La cosa se estaba convirtiendo en una costumbre como el café y la rosquilla que cada mañana tomaba en su dormitorio, pensó el teniente Ryan. Dos camellos muertos, ambos con un par de balas del calibre 22 alojadas en el cerebro, pero esta vez sin robo. No se habían encontrado casquillos ni señales de lucha. Un cuerpo tenía una mano en la culata del arma, pero esta no había salido del bolsillo de su pantalón. Todo resultaba bastante raro. Estaba claro que la víctima había visto el peligro y había tratado de reaccionar. Después se había recibido otra llamada y él y Douglas se habían dirigido hacia allá dejando en el escenario del primer crimen a los investigadores más jóvenes. Les dijeron que el nuevo caso parecía interesante.
—Vaya —dijo Douglas, bajando del vehículo. No era muy normal ver una navaja clavada en la parte posterior de una cabeza y enhiesta en el aire como el poste de una valla—. Pues es verdad.
Los asesinatos más frecuentes en la ciudad solían ser de tipo doméstico. La gente mataba a otros miembros de la familia o a amigos íntimos por nimiedades. El día de Acción de Gracias un padre había matado a su hijo por un muslo de pavo. El crimen preferido de Ryan era un homicidio provocado por un pastel de cangrejo, no porque le hiciera gracia sino porque lo consideraba una hipérbole. En tales casos, los factores coadyuvantes eran el alcohol y unas vidas embrutecidas. Las discusiones más vulgares adquirían proporciones de tragedia. «No quise hacerlo», era la frase que más a menudo se oía después, seguida de alguna variación como «No sé por qué no se apartó un poco». La tristeza que le producían aquellos hechos era como un ácido que le corroía lentamente el alma. Y la similitud entre aquellos asesinatos era lo peor. El final de una vida humana no tenía que ser, a su juicio, una variación sobre un mismo tema. La vida era demasiado valiosa como para eso, tal como él había aprendido en los sotos de Normandía y en los nevados bosques de las inmediaciones de Bastogne cuando era un joven paracaidista de la 101 División Aerotransportada. El típico asesino solía afirmar que no quería hacerlo, por regla general asumía la responsabilidad de lo ocurrido y se arrepentía profundamente de haber causado la muerte de un amigo o un familiar, lo cual significaba que el delito destruía no una vida sino dos. Eran crímenes pasionales o crímenes cometidos en un arrebato de locura. Pero aquel no entraba dentro de la misma categoría.
—¿Qué demonios le pasa al brazo? —preguntó el forense. Aparte las marcas de los pinchazos, el brazo estaba tan retorcido que miraba hacia el otro lado—. Parece que le descoyuntaron el hombro —añadió, tras examinarlo con más detenimiento—. Se observan magulladuras alrededor de la muñeca causadas por la fuerza de la presa. Le cogieron el brazo con ambas manos y por poco se lo arrancan como la rama de un árbol.
—¿Una llave de kárate? —preguntó Douglas.
—Algo así. Eso lo dejó indefenso. La causa de la muerte salta a la vista.
—Teniente —dijo un sargento uniformado—, esta es Virginia Charles. Vive a una manzana de distancia, y tomó parte en los hechos.
—¿Se encuentra mejor, señorita Charles? —preguntó Ryan.
Un auxiliar sanitario del cuerpo de bomberos examinaba el vendaje que ella misma se había aplicado en el hombro. Su hijo alumno de bachillerato del Instituto Dunbar, permanecía de pie a su lado, contemplando sin la mejor compasión a la víctima. En pocos minutos, Ryan consiguió reunir bastante información.
—¿Un vagabundo?
—Un borracho, aquí está la botella que llevaba. —Virginia la señaló. Douglas la recogió con cuidado.
—¿Nos lo puede describir? —preguntó el teniente Ryan.
La rutina era tan normal que hubiera podido estar en cualquiera de las bases de la Armada, desde Lejeune a Okinawa, con su decena diaria de ejercicios y una carrera en la que todos seguían el ritmo marcado por el oficial al mando. Les encantaba ver a las nuevas formaciones de subtenientes de curso básico de oficiales o a los jóvenes aspirantes de los cursos de verano de Quantico. Ocho kilómetros, pasando junto al campo de tiro de quinientos metros y otras instalaciones, todas bautizadas con nombres de marines muertos en acto de servicio, hasta casi llegar a la Academia del FBI. Después, en las inmediaciones de la carretera, daban la vuelta y cruzaban los bosques en dirección a la zona de adiestramiento. Los ejercicios matinales servían para recordarles que pertenecían a la Armada y la longitud de la carrera daba fe de su condición de marines de reconocimiento, obligados a mantenerse en impecable forma física. Les extrañó ver a un general esperándoles. Y más todavía un columpio colgado de la rama de un árbol.
—Bienvenidos a Quantico —les dijo Marty Young en cuanto hubieron descansado un poco tras romper filas.
A un lado había dos oficiales de la Armada vestidos con impecables uniformes blancos y un par de civiles, observando y escuchando. Todos entornaron los ojos, súbitamente interesados por la misión.
—Es como en las fotografías del campo auténtico —comentó Cas en voz baja, mirando alrededor; ya conocían el tema de la conferencia—. ¿A qué viene el aparcamiento?
—Ha sido idea mía —contestó Greer—. Iván tiene satélites espías. Los programas generales para las próximas seis semanas estén expuestos en el interior del edificio A. No sabemos qué calidad tienen sus cámaras y por tanto supongo que son tan buenas como las nuestras, ¿no te parece? Le muestras a Iván lo que le interesa ver o le facilitas la labor para que se lo imagine. Cualquier sitio de apariencia inofensiva tiene un aparcamiento.
Los ejercicios ya estaban organizados. Cada día los recién llegados moverían los vehículos al azar.
Hacia las diez sacarían los maniquíes de los vehículos y los distribuirían en las distintas instalaciones del campo de prácticas. Hacia las dos o las tres, los vehículos se volverían a cambiar de sitio y se modificaría la posición de los maniquíes. Suponían, con razón, que el ritual daría lugar a muchas bromas pesadas.
—Y, cuando todo termine, esto se convertirá en un campo de prácticas, ¿verdad? —preguntó Ritter, contestando él mismo a su propia pregunta—. ¿Por qué no? Buen trabajo, James.
