XIV. LECCIONES APRENDIDAS

El vuelo de Nueva Orleans a Washington era breve, así que no proyectaban películas, y Kelly ya había desayunado. Pidió un zumo y lo tomó en su asiento de ventanilla, agradeciendo que el avión llevase escasos pasajeros. Después de cada una de sus acciones de combate solía repasar los acontecimientos con detalle. Era un hábito adquirido en las Fuerzas Especiales. Al finalizar cada ejercicio de entrenamiento celebraban una reunión que cada comandante llamaba de forma diferente. «Crítica de actuación» parecía ahora el nombre más apropiado.

Su primer error fue el resultado de algo que había deseado y de algo que había olvidado. Como quería ver morir a Lamarck en la oscuridad, se había acercado demasiado a él, y había olvidado que las heridas en la cabeza sangraban copiosamente. Al brotar la sangre, se apartó como un niño que intenta evitar a una avispa en el patio de su casa, pero no lo consiguió del todo. Aquel era el único error cometido, y al haber elegido ropa oscura había mitigado los efectos. Lamarck, herido de muerte, cayó al suelo como una muñeca de trapo. Los dos tornillos que Kelly había atornillado en la parte superior de su pistola sostenían una pequeña bolsa de tela que había cosido él mismo, y los dos casquillos quedaron atrapados en la bolsa, privando de aquella valiosa pista a los policías que investigaran el caso. Había interpretado bien su papel; no había sido más que una cara anónima en un bar anónimo.

El escenario del crimen, elegido improvisadamente, también había funcionado bastante bien. Recordó haber abandonado el callejón y haber andado hasta su coche, con el que regresó al motel. Allí se cambió de ropa y metió los pantalones y la camisa, manchados de sangre, y también la ropa interior, por precaución, en una bolsa de plástico del servicio de lavandería; depositó la bolsa en un contenedor del supermercado que había frente al motel. Si alguien encontraba la ropa, pensaría que la habría tirado un carnicero descuidado. No se había dejado ver con Lamarck. El único lugar iluminado donde había hablado con él era el lavabo del bar, y allí la suerte —y la planificación— le habían ayudado. La acera por la que habían caminado juntos era demasiado oscura y demasiado anónima. Cabía la posibilidad de que algún conocido de Lamarck los hubiera visto y ofreciese a los investigadores una idea aproximada de la estatura de Kelly, pero poco más, y aquel era un riesgo razonable, pensó mientras contemplaba las boscosas colinas del norte de Alabama. Todo indicaría que había sido un robo; Kelly llevaba los mil cuatrocientos setenta dólares del proxeneta en su bolsa. Al fin y al cabo, el dinero era el dinero, y si no lo hubiera cogido habría hecho sospechar a la policía otro móvil diferente de aquel tan comprensible y corriente. El lado físico del hecho —no podía considerarlo un crimen— era perfectamente limpio.

«¿Y el psicológico?», se preguntó Kelly. Kelly había puesto a prueba, sobre todo, su valor. La eliminación de Pierre Lamarck había sido una especie de experimento de campo, y Kelly se había sorprendido a sí mismo. Hacía varios años que no participaba en un combate, y en parte esperaba cierto nerviosismo después del hecho. Ya le había ocurrido en ocasiones anteriores, pero aunque se alejó del cuerpo de Lamarck con paso un poco vacilante, escapó con aquel aplomo tenso que había caracterizado muchas de sus acciones en Vietnam. Había recuperado muchas cosas. Podía catalogar las familiares sensaciones que había recobrado, como si hubiera estado observando una película de entrenamiento producida por él mismo: la agudización de los sentidos, como si tuviera los nervios a flor de piel; el oído, la vista, el olfato exacerbado. Estaba tan vivo, pensó. Era lamentable que aquello hubiera sucedido a raíz de la muerte de una persona, pero Lamarck ya había perdido su derecho a la vida. En un mundo justo, una persona —Kelly no podía considerarlo un hombre— que explotaba a chicas indefensas no merecería el privilegio de respirar el mismo aire que los seres humanos. Quizá hubiera tomado el mal camino porque su madre no le quiso o porque su padre le pegaba. Quizá había crecido en un ambiente pobre o no había recibido la educación adecuada. Pero aquello era asunto de los psiquiatras o de asistentes sociales. Lamarck se había comportado con suficiente normalidad como para desenvolverse como cualquier persona en su comunidad, y lo único que a Kelly le importaba era si las personas vivían su vida de acuerdo con su propia voluntad, libremente, o no. Lamarck sí lo había hecho y Kelly había decidido que los que cometían acciones incorrectas debían aprender a tener en cuenta las posibles consecuencias de aquellas acciones. Cada chica a la que explotaban podía tener un padre, una madre, una hermana, un hermano o un amigo desconsolado. Sabiéndolo, y aceptando el riesgo, Lamarck había arriesgado su vida conscientemente en mayor o menor grado. Y arriesgar significa que a veces pierdes, pensó Kelly. Si no había calculado los riesgos con suficiente precisión, no era asunto de Kelly.

