XX. DESPRESURIZACIÓN

Eran más de las cuatro cuando Kelly llegó al puerto deportivo. Dio marcha atrás con el Scout hasta el remolque de su embarcación y bajó para abrir la escotilla de carga, tras comprobar que no había fisgones en la oscuridad.

—Salta —le dijo a Billy, y este obedeció.

Kelly lo empujó a bordo y lo condujo al compartimento principal. Una vez allí, sacó unas sólidas esposas marineras y le sujetó las muñecas a unas argollas de la cubierta. Diez minutos después, abandonó la bahía lanzando un suspiro de alivio.

Kelly estaba cansado. Sacar a Billy del Volkswagen y meterlo en el Scout le había costado más de lo previsto, y menos mal que no lo había visto el repartidor de los periódicos que dejaba los paquetes en las esquinas. Se acomodó en el asiento de la cabina de mandos, bebiendo café y estirando las piernas para que su cuerpo se recuperara un poco.

Había apagado las luces para navegar tranquilamente. A babor divisó una media docena de embarcaciones de carga fondeadas en la terminal marítima de Dundalk, pero apenas se observaba movimiento. En momentos como aquel, el mar siempre lo relajaba. No soplaba brisa y la superficie era como un ondulado espejo que danzaba con las luces de la orilla. Las luces verdes y rojas de las boyas parpadeaban, señalando la situación de los peligrosos bajíos. El Springer pasó por delante de Fort Carroll, un achaparrado octógono de piedra gris construido por el teniente Robert E. Lee del cuerpo de ingenieros del ejército de Estados Unidos, que hasta apenas sesenta años atrás había utilizado rifles de doce pulgadas. Los fuegos de tono anaranjado de la siderúrgica Betlehem de Sparrow’s Point brillaban hacia el norte. Los remolcadores, con sus motores diesel rugiendo, empezaban a salir para ayudar a los barcos a abandonar sus fondeaderos o a atracar. La quietud resultaba reconfortante, tal como tenía que ser al comienzo de un nuevo día.

—¿Quién puñeta es usted? —preguntó Billy, zafándose de su mordaza. Tenía los brazos atados a la espalda, pero le habían quitado las ataduras de las piernas y estaba sentado en el suelo del compartimiento principal.

Kelly bebió un sorbo de café y dejó que sus cansados brazos se relajaran sin prestar atención a las palabras que oía a su espalda.

—¡He dicho que quién puñeta es usted! —exclamó Billy.

Iba a ser un día muy caluroso. El cielo estaba despejado, no había nubes y sí muchas estrellas. No era probable que se desencadenara una tormenta, pero la temperatura exterior sólo había bajado a veintisiete grados, lo cual no presagiaba nada bueno cuando el ardiente sol de agosto lo iluminara todo con sus rayos.

—¡Oiga, imbécil, quiero saber quién puñeta es usted!

Kelly se removió ligeramente en el ancho asiento mientras bebía otro sorbo de café. Su rumbo era uno–dos–uno, siguiendo como de costumbre el extremo sur del canal. Un remolcador brillantemente iluminado, que seguramente procedía de Norfolk, remolcaba un par de barcazas, pero la oscuridad impedía ver qué carga transportaban. Kelly observó que las luces estaban debidamente colocadas, lo cual complacería sin duda a la Guardia Costera, que no siempre estaba conforme con la actuación de los remolcadores de la zona. Kelly se preguntó qué clase de vida sería eso de remolcar barcazas en la bahía. Tenía que ser bastante aburrido pasarse el día haciendo siempre lo mismo, arriba y abajo, al norte y al sur, a una velocidad constante de seis nudos, contemplando siempre el mismo panorama. Pero el trabajo estaba bien remunerado, por supuesto. Un capitán, un segundo de a bordo, un ingeniero y un cocinero… tenía que haber un cocinero. Quizá uno o dos marineros de cubierta. Kelly no estaba muy seguro. Todos cobraban los sueldos fijados por el sindicato, y no estaban nada mal.

—Oiga, no sé qué coño ocurre, pero seguro que podemos arreglarlo.

Las maniobras debían de ser muy complicadas, sobre todo cuando soplaba viento y había que remolcar las barcazas hasta los fondeaderos. Pero aquel día no habría viento y el calor sería infernal. Kelly inició el viraje hacia el sur al pasar por delante de Bodkin Point y vio las luces rojas parpadeando en las torres del Bay Bridge de Annapolis. Los primeros resplandores del alba iluminaban el horizonte oriental. El espectáculo resultaba un poco triste. Las dos últimas horas que precedían al amanecer eran las mejores del día, pero muy pocos lo sabían apreciar. La gente casi nunca se enteraba de lo que ocurría alrededor. Kelly creyó ver algo, pero el cristal le entorpecía la visión, por lo que abandonó la cabina de mando y salió a cubierta. Cogió sus prismáticos y el micrófono de su radio.

—Yate Springer llamando a patrullera cuarenta y uno, cambio.

—Aquí patrullera, Springer. Habla Portazgo. ¿Qué haces levantado tan temprano, Kelly? Cambio.

—Transportando mi mercancía por mar, Oreza. ¿Y tú qué excusa tienes? Cambio.

—Rescatando a marinos inexpertos como tú y entrenándome un poco para no perder la costumbre. Cambio.

—Me alegro, marinero. Si empujas esa especie de palanca hacia atrás, esa que suele ser puntiaguda, podrás aumentar la velocidad. Y la parte puntiaguda sigue la misma dirección que tú trazas con el timón… ya sabes, girando a la izquierda para ir a la izquierda y a la derecha para ir a la derecha. Cambio.

Kelly oyó las risas a través del circuito de frecuencia modulada.

—Tomo nota, Springer, y pasaré la información a mi tripulación. Gracias por el consejo. Cambio.

Tras ocho horas de navegación, la tripulación de la patrullera 41 estaba agotada y apenas hacía nada. Oreza le encomendó el timón a un joven piloto y, apoyado en el mamparo de la cabina, bebió un sorbo de café mientras jugueteaba con el micrófono de la radio. 397.

—¿Sabes una cosa, Springer? Esta clase de bromas no se las suelo aguantar a casi nadie. Cambio.

—Un buen marinero respeta a los que saben más que él, guardacostas. Oye, ¿es cierto que vuestras embarcaciones tienen ruedas en la quilla? Cambio.

—¡Toma ya! —comentó uno de los nuevos aprendices.

—Negativo, Springer. Sacamos las ruedas de adiestramiento cuando los gilipollas de la Armada abandonan el astillero. No nos gusta que os mareéis con sólo mirarlas. Cambio.

Kelly soltó una carcajada y modificó el rumbo a babor para no acercarse demasiado a la pequeña embarcación.

—Me alegra saber que las aguas de nuestro país se encuentran en buenas manos, guardacostas, sobre todo los fines de semana.

—¡Ten cuidado, Springer, si no quieres que te envíe a un inspector!

—¿Así gastáis el dinero de mis impuestos?

—Me fastidia desperdiciarlo.

—Bueno, guardacostas, sólo quería asegurarme de que estabais despiertos.

—Te lo agradezco. La verdad es que nos habíamos quedado un poco dormidos. Menos mal que hay por ahí buenos profesionales que siempre nos echan una mano.

—Que los vientos te sean propicios, Oreza.

—Lo mismo te digo, Kelly. Cambio.

La frecuencia radiofónica empezó a registrar las habituales interferencias.

Mejor, pensó Kelly. No le hubiera hecho ninguna gracia que Oreza se acercara en aquellos momentos para hablar un rato cara a cara. Kelly dejó la radio y volvió a bajar. Ahora el horizonte oriental había adquirido un tinte rosa–anaranjado. Faltaban unos diez minutos para que saliera el sol.

