XVIII. LA INTERFERENCIA

—Vuelve a hacerlo —le dijo a Sandy.

Cloc.

—Muy bien, ya lo tengo —dijo.

Se inclinó sobre el Plymouth Satellite de Sandy con las mangas arremangadas tras haberse quitado la chaqueta y la corbata. Tenía las manos perdidas tras haber pasado media hora trabajando.

—¿Lo has conseguido?

Sandy descendió del coche con las llaves en la mano, lo cual resultaba ridículo, pues el maldito trasto se negaba a ponerse en marcha. ¿Por qué no dejarlas puestas para que algún ladrón de automóviles se volviera loco?, se preguntó.

—Es el interruptor solenoide.

—¿Y eso qué es? —preguntó Sandy, acercándose para contemplar el pringoso misterio del motor.

—El contacto no proporciona toda la electricidad que necesita el arranque, por cuyo motivo dicho interruptor controla este otro de mayor tamaño. —Kelly lo señaló con una llave inglesa—. Activa un electroimán que entra en contacto con el interruptor grande, que es el que envía la electricidad al arranque del motor. ¿Me sigues?

—Creo que sí —contestó Sandy—. Me dijeron que tenía que cambiar la batería.

—Supongo que sabes que a los mecánicos les encanta…

—¿Tomarles el pelo a las mujeres porque no tienen idea de coches? —dijo Sandy, completando la frase con una mueca.

—Algo así. Oye, tendrás que pagar algo de todos modos —dijo Kelly, rebuscando en su caja de herramientas.

—¿De veras?

—Voy demasiado sucio para llevarte a un restaurante. Tendremos que comer aquí— contestó Kelly, desapareciendo debajo del vehículo con su blanca camisa y los pantalones de estambre. Un minuto después volvió a salir con las manos ennegrecidas. —Inténtalo.

Sandy subió y accionó el arranque. La batería estaba un poco floja, pero el motor se puso en marcha.

—Déjalo así para que se cargue.

—¿Qué era?

—Un cable flojo. Lo he tensado un poco—. Kelly se miró la ropa e hizo una mueca. Sandy también la hizo. —Tienes que llevarlo al taller para que le pongan una arandela de seguridad en la tuerca. De ese modo no se volverá a aflojar.

—No era necesario que…

—Mañana tienes que ir al hospital, ¿no?— dijo comprensivamente Kelly. —¿Dónde puedo lavarme?

Sandy le acompañó al interior de la casa y le indicó el cuarto de baño.

—¿Dónde aprendiste a arreglar automóviles averiados? —le preguntó Sandy, ofreciéndole un vaso de vino cuando Kelly regresó al salón.

—Mi padre era un mecánico de primera. No olvides que era bombero. Tuvo que aprender todas esas cosas y le encantaban. Lo aprendí todo de él. Gracias —añadió, brindando. No era muy aficionado al vino, pero reconocía que el sabor era muy bueno.

—Ah, ¿sí?

—Murió estando yo en Vietnam, de un infarto, mientras se encontraba de servicio. Mi madre también murió, cáncer de hígado, cuando yo estudiaba en la universidad —explicó Kelly con la mayor indiferencia que pudo aparentar. El dolor se había suavizado un tanto—. Fue muy duro para mí. Papá y yo estábamos muy unidos. Era un fumador empedernido y probablemente eso lo mató. Yo entonces estaba enfermo de una infección contraída durante una misión y no pude regresar a casa. Por consiguiente, seguí en el hospital hasta que me puse mejor.

—Me extrañaba que nadie te visitara en el hospital —dijo Sandy, percatándose de lo solo que estaba John Kelly.

—Tengo un par de tíos y varios primos, pero no nos vemos demasiado.

Ahora todo estaba un poco más claro, pensó Sandy. Había perdido a su madre a una edad muy temprana y de una forma especialmente cruel y dolorosa. Probablemente siempre habría sido un mocetón inflexible y orgulloso, aunque incapaz de cambiar las cosas por sí mismo. Todas las mujeres de su vida le habían sido arrebatadas de una u otra manera: su madre, su mujer y su amante. Debía de albergar un profundo sentimiento. Y eso explicaba su actitud ante Khofan: había experimentado la necesidad de protegerla. Ella seguía pensando que hubiera podido resolver la situación sin ayuda, pero ahora lo comprendía todo un poco mejor. Además, Kelly no se acercaba demasiado a ella ni la desnudaba con los ojos, algo que Sandy no soportaba, aunque dejaba que los pacientes lo hicieran para contribuir a animarlos un poco. Kelly la trataba como a una amiga, tal como hubiera hecho uno de los oficiales amigos de Tim, mezclando la familiaridad con el respeto y viéndola antes como una persona y después como una mujer. Y eso a Sandra Manning O’Toole le encantaba. A pesar de su corpulencia y su dureza de carácter no había nada que temer de aquel hombre. Resultaba un poco raro pensar semejante cosa en los albores de una relación, en caso de que efectivamente se tratara de eso.

Un sordo rumor anunció la llegada del periódico de la tarde. Kelly fue a recogerlo y echó un vistazo a la primera plana antes de dejarlo sobre una mesita auxiliar. Uno de los artículos de la primera plana en aquel soñoliento día estival se refería al hallazgo de otro traficante de droga muerto. Sandy le vio leer los dos primeros párrafos.

