XVI. EJERCICIOS

Ryan y Douglas se quedaron atrás mientras los forenses hacían su trabajo. El hallazgo había tenido lugar a las cinco de la mañana. El agente Chuck Monroe pasaba por la calle realizando su patrulla rutinaria y, al ver una sombra sospechosa en el pasaje, dirigió el foco del coche hacia allí. La oscura silueta había podido ser la de un borracho que dormía, pero el haz iluminó el charco de sangre y un resplandor rosa tiñó las paredes. Allí pasaba algo. Monroe bajó del coche y fue a echar un vistazo. Entonces hizo la llamada. Ahora el agente estaba apoyado contra su coche, fumando un cigarrillo y explicando detalladamente su hallazgo, que para él no era tan horrible como podía parecer a la gente. Ni siquiera se había molestado en pedir una ambulancia. Aquellos dos no necesitaban cuidados médicos.

—Han sangrado mucho —observó Douglas. No era una conclusión demasiado significativa, sino sólo palabras con que llenar el silencio mientras las cámaras disparaban el último carrete de película. Parecía que alguien había derramado dos latas enteras de pintura.

—¿Hora de la muerte? —preguntó Ryan al ayudante del juez.

—No hace mucho —contestó el hombre sopesando la mano de un cadáver—. Todavía no hay rigor mortis. Después de medianoche, con toda seguridad; quizá pasadas las dos.

La causa de la muerte era evidente. Los agujeros que tenían ambos cadáveres en la frente no dejaban lugar a dudas.

—¿Monroe? —llamó Ryan. El agente se acercó—. ¿Qué sabe de estos dos?

—Traficantes. El mayor, el de la derecha, es Maceo Donald, alias Ju–Ju. El de la izquierda no sé quién es, pero trabajaba con Donald.

—Buen trabajo, agente. ¿Algo más? —preguntó el sargento Douglas.

Monroe meneó la cabeza.

—No, señor. Nada. De hecho ha sido una noche bastante tranquila. Pasé por esta zona unas cuatro veces, pero no vi nada fuera de lo normal. Los camellos de siempre haciendo su trabajo de siempre. —La crítica implícita de una situación anormal que se consideraba normal quedó en el aire. Al fin y al cabo era lunes por la mañana, y nadie estaba de buen humor.

—Listos —dijo el fotógrafo. Él y su ayudante, que estaba al otro lado de los cuerpos, se retiraron.

Ryan se puso a rebuscar en el pasaje. Había bastante luz natural, y el detective la aumentó con una potente linterna, proyectando el haz sobre los bordillos de la acera y buscando un reflejo metálico.

—¿Ves algún casquillo, Tom? —preguntó a Douglas, que estaba haciendo lo mismo que él.

—No. Les dispararon desde aquí, ¿no crees?

—No hemos movido los cuerpos —dijo el ayudante del juez, y añadió—: Sí, desde luego, les dispararon desde este lado. Los dos estaban tumbados cuando les dispararon.

Douglas y Ryan se tomaron su tiempo, y examinaron tres veces cada centímetro del pasaje, pues la meticulosidad era su principal arma, y disponían de todo el tiempo del mundo —o por lo menos de unas cuantas horas, que venía a ser lo mismo—. Aquel era el escenario perfecto para un policía. No había hierba ni muebles que pudieran ocultar pruebas, sólo un pasaje de ladrillo de apenas dos metros de ancho. Aquello les ahorraría tiempo.

—Nada, Em —dijo Douglas después del tercer repaso.

—Entonces debió de ser un revólver. —Era una observación lógica. Los ligeros casquillos de un revólver eran despedidos a considerable distancia, y eran tan pequeños que encontrarlos podía resultar muy complicado. Raro era el criminal que recuperaba sus casquillos, y no era probable que aquel se hubiese ocupado de buscar cuatro pequeños casquillos del 22 en la oscuridad.

—Algún ladronzuelo con un revólver barato, ¿no te parece? —sugirió Douglas.

—Podría ser. —Los dos se acercaron a los cuerpos y los examinaron de cerca por primera vez.