—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Billy.

Kelly volvió a llenarse la taza de café y comprobó el piloto automático. Hacía mucho calor y se quitó la camisa. Bajo la pálida luz del amanecer, las cicatrices de su espalda provocadas por aquella escopeta de caza con ocasión de la encerrona resultaban visibles. Se produjo un silencio puntuado por una respiración profunda.

—Tú eres…

Kelly se volvió y miró al hombre desnudo y encadenado.

—Exacto.

—Yo te maté —añadió Billy. No se lo habían confirmado, pues Henry no lo consideró necesario.

—¿Tú crees? —dijo Kelly, apartando nuevamente la cara.

Uno de los motores diesel se estaba calentando más que el otro. Tomó nota de la necesidad de comprobar el sistema de refrigeración en cuanto hubiera resuelto los restantes asuntos que tenía entre manos. Por lo demás, la embarcación funcionaba como siempre, balanceándose sobre el casi inexistente oleaje y navegando a una velocidad de veinte nudos con la proa eficazmente levantada en un ángulo de unos quince grados. Volvió a desperezarse y a contraer los músculos para que Billy viera las cicatrices y lo que había debajo.

—Conque es eso… Ella nos contó sobre ti antes de que la liquidáramos.

Kelly examinó el tablero de instrumentos y estudió la carta mientras la embarcación se acercaba al Bay Bridge. Pronto pasaría al lado oriental del canal. Consultaba el reloj de la embarcación, que él consideraba un cronómetro, una vez cada minuto.

—Pam era una tía estupenda. Lo fue hasta el final —intentó Billy—. Pero no era muy lista.

Una vez superado el Bay Bridge, Kelly desconectó el piloto automático y viró diez grados a babor. No había mucho tráfico marítimo a aquella hora de la mañana, pero, aun así, tuvo cuidado antes de iniciar la maniobra. Unas luces de situación en el horizonte anunciaron el acercamiento de un buque mercante que probablemente se encontraba a media milla de distancia. Kelly hubiera podido encender el radar para comprobarlo, pero, dadas las condiciones meteorológicas, no era necesario.

—¿Te contó lo de las huellas de la pasión? —preguntó Billy con tono burlón.

No vio las manos de Kelly asiendo con fuerza el timón.

«Las marcas en los pechos parecen hechas con alicates corrientes», decía el informe del forense. Kelly se había aprendido de memoria todas las palabras de la seca fraseología médica con tanta precisión como si las hubiera grabado con un punzón de diamante en una plancha de acero. Se preguntó si los médicos habían experimentado lo mismo que él. Probablemente sí. Probablemente su rabia se ponía de manifiesto en el frío desinterés de sus notas. Los profesionales eran así.

—Ella habló, ¿sabes?, y nos lo contó todo. Cómo la elegiste, las fiestas a las que ibais. Todo eso se lo enseñamos nosotros, para que te enteres. ¡Estás en deuda con nosotros! Antes de escapar, folló con todos nosotros, tres o cuatro veces con cada uno, y apuesto a que eso no te lo dijo. Se pasó de lista. No imaginó que todos queríamos joder un poco más con ella.

«0+, 0-, AB+», pensó Kelly. El grupo sanguíneo o era el más común, lo cual significaba que podían haber sido más de tres. Los signos + y - se referían a algo llamado factor RH. Kelly sabía que a veces tenía importancia en las mujeres embarazadas, pero nada más. «¿Y tú de qué grupo sanguíneo eres, Billy?».

—No era más que una puta. Guapa, desde luego, pero una pequeña puta de mierda. Así murió, ¿sabes? Murió mientras follaba con un tío. La estrangulamos, pero ella siguió meneando el trasero hasta el momento en que la cara se le puso morada. Fue muy divertido —añadió Billy, esbozando una sonrisa que Kelly no quiso ver—. Yo también me divertí mucho con ella… ¡La follé tres veces, tío! Le hice daño, mucho daño, ¿me oyes?

Kelly abrió la boca para respirar hondo, evitando contraer los músculos. Se había levantado un poco de viento y la embarcación se balanceaba unos cinco grados a derecha e izquierda de la vertical, contribuyendo con su suave movimiento a serenar su espíritu.

—No sé a qué viene todo esto. No es más que una puta muerta y, encima, una puta drogadicta. Podríamos llegar a un acuerdo si no fueras tan idiota. En la casa había setenta de los grandes, memo. ¡Setenta de los grandes!

Billy desistió al ver que sus palabras no surtían efecto. Sin embargo, estaba seguro de que había conseguido sacarlo de quicio.

Así que agregó:

—Lo malo es que necesitaba drogarse. Si ella hubiera ido a otro sitio en busca de droga, jamás os hubiéramos visto. Tú también la cagaste, recuérdalo.

«Sí, lo recuerdo».

—Fuiste un estúpido. ¿Es que no sabias que hay teléfonos? Pero cuando se nos estropeó el coche llámanos a Burt, cogimos su coche y empezamos a circular por allí. Te vimos claramente en aquel jeep. Debías de estar loco por la chica.

«¿Teléfonos? ¿Algo tan simple había sido la causa de la muerte de Pam?», pensó Kelly. Esta vez contrajo los músculos. «Maldito idiota». Encorvó los hombros un instante al percatarse de lo estúpido que había sido y de la inutilidad de su venganza. Pero, por muy inútiles que fueran sus esfuerzos, seguiría hasta el final, pensó, irguiendo el tronco en el asiento.

—Hay que ser tonto de remate para quedarse en el interior de un automóvil tan a la vista —añadió Billy al ver que sus comentarios empezaban a hacer mella. Tal vez ahora podría iniciar las negociaciones—. Me sorprende que estés vivo… y que conste que no fue nada de tipo personal. A lo mejor no sabías la clase de trabajo que ella nos hacía. Comprenderás que no podíamos soltarla con todo lo que sabía. Pero te lo puedo compensar. ¿Quieres que hagamos un trato?

—¿Os dijo que intentábamos comprar un poco de droga? ¿Eso fue lo que os dijo? —preguntó Kelly, clavando los ojos en los de Billy.

—Pues sí. —Billy empezó a relajarse y se quedó perplejo al ver que Kelly se echaba a llorar delante de él. A lo mejor, pensó, ahora era la ocasión de salir de su apuro—. Tranquilo, tío. Oye, de veras lo siento —dijo—. Tuviste mala suerte, admítelo.

«¿Mala suerte yo?». Kelly cerró los ojos a escasos centímetros del rostro de Billy. «Dios mío, ella me protegió. Incluso cuando yo le fallé, siguió tratando de protegerme. Ni siquiera sabía si yo estaba vivo o no, pero mintió para protegerme». Fue algo superior a sus fuerzas y tardó varios minutos en recuperar la compostura. Pero eso también tuvo su finalidad. Los ojos se le secaron al cabo de un rato y, mientras se enjugaba las lágrimas, borró también de su mente todo vestigio de sentimiento humano hacia su huésped.

Kelly se levantó y regresó al asiento de la cabina de mando. Ya no quería ver el rostro de aquel pequeño hijo de puta. Temía perder los estribos y no podía correr ese riesgo.

—Tom, creo que tienes razón —dijo Ryan.

Richard Oliver Farmer, según su carnet de conducir —se habían comprobado sus antecedentes y nunca había sido detenido, aunque tenía en su haber una larga lista de infracciones de tráfico—, tenía veinticuatro años y ya no cumpliría ninguno más. Había muerto a causa de herida de arma blanca que le había traspasado el pericardio, atravesándole el corazón de parte a parte. El tamaño de la herida indicaba que el atacante había retorcido la hoja todo lo que el espacio intercostal le había permitido. Era una herida muy grande causada por una hoja de unos cinco centímetros de anchura. Otros detalles adicionales lo confirmaban.