El creciente control que ejercía Henry sobre el tráfico de drogas local permitía establecer casi con toda certeza que el muerto era uno de sus distantes colaboradores. Le conocía por su apodo callejero y en el artículo se mencionaba que su nombre era Lionel Hall. Henry no le había conocido personalmente, pero le habían dicho que Bandanna era un tío muy listo al que convenía tener en cuenta. Pero no lo había sido bastante, pensó Tucker. El ascenso hacia el éxito en aquel negocio era muy empinado y tenía peldaños muy resbaladizos. El proceso de selección era brutalmente darwiniano y Lionel Hall no había estado a la altura de las exigencias de su nueva profesión. Una pena, pero qué remedio. Henry se levanto del sillón y se desperezó. Se había despertado muy tarde porque dos días atrás se había hecho cargo nada menos que de quince kilos de «género», como se había acostumbrado a llamarlo. El recorrido de ida y vuelta en barco hasta el punto de recogida había sido agotador. Henry empezaba a cansarse de aquella tapadera; sin embargo, eso era peligroso y él lo sabía. Esta vez se había limitado a observar cómo hacían el trabajo sus hombres. Y dos nuevos hombres sabían más de la cuenta, pero él necesitaba gente que realizase aquellas tareas. Había personas de poca monta que, conscientes de serlo, sabían que sólo podían prosperar cumpliendo órdenes a rajatabla.

Las mujeres lo hacían mejor que los hombres. Estos tenían más orgullo y lo alimentaban abrigando sueños de grandeza. Tarde o temprano alguno de los suyos se rebelaba y creaba problemas. En cambio, a las chicas podía intimidarlas más fácilmente y, por si fuera poco, disponía de sus cuerpos siempre que quisiera. Tucker esbozó una sonrisa.

Doris despertó a las cinco de la madrugada con la cabeza a punto de estallar a causa de los barbitúricos y el whisky que alguien le había proporcionado. El dolor le hizo recordar que tendría que vivir un día más y que la mezcla de medicamentos y alcohol no había surtido el efecto esperado cuando contemplaba el vaso, vacilaba y finalmente se bebía el contenido en presencia de los demás. Lo ocurrido tras tomarse el whisky y las pastillas lo recordaba muy vagamente y tan mezclado con otras noches similares que le resultaba difícil distinguir lo reciente de lo antiguo.

Ahora tenían más cuidado. Pam les había alertado al respecto. Doris se incorporó y contempló el grillete que le sujetaba el tobillo. El otro extremo estaba fijado a una cadena unida a una argolla de la pared. No se le ocurrió que podía intentar romperla. Una joven saludable lo hubiera conseguido con unas cuantas horas de denodados esfuerzos. Sin embargo, la huida equivalía a la muerte, una muerte especialmente dolorosa y prolongada. Por mucho que ella deseara escapar de aquella horrenda existencia de pesadilla, el dolor la acobardaba. Se levantó y la cadena chirrió. Poco después entró Rick.

—Hola, nena —dijo el joven, esbozando una sonrisa más de diversión que de afecto. Se inclinó, le quitó los grilletes y le señaló el cuarto de baño—. Toma una ducha. La necesitas.

—¿Dónde aprendiste a preparar platos chinos? —preguntó Kelly.

—Me enseñó una enfermera con quien trabajé el año pasado. Nancy Wu. Ahora da clases en la Universidad de Virginia. ¿Te gusta?

—Desde luego.

Si la distancia más corta hasta el corazón del hombre pasa por el estómago, uno de los mejores cumplidos que puede hacerle un hombre a una mujer es repetir la comida. No bebió más de un vaso de vino, pero engulló la comida tan ávidamente como le permitía la buena educación.

—No exageres —dijo Sandy, ansiosa de recibir otro cumplido—. Es mucho mejor que lo que yo me preparo, pero si piensas escribir un libro de cocina, necesitas a alguien con mejor gusto.

—Kelly levantó la vista del plato. —Una vez estuve una semana en Taipei y esto es casi tan bueno como lo que comí allí.

—¿Y para qué fuiste allí?

—Unas vacaciones por haber resultado herido —explicó Kelly escuetamente. No todo lo que él y sus amigos habían hecho se podía explicar a una señora. De pronto, se dio cuenta de que ya había dicho demasiado.

—Eso es lo que Tim y yo teníamos previsto. Nos reuniríamos en Hawai, pero… —Sandy se interrumpió.

Kelly deseó alargar el brazo y tomar su mano para consolarla, pero temía que ella lo considerara una insinuación.

—Ya lo sé, Sandy. Bien, ¿qué más sabes guisar?

—Muchas cosas. Nancy estuvo cuatro meses conmigo y me hacía cocinar cada día. Es una profesora estupenda.

—Lo creo. —Kelly rebañó el plato—. ¿Qué horario tienes?

—Suelo levantarme a las cinco y cuarto y salgo de casa poco después de las seis. Me gusta llegar al hospital media hora antes de que cambie el turno para poder comprobar el estado de los pacientes y prepararme para los nuevos ingresos de quirófano. Es una unidad de mucho ajetreo. ¿Y tú?

—Bueno, depende de lo que tenga que hacer. Cuando disparo…

—¿Disparas? —preguntó Sandy, sorprendida.

—Explosivos, es mi especialidad. La planificación y organización lleva mucho tiempo. Por regla general tenemos varios ingenieros que se preocupan mucho y nos explican cómo hacerlo. Olvidan que es mucho más fácil hacer estallar una cosa que prepararla. De todos modos, yo tengo mi método especial.

—¿Cuál es?

—Cuando trabajo en inmersión, hago estallar algunas cápsulas detonantes antes de efectuar los disparos de verdad. —Kelly soltó una risita—. Para asustar a los peces.

Sandy le miró, perpleja.

—Ah, ¿para alejarlos y no hacerles daño?

—Exacto. Es un capricho personal.

