XII. AGENDAS

Era su primera visita al Pentágono. Kelly estaba nervioso y no sabía si debía haberse puesto su uniforme caqui, pero ya no podía cambiarse Llevaba un traje azul, con una insignia de la Armada en la solapa. Entró en el enorme edificio y buscó un plano; lo examinó rápidamente y lo memorizó. Cinco minutos después entraba en el despacho correspondiente.

—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó un oficial.

—Me llamo John Kelly. Tengo una cita con el vicealmirante Maxwell.

Le pidieron que esperara un momento. Kelly se sentó. En la mesa había un ejemplar del Navy Times, al que no leía desde que había abandonado el servicio activo. Pero Kelly pudo controlar su nostalgia. La revista no había cambiado mucho.

—¿Señor Kelly? —llamo una voz.

Se levantó y entró por la puerta.

En el exterior se encendió una luz roja de «no pasar», por lo que la entrevista sería confidencial.

—¿Cómo estas, John? —Saludo Maxwell.

—Muy bien, señor, gracias. —Civil o no, Kelly no podía evitar sentirse incomodo por la presencia de un alto oficial de la Armada. Y se puso aun más nervioso cuando se abrió otra puerta y entraron dos hombres, uno vestido de paisano y un contraalmirante— otro aviador con la Medalla de Honor, lo cual era aún más intimidante. Maxwell los presentó.

—Me han hablado mucho de usted —dijo Podulski.

—Gracias, señor. —Kelly no supo qué otra cosa decir.

—Cas es de los míos —comentó Maxwell mientras leía las instrucciones—. Yo derribé quince —añadió señalando el panel de avión que colgaba de la pared—, y Cas dieciocho.

—Y está todo filmado —le aseguró Podulski.

—Yo ninguno —dijo Greer—, pero tampoco dejé que el oxígeno me estropeara el cerebro. —Este oficial era el que llevaba el maletín de los mapas. Extrajo uno, el mismo del cual Kelly tenía una copia en su casa, pero bastante más señalado. Luego extrajo las fotografías, y Kelly volvió a estudiar el rostro del coronel Zacharias.

—Estuve a unos cinco kilómetros de ese lugar —observó Kelly—. Nadie me dijo nunca…

—Todavía no existía. Es nuevo; lo construyeron hace menos de dos años —explicó Greer.

—¿Tienes más fotografías, James? —preguntó Maxwell.

—Sólo unas cuantas SR–71, pero no hay nada nuevo. Tengo a un chico examinando el terreno con lupa. Sólo me informa a mí.

—Acabarás por convertirte en un buen espía —señaló Podulski.

—Me necesitan —contestó Greer con despreocupación, pero conservando la seriedad. Kelly los miró a los tres. Toda aquella guasa le resultaba familiar, aunque el lenguaje no era soez. Greer volvió a mirar a Kelly y añadió—: Hábleme de ese valle.

—Es un lugar estupendo para estar lejos de él…

—Primero cuénteme cómo rescató a Dutch Jr. Todo, paso a paso —ordenó Greer.

El relato duró quince minutos, desde el momento en que salió del Skate hasta que el helicóptero los sacó a él y al teniente Maxwell del estuario del río para conducirlos hasta el Kitty Hawk. Era una historia fácil de contar. Los almirantes intercambiaban miradas, lo que sorprendió a Kelly.

¿Qué significaban aquellas miradas?, se preguntó Kelly. No consideraba a los viejos almirantes, porque ni siquiera los consideraba verdaderamente humanos. Eran almirantes, seres sin edad que tomaban decisiones importantes y tenían el aspecto adecuado, incluso el que iba de paisano. Kelly no se consideraba a sí mismo joven (había estado en el frente, y después de eso ningún hombre vuelve a ser el mismo), pero ellos tenían una perspectiva diferente. Para Maxwell, Podulski y Greer, él era un joven bastante parecido a ellos mismos treinta años atrás. Los tres comprendían que Kelly era un guerrero como ellos, y Kelly les recordaba su juventud. Las miradas furtivas que intercambiaban se parecían a las del abuelo que ve a su nieto dar el primer paso vacilante sobre la alfombra del salón. Pero aquellos pasos eran más grandes y más serios.

—Un buen trabajo —dijo Greer cuando Kelly concluyó su relato—. Así que es una zona densamente poblada.

—Sí y no, señor. Es decir, no hay ninguna ciudad, pero hay muchas granjas. Vi y oí mucho tráfico en esta carretera. Pasaban pocos camiones, pero muchas bicicletas, carros de bueyes y esas cosas.

—Pero no muchos vehículos militares —intervino Podulski.

—Vicealmirante, el objetivo debe de estar en esta carretera —dijo Kelly señalando el lugar en el mapa. Vio las señales de las unidades norvietnamitas—. ¿Cómo piensan meterse ahí?

—No es nada fácil, John. Hemos considerado una incursión con helicópteros, quizá incluso un asalto anfibio y subir por esa carretera.

Kelly negó con la cabeza:

—Demasiado lejos. La carretera es fácil de defender. No olviden, caballeros, que Vietnam es una nación en guerra. Prácticamente todos sus habitantes han vestido un uniforme, y proporcionando armas a la población hacen que se sientan partícipes. Hay suficiente gente armada para darles un susto si suben por aquí. Nunca lo conseguirían.

—¿Cree que la gente apoya al gobierno comunista? —preguntó Podulski. Le costaba creerlo. Pero a Kelly no.

—Por el amor de Dios, vicealmirante. ¿Por qué cree que llevamos tanto tiempo luchando? ¿Por qué cree que nadie ayuda a nuestros pilotos derribados? No son como nosotros. Puede que algún día lo sean; puede que la religión o la cultura los haga cambiar. No lo sé, pero sí sé que son diferentes. Eso es algo que nunca hemos entendido, algo que todo el mundo tiene que aprender cuando te metes ahí. En fin. Si ponen marines en la playa, nadie les dará la bienvenida, ¿de acuerdo? Y olvídense de subir por esa carretera. Yo he estado allí. Es una carretera muy mala, peor de lo que parece en las fotografías. Con que derriben un par de árboles, quedará intransitable. Hay que hacerlo con helicópteros.

Se dio cuenta de que aquella noticia no era bien acogida, y no era difícil entender por qué. Aquella zona del país estaba dotada de baterías antiaéreas. No sería fácil realizar un ataque. Por lo menos dos de aquellos hombres eran pilotos, y si confiaban en la posibilidad de realizar un ataque terrestre, el problema de las defensas antiaéreas debía de ser peor de lo que Kelly imaginaba.