—Gracias, Bob.
—A primera vista parece muy pequeño —dijo el vicealmirante Maxwell.
—Las dimensiones son exactas, con un margen de diferencia de unos ocho centímetros. Hicimos un poco de trampa —dijo Ritter—. Tenemos el manual soviético para la construcción de lugares así. El general Young ha hecho un buen trabajo.
—No hay cristales en las ventanas del edificio C —observó Podulski.
—Comprueba las fotos, Cas —sugirió Greer—. Faltan cristales en algunas ventanas. Aquel edificio sólo tiene alguna que otra persiana. Los barrotes están aquí —añadió, señalando el edificio B—. Son de madera para que más tarde se puedan desmontar. La disposición interior la hemos tenido que adivinar, pero tenemos algunos hombres que han estado prisioneros allí y reconstruimos el edificio siguiendo sus indicaciones. No nos lo hemos inventado del todo.
Tras haber averiguado algo más acerca de su misión, los marines empezaron a mirar con curiosidad en derredor. Ya conocían buena parte del plan y estaban aplicando sus lecciones de operaciones de combate en aquel perverso campo de prácticas con sus maniquíes. Granadas M–79 para hacer saltar por los aires las torres de vigilancia. Explosivos incendiarios Willie Pee a través de las ventanas de los edificios. Y después helicópteros de combate para arrasarlo todo… Las «esposas» y los «hijos» asistirían al ensayo y no se lo dirían a nadie, pues no eran más que maniquíes.
El lugar había sido cuidadosamente seleccionado por su similitud con otro lugar… pero no era necesario que los marines lo supieran. Unos ojos lo contemplarían todo desde una loma situada a un kilómetro de distancia. Tras el discurso de bienvenida, los hombres se dirigieron a unidades previamente establecidas para recoger sus armas. En lugar de fusiles M16AI, les entregaron metralletas CAR-15 más cortas y manejables y más idóneas para la lucha cuerpo a cuerpo. A los especialistas les entregaron lanzagranadas M–79 con las miras pintadas con tritio fluorescente y bolsas de bandolera llenas de pesados cartuchos de prácticas, pues el adiestramiento se iniciaría de inmediato. Empezarían de día para acostumbrarse, pero luego pasarían al trabajo nocturno, cosa que el general no había mencionado aunque todo el mundo lo suponía. Aquel tipo de trabajo sólo se realizaba de noche. Los hombres se dirigieron al campo de tiro más próximo para familiarizarse con el lugar. Ya les tenían preparados seis marcos de ventana. Los especialistas intercambiaron miradas y dispararon su primera descarga. Uno de ellos falló, para su gran bochorno. Los otros cinco se burlaron de él tras haber acertado sus disparos.
—Tranquilos, es que tengo que calentarme —dijo el cabo tras acertar cinco disparos en cuarenta segundos.
Su fallo inicial obedecía a que había pasado casi toda la noche sin dormir.
—¿Hay que ser muy fornido para hacer una cosa así? —preguntó Ryan.
—Desde luego, hay que serlo bastante —contestó el forense—. La navaja cortó la médula espinal y la muerte fue instantánea. —La víctima ya estaba lesionada.
—¿Lo del hombro es tan grave como parece?— inquirió Douglas, apartándose a un lado para que el fotógrafo realizara su trabajo.
—Probablemente peor. Ya lo examinaremos con más detenimiento, pero apuesto a que toda la estructura ósea está destruida. Una lesión así no tiene arreglo. Su carrera estaba acabada antes incluso de que lo remataran con la navaja.
—Raza blanca, cuarenta años o más, cabello negro largo, bajo, desaliñado —leyó Ryan en sus notas—. Ya puede irse a casa, señora —añadió, dirigiéndose a Virginia Charles.
—La víctima aún vivía cuando ella se marchó —dijo Douglas, acercándose al teniente—. Fue entonces cuando debió de rematarlo. En las últimas semanas hemos visto cuatro asesinatos cometidos por expertos y seis fiambres.
—Pero cuatro modus operandi distintos. Dos tipos atados, robados y ejecutados con un revólver del 22 y sin señales de lucha. Uno con un disparo de escopeta en el vientre, también robado y sin señales de lucha. Los dos de anoche muertos probablemente con un revólver también del 22, pero no robados ni atados, y además se dieron cuenta antes de que los liquidaran. Todos eran camellos. En cambio este no es más que un pobre drogadicto de la calle. No nos sirve, Tom.
El teniente ya lo había pensado.
—¿Tenemos sus datos?
—Un yonqui —contestó el sargento uniformado—. Seis detenciones por robo y sabe Dios qué otras cosas.
—No encaja —dijo Ryan—. No encaja con nada. Si realmente es tan listo, ¿por qué dejó que le vieran y que se fuera la mujer, y por qué le dirigió la palabra, y por qué se cargó a este tío? No encaja en ningún esquema.
En realidad no había esquema. Dos camellos habían sido ejecutados con un revólver del 22, pero esta era el arma más habitual en la calle y, aunque dos de ellos habían sido robados, otros dos no habían sido objeto de ningún robo, y los dos últimos no habían sido ejecutados con la misma precisión a pesar de que ambos tenían un par de balas alojadas en la cabeza. El otro camello asesinado y robado había muerto por disparos de escopeta.
—Mira, tenemos el arma y la botella de vino y encontraremos huellas en alguno de estos objetos. Quienquiera que sea, está claro que no tomó demasiadas precauciones.
—¿Y si es un borracho con un arraigado sentido de la justicia, Em? —insistió Douglas—. El que ejecutó a este desgraciado…
—Sí, lo sabemos, no era un tipo muy hábil.
«Pero ¿quién era y qué demonios era?».
