XV. LECCIONES APLICADAS

Aquella mañana el calvario empezó puntualmente, a las once, aunque el coronel Zacharias no sabía qué hora era. El despiadado sol tropical parecía eternamente suspendido en lo alto. Ni siquiera en su celda sin ventanas podía escapar de él, como tampoco de los insectos, que se animaban con el calor. Se preguntó cómo algo podía animarse allí, y encima ese algo le hería o le ofendía; esa era la definición del infierno más concisa que se le ofrecía. Zacharias había sido entrenado para una eventual captura. Había realizado el curso de supervivencia y evasión, algo que tenías que hacer cuando te ganabas la vida pilotando aviones, y decididamente era lo más odiado del servicio militar, porque en él a los oficiales de la Fuerza Aérea y de la Armada, hasta entonces consentidos, les hacían cosas que a los instructores de marines les habrían amedrentado —cosas que, en cualquier otro contexto, habrían sido motivo de un consejo de guerra seguido de una larga temporada en Leavenworth o Portsmouth—. Zacharias, como la mayoría, no repetiría voluntariamente aquella experiencia. Pero tampoco había elegido voluntariamente su situación actual, ¿no? Y estaba repitiendo aquel curso.

Se había imaginado el cautiverio de otra forma. No era el tipo de cosas que podías ignorar después de oír el horrible y desesperante rawwww electrónico de las radios de emergencia, y de ver los paracaídas, y de intentar enviar señales con la esperanza de que el helicóptero Jolly Green Giant despegara de su base de Laos o quizá un Big Mutha de la Armada —así llamaban a las naves de rescate—. Zacharias había presenciado ocasiones en que aquello había funcionado, pero la mayoría de las veces lo había visto fallar. Había oído los aterrorizados gritos de los pilotos a punto de ser capturados. «Sacadme de aquí», gritó un comandante antes de que una voz enemiga se oyera por la radio; nadie entendió sus malévolas palabras, pero se imaginaban lo que querían decir. Las dotaciones del Jolly y sus equivalentes de la Armada hicieron todo lo que pudieron, y aunque Zacharias era mormón y no había probado el alcohol en su vida, les pagó a los tripulantes de aquellas naves con suficiente alcohol para tumbar a un batallón de marines por gratitud y admiración de su valor, pues así era como se expresaba la admiración en la comunidad de guerreros.

Pero al igual que los demás miembros de aquella comunidad, en realidad nunca pensó que pudieran capturarlo a él. La muerte le parecía más probable, y en ella sí había pensado. Zacharias fue el rey de los Veasel, un as de esos mortíferos aviones de combate. Había sido uno de los creadores de un nuevo estilo en su profesión. Con su inteligencia y sus soberbias dotes de piloto, había creado la doctrina y la había demostrado en la práctica. Había llevado su F–105 hasta la red antiaérea más concentrada jamás construida, buscando las armas más peligrosas y utilizando sus conocimientos y su inteligencia para batirse en duelo con ellas, correspondiendo a cada táctica con otra táctica, a cada técnica con otra técnica, burlándolas, desafiándolas y hostigándolas en lo que ya era la más divertida contienda que ningún hombre hubiera librado jamás, una partida de ajedrez en tres dimensiones por encima y por debajo de la velocidad Mach–I, con él al mando de un Thud de dos plazas y con el enemigo manejando radares y lanzamisiles rusos. La suya, como la de Mangosta y Cobra, fue una venganza privada que realizaba cada día para siempre, y su orgullo y su destreza le habían hecho pensar que ganaría, o, como mucho, que tendría la muerte que merecen los aviadores: inmediata, dramática y etérea.

Nunca se había considerado particularmente valiente, aunque tenía fe. Si encontraba la muerte en el aire, tendría la posibilidad de mirar a Dios a los ojos, con humildad y con orgullo por la vida que había llevado, porque Robin Zacharias era un hombre recto que raramente se había alejado del camino de la virtud. Era un buen amigo, un jefe concienzudo que tenía en cuenta las necesidades de sus hombres; un padre de familia honrado con hijos fuertes, inteligentes y orgullosos; un buen practicante que donaba parte de su salario de la Fuerza Aérea a su iglesia. Por todos esos motivos, nunca había temido la muerte. Sentía seguridad respecto a lo que le esperaba más allá de la tumba. Lo que era inseguro era la vida, y su vida actual era la más insegura, e incluso una fe tan poderosa como la suya tenía límites impuestos por el cuerpo que la albergaba. Aquel era un hecho que él no acababa de comprender, o que no creía. Su fe, se dijo el coronel, debería ser suficiente para mantenerlo incólume en cualquier circunstancia. Era. Debería ser. Era; eso le habían enseñado de niño sus profesores. Pero aquellas clases habían sido impartidas en cómodas aulas con vistas a las montañas Wasatch por profesores de impecable camisa blanca y corbata, que sostenían sus libros de catecismo y hablaban con la seguridad que les confería la historia de su iglesia y sus feligreses.