—Podemos suprimir el fuego antiaéreo —sugirió Maxwell.

—No te referirás otra vez a los B–52, ¿verdad? —preguntó Greer.

—El Newport News vuelve a la línea de fuego dentro de unas semanas. Tendría que ver como dispara, John.

Kelly asintió con la cabeza.

—Sí, lo sé. Nos apoyó en dos ocasiones, cuando trabajábamos cerca de la costa. Es impresionante lo que pueden hacer esos barcos. El problema, señor, es que necesitan muchas cosas para asegurarse de que la misión tendrá éxito. Cuanto más se complican las cosas, más fácil es que salgan mal, y hasta una sola cosa puede ser complicada. —Kelly se recostó en el asiento y se recordó que él también debía considerar lo que acababa de decir, y no sólo los almirantes.

—Tenemos una reunión dentro de cinco minutos, Dutch —dijo Podulski con desgana. La entrevista con Kelly no había tenido mucho éxito, pensó. Greer y Maxwell, sin embargo, no estaban tan seguros de eso. Se habían enterado de un par de cosas. Y aquello ya era algo.

—¿Puedo preguntar por qué mantienen esta operación en secreto? —inquirió Kelly.

—Creo que ya lo sabes —contestó Maxwell, mirándolo y asintiendo con la cabeza.

—En lo de Song Tay hubo una filtración —explicó Greer—. No sabemos cómo, pero más adelante una de nuestras fuentes nos informó que el enemigo sabía (o por lo menos sospechaba) que iba a pasar algo. Previeron que ocurriría más tarde, y acabamos llegando justo después de que evacuaran a los prisioneros, pero antes de que hubieran organizado su emboscada. Buena y mala suerte. No esperaban la operación KINGPIN hasta un mes más tarde.

—Dios mío —suspiró Kelly—. ¿Alguien de aquí, deliberadamente? ¿Los traicionaron?

—Bienvenido al mundo de las operaciones de inteligencia —dijo Greer con una amarga sonrisa.

—Pero ¿por qué?

—Si algún día conozco al caballero en cuestión, ten por seguro que se lo preguntaré —dijo Greer mirando a los demás—. Es un buen anzuelo para nosotros. Comprobar los archivos de la operación, disimuladamente.

—¿Dónde están?

—En la base aérea de Eglin, donde se entrenaban los miembros de KINGPIN.

—¿Y a quién enviamos? —preguntó Podulski.

Kelly advirtió que todas las miradas se volvían hacia él y dijo:

—Caballeros, no olviden que yo sólo era un oficial.

—¿Dónde ha aparcado su coche, señor Kelly?

—En la ciudad. He venido en autobús.

—Venga conmigo. Luego puede volver en autobús.

Salieron del edificio en silencio. El coche de Greer, un Mercury, estaba aparcado en una plaza de visitantes, junto a la entrada del río. Le indicó a Kelly que subiera y se dirigió hacia la avenida George Washington.

—Dutch ha traído tu historial, y lo he leído. Estoy impresionado, hijo. —Greer no mencionó que en las pruebas de alistamiento Kelly había obtenido una puntuación media de 147 en tres tests diferentes de cociente intelectual—. Todos tus mandos han hecho grandes alabanzas de ti.

—Tuve algunos buenos comandantes, señor.

—Eso parece, y tres de ellos intentaron meterte en la Academia de Oficiales, pero eso ya te lo ha preguntado Dutch. Yo también quería saber por qué rechazaste la beca universitaria.

—Estaba harto de escuelas. Y la beca era para nadar, almirante.

—Sí, ya sé que en Indiana eso es una proeza, pero con tus calificaciones podías conseguir una beca académica. Estudiaste en una escuela preparatoria muy buena.

—También era una beca. —Kelly se encogió de hombros—. En mi familia nadie estudió en la universidad. Mi padre sirvió en la Armada durante la guerra. Supongo que pensó que era su deber. —Kelly se abstuvo de mencionar que para su padre había supuesto un gran disgusto.

Greer reflexionó. Pero aquello seguía sin explicar las cosas.

—La última nave que comandé fue un submarino —continuó el almirante—. El Daniel Webster. El técnico de sonar tenía un doctorado en física. Era buena persona, y conocía su trabajo mejor que yo el mío, pero no era un líder, huía un poco de su trabajo. Tú no, Kelly. Tú lo intentaste, pero no lo hiciste.

—Mire, señor, cuando uno está allí en medio y pasa lo que pasa, alguien tiene que actuar, ¿comprende?

—No toda la gente lo ve así. En el mundo hay dos clases de personas, Kelly: las que necesitan que les digan las cosas y las que lo averiguan por sí solos —declaró Greer, describiendo la esencia del carácter de Kelly—. Por cierto, ¿mantuviste algún contacto con la CIA mientras estabas allí?

Kelly advirtió que estaban llegando al cuartel general de la Agencia.

—Sí, alguno. Formábamos parte de… bueno, usted está al corriente; formábamos parte del proyecto PHOENIX.

—¿Qué sabías de ellos?

—Había dos o tres muy buenos. Los demás…, ¿quiere que se lo diga con franqueza?

—Eso es exactamente lo que me interesa —aseguró Greer.

—Los demás debían de ser muy buenos preparando martinis —sentenció Kelly.

Greer soltó una carcajada.

—Si, a esta gente le gustan las películas, desde luego. —Greer encontró su plaza de aparcamiento y bajó del coche—. Ven conmigo.

—El almirante guio a Kelly hasta la puerta principal y pidió para él un pase de visitante especial, de los que requerían escolta.

Kelly se sentía como un turista en tierra extraña. La normalidad reinante en el edificio le confería un aire siniestro. El cuartel general de la CIA, pese a ser un edificio de oficinas nuevo y bastante vulgar, tenía una especie de aura. No parecía pertenecer al mundo real. Greer se fijó en la mirada de Kelly y emitió un chasquido; condujo a Kelly hasta el ascensor, y luego a su despacho de la sexta planta. Una vez dentro, y con la puerta cerrada, Greer habló:

—¿Qué planes tienes para la próxima semana?

—No gran cosa. No tengo nada que me ate —contestó Kelly con cautela.

James Greer asintió con sobriedad y continuó:

—Dutch también me ha hablado de eso. Lo siento, John, pero ahora mi trabajo tiene relación con veinte hombres que seguramente no volverán a reunirse con sus familias si no hacemos algo. —Abrió el cajón de su escritorio.

—Estoy bastante desconcertado, señor.