—No hay señales de pólvora… —dijo el sargento con sorpresa.

—Estas casas, ¿están habitadas? —preguntó Ryan a Monroe.

—Esas no, señor —contestó Monroe, indicando las dos que bordeaban el pasaje—. Pero las del otro lado de la calle sí.

—Cuatro disparos en plena madrugada… Supongo que alguien los oyó. —El pasaje de ladrillo habría potenciado el sonido, pensó Ryan, y un revólver del 22 hacía un ruido fuerte y agudo. Pero él había visto muchos casos como aquel en que nadie oía nada. Además, en aquella clase de vecindario la gente se dividía en dos grupos: los que no veían nada porque no les importaba, y los que sabían que ver algo significaba arriesgarse a que los alcanzara una bala perdida.

—Hay dos agentes preguntando a los vecinos, teniente. Pero todavía no hay nada.

—No tiene mala puntería, Em. —Douglas señaló con su lápiz los agujeros en la frente de la víctima que aún no había sido identificada. Los separaba una distancia de apenas un centímetro y medio, justo encima de la nariz—. No hay rastros de pólvora. El asesino debió de estar de pie a unos… dos o tres metros…

—Douglas se levantó y extendió el brazo. Era un disparo natural, extender el brazo y apuntar hacia abajo.

—No lo creo. A lo mejor hay señales de pólvora y no las hemos visto, Tom. Para eso tenemos peritos. —Los dos cuerpos eran de tez oscura, y no había demasiada luz. Aunque hubiera manchas de pólvora alrededor de los orificios de bala, los detectives no podrían verlas. Douglas se agachó para examinar otra vez las heridas.

—Es agradable saber que alguien nos tiene en cuenta —dijo el ayudante del juez mientras tomaba algunas notas, a unos metros de distancia.

—Sea como sea, Em, nuestro hombre tiene buen pulso. —Señaló la cabeza de Maceo Donald con el lápiz. Los dos agujeros de la frente, quizá un poco más arriba que los del otro cuerpo, estaban más juntos—. Eso no es muy corriente.

Ryan se encogió de hombros y empezó a examinar los cuerpos. Aunque era el más veterano de los dos, prefería hacerlo él mismo mientras Douglas tomaba las notas. No encontró ningún arma. Los dos llevaban cartera e identificaciones —el desconocido resultó ser Charles Baker, de veinte años—, pero no encontró droga ni dinero…

—Espera, aquí hay algo, tres bolsas de plástico transparente con una sustancia en polvo blanca —dijo Ryan—. Un dólar setenta y cinco en monedas; un encendedor, un paquete de Pall Mall en el bolsillo de la camisa… y otra bolsa de plástico transparente de sustancia en polvo.

—Robo —diagnosticó Douglas. No era un comentario demasiado profesional, pero era bastante evidente—. ¿Qué opina, Monroe?

—Sí, señor. —El joven agente seguía siendo un marine. Todo lo que decía iba rematado por un «señor».

—¿Barker y Donald eran traficantes experimentados?

—Ju–Ju trabajaba por aquí desde que yo llegué a este barrio, señor. Nunca he oído que nadie se metiera con él.

—No hay señales de pelea en las manos —observó Ryan después de examinarlas—. Las manos están atadas con… alambre de cobre con aislamiento blanco; aquí está la marca, pero no alcanzo a distinguirla. No hay señales de lucha.

—¡Alguien ha pillado a Ju–Ju! —Era Mark Charon, que acababa de llegar—. Yo también tenía algo pendiente con ese capullo.

—Dos orificios de salida en la cabeza de Donald —continuó Ryan, irritado por aquella interrupción—. Supongo que encontraremos los casquillos en el fondo de este lago —concluyó con amargura.

—Olvídate de la balística —gruñó Douglas. Era lo corriente con las armas del 22. En primer lugar, la bala era de plomo blando y se deformaba tanto que los rasguños producidos por el cañón del arma solían ser inidentificables. Además, el calibre 22 tenía un gran poder de penetración, incluso más que el del 45, y a menudo la bala acababa destrozándose contra algún objeto más allá de la víctima. En este caso, el cemento de la acera.