—No fue muy inteligente —comentó el forense.

Ryan y Douglas asintieron. Farmer llevaba una camisa blanca de algodón con cuello abrochado. Una chaqueta de traje colgaba del tirador de una puerta. El asesino había limpiado la hoja en la camisa. Por lo visto tres veces, y una de ellas había dejado una huella permanente de la navaja, marcada en la sangre de la víctima, la cual llevaba un revólver en el cinto pero no había tenido tiempo de utilizarlo. Otra víctima de la habilidad y la sorpresa, pero esta vez con menos circunspección. El más joven de los investigadores señaló una de las manchas con un lápiz.

—¿Sabes qué es eso? —preguntó Douglas, respondiendo él mismo a su propia pregunta—. Es una Ka–Bar, un cuchillo de combate de la Armada. Yo tengo uno.

—Buen filo —dijo el forense—. Un corte muy limpio, casi quirúrgico. Debió de partir el corazón casi por la mitad. Penetró en sentido horizontal, sin chocar contra las costillas. Casi todo el mundo cree que el corazón está a la izquierda. Nuestro amigo estaba muy bien informado. Una sola herida. Sabía bien lo que hacía.

—Uno más, Em. Nuestro amigo se acercó y lo liquidó con tal rapidez…

—Sí, Tom, ahora te creo.

—Ryan asintió con la cabeza y subió al piso de arriba para reunirse con los restantes investigadores del equipo.

En el dormitorio de la parte anterior de la casa había un montón de ropa de hombre y una bolsa de tela con una elevada suma de dinero en efectivo, un arma de fuego y una navaja. Un colchón con manchas de semen, algunas todavía húmedas. Y un bolso de mujer. Los miembros más jóvenes del equipo se encargarían de catalogar las pruebas. Grupos sanguíneos de las manchas de semen. Identificación completa de las tres personas —suponían que eran tres— que habían estado allí. Incluso el automóvil de la calle. Por fin, algo que parecía un caso normal de asesinato. Habría huellas digitales por toda la casa. Los fotógrafos habían gastado una docena de carretes. Pero para Ryan y Douglas en cierto modo el asunto ya estaba resuelto.

—¿Conoces a este tal Farber de la Hopkins?

—Sí, Em, trabajó en el caso Gooding con Frank Allen. Yo fijé la fecha. Un tío muy inteligente —reconoció Douglas—. Un poco raro, pero inteligente. Tengo que ir a los juzgados esta tarde, no lo olvides.

—De acuerdo, ya me las arreglaré. Te debo una cerveza, Tom. Este lo has resuelto antes que yo.

—Gracias. A lo mejor, algún día también podré llegar a teniente. Ryan soltó una carcajada y cogió un cigarrillo mientras bajaba por la escalera.

—¿Vas a oponer resistencia? —preguntó Kelly con una sonrisa. Acababa de regresar al compartimiento principal tras haber amarrado la embarcación.

—¿Y por qué tendría que ayudarte? —replicó Billy con tono que él consideró de desafío.

—Muy bien. —Kelly extrajo la Ka–Bar y la acercó a una parte especialmente sensible del cuerpo de su prisionero—. Podemos empezar ahora mismo si quieres.

Billy se estremeció.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

—Muy bien. Quiero que aprendas algo de esta experiencia. No quiero que vuelvas a hacerle daño a una chica nunca más.

Kelly, de pie junto a Billy, soltó la cadena de las esposas sin desatarle los brazos.

—¡Vete a la mierda! ¡Me vas a matar y yo no pienso decirte nada!

Kelly le obligó a dar la vuelta para mirarle a los ojos.

—No voy a matarte, Billy. Abandonarás esta isla vivo, te lo prometo.

La perplejidad de su rostro fue lo bastante divertida como para que Kelly sonriera levemente por espacio de un segundo. Pero después sacudió la cabeza y pensó que se estaba adentrando por un estrecho camino entre dos pendientes igualmente peligrosas, en cuyos dos extremos le esperaba una locura de dos clases distintas, pero igualmente destructivas. Tenía que distanciarse de la realidad del momento sin separarse totalmente de ella. Kelly lo ayudó a descender de la embarcación y le acompañó hacia el búnker–taller.

—¿Tienes sed?

—Y además tengo que mear.

Kelly le llevó a una pequeña extensión de césped.

—Adelante —le dijo, quedándose de pie.

A Billy no le gustaba ir desnudo en presencia de otro hombre y tanto menos en situación de inferioridad. Ahora ya no hacía ningún intento de conversar con Kelly o, por lo menos, no encontraba la manera de hacerlo. Era un cobarde y había tratado de consolidar su hombría, hablando no tanto con Kelly, sino consigo mismo mientras describía el papel que había desempeñado en la muerte de Pam y creaba una ilusión de poder en unos momentos en que tal vez el silencio le hubiera salvado la vida. Pero sí hubiera podido suscitar alguna duda, sobre todo si hubiera poseído la suficiente inteligencia como para contar una buena historia. Por desgracia, la cobardía y la estupidez solían ir de la mano.

Kelly abrió la puerta. Después encendió las luces y le empujó al interior. Parecía, y era efectivamente, un cilindro de acero de cincuenta y cinco centímetros de diámetro y descansaba sobre unas patas con grandes ruedas de hierro. La compuerta de acero del extremo colgaba de la bisagra.

—Vas a entrar ahí dentro —le dijo Kelly.

—¡Y una mierda!

Otra vez el desafío. Kelly le golpeó la nunca con el mango de la Ka–Bar. Billy cayó de rodillas.

—De la manera que sea, vas a entrar… tanto si tengo que hacerte un buen tajo como si no, me da igual —mintió, y surtió efecto. Lo levantó por el cuello y le introdujo la cabeza y los hombros por la abertura—. No te muevas.

Fue más fácil de lo que esperaba. Kelly soltó las esposas de Billy. Percibió la emoción de su prisionero, creyendo que tenía una posibilidad, pero un golpecito con el cuchillo en el lugar adecuado indujo a Billy a no retroceder ni ofrecer resistencia. Billy era demasiado cobarde como para aceptar el precio del dolor a cambio de una posibilidad de huida. Tembló, pero no se resistió.

—¡Adentro, cabrón!

Un empujón le facilitó la tarea. En cuanto sus pies cruzaron el borde, Kelly levantó la compuerta y la colocó en su sitio. Después se retiró y apagó la luz. Necesitaba comer un poco y echar una cabezadita. Billy podría esperar. La espera serviría para domesticarlo.

—¿Diga? —La voz parecía preocupada.

—Sandy, soy John.

—¡John! Pero ¿qué ocurre?

—¿Cómo está?

—¿Te refieres a Doris? Ahora duerme. John, ¿quién… quiero decir, qué le ha pasado?

Kelly apretó con fuerza el auricular.

—Sandy, quiero que me escuches con atención, ¿de acuerdo? Es muy importante.

—Dime.

Sandy se encontraba en la cocina de su casa, con los ojos clavados en una cafetera. Fuera podía oír a los niños del barrio jugando al béisbol en un solar. Aquella consoladora normalidad se le antojaba en esos momentos algo extremadamente lejano.

—Primero, no digas a nadie que ella está ahí. Y menos que a nadie a la policía.

—John, está gravemente herida y enganchada a los drogas y probablemente tiene serios problemas de salud. Tengo que…

—Pues entonces ponte en contacto con Sam y Sarah. No hables con nadie más. ¿Me has entendido, Sandy? Nadie más. Sandy…

—Kelly vaciló. Le costaba decírselo, pero tenía que dejarlo bien claro. —Sandy, te he puesto en situación de peligro. La gente que le ha hecho daño a Doris es la misma que…

—Lo sé, John. Ya lo suponía. —El rostro de Sandy mostraba una expresión impasible, pero ella también había visto la fotografía del cuerpo de Pamela Starr Madden—. John, me ha dicho que tú… que tú… has matado a un hombre.