—Mira, podemos hacerlo fácil o difícil. El camino difícil consiste en que Dutch haga una llamada telefónica y recibas un llamamiento al servicio activo —dijo Greer sin vacilar—. El fácil es que accedas a trabajar para mí como asesor civil. Recibirás una paga diaria, que es mucho más que la paga de oficial.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Volar a la base aérea de Eglin, vía Nueva Orleans y Avis, supongo. Con esto —le entregó un carnet— tendrás acceso a sus archivos. Quiero que repases sus planes operativos como modelo para lo que nosotros queremos hacer. —Kelly miró la fotografía del carnet. Era la misma de su carnet de la Armada.

—Un momento, señor. Yo no estoy cualificado para…

—La verdad, creo que sí lo estás, pero nos conviene que parezca que no. Serás un joven asesor que busca datos para un informe sin importancia que nadie llegará a leer. A fin de cuentas, la mitad del dinero que gastamos en esta maldita agencia se escurre por ahí —dijo Greer exagerando un poco—. Queremos que todo parezca rutinario e intrascendente.

—¿Me está hablando en serio?

—Mira, Dutch Maxwell está dispuesto a sacrificar su carrera por esos hombres. Yo también. Si hay algún modo de sacarlos de allí…

—¿Y las conversaciones de paz?

«¿Cómo se lo explico a este chico?», se preguntó Greer.

—El coronel Zacharias está oficialmente muerto —añadió el contraalmirante—. El enemigo publicó incluso una fotografía del cadáver. Alguien tuvo que visitar a su esposa, junto con el capellán de la base y la esposa de otro militar para hacer las cosas más fáciles. Le dieron una semana para abandonar las instalaciones, para hacerlo oficial. Está oficialmente muerto. Me he encargado de hablar con ciertas personas, y… nuestro país no va a echar al traste las conversaciones de paz por una cosa así. La fotografía que tenemos no es lo suficientemente buena para un tribunal, según el criterio que se está aplicando, un criterio que nos exige pruebas que no podemos alcanzar. Nadie quiere que las conversaciones de paz fracasen, aunque haya que sacrificar la vida de otros veinte hombres para acabar esta maldita guerra. Esos hombres están dados por perdidos.

A Kelly le costaba creerlo. ¿A cuántos hombres daba por perdidos América cada año? Y no todos llevaban uniforme. Algunos estaban en sus casas, en ciudades americanas.

—¿Tan grave es?

Greer no podía ocultar su fatiga, y no era fatiga física.

—¿Sabes por qué acepté este trabajo? —agregó el contraalmirante—. Estaba a punto de retirarme. Ya me he dedicado bastantes años de mi vida a mi país. Me había llegado el momento de vivir en una casa bonita y de jugar al golf dos veces por semana, sin hacer otra cosa que un poco de asesoramiento ocasional. Para mucha gente que trabaja aquí la realidad no es más que un vago recuerdo. Se centran en el «procedimiento» y olvidan que al otro extremo de la línea hay un ser humano. Por eso me he reincorporado. Alguien tiene que devolver un poco de realidad al procedimiento. Hemos calificado este proyecto de «negro». ¿Sabes lo que eso significa?

—No, señor.

—Es un término nuevo. Significa que no existe. Por eso lo estamos tratando de este modo Es una locura. No debería de ser así, pero es la única forma. ¿Quieres formar parte del equipo o no?

Kelly entrecerró los ojos un momento y finalmente asintió lentamente con la cabeza.

—Si usted cree que puedo ser útil, señor —dijo—, acepto. ¿Cuánto tiempo tengo?

Greer sonrió y entregó a Kelly un billete:

—En el carnet de identidad figuras como John Clark: te resultará fácil recordarlo. Tu vuelo sale mañana por la tarde. La vuelta está abierta, pero espero verte el próximo viernes. Confío que hagas un buen trabajo. Ahí tienes también mi tarjeta y mi línea directa. Ya puedes hacer las maletas, hijo.

—Sí, señor.

Greer se levantó y acompañó a Kelly a la puerta.

—Y no olvides pedir recibos de todo. Cuando trabajas para el Tío Sam tienes que asegurarte de que pagan bien a todo el mundo.

—Descuide, señor —contestó Kelly sonriendo.

—Puedes volver al Pentágono en el autobús azul. —Kelly abandonó el despacho y el contraalmirante se puso a trabajar.

El viaje en autobús fue curioso. La mitad de los pasajeros llevaba uniforme, y la otra mitad vestía de civil. Nadie hablaba con nadie, salvo para intercambiar algún cumplido o algún comentario sobre si el hecho de que los senadores de Washington continuaran residiendo al pie de la American League suponía una violación de la seguridad. Kelly se concentró en lo suyo. Greer le había dado una oportunidad que él no había tenido en cuenta. Kelly se acomodó en el asiento y contempló el paisaje por la ventanilla mientras los otros pasajeros miraban fijamente hacia delante.

—Están muy contentos —aseguró Piaggi.

—Ya te lo decía yo, tío. Tenemos el mejor género.

—No todo el mundo está contento. Sé de algunos que tienen doscientos kilos de francesa, pero nosotros hemos reventado los precios con nuestra oferta especial de lanzamiento.

Tucker rio a carcajadas. La vieja guardia llevaba años cobrando precios abusivos.

Cualquiera habría tomado a Piaggi y a Tucker por hombres de negocios, o por abogados, pues había muchos de ambos en aquel restaurante situado a dos manzanas del tribunal de justicia. Piaggi vestía un traje de seda italiana; Tucker iba un poco más informal, y Tony pensó que tendría que presentarle a su sastre. Por lo menos había aprendido a arreglarse. Ahora debía aprender a no vestir demasiado llamativamente. Respetable era la palabra exacta. Para que la gente te tratara con respeto. Los llamativos, como los camellos, jugaban a un juego peligroso y eran demasiado tontos para comprenderlo.

—El próximo envío será el doble. ¿Podrán encargarse tus amigos?

—Eso está hecho. Los de Philly son los que están más contentos. Su proveedor ha tenido un pequeño accidente.

—Sí, lo leí ayer en el periódico. Lástima. Demasiados tripulantes, ¿no?

—Henry, cada vez eres más inteligente. No te vuelvas demasiado inteligente, ¿de acuerdo? Es un consejo —dijo Piaggi con cierto énfasis.

—Tranquilo, Tony. Lo que quiero decir es que nosotros no tenemos que cometer ese tipo de errores, ¿me entiendes? Piaggi se relajó y bebió un poco de cerveza.