«Aquí es diferente». Zacharias oyó esa vocecilla e intentó ignorarla; trató de no darle crédito, porque creerla significaba una contradicción con su fe, y esa contradicción era lo único que su mente no podía permitirse. Joseph Smith había muerto por su fe, lo habían asesinado en Illinois. Otros habían hecho lo mismo. La historia del judaísmo y del cristianismo estaba llena de mártires —que Robin Zacharias consideraba héroes, porque ese era el término que se aplicaba en su comunidad profesional— que habían soportado las torturas de romanos o de otros, y muertos con el nombre de Dios en los labios.

«Pero no sufrieron tanto tiempo como tú», observó la voz. Unas horas. Unos breves minutos en la hoguera, un día o dos, quizá, clavados en la cruz. Eso era una cosa; eras consciente de que aquello tendría un final y, si sabías lo que había detrás de aquel final, podías concentrarte en eso. Pero para ver detrás del final, tenías que saber dónde estaba el final.

Robin Zacharias estaba solo. Había otros en aquel lugar. Los había visto, pero no hubo comunicación. Intentó entablar contacto a través de las cañerías, pero nadie contestó. Dondequiera que estuvieran, estaban demasiado lejos, o la configuración del edificio impedía la comunicación, o quizá no podían oír. Zacharias no podía compartir sus pensamientos con nadie, y hasta las oraciones tenían límites para una mente tan inteligente como la suya. Temía rezar por su liberación, porque eso significaría reconocer que su fe se había debilitado, y Zacharias no podía permitirlo, pero una parte de él sabía que al no rezar por su liberación estaba admitiendo algo por omisión; que si rezaba, y si después de un tiempo no llegaba la liberación, su fe podría empezar a desfallecer, y con ella su alma. Robin Zacharias sólo sabía una cosa: así era como empezaba la desesperación, no con un pensamiento sino con una negativa a suplicar a Dios por algo que podría no llegar. El resto lo ignoraba.

El hambre que pasaba, el aislamiento, especialmente doloroso para un hombre tan inteligente como él, y el temor al dolor, al que ni siquiera la fe podía suprimir, y todos los hombres temían el dolor. Era como llevar una pesada carga: pese a todo lo fuerte que pudiera ser un hombre, su fuerza era limitada, pero la gravedad no. La fuerza física era fácilmente comprensible, pero con el orgullo y la rectitud que le confería su fe, no había tenido en cuenta que sus actos físicos dependían de sus actos psicológicos, igual que de la gravedad, pero más insidiosamente. Interpretó la fatiga mental como una debilidad atribuible a algo que no debería romperse, y se acusó de ser humano. De haber podido hablar con otro hermano de su iglesia lo habría aclarado todo. Pero eso era imposible y, negándose la válvula de escape de admitir su fragilidad humana, Zacharias se obligaba a entrar en una trampa que él mismo había creado, con la colaboración de una gente que quería destruirlo en cuerpo y alma.

Y entonces las cosas empeoraron. La puerta de su celda se abrió. Dos vietnamitas con uniformes caqui lo miraron con desprecio. Zacharias sabía a qué habían venido. Intentó enfrentarse a ellos con valor. Se lo llevaron arrastrándolo por los brazos, y un tercero los siguió apuntando al coronel con un rifle; entraron en una habitación, y le hundieron el cañón del rifle en la espalda, justo donde todavía le dolía. El vietnamita ni siquiera mostró placer por su dolor. No le preguntaron nada. Ni siquiera pudo adivinar un programa de torturas; fue simplemente una paliza propinada por cinco hombres a la vez. Zacharias sabía que resistirse significaba la muerte, y aunque deseaba que terminara su cautiverio, buscar la muerte de aquella forma podía ser un suicidio, y eso le estaba vedado.