—Bueno, cuéntame algo de él —pidió Ryan.

—Un importante traficante, con una buena clientela. Tiene un Cadillac rojo, muy bonito —dijo Charon—. Un tipo espabilado.

—No le ha servido de mucho. Le han destrozado el cerebro hace unas seis horas.

—¿Ha sido por la droga? —preguntó Charon.

—Eso parece. No hemos encontrado armas, ni drogas ni dinero —contestó Douglas—. Quienquiera haya hecho esto, conoce su oficio. Un profesional, Em. Esto no es obra de un yonqui desesperado.

—¿Tienes noticia de algún ladrón experimentado, Mark? —preguntó Ryan.

—El dúo —contestó Charon—. Pero utilizan escopeta. —Parece cosa de mafia. Mirarlos a los ojos y… paf.

Douglas pensó en lo que acababa de decir. No, tampoco era correcto. Las mafias no eran tan elegantes. Los criminales no eran buenos tiradores, y casi siempre empleaban armas baratas. Ryan y él habían investigado muchos asesinatos perpetrados por bandas organizadas, y la víctima solía recibir un balazo a quemarropa en la nuca, o lo hacían tan a lo bestia que la víctima aparecía con una docena de agujeros en el cuerpo. A aquellos dos los había matado alguien que conocía bien su oficio, y los hombres realmente habilidosos de la mafia eran muy escasos. ¿Pero quién había dicho que la investigación de homicidios fuera una ciencia exacta? Aquel escenario era una mezcla de lo rutinario y de lo extraordinario. Un robo corriente en que la droga y el dinero de las víctimas había desaparecido, pero un asesinato extraordinariamente bien ejecutado, pues el asesino o bien había tenido mucha suerte —dos veces— o bien era un tirador experto. Y las bandas no acostumbraban disfrazar sus actos de robo ni de nada parecido. Los asesinatos de la mafia eran, más bien, un comunicado oficial.

—Mark, ¿tienes constancia de alguna guerra de bandas? —preguntó Douglas.

—No. Sólo los camellos que se pelean por una esquina, como siempre, pero nada organizado.

—Pregunta un poco por ahí, a ver si averiguas algo —sugirió el teniente Ryan.

—Descuida, Em. Mi gente se encargará de eso.

«Este caso no tendrá pronta resolución», pensó Ryan. Bueno, sólo en la televisión se resolvían en media hora, entre dos tandas de publicidad.

—¿Puedo llevármelos ya?

—Sí, llévatelos —dijo Ryan al funcionario de la oficina del forense. Su furgoneta negra estaba preparada, y empezaba a hacer calor. Ya había algunas moscas zumbando por los alrededores, atraídas por el olor de la sangre. Ryan se dirigió a su coche, acompañado por Tom Douglas. Los otros detectives se encargarían del resto del trabajo.

—Alguien que dispara bien. Mejor que yo, incluso —dijo Douglas de camino al centro.

—Hombre, hay mucha gente con buena puntería. A lo mejor alguno ha encontrado trabajo con una banda organizada.

—¿Un golpe profesional?

—De momento llamémoslo hábil —sugirió Ryan—. Dejemos que Mark haga un poco de espionaje.

