Archie no sabía gran cosa, pero fue suficiente para los propósitos de Kelly. Lo único que necesitaba ahora era dormir un poco más.
Había descubierto que localizar a alguien en un automóvil era más difícil de lo que parecía en la televisión, y mucho más de lo que había sido en Nueva Orleans la única vez que intentó hacerlo. Si lo seguías demasiado de cerca, corrías el riesgo de que te vieran. Y si te quedabas rezagado, podías perderlo. El tráfico lo complicaba todo. Los camiones podían obstaculizar la visión. Vigilar un automóvil desde media manzana de distancia te obligaba a no prestar atención a los vehículos que tenías más cerca, y esos eran los más peligrosos. Por eso bendijo el Roadrunner rojo de Billy. Su vivo color permitía distinguirlo fácilmente y, aunque el conductor era aficionado a la velocidad, se cuidaba de no infringir las normas de circulación para no llamar la atención de la policía, lo cual le interesaba tan poco como al propio Kelly.
Kelly había avistado el vehículo poco después de las siete de la tarde, cerca del bar que Archie había identificado. Billy no tenía demasiado claro lo que era comportarse con discreción, tal como el propio automóvil demostraba. Kelly observó que el barro había desaparecido. El automóvil tenía aspecto de recién lavado y encerado y, por el anterior encuentro que había tenido con él, sabía que Billy lo apreciaba como un tesoro. Ello le ofrecía varias posibilidades interesantes que empezó a estudiar mientras le seguía a más de media manzana de distancia, procurando reconocer su forma de moverse. Pronto se dio cuenta de que evitaba las vías principales y se conocía las calles secundarias tal como una comadreja conoce su madriguera. Kelly todavía no las conocía y eso lo situaba en una posición de desventaja, pero tal inconveniente quedaba compensado por el hecho de ir en un coche en el que nadie se fijaba. Por las calles circulaban demasiados cacharros como para que un desvencijado Volkswagen llamase la atención.
Al cabo de cuarenta minutos, el Roadrunner giró rápidamente a la derecha y se detuvo al final de la siguiente manzana. Kelly sopesó las opciones que se le ofrecían y siguió adelante muy despacio. Mientras se acercaba, vio salir a una chica con un bolso. Esta se aproximó a su viejo amigo Wizard, a varias manzanas de distancia del lugar que este frecuentaba habitualmente. Kelly no vio ningún tipo de transacción, pero no le hacía falta. Ambos entraron en un edificio y permanecieron dentro un par de minutos. Luego la chica volvió a salir. Eso también encajaba con lo que Pam le había dicho. Y, sobre todo, identificaba a Wizard, pensó Kelly girando a la izquierda y acercándose a un semáforo en rojo. Ahora ya sabía dos cosas que antes ignoraba. Por el espejo retrovisor vio que el Roadrunner cruzaba la calle. La chica siguió el mismo camino y desapareció de su vista al cambiar el semáforo. Kelly giró a la derecha y otra vez a la derecha y vio el Plymouth dirigiéndose hacia el sur con tres ocupantes. Antes no se había fijado en el hombre (por lo menos, parecía un hombre) acurrucado en el asiento de atrás.
La oscuridad, la mejor fase del día para John Kelly, estaba cayendo rápidamente. Siguió al Roadrunner, saltándose varios semáforos, y observó que el vehículo se detenía delante de una casa de piedra arenisca del chaflán donde los tres ocupantes descendieron, tras haber efectuado las entregas de la noche a cuatro camellos. Les concedió unos minutos, aparcó el automóvil a varias manzanas de distancia y regresó a pie para observar, disfrazado nuevamente de viejo borracho. La arquitectura de la zona facilitaba su labor. Todas las casas de la otra acera tenían peldaños de mármol en la entrada, grandes bloques rectangulares que le ofrecían la posibilidad de pasar inadvertido. Le bastaría con sentarse en la acera y apoyarse contra los peldaños para que nadie reparase en él. Eligió unos peldaños que le ofrecían una buena sombra en la que cobijarse. Además, ¿quién se fijaba en un pobre desgraciado de la calle? Kelly adoptó la misma actitud de borracho que había observado en las anteriores ocasiones, llevándose a los labios de vez en cuando la botella para simular un trago. De ese modo, pasó horas vigilando la casa de piedra arenisca de la esquina.
«Grupos sanguíneos 0+, 0- y AB-», recordó que decía el informe forense. El semen que habían dejado en el interior del cuerpo de Pam pertenecía a aquellos grupos sanguíneos. Kelly se preguntó por el grupo sanguíneo de Billy mientras permanecía sentado a unos cincuenta metros de distancia de la casa. El tráfico peatonal era intenso. La gente entraba y salía. Unas tres personas le habían echado un vistazo mientras él fingía dormir, vigilando la casa por el rabillo del ojo y prestando atención a cualquier indicio de peligro mientras transcurrían las horas. Un camello trabajaba en la acera, unos veinte metros más allá, y Kelly oyó su voz describiendo el producto y negociando el precio, junto con las distintas voces de los clientes. Kelly siempre había tenido un oído muy fino que más de una vez le había salvado la vida, y aquella información era lo bastante valiosa como para que su mente la catalogara, clasificara y analizara. Un perro callejero se acercó y empezó a olfatearlo con amistosa curiosidad. Kelly no lo ahuyentó, porque no hubiera sido normal que lo hiciera. Lo importante era no desentonar con su disfraz.