No importaba. Al cabo de pocos segundos perdió la capacidad de reacción y se desplomó en el suelo de cemento, sintiendo los puñetazos, las patadas y el dolor, con los músculos paralizados, incapaz de moverse, rogando que aquello terminara, sabiendo que no terminaría nunca. Luego oyó sus voces atormentándolo, porque Zacharias era un hombre cabal y lo habían cogido, y la tortura no terminaría nunca…

Un grito lo despertó de su desmayo. Una última patada en el pecho, y luego vio las botas que se apartaban. Advirtió que se amedrentaban: miraron todos hacia la puerta y hacia la fuente del ruido. Un último grito, y salieron apresuradamente. La voz cambió. Era una voz… ¿blanca? ¿Cómo lo sabía? Unas manos vigorosas lo levantaron y lo apoyaron contra la pared, y entonces vio la cara. Era Grishanov.

—Dios mío —dijo el ruso, con las mejillas sonrosadas por la ira.

Se volvió y gritó algo en vietnamita con un extraño acento. Inmediatamente apareció una cantimplora, y Grishanov vertió su contenido por la cara del americano. Luego volvió a gritar, y Zacharias oyó que se cerraba la puerta.

—Bebe, Robin, bebe esto. —Le puso un pequeño frasco metálico en los labios y lo levantó.

Zacharias bebió tan deprisa que el líquido llegó a su estómago antes de que advirtiera el gusto amargo del vodka. Sorprendido, levantó una mano e intentó apartar el frasco.

—No puedo —susurró el americano—, me está vedado beber, no…

—Es una medicina, Robin. No es una diversión. Tu religión no tiene nada contra esto. Por favor, amigo, lo necesitas. Es lo mejor que puedo hacer por ti —insistió Grishanov con una voz en la que se adivinaba la frustración—. Tienes que hacerlo.

«Tal vez no me engaña y es una medicina», pensó Zacharias. Algunos medicamentos utilizaban un excipiente alcohólico como conservante, y la Iglesia lo permitía, ¿no? No podía recordarlo, y como no lo sabía bebió otro trago. Tampoco sabía que mientras se disipaba la adrenalina provocada por la paliza, la natural relajación de su cuerpo sólo se vería reanimada por la bebida.

—No demasiado, Robin —dijo Grishanov retirando el frasco.

Luego atendió sus heridas; le estiró las piernas y le lavó la cara con un trapo mojado.

—¡Salvajes! —exclamó el ruso—. Asquerosos salvajes. Voy a estrangular al comandante Vinh por esto, le voy a partir su asqueroso cuello. —El coronel ruso se sentó en el suelo, junto a su colega americano, y habló con franqueza—: Robin, tú y yo somos enemigos, pero también somos hombres, y también la guerra tiene sus normas. Tú sirves a tu país, y yo al mío. Esta… esta gente no entiende que sin honor no hay verdadero servicio, sino sólo salvajismo. —Volvió a levantar el frasco y añadió—: Toma. No puedo conseguir nada más contra el dolor. Lo siento, amigo, pero no puedo.

Y Zacharias bebió otro trago; todavía estaba desorientado, y más desconcertado que nunca.

—Eres una buena persona —dijo Grishanov—. Nunca te había dicho esto, pero eres valiente, amigo. Hace falta mucho valor para soportar a esos animales.

—No tengo otro remedio —murmuró Zacharias.

—Claro —admitió Grishanov mientras limpiaba la cara del americano con tanta ternura como si fuera uno de sus hijos—. Yo también haría lo mismo. Para volver a volar.

—Sí. Coronel, ojalá…

—Llámame Kolya —dijo Grishanov—. Ya me conoces bastante bien.

—¿Kolya?

—Mi nombre de pila es Nikolai. Kolya es un diminutivo. Zacharias apoyó la cabeza contra la pared, cerró los ojos y recordó la sensación de volar.

—Sí, Kolya, me gustaría volver a volar.

—Imagino que no debe de ser muy diferente —repuso Kolya, sentándose junto a Zacharias y rodeando amistosamente sus doloridos hombros. Sabía que aquel era el primer gesto de calor humano que el americano había recibido en casi un año—. Mi favorito es el MiG–17. Ahora está anticuado, pero era un placer pilotarlos. Basta con apoyar la yema de los dedos en la palanca y… sólo tienes que pensar, y el avión hace lo que tú quieres.

—El F–86 también era así —repuso Zacharias—. Ahora ya no queda ninguno.