Kelly se levantó a las diez y media y, por primera vez desde hacía varios días, se sintió limpio. Al llegar a su apartamento se había duchado y se había quitado gran cantidad de porquería. Ahora podía afeitarse por fin, y aquello compensaba la falta de sueño. Antes del desayuno, Kelly fue a un parque cercano y corrió media hora. Luego volvió a casa y tomó otra concienzuda ducha y comió un poco. Toda la ropa que había utilizado la noche anterior estaba en una bolsa del supermercado: pantalones, camisa, ropa interior, calcetines y zapatos. Era una lástima despedirse de la chaqueta, cuyo tamaño y cuyos bolsillos le habían sido de tanta utilidad. Tendría que conseguir otra, probablemente varias. Esta vez estaba seguro de no haberse manchado de sangre, pero en la tela oscura era difícil comprobarlo con seguridad, y sin duda habría restos de pólvora. Kelly no estaba en situación de arriesgarse ni lo más mínimo. Tiró los restos de la comida y los posos del café encima de la ropa, y tiró la bolsa en el contenedor de basura del complejo residencial. Kelly había pensado llevarla a un vertedero lejano, pero aquello podía traerle más problemas. Cabía la posibilidad de que lo vieran y repararan en lo que hacía, y de que se preguntaran por qué lo hacía. No le resultó difícil librarse de los cuatro casquillos de bala. Los tiró en una alcantarilla mientras corría por el parque. En las noticias del mediodía informaron del hallazgo de dos cadáveres, pero no dieron detalles. Quizá el periódico dijera algo más. Por cierto, había otra cosa.

—Hola, Sam.

—Hola, John. ¿Estás en la ciudad? —preguntó Rosen por teléfono.

—Sí. ¿Te importa si voy a verte un minuto? ¿A las dos?

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Rosen, sentado a su escritorio.

—Necesito unos guantes —contestó Kelly levantando una mano—. De los que usas tú, de goma. ¿Son muy caros?

Rosen estuvo a punto de preguntar para qué quería los guantes, pero decidió que no era asunto suyo.

—Hombre, los venden en cajas de cien pares.

—No necesito tantos.

El médico abrió un cajón de su mesa y le entregó diez bolsas de guantes y dijo:

—Tienes aspecto de persona respetable.

Era cierto. Kelly llevaba el traje azul «de la CIA» y camisa blanca. Era la primera vez que Rosen lo veía con corbata.

—No te burles de mí, doc —dijo Kelly sonriente—. A veces no me queda otro remedio. Además, tengo un nuevo empleo.

—¿De qué clase?

—Una especie de asesoramiento —contestó Kelly—. No puedo decirte sobre qué, pero requiere ir bien vestido.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, señor. Hago bastante ejercicio. ¿Qué tal te va a ti?

—Como siempre. Más papeleo que operaciones, pero tengo todo un departamento a mi cargo. —Sam tocó el montón de expedientes que había sobre su mesa. La charla lo estaba poniendo nervioso. Tenía la impresión de que su amigo iba disfrazado. Rosen sabía que Kelly se proponía algo, pero no sabía exactamente qué.

Consiguió serenarse y preguntó:

—¿Puedes hacerme un favor?

—Claro, doc.

—El coche de Sandy se ha estropeado. Iba a acompañarla a casa, pero tengo una reunión que podría alargarse. Termina el turno a las tres.

—¿Ahora le dejas hacer horario regular? —preguntó Kelly con una sonrisa.

—A veces, cuando no da clases.

—Si a ella le va bien, a mí también.

Sólo tenía que esperar veinte minutos.

Kelly fue a la cafetería para tomar un bocado. Sandy O’Toole se reunió con él allí a las tres en punto, después del cambio de turno.

—¿Ahora te gusta esta comida? —le preguntó.

—Ni siquiera los hospitales pueden estropear demasiado una ensalada. Me han dicho que se te ha estropeado el coche.

Sandy asintió. Se la veía cansada, y tenía unas oscuras ojeras.

—El encendido. Lo he llevado al taller.

Kelly se levantó.

—El carruaje espera, señora. —Su comentario despertó una sonrisa en el rostro de la enfermera, pero más cortés que divertida—. Nunca te había visto tan elegante —le dijo ella mientras se dirigían al aparcamiento.

—Bueno, no cuentes demasiado con eso. Todavía puedo retozar en el barro. —Su broma volvió a fallar.

—No quería decir que…

—Tranquila. Has tenido mucho trabajo, y tu chófer tiene un sentido del humor un poco retorcido.

La enfermera O’Toole se detuvo junto al coche y dijo:

—No es culpa tuya. He tenido una semana muy dura. Nos trajeron a un niño, un accidente de tráfico. El doctor Rosen hizo todo lo que pudo, pero las heridas eran muy graves… Murió anteayer, durante mi turno. A veces odio mi trabajo —concluyó.