Otro detalle. Había matado en la guerra, había amenazado a un cirujano y a un guardia de seguridad, pero se tomaba la molestia de proteger a los peces.

—Eres un hombre muy raro.

Kelly asintió.

—No mato por placer. Antes era aficionado a la caza, pero lo dejé. Practico un poco la pesca, pero no con dinamita. Disparo las cápsulas a bastante distancia del objetivo… para que no resulte afectada la parte importante de mi trabajo. El ruido los asusta y los induce a alejarse. ¿Para qué causarles un daño innecesario? —dijo Kelly.

Fue un gesto automático. Doris era un poco miope y las marcas parecían manchas de suciedad cuando el agua de la ducha le nublaba los ojos, pero no lo eran y no desaparecían aunque las frotara. Simplemente se desplazaban a otras zonas de su cuerpo según los caprichos de los hombres que se las provocaban. Las frotó con las manos y el dolor le hizo comprender que eran vestigios de las «fiestas» más recientes. El esfuerzo de lavarse era inútil. Sabía que jamás volvería a estar limpia. La ducha sólo era útil para eliminar el olor. Lo tenía claro incluso Rick, el más simpático de ellos, pensó Doris, contemplando el moretón que este le había hecho, no tan doloroso como las magulladuras que solía causarle Billy.

Salió de la ducha y se secó. Era el único lugar ligeramente pasable de toda la estancia. Nadie se molestaba jamás en limpiar la pila o la taza del excusado, y el espejo estaba roto.

—Así estás mucho mejor —dijo Rick, ofreciéndole una pastilla.

—Gracias.

De esta manera comenzaba un nuevo día, con una pastilla de barbitúrico para distanciarla de la realidad y para que la vida le resultara si no cómoda por lo menos soportable. Justo lo mínimo. Con una pequeña ayuda de sus amigos, que se ocupaban de que ella pudiera resistir la realidad que ellos mismos creaban. Doris se tragó la pastilla con un poco de agua, confiando en que le hiciera efecto en seguida. De este modo, se suavizaba el dolor y se establecía una distancia entre su persona y su propio yo. Antes, la distancia era tan grande que la vista no podía abarcarla, pero ya no. Contempló el sonriente rostro de Rick.

—Tú sabes que te quiero, nena —dijo este alargando la mano para acariciarla.

Una débil sonrisa al sentir el roce de su mano.

—Sí.

—Esta noche habrá una fiesta especial, Doris. Vendrá Henry.

Clic. A Kelly casi le pareció oír el sonido al descender del Volkswagen, a cuatro manzanas de la casa de piedra arenisca de la esquina, pasando de una personalidad a otra. Entrar en la «selva» se estaba convirtiendo en una tarea rutinaria. Había logrado alcanzar un nivel de serenidad que aquella noche resultaba especialmente patente. Lo atribuyó a la comida, la primera que compartía con otro ser humano en… ¿cuánto tiempo? ¿Cinco, seis semanas? Regresó a lo suyo.

Se situó al otro lado del cruce, pegado a unos peldaños de mármol bajo cuya sombra podía ocultarse para aguardar la llegada del Roadrunner. De vez en cuando levantaba la botella de vino —esta vez era de vino tinto, no blanco como la primera— y simulaba echar un trago mientras sus ojos escudriñaban incesantemente las aceras y las ventanas de la casa.

Algunos automóviles ya le eran familiares. Vio el Kharman–Ghia negro que había intervenido en el episodio que desembocó en la muerte de Pam. Observó que el conductor llevaba bigote y tenía aproximadamente su edad. Le vio recorriendo la calle en busca de su conexión y, por un instante, se le heló la sangre al recordar el desastre provocado por su imprudente maniobra. Deseó cobrarse una venganza que pareciera un accidente o la obra de algún gamberro, pero no hubiera sido justo vengar un accidente. Se preguntó qué problema tendría aquel hombre que, para aliviar su congoja, tenía que trasladarse desde su casa hasta aquel lugar, poniendo en peligro su integridad física y estropeando su vida con la droga. Además, con su dinero financiaba en cierto modo el tráfico de droga y daba lugar a un reguero de corrupción y destrucción. ¿Acaso no lo sabía? ¿Acaso no ignoraba el destino de su dinero?

Había otra cosa que Kelly procuraba ignorar. Allí había gente que intentaba vivir honradamente, gente que vivía de la beneficencia o que ejercía humildes oficios y corría constantes peligros y soñaba con mudarse a un lugar donde fuese posible llevar una existencia normal. Aquella gente se esforzaba en no prestar atención a los traficantes y, en su mezquina rectitud, tampoco prestaba atención a los vagabundos como Kelly, cosa que este no le reprochaba. En semejante ambiente todos tenían que ocuparse de la supervivencia personal. La conciencia social era un lujo que la mayoría de la gente no se podía permitir. Hay que disfrutar de una mínima y rudimentaria seguridad personal para poder echar mano del excedente y aplicarlo a los más necesitados… y además, ¿cuántos auténticos necesitados había por allí?