No, se dijo, contemplando la tierra desde las alturas.

¿Y qué sentía Kelly respecto a aquello? Meditó unos momentos, recostado en el asiento y cerrando los ojos como si estuviese dormido. Su conciencia le dijo que tenía que sentir algo, y buscó alguna emoción auténtica. Después de considerarlo durante varios minutos, no encontró ninguna. No sentía pena ni remordimiento. Lamarck no significaba nada para él seguramente nadie lloraría su perdida. Quizá sus chicas —en el bar Kelly había visto a cinco— se quedarían sin chulo, pero quizá entonces alguna tendría la oportunidad de corregir su vida. No era probable, pero sí posible. El realismo le decía a Kelly que él no podía solucionar todos los problemas del mundo. El idealismo le decía que no obstante podía encargarse de imperfecciones puntuales.

Pero todo aquello lo alejó de la pregunta inicial: ¿Qué sentía respecto a la eliminación de Pierre Lamarck? La única respuesta que se le ocurrió fue: Nada. La satisfacción profesional de haber hecho algo difícil no se parecía a la dicha dada por la naturaleza de la tarea. Al poner fin a la vida de Pierre Lamarck había eliminado algo peligroso de la superficie del planeta. No se había enriquecido en absoluto —coger el dinero había sido una táctica, una medida de camuflaje, no un objetivo—. No había vengado la muerte de Pam. No había cambiado nada. Era como pisar un insecto venenoso: lo hacías y seguías caminando. No intentaría engañarse, pero su conciencia tampoco lo atormentaría, y de momento aquello era suficiente. Su pequeño experimento había sido un éxito. Después de toda la preparación física y mental, se había demostrado a sí mismo que era capaz de la tarea que le esperaba. Kelly se concentró en la misión. Había matado a muchos hombres mejores que Pierre Lamarck, y ahora podía pensar con confianza en matar a hombres peores que el proxeneta de Nueva Orleans.

«Esta vez me visitan a mí», pensó Greer con satisfacción. En general, la hospitalidad de la CIA era mejor. James Greer había conseguido una plaza de aparcamiento en la zona de visitantes VIP —el equivalente en el Pentágono siempre era fortuito y difícil— y una sala de reuniones segura. Cas Podulski eligió cuidadosamente un asiento en el extremo, cerca del aparato de aire acondicionado, donde no molestaría a nadie con el humo de sus cigarrillos.

—Tenías razón respecto a este chico, Dutch —comentó Greer mientras le entregaba copias de las notas mecanografiadas que había recibido hacía dos días.

—Alguien debería haberle puesto una pistola en la sien y obligarle a entrar en la Academia de Oficiales. Habría sido un buen oficial, como nosotros.

—No me extraña que no se dejara —intervino Podulski con tono amargo.

—Yo me lo pensaría dos veces antes de apuntarle con una pistola —dijo Greer—. La semana pasada estuve una noche entera leyendo su historial. Este chico es francamente salvaje en el frente.

—¿Salvaje? —preguntó Maxwell con cierta desaprobación—. Querrás decir enérgico, ¿no, James?

«Quizá un término medio», pensó Greer:

—Muy arrojado. Tuvo tres comandantes, y le respaldaron en todo menos en una cosa.

—¿PLASTIC FLOWER? ¿El comandante del grupo político que liquidó?

—Correcto. Su teniente se puso furioso, pero si Kelly tuvo que presenciar lo que luego contó, lo único que puede recriminársele es su error de juicio al precipitarse.

—Yo también lo he leído, James. Dudo que yo hubiera podido contenerme —opinó Cas, levantando la mirada de las notas. Un piloto de caza nunca dejaba de ser piloto de caza—. ¡Mirad, hasta escribe bien! —Pese a su acento, Podulski se había esforzado en aprender su lengua de adopción.

—Escuela de jesuitas —señaló Greer—. He leído nuestra valoración interna de KINGPIN. El análisis de Kelly toca todos los puntos importantes, salvo cuando se excede llamando a las cosas por su nombre.

—¿Quién realizó la valoración de la CIA? —preguntó Maxwell.

—Robert Ritter, un especialista europeo que trajeron. Buena persona, aunque parco de palabras. Pero sabe lo que hace.

—¿Uno de operaciones especiales? —preguntó Maxwell—. Sí —contestó Greer—. Hizo un buen trabajo en Station Budapest.