Menos mal que llevaba puestos los guantes, pensó Kelly, estudiando las magulladuras de su mano derecha. ¡Se había dejado arrastrar por la cólera y eso no había sido muestra de inteligencia! Recordó que la situación había sido muy difícil. En primer lugar, si hubiera permitido que mataran o hirieran a la mujer y se hubiera largado en su automóvil sin más, nunca se lo hubiera perdonado, y, en segundo lugar, en caso de que alguien hubiera visto su automóvil, sería sospechoso de asesinato. Hizo una mueca de desagrado. Ahora era un sospechoso de asesinato. Bueno, alguien tenía que serlo. Al regresar a casa, se miró al espejo sin quitarse la peluca. La mujer no había podido ver a John Kelly porque él llevaba barba y la cara tiznada bajo una larga y pringosa peluca. Su postura encorvada lo hacía parecer más bajo de lo que era y, además, la iluminación de la calle era muy escasa. Por lo demás, la mujer estaba deseando largarse. Pero había olvidado la botella de vino, que había soltado para esquivar la navaja.
—¡Idiota! —gritó Kelly, lanzando un insulto contra su propia imagen reflejada en el espejo.
¿Qué sabría la policía? La descripción física no podía ser muy precisa. Llevaba guantes quirúrgicos y, aunque tenía algunas magulladuras, los guantes no se habían roto ni él había sangrado. Y, lo más importante, no había tocado la botella de vino sin guantes, de eso estaba absolutamente seguro. La policía sabría que un vagabundo había acabado con aquel desgraciado, pero había muchos vagabundos y a él sólo le quedaba una noche. Tendría que modificar sus métodos operativos y la misión de esa noche sería más peligrosa de lo previsto. Su información sobre Billy era buena, pero cabía la posibilidad de que el canalla fuera lo bastante listo para alterar sus pautas. ¿Y si utilizaba casas distintas para contar el dinero, o utilizaba una sólo durante unas noches? De ser así, su vigilancia podía resultar inútil e invalidar todos sus esfuerzos, obligándole a empezar desde el principio con un nuevo disfraz, siempre y cuando pudiera elegir algo que resultara igualmente efectivo, lo cual no era probable a corto plazo. Kelly pensó que ya había matado a seis personas para llegar hasta allí… y que la séptima había sido un error que no contaba, salvo tal vez para aquella mujer. Tenía que admitir que había procurado actuar de la mejor manera posible en una situación peligrosa. Eran cosas que ocurrían. El riesgo había aumentado, pero lo que más le preocupaba era la posibilidad de fracasar en la misión, no su seguridad personal. Ya era hora de que dejara de pensar en aquel asunto. Tenía otras responsabilidades. Kelly tomó el teléfono y marcó.
—Greer.
—Clark —dijo Kelly. Eso, por lo menos, seguía teniendo su gracia.
—Va usted con retraso —le dijo el contralmirante. La llamada tenía que realizarse antes del almuerzo y a Kelly se le revolvió el estómago al oír el reproche—. No ha ocurrido nada, acabo de regresar. Le necesitaremos muy pronto. La operación ya está en marcha.
«Vaya eficacia —pensó Kelly—. Maldita sea».
—Muy bien, señor.
—Espero que se encuentre usted en forma. Dutch dice que sí —añadió James Greer con tono más amable.
—Creo que podré resistirlo, señor.
—¿Ha estado alguna vez en Quantico?
—No.
—Lleve su embarcación. Allí hay un puerto deportivo y así tendremos un lugar donde charlar. El domingo por la mañana. A las diez en punto. Le estaremos esperando, señor Clark.
—Sí, señor.
Kelly oyó el click del teléfono.
El domingo por la mañana. No lo esperaba. Todo iba demasiado rápido y aquel factor externo aumentaba la urgencia de su otra misión. ¿Desde cuándo se movía el Gobierno con tanta rapidez? Cualquiera que fuera la razón, estaba claro que se movía y que ello afectaba directamente a Kelly.
—Me fastidia mucho, pero así trabajamos nosotros —dijo Grishanov.
—¿Tan atados están a su radar de tierra?
—Robin, se baraja incluso la posibilidad de que el oficial del control de intercepción dispare el misil desde su cabina en tierra.
La voz de Grishanov no pudo disimular una nota de desagrado.
—¡Pero entonces se convierte uno en un simple conductor! —exclamó Zacharias—. Tiene que confiar en sus pilotos.
«Tendría que dejar que este hombre hablara ante los miembros del estado mayor —pensó Grishanov con cierta tristeza—. A mí no me harán caso, pero puede que a él sí». Sus compatriotas tenían en mucha estima las ideas y los métodos de los norteamericanos, por más que su propósito fuera combatir contra ellos y derrotarlos.
—Es una combinación de factores. Los nuevos regimientos se desplegarán a lo largo de la frontera china, ¿comprende?
—¿Qué quiere decir?
—¿Acaso no lo sabía? Este año hemos combatido tres veces contra los chinos junto al río Amur y más hacia el oeste.
—¡Venga ya! —Aquello era demasiado increíble como para que el norteamericano se lo tragara—. ¡Pero si son ustedes aliados!
Grishanov soltó un bufido de desprecio.
—¿Aliados?, ¿amigos? Por fuera puede que sí. Es posible que los socialistas parezcan todos iguales. Amigo mío, llevamos muchos siglos batallando con los chinos. ¿Acaso no lee usted la historia? Apoyamos a Chiang contra Mao durante mucho tiempo… e incluso le adiestramos el ejército. Mao nos odia. Nosotros, como estúpidos, le facilitamos los reactores nucleares y ahora ellos disponen de armamento nuclear, ¿y cree usted que sus misiles pueden alcanzar su país? Disponen de bombarderos Tu–16… Badgers los llaman ustedes, ¿verdad? ¿Pueden alcanzar los Estados Unidos?
Zacharias conocía la respuesta.
—No, por supuesto qué no.
—Pero pueden alcanzar Moscú, se lo aseguro, y transportan bombas nucleares de medio megatón. Ese es el motivo de que los escuadrones del MiG–25 se encuentren en la frontera china. A lo largo de ese eje no tenemos ninguna profundidad estratégica, Robin; ¡hemos librado auténticas batallas con esos bastardos amarillos, incluso con divisiones! El invierno pasado aplastamos su intento de apoderarse de una isla que nos pertenecía. Ellos atacaron primero, acabaron con un batallón de guardias fronterizos y mutilaron los cadáveres… ¿Por qué lo hicieron, Robin, por su cabello pelirrojo o porque tenían pecas? —preguntó Grishanov con amargura, citando al pie de la letra un encendido artículo del Estrella Roja. Para el ruso todo aquello era muy extraño. Estaba diciendo la verdad, pero resultaba más difícil convencer de ello a Zacharias que de cualquier mentira inteligente—. No somos aliados. Incluso hemos dejado de enviar armas por ferrocarril a ese país… ¡Los chinos roban los cargamentos en los mismos vagones que los transportan!
