a la que pertenecía Piaggi, pero era un socio muy valioso. —¿Por qué es tan importante, Henry?
—El mismo tío se cargó a dos de mis hombres. Rick y Billy, —los mismos que…
—Exacto. Y además ha desaparecido una de mis chicas —añadió Tucker con indiferencia. Se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo, estudiando los ojos de Piaggi.
—¿Robo?
—Billy tenía unos setenta mil dólares en efectivo. La policía los encontró allí mismo. —Tucker facilitó otros detalles—. La policía piensa que es obra de un auténtico profesional.
—¿Tienes otros enemigos en la calle? —inquirió Tony. La pregunta no era muy inteligente. Todo el mundo tenía enemigos en aquel negocio, pero lo importante era saber sortearlos.
—Ya me he encargado de que la policía sepa quiénes son mis principales competidores.
Piaggi asintió. Era una práctica normal en aquel negocio, aunque un tanto arriesgada. La desechó con un encogimiento de hombros. A veces Henry se comportaba como un auténtico vaquero y era una fuente ocasional de preocupación para Tony y sus colegas. Pero Henry también podía mostrarse extremadamente cuidadoso, en caso necesario, y sabía combinar muy bien ambos rasgos de su carácter.
—¿Una venganza?
—Nadie se hubiera largado dejando la pasta.
—Muy cierto —reconoció Piaggi—. He de hacerte una confidencia, Henry. Yo no dejo un paquete como ese tirado por ahí de cualquier manera.
«No me digas», pensó Tucker.
—Mira, Tony, o el tío tuvo un fallo o intenta decirme algo. Ya se ha cargado a siete u ocho tipos muy listos. Liquidó a Rick con una navaja y creo que en eso no falló, ¿eh?
Curiosamente, cada uno de ellos pensaba que la utilización de una navaja era propia del otro. Henry creía que las navajas eran las armas típicas de los italianos, y Piaggi las consideraba el sello distintivo de los negros.
—Pues a mí me han dicho que alguien está acabando con los camellos, un tío bajito.
—A uno lo mataron con una escopeta de caza, disparándole a quemarropa en el vientre. La policía está controlando cuidadosamente a los vagabundos.
—Vaya —suspiró Piaggi.
A Henry no se le escapaba ningún dato, pero era lógico que así fuera, pues vivía cerca de aquella zona de la ciudad y su red de información forzosamente tenía que ser más rápida que la de Piaggi.
—Parece que se trata de un profesional —terminó Tucker—. Un tío muy experto, ¿sabes?
Piaggi asintió con la cabeza mientras su mente se debatía en un pequeño e irónico dilema. La existencia de asesinos de la mafia altamente cualificados era en buena parte una ficción creada por el cine y la televisión. Los asesinatos corrientes no eran en general la obra de un experto sino algo que llevaba a cabo un miembro de la organización que se dedicaba a tareas de tipo fundamentalmente económico. No existía una clase especial de asesinos que esperaran pacientemente las llamadas telefónicas, hicieran el trabajo y después regresaran a sus lujosas residencias en espera de la siguiente llamaba. Lo cual no significaba que no hubiera algunos miembros hábiles y expertos en tales menesteres, que simplemente adquirían fama de no dejarse impresionar por los asesinatos… lo cual significaba que la eliminación se llevaba a cabo con el mínimo alboroto posible, pero no con la máxima habilidad. Los llamados psicópatas no abundaban, ni siquiera en la mafia, y los asesinatos fallidos eran la norma y no la excepción. Por consiguiente, «profesional» para Henry significaba algo que sólo existía en la ficción, una imagen televisiva de un sicario de la mafia. Pero ¿cómo demonios podía explicárselo a Tucker?
—No es uno de los míos, Henry —dijo Tony, tras reflexionar un instante.
Lo cual no significaba que no tuviera asesinos a sueldo, pensó Piaggi, observando el efecto de sus palabras en su socio. Henry siempre había dado por sentado que Piaggi era un experto en asesinatos, pero Tony sabía que Tucker tenía mucha más experiencia que él en aquella faceta del negocio, otra cosa que hubiera debido explicarle, si bien no era el momento más indicado para hacerlo. Estudió el rostro de Tucker, tratando de leer sus pensamientos mientras apuraba la copa de Chianti.