—¿Y por qué —preguntó Podulski— trajeron a uno de ese departamento para valorar KINGPIN?

—Creo que conoces la respuesta, Cas —dijo Maxwell.

—Si BOXWOOD GREEN se lleva a cabo, necesitamos un chico de operaciones especiales de esta casa. Es imprescindible. Yo no puedo hacerlo todo. ¿Estamos de acuerdo en eso? —Greer miró a sus compañeros, que asintieron con cierta desgana. Podulski volvió a concentrarse en los documentos, y luego dijo lo que todos estaban pensando:

—¿Podemos confiar en él?

—Él no es el que vendió KINGPIN. Jim Angleton lo ha comprobado, Cas. Fue idea suya que trajéramos a Ritter con nosotros. Yo soy nuevo aquí. Ritter conoce la burocracia de esta casa mejor que yo. Es un operador, yo sólo soy un analista. Y es honrado. Estuvo a punto de perder su empleo por proteger a un colega; tenía a un agente trabajando en una misión peligrosa, y era el momento de sacarlo de allí. A los jefes, que son los que toman las decisiones, no les pareció el momento adecuado, con las conversaciones de paz en marcha, y le dijeron que no. Pero Ritter se encargó personalmente de sacar al chico. Resultó que su hombre tenía algo interesante, y eso salvó la carrera de Ritter.

Al inútil de arriba no le había servido de mucho, pensó Greer, pero a la CIA le iba mucho mejor sin él.

—¿Bravucón? —preguntó Maxwell.

—Fue leal a su agente. A veces aquí la gente se olvida de eso —dijo Greer.

—Puede que sea nuestro tipo —opinó Podulski.

—Ponlo al día —ordenó Maxwell—. Pero le dices que si alguna vez descubro que un civil de este edificio jodió nuestra oportunidad de rescatar a esos hombres, iré personalmente a Pax River, sacaré personalmente un A–4 y destruiré personalmente su casa con napalm.

—Eso tendrías que dejármelo a mí, Dutch —repuso Cas con una sonrisa—. Siempre se me ha dado mejor que a ti. Y además tengo seiscientas horas en el Scooter.

Greer se preguntó hasta qué punto bromeaba.

—¿Qué hay de Kelly? —preguntó Maxwell.

—Ahora tiene otra identidad. Se llama Clark. Si lo queremos con nosotros, será mejor que lo utilicemos como civil. Así no tendrá que preocuparse por el rango.

—Encárgate de eso —dijo Maxwell. Era conveniente tener un oficial de la Armada destinado en la CIA, vestido de civil pero sujeto a la disciplina militar.

—Sí, señor. Si empezamos el entrenamiento, ¿dónde lo haremos?

—En la base de Quantico —contestó Maxwell—. El general Young es un viejo amigo mío. Aviador. Nos entenderá.

—Marty y yo hicimos juntos los cursos de piloto de pruebas —explicó Podulski—. Por lo que dice Kelly, no necesitamos tantas tropas. Siempre me pareció que en KINGPIN participaron demasiados hombres. Creo que si conseguimos sacar esto adelante, tendremos que conseguirle a Kelly su medalla.

—Cada cosa a su tiempo, Cas —dijo Maxwell. Se levantó y miró a Greer—: ¿Nos dirás si Angleton averigua algo?

—Descuida, lo haré —prometió Greer—. Si hay un traidor dentro, lo encontraremos. He pescado con él. Es capaz de sacar una trucha de la nada.

Cuando se marcharon, preparó una reunión con Robert Ritter para aquella tarde. Aquello significaba aplazar la reunión con Kelly, pero ahora Ritter era más importante, y aunque la misión corría prisa, tampoco era tanta.

Los aeropuertos eran lugares muy útiles: había mucho ajetreo, y teléfonos. Kelly hizo una llamada mientras esperaba el equipaje.

—Greer —contestó una voz.

—Clark —replicó Kelly, sonriendo. Utilizar un nombre falso le recordaba a James Bond—. Estoy en el aeropuerto, señor. ¿Quiere que vaya esta tarde?

—No; estoy ocupado. El martes a las… tres y media. Puedes venir en coche. Dime la matrícula y el modelo.

Kelly lo hizo, pero le sorprendió el cambio de planes.

—¿Ha recibido mis notas, señor?

—Sí. Has hecho un buen trabajo, señor Clark. El martes las examinaremos juntos. Estamos muy satisfechos de tu trabajo.

—Gracias, señor —dijo Kelly.

—Hasta el martes.

—Gracias —dijo Kelly cuando Greer ya había colgado el auricular.