¿Qué clase de barrio era aquel?, se preguntó Kelly. En la acera donde se encontraba, los edificios eran vulgares casas de ladrillo. En la otra acera eran sólidos edificios de piedra arenisca y bastante más grandes. Quizá aquella calle había sido antiguamente la frontera entre la clase trabajadora y los representantes de la próspera clase media de principios de siglo. Puede que aquella casa de piedra arenisca hubiera sido la elegante residencia de un comerciante o un capitán de barco. Puede que allí hubiera sonado un piano los fines de semana. A lo mejor, una de las hijas estudiaba en el conservatorio Peabody. Pero todos se habían mudado a lugares de zonas verdes y aquella casa vacía de tres pisos no era más que un recordatorio de otros tiempos. Le sorprendió que las calles fueran tan anchas y pensó que tal vez las habían proyectado teniendo en cuenta el medio de transporte de aquella época, los coches de caballos. Kelly apartó esas reflexiones intrascendentes y se centró en su vigilancia.
Al cabo de cuatro horas interminables, los tres salieron, los hombres delante y la chica detrás, mas baja y regordeta que Pam. Kelly corrió un pequeño riesgo levantando ligeramente la cabeza para mirar. Tenía que echarle un buen vistazo a Billy, que debía ser el conductor. Su figura no impresionaba demasiado: elegantemente vestido, unos setenta y cinco kilos de peso, algo que brillaba en su muñeca (un reloj o una pulsera); se movía con ágil economía de movimientos… y con arrogancia. El otro era mas alto y fornido, pero, por su forma de moverse y de seguir a su compañero, Kelly adivinó que era un subordinado. La chica caminaba dócilmente con la cabeza inclinada. Llevaba el cuello de la blusa desabrochado y, al subir al coche, no levantó la cabeza para mirar alrededor ni hizo nada que revelase interés por el mundo que la rodeaba. Los movimientos de la chica eran lentos e irregulares, probablemente debido a la droga, pero eso no era todo. Había algo más, algo que Kelly no conseguía identificar y que resultaba inquietante… una especie de languidez. No era pereza de movimientos sino otra cosa. Kelly parpadeó al recordar dónde lo había visto anteriormente: en Vietnam, cuando los de PLASTIC FLOWER ocuparon aquel poblado, y los aldeanos empezaron a agruparse obedeciendo la orden. Se movían con automatismo y resignación, como robots vivientes bajo la amenaza del comandante norvietnamita y sus tropas. Se hubieran movido de la misma manera para dirigirse a su muerte. Y así se movía también aquella chica.
«O sea que es verdad —pensó Kelly—. Utilizaban a las chicas como correos y, además, para otra cosa». El automóvil se puso en marcha conducido por Bill y se acercó a la esquina, giró a la izquierda y aceleró con un chirrido de neumáticos hasta perderse de vista. «Billy: presumido, delgado, reloj o pulsera, arrogante». Kelly ya había grabado en su mente la identificación, junto con el rostro y el cabello. No era fácil que lo olvidara. Memorizó también los caracteres del otro hombre.
Kelly consultó su reloj. La 1.40. ¿Qué habían estado haciendo allí dentro? Recordó otras cosas que Pam le había contado. Probablemente una fiesta privada. Aquella chica, quienquiera que fuese, también albergaba probablemente fluidos 0+, 0– o AB- en su cuerpo. Pero Kelly no estaba en condiciones de salvar a todo el mundo, y lo mejor que podía hacer para salvar a aquella chica no guardaba relación con liberarla directamente. Se relajó un poco y esperó. No quería que nadie relacionara sus movimientos con alguna otra cosa, pues cabía la posibilidad de que alguien le hubiera visto y de que incluso lo estuviera observando en aquellos momentos. En algunas casas había luz, por lo que continuó donde estaba otros treinta minutos, soportando la sed y el entumecimiento. Luego se incorporó y fue haciendo eses hasta la esquina. Pensó que había tenido mucho cuidado y su actuación había sido muy eficaz, por lo que ya era hora de que pasara a la segunda fase de su tarea nocturna. Ya era hora de entrar en acción.
Procuró andar por callejuelas y se movió despacio, haciendo eses de izquierda a derecha a lo largo de varias manzanas cual si fuera una sinuosa serpiente… Sonrió. Luego regresó a las calles principales, deteniéndose un instante para colocarse los guantes quirúrgicos que le había proporcionado Rosen. Pasó junto a varios camellos y sus ayudantes, buscando al que le interesaba. Su camino trazaba una búsqueda en zigzag, una serie de vueltas de noventa grados cuyo epicentro era el lugar donde había dejado aparcado su Volkswagen. Tenía que ser precavido como siempre, pero él era un cazador desconocido y sus presas no tenían idea de que lo eran e incluso se consideraban a sí mismos como duros depredadores. Tenían derecho a hacerse ilusiones.
Ya eran casi las tres cuando Kelly lo seleccionó. Un solitario, tal como Kelly solía llamarlos. No tenía ayudantes, tal vez porque era nuevo en el negocio y aún no había aprendido sus entresijos. No era muy mayor o, por lo menos, no lo parecía desde cuarenta metros de distancia, y estaba contando sus ganancias tras una noche de actividad. Tenía un bulto en la cadera derecha, indudablemente un arma de fuego, pero mantenía la cabeza inclinada. Estaba un poco en guardia. Al oír acercarse a Kelly, la cabeza se irguió y se volvió, dirigiéndole una breve mirada, pero en seguida perdió interés por la figura que se acercaba y se dedicó a contar un fajo de billetes. La distancia se iba acortando.