«¿Cómo puedo saber que no miente?». No era necesaria ninguna percepción especial para leer aquel pensamiento.
—¿Necesitas ayuda, Henry? —preguntó Piaggi para romper el embarazoso silencio.
—Creo que no eres tú. Te considero demasiado listo —dijo Tucker, apurando su propia copa.
—Me alegro de oírtelo decir. —Tony sonrió y volvió a llenar las copas.
—¿Qué me dices de Eddie?
—¿A qué te refieres?
—¿Ingresará alguna vez? —preguntó Henry, bajando la vista y moviendo el vino en la copa.
Tony siempre sabía establecer la atmósfera más adecuada para una conversación de negocios. Esa era una de las razones por las cuales ambos se tenían simpatía. Tony era amable, considerado y educado, incluso cuando le hacían preguntas indiscretas.
—Eso es algo muy delicado, Henry, y la verdad es que no debería hablar de ello contigo. Tú nunca ingresarás y lo sabes muy bien.
—O sea que en la organización no hay igualdad de oportunidades, ¿eh? Bueno, no importa. Sé que nunca encajaría en ella. Así podremos seguir haciendo negocios juntos, Anthony. En cuanto a Eddie…
Tucker sonrió para romper la tensión y facilitarle a Tony la tarea de responder a su pregunta. Vio cumplido su deseo.
—No —contestó Piaggi tras meditar un instante—. Nadie cree que Eddie tenga lo que hay que tener.
—A lo mejor está tratando de demostraros que sí lo tiene.
—No lo creo. —Piaggi sacudió la cabeza—. No es tan tonto.
—Pues entonces, ¿quién? —preguntó Tucker—. ¿Quién puede haber provocado esa serie de asesinatos? ¿Quién puede haber sido capaz de darle la apariencia de un trabajo profesional? «Eddie no es lo bastante listo para eso». Piaggi lo sabía o creía saberlo.
—Mira, Henry, echar a Eddie nos causaría serios problemas. —Tony hizo una pausa—. Pero haré las debidas averiguaciones.
—Gracias —dijo Tucker. Inmediatamente se levantó y se marchó, dejando a Tony con su copa de vino.
Piaggi se quedó en la mesa. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? ¿Estaría diciendo Henry la verdad? Probablemente sí, pensó. Él era el único contacto de Henry con la organización y el hecho de cortar aquel nexo hubiera sido muy malo para todos. Aunque Tucker llegara a ser muy importante, jamás sería uno de los suyos. Pero era listo y distribuía muy bien el producto. La organización disponía de montones de hombres como él, tanto miembros como colaboradores externos cuyo valor y cuya posición eran proporcionales a su utilidad. De hecho, muchos de ellos ejercían más poder que algunos miembros, pero siempre había una diferencia. En una auténtica disputa, el hecho de que uno perteneciera a la organización significaba mucho… en la mayoría de los casos lo significaba todo.
Eso explicaba ciertas cosas. ¿Y si Eddie envidiaba la posición de Henry? ¿Acaso ansiaba convertirse en miembro de la organización hasta el extremo de no importarle perder los beneficios de que disfrutaba con tal de conseguir su propósito? Era absurdo, se dijo Piaggi. Pero ¿había algo que no lo fuera?
—¡Eh, los del Springer! —gritó una voz.
El cabo se sorprendió al ver que la puerta del camarote se abría inmediatamente. Pensaba que tendría que sacudir a aquel civil para sacarle de su mullido lecho. Pero vio aparecer a un hombre con botas de campo y uniforme de diario. No eran prendas propias de la Armada, pero bastaban para demostrar que el hombre se tomaba las cosas en serio. Observó que había quitado las placas de identificación y algún otro detalle y ello le indujo a valorar la seriedad del señor Clark.
—Por aquí, señor —dijo el cabo, indicando el camino con un gesto de la mano. Kelly le siguió sin decir nada.