El ruso chascó la lengua:

—Siempre recuerdas a tu primer amor, ¿verdad? La primera chica que te hizo pensar como un hombre. Pero el primer avión es mucho mejor. No es tan cálido como una mujer, pero es más fácil de manejar. —Robin intentó reírse, pero se atragantó. Grishanov le ofreció otro trago—. Tranquilo, amigo. Dime, ¿cuál es tu favorito?

El americano se encogió de hombros y sintió el calor del vodka en el estómago.

—He pilotado todo tipo de aviones. Excepto el F–94 y el F–89. Pero creo que no me perdí gran cosa. El F–104 era divertido, como un coche deportivo. Pero no, el F–86H es mi favorito.

—¿Y el Thud? —preguntó Grishanov, empleando el apodo del F–105 Thunderchief.

Robin tosió un poco.

—Necesitas todo el estado de Utah para hacerlo virar. Pero es rápido. Una vez superé en ciento veinte nudos la velocidad de vuelo recomendada.

—Tengo entendido que más que un caza es un bombardero.

—Sí, en cierto modo sí. Pero puede sacarte de un apuro rápidamente. No es un avión para combate aéreo. Tienes que acertar a la primera.

—Hablando de bombardeos (te hablo de piloto a piloto), vuestro trabajo aquí es excelente.

—Hacemos lo que podemos, Kolya, te lo aseguro —dijo Zacharias con dificultad. Al ruso le sorprendió lo deprisa que había actuado el alcohol. Aquel hombre no había bebido jamás. Era curioso que un hombre decidiera renunciar a la bebida.

—Y cómo atacáis los lanzamisiles. Me he fijado. Tú y yo somos enemigos, Robin —añadió—, pero también somos pilotos. El valor y la destreza que he visto aquí no los había visto nunca. Debes de ser un jugador profesional, ¿no?

—¿Jugador? No, me está vedado jugar.

—Pero lo que hiciste con tu Thud…

—Eso no es jugar. Eso es un riesgo calculado. Haces planes, sabes lo que puedes hacer, y te ciñes a eso. Hay que intuir lo que el otro está pensando…

Grishanov se recordó que tenía que llenar el frasco para la próxima sesión. Le había costado varios meses, pero finalmente había encontrado algo que funcionaba. Era lamentable que aquellos salvajes no entendieran que si maltratabas a un hombre sólo conseguías que creciera su valor. Pese a su arrogancia, veían el mundo a través de una lente que lo empequeñecía tanto como su estatura y lo estrechaba tanto como su cultura. Parecían incapaces de aprender una lección. Grishanov buscaba las lecciones como aquella. Lo más curioso era que aquella la había aprendido de un ex oficial nazi de la Luftwaffe. También era una lástima que los vietnamitas sólo le permitieran a él, y a nadie más, realizar aquellos interrogatorios especiales. Pronto escribiría a Moscú respecto a eso. Con la presión adecuada, aquel campamento podía resultar verdaderamente útil. Qué incongruentemente inteligente por parte de los salvajes establecer aquel campamento, y qué desgraciadamente evidente era que no habían sabido sacarle provecho. Qué desagradable que tuviera que vivir en aquel país caluroso, húmedo, plagado de insectos, rodeado de unos enanos arrogantes. Pero allí estaba la información que necesitaba. Aunque su trabajo actual fuera odioso, había descubierto una expresión que lo definía en una novela americana contemporánea que había leído para pulir sus conocimientos del idioma que ya dominaba. Una expresión muy americana, además. Lo que estaba haciendo era just business (sólo negocios). Era una forma de ver el mundo que entendía muy bien. Era una lástima que ese americano no compartiera su opinión, pensó Kolya mientras atendía su relato sobre la vida de un piloto de Veasel.

El rostro que vio en el espejo le pareció el de un extraño, y Kelly se alegró de ello. Era sorprendente cuán poderosos podían ser los hábitos. Ya había llenado el lavabo de agua caliente y se había enjabonado las manos, cuando recordó que no podía lavarse ni afeitarse. Pero se lavó los dientes. No soportaba la sensación de tener la boca sucia, y de esa parte de su disfraz ya se encargaba el vino. Era un vino abominable, dulzón y denso, y de un color extraño. Kelly no era entendido en vinos, pero estaba convencido de que ningún vino de mesa decente podía tener color de orina. Tuvo que salir del lavabo. No soportaba verse en el espejo.