Veinte minutos después, se dirigía hacia su coche con las bolsas. Y una hora más tarde estaba en su apartamento de Baltimore. Era la hora del almuerzo, y se preparó dos bocadillos que regó con una coca–cola. Al mirarse en el espejo recordó que no se había afeitado, pero decidió postergarlo. Se dirigió al dormitorio para echar una larga siesta.

Los contratistas civiles no entendían lo que estaban haciendo, pero el caso era que cobraban. Y eso era lo único que pedían, porque tenían familias que mantener. Los edificios que habían construido eran muy espartanos: bloques de cemento, sin ninguna instalación, extrañas proporciones; no parecían construcciones americanas, salvo por los materiales empleados. Era como si su tamaño y su forma hubiesen sido sacados de algún manual de construcción extranjero. Un trabajador advirtió que todas las medidas eran métricas, aunque en los planos habían sido convertidas a pies y pulgadas, medidas que se utilizaban en los planos americanos. El trabajo fue bastante sencillo; cuando llegaron el terreno ya había sido limpiado. Algunos de los trabajadores eran militares retirados, y también había ex marines, y estaban a la vez contentos e incómodos de hallarse en aquella base de la infantería de marina de las boscosas colinas del norte de Virginia. De camino al lugar de la construcción veían las formaciones de aspirantes a oficiales corriendo por la carretera. Todos aquellos jóvenes brillantes con la cabeza rapada, pensó un ex cabo de la infantería de marina. ¿Cuántos de ellos conseguirían el grado de oficial? ¿Cuántos irían allí? ¿Cuántos volverían a casa antes de tiempo, metidos en cajas de acero? Él no podía prever ni controlar aquello, por supuesto. Él había cumplido con su deber y había vuelto ileso, lo cual era bastante insólito.

Los tejados estaban acabados. Pronto se marcharían de allí definitivamente, después de sólo tres semanas de trabajo bien pagado. Semanas de siete días. Y muchas horas extras cada día. A alguien le interesaba que la construcción se terminara deprisa, pensó el ex marine. Y había algunas cosas que resultaban extrañas. El aparcamiento, por ejemplo, con espacio para cien vehículos. Estaban pintando las líneas sobre el asfalto. ¿En un edificio sin instalaciones? Pero lo más extraño era el trabajo que el capataz le había asignado a él. Un parque infantil. Columpios. Un laberinto. Un cajón de arena. Había que montar las piezas, y el ex marine y otros dos trabajaron con los planos como si estuvieran haciéndolo para sus hijos, intentando adivinar qué pieza iba unida dónde. Como trabajadores de la construcción con un contrato gubernamental, no se preguntaban por qué. Además, pensó, el Ejército era incomprensible. El Ejército trabajaba de acuerdo con un plan que en realidad no había diseñado nadie, y si querían pagarle horas extras por aquello, eso significaba otro plazo de la hipoteca de la casa pagada con tres días de trabajo. Los trabajos como aquel podían parecer una locura, pero significaban dinero. Lo único que no le gustaba era la duración del viaje. Quizá tuvieran que hacer algo semejante en Fort Belvoir, pensó mientras terminaba de colocar la última pieza del laberinto. Desde su casa tardaría veinte minutos en coche. Pero la Armada era un poco más racional que el Ejército. Era más lógica.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Peter Henderson.

Estaban cenando cerca del Capitolio; dos amigos de Nueva Inglaterra, uno de ellos graduado de Harvard, el otro de Brown; uno ayudante de un senador, y el otro miembro del personal de la Casa Blanca.

—No cambia nada, Peter —dijo Wally Hicks con resignación—. Las conversaciones de paz no conducen a nada. Nosotros seguimos matándolos a ellos. Ellos siguen matando a los nuestros. No creo que consigamos la paz.

—Tiene que llegar, Wally —repuso Henderson mientras cogía su segunda cerveza.

—Si no… —empezó a decir Hicks.

Ambos habían cursado su último año en la Academia Andover, en 1962; eran amigos y compañeros de habitación, y compartieron notas y novias. Pero su mayoría política llegó un martes por la noche, cuando el presidente realizó un tenso discurso ante las cámaras de televisión, que ellos vieron en la sala de su residencia. Allí se enteraron de que había misiles en Cuba; los periódicos llevaban varios días sugiriéndolo, pero aquellos chicos pertenecían a la generación de la televisión. Para ellos fue una sorprendente y tardía entrada en el mundo real; el caro internado donde estudiaban debió haberlos preparado mejor para aquello. Pero los jóvenes americanos atravesaban momentos de poca actividad, sobre todo porque sus familias los habían aislado de la realidad y habían puesto a su alcance privilegios que el dinero podía comprar, pero sin proporcionarles la sabiduría necesaria para emplearlo correctamente.