Aquel mismo día, Kelly había ido a su embarcación a prepararse una nueva arma; utilizó el Scout porque no quería que se viese que tenía otro automóvil. Ahora, mientras se acercaba a Junior —todo el mundo tenía que tener un nombre aunque fuera por poco tiempo—, Kelly pasó la botella de vino de la mano derecha a la izquierda. A continuación su mano derecha tiró de la clavija del extremo de la porra que guardaba en el interior de su nueva chaqueta, sujeta a unas presillas de la prenda que en aquellos momentos llevaba desabrochada. Era una simple barra metálica de veintiséis centímetros de longitud con un silenciador atornillado en un extremo y el gatillo al otro extremo. La mano de Kelly la asió con firmeza mientras se acercaba a Junior.
La cabeza del camello se volvió con gesto de hastío. Probablemente tenía dificultades para contar y ahora intentaba ordenar los billetes según su valor. Quizá los pasos de Kelly habían turbado su concentración, o quizá era simplemente tonto, lo cual parecía más probable.
Kelly simuló tropezar y cayó en la acera, ofreciendo una imagen totalmente inofensiva. Mientras se levantaba, miró hacia atrás. No divisó ningún viandante y las únicas luces de automóvil que vio eran rojas, lo que significaba que se estaba alejando. Cuando volvió la cabeza, no vio más que a Junior, contando las ganancias de la noche antes de regresar a casa a tomar una última copa o lo que fuera.
Ahora ya se encontraba a tres metros y el camello le hacía tan poco caso como a un perro vagabundo. Kelly empezó a saborear el alborozo que se produce poco antes de saber que la cosa dará resultado y que el enemigo se encuentra en peligro mortal y no imagina que ha llegado su hora. El momento en que se siente circular la sangre y se sabe que el silencio está a punto de ser rasgado y se experimenta la maravillosa satisfacción de saber. La mano de Kelly se desplazó un poco mientras daba otro paso sin acercarse directamente al objetivo, como si se dispusiera a pasar por su lado y proseguir el camino. Los ojos de aquel bastardo lo miraron de nuevo un instante, para asegurarse. Con arrogancia, permaneció sin moverse, por supuesto, porque consideraba que la gente tenía que apartarse y rendirle pleitesía. Era el rey de la acera. Kelly no era más que un objeto para él, una simple cosa que ocupaba la calle, tan digna de interés como una mancha de gasolina en la calzada.
En la armada lo llamaban CPA, el punto que señalaba la menor distancia en línea recta a otro barco o punta de tierra. Allí el CPA era de un metro. Cuando ya se encontraba a medio paso de distancia, su mano derecha extrajo el arma de la chaqueta. Kelly giró sobre el pie izquierdo y adelantó el derecho, mientras su brazo derecho se extendía con el arma amartillada, respaldando toda la maniobra con los noventa y cinco kilos de peso de su masa corporal. El abultado extremo del arma se encajó por debajo del esternón del camello y Kelly disparó sin vacilar.
El sonido fue similar al de una caja de cartón cayendo sobre un suelo de parqué.
Pum. Simplemente eso. No sonó como un disparo porque todo el gas de la pólvora penetró junto con el proyectil en el cuerpo de Junior.
La ligera carga de perdigones, utilizada en las competiciones de tiro o en la caza de palomas, no hubiera conseguido más que lesionar a un hombre situado a quince metros de distancia, pero en contacto directo con el cuerpo valía tanto como una bala para cazar elefantes. La brutal fuerza del disparo le desalojó el aire de los pulmones, obligándole a abrir la boca con expresión de tonta sorpresa. Y ciertamente estaba sorprendido. Sus ojos se clavaron en los de Kelly. Junior todavía estaba vivo aunque su corazón ya había reventado como un balón y la parte inferior de sus pulmones estaba destrozada. Por suerte, no había orificio de salida. La trayectoria hacia arriba había agotado toda la energía del disparo dentro del pecho de la víctima y la fuerza de la detonación mantuvo erguido su cuerpo por un segundo, pero no más, aunque para Junior y Kelly el segundo representó varias horas. Luego, el cuerpo se desplomó como un edificio dinamitado. Se oyó un extraño y profundo suspiro cuando la caída provocó la salida del aire y los gases por el orificio de entrada, y se percibió un acre olor de humo, sangre y carne chamuscada que contaminó el aire circundante. Los ojos de Junior aún estaban abiertos y seguían mirando fijamente a Kelly, como si quisieran preguntarle algo. La boca abierta se estremeció hasta que, de pronto, cesaron todos los movimientos y la pregunta no formulada ni contestada se desvaneció para siempre. Kelly cogió el fajo de billetes y echó a andar calle arriba, alerta a algún posible peligro, pero no ocurrió nada. Al llegar a la esquina, bajó a la calzada e introdujo el cañón del arma en un charco para eliminar la sangre adherida. Después se volvió con andares de borracho y se dirigió hacia donde había dejado su coche. Cuarenta minutos más tarde, ya estaba de vuelta en su casa con ochocientos cuarenta dólares más y una bala menos.
—¿Y este quién es? —preguntó Ryan.
—¿Quién hubiera imaginado que Bandanna acabaría así? —repuso el oficial uniformado, un experto patrullero de treinta dos años—. Huele a negocios sucios. Bueno, ya no.
Los ojos estaban todavía abiertos, lo cual era normal en las víctimas de asesinato, pero aquella muerte había sido muy traumática a pesar de que el cuerpo estaba sorprendentemente limpio. Tenía un orificio de entrada de más de dos centímetros rodeado por un negro anillo de aproximadamente un milímetro de grosor. Lo había provocado la pólvora y el diámetro del orificio correspondía sin duda a una escopeta de caza del 12. Más allá de la piel se observaba un orificio bastante parecido a una caja vacía. O todos los órganos internos habían sido destruidos, o simplemente habían descendido por efecto de la gravedad, pues, tras la muerte, los músculos ya no pueden resistir la atracción de una tierra que pronto reclamará el cuerpo para sí. Era la primera vea que Emmet Ryan contemplaba el interior de un cadáver de aquella manera, como si fuera un maniquí.