Algunas veces el ser un hombre constituía un placer incomparable, pensó Henry en el cuarto de baño. El rechoncho cuerpo y el voluminoso busto de Doris tenían también sus encantos. María, la tontaina flacucha de Florida; Xantha, la más adicta y la que más quebraderos de cabeza le daba; y Roberta y Paula. Ninguna de ellas rebasaba demasiado la veintena y dos eran todavía adolescentes. Todas iguales y todas distintas. Se aplicó un poco de after–shave a la cara. Hubiera tenido que contar con una señora para su uso exclusivo, una mujer espectacular que pudiera exhibir y que los demás hombres le envidiasen. Pero eso era un poco arriesgado porque llamaba la atención. No, así estaba bien. Abandonó el cuarto de baño descansado y relajado. Doris todavía se encontraba allí semiinconsciente a causa de la sesión de sexo y las dos pastillas de premio, mirándole con una sonrisa que a él le resultaba aceptablemente respetuosa. Había emitido los correspondientes jadeos en los momentos oportunos y había hecho por iniciativa propia las cosas que a él le gustaban. A él no le importaba prepararse los tragos y le encantaban el silencio y la soledad, pero el silencio de una pobre idiota en la casa era algo terriblemente aburrido. Tuvo la delicadeza de inclinarse y acercarle un dedo a los labios para que ella lo besara, mirándole con los ojos extraviados.

—Que duerma un rato —le dijo Henry a Billy al salir.

—Muy bien. De todos modos, esta noche tengo que hacer un servicio —le recordó Billy.

—Ah, ¿sí?

Todavía bajo los efectos de los placenteros momentos que acababa de vivir, Tucker lo había olvidado. Henry Tucker también era humano, o al menos eso creía.

—Anoche a Little Man le faltaron mil pavos. Hice la vista gorda porque fue la primera vez y el tío dijo que se había equivocado en las cuentas. La multa son cinco de los grandes, ¿no es así?

Tucker asintió con la cabeza. Little Man siempre se había mostrado respetuoso y era la primera vez que cometía un error.

—Hazle saber que un error es lo máximo que tolera la casa.

—Sí, señor —dijo Billy.

—Y procura que no se corra la voz.

Ahí estaba el problema. En realidad los problemas eran varios, pensó Tucker. En primer lugar, los camellos eran unos miserables estúpidos cegados por la codicia. No comprendían que un trabajo satisfactorio equivalía a unas ganancias regulares, lo cual redundaba en beneficio de todos. Pero los camellos eran delincuentes que no sabían pensar y actuar como hombres de negocios… y eso no tenía vuelta de hoja. De vez en cuando, alguno de ellos moría de un navajazo a raíz de una pelea callejera. Otros eran tan necios como para comerciar por su propia cuenta; a esos Henry procuraba quitárselos de encima. De vez en cuando, algunos forzaban los límites y se embolsaban unos cientos de dólares, cuando trabajando correctamente hubieran podido ganar una cantidad muy superior. Tales casos sólo tenían un remedio y Henry los había utilizado como carnaza para la policía. Seguramente Little Man había dicho la verdad. Su disposición a pagar la elevada multa lo demostraba, como también lo demostraba el hecho de que valoraba los suministros regulares, que habían ido aumentando en los últimos meses. Billy sabía que, en los meses sucesivos, tendrían que vigilar muy de cerca a Little Man.

Lo que más fastidiaba a Tucker era ocuparse personalmente de nimiedades tales como los errores de contabilidad de Little Man. Sabía que aquella situación era transitoria, una consecuencia del natural proceso de transición de vendedor local de poca monta a importante distribuidor. Tendría que empezar a delegar su autoridad en otras personas y permitir, por ejemplo, que Billy asumiera mayor responsabilidad. Pero ¿estaba preparado para eso? Buena pregunta, pensó Henry, abandonando el edificio. Le entregó un billete de diez dólares al chico que había vigilado su coche. Billy tenía muy buena mano para controlar a las chicas. Era un tipo muy listo, originario de la región minera de Kentucky y sin antecedentes penales. Ambicioso y buen trabajador en equipo. Quizá estaba preparado para subir un peldaño.

Por fin, pensó Kelly. Eran las 2.15 cuando apareció el Roadrunner tras una hora de espera. Se acurrucó en la sombra y echó un buen vistazo al hombre. Billy y su compinche. Riéndose de algo. El otro tropezó en los peldaños, a lo mejor porque llevaba unas copas de más; mientras caía, Kelly vio alrededor un revoloteo de papeles que debían de ser billetes de banco.

«¿Aquí es donde cuentan el dinero? —se preguntó Kelly—. Muy interesante». Ambos hombres se agacharon para recoger los billetes y Billy le dio a su compañero una juguetona palmada en el hombro, diciéndole algo que Kelly no oyó desde la distancia de cincuenta metros a la que se encontraba.

A aquella hora de la noche los autobuses pasaban con una frecuencia de cuarenta y cinco minutos y su trayecto discurría a varias manzanas de distancia. Las patrullas de la policía eran tan regulares como las costumbres del barrio. A las ocho cesaba el tráfico, y a las nueve y media los habitantes de la zona abandonaban las calles, parapetándose detrás de puertas cerradas a triple llave y dando gracias a la Providencia de haber sobrevivido un día más mientras se estremecían al pensar en los peligros del día siguiente, y dejaban las calles enteramente en poder de los traficantes de droga, que permanecían por allí hasta las dos. Kelly ya lo había comprobado hacía tiempo, y había llegado a la conclusión de que ya sabía todo lo que necesitaba saber. Todavía quedaban algunas cuestiones que dependían del azar, pero eran inevitables y uno no podía preverlas sino sólo estar preparado. Las rutas alternativas de huida, la constante vigilancia y las armas eran la mejor defensa contra los imprevistos. Siempre había que dejar algo al azar y, por mucho que le molestara, Kelly tenía que aceptarlo como parte de su vida normal, aunque, en realidad, pensó divertido, nada de lo relacionado con su misión era normal.