—Sí, es cierto.

Sandra O’Toole no se sorprendió. Ya lo había adivinado, pero el hecho de oírselo decir a él… y la forma en que lo dijo… Serena y desapasionadamente. «Sí, es cierto». ¿Has sacado el cubo de la basura? Sí, es cierto.

—Sandy, esta gente es muy peligrosa, ¿comprendes? Pude dejar a Doris allí… pero me resultó imposible. Maldita sea, Sandy, ¿has visto lo que le han…?

—Si.

Hacia mucho tiempo que Sandy no trabajaba en una sala de urgencias y ya casi había olvidado las cosas terribles que solían hacerse las personas.

—Sandy, no sabes cuánto lamento que…

—Ya está hecho, John. Me encargaré de todo, no te preocupes.

Kelly permaneció un instante callado, absorbiendo la fuerza que la voz de Sandy le transmitía. Puede que esa fuera la diferencia entre ambos. Su instinto lo llevaba a salir en busca de las personas que cometían maldades y a darles su merecido. A buscar y a destruir. El instinto de Sandy la llevaba a proteger de otra manera. La ex Foca pensó que, a lo mejor, la fuerza de Sandy era superior a la suya.

—Tendré que proporcionarle atención médica.

Sandy pensó en la chica que estaba descansando en la habitación del piso de arriba. La había ayudado a lavarse y se había horrorizado al ver las señales de malos tratos que tenía en el cuerpo. Pero lo peor eran sus ojos sin vida y sin siquiera el destello de desafío que ella solía ver en la mirada de los pacientes, incluso de los que ya habían perdido la batalla por la vida. A pesar de los muchos años que llevaba trabajando en la unidad de enfermos graves, jamás había visto destruir deliberadamente a una persona con sádica malicia, convirtiéndola en una piltrafa física y psíquica. Y ahora ella misma podía ser el objetivo de aquellas personas, pensó Sandy. Sin embargo, el aborrecimiento que le inspiraban era superior al miedo.

Kelly temía lo contrarío.

—De acuerdo, Sandy, pero, por favor, ten mucho cuidado. Prométeme que tendrás cuidado.

—Lo tendré. Voy a llamar al doctor Rosen. —Hizo una pausa—. ¿John?

—¿Sí, Sandy?

—Eso que haces está… está muy mal, John —dijo ella, lamentando tener que decirlo.

—Lo sé.

Sandy cerró los ojos y evocó a los niños jugando al béisbol en la calle. Después vio mentalmente el rostro de John, dondequiera que estuviera, e imaginó su expresión. Ahora no tenía otro remedio que añadir otra cosa. Respiró hondo y lo dijo:

—Pero ya no me importa. Lo comprendo, John.

—Gracias —dijo Kelly en un susurro—. ¿Cómo estás?

—No te preocupes por mí.

—Iré en cuanto pueda. No sé qué vamos a hacer con ella…

—De eso me encargo yo. Cuidaremos de ella. Ya se nos ocurrirá algún remedio.

—De acuerdo. Oye, Sandy.

—¿Qué, John?

—Gracias.

La línea enmudeció.

«Bienvenido», pensó Sandy, colgando el teléfono. Era un hombre muy extraño. Acababa con la vida de sus semejantes y lo hacía con una crueldad que ella desconocía y que él admitía sin la menor emoción. Y, sin embargo, había arriesgado su vida para rescatar a Doris. Ahora lo comprendía todo, pensó Sandy, Y marcó un número.

El doctor Sidney Farber era exactamente como Emmet Ryan lo había imaginado: unos cuarenta años, bajito, con barba, judío, fumador de pipa. No se levantó al ver entrar al investigador sino que se limitó a indicarle un sillón con un gesto de la mano. Antes del almuerzo, Ryan había enviado al psiquiatra unos fragmentos del expediente y estaba claro que el médico los había leído. Los tenía encima de su escritorio, formando dos hileras.

—Conozco a su compañero Tom Douglas —dijo Farber, dando unas caladas a la pipa.

—Sí, señor. Me comentó que su labor en el caso Gooding fue muy eficiente.

—El señor Gooding estaba muy enfermo. Espero que lo sometan al tratamiento que necesita.

—¿Y ese también está muy enfermo? —preguntó el teniente Ryan.

Farmer levantó la vista.

—Está tan sano como nosotros… yo diría que mucho más desde el punto de vista físico. Pero eso no es lo más importante. Lo importante es lo que usted acaba de decir. «Este». Da por sentado que el asesino de todos esos casos es uno solo. Dígame por qué. El psiquiatra se reclinó contra el respaldo de su sillón.

—Al principio no lo creía. Tom se dio cuenta antes que yo. Es por la habilidad que supone.

—Exacto.

—¿Nos enfrentamos a un psicópata?

Farber sacudió la cabeza.

—No. El verdadero psicópata es incapaz de afrontar la vida. Ve la realidad de una forma muy excéntrica e individualista, una forma que generalmente difiere mucho de la nuestra. En casi todos los casos dicho trastorno se manifiesta de una manera muy clara y fácilmente identificable.

—Pero Gooding…

—El señor Gooding es lo que se llama… hay un nuevo término para describirlo, «psicópata organizado».

—Sí, de acuerdo, pero sus vecinos no lo veían así.

—Cierto, pero el trastorno del señor Gooding se manifestaba en la truculencia con que mataba a sus víctimas. Sin embargo, en estos asesinatos no hay ningún aspecto ritual. No ha habido mutilaciones. Y no hay connotaciones sexuales… las más habituales como usted sabe, son los cortes en el cuello. No. —Farber volvió a menear la cabeza—, este individuo va al grano. Sus actos no le producen ninguna liberación emocional. Mata a la gente y lo hace por un motivo probablemente lógico, por lo menos para él.

—¿Por qué, entonces?

—Evidentemente no para robar. Se trata de otra cosa. Es un hombre resentido, pero yo he conocido a muchas personas así.

—¿Dónde? —preguntó Ryan.

Farber le indicó la pared del otro lado. En un marco de roble se veía un trozo de terciopelo rojo con una placa de combatiente de infantería, unas alas del cuerpo de paracaidistas y una linterna de comando.

El investigador no pudo disimular su asombro.

—En realidad, fue una estupidez —explicó Farber con tono casi de disculpa. El pequeño judío quería demostrar que era un tipo duro. Esbozó una sonrisa—. Y creo que lo conseguí…

—A mí tampoco me gustó demasiado Europa, pero es que no vi la parte bonita.

—¿Unidad?

—La compañía Easy, segunda de la quinientos seis.

—Aerotransportada. Ciento uno, ¿verdad?

—Exactamente, doctor —contestó el policía, confirmando que él también había sido en otros tiempos un joven tan alocado como el médico y recordando lo delgado que estaba cuando saltaba desde los C–47. Me lancé sobre Normandía y Eindhoven.

—¿Y Bastogne?

Ryan asintió con la cabeza.

—No fue muy divertido, pero por lo menos nos llevaron en camión.

—Bien, eso es lo que tenemos, teniente Ryan.

—Explíquese.

—Esa es la clave. —Farber tomó la transcripción de la entrevista con la señora Charles—. El disfraz. Tiene que ser un disfraz.

Hace falta un brazo muy fuerte para clavar un cuchillo en la base del cráneo. Seguro que no era un borracho. Los borrachos son débiles.

—Pero es que no encaja en el esquema —objetó Ryan.