—Lo comprendo —replicó Kelly mientras aguantaba la puerta—. ¿Quieres saber lo que pienso? Mira, nunca es la persona correcta ni el momento correcto. Nunca tiene sentido.

—Bonita forma de ver las cosas. ¿No pretendías animarme? —Eso la hizo sonreír, pero no el tipo de sonrisa que buscaba Kelly.

—Todos procuramos componer las piezas rotas lo mejor que sabemos, Sandy. Tú luchas con tus dragones. Yo con los míos —dijo Kelly irreflexivamente.

—¿Cuántos dragones has matado tú?

—Uno o dos —dijo Kelly, abstraído, intentando controlar sus palabras. Le sorprendió cuán difícil le resultaba. Le gustaba hablar con Sandy.

—¿Y mejoró algo, John?

—Mi padre era bombero. Murió durante una misión. Un incendio en una casa; entró y encontró a dos niños medio asfixiados. Mi padre los sacó, y entonces sufrió un infarto. Dicen que murió antes de llegar al suelo. Supongo que eso tiene algún sentido —dijo Kelly, recordando las palabras del almirante Maxwell a bordo del Kitty Hawk: la muerte debía tener algún sentido, y la del padre de Kelly lo tuvo.

—Tú has matado, ¿verdad? —preguntó Sandy.

—En la guerra pasan esas cosas —reconoció Kelly.

—¿Qué sentido tuvo? ¿Qué conseguiste con eso?

—Si quieres una respuesta grandilocuente, no la tengo. Pero los que yo eliminé no molestaron a nadie más. —Desde luego, no los del PLASTIC FLOWER, pensó. Tal vez otros se habían encargado de sustituirlos, pero quizá no.

—Y los que mataron a Tim, ¿pensaban lo mismo?

—Es posible, pero hay una diferencia. —Kelly estuvo a punto de decir que nunca había visto a uno de los suyos asesinar a nadie, pero ahora ya no podía decir eso.

—Pero si todo el mundo piensa así, ¿qué clase de mundo es este? Con las enfermedades no es así. Luchas contra cosas perjudiciales para todo el mundo. No hay política ni mentiras. Nosotros no matamos. Por eso hago este trabajo, John.

—Sandy, hace treinta años a un tipo llamado Hitler le dio por asesinar gente como Sam y Sarah, sólo que por sus malditos nombres. Había que matarlo, y lo mataron; demasiado tarde. Y aunque el tipo se suicidase, lo mataron.

—¿No era aquella lección bastante simple?

—Ya tenemos bastantes problemas —señaló Sandy. Sólo había que mirar las aceras, pues el John Hopkins no estaba situado en un barrio elegante.

—Ya lo sé. ¿Recuerdas a Pam?

—Lo siento, John, no era mi intención…

—Yo también lo siento. —Kelly hizo una pausa, buscando las palabras que necesitaba—. Hay una diferencia, Sandy. Hay gente buena. Supongo que la mayoría de la gente es decente. Pero también hay gente mala. No puedes hacer que no existan, y no puedes hacer que sean buenos, porque la mayoría no cambia, y alguien tiene que proteger a un grupo del otro. Eso fue lo que hice en Vietnam.

—¿Pero cómo evitas convertirte en uno de ellos?

Kelly lo pensó, y deseó que Sandy no estuviera allí. Él no necesitaba oír aquello, no quería verse obligado a examinar su propia conciencia. Durante los dos años pasados todo había sido muy limpio. Cuando decidías que tenías un enemigo, la eficacia de tu acción dependía de aplicar tu entrenamiento y tu experiencia. No era algo en lo que tuvieras que pensar. No era fácil examinar tu conciencia.

—Nunca he tenido ese problema —contestó finalmente, sorteando el tema. Y entonces vio la diferencia. Sandy y su comunidad luchaban contra una cosa, y luchaban valerosamente, arriesgando su cordura al resistir los avances de fuerzas cuyas causas no podían combatir directamente. Kelly y los suyos luchaban contra personas, y los perseguían y los enfrentaban directamente, llegando a eliminarlos si tenían suerte. Un bando tenía un propósito limpio, pero no obtenía plena satisfacción. El otro podía conseguir la satisfacción de destruir al enemigo, pero sólo a costa de parecerse demasiado a aquello contra lo que luchaba.