Se levantó con gesto cansado y cruzó la calle dando bandazos en dirección a la casa de piedra arenisca. Observó que la puerta no estaba cerrada y que la placa de latón que había por encima del tirador estaba torcida. La imagen se le quedó grabada en la mente y, mientras caminaba, empezó a planificar su misión de la noche siguiente. Oyó de nuevo la voz de Billy en las ventanas de arriba con un extraño acento muy poco melodioso. Una voz que ya aborrecía y para la cual había trazado planes especiales. Por primera vez se encontraba cerca de uno de los asesinos de Pam. Probablemente de dos, pensó, pero semejante circunstancia no ejerció en él el efecto físico que esperaba. Su cuerpo se relajó. A ese ya le daría su merecido.

«Ya nos veremos, chicos», prometió. Era el gran salto hacia delante y ya no podía correr el riesgo de fallar, pensó Kelly, caminando sin apartar la vista de los dos camellos que se encontraban a unos trescientos metros de distancia y resultaban visibles gracias al recto trazado de la ancha calle.

Era una prueba más de pericia, tenía que estar seguro de sí mismo. Se dirigió hacia el norte sin cruzar la calle, pues de seguir un camino recto hasta ellos puede que se hubieran dado cuenta o, por lo menos, le hubieran mirado con curiosidad. Tenía que acercarse sin que le vieran. Mientras se aproximaba siguiendo un rumbo irregular, procuró que su cuerpo encorvado se confundiera con las fachadas y con los automóviles aparcados, y sólo se viera la inofensiva forma oscura de su cabeza. Al llegar a una manzana de distancia, cruzó la calle y aprovechó para echar un vistazo en todas direcciones. Afortunadamente aquellos tipos eran criaturas nocturnas, porque él también lo era. Girando a la izquierda, subió por la ancha acera puntuada por los blancos peldaños de las casas que tan útiles le resultaban para sus bamboleantes andares. Se detuvo un momento y se llevó la botella a los labios. «Mejor todavía —pensó en un renovado esfuerzo por acentuar su aspecto inofensivo—, voy a mear de cara a la calzada».

—¡Guarro! —exclamó una voz.

No se molestó en averiguar si esta pertenecía a Big o a Little. La repugnancia que denotaba la palabra era más que suficiente. Era la clase de cosa que inducía a un hombre a apartar la mirada. Además, pensó Kelly, necesitaba mear de verdad.

Ambos eran más corpulentos que él. Big Bob, el camello, medía metro ochenta y cinco; y Little Bob, su ayudante, de metro ochenta y ocho, era un tipo musculoso, aunque ya estaba empezando a echar tripa. Ambos exhibían complexiones impresionantes, pensó Kelly, haciendo una rápida evaluación de su táctica. ¿Y si pasaba de largo y los dejaba en paz?

«No».

Pero, al principio, pasó de largo. Little Bob estaba mirando al otro lado de la calle y Big Bob permanecía apoyado contra el edificio. Kelly trazó una línea imaginaria entre ambos y contó tres pasos antes de girar lentamente a la izquierda para no llamar la atención. Mientras, deslizó la mano derecha bajo la chaqueta. Al sacarla, empuñaba la Cok automática. La cogió con ambas manos. Centró la mirada en la línea blanca pintada sobre el silenciador en el momento de levantar el arma. Extendió los brazos para apuntar rápidamente contra el primer blanco. El ojo humano se siente atraído por el movimiento, especialmente de noche. Big Bob vio el movimiento y comprendió que ocurría algo, pero no supo qué. Su instinto no le había engañado y le pedía a gritos que entrara en acción. Demasiado tarde. Vio el arma y movió la mano hacia la suya propia en lugar de esquivar el tiro, cosa que tal vez hubiera retrasado su muerte.

La yema del dedo de Kelly apretó dos veces el gatillo, la primera para alcanzar el blanco y la segunda apenas su muñeca compensó el leve retroceso del convertidor del 45 al 22. Sin mover los pies, desvió mecánicamente los brazos hacia la derecha, colocando el arma en un plano horizontal con respecto a Little Bob, el cual, al ver caer a su jefe, ya había reaccionado y se disponía a extraer su arma. Lo intentó, pero no con la suficiente rapidez. El primer disparo de Kelly no fue muy bueno y apenas lo hirió. Pero el segundo le entró por la sien, rebotando en los huesos más gruesos del cráneo, y corrió por su interior como un hámster enjaulado. Little Bob cayó de bruces al suelo. Kelly se detuvo sólo lo suficiente para cerciorarse de que ambos estaban muertos. Después dio media vuelta y prosiguió su camino.

«Seis», pensó, acercándose a la esquina mientras su corazón se sosegaba después de la descarga de adrenalina y él enfundaba la pistola al lado de la navaja. Eran las 2.56 cuando Kelly abandonó el lugar.

Las cosas no empezaban muy bien, pensó el marine. El autocar se había averiado una vez y el «atajo» elegido por el chófer para compensar el tiempo perdido los había conducido directamente a un atasco. El autocar llegó a la base de Quantico poco después de las tres, y siguió a un jeep que lo condujo hasta su destino final. Al bajar, los marines se encontraron en un aislado cuartel medio ocupado por hombres que dormían como troncos y, a continuación, eligieron unos catres donde continuar el sueño ya iniciado en el autocar hasta que amaneciera, para lo cual ya faltaba muy poco. Por muy interesante, emocionante y peligrosa que fuera aquella misión, el comienzo era como el de un día cualquiera.