—¿Para utilizarlos contra ustedes?
—¿Contra quiénes si no, contra los indios? ¿Contra los del Tibet? Robin, esa gente no se parece para nada ni a usted ni a mí. No ven el mundo tal como nosotros lo vemos. Son como los nazis que mi padre combatió, se creen mejores que los demás… ¿Cómo lo llaman ustedes?
—¿La raza superior? —sugirió el americano.
—Exacto, sí. Lo creen así y a nosotros nos consideran animales, animales útiles, por supuesto, pero nos aborrecen y nos envidian. Quieren nuestro petróleo, nuestra madera y nuestro territorio.
—¿Cómo es posible que yo jamás haya sido informado de todo eso? —preguntó Zacharias.
—Mierda —contestó el ruso—. ¿Acaso las cosas son distintas en su país? Cuando Francia se retiró de la OTAN y les dijeron a ustedes que cerraran sus bases, ¿cree que nosotros fuimos informados de antemano? Yo entonces estaba destacado en Alemania y nadie se molestó en comunicarme lo que estaba ocurriendo. Robin, el concepto que tienen ustedes de nosotros es el mismo que nosotros tenemos de ustedes, un gran coloso; sin embargo, la política interna de su país es tan misteriosa para mí como lo es la nuestra para usted. Todo es un lío, pero le diré algo, amigo mío, mi nuevo escuadrón MiG tendrá su base entre China y Moscú. Se lo puedo indicar en un mapa.
Zacharias se apoyó contra la pared e hizo una mueca al sentir una nueva punzada en la espalda. Todo aquello le resultaba increíble.
—¿Todavía le duele, Robin?
—Sí.
—Tenga, amigo mío. —Grishanov le ofreció el botellín, que esta vez fue aceptado sin resistencia.
Zacharias bebió un buen trago.
—¿Cómo es el nuevo modelo?
—¿El MiG–25? Un auténtico cohete —contestó Grishanov con entusiasmo—. Probablemente no tan eficaz en los virajes como el Thud de ustedes, pero en línea recta su velocidad es increíble y no hay avión de combate que se le pueda comparar. Cuatro misiles y el radar más potente que jamás se haya fabricado para un aparato de combate. No se puede perturbar.
—¿Alcance? —preguntó Zacharias.
—Unos cuarenta kilómetros —contestó el ruso—. Nos pareció preferible ceder un poco de alcance en favor de la fiabilidad. Intentamos conseguir ambas cosas, pero no fue posible.
—Eso también es muy difícil para nosotros —reconoció el americano, soltando un gruñido.
—Mire, yo no creo que vaya a estallar una guerra entre nuestros países. Se lo digo con toda sinceridad. No tenemos apenas nada que a ustedes les interese. Lo que tenemos (recursos, espacio, territorio) ustedes lo tienen también. En cambio, los chinos necesitan todo eso y comparten una frontera con nosotros. Y, encima, nosotros les proporcionamos las armas que ellos utilizarán contra nosotros. ¡Y son muchos! Unos diablos pequeños y perversos como esos de aquí, pero su número es muy superior.
—¿Y qué piensan hacer ustedes?
Grishanov se encogió de hombros.
—Me pondré al mando de mi escuadrón. Elaboraré planes para defender la madre patria contra un ataque nuclear desde China. Pero aún no he decidido cómo lo haré.
—No es fácil. Conviene disponer de espacio y tiempo y de gente adecuada a la que poder adiestrar.
—Tenemos pilotos de bombardero, pero no se pueden comparar con los de ustedes. Dudo que pudiéramos colocar más de veinte bombarderos sobre su territorio. Las bases se hallan todas a dos mil kilómetros del lugar en que yo me encontraré. ¿Sabe usted lo que eso significa? Ni siquiera disponemos de gente para poder adiestrarnos…
—¿Quiere decir un equipo rojo?
—Nosotros lo llamaríamos equipo azul, Robin, como usted comprenderá —dijo Grishanov, soltando una risita, aunque en seguida recuperó la seriedad—. Sí, todo tendrá que ser teórico. Algunos aparatos de combate fingirán ser bombarderos, pero su autonomía es demasiado breve para poder hacer un ejercicio como es debido.
—¿Y todo eso es verdad?
—Robin, no espero que se fíe de mí. Sería demasiado. Usted lo sabe y yo también. Pregúntese usted mismo si cree de veras que su país entrará alguna vez en guerra contra el mío.
—Probablemente no —reconoció Zacharias.
—¿Le he preguntado yo algo sobre sus planes de guerra? Sí, no cabe duda de que realizan ejercicios teóricos interesantísimos y seguramente yo los consideraría juegos bélicos fascinantes, pero ¿le he preguntado yo algo acerca de ellos? —repitió Grishanov con tono de paciente maestro.
—No, Kolya, no lo ha hecho.
—Robin, no me preocupan los B–52. Me preocupan los bombarderos chinos. Esa es la guerra para la cual se está preparando mi país. —Grishanov contempló el suelo de hormigón y dio una calada al cigarrillo—. Recuerdo cuando tenía once años. Los alemanes se encontraban a cien kilómetros de Moscú. Mi padre se incorporó a un regimiento integrado por profesores universitarios. La mitad de ellos no regresó. Mi madre y yo fuimos evacuados de la ciudad a una pequeña aldea cuyo nombre ni siquiera recuerdo porque entonces todo era muy confuso y estábamos muy preocupados por mi padre, un profesor de historia que conducía un camión. Perdimos veinte millones de ciudadanos a manos de los alemanes, Robin. Veinte millones. Murieron muchas personas que yo conocía… los padres de mis amigos. El padre de mi mujer murió en la guerra y dos tíos míos también. Cuando caminaba bajo la nieve con mi madre, me prometí a mí mismo que algún día defendería mi país y por eso ahora soy piloto de combate. Yo no invado ni ataco sino que defiendo.