—Está bien, Henry. Y no me importa decir que es un placer hacer negocios con alguien que sabe organizarse. Hay mucha curiosidad acerca de la procedencia de tu genero. Yo me encargo de eso. Pero más adelante, si necesitas mayor financiación…

Tucker le lanzó una mirada furibunda.

—No, Tony. Ni ahora ni nunca.

—Bien. Pero más adelante puedes pensártelo.

Tucker asintió con la cabeza y fingió aceptar aquella consideración, pero se preguntó qué tipo de movimiento estaría planeando su «socio». En ese tipo de empresas, la confianza era siempre variable. Confiaba en Tony respecto a los pagos. Había ofrecido a Piaggi plazos favorables que siempre había cumplido, y los huevos de aquella gallina eran su seguro de vida. Todavía estaba en el punto en que un pago incumplido no perjudicaría su operación, y mientras tuviera un suministro sólido de buena heroína, harían negocios como es debido; por eso había contactado con ellos en primer lugar. Pero allí no había verdadera lealtad. La confianza terminaba en sus intereses. Henry nunca había esperado otra cosa, pero si su socio empezaba a presionarle respecto al origen de su suministro…

Piaggi se preguntó si lo habría presionado demasiado, y si Tucker era consciente del potencial de lo que estaban haciendo. Controlar la distribución de toda la Costa Este, y desde una organización segura y prudente, era un sueño hecho realidad. Pronto necesitaría más capital, sin duda, y sus contactos ya empezaban a preguntar si podían colaborar de algún modo. Pero se daba cuenta de que Tucker no reconocía la inocencia de la pregunta, e insistir podía ser arriesgado. Así que Piaggi siguió comiendo y decidió dejar las cosas como estaban por una temporada. Era una lástima. Tucker era un dealer de segunda fila muy inteligente, pero aun así seguía siendo un dealer de segunda. Quizá aprendiera a crecer. Henry no podía llegar a la cúpula, pero no obstante podía convertirse en una pieza importante de la organización, pese a su intransigencia. En esas alturas Piaggi no podía hacer nada, por descontado.

—¿Te va bien el próximo viernes? —preguntó Tucker.

—Perfecto. Ve con cuidado.

—Descuida.

Fue un vuelo sin incidencias, a bordo de un Piedmont 737, en clase turista. La azafata le llevó un almuerzo ligero. Sobrevolar América era algo muy diferente de sus anteriores aventuras aéreas. Le sorprendió la cantidad de piscinas que había. Volaras a donde volaras, al despegar, incluso sobre las colinas de Tennessee, la luz del sol hacía relucir pequeños parches de agua azul rodeados de hierba. Su país parecía un sitio muy acogedor, muy cómodo, hasta que te acercabas un poco. Pero por lo menos no tenías que estar pendiente de las balas trazadoras.

En el mostrador de Avis le esperaban las llaves del coche y un mapa. Se enteró de que habría podido volar a Panamá City, Florida, pero pensó que Nueva Orleans le iba bien. Kelly metió sus dos maletas en el maletero y se dirigió hacia el este. Era como dirigir su barco, aunque un poco más ajetreado; tiempo libre para dejar que su mente trabajara, examinando posibilidades y procedimientos, con la mirada puesta en el tráfico mientras su mente veía algo muy diferente. Fue entonces cuando empezó a sonreír, mientras su imaginación examinaba minuciosamente las semanas siguientes.

Cuatro horas después de aterrizar, tras atravesar las fronteras de Mississippi y Alabama, detuvo su coche frente a la puerta principal de la base aérea Eglin. Era un lugar adecuado para que las tropas de KINGPIN se entrenaran, pues el calor y la humedad eran muy parecidas a las de Vietnam. Kelly esperó junto al puesto de guardia hasta que un sedán azul de la Fuerza Aérea lo fue a recoger. Un oficial bajó del coche.

—¿Señor Clark?

—Sí. —Entregó sus documentos.

El oficial se cuadró, lo que para Kelly era una experiencia nueva. Era evidente que había alguien excesivamente impresionado por la CIA. Seguramente aquel oficial nunca había tenido contacto con nadie de la Agencia. Kelly se había tomado la molestia de ponerse corbata con la esperanza de ofrecer un aspecto respetable.

—¿Quiere acompañarme, por favor?

El oficial, capitán Griffin, lo condujo hasta una habitación del primer piso de la residencia de oficiales, una especie de motel de categoría intermedia, situada muy cerca de la playa. Griffin ayudó a Kelly a deshacer sus maletas y lo acompañó al Club de Oficiales, donde con sólo enseñar la llave de su habitación, Kelly recibiría trato de visitante privilegiado.

—No puedo quejarme de su hospitalidad, capitán —dijo Kelly, que se sintió obligado a pagar la primera ronda de cervezas—. ¿Sabe usted por qué estoy aquí?

—Trabajo en inteligencia —replicó Griffin.

—¿KINGPIN? —Antes de contestar, el oficial miró a su alrededor. Como en las películas.

—Sí, señor. Tenemos preparados todos los documentos que necesita. Me han dicho que usted también intervino en operaciones especiales de Vietnam.

—Correcto.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Por supuesto —contestó Kelly mientras bebía su cerveza. El viaje desde Nueva Orleans lo había dejado sediento.

—¿Saben quién filtró la información?

—No —contestó Kelly, y añadió—: A lo mejor consigo averiguar algo acerca de eso.

—Mi hermano mayor estaba en ese campamento, o al menos eso creemos. Ya estaría en casa de no ser por ese…

—Bastardo cabronazo —colaboró Kelly.

El capitán se ruborizó.

—Y si lo identifica, ¿qué?

—Eso no es competencia de mi departamento —respondió Kelly, arrepentido de su anterior comentario—. ¿Cuándo podré empezar?

—Se supone que mañana por la mañana, señor Clark, pero los documentos están en mi despacho.

—Necesito una habitación tranquila, una cafetera y unos cuantos bocadillos.

—Descuide, señor.

—Entonces, manos a la obra.

Diez minutos después Kelly veía cumplidos sus deseos. El capitán Griffin le proporcionó un bloc y varios lápices. Kelly empezó por el primer grupo de fotografías de reconocimiento, tomadas por un RF–101 Voodoo; como en el caso de SENDER GREEN, Song Tay había sido descubierto por casualidad: el campamento había aparecido donde sólo esperaban encontrar unas instalaciones secundarias de entrenamiento militar. Pero en el patio del campamento aparecieron letras dibujadas en la arena, o formadas con piedras o ropa colgada, como la «K», que quería decir «sacadnos de aquí», que los prisioneros habían hecho delante de las narices de los vigilantes. Los nombres de las personas involucradas era un auténtico quién es quién de las Fuerzas Especiales, nombres que él conocía por su reputación.