—Yo creo que sí, pero no se nota. Retroceda en el tiempo, a la época en que usted servía en el ejército y era un miembro destacado de una unidad de élite. Allí reconocía los objetivos con mucha calma, ¿verdad?

—Así es —contestó el investigador.

—Aplique el mismo principio a la ciudad. ¿Qué es lo que hace? Se camufla. Y nuestro amigo decidió camuflarse de borracho. ¿Cuántas gente así hay por las calles? Sucios, malolientes e inofensivos excepto para los que son como ellos. Parecen invisibles y nadie se fija en ellos.

—Pero todavía no me ha…

—¿Cómo llega y se va? ¿Cree que va en autobús o en taxi?

—En automóvil.

—Un disfraz es de quita y pon.

—Farber tomó la fotografía del escenario del delito presenciado por la testigo Charles. —Se carga a dos individuos a dos manzanas de distancia, se aleja del lugar y se planta allí… ¿Por qué lo hace?

Ya tenían la respuesta: un espacio entre dos automóviles aparcados.

—¡Maldita sea! —exclamó Ryan—. ¿Qué otra cosa se me ha pasado por alto, doctor Farber?

—Llámeme Sid. No mucho más. El tipo es muy listo y cambia de método, pero este es el único caso en que dio rienda suelta a su furia. ¿Lo ve usted? Es el único crimen en que ha intervenido la cólera… exceptuando tal vez el de esta mañana, pero ese lo dejaremos aparte, de momento. Aquí se ve la rabia. Primero destroza a la víctima y después la mata de una forma especialmente difícil. ¿Por qué?

—Farber se detuvo y dio unas caladas a la pipa con expresión meditabunda. —Estaba enfadado, pero ¿por qué? Seguramente no fue un acto premeditado. La señora Charles no figuraba en sus planes. Por alguna razón se vio obligado a hacer algo que no entraba en sus planes y que provocó su cólera. Además, dejó que ella se fuera… sabiendo que le había visto.

—Todavía no me ha dicho…

—Es un combatiente veterano y está en muy buena forma. Lo cual significa que es más joven que nosotros y está altamente adiestrado. Ranger, Boina Verde o algo por el estilo.

—¿Y por qué lo hace?

—No lo sé. Eso se lo tendrá que preguntar a él, pero está claro que se toma las cosas con calma. Vigila a sus víctimas. Elige siempre la misma hora del día, cuando sus objetivos están cansados, hay menos tráfico y no corre tantas probabilidades de que lo vean. No los roba. Puede que se lleve el dinero, pero no es lo mismo. Y ahora háblenme del asesinato de esta mañana —pidió Farber con una amabilidad no exenta de cierta dureza.

—Ya tiene la fotografía. Había un montón de dinero en una bolsa del piso de arriba. Aún no lo hemos contado, pero hay por lo menos cincuenta mil dólares.

—¿Dinero procedente del tráfico de droga?

—Creemos que sí.

—¿Había otras personas allí? ¿Las secuestró?

—Creemos que dos. Un hombre con toda seguridad, y probablemente una mujer.

Farber asintió con la cabeza y dio unas caladas a la pipa.

—Bien. O esa es la persona que buscaba desde un principio o no es más que un paso hacia otra cosa.

—O sea que eliminó a los demás camellos para despistar. —Los dos primeros, los que dejó atados…

—Los interrogamos. —Ryan hizo una mueca—. Debimos haberlo comprendido. Fueron los únicos a los que no mató sin más. Lo hizo para disponer de más tiempo.

—Comprender las cosas cuando ya han ocurrido siempre es fácil —señaló Farber—. No se aflija demasiado. Parecía efectivamente un robo y usted no tenía ningún otro dato en que basarse. Cuando usted vino aquí, ya disponíamos de más información. —El psiquiatra se reclinó en su asiento y esbozó una sonrisa, mirando el techo. Le encantaba interpretar el papel de investigador—. Hasta que no ocurrió este de aquí… —rozó con la pipa las fotografías del último crimen— no tenía usted ninguna pista. Este es el que lo aclara todo. El sospechoso es un experto en armas. Utiliza tácticas. Sigue a sus víctimas como un cazador sigue a un venado. Cambia de método para desconcertar a la policía, pero hoy ha cometido un error. Se ha enfadado, tal como lo prueba el uso del cuchillo, y nos ha demostrado la clase de preparación que tiene limpiando inmediatamente la hoja.

—Pero usted dice que no está loco.

—No, dudo que sea un perturbado desde un punto de vista clínico. Es obvio que tiene un motivo. Las personas así son muy disciplinadas, tal como éramos usted y yo. La disciplina se pone de manifiesto en su actuación… pero la cólera también se evidencia en el porqué. Algo lo indujo a hacer lo que hizo.

—La mujer.

Farmer se sorprendió de la perspicacia del policía.

—¡Exactamente! Muy bien. ¿Por qué no la eliminó? Se mostró amable con ella. Permitió que se fuera… Es interesante… pero no basta para desentrañar el misterio.

—Pero sirve para establecer que no mata por gusto.

—En efecto. —Farber asintió con la cabeza—. Lo hace todo con una finalidad y tiene una preparación muy especializada que aplica a esa finalidad, que sin duda considera una auténtica misión. Hay un gato muy peligroso merodeando por las calles.

—Persigue a los traficantes de droga, eso está clarísimo —dijo Ryan—. El que… o los que secuestró…

—Si uno de ellos es una mujer, sobrevivirá. El hombre, no. El estado del cuerpo nos revelará si era el objetivo.

—¿Por la saña que demuestre?

—Se verá en seguida. Otra cosa. Si tenéis algunos agentes buscándole, recordad que es muy hábil en el manejo de las armas. Parecerá un tipo inofensivo. Evitará el enfrentamiento. No quiere equivocarse de persona; de no ser así, hubiera matado a la señora Charles.

—Pero si lo acorralamos…

—Mejor que no lo hagáis.

—¿Estás cómodo ahí dentro? —preguntó Kelly.

La cámara de recompresión era uno de los varios centenares de aparatos construidos para la Armada por la Dykstra Foundry and Tool Company de Houston, Texas, o eso por lo menos decía la placa. Fabricada en acero de alta calidad, estaba destinada a reproducir la presión de las inmersiones con escafandra. En un extremo había una ventanilla de plexiglás de triple panel de doce centímetros cuadrados. Incluso disponía de una pequeña antecámara neumática para poder introducir cosas como comida y bebida, y en el interior de la cámara había una lámpara de lectura de veinte vatios en un soporte protegido. Bajo la cámara se veía un potente compresor de aire alimentado por gasolina que se podía controlar desde un asiento plegable, al lado del cual se encontraban dos manómetros. Uno de ellos disponía de unos círculos concéntricos de milímetros y pulgadas de mercurio, libras por pulgada cuadrada, kilos por centímetro cuadrado y bares o múltiplos de la presión atmosférica normal, que era de 14,7 libras por pulgada cuadrada. El otro manómetro indicaba la profundidad equivalente del agua tanto en pies como en metros. Cada treinta y tres pies de profundidad simulada elevaba la presión atmosférica en 14,7 libras por pulgada cuadrada, o un bar.

—Mira, te diré todo lo que quieras saber… —oyó Kelly a través del sistema de comunicación.

—Sabía que acabarías viendo las cosas como yo las veo.

—Kelly tiró de la cuerda del motor y puso en marcha el compresor, asegurándose de que la válvula que había junto a los manómetros estaba herméticamente cerrada. Después abrió la válvula de presurización para que el aire del compresor pasara a la cámara mientras las agujas se movían lentamente en el sentido de las manecillas del reloj. —¿Sabes nadar?— preguntó Kelly, estudiando el rostro de su prisionero.

Billy levantó la cabeza, alarmado.