Sabía muy bien que lo de «señor» no significaba nada. En caso de duda, un marine llamaría «señor» a una farola de la calle. Siguió al joven hasta un automóvil. Mientras el vehículo se ponía en marcha y cruzaba las vías del tren para ascender por la ladera de la colina, deseó haber podido dormir unas horas más.
—¿Es usted el chófer del general?
—Sí, señor.
Esa fue toda la conversación.
Había unos veinticinco hombres de pie bajo la bruma matinal, haciendo calentamiento y conversando entre sí mientras el oficial al mando recorría arriba y abajo las filas en busca de ojos legañosos o actitudes descuidadas. Las cabezas se volvieron cuando el automóvil del general se detuvo y de él descendió un hombre. Vieron que llevaba un traje de faena que no pertenecía a la Armada y se preguntaron quién demonios era, sobre todo habida cuenta de que no llevaba ninguna insignia. El hombre se dirigió al oficial de más antigüedad.
—¿Es usted el artillero Irvin? —preguntó Kelly.
El sargento de artillería Paul Irvin asintió con la cabeza, estudiando con discreción al visitante.
—Sí, señor. ¿Es usted el señor Clark?
—Por lo menos procuro serlo, a tan temprana hora de la mañana —contestó Kelly.
Ambos hombres cambiaron una mirada. Paul Irvin era negro y de aspecto muy serio. No resultaba tan descaradamente amenazador como Kelly esperaba, pero tenía una mirada recelosa y aguda tal como era de suponer en un hombre de su edad y experiencia.
—¿Está usted en buena forma? —preguntó Irvin.
—Sólo hay un medio de averiguarlo —contestó Clark. Irvin esbozó una amplia sonrisa.
—Muy bien. Le permitiré dirigir la carrera, señor. Nuestro capitán está haciendo ejercicio por ahí.
«¡Mierda!».
—Bien. Vamos a soltarnos un poco.
Irvin se acercó a la formación, ordenando a los hombres que se cuadraran. Kelly se situó a la derecha de la segunda fila.
—¡Buenos días, marines!
—¡Buenos días, señor! —contestaron los hombres al unísono.
La gimnasia cotidiana no fue precisamente muy divertida, pero Kelly no tuvo que hacer una exhibición. Observó cómo Irvin se iba poniendo cada vez más serio y hacía los ejercicios cual un robot. Media hora más tarde, los hombres ya habían soltado las articulaciones e Irvin les ordenó que se pusieran firmes en preparación para el inicio de la carrera.
—Señores, quiero presentarles al señor Clark, el nuevo miembro de nuestro equipo. Él dirigirá la carrera conmigo.
—No sé adónde demonios vamos —dijo Kelly en voz baja mientras ocupaba su puesto.
Irvin esbozó una extraña sonrisa.
—No se preocupe, señor. Cuando se caiga, tenga la bondad de seguirnos.
—Le concederé unos metros de ventaja, si lo prefiere —replicó Kelly de profesional a profesional.
Cuarenta minutos después Kelly marchaba todavía en cabeza, posición que le permitía poder marcar el ritmo de la carrera.
Otra de sus preocupaciones era evitar los tambaleos, lo cual le resultaba bastante difícil, pues cuando el cuerpo se cansa, lo primero que se pierde es el control de la sincronía.
—Izquierda —dijo Irvin, señalando con el dedo.
Kelly no sabía que necesitaba diez segundos para hacer acopio de aire y poder hablar. Por si fuera poco, tenía que soportar la carga adicional de cantar la cadencia. El nuevo camino, un simple sendero de tierra, los condujo al pinar.
«Edificios… oh, Dios mío… que sea la meta». Jadeaba incluso para pensar. El camino era un poco tortuoso, pero, al ver unos automóviles, Kelly supuso que aquello tenía que ser algo. Se detuvo casi por sorpresa y gritó para reducir la velocidad de la formación: —¡Marcha rápida!
«¿Maniquíes?».
—Destacamento —gritó Irvin—. ¡Alto! ¡Rompan… filas! —añadió.