—La causa de la muerte —observó el forense con su habitual ironía matinal— ha sido la total pulverización del corazón. Sólo podremos identificar el tejido cardíaco bajo el microscopio. Filete crudo, picado y condimentado —añadió, sacudiendo la cabeza.
—La herida es de contacto. El muy cabrón disparó a quemarropa.
—Indigestión terminal —dijo Douglas—. Dios mío, ni siquiera escupió sangre.
La ausencia de orificio de salida no había dejado sangre en la acera y, desde lejos, Bandanna parecía estar durmiendo, salvo por los exánimes ojos abiertos.
—No ha sido en el diafragma —explicó el forense, señalando el orificio de entrada—. Ha sido entre este punto y el corazón. Probablemente tiene todo el sistema respiratorio destruido. Nunca había visto una herida tan limpia. —Y eso que llevaba dieciséis años en el puesto—. Necesitaremos muchas fotografías. Esto es digno de figurar en un manual.
—¿Tenía experiencia en el negocio? —le preguntó Ryan al oficial uniformado.
—Lo bastante como para saber el riesgo que corría.
El teniente se agachó, rozando la cadera izquierda del cuerpo.
—Aún lleva el arma.
—¿Algún conocido tal vez? —se preguntó Douglas—. Alguien a quien permitió aproximarse demasiado.
—Una escopeta de caza es bastante difícil de ocultar. Aunque tenga los cañones recortados. ¿Y a bocajarro?
Ryan se apartó para que el forense trabajase con comodidad.
—Las manos están limpias, no hay señales de forcejeo. Quienquiera que haya sido, se acercó sin despertar sospechas en nuestro amigo. —Douglas hizo una pausa—. Maldita sea, una escopeta de caza mete mucho ruido. ¿Nadie oyó nada?
—La hora de la muerte, entre las dos o las tres —calculó el forense, pues todavía no había rigor mortis.
—A esa hora las calles están desiertas —añadió Douglas—. Y una escopeta de caza hace un ruido espantoso.
Ryan rebuscó en los bolsillos de los pantalones. No había dinero. Miró alrededor. Detrás del cordón de la policía había unos quince curiosos. La diversión podría encontrarse en cualquier lugar y el interés que reflejaban sus rostros no era menos cínico ni menos auténtico que el del forense.
—¿Doble cañón? —preguntó Ryan sin dirigirse a nadie en particular.
—No —contestó el forense—. Ha sido un arma de un solo cañón. De haber sido de dos, habría dejado una marca a la derecha o la izquierda del orificio de entrada, y la distribución de la pólvora habría sido distinta. Para disparar a bocajarro basta uno solo. O sea que el arma es de un solo cañón.
—Amén —convino Douglas—. Alguien está obrando en nombre de Dios. Tres camellos en dos días. Como sigamos así, Mark Charon se queda sin trabajo.
—Hoy no, Tom —dijo Ryan.
Uno más, petiso. Otro camello liquidado con gran precisión, pero no era el mismo tipo que se había cargado a Ju–Ju. Su modus operandi era distinto.
Otra ducha, otro afeitado, un poco más de ejercicio en el Chinquapin Park para reflexionar mientras corría. Ahora podía asociar un lugar y un rostro al automóvil. La misión estaba en marcha, pensó Kelly, girando a la derecha para enfilar la avenida Belvedere y cruzar la corriente antes de regresar por el otro lado y completar la tercera vuelta. Era un parque muy agradable. No tenía demasiados elementos de juego, pero eso permitía a los niños entretenerse a su aire, cosa que algunos estaban haciendo bajo la mirada de varias madres del barrio. Otras mujeres leían libros mientras sus bebés dormían en sus cochecitos. Unos niños estaban jugando a béisbol. De pronto, a uno de ellos se le escapó una pelota del guante y fue a parar al sendero de jogging. Al pasar, Kelly se inclinó aminorando el ritmo y le devolvió la pelota al niño, que le dio las gracias. Un niño más pequeño que jugaba con un disco de plástico se cruzó en el camino de Kelly, obligándole a desviarse por un momento bajo la mirada de embarazo de la madre, a la cual Kelly correspondió con un amistoso gesto de la mano y una sonrisa.
«Así es como tiene que ser», pensó. No muy distinto de su propia infancia en Indianápolis. El padre trabajando. La madre con los niños, porque es difícil ser una buena madre y trabajar fuera de casa, sobre todo cuando los hijos son pequeños. En caso de que las madres quisieran o tuvieran que trabajar, convenía que dejaran a sus hijos con una amiga de confianza para que los pequeños disfrutaran de sus vacaciones estivales en los espacios verdes y aprendieran a jugar a béisbol. Sin embargo, la sociedad aceptaba el hecho de que no era así para muchos. Todo aquello no se parecía en nada a su área de actuación, y los privilegios de que disfrutaban aquellos niños no hubieran tenido que ser tales, pues ¿cómo podía un niño crecer debidamente si no disponía de un ambiente como aquel?