—Pero ¿qué…? Oye, no intentarás ahogarme, ¿eh, cabrón?

—No te preocupes. Bueno, ¿sabes nadar o no?

—Sí.

—¿Has practicado alguna vez el submarinismo sin escafandra?

—Nunca —contestó el perplejo distribuidor de droga.

—Pues ahora lo aprenderás. Tendrás que bostezar y protegerte los oídos para acostumbrarte a la presión —dijo Kelly, observando cómo la escala hidrométrica marcaba treinta pies.

—Oye, capullo de mierda, ¿por qué no me haces de una vez las malditas preguntas?

Kelly desconectó el sistema de comunicación. La voz de Billy denotaba desesperación. A Kelly no le agradaba hacer tanto daño a la gente y temió compadecerse de Billy. Colocó el manómetro a cien pies y cerró la válvula de presurización, dejando el motor en marcha. Mientras Billy se adaptaba a la presión, Kelly tomó una manguera y la acopló al tubo de escape del motor, sacándola fuera para arrojar a la atmósfera el monóxido de carbono. El proceso sería muy largo. Kelly estaba haciendo las cosas de memoria y no tenía prisa. A un lado de la cámara había una tabla de instrucciones muy útil, pero un tanto esquemática, cuya última línea remitía a un cierto manual de inmersión que Kelly no tenía. Últimamente había practicado muy poca inmersión y sólo había tomado parte en una labor en equipo, aquel numerito del petróleo allá en el Golfo… Pasó una hora arreglando las cosas alrededor de la máquina y alimentando sus recuerdos y su cólera antes de regresar a la silla plegable.

—¿Cómo te encuentras?

—De maravilla. —La voz sonaba bastante nerviosa.

—¿Ya estás listo para contestar a unas preguntas?

—Ya te he dicho que sí, pero ¡sácame de aquí, maldito gilipollas!

—Bueno, tranquilo. —Kelly tomó una tablilla sujetapapeles—. ¿Has sido detenido alguna vez, Billy?

—No.

Kelly advirtió cierto orgullo en la respuesta. Estupendo.

—¿Has servido en las fuerzas armadas?

—No. —Qué pregunta más estúpida.

—O sea que nunca has estado en la cárcel ni te han tomado las huellas digitales ni nada de eso, ¿verdad?

—Jamás. —La cabeza se movió al otro lado de la ventanilla.

—¿Y cómo puedo comprobar que me dices la verdad?

—¡Te la estoy diciendo, mamón!

—Probablemente sí, pero tengo que asegurarme, ¿comprendes?

—Kelly alargó la mano izquierda e hizo girar la válvula de la llave. El aire salió ruidosamente de la cámara mientras él observaba las válvulas de la presión.

Billy no sabía lo que iba a ocurrir y se llevó una desagradable sorpresa. Había pasado una hora rodeado de una cantidad de aire cuatro veces superior a la normal, pero su cuerpo se había adaptado a la situación. El aire aspirado a través de los pulmones, también presurizado, había pasado a la corriente sanguínea y ahora todo su cuerpo se encontraba a 58,8 libras por pulgada cuadrada de presión ambiental. Varias burbujas de gas, principalmente nitrógeno, se habían disuelto en su corriente sanguínea y, cuando Kelly hizo salir el aire de la cámara, las burbujas empezaron a hincharse. Los tejidos resistieron la presión aunque no del todo, por lo que las paredes de las células empezaron a expandirse y después, en algunos casos, a reventar. El dolor se inició en las extremidades, primero un dolor sordo y generalizado que rápidamente se transformó en la sensación más intensa y desagradable que Billy había experimentado. Se producía en oleadas, siguiendo exactamente el ritmo de los acelerados latidos de su corazón. Kelly escuchó el gemido que en seguida se convirtió en un grito. La presión era sólo de sesenta pies. Cerró la válvula de salida y abrió la de presurización. En un par de minutos, la presión bajó de nuevo a cuatro bares. La normalización de la presión alivió casi por completo el dolor, dejando sólo la sensación que suelen producir los ejercicios violentos. Billy no estaba acostumbrado a ello y el dolor no le resultaba tan gratificante como a los deportistas. Sus ojos desorbitados le hicieron comprender a Kelly que estaba muerto de miedo. Su expresión no era la propia de unos ojos humanos, lo cual le parecía muy bien.

Kelly volvió a conectar el sistema de comunicación.

—Eso es el castigo por una mentira. He considerado conveniente que lo supieras. Sigamos. ¿Has sido arrestado alguna vez, Billy?

—¡Qué no, cabrón, que no!

—¿Nunca estuviste en la cárcel ni te tomaron las huellas digitales…?

—Ya te he dicho que no, ni siquiera me han impuesto multas por exceso de velocidad.

—¿Y en las fuerzas armadas?

—¡Ya te he dicho que no!

—Muy bien, gracias. —Kelly examinó el primer grupo de preguntas—. Bien, ahora hablaremos de Henry y de su organización.

Estaba ocurriendo otra cosa que Billy no esperaba. A partir de unos tres bares, el nitrógeno que constituye la mayor parte del aire produce un efecto narcótico semejante al del alcohol y los barbitúricos. A pesar del miedo, Billy estaba experimentando también una sensación de euforia combinada con un deterioro de la capacidad de juicio, otro efecto de la técnica de interrogatorio que Kelly había elegido teniendo en cuenta la magnitud de las lesiones que podía provocar.

—¿Dejaron el dinero? —preguntó Tucker.

—Más de cincuenta mil dólares. Todavía los estaban contado cuando me fui —contestó Mark Charon.

Se encontraban en un cine y eran las únicas dos personas que ocupaban la fila. El detective observó que Henry no comía palomitas de maíz. Raras veces había visto a Tucker tan nervioso.

—Tengo que saber qué coño ocurre. Dime lo que has averiguado.

—En los últimos diez días han liquidado a unos cuantos camellos.

—Ju–Ju, Bandanna, otros dos a los que no conocía. Sí, eso lo sé. ¿Crees que todas las muertes están relacionadas?

—Es lo único que tenemos, Henry. Billy ha desaparecido, ¿verdad?

—Sí. Y Rick ha muerto. ¿Arma blanca?

—Alguien le arrancó el corazón —dijo Charon, exagerando un poco—. Y también se llevaron a una chica, ¿no?

—Doris.

—Henry lo confirmó, asintiendo con la cabeza. —Pero dejaron el dinero…, ¿por qué?

—A lo mejor querían robar pero algo les falló, aunque no se me ocurre qué pudo ser. Ju–Ju y Bandanna fueron robados… Vete tú a saber, a lo mejor los casos no están relacionados. Y quizá el más reciente ha sido otra cosa.

—¿Cómo qué?

—Quizá un ataque directo a tu organización, Henry —contestó pacientemente Charon—. ¿Conoces a alguien con motivos para hacerlo? No hace falta ser policía para comprender los móviles.

—Le encantaba sentirse superior a Tucker aunque sólo fuera por unos instantes. —¿Cuánto sabe Billy?

—Muchísimo… Mierda, le había empezado a… —Tucker se detuvo.

—No te preocupes. No necesito saber y no quiero saber. Pero hay alguien que sabe y será mejor que no lo olvides.

Con cierto retraso, Mark Charon empezaba a comprender hasta qué extremo su bienestar dependía del de Henry Tucker.

—¿Por qué no lo presentamos como robo? —preguntó Tucker, mirando la pantalla sin ver.

—Alguien te está enviando un mensaje, Henry. El hecho de no haberse llevado el dinero es una señal de desprecio. ¿Conoces a alguien que no necesite dinero?