La configuración de aquel campamento era bastante parecida a la del que a él le interesaba ahora, y Kelly tomó algunas notas. Había un documento que le sorprendió: un memorándum de un oficial de tres estrellas a uno de dos estrellas, indicando que la misión de Song Tay, pese a ser importante en sí misma, era también un medio para otro fin. El oficial de tres estrellas quería justificar el traslado de grupos de operaciones especiales a Vietnam del Norte. Eso, decía, les abriría todo tipo de posibilidades, por ejemplo, cierto embalse con una sala de generadores… Ya, pensó Kelly. El oficial de tres estrellas quería una licencia de caza, quería introducir varios grupos en el interior del país y jugar a los mismos juegos que jugaban los servicios estratégicos tras las líneas alemanas en la Segunda Guerra Mundial. El memorándum concluía que los factores políticos hacían que ese último aspecto de POLAR CIRCLE —uno de los primeros nombres en clave de la que acabaría llamándose operación KINGPIN— fuera particularmente delicado. Algunos lo considerarían una ampliación de la guerra. Kelly levantó la cabeza y bebió su segunda taza de café. ¿Qué demonios les pasaba a los políticos?, se preguntó. El enemigo podía hacer cuanto se le antojaba, pero América siempre estaba temblando ante la posibilidad de que se considerara que ampliaba las hostilidades. El también había visto algo de aquello. El proyecto pilo ENIX, el ataque deliberado a la infraestructura política del enemigo, era un asunto muy delicado. Pero llevaban uniforme, ¿no? Un hombre uniformado en una zona de combate podía considerarse objetivo militar según las leyes de cualquier país, ¿no? El enemigo se ensañaba con alcaldes y maestros de escuela. Había un escandaloso doble criterio respecto a la forma de conducir la guerra. Era un pensamiento inquietante, pero Kelly lo apartó y cogió el segundo grupo de documentos.

Habían tardado una eternidad en reunir el equipo y planear la operación. Pero todos eran buenos soldados. El coronel Bull Simons, otro hombre al que sólo conocía por su reputación, estaba considerado uno de los más duros comandantes de combate de todos los ejércitos del mundo. Dick Meadows, más joven, pero de la misma pasta. Su especialidad consistía en perjudicar y distraer al enemigo, y sabían hacerlo con pequeñas fuerzas y exponiéndose a un peligro mínimo. Cómo debían desear aquella misión, pensó Kelly. Pero tuvieron que someterse a una supervisión. Kelly contó diez documentos diferentes de autoridades superiores, prometiendo el éxito —como si un memorándum pudiera garantizar el éxito en el duro mundo de las operaciones de combate—, hasta que se cansó de contar. En todos utilizaban el mismo lenguaje, hasta que sospechó que algún oficinista de la unidad había redactado un modelo de carta. Kelly pasó tres horas repasando hojas y más hojas de correspondencia entre Eglin y la CIA, preocupaciones de oficinistas que distraían a los hombres que vestían uniformes verdes, «útiles» sugerencias de gente que seguramente no se quitaba la corbata ni para dormir, y todas ellas requerían respuestas de los operadores que llevaban las armas… Y sí KINGPIN había pasado de misión relativamente menor a obra épica de Cecil B. DeMille que en más de una ocasión llegó a la Casa Blanca, y a oídos del personal del Consejo de Seguridad Nacional.

Eran las dos y media de la madrugada. Kelly se detuvo ahí, rindiéndose ante el siguiente montón de papeles. Lo guardó todo bajo llave y volvió a su habitación tras dejar aviso de que lo llamaran a las siete.

Era sorprendente el poco sueño que necesitabas cuando tenías trabajo. A las siete, cuando sonó el teléfono, Kelly saltó de la cama y quince minutos después estaba corriendo por la playa, descalzo y con pantalones cortos. No estaba solo. No sabía cuántos en su misma situación había en la base de Eglin. Algunos tenían que ser miembros de Fuerzas Especiales, y estarían haciendo cosas que él sólo podía suponer. Podías identificarlos porque tenían la espalda ligeramente más ancha que los demás. Correr sólo era una parte de su programa de preparación física. Se miraban y se examinaban, y cada uno sabía lo que pensaba el otro: «¿Será mejor que yo?». Era un ejercicio mental automático, y Kelly se sonrió al ver que estaba lo suficientemente integrado como para merecer aquel tipo de respeto competitivo. Después de refrescarse con una ducha de tomar un suculento desayuno, volvió a la oficina. De camino, se preguntó por qué se habían apartado de su comunidad durante tanto tiempo. Al fin y al cabo, era su único hogar desde que había abandonado Indianápolis.

Pasaban los días. En dos ocasiones se permitió el lujo de dormir seis horas, pero para comer nunca dedicaba más de veinte minutos, y ni una sola copa después de aquella primera cerveza, aunque sus períodos de ejercicio aumentaron a varias horas diarias, básicamente para afianzarse. En realidad no quería reconocer el verdadero motivo. Quería ser el más fuerte de los que corrían por la playa cada mañana, y no sólo un miembro más de aquella élite. Kelly volvía a ser un comando; más que eso, se estaba convirtiendo de nuevo en Serpiente. Se percató del cambio el tercer o el cuarto día. Los otros ya esperaban su presencia cada mañana, y el anonimato no hacía más que mejorarlo. Por lo demás, las cicatrices darían a entender que todavía estaba en aquel negocio, pues los otros no sabían que lo había abandonado. Que había renunciado, se corrigió Kelly, no sin sentir cierta culpa.

El papeleo resultaba sorprendentemente estimulante. Era la primera vez que intentaba averiguar cosas de aquel modo, y descubrió que tenía cierto talento. Vio que el plan operacional era una belleza mellada por el tiempo y la repetición, como una chica a la que un padre celoso esconde en su casa, malgastando su belleza. Cada día los soldados levantaban una imitación del campamento de Song Tay, y cada día la desmontaban al terminar, para que los satélites de reconocimiento soviéticos no advirtieran lo que se llevaban entre manos. Aquello debió de ser agotador para los soldados. Y duró demasiado: los soldados practicaban mientras los superiores temblaban, considerando las informaciones de inteligencia una y otra vez hasta que… los prisioneros fueron trasladados.

«Maldita sea», murmuró Kelly. No se trataba de que un traidor hubiera estropeado la operación. Habían tardado demasiado… Y eso significaba que, en caso de que hubiera un espía, este debía de haber sido de los últimos en descubrir lo que se estaba tramando. Tomó nota de aquella idea.