Se llamaba Virginia Charles y la noche no le estaba saliendo muy bien. Era una auxiliar de enfermería del St. Agnes Hospital, situado a escasos kilómetros de su domicilio, y había tenido que prolongar su turno por culpa del retraso de la compañera que la iba a sustituir y porque no quería dejar desatendida la parte de la sala que le estaba encomendada. Aunque llevaba ocho años trabajando en aquel mismo turno del hospital, no sabía que el horario de los autobuses cambiaba poco después de su hora de salida, por lo que, tras haber perdido un autobús, tuvo que esperar una eternidad la llegada del siguiente. Se apeó dos horas más tarde de lo habitual y se perdió el Tonight Show que veía religiosamente todos los días laborables. Tenía cuarenta años, estaba divorciada de un hombre que le había dado dos hijos —uno de ellos era un soldado que afortunadamente se encontraba en Alemania y no en Vietnam; el otro todavía estudiaba el bachillerato— y poco más. Su trabajo medio servil y medio profesional le había permitido mantener y educar bien a sus hijos y, como todas las madres, se preocupaba por sus compañías y por su futuro.

Al bajar del autobús se notó cansada y se preguntó una vez más por qué no había empleado una parte de sus ahorros en la compra de un coche. Pero entonces hubiera tenido que pagar el seguro y en casa tenía un hijo que hubiera gastado un montón de dinero en gasolina y le hubiera dado un motivo más de preocupación. Tal vez más adelante, cuando su segundo hijo hiciera el servicio militar y pudiera cursar los estudios universitarios que ella deseaba para él y jamás hubiera podido ofrecerle con sus propios medios.

Apuró el paso a pesar del cansancio que notaba en las piernas. El barrio había cambiado muchísimo. Había vivido toda su vida dentro de un radio de tres manzanas y recordaba que las calles eran seguras y que los vecinos eran amables e incluso podía ir a pie a la iglesia metodista episcopal Nueva Sión sin ningún temor en las pocas noches del miércoles que tenía libres. Se consoló pensando que se había ganado dos horas de fiesta y miró a su alrededor, temiendo tropezar con algún peligro. Su casa estaba a sólo tres manzanas. Caminaba rápido, fumando un cigarrillo para serenarse. Dos veces la habían atracado el año anterior los drogadictos que necesitaban dinero para costearse su hábito y lo único positivo que había sacado de ello había sido la lección práctica que les había podido ofrecer a sus hijos. No le había salido muy caro desde el punto de vista monetario. Virginia Charles sólo llevaba encima el dinero necesario para el autobús y la cena en la cafetería del hospital. El asalto a su dignidad había sido lo más doloroso, aunque no tan doloroso como los recuerdos de tiempos mejores de un barrio habitado por ciudadanos respetuosos de la ley y el orden. Sólo una manzana más, pensó, doblando la esquina.

—Oye, nena, ¿tienes un dólar? —dijo una voz a su espalda.

Ya había visto la sombra y había seguido adelante sin darse la vuelta, confiando en que tuvieran la bondad de dejarla en paz, pero tal posibilidad era cada vez más insólita. Siguió caminando con la cabeza gacha y pensó que no había muchos gamberros capaces de atacar a una mujer por la espalda. Una mano sobre su hombro desmintió semejante suposición.

—Dame el dinero, zorra —dijo la voz.

No parecía una voz enojada. Era una simple orden que definía las nuevas reglas de la calle.

—No tengo suficiente, chico —contestó Virginia Charles, alzando los hombros sin volverse, pues le constaba que el movimiento era más seguro que la inmovilidad.

Entonces oyó un clic.

—Te voy a rajar —dijo la voz.

El sonido la asustó. Se detuvo, musitó en voz baja una oración y abrió el bolso. Después, se volvió muy despacio, más enfurecida que asustada. Pocos años atrás, si hubiera gritado, los vecinos quizá hubieran salido a mirar y hubieran puesto en fuga al agresor. Ahora le vio. Era un chico de apenas 17 o 18 años en cuyos ojos se reflejaban los efectos de la droga y la arrogancia de la superioridad. «De acuerdo —pensó—, le entregaré el dinero y me iré a casa». Introdujo la mano en el bolso y sacó un billete de cinco dólares.

—¿Cinco dólares? —dijo el muchacho con tono despectivo—, necesito más, so bruja. Suelta la pasta si no quieres que te raje.

Fue la mirada de sus ojos lo que más la asustó y le hizo perder el aplomo.

—¡Es todo lo que tengo! —repuso.

—Quiero más.

Kelly dobló la esquina a media manzana de su automóvil y empezó a relajarse. Vio a dos personas a menos de seis metros de su viejo Volkswagen; un destello de luz le hizo comprender que una de ellas empuñaba una navaja.

«¡Mierda!», juró.

Ya había tomado una decisión. No podía salvar a todo el mundo y no pensaba intentarlo. Impedir un atraco callejero hubiera podido ser divertido, algo muy bonito en una serie de televisión, pero él aspiraba a cosas más trascendentes. Sin embargo, no había previsto que el incidente se desarrollara al lado de su coche.

Se detuvo en seco y empezó a pensar con toda la rapidez que le permitió una nueva descarga de adrenalina. En caso de que ocurriera algo grave, la policía aparecería en un momento y permanecería horas en el lugar, y él había dejado un par de cadáveres a cuatrocientos metros de distancia… o tal vez menos, pues no había seguido una línea recta. Eso no sería nada bueno y no le quedaba mucho tiempo para tomar una decisión. De espaldas a él, el chico blandía la navaja y sujetaba a la mujer por el brazo. Era fácil disparar desde seis metros de distancia, incluso en la oscuridad, pero no con munición del calibre 22 y tanto menos habiendo una persona inocente de por medio. Vestía una especie de uniforme y debía de tener unos cuarenta años, pensó Kelly, acercándose. Fue entonces cuando las cosas se empezaron a torcer. El chico le hizo a la mujer un corte en el brazo y Kelly vio el rojo de la sangre bajo la luz de las farolas.