Los gritos eran cada vez más desgarradores. Billy acababa de hacer otra excursión de un par de minutos a sesenta pies. Resultaba muy útil verle la cara. Kelly le vio cubrirse los oídos con las manos cuando le estallaron los tímpanos. Después, los efectos de la presión se dejaron sentir en los ojos y en los senos nasales. Los dientes también resultarían afectados en caso de que tuviera alguna caries… cosa que probablemente tenía, pensó Kelly sin querer causarle todavía demasiado daño.

—Billy —dijo tras normalizar la presión y eliminar buena parte del dolor—, me parece que eso no me lo puedo creer.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó al micrófono—. Yo lo organicé todo, ¿sabes? ¡Vi morir a tu muñequita con la polla de Henry dentro y moviendo el culo para él, y ahora te he visto llorar a ti como un niño, so asqueroso!

Kelly procuró que la cara estuviera delante de la ventanilla cuando su mano volvió a abrir la válvula y elevó la presión a ochenta pies para que Billy supiera lo que era bueno. Ahora empezarían a sangrarle las articulaciones, porque las burbujas de nitrógeno tendían a concentrarse allí y la reacción instintiva de la persona era enroscarse como un feto. Pero Billy no podía doblarse en el interior de la cámara. El sistema nervioso central ya empezaba a sufrir los efectos, las finísimas fibras estaban siendo estrujadas y el dolor era ahora muy variado; intenso y agudísimo en las articulaciones y las extremidades e intermitentemente violento en todo el cuerpo. En cuanto las minúsculas fibras eléctricas se rebelaron contra lo que les estaba sucediendo, empezaron a producirse espasmos nerviosos y todo el cuerpo experimentó fuertes sacudidas de electrochoques. Los efectos neurológicos no eran todavía muy acusados en aquella temprana fase. De momento, sería suficiente. Kelly normalizó la presión y observó cómo desaparecían los espasmos.

—Bueno, Billy, ¿sabes lo que fue aquello para Pam? —preguntó en parte para recordarlo él también.

—¡Me duele mucho! —gritó el otro. Había levantado los brazos y se cubría el rostro con las manos, pero no podía disimular su sufrimiento.

—Billy —dijo pacientemente Kelly—, ¿has visto cómo funciona? Si creo que estás mintiendo, te dolerá. Si no me gusta lo que dices, te dolerá. ¿Quieres que te haga más daño?

—¡No, maldita sea! —Las manos se apartaron del rostro y ambos se miraron a los ojos, separados apenas por cuarenta centímetros.

—Intenta ser un poco más educado, ¿de acuerdo?

—Lo siento…

—Yo también lo siento, Billy, pero tendrás que hacer lo que yo te diga. —El otro asintió con la cabeza. Kelly alargó la mano hacia un vaso de agua. Comprobó el estado de los cierres del mecanismo de la antecámara antes de abrir la portezuela y colocar el vaso dentro—. Mira, si abres la portezuela que hay al lado de tu cabeza, podrás beber algo.

Billy lo hizo y empezó a sorber el agua a través de una caña.

—Ahora volvamos a lo nuestro, ¿de acuerdo? Háblame un poco más de Henry. ¿Dónde vive?

—No lo sé —contestó Billy, emitiendo un jadeo.

—¡Respuesta errónea! —gritó Kelly enfurecido.

—¡No, por favor! No lo sé, nos reuníamos en un punto situado en las inmediaciones de la carretera 40, no quiere que ninguno de nosotros sepa…

—Tendrás que esforzarte un poco más, de lo contrario el ascensor volverá a subir al sexto piso. ¿Preparado?

—¡NOOOOOO! —El grito fue tan desgarrador que atravesó la pared de tres centímetros de acero—. ¡No, por favor! ¡No lo sé, de veras que no!

—Billy, no tengo ningún motivo para ser amable contigo —le recordó Kelly—. Tú mataste a Pam, lo recuerdas, ¿verdad? Tú la torturaste hasta morir. Tú te divertiste utilizando con ella unos alicates. ¿Durante cuántas horas, Billy? ¿Cuánto tiempo pasasteis tú y tus amigos haciéndola sufrir? ¿Diez horas? ¿Doce? Nosotros sólo llevamos siete horas hablando, Billy. ¿Me estás diciendo que llevas casi dos años trabajando para ese tío y ni siquiera sabes dónde vive? Me cuesta creerlo. Arriba —anunció Kelly con tono mecánico, alargando la mano hacia la válvula.

Lo único que tenía que hacer era abrirla. El primer silbido del aire presurizado le provocó a Billy un terror tan intenso que se echó a gritar antes de experimentar los primeros dolores.

—¡No tengo ni puta ideaaaaa!

«¡Maldita sea! ¿Y si era verdad? Bueno —pensó Kelly—, no estará de más que me asegure». Subió la presión a ochenta y cinco pies, lo suficiente como para renovar los sufrimientos sin ampliar los efectos. El miedo al dolor era ahora tan terrible como el dolor propiamente dicho, pero, en caso de que fuera excesivo, se podía convertir en un narcótico. No, aquel hombre era un cobarde que había infligido muy a menudo dolor y había aterrorizado a sus semejantes. Si descubría que podía sobrevivir al dolor, tal vez tuviera la valentía de resistir. Kelly no quería correr ese riesgo, por remoto que fuera. Volvió a cerrar la válvula y aumentó la presión a cien pies para atenuar el dolor e intensificar el efecto narcótico.

—Dios mío —musitó Sarah. No había visto las fotografías de la autopsia de Pam. Su marido la había disuadido de que hiciera la única pregunta que se le ocurría sobre aquel asunto y ella había seguido su consejo.

Doris estaba desnuda y se mostraba peligrosamente apática. Solo había conseguido ducharse con la ayuda de Sandy. Sam había abierto el maletín y le estaba aplicando el estetoscopio. Su corazón latía a más de noventa pulsaciones por minuto, demasiado rápido para una chica de su edad; la presión arterial también era un poco elevada, pero la temperatura era normal. Sandy se acercó y le extrajo sangre que repartió en cuatro tubos de ensayo para su análisis en el laboratorio del hospital.

—¿Quién hace estas cosas tan terribles? —preguntó Sarah. Se observaban numerosas marcas en los pechos, una magulladura en la mejilla y unos edemas recientes en el vientre y las piernas.

Sam le examinó los ojos para comprobar la respuesta pupilar que fue positiva, salvo por la total ausencia de reacción.

—Los mismos que mataron a Pam —contestó el cirujano en voz baja.

—¿Pam? —preguntó Doris—. ¿La conocías?

—El hombre que te acompañó aquí —dijo Sandy—. Es el que…

—¿El que mató Billy?

—Sí —contestó Sam Rosen, comprendiendo de inmediato lo absurdo que podía resultar todo aquello a alguien que no estuviese al corriente.

—Sólo sé el número de teléfono —dijo Billy, embriagado por la alta presión parcial del nitrógeno. La ausencia de dolor le estaba ayudando a ser más complaciente.

—Dímelo —le ordenó Kelly. Billy se lo dijo y Kelly lo anotó. Ya había llenado dos páginas de notas. Nombres, direcciones, unos cuantos números telefónicos. Aparentemente muy poco, pero mucho más de lo que tenía apenas veinticuatro horas antes.

—¿Cómo se recibe la droga? Billy apartó la cabeza de la ventana.

—No lo sé…

—Tenemos que hacerlo un poco mejor.

Sssssssssss.