La operación había sido planeada meticulosamente, todo estaba bien hecho; había un plan principal y varias opciones; cada miembro del grupo de asalto estaba entrenado e instruido de tal modo que podía realizar todas las funciones incluso dormido. Destruyeron un enorme helicóptero Sikorski en medio del campamento y utilizaron metralletas para eliminar a los vigilantes de las torres… Nada de delicadezas, sino fuerza directa y brutal. La evaluación posterior a la operación confirmó que habían liquidado a los vigilantes del campamento en unos segundos. Qué contentos debían de estar los soldados, al ver que la operación había salido mejor que en las simulaciones. Pero luego debieron de llevarse una sorpresa, frustrante y amarga, al recibir las insistentes llamadas de «punto negativo» por la radio. «Punto» era la sencilla palabra en clave que designaba a los prisioneros de guerra americanos, y aquella noche no encontraron ninguno. Los soldados habían asaltado y liberado un campamento vacío. Resultaba fácil imaginar lo callados que debían estar mientras volvían a Tailandia en los helicópteros, el tenebroso vacío del fracaso después de hacer su trabajo a la perfección.

Sin embargo había mucho que aprender de allí. Kelly hizo sus notas, para lo que gastó varios lápices. KINGPIN podía ser muchas cosas, pero ante todo era una lección valiosísima. Muchas cosas habían salido bien, y aquello podía copiarse tranquilamente. Lo único que había salido mal era, en el fondo, el factor tiempo. Unas tropas de aquella calidad habrían podido actuar mucho antes. La búsqueda de la perfección no había sido exigida por el nivel operacional, sino por un nivel superior, por hombres que habían envejecido y habían perdido el entusiasmo y la inteligencia de la juventud. Y la consecuencia de eso era el fracaso de la misión, no por culpa de Bull Simons, Dick Meadows o Green Berets, que habían arriesgado voluntariamente sus vidas por compatriotas a los que no conocían, sino por culpa de otros que no se atrevían a arriesgar sus carreras y sus oficinas —cuestiones mucho más importantes, por supuesto, que la sangre de los chicos que estaban en el frente—. Song Tay resumía la historia de Vietnam, que podía contarse en los escasos minutos que un grupo de asalto espléndidamente entrenado había tardado en fracasar, traicionado por el procedimiento tanto como por algún traidor oculto en la burocracia federal.

SENDER CREEN sería diferente, se dijo Kelly. Aunque sólo fuera porque lo estaban desarrollando como un juego privado. Si la mayor amenaza para la operación era la supervisión, ¿por qué no eliminar la supervisión?

—Gracias por su ayuda, capitán —dijo Kelly.

—¿Ha encontrado lo que buscaba, señor Clark? —preguntó Griffin.

—Sí, Griffin. Su análisis del campamento secundario es excelente. Por si no se lo han dicho, su plan habría ayudado a salvar algunas vidas. Le diré una cosa: ojalá hubiéramos tenido un oficial de inteligencia como usted cuando yo estaba en la selva.

—No puedo volar, señor. Mi trabajo está aquí —contestó Griffin, abrumado por aquel cumplido.

—Puede estar seguro de que lo hace muy bien. —Kelly le entregó sus notas. El capitán las introdujo en un sobre que a continuación selló con lacre rojo—. Envíelo a esta dirección —añadió Kelly.

—Sí, señor. Se ha ganado usted un descanso. ¿Ha podido dormir?

—Creo que antes de volver me relajaré un poco en Nueva Orleans.

—No es mal sitio para eso, señor —contestó Griffin, y acompañó a Kelly hasta su coche, que ya estaba cargado.

Algo más había resultado sorprendentemente fácil, pensó Kelly mientras abandonaba el recinto. En su habitación de la base había una guía telefónica de Nueva Orleans donde figuraba el nombre que Kelly había decidido buscar mientras estaba en el despacho de James Greer en el edificio de la CIA.

Aquel era el cargamento con que se ganaría su reputación, pensó Tucker mientras observaba a Rick y a Billy, que se ocupaban de guardar las cosas. Una parte se destinaría a Nueva York. Hasta ahora había sido un intruso con ambición. Había proporcionado suficiente heroína como para que la gente se interesara por él y por sus socios. El hecho de que tuviera socios suscitaba un interés particular, además de sus métodos. Pero ahora era diferente. Ahora iba a formar parte del equipo. Lo considerarían un hombre de negocios serio, porque su cargamento cubriría todas las necesidades de Baltimore y Filadelfia durante… quizá un mes, calculó. Quizá menos, si la red de distribución era tan buena como decían. Los restos empezarían a cubrir las crecientes demandas de Nueva. York, que necesitaba un poco de ayuda después del último gran decomiso. Llevaba mucho tiempo dando pequeños pasos, pero por fin iba a dar uno gigantesco. Billy encendió la radio para oír las noticias deportivas, pero sintonizó un parte meteorológico.

—Me alegro de que nos marchemos. Vienen tormentas. Tucker miró hacia fuera. El cielo todavía estaba azul y despejado.

—No hay nada de que preocuparse —les dijo.

Nueva Orleans le encantaba; era una ciudad con tradición europea en la que se mezclaban el encanto del Viejo Mundo y el brío americano; una ciudad rica en historia, gobernada antiguamente por franceses y españoles. No había perdido sus tradiciones, y conservaba incluso un código legal que para los otros cuarenta y nueve estados era prácticamente incomprensible, y que solía dejar atónitas a las autoridades federales. Igual que el dialecto local, porque muchos mezclaban el francés, o lo que ellos llamaban francés. Pierre Lamarck tenía antepasados acadios, y algunos de sus más lejanos parientes todavía vivían en los bayous de la región. Pero a Lamarck no le interesaban demasiado las costumbres que los turistas encontraban curiosas y excéntricas, ni la vida que otros consideraban cómoda y rica en tradición, salvo como punto de referencia, una especie de toque personal que lo distinguía de sus semejantes. No resultaba fácil, pues su profesión exigía cierto encanto personal. Él acentuaba su personalidad con un traje de lino blanco con chaleco, una camisa blanca de manga larga y una corbata roja; el atuendo consolidaba su imagen de hombre de negocios respetable, aunque un poco ostentoso. Y estaba a tono con su automóvil, un Cadillac blanco. Evitaba los excesos ornamentales con que otros proxenetas decoraban sus vehículos. Un presunto tejano le había puesto a su Lincoln los cuernos de un novillo, pero no era más que un gilipollas de Alabama que ni siquiera sabía tratar a sus chicas.