Aquellos pensamientos eran muy peligrosos, se dijo Kelly. La lógica conclusión era intentar cambiar el mundo, lo cual no estaba a su alcance. Qué lástima, pensó mientras terminaba el recorrido de cinco kilómetros con su habitual sensación de cansancio e iniciaba un paseo a pie antes de dirigirse a su coche para regresar a casa. Oyó las risas, los chillidos y las vehementes acusaciones de «Mentiroso» que proferían algunos niños contra otro que había quebrantado ciertas normas del béisbol que no comprendía, mientras otros discutían los pormenores de otros juegos, Subió a su coche, y pensó que él también era un mentiroso. Había quebrantado ciertas normas que comprendía plenamente, pero lo había hecho en nombre de la justicia o de lo que él consideraba justicia.
«¿Venganza?», se preguntó Kelly mientras cruzaba una calle. «Vigilante» era la palabra que le vino a la mente. Procedía de vigiles, un término latino que se refería precisamente a los que vigilaban por las noches las calles de las ciudades y cuidaban sobre todo de que no se produjeran incendios, si él no recordaba mal sus clases de latín del Instituto San Ignacio. Tratándose de romanos, lo más probable era que también llevaran espadas. Se preguntó si las calles de la antigua Roma eran seguras, más seguras que las de esa ciudad. Tal vez sí, seguramente si la justicia romana era muy severa. No debía de resultar nada agradable morir crucificado. En el caso de ciertos delitos como el parricidio, la pena fijada por la ley era meter al condenado en un saco de tela junto con un perro, un gallo y otro animal y arrojarlo al Tíber… no simplemente para que se ahogara sino para que, mientras se ahogara, fuera despedazado por los animales que pugnaban enloquecidos por salir del saco. Puede que él fuera un descendiente directo de aquella época, de un vigilante, se dijo Kelly. En tal caso, se consoló, él no había quebrantado la ley. Los «vigilantes» de los textos de historia norteamericanos eran muy distintos de los que se describían en la prensa. Antes de que se organizaran los auténticos departamentos de policía, los ciudadanos patrullaban las calles y mantenían el orden mediante métodos expeditivos. ¿Tal como él estaba haciendo ahora?
Bueno, no, más bien no, reconoció Kelly, mientras aparcaba el vehículo. ¿Y qué si lo hiciera por venganza? Diez minutos más tarde, otra bolsa de la basura llena con prendas desechadas fue a parar al contenedor. Kelly disfrutó del placer de otra ducha antes de efectuar una llamada telefónica.
—Sala de enfermería, O’Toole.
—¿Sandy? Soy John. ¿Sigues saliendo a las tres?
—Tienes el don de la oportunidad —dijo Sandy, sonriendo desde el otro lado del mostrador—. El bendito coche se me ha vuelto a averiar. —«Y los taxis cuestan demasiado», pensó.
—¿Quieres que le eche un vistazo? —preguntó Kelly.
—Si eres tan amable…
—No te prometo nada —dijo Kelly—. Pero cobro barato.
—¿Cómo de barato? —preguntó Sandy, conociendo la respuesta.
—¿Una invitación a cenar? Puedes elegir el sitio.
—De acuerdo… pero…
—Pero todavía es demasiado pronto para nosotros. Sí, ya lo sé. Tu virtud no correrá peligro, te lo aseguro.
Sandy rio. Resultaba paradójico que aquel hombretón fuese tan formal y cortés. Sin embargo, ella sabía que podía fiarse de él y se sentía cansada de estar siempre sola. Tanto sí era demasiado pronto como si no, necesitaba un poco de compañía.
—A las tres y cuarto en la entrada principal.
—Llevaré una pulsera de paciente.
—De acuerdo. —Otra risa que sorprendió a una enfermera que pasaba por delante del mostrador con una bandeja de medicamentos—. De acuerdo, te he dicho que sí, ¿me oyes?
—De acuerdo. Hasta luego —dijo Kelly riéndose antes de colgar. Un poco de contacto humano sería bonito, pensó, encaminándose hacia la puerta.
Se dirigió a una zapatería donde adquirió un par de zapatos. Luego entró en cuatro zapaterías más y compró lo mismo, procurando que los zapatos no fuesen de la misma marca, pero, aun así, acabó con un par repetido. Sólo encontró dos marcas para este tipo de prendas y acabó con dos exactamente iguales que sólo diferían en la etiqueta. La preparación de diversos disfraces era más difícil de lo que parecía, pero era necesario no descuidar ningún detalle. De regreso a su apartamento —al que consideraba como su «casa», aunque sabía que no era así—, arrancó todas las etiquetas y luego se dirigió a la lavandería para pasar las prendas por un ciclo en caliente con mucha lejía junto con las restantes prendas de tono oscuro que había comprado en las secciones de ofertas. Sólo le quedaban tres conjuntos; tendría que comprarse más ropa. Frunció el ceño. Las compras le resultaban aburridas, sobre todo ahora que ya había desarrollado su plan operativo. Como la mayoría de hombres, Kelly aborrecía ir de compras y tanto más cuanto que sus acciones eran bastante monótonas. No obstante, su actividad era agotadora, tanto por la falta de sueño que suponía como por la implacable tensión que conllevaba. En realidad, su tarea no era precisamente rutinaria, ya que todo era peligroso y, por muy acostumbrado que estuviera, los riesgos y el estrés estaban ahí. En parte era bueno que así fuera, porque de este modo no se lo tomaba a la ligera, pero también era malo porque el estrés puede agotar a un hombre a través de una progresiva aceleración de las pulsaciones del corazón y un aumento de la presión sanguínea, lo que daba lugar a una sensación de profundo cansancio. Procuraba compensarlo con el ejercicio, pero el dormir se estaba convirtiendo en un problema. En conjunto, no era peor que arrancar las malas hierbas cuando cursaba cursos de entrenamiento especial, pero ahora ya no era tan joven y la falta de apoyo y la ausencia de compañeros con quienes compartir el riesgo y desahogarse durante las horas de asueto se estaba cobrando su tributo. «Necesito dormir», pensó consultando su reloj. Encendió el televisor del dormitorio en el momento y sintonizó el noticiario del mediodía.