Billy volvió a gritar y esta vez Kelly dejó que la aguja del manómetro llegara a los setenta y cinco pies. Billy empezó a experimentar náuseas. Los pulmones estaban tocados y los accesos de tos intensificaban el dolor que ahora se extendía a todo su devastado cuerpo, el cual semejaba un globo o, más bien, varios globos grandes y pequeños a punto de estallar y empujándose unos a otros. Notaba que algunos de ellos eran más fuertes y otros más débiles y que los más débiles se encontraban en las partes vitales de su cuerpo. Ahora le dolían los ojos y la dilatación de los senos nasales empeoraba la situación. Era como si la cara estuviera a punto de desprenderse del resto del cráneo mientras sus manos trataban desesperadamente de mantenerla en su sitio. El dolor superaba cualquier cosa que Billy hubiera sentido o infligido. Mantenía las piernas todo lo dobladas que le permitía el estrecho cilindro de acero y las rodillas comprimían con tal fuerza la pared que casi parecían haber horadado en el acero. Movía los brazos a la altura del pecho en un intento de encontrar un poco de alivio, pero con ello sólo intensificaba el dolor mientras se apretaba los ojos con las manos para evitar que se escaparan de las órbitas. Ahora ya ni siquiera podía gritar. El tiempo se había detenido, convirtiéndose en eternidad. No había luz ni oscuridad, ni sonido ni silencio. Sólo había dolor.

—… por favor… por favor…

Kelly volvió a aumentar lentamente la presión, deteniéndose a ciento diez pies.

Ahora la cara de Billy estaba salpicada de una especie de horrible salpullido. Algunos vasos sanguíneos se habían roto debajo de la piel y uno muy grande había estallado en la superficie del ojo izquierdo. La mitad del blanco del ojo quedó teñida de púrpura, intensificando con ello su aspecto de animal aterrorizado.

—La última pregunta se refería a la recepción de la droga.

—No sé nada —balbuceó Billy.

Kelly habló con tono pausado:

—Mira, Billy, hay algo que tienes que comprender. Hasta ahora no te ha pasado nada. Bueno, duele bastante, pero en realidad todavía no te he hecho nada. Quiero decir que no te he hecho daño de verdad. Billy abrió los ojos. De haber podido analizar la situación con serenidad habría pensado que aquel horror tenía que cesar en algún momento, lo cual hubiera sido cierto y falso al mismo tiempo.

—Todo lo que te ha ocurrido hasta ahora pueden arreglarlo los médicos, ¿comprendes? —No era enteramente una mentira, y tampoco lo era lo que Kelly añadió—: La próxima vez que introduzcamos aire, Billy, sucederán cosas que nadie podrá arreglar. Los vasos sanguíneos de los globos oculares se romperán y quedarás ciego. Los vasos sanguíneos del cerebro también se romperán, ¿comprendes? Y eso no hay quien lo arregle. Quedarás ciego y enloquecerás, pero el dolor no desaparecerá. Durante el resto de tu vida, Billy, estarás ciego y loco y sufrirás muchísimo. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticinco? Te queda mucha vida por delante. Puede que tengas que pasarte cuarenta años ciego, loco y lisiado. Así pues, no es mala idea que me digas la verdad, ¿comprendes? Bien. ¿Cómo se recibe la droga?

No debía sentir compasión, se dijo Kelly. Podría haber matado un perro, un gato o un venado en las mismas condiciones en que se encontraba aquella… cosa. Pero Billy no era un perro, un gato ni un venado. A su manera era un ser humano. Peor que un rufián y peor que los camellos. Si la situación hubiera sido la inversa, Billy no habría sentido lo que sentía. Su universo era muy reducido. Sólo contenía su propia persona, rodeada de una serie de cosas cuya única función era divertirle o proporcionarle un beneficio. Billy disfrutaba causando dolor a sus semejantes e imponiendo su dominio sobre cosas cuyos sentimientos le importaban un bledo. Jamás se había percatado de la existencia de otros seres humanos, personas cuyo derecho a la vida y a la felicidad era igual al suyo; y por ello había cometido el error de ofender a una persona en cuya existencia jamás había reparado. Ahora empezaba a comprenderlo, aunque tal vez ya era demasiado tarde. Ahora empezaba a comprender que su futuro sería un solitario universo que no compartiría con otras personas sino sólo con el dolor. Al imaginarse el futuro, Billy se derrumbó. Se le notó en la cara. Empezó a hablar con voz entrecortada y sincera. Levantando la vista de sus notas para clavarla en la válvula, Kelly calculó que Billy lo había conseguido con diez años de retraso. Era una lástima, como sin duda lo era para muchos de los que compartían el malvado universo de Billy. A lo mejor, pensó Billy jamás había imaginado que alguien pudiera tratarle como él trataba a las personas más débiles que él. Pero para eso también era demasiado tarde. Demasiado tarde para Billy, demasiado tarde para Pam y, en cierto modo, demasiado tarde para Kelly. El mundo estaba lleno de iniquidades y la justicia no abundaba. Así de sencillo, ¿verdad? Billy ignoraba que la justicia le esperaba a la vuelta de la esquina y por eso no pudo corregirse a tiempo. Por eso había apostado y había perdido. Y por eso Kelly se reservaría la compasión para otras personas.

—No lo sé… no…

—Te lo había advertido. —Kelly abrió la válvula y dejó que la presión subiera a cincuenta. Los vasos retinianos debieron de romperse muy pronto. Kelly creyó ver una mancha roja en las dilatadas pupilas de Billy mientras este seguía gritando incluso cuando en sus pulmones ya no quedaba nada de aire. Las rodillas, los pies y los codos golpearon contra el acero. Kelly dejó que ocurriera lo que tenía que ocurrir antes de volver a aplicar la presión.

—Dime lo que sabes, Billy, si no quieres que te pasen cosas mucho peores. Habla rápido.

La voz de Billy sonó a confesión. La información fue muy curiosa, pero sin duda era cierta. No era posible que una persona en semejante situación hubiera tenido la capacidad de inventársela. La última parte del interrogatorio duró tres horas. La válvula sólo tuvo que ser accionada una vez durante unos segundos. Kelly repitió las preguntas para ver si cambiaban, pero no cambiaron. Más aún, las renovadas preguntas le permitieron obtener una información más exhaustiva y atar algunos cabos sueltos, con lo cual la imagen general quedó más clara y completa hasta el punto de que, a medianoche, tuvo la certeza de haber vaciado la mente de Billy de todos los datos útiles que contenía.

Kelly experimentó una especie de compasión cuando dejó el bolígrafo. Si Billy se hubiera compadecido de Pam, puede que él se hubiera comportado de otra manera. Pero Billy no se había detenido. Había torturado y matado a una chica a la que Kelly amaba, y por esta razón Billy no era un ser humano y no se merecía la compasión de Kelly.

En cualquier caso, daba igual. El daño ya estaba hecho y ahora seguía su propio ritmo y los tejidos desgarrados flotaban alrededor de los vasos sanguíneos, obturándolos uno a uno. La peor consecuencia se había producido en el cerebro de Billy. Muy pronto sus ojos ciegos proclamaron la locura que encerraban y, aunque la despresurización final fue muy lenta y delicada, lo que salió de la cámara no era un hombre… y en realidad nunca lo había sido.

Kelly abrió la escotilla y le golpeó una oleada de hedor repulsivo. La presión en el tracto intestinal y la vejiga urinaria de Billy habían provocado los efectos previsibles. Más tarde tendría que limpiarlo con la manguera, pensó Kelly, sacando a Billy de la cámara y tendiéndolo en el suelo de hormigón. Dudó en encadenarlo, pero el cuerpo que había a sus pies estaba totalmente incapacitado, pues las principales articulaciones estaban prácticamente destruidas y el sistema nervioso central solo servía para transmitir dolor. Sin embargo Billy todavía respiraba, lo cual estaba muy bien, pensó Kelly mientras se iba a la cama, alegrándose de que todo hubiera terminado. Con un poco de suerte, quizá no tendría que hacerlo nunca más. Y. con un poco de suerte y una buena atención médica, Billy viviría unas semanas más. Si a eso se le podía llamar vivir.