¿Comprende, Robin? Mi misión es proteger mi país para que otros niños no tengan que huir de sus hogares en mitad del invierno. Algunos de mis compañeros de colegio murieron de frío. Por eso defiendo mi país. Los alemanes querían apoderarse de lo que era nuestro y ahora los chinos intentan hacer lo mismo. —Hizo un gesto en dirección a la puerta de la celda—. Gente como… como esa.
Antes de que Zacharias hablara, Kolya comprendió que lo había convencido. Había pasado varios meses preparando aquel momento, pensó Grishanov, y había sido como seducir a una virgen, aunque mucho más triste. Aquel hombre jamás volvería a su hogar. Los vietnamitas estaban decididos a liquidar a aquellos hombres tan pronto como terminara su utilidad. Lástima de talento perdido, pensó, aborreciendo a sus presuntos aliados con un odio tan auténtico como el que fingía sentir. A partir del momento en que llegó a Hanoi y comprobó su arrogante superioridad, su increíble crueldad y su estupidez, los aborrecía. Él había conseguido con palabras amables y una botella de vodka mucho más de lo que habían conseguido aquellos torturadores con varios años de torturas. En lugar de causar dolor, él lo había compartido. En lugar de maltratar al prisionero, lo había tratado con gentileza, respetando sus cualidades, aliviando sus heridas en la medida de lo posible, evitándole otras nuevas y lamentando haber tenido que causarle la más reciente de ellas.
Sin embargo, todo tenía su reverso. Para obtener aquel resultado, había tenido que abrir su alma, contar historias auténticas, evocar las pesadillas de su infancia y reexaminar el verdadero motivo que lo había inducido a elegir aquella profesión que tanto amaba. Lo cual sólo había sido posible porque él sabía que el hombre que se sentaba a su lado estaba condenado a una solitaria e ignorada muerte —muerto ya para su familia y su país— y a una sepultura anónima. Aquel hombre no era un fascista ni un nazi. Era un enemigo, pero, al mismo tiempo, una persona honrada que probablemente había procurado evitar daños a la población civil, ya que él también tenía una familia. No creía en la superioridad racial y ni siquiera odiaba a los vietnamitas, lo cual era algo extraordinario, pues él, Grishanov, estaba aprendiendo a odiarlos. Zacharias no merecía morir, pensó Grishanov, consciente de la ironía que ello representaba. Kolya Grishanov y Robin Zacharias se habían hecho amigos.
—¿Qué opinas de todo eso? —preguntó Douglas, apoyado sobre el escritorio de Ryan.
La botella de vino estaba en una bolsa de plástico transparente y cuya superficie aparecía cubierta por una fina capa de polvo amarillento.
—¿No hay huellas? —preguntó Emmet, examinándola con asombro.
—Ni una sola tiznadura, Em. Nada de nada.
A continuación fue examinada la navaja. Era una simple navaja de resorte, guardada también en una bolsa.
—Aquí hay unas tiznaduras.
—Una huella parcial del pulgar de la víctima. El departamento dice que sólo podemos utilizar las tiznaduras uniformes. O él mismo se clavó la navaja en la nuca o el sospechoso llevaba guantes.
Hacía mucho calor en aquella época del año para llevar guantes. Emmet Ryan se reclinó contra el respaldo del sillón, contemplando las pruebas esparcidas sobre su escritorio y después miró a Tom Douglas, sentado al otro lado.
—Sigue, Tom.
—Tenemos cuatro escenarios de seis víctimas. No se han encontrado pruebas. Cinco de las víctimas, en tres incidentes, eran camellos, pero hay dos modus operandi distintos. Sin testigos en ningún caso, todos aproximadamente a la misma hora del día y dentro de un radio de cinco manzanas.
—Trabajo de especialistas —dijo el teniente Ryan, asintiendo con la cabeza y cerrando los ojos para ver mentalmente los distintos escenarios de las muertes y establecer un nexo entre los datos. Con robo, sin robo y con modus operandi distintos. Pero en el último había un testigo. «Ya puede irse a casa, señora». ¿Por qué había sido tan amable?, se preguntó Ryan, sacudiendo la cabeza—. La vida real no es una novela de Agatha Christie, Tom.
—¿Y el chico de hoy, Em? Dime qué método utilizó nuestro amigo para liquidarlo.
—Esta navaja… Llevaba mucho tiempo sin ver algo así. Debe de ser un tío muy fuerte. Vi una cosa parecida… allá por el año cincuenta y ocho o cincuenta y nueve. —Ryan hizo una pausa para recordar—. Creo que era un fontanero, un tipo muy corpulento que sorprendió a su mujer en la cama con alguien. Dejó que el hombre se fuera y después cogió un cortahielo, asió la cabeza de la mujer…
—Hay que estar muy furioso para hacer una cosa así, ¿no te parece? —dijo Douglas—. Es más fácil matar rebanando la garganta.
—Pero es más pringoso. Y se hace más ruido… —dijo Ryan, pensándolo.
Las personas con la garganta cortada armaban mucho barullo. Si le cortabas la tráquea, se producía un sonido espantoso, y, si no, la gente soltaba unos gritos horribles antes de morir. Y había que contar con la sangre que se escapaba a borbotones como de una manguera cortada y te ponía perdido. En cambio, si querías matar a alguien en un santiamén y tú eras fuerte y el otro ya estaba un poco maltrecho, la base del cráneo, en el punto donde la médula espinal se junta con el cerebro, era el lugar ideal para hacer un trabajo rápido, silencioso y relativamente limpio.
—Los dos camellos se encontraban a un par de manzanas de distancia y la hora de la muerte es casi la misma. Nuestro amigo los liquida, echa a andar, dobla una esquina y ve que alguien está atracando a la señora Charles.
El teniente Ryan sacudió la cabeza.
—¿Por qué no seguir adelante? Lo más lógico hubiera sido cruzar la calle. ¿Para qué meterse en camisa de once varas? ¿Un asesino con sentido de la justicia? —Allí era donde empezaba a fallar la teoría—. Y, si es un solo sujeto el que se está cargando a los camellos, ¿qué motivo tiene? Dejando aparte a los dos de anoche, el móvil parece ser el robo. Quizá con esos dos ocurrió algo que le impidió llevarse el dinero y la droga. ¿Un automóvil que bajaba por la calle tal vez, algún ruido? Si se trata de un ladrón, la cosa no encaja con lo de la señora Charles y su atracador. Todo eso no son más que conjeturas, Tom.