Kelly tosió varias veces, efectuó unas flexiones y bendijo sus carreras en el parque y en su isla por haberle permitido sobrevivir a la paliza de aquella mañana.
—Muy lento —sentenció Irvin.
—Buenos días, señor Clark.
Uno de los automóviles era de verdad, según pudo comprobar Kelly: James Greer y Marty Young le estaban saludando con la mano.
—Buenos días. Espero que hayan dormido bien —les dijo Kelly.
—Se ofreció usted voluntario, John —señaló Greer.
—Esta mañana han tardado cuatro minutos más —observó Young—. Pero no está mal para un fantasma.
Kelly apartó el rostro. Tardó aproximadamente un minuto en comprender lo que escenificaba aquel lugar.
—¡Maldita sea!
—Allí tiene su colina —dijo Young indicándola.
—Aquí los árboles son más altos —dijo Kelly, calculando la distancia.
—La colina también. Es una acuarela.
—¿Esta noche? —preguntó Kelly. No era difícil captar el significado de las palabras del general.
—¿Se siente con ánimos?
—Supongo que tendremos que saber cuándo comenzará la misión.
—Eso no es necesario todavía —terció Greer.
—¿Con cuánta antelación lo sabremos?
El funcionario de la CIA sopesó la pregunta antes de contestar.
—Tres días antes de que nos pongamos en marcha. Entraremos en los parámetros de la misión dentro de unas horas. De momento, observe a estos hombres.
Greer y Young se encaminaron hacia su automóvil.
—Sí, señor —contestó Kelly, contemplando sus espaldas. Los hombres estaban bebiendo café. Kelly tomó una taza y empezó a conversar con los del equipo de asalto.
—No ha estado mal —dijo Irvin.
—Gracias, siempre he pensado que es una de las cosas importantes que hay que saber en este trabajo.
—¿Qué cosa?
—Aprender a escapar con la mayor rapidez y a la mayor distancia posible.
Irvin soltó una carcajada.
Luego comenzó la primera tarea del día, algo que ayudaría a los hombres a relajarse un poco y a reírse y gastar bromas entre sí. Empezaron a cambiar a los maniquíes de sitio. El hecho de asociar a las distintas mujeres con los distintos niños ya se había convertido en un ritual. Habían descubierto que podían modificar los atuendos de las modelos, lo cual les hacía muchísima gracia. Dos hombres habían sacado unos sucintos bikinis que les pusieron con gran ceremonia a dos figuras femeninas recostadas. Kelly lo observó todo con incrédulo asombro y después descubrió que, en aras del realismo, las modelos de los trajes de baño tenían los cuerpos pintados. «¡Qué barbaridad —pensó—, y eso que dicen que los marines son unos rijosos!».
El Ogden era un barco nuevo o casi nuevo, pues se había botado en los astilleros de Nueva York en 1964. Tenía un aspecto un poco raro, medía ciento setenta y cinco metros de eslora y cerca de proa había una superestructura bastante normal y ocho cañones para incordiar a los aviones enemigos. Lo más curioso era la zona de popa, plana por encima y hueca por debajo. La parte plana era para el aterrizaje de helicópteros y la de abajo se podía inundar y servía para las lanchas de desembarco. Junto con otros once buques de sus mismas características, había sido diseñado para el apoyo de operaciones de desembarco de las misiones de ataque anfibio que la Armada había inventado en los años veinte y había perfeccionado posteriormente en los cuarenta. Pero ahora los buques anfibios de la flota del Pacífico no desarrollaban ninguna función, pues los marines eran transportados generalmente en vuelos chárter hasta los aeropuertos convencionales, por lo que algunos anfibios estaban siendo reciclados para otras misiones, tal como ocurría con el Ogden.