Aquella repentina idea llegó a las dos mentes en el mismo instante; todo podía acabar en cualquier momento. Peor aún: estaban rodeados de objetivos. Boston al sudeste; la base aérea de Westover al sudoeste; otras dos bases, Pease y Loring, en un radio de ciento cincuenta kilómetros; la base naval de Portsmouth, donde había submarinos nucleares. Si los cubanos disparaban sus misiles, ellos no sobrevivirían; la onda expansiva o la lluvia radiactiva los alcanzaría. Y ninguno de los dos había hecho el amor todavía. En la residencia había chicos que aseguraban haberlo hecho ya —quizá algunos hasta dijeran la verdad—, pero Peter y Wally —no se mentían, y ninguno de los dos había «marcado», pese a sus reiterados intentos. ¿Cómo era posible que el mundo no tuviera en cuenta sus necesidades personales? ¿Acaso no eran ellos miembros de la élite? ¿Acaso no importaban sus vidas?

Aquel martes de octubre Henderson y Hicks no durmieron, sino que se quedaron hablando, intentando comprender un mundo que había pasado de cómodo a peligroso sin previo aviso. Era evidente que debían encontrar una forma de cambiar las cosas. Después de graduarse, cada uno tomó un camino diferente. Brown y Harvard, pero las universidades no estaban muy lejos, y su amistad y su misión en la vida continuaron y crecieron. Los dos se especializaron en ciencias políticas, porque aquella era la especialidad adecuada para entrar en el proceso que realmente importaba en el mundo. Los dos hicieron el doctorado, y lo más importante: gente importante se fijó en ellos —sus padres los ayudaron en eso—, y también en encontrar una alternativa de servicio militar que no los expusiera a la servidumbre de llevar uniforme. Una discreta llamada telefónica al burócrata correspondiente fue suficiente.

Y ahora los dos habían alcanzado una buena posición, como ayudantes de hombres importantes. Sus impetuosas expectativas de conseguir puestos políticos sin pasar de la treintena habían fracasado, pero de hecho estaban más cerca de ellas de lo que imaginaban. Al seleccionar la información para sus jefes, y al decidir qué debía aparecer en el escritorio de su superior y en qué orden, intervenían directamente en el proceso de decisión; y también tenían acceso a informaciones amplias, diversas y delicadas. En muchos aspectos, los dos sabían más que sus jefes. Y aquello era conveniente, pensaban Hicks y Henderson, porque a veces ellos entendían mejor las cosas importantes que sus superiores. Todo estaba muy claro. La guerra era mala, y había que evitarla por todos los medios, y cuando eso no era posible, había que ponerle fin cuanto antes. Porque en las guerras moría gente, y eso era muy malo, y sin guerras la gente podría aprender a resolver sus desavenencias pacíficamente. Era tan obvio que ninguno de los dos comprendía cómo había tanta gente que no veía la Verdad que ellos habían descubierto en el instituto.

Entre ambos sólo había una diferencia. Como miembro de la Casa Blanca, Hicks trabajaba dentro del sistema. Pero lo compartía todo con su antiguo compañero de estudios; y eso era correcto, porque los dos tenían permiso especial para acceder a documentos secretos. Y además, Hicks necesitaba la aportación de una mente entrenada como la de Henderson.

Hicks no sabía que Henderson había avanzado más que él. Durante los días de ira que siguieron a la incursión de Camboya, Henderson decidió que si no podía cambiar la política del gobierno desde dentro, tendría que buscar ayuda en el exterior, en alguna agencia que pudiera ayudarle a bloquear las acciones del gobierno que ponían en peligro el mundo. No era el único que odiaba la guerra: había gente que entendía que no podías obligar a la gente a aceptar una forma de gobierno que no querían. El primer contacto de Hender son fue en Harvard, a través de un amigo que pertenecía al movimiento pacifista. Debería haber compartido aquello con su amigo, pensó Henderson, pero era demasiado pronto, y Wally Hicks no lo habría comprendido todavía.

—Tiene que llegar y llegará —insistió Henderson mientras llamaba a la camarera para pedir otra ronda—. La guerra terminará. Nos iremos de ese país. Vietnam tendrá el gobierno que quiere. Habremos perdido una guerra, y eso le irá bien a nuestro país. Aprenderemos de eso. Aprenderemos los límites de nuestro poder. Aprenderemos a vivir y dejar vivir, y entonces podremos darle una oportunidad a la paz.