—¡Cuatro incidentes separados sin pruebas físicas, un tipo que lleva guantes… y un borracho que lleva guantes!
—No basta, Tom.
—Tendré que decirles a los del distrito Oeste que estrechen la vigilancia.
Ryan asintió.
Era la medianoche cuando salió de su apartamento. El barrio estaba tranquilo las noches de los días laborables. Los inquilinos del viejo edificio de apartamentos no se metían en los asuntos de los demás. Kelly sólo le había estrechado la mano al administrador. Unas corteses inclinaciones de cabeza y nada más. En el edificio no había niños sino sólo personas de mediana edad, casi todas casadas, y algún que otro viudo o soltero. La mayoría de inquilinos eran oficinistas, muchos de ellos iban en autobús a sus lugares de trabajo en el centro de la ciudad, miraban la televisión por la noche y se iban a la cama hacia las diez o las once. Kelly procuró no hacer ruido y bajó con el Volkswagen por el Loch Rayen Boulevard, pasando por delante de varias iglesias, complejos de apartamentos y el estadio municipal. Los barrios que atravesó iban bajando progresivamente de categoría —clase media, clase obrera y clase marginada— hasta llegar a los edificios comerciales del centro de la ciudad todavía cerrados. Repetiría su rutina de siempre, pero aquella noche sería distinta.
Sería la noche de su máximo triunfo. Correría un riesgo, pero eso era inevitable, se dijo Kelly mientras conducía. No le gustaban los guantes quirúrgicos. La goma le hacía sudar las manos y la sensación era muy desagradable. Sin embargo, la alternativa estaba absolutamente descartada. Recordó que en Vietnam había tenido que soportar muchas cosas que no le gustaban, por ejemplo, las sanguijuelas. Se estremecía de sólo pensar en ellas. Eran peores que las ratas. Por lo menos, las ratas no te chupaban la sangre.
Kelly decidió tomarse las cosas con calma, circulando alrededor de su objetivo casi al azar mientras estudiaba la situación. Mereció la pena. Vio a un par de policías conversando con un vagabundo, uno de ellos dos pasos atrás en una actitud aparentemente casual. Sin embargo, la distancia que mediaba entre ambos agentes le dijo a Kelly todo lo que necesitaba saber: uno de ellos estaba cubriendo al otro. El borracho misterioso debía de parecerles un individuo teóricamente peligroso.
«Te están buscando a ti, Johnny», pensó, y enfiló una nueva calle.
Sin embargo, los policías no iban a cambiar sus costumbres, ¿verdad? Vigilar y hablar con los borrachos sería para ellos una tarea adicional durante unas noches, pero tenían cosas más importantes que hacer: atender las alarmas de atracos, las llamadas por disputas familiares e incluso las denuncias por infracciones del tráfico. No, el hostigamiento de los borrachos no era más que un pequeño detalle adicional en las normales pautas de las patrullas y Kelly se había tomado la molestia de averiguar cuáles eran aquellas pautas. Por consiguiente, el riesgo era en cierto modo previsible y Kelly pensaba que ya había agotado todo el cupo de mala suerte que pudiera corresponderle en aquella misión. Sólo una vez más y cambiaría de sistema. No sabía qué haría, pero, si todo salía bien, conseguiría la información que necesitaba.
«Gracias», le dijo a su destino al llegar a una manzana de distancia de la casa de piedra arenisca de la esquina. El Roadrunner estaba allí mismo y eso que todavía era temprano. Seguramente sería noche de cobro; la chica no estaría. Pasó por delante de la casa y siguió hasta la siguiente manzana antes de girar a la derecha, recorrer otra manzana y girar de nuevo a la derecha. Vio un coche de la policía y consultó su reloj. Llevaba un adelanto de cinco minutos sobre su horario normal. La siguiente patrulla no pasaría hasta dos horas más tarde, pensó Kelly mientras giraba otra vez a la derecha para dirigirse a la casa de la esquina. Aparco lo más cerca que se atrevió, bajó y se alejó de la casa hasta la siguiente manzana para ponerse el disfraz.
En aquella manzana había dos camellos independientes. Parecían un poco nerviosos. A lo mejor se estaba corriendo la voz, pensó Kelly y sonrió. Unos cuantos colegas suyos habían desaparecido y seguramente estaban preocupados. Le hizo gracia pensar en lo frágiles que eran sus vidas y en lo cerca que habían estado de la muerte sin que ellos lo supieran. Pero no tenía que distraerse con tonterías, se dijo, doblando otra esquina para dirigirse a su objetivo. Se detuvo y miró alrededor. Ya pasaba la una de la madrugada y se estaba instaurando la calma propia del término de cualquier jornada laboral, incluidas las de carácter ilegal. La actividad de la calle estaba disminuyendo, tal como él sabía gracias a las operaciones de vigilancia que había llevado a cabo. Kelly no vio nada raro en la calle mientras se dirigía hacia el sur pasando por entre las casas de piedra arenisca y los edificios de ladrillo de aquella calle. Tenía que concentrarse para caminar haciendo eses. Uno de los asesinos de Pam se encontraba ahora a unos cien metros de distancia. Y puede que hubiera dos. Kelly evocó de nuevo el semblante de Pam, su voz y su cuerpo. Su rostro se petrificó como una máscara, sus manos se cerraron en puño y sus piernas bajaron con paso decidido por la ancha acera, pero sólo por unos segundos. Después se le aclararon las ideas y respiró hondo cinco veces.
«La táctica», murmuró, aminorando la marcha y contemplando la casa de la esquina, situada a sólo treinta metros de distancia.
Bebió un buen trago de vino y dejó que le goteara por la pechera de la camisa. «Serpiente de Chicago, objetivo a la vista. En marcha».