Lamarck, en cambio, tenía un gran talento para eso, se dijo con gran satisfacción mientras abría la puerta del coche para su nueva adquisición, una chica de quince años con mirada inocente y modales remilgados que la convertían en un importante miembro de su harén. Esa mañana la chica se había ganado la cortesía del proxeneta con un servicio especial. El lujoso coche se puso en marcha a la primera y, a las siete y media, Pierre Lamarck se dispuso a iniciar otra noche de trabajo, pues en aquella ciudad la vida nocturna empezaba pronto y acababa tarde. En la ciudad había una convención de distribuidores. En Nueva Orleans se celebraban muchas convenciones, y su negocio dependía en gran parte de las idas y venidas de los participantes. Aquella prometía ser una noche cálida y lucrativa.

Tiene que ser él, pensó Kelly, a media manzana de distancia, al volante de su coche alquilado. ¿Quién si no podía vestir un traje de tres piezas e ir acompañado de una chica joven con minifalda ceñida? No podía ser un agente de seguros. Incluso desde aquella distancia podía ver la chapucera calidad de las joyas de la chica. Kelly arrancó y los siguió. No necesitaba acercarse demasiado. ¿Cuántos Cadillac blancos podía haber?, se preguntó mientras cruzaba el río, sin quitarle los ojos a su objetivo. Tuvo que saltarse un semáforo, arriesgándose a que le pusieran una multa, pero por lo demás fue fácil. El Cadillac se detuvo en la entrada de un hotel de lujo, y Kelly vio apearse a la chica y caminar hacia la puerta, ensimismada resignada. No quería verle la cara de cerca, pues temía los recuerdos que pudieran acudir a su mente. Aquella no era una noche para emociones. Las emociones eran lo que le había impulsado a realizar la misión. Pero para realizarla necesitaba otra cosa. Iba a ser una lucha constante, pensó Kelly, pero tenía que salir airoso. Por eso había ido a aquel lugar aquella noche.

El Cadillac avanzó unas cuantas manzanas más y aparcó frente a un bar sórdido y pretencioso, situado bastante cerca de las tiendas y de los hoteles buenos; podías ir al bar caminando sin alejarte de la seguridad y la comodidad de la civilización. Había un constante trajinar de taxis que sugería que aquel aspecto de la vida de la ciudad estaba bien consolidado.

Kelly aparcó a un par de manzanas del bar por dos motivos: el paseo por Decatur Street le permitiría familiarizarse con el territorio y buscar un lugar adecuado para su acción. Iba a ser una noche muy larga. Varias chicas de minifalda le sonrieron mecánicamente, pero él siguió andando, mirando a derecha e izquierda. Llevaba ropa informal, el tipo de ropa que cualquier hombre medianamente acomodado podría llevar en un día tan húmedo y caluroso: oscura y anónima, suelta y holgada. Revelaba dinero, pero no demasiado, y su andar no invitaba a trifulcas.

Entró en el bar Chats Sauvages a las ocho y diecisiete. Había humo y mucho ruido. Un pequeño grupo de rock, muy entusiasta, tocaba en el fondo. En una pista de baile de unos siete metros cuadrados, gente de su misma generación, y algunos más jóvenes, bailaban al son de la música. Y estaba también Pierre Lamarck, sentado a una mesa de un rincón con unos cuantos amigos, o eso parecían por sus gestos. Kelly se dirigió al lavabo, en parte por necesidad y en parte para examinar el local. Había una entrada lateral, pero no quedaba más lejos de la mesa de Lamarck que la puerta principal. El camino más corto para llegar al Cadillac era pasar por la barra, y así supo Kelly dónde tenía que colocarse. Pidió una cerveza y se quedó mirando a los músicos.

A las nueve y diez dos chicas se acercaron a Lamarck. Una se sentó en sus rodillas, mientras la otra le mordisqueaba la oreja. Los amigos de Lamarck observaron sin especial interés, y las chicas le entregaron algo al proxeneta. Kelly no vio qué era, porque estaba de cara a los músicos y evitaba mirar demasiado en dirección a la mesa de Lamarck. Pero este resolvió la duda en seguida: era dinero. Lamarck enrolló ostentosamente los billetes junto con otros que se sacó del bolsillo. Exhibir dinero era una parte importante de la imagen pública de un proxeneta. Las dos chicas se marcharon, y pronto apareció otra, y luego otra. Los compañeros de Lamarck también recibían el mismo tipo de visitas, mientras bebían e iban pagando consumiciones; de vez en cuando piropeaban a la camarera que los atendía, y luego le daban una buena propina a modo de disculpa. De vez en cuando, Kelly se movía. Se quitó la chaqueta, se arremangó la camisa, para ofrecer una imagen diferente a los clientes del bar, y se limitó a dos cervezas que bebió lentamente. No reparaba en el carácter desagradable y aburrido de la velada, pero sí en otras cosas: quién entraba y quién se marchaba, quién se quedaba. Kelly empezó a reconocer esquemas de conducta y a identificar a algunos individuos, a los que asignó nombres inventados. Se fijó especialmente en Lamarck, que no se quitó la chaqueta y estuvo todo el rato de espaldas a la pared. Hablaba afablemente con sus contertulios, pero no con familiaridad de amigos. Sus bromas eran demasiado afectadas. Todos ponían demasiado énfasis en la gesticulación; no se veía en ellos la comodidad de la gente que se reúne con algún propósito que no sea el dinero. Hasta los proxenetas se encontraban a veces solos, pensó Kelly, y buscaban la compañía de sus colegas, pero lo suyo no era amistad, sino simple asociación. Apartó las consideraciones filosóficas. Si Lamarck no se quitaba la chaqueta era porque iba armado.

A medianoche, Kelly se puso la chaqueta y fue de nuevo al lavabo. Allí cogió la automática que llevaba oculta en el pantalón y la encajó en el cinturón. Dos cervezas en cuatro horas, pensó. Su hígado ya debía de haber eliminado el alcohol, y en cualquier caso, dos cervezas no podían hacerle mucho efecto a un hombre tan corpulento como él. Aquello era importante, y esperaba que fuera así.

Había calculado bien. Mientras se lavaba las manos por quinta vez, Kelly advirtió por el espejo que se abría la puerta. Sólo vio la nuca de un hombre, pero bajo aquella nuca había un traje blanco, así que esperó hasta que oyó correr el agua del urinario. El hombre se dio la vuelta, y sus ojos se encontraron en el espejo.

—Perdone —dijo Lamarck. Kelly se apartó del lavabo y siguió secándose las manos con una toalla de papel.

—Me gustan mucho esas chicas —dijo.