Kelly se levantó pasadas las cinco. Los acontecimientos del día anterior lo habían fatigado más de lo que esperaba, y además, viajar siempre le cansaba mucho. Pero ahora no estaba cansado. Con un total de once horas de sueño en las últimas veinticuatro horas se sentía fuerte y alerta. Se miró en el espejo y vio la barba de casi dos días. Estupendo. Luego eligió la ropa que iba a ponerse. Oscura, holgada y vieja. Había llevado toda su ropa a la lavandería y la había lavado con agua caliente y lejía para desgastar el tejido y los colores. Completó su atuendo con calcetines blancos y zapatillas de deporte. La camisa le iba grande, tal como le interesaba para sus propósitos. Finalmente se puso una peluca de cabello negro y grueso, no demasiado largo. La puso bajo el grifo de agua caliente hasta empaparla, y luego la cepilló para dejarla deliberadamente despeinada. Faltaba encontrar la manera de que apestara, pensó Kelly.

La naturaleza volvió a proporcionarle su apoyo. Había tormenta, y el viento que levantaba las hojas del suelo y la lluvia lo camuflaron mientras se dirigía a su Volkswagen. Diez minutos más tarde aparcaba cerca de una tienda de licores del vecindario, donde compró una botella de vino blanco barato y una bolsa de papel para esconderla. La destapó y vertió la mitad del contenido en la cuneta. Ya podía marcharse.

Ahora todo parecía diferente, pensó Kelly. Ya no era una zona por la que pudiera pasar. Ahora era un lugar realmente peligroso. Pasó por el lugar a donde había conducido a Billy y su Roadrunner, y miró si todavía estaban las marcas de los neumáticos, pero habían desaparecido. Meneó la cabeza. Aquello pertenecía al pasado, y lo que ahora le interesaba era el futuro.

En Vietnam siempre tenías el límite de la vegetación, un punto donde pasabas de campo abierto o zonas de labranza a la selva, y en tu mente allí acababa la seguridad y empezaba el peligro, porque el enemigo se escondía en la selva. No era más que una imagen mental, una frontera más imaginaria que real, pero al inspeccionar aquella zona, vio lo mismo. Sólo que esta vez no iba con cinco o diez camaradas con andrajosos pantalones de faena. Estaba atravesando la barrera en un coche salpicado de herrumbre. Aceleró, y como por arte de magia Kelly volvió a la selva y a la guerra.

Encontró aparcamiento entre coches tan decrépitos como el suyo, y salió rápidamente como si huyera de un helicóptero LZ, porque el enemigo podría verlo y acercarse, y fue hacia un callejón salpicado de basura. Todos sus sentidos estaban alerta. Kelly ya había empezado a sudar, y eso era bueno. Quería sudar y oler mal. Bebió un trago de vino, se enjugó la boca y luego dejó que le chorreara por la cara, el cuello y la ropa. Se agachó y cogió un poco de tierra con la que se frotó las manos, los brazos y la cara. Luego añadió un poco a la peluca, y cuando llegó a la mitad del callejón se había convertido en un borracho más, un pordiosero de los que abundaban en aquella zona. Kelly aminoró el paso y buscó un lugar donde apostarse. No fue muy difícil. En aquella zona había varias casas deshabitadas, y se trataba sólo de encontrar una con buenas vistas. Tardó media hora. Eligió una que hacía esquina, con ventanas saledizas en el piso superior. Kelly entró por la puerta trasera. Pegó un violento respingo al ver dos ratas en las ruinas de la cocina. «¡Malditas ratas!». Era ridículo tenerles miedo, pero Kelly odiaba sus ojillos negros, su asqueroso pelaje y sus colas repugnantes.

«¡Mierda!», susurró. ¿Por qué no había pensado en eso? A todo el mundo le daba miedo algo… las arañas, las serpientes, las alturas. A Kelly le pasaba con las ratas. Caminó hacia la puerta de puntillas. Las ratas lo miraron, con menos miedo del que él les tenía. «¡Qué coño!», le oyeron susurrar. Kelly las dejó comer tranquilas.

Luego sintió rabia. Subió al primer piso y encontró el dormitorio con las ventanas saledizas, furioso consigo mismo por haberse permitido un contratiempo tan estúpido y cobarde. ¿Acaso no tenía un arma para liquidar aquellas jodidas ratas? ¿Qué temía que hicieran? ¿Qué formarán un batallón armado y lo atacaran? Finalmente sonrió. Kelly se acercó a las ventanas, evaluando su campo de visión y la posibilidad de ser visto. Las ventanas estaban sucias y rotas. Faltaban algunos cristales, pero cada ventana tenía un cómodo alféizar donde sentarse, y la situación de la casa, en la intersección de dos calles, ofrecía una amplia vista, porque en aquel barrio las calles eran perfectamente perpendiculares. Las calles no estaban lo bastante iluminadas como para que pudieran verlo desde abajo. Kelly, con su ropa oscura y andrajosa y en aquella ruinosa casa, era invisible. Sacó unos prismáticos e inició el reconocimiento.