Guerrero y curador, guerras paralelas con un propósito similar, pero muy diferentes en la práctica. Enfermedades del cuerpo y enfermedades de la humanidad.

¿Acaso no era una forma interesante de verlo?

—A lo mejor no es contra qué luchas, sino por qué luchas.

—¿Y por qué estamos luchando en Vietnam? —volvió a preguntar Sandy. Ella se había planteado aquella pregunta miles de veces desde que recibiera el desgraciado telegrama—. Mi marido murió allí, y yo todavía no sé por qué.

Kelly iba a decir algo, pero se abstuvo. La verdad era que no había respuesta. La mala suerte, las decisiones erróneas, eran la causa de que murieran soldados en un campo de batalla remoto, e incluso si estabas allí no siempre tenía sentido. Además, seguramente ella había oído más de una justificación por parte del hombre por el que ahora lloraba. Quizá buscar aquel tipo de explicaciones no era más que un ejercicio de futilidad. A lo mejor no tenía por qué tener sentido. Y aunque eso fuese cierto, ¿cómo podías vivir sin pretender que lo tuviera? Todavía estaba meditándolo cuando llegaron a su destino.

—Tu casa necesita una mano de pintura —observó Kelly.

—Ya lo sé. No puedo pagar a un pintor, y no tengo tiempo para hacerlo yo.

—Sandy, ¿puedo hacerte una sugerencia?

—Sí, claro.

—Vive tu vida. Lamento mucho que Tim haya muerto, pero ahora no está. Yo también he perdido a algunos amigos allí. Tienes que continuar.

Sandy examinó a Kelly con mirada profesional, sin revelar nada de lo que pensaba o sentía, pero el hecho de que se molestara en ocultarse de él ya le indicaba algo.

«Algo ha cambiado en ti. No sé qué es. Y me pregunto por qué», pensó Sandy. Kelly siempre había sido cortés, tan exageradamente gentil que casi hacía gracia, pero aquella tristeza que Sandy había visto en él, casi comparable a la suya propia, había sido sustituida por algo que Sandy no alcanzaba a comprender. Era extraño, porque él nunca se había molestado en ocultarse de ella, y Sandy se creía capaz de ver más allá de cualquier disfraz que él pudiera ponerse. En eso se equivocaba, o quizá no conocía las normas. Kelly salió del coche y lo rodeó para abrir la puerta del acompañante.

—¿Por qué eres tan amable? ¿Qué te ha dicho el doctor Rosen?

—Sólo me ha dicho que necesitabas que te acompañaran, Sandy. En serio. Además, se te ve muy cansada. —Kelly la acompañó hasta la puerta.

—No sé por qué me agrada tanto hablar contigo —dijo ella al subir los escalones del porche.

—No estaba seguro de ello. ¿Lo dices en serio?

—Sí, creo que sí —contestó Sandy esbozando una breve sonrisa—. Es demasiado pronto para mí, John.

—Para mí también. ¿Crees que es demasiado pronto para que seamos amigos?

Sandy se lo pensó.

—No, para eso no.

—¿Te apetece que vayamos a cenar un día? Ya te lo pregunté una vez, ¿te acuerdas?

—¿Vienes muy a menudo a la ciudad?

—Ahora sí. Tengo un trabajo; bueno, tengo unos asuntos en Washington.

—¿De qué se trata?

—Nada importante.

Sandy adivinó una mentira, pero seguramente no era malintencionada.

—¿La semana que viene? —propuso ella.

—Te llamaré. No conozco ningún restaurante por aquí.

—Yo sí.

—Descansa un poco —le aconsejó Kelly. No se atrevió a besarla, ni a cogerle la mano. Sólo una sonrisa cariñosa y se marchó.