El centinela, o lo que fuera, se delató. La luz de las farolas iluminó el humo de cigarrillo que emergía de la puerta, revelándole a Kelly la posición exacta de su primer blanco. Se pasó la botella de vino a la mano izquierda y dobló los dedos de la derecha para calentar los músculos. Al llegar a la altura de los peldaños, tosió y tropezó con ellos. Después subió, sabiendo que la puerta estaba entornada, y cayó contra ella, desplomándose a los pies del hombre que había visto en compañía de Billy. La botella se rompió. Kelly empezó a gimotear mientras la mancha de vino se extendía por el suelo.
—Has tenido mala suerte, tío capullo —dijo una voz sorprendentemente amable—. Será mejor que te largues de aquí.
Kelly, a gatas, siguió gimoteando, tosió un poco más y volvió la cabeza para ver las piernas y los zapatos del hombre y confirmar su identidad.
—Vamos, tío.
Unas fuertes manos lo levantaron. Kelly dejó los brazos colgando y desplazó uno de ellos hacia la espalda mientras el hombre lo levantaba. Se tambaleó y se volvió, casi sostenido en vilo por el hombre. Todas las semanas de adiestramiento, preparación y cuidadosa labor de reconocimiento se reunieron en un solo instante.
La mano izquierda de Kelly golpeó violentamente el rostro del hombre y la derecha le clavó la navaja entre las costillas. Tenía los sentidos tan alerta que las yemas de sus dedos percibieron las pulsaciones del corazón, tratando de latir mientras la navaja de combate de dos filos lo rajaba por la mitad. Kelly retorció la hoja clavada mientras el cuerpo se estremecía. Los ojos del hombre miraron con expresión aterrorizada mientras las rodillas se doblaban. Kelly lo dejó caer muy despacio sin soltar la navaja. Esta vez quería saborear al máximo el placer. Había preparado minuciosamente aquel momento y no podía contener su emoción.
—¿Te acuerdas de Pam? —le musitó al moribundo.
Tuvo la satisfacción de ver una mirada de reconocimiento mezclada con una expresión de dolor antes de que los ojos se quedaran en blanco.
Serpiente.
Esperó y contó hasta sesenta antes de retirar la navaja y limpiar la hoja en la blanca pechera de la víctima. Era una navaja estupenda y no merecía mancharse con una sangre tan asquerosa.
Decidió descansar un momento y respiró hondo, pasando del júbilo de la sangrienta venganza a la satisfacción profesional del trabajo bien hecho. Había dado en el blanco que buscaba, el ayudante. El objetivo principal se encontraba en el piso de arriba. Todo se estaba desarrollando según lo previsto. Se concedió un minuto exacto para serenarse.
Los peldaños crujieron bajo el peso de sus pies. Atenuó el ruido pegándose a la pared, minimizando el crujir de las tablas de madera y moviéndose muy despacio con la mirada dirigida hacia arriba, pues abajo ya no había nada que temer. Había enfundado la navaja y ahora empuñaba en una mano su 45/22 con el silenciador enroscado mientras la otra se deslizaba por la agrietada pared de yeso.
En mitad de la escalera oyó unos sonidos que no eran los de la sangre circulando velozmente por sus arterias. Una palmada, un sollozo, un gemido. Distantes ruidos humanos, seguidos de una cruel risa apenas audible en el momento en que Kelly alcanzó el rellano y giró a la izquierda, hacia el lugar de donde procedían los sonidos. Rápida y afanosa respiración.
«¡Mierda!», pensó, pero ya no podía detenerse.
—Por favor…
El desesperado susurro hizo que Kelly empuñara con más fuerza la culata del arma. Avanzó lentamente por el pasillo de arriba, pegado a la pared. La luz del dormitorio principal iluminaba el pasillo. Era la luz de las farolas de la calle a través de los sucios cristales de las ventanas, pero los ojos de Kelly estaban acostumbrados a la oscuridad y vieron sombras en una pared.
—¿Qué pasa, Doris? —preguntó una voz masculina en el momento en que Kelly apareció en el marco de la puerta.
En la habitación había una mujer arrodillada en un colchón y con la cabeza inclinada. Una mano le estaba sobando con violencia los pechos. Kelly observó que la boca de la mujer se abría en muda expresión de dolor y recordó la fotografía que el investigador le había mostrado. «Tú le hiciste eso a Pam, ¿no es cierto, maldito bastardo?». Un líquido blancuzco goteaba de la cara de la chica y el rostro que la miraba sonreía cuando Kelly entró en la estancia.
Su voz sonó relajada y casi cómica:
—Eso parece muy divertido. ¿Puedo jugar yo también?
Billy se volvió, contempló la sombra que acababa de hablar y vio un brazo extendido que empuñaba una enorme pistola automática. El rostro se volvió hacia un montón de ropa y una bolsa. Billy estaba desnudo y en la mano izquierda sostenía un extraño objeto. La ropa y la bolsa se encontraban a tres metros de distancia.
—Ni se te ocurra, Billy —dijo Kelly afablemente.
—¿Quién demonios…?
—Boca abajo y espatarrado, si no quieres que te arranque de un disparo esa mierda de polla que tienes. —Kelly rectificó la puntería. Era curioso que los hombres atribuyeran tanta importancia a aquel órgano y que fuera tan fácil intimidarlos con una simple amenaza a su integridad. Pero el cerebro era mucho más grande y, por consiguiente, un blanco mejor—. ¡Boca abajo!
Billy obedeció. Kelly empujó a la chica contra el colchón y se sacó del cinto un alambre con el que ató fuertemente las manos de Billy. La mano izquierda sostenía todavía unos alicates que Kelly utilizó para apretar un poco más el alambre, arrancándole a Billy un jadeo.
¿Alicates?
Menudo animal era ese Billy.
La chica le miraba con los ojos muy abiertos. Respiraba afanosamente, pero sus movimientos eran pausados y la cabeza estaba ladeada. La habían drogado. Y ella le había visto la cara y en aquellos momentos lo estaba mirando con interés.
«¿Por qué tenías que estar aquí? Esto no figuraba en el programa. Eres una complicación. Tendría que… tendría que… si lo haces, John, ¿qué clase de basura serás? ¡Mierda!».