Su primera tarea consistía en aprenderse el entorno. Dejó de llover, y la atmósfera estaba húmeda. Hacía calor, aunque la temperatura estaba descendiendo lentamente; Kelly sudaba un poco. Su primer pensamiento analítico fue que debería haberse llevado un poco de agua. Bueno, podría corregir aquello en el futuro, y por lo demás podía pasar varias horas sin beber. Lo que sí había llevado era goma de mascar, y eso facilitaba las cosas. Los ruidos de la calle eran extraños. En la selva había oído los zumbidos de los insectos, el canto de los pájaros y los aleteos de los murciélagos. Aquí había sonidos de motores, cercanos o distantes, algún frenazo, conversaciones, ladridos de perros y cubos de basura; los analizó mientras miraba por los prismáticos y repasaba lo que tenía que hacer aquella noche.

Era viernes, empezaba el fin de semana y la gente iba de compras. Por lo visto era una buena noche para los negocios. Identificó a un posible traficante a una manzana y media. Unos veinte años. Quince minutos de observación le bastaron para hacerse una buena imagen física del traficante y de su ayudante. Los dos se movían con la soltura que conferían la experiencia y la seguridad, y Kelly se preguntó si habrían luchado para ocupar aquel lugar o para defenderlo. Quizá para las dos cosas. Tenían mucho trabajo; quizá los suyos eran clientes habituales, pensó Kelly mientras veía cómo aquellos dos jóvenes se acercaban a un coche de importación, bromeando con el conductor y con el pasajero antes de realizar el intercambio; finalmente se dieron la mano y se despidieron. Los dos tenían más o menos el mismo peso y la misma estatura, y Kelly los llamó Archie y Jughead.

«Qué inocente era», pensó Kelly mientras dirigía la vista hacia otra calle. Recordó a aquel gilipollas al que encontró fumando hierba en una unidad de Fuerzas Especiales justo antes de salir a una misión. El individuo era miembro del grupo de Kelly, y aunque acababa de salir de la escuela de adiestramiento especial, eso no servía de pretexto. Kelly habló con él, y le dijo que salir sin estar al ciento por ciento de sus capacidades podía significar la muerte para todo el grupo. «Tranquilo, tío, sé muy bien lo que hago» no fue una respuesta muy inteligente, y treinta segundos después otro miembro del grupo tuvo que separar a Kelly de aquel desgraciado, que se marchó al día siguiente para no regresar.

Y aquel fue el único caso de consumo de drogas en toda la ciudad. Cuando estaban fuera de servicio cogían alguna que otra borrachera de cerveza, desde luego, y cuando Kelly y otros dos fueron a Taiwán en busca de distensión, las vacaciones fueron sonadas. Kelly estaba convencido de que aquello era diferente, y no reconocía la doble moral. Pero nunca bebían cerveza antes de realizar una misión. Era una cuestión de sentido común. Y también de moral de grupo. Kelly no conocía ninguna unidad de élite en que hubiera habido un problema de drogas. El problema —muy serio, según le habían contado— solía surgir en las unidades de remplazo formadas por jóvenes cuya presencia en Vietnam era incluso más involuntaria que la suya —y cuyos oficiales no habían sabido resolver el problema, bien por sus propios fracasos o por tener sentimientos semejantes.

Cualquiera fuera la causa, el hecho de que Kelly apenas hubiera tenido en cuenta el problema del consumo de drogas era a la vez lógico y absurdo. Apartó todos aquellos pensamientos. Aunque se había enterado tarde, ahora lo tenía ante sus ojos.

En otra calle había un traficante solitario, que no quería, no necesitaba o no tenía ayudante. Llevaba una camisa a rayas, y poseía su propia clientela. Kelly lo apodó Charlie Brown. Durante las cinco horas siguientes identificó y clasificó otras tres operaciones en su campo de visión. Entonces inició el proceso de selección. Aparentemente Archie y Jughead eran los que más trabajaban, pero estaban al alcance de la vista de otros dos. Charlie Brown tenía una manzana para él solo, pero había una parada de autobús a pocos metros. Dagwood estaba en la acera de enfrente de Wizard. Ambos tenían ayudantes. Big Bob era más corpulento que Kelly, y su ayudante todavía más. Eso era un reto. Pero en realidad Kelly no iba en busca de retos… todavía.

«Tengo que conseguir un buen mapa de la zona y memorizarlo. Dividirlo en dos zonas —pensó Kelly—. Tengo que señalar líneas de autobús, comisarías de policía. Aprenderme los horarios de los turnos de la policía. Cómo funcionan las patrullas. Tengo que memorizar esta zona, con un radio de diez manzanas será suficiente. No debo aparcar el coche en el mismo sitio dos veces, ningún aparcamiento podrá ser visto desde otro».