Las grúas estaban depositando una serie de camionetas con remolque en la cubierta de aterrizaje. Una vez allí, los grupos de cubierta instalaron varias antenas radiofónicas. Lo mismo estaban haciendo en la superestructura. La actividad se desarrollaba a la vista, pues no había forma de ocultar un buque de guerra de diecisiete mil toneladas, por lo que resultaba evidente que el Ogden, al igual que otros dos barcos, se estaba convirtiendo en una plataforma para la recepción de información secreta electrónica, es decir, de INEL. El barco zarpó de la base naval de San Diego poco antes de la puesta del sol sin escolta alguna y sin las tropas de marines para cuyo transporte había sido construido. Los treinta oficiales y los cuatrocientos noventa hombres de la tripulación se entregaron a la rutina de costumbre, realizando ejercicios de adiestramiento y haciendo lo que casi todos ellos habían optado por hacer al incorporarse voluntariamente a la Armada en lugar de arriesgarse a ir a parar a otro sitio. Poco después de la puesta del sol el buque ya había desaparecido del horizonte y su nueva misión había sido comunicada a los interesados. Con la cubierta de aterrizaje repleta de remolques y antenas semejantes a un bosque de árboles quemados y sin ningún marino a bordo, el buque parecía inofensivo. Así lo habían supuesto los que lo habían visto.
Doce horas más tarde y a doscientas millas mar adentro, los segundos oficiales reunieron a los grupos de la división de cubierta y ordenaron a los perplejos jóvenes soltar todos los remolques (que, por cierto, estaban vacíos), menos uno, y abatir todas las antenas sobre la cubierta de aterrizaje. Las de la superestructura se quedarían donde estaban. Primero guardaron las antenas en las amplias bodegas de almacenamiento. Después empujaron hasta allí los remolques, dejando la cubierta de aterrizaje totalmente desocupada.
En la base naval de Subic Bay, el comandante del Newport News, junto con el segundo comandante y el oficial de artillería, estudió las misiones del siguiente mes. Su buque era uno de los últimos cruceros auténticos que quedaban en el mundo, con cañones de ocho pulgadas que muy pocos tenían. Eran cañones semiautomáticos que cargaban la pólvora con cilindros metálicos de cartuchos que sólo diferían por el tamaño de los que un cazador de venados utilizaría en su Winchester 30–30. El Newport News, capaz de alcanzar casi las veinte millas, podía disparar un sorprendente volumen de fuego, tal como había podido comprobar apenas dos semanas atrás, para su desgracia, un batallón del ejército norvietnamita. Cincuenta descargas por cañón y minuto. El cañón central de la torreta número dos estaba dañado y, por tanto, el crucero sólo podría colocar cuatrocientas descargas por minuto en un blanco, si bien ello equivaldría a una serie de bombas de cincuenta toneladas. La misión del crucero, según le acababan de comunicar al capitán, era atacar ciertas baterías antiaéreas de la costa vietnamita. Al capitán le habría gustado entrar por la noche en el puerto de Haifong.
—Este chico parece saber lo que se lleva entre manos… por lo menos, de momento —comentó el general Young hacia la una y cuarto.
—Es mucho pedirle que haga algo así la primera noche, Marty —replicó Dutch Maxwell.
—Pero bueno, Dutch, si quieres jugar con mis marines…
Así era Young. Todos eran «sus» marines. Había sobrevolado Guadalcanal con Foss, había cubierto el regimiento de Chesty Puller en Corea y era uno de los hombres que habían perfeccionado el apoyo aéreo directo hasta convertirlo en un arte.
Se encontraban en lo alto de la colina que daba al emplazamiento que Young acababa de levantar. Quince marines de reconocimiento se hallaban diseminados por las laderas para detectar y eliminar a Clark en cuanto este empezara a subir hacia el punto que le habían indicado. Hasta el general Young lo consideraba una prueba excesivamente dura tratándose del primer día de Clark en el equipo, pero Jim Greer se había deshecho en elogios hablando de él y convenía que le bajaran un poco los humos. Con eso Dutch Maxwell también estaba de acuerdo.
—Cochina manera de ganarse la vida —comentó Maxwell, que contaba en su haber con mil setecientos aterrizajes en portaviones.
—Leones, tigres y osos —dijo Young, soltando una carcajada.
La verdad es que no espero que lo consiga la primera vez. Tenemos gente muy buena en nuestro equipo, ¿no es cierto, Irvin?