Se repuso con una buena comida, alimentos ligeros que le dieran energía pero que no le hicieran sentirse pesado. Luego venían los ejercicios. Su apartamento, situado en una primera planta, le permitía correr sin temor de molestar a los vecinos. No era como correr al aire libre, pero era suficiente. Luego las tracciones. Por fin su hombro izquierdo estaba completamente recuperado, y los dolores musculares que sentía eran normales. Por último realizó los ejercicios cuerpo a cuerpo para adquirir agilidad.

El día anterior había salido de su apartamento a media mañana, arriesgándose a que lo vieran con aquel lamentable aspecto, para ir al almacén Goodwill, donde compró una chaqueta de segunda mano para ponerse sobre el resto de la ropa. Le sentaba tan grande y estaba tan raída que no se la cobraron. Kelly había advertido que era difícil disimular su estatura y su condición física, pero aquellas ropas holgadas y andrajosas conseguían el efecto que deseaba. También había tenido ocasión de compararse con otros clientes de la tienda. Su disfraz parecía bastante eficaz. Aunque no era el mejor ejemplo de pordiosero, desde luego parecía uno de ellos, y el empleado que le regaló la chaqueta seguramente lo hizo para que se marchara cuanto antes de la tienda, además de para expresar compasión por su situación. ¿Qué habría dado en Vietnam por poder pasar como un campesino más?

Había dedicado la noche anterior a continuar el reconocimiento. Nadie se había fijado en él mientras caminaba por la calle; no era más que otro borracho sucio y apestoso al que ni siquiera valía la pena atracar, y Kelly había dejado de preocuparse de que alguien se diera cuenta de que no era lo que aparentaba.

Había pasado cinco horas en su puesto, observando las calles desde las ventanas del primer piso de la casa deshabitada. Las patrullas policiales eran rutinarias, y los autobuses se oían con más frecuencia de lo que creía.

Al acabar los ejercicios, Kelly desmontó su pistola y la limpió, a pesar de que no la había utilizado desde su regreso de Nueva Orleans. Hizo otro tanto con el silenciador. Luego volvió a montarlo, comprobando que las piezas encajaban correctamente. Había hecho un pequeño cambio. Ahora había una delgada línea blanca pintada bajo la parte superior del silenciador que servía para apuntar por la noche. No era suficiente para disparar a distancia, pero no era eso lo que pensaba hacer. También había conseguido un cuchillo de combate Ka–Bar, y la noche anterior, mientras observaba las calles, pulió la hoja con una piedra de afilar. Los cuchillos tenían algo que atemorizaba a los hombres, incluso más que las balas. Era una tontería, pero a Kelly le resultaría útil. Se metió la pistola y el cuchillo en la cintura, ocultos por la camisa y la chaqueta. En uno de los bolsillos de la chaqueta llevaba una petaca con agua del grifo. En el otro cuatro chocolatinas. Alrededor de la cintura un hilo eléctrico de calibre ocho. En el bolsillo de los pantalones llevaba guantes de goma. Eran amarillos, pésimo color para el camuflaje, pero no había encontrado otros. En el coche tenía un par de guantes de algodón que se ponía para conducir. Cuando compró el coche lo limpió por dentro y por fuera meticulosamente para eliminar todo rastro de huellas dactilares. Kelly agradecía cada película policíaca que había visto, y esperaba estar comportándose con la paranoia exigida por el guión.

¿Qué más?, se preguntó. No portaba ningún tipo de identificación. Tenía unos cuantos billetes en una cartera que también había comprado en Goodwill. Kelly había dudado en llevar más dinero, pero no tenía sentido. Agua. Comida. Armas. Alambre. Esta noche dejaría los prismáticos en casa. No valía la pena cogerlos. Quizá compraría unos más pequeños. Estaba preparado. Kelly encendió el televisor y miró las noticias para ver el parte meteorológico. Nublado, posibilidad de chubascos, temperaturas suaves. Preparó café y bebió dos tazas para mantenerse despierto, y esperó a que se hiciera de noche.

Una de las partes más difíciles de su tarea era salir del complejo residencial. Con las luces apagadas, Kelly miró por la ventana para asegurarse de que no había nadie fuera. En la puerta del edificio volvió a pararse y miró a su alrededor antes de caminar directamente hacia el Volkswagen. Abrió la puerta del coche y entró. Inmediatamente se puso los guantes de conducir y luego cerró la portezuela y encendió el motor. Dos minutos después pasó por el sitio donde había aparcado el Scout, abandonado desde hacía bastante tiempo. Kelly eligió una emisora de música moderna, rock y folk, para tener un poco de compañía mientras conducía hacia el sur, hacia la ciudad.