«Otro traficante de droga ha sido hallado muerto hoy en la zona oeste de Baltimore», anunció el presentador.
—Ya lo sé —replicó Kelly mientras cerraba los ojos para echar una cabezadita.
—Esta es la historia —dijo un coronel de la Armada en Camp LeJeune, Carolina del Norte, mientras otro hacía exactamente lo mismo a la misma hora en Camp Pendleton, California—. Tenemos un encargo especial. Estamos seleccionando voluntarios procedentes exclusivamente de las Fuerzas de Reconocimiento. Necesitamos quince personas. Es peligroso e importante. Algo de lo que os enorgulleceréis de haber participado cuando todo termine. Se trata de una misión de dos a tres meses. Es lo único que puedo adelantaros.
Un grupo de unos setenta y cinco hombres, todos veteranos de combate y miembros de la unidad más exclusiva de la Armada, le escucharon sentados en sillas de duro respaldo. Eran marines de reconocimiento que inicialmente habían ingresado como voluntarios —allí no se reclutaba a nadie— para más tarde incorporarse a la élite de la élite. La representación de las minorías estaba ligeramente desproporcionada, pero eso sólo podía interesar a los sociólogos. Aquellos hombres, marines siempre y por encima de todo, eran tan parecidos entre sí como los uniformes verdes que vestían. Muchos exhibían cicatrices en el cuerpo, pues su labor era más arriesgada y exigente que la de los marines corrientes. Estaban especializados en ir en pequeños grupos, en buscar, encontrar y matar con un alto grado de preparación. Muchos eran tiradores de élite, capaces de acertar a una cabeza a una distancia de cuatrocientos metros o a un tórax a más de mil, siempre que el blanco tuviera el detalle de estarse quieto durante el par de segundos en que la bala cubría aquella larga distancia. Eran auténticos cazadores. Algunos sufrían pesadillas a causa de las misiones que realizaban, pero ninguno sería jamás víctima del síndrome de estrés retardado, porque se consideraban a sí mismos depredadores, no presas, y porque los leones no conocen tales sentimientos.
Pero también eran hombres. Más de la mitad tenía esposa y/o hijos que esperaban de vez en cuando su regreso a casa; los demás tenían novias y esperaban formar un hogar. Todos habían cumplido un turno de servicio de trece meses de duración. Muchos habían cumplido dos, y un puñado de ellos incluso tres servicios, pero ningún miembro de este último grupo se había ofrecido como voluntario para esta misión. Unos cuantos, tal vez la mayoría, quizá lo hubieran hecho de haber conocido la naturaleza de la misión, pues la llamada del deber estaba sólidamente arraigada en ellos, pero el deber puede asumir muchas formas y aquellos hombres consideraban que ya habían servido lo suficiente en una guerra y ahora su tarea consistía en adiestrar a los más jóvenes, transmitiéndoles las lecciones que a ellos les habían permitido regresar a casa sanos y salvos —aunque otros tan capacitados como ellos no lo habían logrado—. Ese era su deber para con la Armada, pensaban todos, contemplando al coronel del estrado mientras se preguntaban qué sería aquello, aunque no con suficiente curiosidad como para estar ciegamente dispuestos a poner en peligro sus vidas, tras haberlo hecho tantas veces. Algunos echaban ojeadas a derecha e izquierda, leyendo los rostros de los más jóvenes y adivinando en sus expresiones cuáles permanecerían en la sala y depositarían sus nombres en la gorra. Muchos lamentarían no haberse quedado, sabiendo que el hecho de no poder averiguar el contenido de aquella misión les dejaría para siempre una página en blanco en la conciencia… pero, pensando en sus mujeres e hijos, habían decidido abstenerse esta vez.
Transcurridos unos momentos, los hombres empezaron a retirarse. Unos veinticinco o treinta se quedaron para ofrecerse como voluntarios. Sus expedientes personales serían rápida y minuciosamente analizados y quince de ellos serían seleccionadas al azar, pero en realidad no sería así: ciertas misiones especiales exigían cualidades especiales y el azar haría que algunos de los guerreros más hábiles fueran rechazados a causa de que sus aptitudes personales ya las cumplían otros voluntarios y que otros menos capacitados fueran aceptados porque llenaban un hueco. Así era el azar con que se enfrentaban los hombres uniformados, y todos lo aceptaban con resignación y entereza. Al término de la jornada, los hombres seleccionados sólo fueron informados del horario de salida. Los iban a trasladar en autocar, lo cual significaba que no irían muy lejos. Por lo menos de momento.
Kelly despertó a las dos y se aseó. Su compromiso de aquella tarde le exigía un aspecto presentable, por lo que se puso camisa, chaqueta y corbata. El cabello, que ya le estaba creciendo tras habérselo cortado al rape, necesitaba un recorte, pero ya era un poco tarde para eso. Eligió una corbata azul para combinar con la camisa blanca y la chaqueta azul y, con su aspecto de ejecutivo de ventas, se dirigió al Scout y saludó con la mano al administrador del edificio de apartamentos.
Aquel día la suerte le sonrió y consiguió una plaza de aparcamiento en la entrada del hospital. En el vestíbulo había una estatua de Cristo de cinco o seis metros de altura y benévola expresión, más propia de un hospital que de lo que Kelly había hecho apenas doce horas antes. Rodeó la estatua y se apartó de ella, pues no quería que aquello pesara sobre su conciencia precisamente en esos momentos.