Sandy se quedó observándolo, y volvió a preguntarse qué había visto de diferente en Kelly. Nunca olvidaría aquella mirada terrible, en la cama del hospital, pero en todo caso no era nada que ella tuviera que temer.

Kelly se maldijo a sí mismo en voz baja mientras, con los guantes de trabajo, frotaba todas las superficies del coche. No podía arriesgarse a mantener conversaciones de aquel tenor.

¿Qué estaba pasando? No lo sabía. En el campo de batalla era fácil: identificabas al enemigo, o alguien te decía qué estaba pasando y quién era y dónde estaba; frecuentemente la información era errónea, pero por lo menos sabías por dónde empezar. Pero las instrucciones de las misiones nunca te decían cómo iba a cambiar el mundo o cómo iba a terminar la guerra. Eso lo leías en el periódico, lo decían periodistas a los que en realidad no les importaba y sólo repetían las palabras de los portavoces oficiales o de políticos ineptos. «Infraestructura» y «cuadro» eran sus palabras favoritas, pero él perseguía a personas, no a infraestructuras. La infraestructura era una cosa, igual que aquello contra lo que luchaba Sandy. No era una persona que hacía daño y a la que se podía perseguir como a un animal. ¿Y cómo se podía aplicar aquello a lo que estaba haciendo ahora? Kelly se dijo que tendría que controlar sus pensamientos, ceñirse a lo fácil, recordar que estaba persiguiendo a personas, como siempre. No pretendía cambiar el mundo, sino limpiar una pequeña parte.

—¿Todavía te duele? —preguntó Grishanov.

—Creo que tengo unas cuantas costillas rotas.

Zacharias se sentó en la silla, respirando con dificultad y visiblemente dolorido. El ruso estaba preocupado. Una herida como aquella podía producir neumonía, y una neumonía podía matar a un hombre en la situación de Zacharias. Los guardias se habían excedido con el americano, y aunque lo habían hecho a petición de Grishanov, él sólo quería causarle un poco de dolor. Un prisionero muerto no le diría lo que él necesitaba saber.

—He hablado con el comandante Vinh. Ese pequeño salvaje dice que no puede malgastar medicamentos. —Grishanov se encogió de hombros—. ¿Te duele mucho?

—Cada vez que respiro —contestó Zacharias, y sin duda decía la verdad. Estaba incluso más pálido de lo normal.

—Sólo tengo una cosa para aplacar el dolor, Robin —dijo Kolya enseñándole la petaca.

El coronel americano meneó la cabeza:

—No puedo.

Grishanov habló con el tono de un hombre que intenta hacer entrar en razones a un amigo:

—No seas tonto, Robin. El dolor no sirve de nada; ni te sirve a ti, ni a mí, ni a tu Dios. Por favor, déjame ayudarte un poco. Por favor.

«No puedo», pensó Zacharias. Si lo hacía rompería su promesa. El cuerpo era un templo, y su deber era conservarlo limpio. Pero el templo estaba destrozado. Lo que más temía era una hemorragia interna. ¿Tendría capacidad de reponerse? En cualquier circunstancia normal, sí, pero sabía que su condición física era espantosa; todavía le dolía la espalda, y ahora las costillas. El dolor era un compañero inseparable, y el dolor no le ayudaría a soportar los interrogatorios, así que tenía que poner en la balanza su religión y su obligación de resistir. Ahora las cosas no estaban tan claras. Si aplacaba el dolor, podría curarse más deprisa y cumplir con su obligación. ¿Qué era lo correcto? Miró el frasco de metal. Sabía que contenía un poco de alivio, y un poco de alivio era lo que necesitaba para conservar el autodominio.

Grishanov desenroscó el tapón:

—¿Te gusta esquiar, Robin?

A Zacharias le sorprendió aquella pregunta:

—Sí, aprendí cuando era pequeño.

—¿Esquí de fondo?

—No, descenso.

—¿Se puede esquiar en las montañas Wasatch?

Robin recordó y sonrió.

—Sí, muy bien, Kolya. Es nieve polvo, como arena fina.