En parte le sorprendió lo tenso que estaba. En cuanto llegó al teatro de operaciones se calmó. La aproximación era un momento delicado, tenías que tranquilizarte y conservar una expresión impasible; pero le sudaban un poco las manos. Obedeció todas las señales y normas de tráfico e ignoró a los coches que lo adelantaban a toda velocidad. Qué interminables podían hacerse veinte minutos. Esta vez utilizó una ruta de aproximación ligeramente diferente. La noche anterior había inspeccionado el estacionamiento, a dos manzanas de su objetivo. Aparcó detrás de un Chevy negro modelo 1957. Salió deprisa del coche y se metió en un oscuro callejón para completar su disfraz. Veinte metros más allá, volvía a ser el pordiosero de la noche anterior.

—¡Eh, tío! —le gritó una voz. Eran tres jóvenes sentados en una valla y bebiendo cerveza. Kelly se pegó al otro lado del callejón para ganar distancia, pero no consiguió nada. Uno de los chicos saltó de la valla y se acercó a él.

—¿Qué coño buscas, colega? —le preguntó con arrogancia—. ¡Mierda, cómo apestas, tío! ¿No te enseñó tu puta madre que tenías que lavarte?

Kelly ni siquiera lo miró; siguió avanzando. Aquello era un imprevisto. Con la cabeza gacha, apartándose del chico que caminaba a su lado y que se había propuesto atormentar a un viejo pordiosero, Kelly se cambió la botella de mano.

—Necesito un trago, tío —dijo el chico intentando cogerle la botella.

Kelly no se la dio, porque los borrachos no lo hacían. El joven lo empujó contra la valla de la izquierda, pero nada más. Luego volvió con sus amigos, riéndose, mientras el pordiosero se incorporaba y reanudaba su camino.

—¡Y no vuelvas por aquí, tío mierda! —oyó Kelly cuando llegaba al final de la manzana. No tenía intención de volver.

En los diez minutos siguientes pasó por delante de otros dos grupos de jóvenes, pero nadie se molestó en meterse con él, y lo máximo que hicieron fue burlarse. La puerta trasera de la casa deshabitada todavía estaba entreabierta, y esa noche, afortunadamente, no vio las ratas. Una vez dentro, Kelly se detuvo y escuchó. Nada. Luego se irguió y se relajó.

«Serpiente a Chicago —dijo en voz alta, recordando sus antiguos códigos de comunicación—. Inserción realizada. Me encuentro en el punto de observación». Kelly volvió a subir por la desvencijada escalera por tercera y última vez, y se apostó en el sitio acostumbrado. Se sentó y empezó a vigilar.

Archie y Jughead también estaban en el sitio de costumbre, a una manzana de allí, hablando con un motorista. Eran las 10.12. Kelly bebió un poco de agua y se comió una chocolatina mientras los observaba por si advertía algún cambio en la conducta habitual, pero tras una hora de observación no vio nada que le llamara la atención.

Big Bob también estaba en su sitio con su ayudante, al que ahora Kelly llamaba Little Bob. Charlie Brown también estaba trabajando, así como Dagwood; el primero seguía trabajando solo, mientras que Dagwood todavía actuaba con un ayudante al que Kelly no se había molestado en bautizar. Al que no había visto era a Wizard. Llegó tarde, pasadas las once, con su socio Toto.

Como era de esperar, en la noche del domingo no había tanto movimiento como en las dos anteriores, pero Arch y Jug parecían más ocupados que los demás. Quizá era porque tenían una clientela ligeramente más adinerada. Aunque todos vendían a clientes del barrio y de fuera del barrio, Arch y Jug casi siempre atendían los coches más grandes y más limpios, que seguramente no eran de aquel vecindario. Aquella quizá era una suposición infundada, pero irrelevante para la misión. Lo verdaderamente importante era algo que había visto la noche anterior mientras caminaba hacia aquella zona, y que hoy también había confirmado. Ahora sólo era cuestión de esperar.