Sandy O’Toole salió a las tres y doce minutos. Al verla aparecer por la puerta de roble, Kelly esbozó una sonrisa que se esfumó nada más contemplar su expresión. En seguida comprendió la razón: un cirujano de baja estatura y moreno, enfundado en un mono verde de quirófano, caminaba a su espalda con toda la rapidez que le permitían sus cortas piernas, hablándole a gritos. Kelly vaciló y contempló la escena con curiosidad, mientras Sandy se detenía y se volvía, tal vez cansada de correr o quizá para ceder a las exigencias del médico. Este era un poco más bajo que Sandy, y hablaba tan atropelladamente que Kelly no entendía parte de sus palabras. Sandy le miraba a los ojos con semblante inexpresivo.
—El informe del incidente ya está archivado —dijo Sandy, aprovechando una breve interrupción.
—¡No tiene usted derecho a hacer eso!
Los ojos se encendieron de rabia en el oscuro y mofletudo rostro. Kelly se acercó un poco más.
—Sí, lo tengo, doctor. Su prescripción de medicación era incorrecta y yo soy la supervisora de enfermeras y estoy obligada a informar sobre los errores de medicación.
—¡Le ordeno que retire ese informe! ¡Las enfermeras no dan órdenes a los médicos!
Lo que siguió fue un lenguaje que a Kelly no le gustó, y tanto menos en presencia de la imagen de Cristo. El moreno rostro del médico se ensombreció mientras se inclinaba hacia Sandy y gritaba cada vez más. Pero Sandy no se inmutó ni se dejó intimidar, provocando con ello un recrudecimiento de la pataleta del médico.
—Perdón. —Kelly intervino en la disputa sin acercarse demasiado, lo justo para atraer la encolerizada mirada de Sandra O’Toole—. No sé de qué están discutiendo, pero, si usted es médico y la señorita enfermera, convendría que lo hicieran de una manera un poco más civilizada —sugirió en voz baja.
El médico fingió no haberle escuchado. Era la primera vez desde que tenía dieciséis años que alguien le humillaba en público. Kelly retrocedió para que Sandy resolviera la cuestión por su cuenta, pero el médico empezó a vociferar, pasando a un lenguaje incomprensible en el que se mezclaban insultos en inglés y en parsi. Sandy no cedió terreno y Kelly la miró con orgullo. La expresión de Sandy parecía cada vez más pétrea y su impasible mirada sin duda disimulaba el nerviosismo que sentía. Su férrea resistencia estaba minando los nervios del médico, el cual levantó la mano y siguió arreciando en sus imprecaciones. Se detuvo tras llamarla «zorra bastarda». El puño que había sacudido amenazadoramente a un centímetro de la nariz de Sandy desapareció de pronto en la vellosa garra de Kelly.
—Perdone —dijo amablemente ¿hay alguien arriba que sepa arreglar una mano rota?
Kelly cerró sus dedos alrededor de la pequeña y delicada mano del cirujano y ejerció una leve presión.
En ese momento cruzó la puerta un guardia de seguridad, alertado por el alboroto. Los ojos angustiados del médico se desviaron hacia él.
—No tendrá ocasión de ayudarle, doctor. ¿Cuántos huesos tiene la mano, señor? —preguntó Kelly.
—Veintiocho —contestó atemorizado el médico.
—¿Quiere que los convirtamos en cincuenta y seis? —propuso Kelly, aumentando la presión.
Los ojos del médico contemplaron un rostro que no parecía enojado ni complacido, sino que simplemente le miraba como si fuera un objeto, hablándole con un tono cortés que no era más que una burlona expresión de superioridad. El cirujano comprendió inequívocamente que el hombre iba a cumplir su amenaza.
—Discúlpese ante la señorita —añadió Kelly.
—¡Yo no me rebajo ante las mujeres! —replicó el médico con voz sibilante.
Un poco más de presión le dibujó una mueca en el rostro. Con un poco más de fuerza, los huesos empezarían a romperse.
—Tiene usted muy malos modales, señor, y le queda poco tiempo para mejorarlos. —Kelly esbozó una sonrisa—. Discúlpese ahora mismo —le ordenó—. Si es tan amable.
—Discúlpeme, enfermera O’Toole —masculló el hombre.
La humillación era como una sangrante herida en su orgullo. Kelly le soltó la mano y cogió la tarjeta de identificación que el médico llevaba prendida en su bata quirúrgica. Leyó el nombre antes de mirarlo nuevamente.
—¿Se siente un poco mejor, doctor Khofan? ¿Verdad que a partir de ahora ya no volverá a gritar a la señorita, por lo menos cuando ella tenga razón y usted esté equivocado? Y tampoco la volverá a amenazar bajo ningún concepto, ¿no es cierto? —Kelly no tuvo necesidad de explicar por qué tal cosa no sería conveniente.
El médico estaba flexionando los dedos para aliviar el dolor.
—De acuerdo —dijo el médico, sintiendo ganas de echar a correr.
Kelly volvió a coger su mano y se la estrechó con una sonrisa, apretándola levemente a modo de advertencia.
—Me alegro de que estemos de acuerdo, señor. Creo que ahora ya puede marcharse.
El doctor Khofan se marchó, pasando por delante del guarda de seguridad sin siquiera dirigirle una mirada. El guarda miró a Kelly, pero no pasó de ahí.