—¿Hmmm? —Lamarck había bebido por lo menos seis copas—. Las que vienen a verlo —añadió Kelly quedamente—. ¿Trabajan para usted?

—Más o menos. —Lamarck se arregló el cabello con el peine—. ¿Por qué lo pregunta?

—Creo que voy a necesitar unas cuantas —dijo Kelly, fingiendo sentirse un poco incómodo.

—¿Unas cuantas? ¿Está seguro de que podrá con ellas? —preguntó Lamarck con una sonrisa sardónica.

—He venido con unos amigos. Es el cumpleaños de uno ellos, y…

—Ah, una fiestecita —observó el proxeneta con jovialidad.

—Exacto. —Kelly quiso fingir timidez, pero el resultado fue más bien torpeza. El error le favoreció.

—No se preocupe, hombre. ¿Cuántas chicas necesita?

—Tres o cuatro. ¿Podemos hablar fuera? Creo que necesito un poco de aire.

—Como quiera. Deje que me lave las manos.

—Le espero en la puerta.

La calle estaba tranquila. Nueva Orleans era una ciudad agitada, pero entre semana no había tanta gente por la calle. Kelly esperó en la puerta del bar, hasta que notó que alguien lo cogía amistosamente por el hombro.

—No hay de qué avergonzarse. A todos nos gusta divertirnos un poco, sobre todo cuando estamos lejos de casa.

—Le pagaré lo que me pida —prometió Kelly con una sonrisa incómoda.

Lamarck, que era un hombre experimentado, sonrió pala tranquilizar a su cliente:

—Mis chicas valen lo que cuestan. ¿Necesita alguna otra cosa?

Kelly tosió y dio unos pasos, y Lamarck lo siguió.

—Quizá algo… bueno, algo para animarnos un poco, ¿entiende?

—No hay problema —contestó Lamarck mientras se acercaban a un callejón.

—Creo que hace un par de años conocí a una de sus chicas: ¿Cómo se llamaba…? ¿Pam? Sí, Pam. Delgada, de cabello rojizo.

—Ah, sí. Muy simpática. Ya no trabaja conmigo —dijo Lamarck sin darle demasiada importancia—. Pero tengo muchas más. Mi clientela es muy selecta.

—No lo dudo —respondió Kelly mientras se llevaba la mano la espalda—. Y todas están… bueno, todas toman cosas para…

—Siempre están animadas, amigo mío. Una dama tiene que estar predispuesta. —Lamarck se detuvo frente al callejón y miró hacia fuera, quizá recelando de que hubiese algún policía por los alrededores. Detrás de él había un callejón oscuro de paredes de ladrillo, donde sólo había cubos de basura y gatos callejeros, y una salida en el extremo opuesto. Lamarck no se había dado cuenta, pero a Kelly le venía muy bien—. Veamos. Cuatro chicas para el resto de la noche… Y algo para animar la fiesta… Unos quinientos. Mis chicas no son baratas, pero le aseguro que…

—Las manos en alto —le interrumpió Kelly apuntando a Lamarck con su Colt automática.

Lamarck reaccionó con incredulidad:

—Esto es una tontería, amigo mío…

Kelly no se anduvo con contemplaciones.

—Lo que es una tontería es discutir con una pistola apuntándote. Date la vuelta, camina por el callejón, y puede que vuelvas al bar a tomarte la última copa.

—Debes de necesitar mucho dinero para hacer algo tan estúpido —dijo el proxeneta, intentando una amenaza velada.

—¿Estás dispuesto a morir por un fajo de billetes? —preguntó Kelly. Lamarck se lo pensó y se dio la vuelta.

—Párate —le ordenó Kelly cuando habían recorrido cincuenta metros. Agarró al hombre por el cuello con el brazo izquierdo y lo empujó contra la pared. Inspeccionó ambos lados del callejón tres veces. Intentó discernir ruidos que no fueran de coches o música. De momento era un sitio seguro—. Dame tu pistola, con mucho cuidado.

—No llevo… —Lamarck oyó el percutor muy cerca de su oreja.

—¿Tengo aspecto de estúpido?

—Está bien —accedió Lamarck—. No te pongas nervioso. No es mas que dinero.

—Bien —dijo Kelly.

Lamarck sacó una pequeña automática. Kelly la cogió enganchando el dedo índice en el gatillo. No quería dejar huellas en el arma. Se estaba arriesgando mucho, y pese a lo prudente que había sido hasta el momento, los riesgos de su acción le parecieron de pronto muy reales y muy grandes. Metió la pistola en el bolsillo de su chaqueta.

—Ahora déjame ver el dinero.

—Aquí lo tienes —dijo Lamarck sacándoselo del bolsillo. Aquello era bueno y malo, pensó Kelly. Bueno porque era una bonita visión. Y malo porque un hombre aterrorizado podía intentar hacer alguna tontería. Kelly se puso más tenso.

—Gracias, señor Lamarck —dijo Kelly para tranquilizarlo.

Entonces Lamarck vaciló y torció ligeramente la cabeza, mientras intentaba sobreponerse al efecto de las seis copas que había bebido.

—Un momento. Ha dicho que conocía a Pam…

—Sí —contestó Kelly.

—¿Pero cómo…? —Se volvió para mirar a Kelly, pero sólo pudo distinguir sus ojos.

—Tú eres uno de los que destruyeron su vida.

—¡Oye, tío, ella vino a buscarme! —se defendió Lamarck—. Y tú la enganchaste a las pastillas, para que estuviera bien animada, ¿no?

—Son los negocios. Tú la conociste, ¿no? ¿Es buena o no?

—Sí, era muy buena, desde luego.

—Si la hubiera entrenado mejor, ahora podrías volver a… ¿Has dicho era?

—Está muerta —dijo Kelly, y se llevó la mano al bolsillo—. La han matado.

—¿De veras? ¡Yo no he sido! —Lamarck tenía la impresión de estar rindiendo un examen final, un examen que no comprendía, basado en reglas que desconocía.

—Sí, lo sé. —Enroscó el silenciador en la pistola.

Lamarck lo vio, forzando la vista en la oscuridad. Le temblaba la voz:

—¿Entonces por qué me haces esto? —dijo, demasiado aturdido para gritar, demasiado paralizado por la incongruencia de aquellos momentos, por la rapidez con que su vida había cambiado. Necesitaba una respuesta. En cierto modo la respuesta era más importante que la huida, cuyo intento habría sido inútil.

Kelly lo pensó un momento. Podía decir muchas cosas, pero decidió que lo justo era decirle la verdad. Le apuntó con la pistola y dijo:

—Para practicar.