Kelly se puso cómodo y sintió que, ahora que ya había tomado todas las decisiones, su cuerpo se relajaba. Escudriñó la calle, todavía muy atento, observando, escuchando, fijándose en todo lo que ocurría. A las 0.40 un coche de la policía pasó por una de las calles, pero no ocurrió nada. Seguramente volvería pasadas las dos. También pasaron varios autobuses, y Kelly reconoció el de la 1.10, que necesitaba una revisión de frenos. El chirrido debía de molestar a todos los que intentaban dormir. Pasadas las dos el tráfico disminuyó notablemente. Ahora los traficantes fumaban más y hablaban más. Big Bob cruzó la calle para hablar con Wizard, y su relación parecía bastante cordial, lo que sorprendió a Kelly. Nunca había visto una cosa así. A lo mejor aquel hombre sólo quería cambio de un billete de cien. La patrulla de la policía volvió a la hora prevista. Kelly comió la tercera chocolatina y recogió el envoltorio. Inspeccionó el suelo. No había dejado ninguna huella. Había demasiado polvo y se había cuidado de no tocar ningún cristal de las ventanas.

Perfecto.

Kelly bajó por la escalera y salió por la puerta de atrás. Cruzó la calle y se metió en un callejón, protegiéndose en la oscuridad y caminando a trompicones.

El misterio de la primera noche resultó una bendición: Archie y Jughead habían desaparecido otra vez repentinamente; Kelly no los había perdido de vista más de unos segundos. No se habían marchado en coche, y no habían tenido tiempo de ir caminando hasta la esquina. Kelly había resuelto el problema la noche anterior. Aquellas largas manzanas de casas adosadas no habían sido construidas por imbéciles. En muchas manzanas había un pasaje a mitad de camino, para que la gente pudiera acceder al callejón más fácilmente. Para Archie y Jug aquello era una excelente ruta de escape, y mientras trabajaban nunca se alejaban demasiado de la entrada del pasaje. Pero tampoco se asomaban para inspeccionarlo.

Kelly se aseguró de eso. Recogió un par de latas de cerveza y las unió con un trozo de cuerda; las colocó en la boca del pasaje, asegurándose de que nadie podría sorprenderle por detrás. Luego avanzó de puntillas y desenfundó la pistola. Sólo tenía que cubrir unos cien metros, pero los pasajes transmitían el sonido mejor que los teléfonos. Kelly inspeccionó el suelo buscando algo con que pudiera tropezar o hacer ruido. Esquivó unas hojas de periódico y un montón de cristales rotos, y pronto llegó al otro extremo del pasaje.

Vistos de cerca parecían diferentes, casi humanos. Archie estaba apoyado contra una pared de ladrillo, fumando un cigarrillo. Jughead también fumaba, sentado en el parachoques de un coche, y cada pocos segundos el resplandor de sus cigarrillos atacaba y mermaba la visión de Kelly. Él los veía, pero ellos, que sólo estaban a tres metros, no lo veían a él.

—No te muevas —susurró a Archie, que se giró, más molesto que alarmado hasta que vio la pistola con el enorme silenciador. Miró a su ayudante, que seguía observando en otra dirección y tarareaba una canción a la espera de un cliente que no iba a llegar. Kelly llamó su atención.

—¡Eh! —Fue sólo un susurro, pero suficiente en la silenciosa noche. Jughead se volvió y vio una pistola apuntando a la cabeza de su jefe. Se quedó paralizado. Archie tenía el revólver, el dinero y casi toda la droga. También vio la mano de Kelly haciéndole señas, y como no sabía qué hacer se acercó.

—¿Mucho trabajo? —preguntó Kelly.

—No está mal —respondió Archie—. ¿Qué quieres?

—A ver, ¿a ti qué te parece? —dijo Kelly con una sonrisa.

—¿Eres poli? —preguntó Jughead. Una pregunta bastante estúpida, pensaron los dos.

—No, no he venido a detener a nadie.

—Kelly entró en el pasaje y añadió: —Entrad, rápido.

—Los obligó a avanzar unos tres metros, distancia suficiente para que no los vieran desde la calle, pero no demasiado lejos para estar en las sombras. Primero los cacheó. Archie llevaba un viejo revólver en el bolsillo. A continuación Kelly cogió el hilo eléctrico de su cintura y les ató fuertemente las manos. Luego los tiró al suelo.

—Gracias por vuestra cooperación.

—Será mejor que no vuelvas por aquí —le increpó Archie, sin percatarse de que no le habían robado. Jug asintió con la cabeza y refunfuñó. La réplica los desconcertó:

—En realidad necesito vuestra ayuda.