—¿Era necesario que lo hicieras? —preguntó Sandy.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo estaba resolviendo yo sola —dijo ella, dirigiéndose hacia la puerta.
—Sí, es cierto. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Kelly con tono pausado.
—Pues que prescribió una medicación equivocada a un anciano que es alérgico al medicamento, tal como consta en su historial —explicó Sandy, desahogando la tensión acumulada—. Hubiera podido causarle mucho daño al señor Johnston. Y no es la primera vez que ocurre. Esta vez el doctor Rosen podría despedirlo y él quiere quedarse. Además, no para de acosar a las enfermeras y eso no nos gusta. ¡Pero ya lo estaba resolviendo por mi cuenta!
—Pues entonces la próxima vez dejaré que te parta la nariz.
Pero no habría una próxima vez; lo había leído en la mirada del pequeño bastardo, por lo menos hasta que este regresara al lugar de donde procedía.
—Y si lo hace, ¿qué? —preguntó Sandy.
—Pasará una temporada sin ejercer como cirujano. Mira, Sandy, no soporto que la gente se comporte así, ¿comprendes? No me gustan los matones, y menos que maltraten a las mujeres.
—¿De veras puedes hacer daño a la gente?
Kelly abrió la puerta para cederle el paso.
—No, no muy a menudo. Habitualmente prestan atención a mis advertencias. Verás, si él te pega, tú sufrirás un daño y él también lo sufrirá. En cambio, de esta manera nadie sufre ningún daño como no sea tal vez el del orgullo herido, y de eso nadie ha muerto jamás.
Sandy prefirió no insistir en el tema. Estaba molesta porque Kelly le había plantado cara al médico —que no era muy buen cirujano y mostraba ligereza en la aplicación de las técnicas posoperatorias; sólo operaba pacientes de la beneficencia aquejados de pequeñas dolencias, pero no se trataba de eso: los pacientes de la beneficencia eran personas y las personas merecían el mejor trato que la ciencia médica pudiera dispensarles—. Khofan se había propasado y Sandy se alegraba de que Kelly la hubiera protegido, pero se sentía irritada por no haber podido bajarle ella sola los humos. Probablemente el informe del incidente acabaría con la negligente trayectoria de Khofan y las enfermeras de la unidad lo celebrarían. Las enfermeras de los hospitales, como los suboficiales de cualquier unidad militar, eran en el fondo las que llevaba todo el peso de la organización, por lo que era una insensatez que un médico intentara plantarles cara.
Sin embargo, Sandy había confirmado una cosa sobre Kelly. Aquella mirada terrible que había visto y no podía quitarse de la cabeza no había sido un espejismo. Mientras Kelly estrujaba la mano de Khofan, la expresión de su rostro había sido… inexpresiva. Sandy no había adivinado en su rostro ningún sentimiento, ni siquiera de regocijo ante la humillación de aquel medicucho y eso era lo que más la preocupaba.
—¿Qué le ocurre a tu coche? —preguntó Kelly, enfilando Broadway en dirección norte.
—Si lo supiera no lo tendría averiado.
—Sí, claro —dijo Kelly con una sonrisa.
«Es hábil —pensó Sandy—. Cambia a su antojo y según le conviene. Primero quiso arreglarlo con palabras razonables, pero después se mostró dispuesto a partirle la crisma. Así, sin más. Sin la menor emoción. Como si aplastara una cucaracha. Pero entonces, ¿qué clase de persona es? ¿Acaso perdió los estribos? No, probablemente no. Posee absoluto autodominio, ¿un psicópata? Oh, sería terrible… pero no, no puede ser. En ese caso Sam y Sarah no serían amigos suyos, y ambos son médicos muy sensibles y considerados… Entonces, ¿qué?».
—He traído mi caja de herramientas. Se me dan muy bien los diesel. Aparte el numerito de nuestro amigo, ¿cómo ha ido el trabajo?
—Ha sido un día muy agradable —contestó Sandy, alegrándose de poder cambiar de tema—. Hemos dado el alta a una paciente que nos tenía muy preocupados. Una negrita de tres años que se cayó de la cuna. El doctor Rosen le hizo un trabajo estupendo y en un par de meses ni siquiera se notará que tuvo un accidente.
—Sam es buena persona —comentó Kelly—. Quiero decir que no solo es buen médico y buen profesor, eso es evidente… Pero además tiene clase.
—Sarah también.
«Buena persona es lo que hubiese dicho Tina», pensó ella.
—Una gran señora —convino Kelly asintiendo con la cabeza mientras giraba a la izquierda para enfilar North Avenue—. Hizo mucho por Pam —añadió irreflexivamente.
Sandy observó que la expresión de Kelly volvía a demudarse y se le petrificaban las facciones.
«El dolor jamás desaparece, ¿verdad?», se dijo Kelly. Volvió a ver mentalmente a Pam y, por un breve y cruel segundo, se engañó creyendo que iba sentada a su lado en el coche. Pero no era Pam. Sus manos apretaron el volante y los nudillos se le quedaron repentinamente blancos mientras trataba de apartar aquellos pensamientos que eran una especie de campo de minas. Entras inocentemente en ellos y descubres demasiado tarde el peligro que encierran. Sería mejor no poder recordar, pensó Kelly. Pero, sin los recuerdos buenos y malos, ¿qué era la vida? Si olvidabas las cosas más significativas, ¿en qué te convertías? Y si no obrabas de conformidad con aquellos recuerdos, ¿qué valor tenía la existencia?
Sandy lo leyó todo en su rostro. Kelly no siempre sabía disimular. «No eres un psicópata. Sientes dolor y los psicópatas no lo sienten. ¿Qué eres, entonces?».