—Sí, señor —contestó el sargento de artillería.
—¿Y qué opina de Clark? —preguntó Young.
—Parece que conoce el negocio, señor —reconoció Irvin—. Está en bastante buena forma para ser un civil… y me gustan sus ojos.
—¿Ah, sí?
—¿No se ha dado usted cuenta, señor? Tiene unos ojos terriblemente fríos. Seguramente le sobra experiencia. —Hablaban en susurros. Kelly tenía que llegar hasta ellos, pero no querían que sus voces le facilitaran la tarea y tampoco querían añadir ruidos extraños capaces de enmascarar los rumores de los bosques—. Pero esta noche no le va a servir de nada. Les he dicho a mis hombres lo que les ocurrirá si Clark logra atravesar la línea al primer intento.
—¿Es que ustedes los marines no saben jugar limpio? —protestó Maxwell, esbozando una invisible sonrisa.
Irvin supo dar la respuesta.
—Señor, «limpio» para mí significa que todos mis marines regresen vivos. Y los demás que se vayan al infierno, con perdón, señor.
—Es curioso, sargento, pero esa ha sido siempre también mi definición de «limpio».
«Este tipo hubiera sido un comandante en jefe estupendo», pensó Maxwell.
—¿Ha seguido usted las finales de béisbol, Marty?
Se empezaban a relajar. No había manera de que Clark consiguiera su objetivo.
—Creo que los Orioles serán bastante duros.
—Señores, estamos perdiendo la concentración —terció diplomáticamente Irvin.
—Muy cierto. Discúlpenos, se lo ruego —contestó el general Young.
Ambos oficiales de alta graduación enmudecieron mientras las manecillas luminosas de sus relojes de pulsera se iban acercando a las tres en punto, la hora acordada del término de la operación. Durante una hora no oyeron hablar y ni siquiera respirar a Irvin. Para el general fue una experiencia muy agradable, pero no así para el almirante, el cual no era aficionado a los bosques llenos de insectos que chupaban la sangre y probablemente de serpientes y toda suerte de alimañas desagradables con las que uno no solía tropezarse en la cabina de un avión de combate. Se oía el susurro de la brisa entre los pinos, el vuelo de los murciélagos y las lechuzas y de otras criaturas voladoras nocturnas, y poco más. Al final los relojes marcaron las 2.55. Marty Young se levantó y se desperezó, buscando un cigarrillo en el bolsillo.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? Necesito fumar un poco —murmuró una voz.
—Aquí tiene, marine —dijo el magnánimo general Young, alargando la mano en medio de la oscuridad. De pronto, pegó un salto hacia atrás—. ¡Mierda!
—Personalmente, mi general, yo creo que Pittsburgh va a ser muy duro este año. Los Orioles están un poco flojos en los lanzamientos.
—Kelly dio una calada al cigarrillo sin inhalar el humo y lo arrojó al suelo.
—¿Cuánto rato lleva aquí? —preguntó Maxwell.
—¡Leones y tigres y osos! —dijo Kelly, imitando su voz—. Le he «matado» a usted sobre la una y media, señor.
—¡Menudo cabrón! —exclamó Irvin—. Me ha matado a mí.
—Y usted ha tenido la amabilidad de estarse quieto.
Maxwell encendió la linterna. El señor Clark —el vicealmirante había decidido cambiarle también mentalmente el nombre al chico— se encontraba allí de pie con una navaja de goma en la mano y la cara pintarrajeada de verde y negro. Por primera vez desde la batalla de Midway, su cuerpo se estremeció de miedo. Una sonrisa iluminó el rostro de Kelly mientras este se guardaba la «navaja» en el bolsillo.
—¿Cómo demonios lo ha conseguido? —preguntó Maxwell.
—Creo que lo he hecho bastante bien, vicealmirante. —Kelly rio por lo bajo mientras cogía la cantimplora que le ofrecía Marty Young. —Si se lo dijera, señor, todo el mundo podría hacerlo, ¿no cree?
Irvin se levantó y se acercó al civil.
—Señor Clark, creo que nos será de utilidad.