—¿Para qué? —preguntó Archie.

—Estoy buscando a un tal Billy. Tiene un Roadrunner rojo.

—¿Qué? ¿Intentas joderme, tío? —exclamó Archie, bastante irritado.

—Contesta a mi pregunta, por favor —dijo Kelly.

—Vete a tomar por el culo, tío —le espetó Archie con desprecio.

Kelly apuntó a Jug y le disparó en la cabeza. El cuerpo se contrajo violentamente y la sangre brotó como un surtidor, pero esta vez no manchó a Kelly, sino que cayó sobre la cara de Archie. Kelly vio la mirada de terror y sorpresa del camello. Archie no esperaba aquello, pero Jughead no parecía un gran conversador y Kelly no podía perder el tiempo.

—He dicho por favor, ¿no?

—¡Pero qué coño…! —susurró Archie sin atreverse a levantar la voz.

—Billy. Un Plymouth Roadrunner rojo. Le gusta exhibirlo. Es un distribuidor. Dime dónde puedo encontrarlo —dijo Kelly sin perder la calma.

—Si te digo que…

—Tendrás un nuevo proveedor: yo —le interrumpió Kelly—. Y si le dices a Billy que estoy aquí, irás a reunirte con tu amigo —añadió, señalando el cadáver. Al fin y al cabo, tenía que ofrecerle a aquel tipo un poco de esperanza. Quizá incluso un poco de verdad, pensó Kelly—. Billy y sus amigos se han estado metiendo con quien no debían, y tengo que poner las cosas en su lugar. Lo siento por tu amigo, pero tenía que demostrarte que esto va en serio, ¿entiendes?

Archie intentó tranquilizarse, pero no lo consiguió, aunque se agarró a la esperanza que le estaban ofreciendo.

—Mira, tío, yo no puedo…

—Siempre se lo puedo preguntar a otro —intervino Kelly—. ¿Entiendes lo que eso significa?

Archie lo entendió, y habló largo y tendido hasta que le llegó el momento de reunirse con Jughead.

Kelly rebuscó en los bolsillos de Archie y encontró un fajo de billetes y una colección de papelinas; se lo guardó todo en los bolsillos de la chaqueta. Kelly pasó por encima de los dos cadáveres y se dirigió hacia el callejón, asegurándose de que no había pisado la sangre. De todos modos, pensaba tirar los zapatos. Kelly desató las latas y las colocó donde las había encontrado; luego volvió a su coche y repitió su meticulosa rutina para marcharse. Gracias a Dios, pensó mientras se dirigía al norte, esta noche podría ducharse y afeitarse. ¿Pero qué iba a hacer con la droga? El destino se encargaría de contestar aquella pregunta.

Los coches empezaron a llegar pasadas las seis, una hora normal de actividad en una base militar. Quince tartanas, ninguno tenía más de tres años, y todos habían sido vendidos para chatarra después de un accidente de tráfico. Lo único raro de los coches era que, aunque ya no se podían conducir, no lo parecía. El destacamento de trabajo estaba compuesto de marines y supervisado por un sargento de artillería que no tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo allí. Y no tenía por qué saberlo. Aparcaron los coches desordenadamente, no en hileras militares, sino como lo hacía la gente normal. Tardaron noventa minutos, y una vez acabado el trabajo el destacamento se marchó. A las ocho de la mañana llegó otro destacamento, que traía los maniquíes. Eran de diversos tamaños y llevaban puesta ropa vieja. Los niños fueron colocados en los columpios y en el cajón de arena. Los adultos, repartidos de pie. Y el segundo destacamento se marchó; tenían que volver dos veces al día durante un período indefinido, y cambiar los maniquíes de sitio, al azar, según las instrucciones redactadas por algún oficial chalado que no tenía nada mejor que hacer.

En sus notas, Kelly había comentado que uno de los aspectos más fatigosos y lentos de la operación KINGPIN fue el montaje y desmantelamiento diario del objetivo ficticio. No había sido el primero en señalarlo. Si algún satélite de reconocimiento soviético descubría aquel lugar, verían una extraña serie de edificios sin ningún propósito definido. Verían también un parque infantil con niños, padres y coches aparcados, elementos que cambiaban de sitio cada día. Esa información no les haría fijarse en el hecho de que aquella zona de recreo estaba a casi un kilómetro de la carretera más cercana.