«Sólo puedes recorrer una zona concreta una vez. Eso significa que tienes que ser muy cuidadoso en tu elección. Nada de movimientos en la calle, salvo en la oscuridad. Conseguir un arma de repuesto… no una pistola, sino un buen cuchillo. Un par de cuerdas o alambre. Guantes de goma, como los de lavar los platos. Otra prenda, una cazadora con bolsillos. No, algo con bolsillos en la parte interior. Una botella de agua. Algo para comer, chocolatinas. Más goma de mascar». Kelly consultó su reloj: las tres y veinte.

Abajo la actividad se estaba reduciendo. Wizard y su ayudante se marcharon de su trozo de acera y desaparecieron por una esquina. Dagwood no tardó en hacer lo mismo, y se metió en su coche, que conducía su ayudante. Charlie había desaparecido cuando Kelly volvió a mirar. Sólo quedaban Archie y Jughead, en dirección sur, y Big Bob en dirección oeste; ambos seguían haciendo alguna venta esporádica, todas a clientes aparentemente acomodados. Kelly lo siguió observando una hora más, hasta que Arch y Jug fueron los últimos en marcharse… y desaparecieron bastante deprisa, pensó Kelly, que no estaba seguro de cómo lo habían hecho. Otra cosa que comprobar. Cuando se levantó estaba entumecido, y tomó nota de eso. No debía quedarse sentado tanto rato seguido. Bajó la escalera en silencio, porque en la casa contigua había ruido. Las ratas también habían desaparecido, afortunadamente. Kelly se asomó por la puerta trasera y, al ver el callejón vacío, salió de la casa, imitando el andar de un borracho. Al cabo de diez minutos vio su coche. Kelly se percató de que había aparcado cerca de una farola. Aquel era un error que no podía repetir, se reprochó mientras se acercaba lentamente al coche. Entonces miró a un lado y a otro de la calle, vacía, y subió rápidamente al coche, puso el motor en marcha y se alejó. No encendió los faros hasta que estuvo a dos manzanas de distancia; torció a la izquierda y abandonó aquella selva imaginaria —aunque no tan imaginaria—, dirigiéndose hacia su apartamento.

Una vez cómodo y seguro en su coche, Kelly repasó todo lo que había visto durante las nueve horas pasadas. Todos los camellos eran fumadores, y encendían sus cigarrillos con lo que parecían encendedores Zippo cuyas brillantes llamas perjudicarían su visión nocturna. Cuanto más avanzaba la noche, menos trabajo había, y más andrajosos parecían los compradores. Eran humanos. Se cansaban. Unos se quedaban más rato que otros. Todo lo que había visto era útil e importante. En las características de su modo de actuar, y sobre todo en sus diferencias, residía su vulnerabilidad.

Ha sido una buena noche, se dijo Kelly mientras pasaba por delante del estadio de béisbol de la ciudad; torció a la izquierda por Loch Raven Boulevard, y por fin se relajó. Hasta se le ocurrió beber un poco de vino, pero no era el momento de permitirse ningún mal hábito. Se quitó la peluca y se secó el sudor de la frente. Tenía mucha sed.

Diez minutos después satisfizo aquella necesidad, tras aparcar el coche en su lugar y subir silenciosamente a su apartamento. Echó un ávido vistazo a la ducha; necesitaba sentirse limpio después de verse rodeado de polvo y mugre y… ratas. Esa última idea le provocó un estremecimiento. Malditas ratas. Llenó un vaso de hielo y añadió agua del grifo. Bebió varios vasos, mientras utilizaba la otra mano para irse quitando la ropa. El aire acondicionado le sentó estupendamente, y se quedó de pie delante del aparato, dejando que el aire refrescara su cuerpo. Habían transcurrido muchas horas, pero no sentía ganas de orinar. A partir de ahora tendría que llevar una botella de agua. Kelly sacó unos paquetes de carne de la nevera y preparó dos gruesos bocadillos.

«Necesito una ducha», se dijo, pero no podía permitirse ese lujo. Tenía que acostumbrarse a aquella pátina pegajosa que cubría su cuerpo, conseguir que le gustara, cultivarla, porque en eso radicaba parte de su seguridad personal. El hedor y la suciedad eran parte de su disfraz. Tenía que conseguir que su aspecto y su olor hicieran que la gente apartara la mirada y no se acercara demasiado a él. Ahora no podía ser una persona. Tenía que ser una criatura de las calles, repulsiva. Tenía que ser invisible. Antes de entrar en el dormitorio se miró en el espejo y vio que la barba se había oscurecido aún más. La última decisión que tomó fue dormir en el suelo. No quería ensuciar las sábanas nuevas.