«Sólo un trago —pensó Zacharias—. Sólo para aliviar el dolor. —Bebió—. Si mitigo un poco el dolor, aguantaré».

Grishanov lo observó y vio cómo le lloraban los ojos; esperaba que el americano no tosiera y se hiciera más daño. Era buen vodka del almacén de la embajada de Hanoi, lo único de que su país siempre estaba bien abastecido, y lo único que abundaba en la embajada. Vodka del mejor, el favorito de Kolya; pero el americano no sabría apreciarlo. Y a decir verdad, él tampoco lo apreciaba después del tercer o cuarto trago.

—¿Esquías bien, Robin?

El calor en el estómago relajó un poco a Zacharias, y el dolor por fin disminuyó. Si el ruso quería hablar de esquí, se dijo, sería un momento de distensión, y él lo necesitaba.

—Hago las pistas más difíciles —contestó Robin, animándose—. Empecé cuando era pequeño. Creo que tenía cinco años cuando mi padre me llevó a esquiar por primera vez.

—¿Tu padre también era piloto?

El americano negó con la cabeza y dijo:

—Abogado.

—Mi padre es profesor de historia de la Universidad de Moscú. Tenemos una dacha, y cuando era pequeño, en invierno podía esquiar en el bosque. Me gusta mucho el silencio, y allí sólo se oye el… ¿cómo lo llamáis? ¿Frufrú? El susurro de los esquís sobre la nieve. Nada más. Es como si estuvieras solo en el mundo.

—Si te levantas temprano, en la montaña también es así. Tienes que elegir un día justo después de las nevadas, sin mucho viento.

Kolya sonrió.

—Es como volar, ¿no te parece? Como volar en un avión de una plaza en un día soleado con algunas nubes blancas. —Se inclinó hacia delante con una mirada de complicidad, y añadió—: ¿Tú no apagas la radio unos minutos, para estar completamente solo?

—¿Os dejan hacer eso? —preguntó Zacharias.

Grishanov chascó la lengua y meneó la cabeza:

—No, pero yo lo hago.

—Bien hecho —respondió Robin, sonriendo, y recordando aquella sensación. Recordaba en especial una tarde de febrero de 1964, después de despegar de la base aérea de Mountain Home.

—Así es como debe de sentirse Dios, ¿no? Completamente solo hasta consigues ignorar el ruido del motor. Yo sólo tardo unos minutos en dejar de oírlo. ¿A ti te pasa lo mismo?

—Sí, si el casco te encaja bien.

—Eso es lo único que me gusta de volar. Y por eso lo hago —mintió Grishanov—. Todo lo demás, el papeleo, las cuestiones mecánicas, las conferencias… ese es el precio a pagar. Lo único que me interesa es estar allí arriba, completamente solo, igual que cuando era niño y esquiaba en los bosques. Pero mucho mejor. En los días claros de invierno puedes ver hasta muy lejos. —Volvió a pasarle la petaca a Zacharias—. ¿Crees que estos pequeños salvajes son capaces de entender eso?

—No, no lo creo. —Zacharias rechazó el frasco, pero se lo pensó mejor. Ya había bebido un trago, y otro no podía hacerle daño, ¿no? Así que decidió beber un poco más.

—Yo cojo la palanca con la yema de los dedos, así. —Hizo una demostración con el tapón de la petaca—. Cierro los ojos un momento y cuando los abro el mundo ha cambiado. Entonces ya no formo parte del mundo. Soy otra cosa, quizá un ángel. Y puedo poseer el cielo como me gustaría poseer a una mujer. Pero nunca es exactamente igual. Creo que las mejores sensaciones son las que experimentas a solas.

«Este tipo sabe lo que dice. Entiende lo que significa volar», pensó Zacharias.

—¿Eres poeta o algo así? —preguntó el americano.

—Me gusta mucho la poesía. No tengo talento para escribir, pero me gusta leerla y memorizarla, sintiendo lo que el poeta me pide que sienta —dijo Grishanov. Vio que la mirada del americano iba adquiriendo un aire soñoliento—. Tú y yo nos parecemos mucho, amigo.