Cuando la navaja le hirió en el brazo, Virginia Charles emitió un jadeo y retrocedió instintivamente. El chico la cogió por la garganta y ella adivinó su intención de volver a herirla. Entonces vio a un hombre a unos cinco metros de distancia y trató de pedir socorro. Su gemido alertó al chico mientras ella clavaba los ojos en aquel hombre al que no acababa de distinguir.

El chico se volvió y vio a un borracho a unos tres metros de distancia. Su gesto desencajado se trocó en sonrisa displicente.

Mierda. Las cosas no estaban saliendo bien. Con la cabeza gacha, Kelly miró al chico e intuyó que no dominaba la situación.

—A lo mejor tú también tienes un poco de dinero, ¿verdad, tío? —preguntó el joven, intoxicado de arrogancia y de otra cosa mientras se acercaba al supuesto borracho.

Kelly no lo esperaba y se desconcertó. Intentó extraer el arma, pero el silenciador se le enganchó en el cinturón y el chico comprendió que su movimiento era un gesto de amenaza e inmediatamente se adelantó blandiendo la navaja. Ya no había tiempo de sacar la pistola. Kelly se detuvo y dio un paso atrás, enderezando la espalda.

A pesar de su agresividad, el atracador no era muy hábil. Su primera acometida fue extremadamente torpe y él mismo se sorprendió de que el borracho le esquivara tan limpiamente y al punto le soltara un certero puñetazo en el plexo solar que lo dejó sin respiración. Lanzó varios navajazos a ciegas y empezó a doblarse sobre sí mismo. Kelly le cogió la ruano y le retorció el brazo, inclinándose sobre el cuerpo que estaba cayendo sobre la acera. Un crujido anunció la dislocación del hombro del chico pero Kelly siguió retorciéndole el brazo.

—¿Por qué no se va a casa, señora? —le dijo Kelly en voz baja a Virginia Charles, apartando el rostro para que esta no distinguiera sus facciones.

La auxiliar de enfermería se agachó para recoger el billete de cinco dólares y se alejó sin decir nada. Kelly la miró de soslayo y vio que se sostenía el ensangrentado hombro izquierdo con la mano derecha, procurando no tambalearse. Se alegró de que no necesitara ayuda inmediata. Seguramente pediría una ambulancia. Kelly no podía solucionar todos los problemas. El atracador frustrado gemía con voz lastimera, pues el dolor del hombro ya empezaba a atravesar la espesa niebla protectora de la droga. Sin duda había visto la cara de Kelly con toda claridad.

«Mierda», pensó. Bueno, el muy bastardo había asaltado a una mujer y luego lo había atacado a él blandiendo una navaja; ambas cosas se podían considerar tentativas de homicidio. Probablemente no era la primera vez que lo hacía. Aquella noche había elegido mal el objetivo y el terreno de juego; y los errores se pagaban. Kelly tomó la navaja que el chico sostenía débilmente en su mano y se la clavó en la base del cráneo sin tomarse la molestia de extraerla.

En cuestión de un minuto, el Volkswvagen ya se encontraba a media manzana de distancia.

«Siete», pensó, girando hacia el este.

«Mierda».

—¿Qué sabes de Ju–Ju? —preguntó Tucker.

—Parece un robo. Se despistó. Era de los tuyos, ¿no? —dijo Charon.

—Sí, trabajaba para nosotros.

—¿Quién lo hizo? —Estaban en la biblioteca Enoch Pratt, ocultos entre dos hileras de estanterías. Parecía un sitio ideal: difícil que alguien se acercara sin que lo advirtieran, e imposible que hubiera micrófonos. No obstante, había demasiados huecos.

—No lo sé, Henry. Ryan y Douglas estaban allí, y no me pareció que tuvieran muchas pistas. Oye, ¿no te preocupas demasiado por un simple camello?

—No, no se trata de eso. Pero nunca había perdido a uno de los míos.

—Vamos, Henry —dijo Charon mientras hojeaba un libro—. Es un negocio arriesgado. Alguien quería un poco de dinero, o quizá droga para hacer un negocio rápido. Busca otro camello que venda tu mercancía. Desde luego tenían buena puntería. A lo mejor puedes llegar a un acuerdo con ellos.

—No, tengo suficientes camellos. Y hacer las paces de esa forma no es bueno para el negocio. ¿Cómo lo hicieron?

—Muy profesionales. Dos balas en la cabeza de cada uno. Douglas decía que parecía cosa de la mafia.

Tucker se volvió con gesto de incredulidad.

Charon habló despacio, dándole la espalda al otro:

—No ha sido ninguno del equipo, Henry. Tony no es capaz de una cosa así, ¿no crees?

—Seguramente no. —«Pero Eddie quizá sí», pensó.

—Necesito una cosa —agregó Charon.

—¿Qué?

—Un camello al que poder colgarle el caso. ¿Qué esperabas? ¿Un soplo para la segunda carrera de Pimlico?

—No olvides que ahora casi todos trabajan para mí. —No se había equivocado utilizando a Charon para eliminar la competencia, pero, al haber consolidado de ese modo su control del tráfico local, Tucker cada vez disponía de menos camellos independientes para sacrificar por la vía judicial. Había eliminado sistemáticamente a la gente con que no le interesaba trabajar, y los pocos que quedaban podrían serle más útiles como aliados que como rivales, si encontraba la forma de negociar con ellos.

—Si quieres que te proteja, Henry, tengo que poder controlar las investigaciones. Y para controlar las investigaciones, tengo que coger a un pez gordo de vez en cuando. —Charon colocó el libro en la estantería. ¿Por qué tenía que explicarle aquellas cosas?