A Kelly empezaron a temblarle las manos. La situación era francamente complicada. Si dejaba vivir a la chica, lo describiría. Y esa descripción bastaría para que se iniciara una caza en toda regla, lo cual le impediría acabar su misión. Pero el mayor peligro lo corría su alma. Si mataba a la chica, estaría perdido para siempre. De eso estaba seguro. Kelly cerró los ojos y meneó la cabeza. Todo hubiera tenido que discurrir como la seda.
«Son fatalidades que ocurren de vez en cuando, Johnny».
—Vístete —le ordenó a la chica, arrojándole unas prendas—. Ahora mismo, y no te muevas de ahí.
—¿Quién eres? —preguntó Billy, ofreciéndole a Kelly la oportunidad de desahogar la cólera que sentía.
—Como te atrevas a respirar te salto la tapa de los sesos, ¿entendido?
«¿Y ahora qué demonios hago?», se preguntó Kelly mirando a la chica, que trataba de ponerse las bragas. La luz le iluminó los pechos y a Kelly se le revolvió el estómago al ver las marcas que tenían.
—Date prisa —le dijo.
«Maldita sea, maldita sea, maldita sea». Kelly examinó el alambre de cobre que maniataba a Billy y decidió pasarle otra vuelta por los codos, haciéndole mucho daño y forzándole los hombros para que no ofreciera resistencia. Para redondear la cosa, levantó a Billy por los brazos y le arrancó un grito de dolor.
—Duele un poco, ¿verdad? —le dijo, poniéndole una mordaza y empujándole hacia la puerta—. Camina. Y tú también —añadió, dirigiéndose a la chica.
Los condujo a la planta baja. En el suelo había vidrios rotos y los pies de Billy sufrieron algunos cortes. Lo que más sorprendió a Kelly fue la reacción de la chica al ver el cuerpo al pie de la escalera.
—¡Rick! —exclamó la chica, arrodillándose para acariciarlo.
«Tenía un nombre», pensó Kelly, e hizo levantar a la chica.
—Al fondo.
Los llevó hasta la cocina y se asomó a la puerta de atrás. Lo que venía a continuación sería muy peligroso, pero Kelly ya estaba acostumbrado al peligro. Los condujo fuera. La chica miró a Billy y este la miró a ella, haciéndole indicaciones con los ojos. Kelly se extrañó al ver que la chica respondía a la silenciosa petición de su torturador. Asiéndola del brazo, la apartó a un lado.
—No se preocupe por él, señorita —dijo, señalando el automóvil mientras sujetaba a Billy.
Una voz le sugirió que, en caso de que la chica intentara ayudar a Billy, tendría una excusa para…
«¡No, maldita sea!».
Kelly abrió la portezuela del vehículo, obligó a Billy a subir y acomodó a la chica en el asiento delantero. Luego rodeó el coche y se sentó al volante. Antes de ponerse en marcha, ató con un cordón eléctrico las rodillas y los tobillos de Billy.
—¿Quién es usted? —preguntó la chica en cuanto el automóvil empezó a moverse.
—Un amigo —contestó Kelly—. No le haré daño. Si lo hubiera querido la habría dejado con Rick, ¿entiende?
Su respuesta fue chapurreada, pero aun así Kelly se sorprendió:
—¿Por qué le mató? Era bueno conmigo.
«Pero ¿qué demonios dice?», pensó Kelly, mirándola. Tenía el rostro lleno de magulladuras y el cabello enmarañado. Miró de nuevo la calle. Pasó un coche de la policía que seguramente se dirigía a atender una llamada. Kelly pegó un leve respingo, pero el vehículo desapareció al doblar una esquina en dirección norte. «Piensa rápido, chico».
Kelly podía hacer muchas cosas, pero sólo una de las alternativas le parecía realista. «¿Realista? —se preguntó—. Pues claro».
No es normal oír sonar el timbre de la puerta a las tres de la madrugada. Al principio pensó que lo había soñado, pero, al abrir los ojos, creyó oír de nuevo el sonido. Aun así, debía de haberlo soñado, se dijo, sacudiendo la cabeza. Estaba a punto de volver a cerrar los ojos cuando el sonido se repitió. Se levantó, se puso una bata y bajó a la planta baja, demasiado desorientada como para sentir miedo. Vio una sombra en el porche y encendió la luz al abrir la puerta.
—¡Apaga la maldita luz!
La áspera voz le era familiar, por lo que obedeció sin rechistar.
—¿Qué estás haciendo aquí?
A su lado había una chica con un aspecto espantoso.
—Llama y diles que estás indispuesta. Hoy no irás a trabajar. Cuidarás de ella. Se llama Doris —explicó Kelly con el tono autoritario propio de un cirujano en mitad de una complicada operación.
—¡Un momento! —Sandy puso los brazos en jarras mientras los pensamientos se arremolinaban en su cabeza. Kelly llevaba una sucia peluca de mujer… Iba sin afeitar, vestía unas prendas horribles y sus ojos brillaban con un extraño fulgor. Estaba tan furioso que las manos le temblaban de rabia.
—¿Te acuerdas de Pam? —preguntó Kelly con tono apremiante.
—Sí, pero…
—Esta chica se encuentra en su misma situación. Yo no la puedo ayudar ahora. Tengo algo que hacer.
—¿Qué estás haciendo, John? —preguntó Sandy.
De pronto lo comprendió todo. Las noticias de la televisión que había visto mientras cenaba en la cocina; la mirada de Kelly en el hospital; la mirada que ahora tenía, tan parecida a la otra, pero al mismo tiempo tan distinta. La desesperada compasión y la confianza que ahora le pedía.
—Alguien le ha propinado una paliza, Sandy. Necesita ayuda.
—John— dijo Sandy en un susurro. —John… estás depositando tu vida en mis manos…
Kelly soltó una carcajada que fue casi un irónico resoplido.
—Bueno, es que lo hiciste muy bien la otra vez, ¿te acuerdas? Empujó a Doris hacia la puerta y luego regresó al coche sin mirar hacia atrás.
—Me siento mareada —dijo Doris.
Sandy la acompañó al lavabo de la planta baja y llegó a tiempo al váter. La joven permaneció arrodillada un par de minutos, vaciando su estómago en la blanca taza de porcelana. Luego levantó los ojos. Bajo la luz de las bombillas reflejadas en los blancos azulejos de las paredes, Sandra O’Toole vio el rostro del infierno.