—¿Cuándo?

—A principios de la semana próxima. Algo que entusiasme a la prensa.

—Ya te llamaré.

Tucker devolvió el libro a su sitio y se marchó. Charon se quedó un rato más, buscando un libro. Lo encontró, junto con el sobre. El teniente no se molestó en contar el dinero. Sabía que había la cantidad exacta.

Greer le entregó las instrucciones.

—Señor Clark, este es el general Martin Young, y este es Robert Ritter.

Kelly les estrechó la mano. El marine era aviador, como Maxwell y Podulski, que no asistían a aquella reunión. No sabía cuál era Ritter, pero fue el que habló primero.

—Un buen análisis. Su lenguaje no es exactamente burocrático, pero examina todos los puntos importantes.

—No es tan difícil como parece, señor. El asalto terrestre tendría que ser bastante fácil. En un sitio como ese no hay tropas de primera línea, y las que hay miran hacia dentro, no hacia fuera. Imaginemos que hay dos soldados en cada torre. Las ametralladoras apuntarán hacia dentro, ¿no? Hacen falta varios segundos para moverlas. Podría utilizarse el lindero del bosque para acercarse lo suficiente para disponer de distancia de tiro con M–79. —Kelly movió la mano por el gráfico—. Aquí están los barracones, sólo hay dos puertas, y apuesto a que dentro no hay más de cuarenta hombres.

—¿Entrar por aquí? —preguntó el general Young señalando el extremo sudoeste del complejo.

—Sí, señor. —El marine lo había entendido a la primera—. El truco consiste en acercar el grupo de ataque inicial. Para eso hay que servirse de las condiciones meteorológicas, y en esta época del año no resultará demasiado difícil. Limpiar esos dos edificios no costará demasiado. Los helicópteros de evacuación tienen que aterrizar aquí. Sólo tardarían cinco minutos desde el momento en que empezara el tiroteo. Esa es la fase terrestre. El resto se lo dejo a los aviadores.

—Así pues, usted dice que la clave consiste en acercar al máximo al grupo de asalto…

—No, señor. Si lo que quiere es repetir Song Tay, puede destrozar el complejo haciendo caer un helicóptero. Pero tengo entendido que la discreción es fundamental.

—Correcto —intervino Ritter—. Tiene que ser una operación discreta. No conseguiremos autorización para una operación de gran magnitud.

—Menos personal, señor, y hay que utilizar tácticas diferentes. La ventaja es que se trata de un objetivo pequeño, y que no hay que sacar a demasiada gente. Y no hay muchos enemigos para impedirlo.

—Pero no contamos con el factor seguridad —dijo el general Young, frunciendo el ceño.

—No; eso falla —concedió Kelly—. Veinticinco hombres. Dejarlos en este valle, atraviesan esta colina, llegan al sitio, se encargan de las torres, vuelan esta puerta. Luego llegan los helicópteros de combate y limpian estos dos edificios mientras los asaltantes atacan este edificio de aquí. Los helicópteros hacen la recogida y nos vamos todos por el valle.

—Es usted muy optimista, señor Clark —comentó Greer, al tiempo que recordaba a Kelly su nombre falso. Si el general Young se enteraba que Kelly era un simple oficial, nunca les daría su apoyo, y Young ya había hecho mucho por ellos, hipotecando todo su presupuesto para construcciones en levantar el escenario ficticio en los bosques de Quantico.

—No hay nada que no haya hecho antes, contraalmirante.

—¿Quién va a seleccionar el personal? —preguntó Ritter.

—De eso ya nos hemos encargado —le aseguró Greer.

Ritter se reclinó en el asiento y se quedó mirando las fotografías y los gráficos. Se estaba jugando su carrera, igual que Greer y todos los demás. Pero la alternativa era hacer algo o no hacer nada. No hacer nada significaba que por lo menos un buen hombre, y quizá veinte más, nunca volverían a casa. Pero aquel no era el verdadero motivo, reconoció Ritter. El verdadero motivo era que otros habían decidido que las vidas de aquellos hombres no importaban, y esos otros podían tomar la misma decisión en una ocasión futura. Algún día aquella forma de pensar destruiría su Agencia. No podrían reclutar agentes si se extendía el rumor de que América no protegía a los que trabajaban para ella. Ante todo había que mantener la fe. También era un buen negocio.

—Será mejor que empecemos a trabajar antes de que se vaya todo al traste —dijo—. Será más fácil conseguir luz verde si ya tenemos la misión a punto. Hagamos que parezca una ocasión única. Ese es el otro error que cometieron con KINGPIN. Era demasiado obvio que lo que querían era licencia para actuar con entera libertad. Lo que tenemos aquí es una misión de rescate puntual. Yo me encargo de hacérselo ver a mis amigos de la Comisión de Seguridad Nacional. Seguramente lo aceptarán, pero tenemos que estar preparados.

—¿Quiere decir que estás de nuestra parte? —preguntó Greer. Ritter tardó un poco en contestar.

—Sí.

—Necesitamos un factor de seguridad nacional —intervino Young observando el mapa a gran escala y preguntándose cómo hacer llegar los helicópteros.

—Sí, señor —dijo Kelly—. Alguien tiene que ir primero e inspeccionar la zona. —Las dos fotos de Robin Zacharias todavía estaban sobre la mesa: una como coronel de la Fuerza Aérea, de pie, con la gorra bajo el brazo y el pecho decorado con alas plateadas y cintas, sonriendo a la cámara, con su familia posando tras él; y la otra como hombre encorvado y demacrado, a punto de ser golpeado por detrás… ¿Por qué no una cruzada más?—. Creo que ese alguien soy yo.