«Volkswagen del 63, pocos kilómetros, radio, tel. 652–1265».
Kelly introdujo una moneda y marcó el número. Era un sábado extremadamente húmedo y caluroso, y Kelly estaba furioso por su estupidez. A veces pasabas por alto las cosas más evidentes.
—Buenos días. Llamo por el anuncio del coche… —dijo Kelly—. Si quiere puedo venir ahora mismo…
—De acuerdo. ¿Quince minutos?
—Muy bien.
Colgó el auricular. Por lo menos algo salía bien. En el interior de la cabina, Kelly hizo una mueca. El Springer estaba amarrado en uno de los puertos deportivos del Potomac. Tenía que comprarse un coche nuevo, pero ¿cómo ir a recogerlo? Si cogía el Scout, podía volver con el nuevo, pero ¿qué hacía con el otro? Se rio de sí mismo. Tuvo suerte, y vio un taxi que salía del puerto: podría cumplir la promesa que acababa de hacer a la anciana.
—Al 4500 de Essex Avenue —dijo al conductor.
—¿Dónde está eso?
—En Bethesda.
—Te va a salir caro, tío —advirtió el taxista.
Kelly le alargó un billete de diez dólares y dijo:
—Si llegas en un cuarto de hora te doy otro.
—Ningún problema.
El taxista se puso en marcha y evitó Wisconsin Avenue la mayor parte del tiempo. Aprovechando un semáforo, el taxista buscó Essex Avenue en el mapa, y llegó con veinte segundos de antelación, con lo que se ganó los otros diez dólares.
Era un barrio residencial, y no le costó encontrar la casa. Allí estaba el coche, un Volkswagen color crema de cacahuete y con manchas de herrumbre. Perfecto. Kelly subió los cuatro escalones de la entrada y llamó a la puerta.
—Hola —dijo la anciana. Su rostro encajaba perfectamente con la voz. Debía de tener unos ochenta años; era menuda y frágil, pero tenía una mirada lúcida. Su cabello blanco conservaba aún algún mechón rubio.
—¿Señora Boyd? He llamado hace un rato por lo del coche.
—¿Cómo se llama?
—Bill Murphy. —Kelly sonrió con amabilidad—. Qué calor, ¿verdad?
—Espantoso —reconoció la anciana—. Espere un momento.
—Gloria Boyd desapareció y al cabo de un momento volvió con las llaves. Lo acompañó al coche. Kelly la cogió del brazo para ayudarla a bajar los escalones.
—Muchas gracias, joven.
—Es un placer, señora —replicó Kelly con galantería.
—Mi nieta nos dejó el coche cuando se fue a la universidad, y luego lo utilizó Ken —dijo, como si Kelly tuviera que saber quién era Ken.
—¿Ken?
—Mi marido —dijo Gloria sin mirarlo—. Murió el mes pasado.
—Lo siento.
—Estaba muy enfermo —dijo la mujer, que todavía no se había recuperado de aquella pérdida, aunque afrontaba la realidad. Le dio las llaves y dijo—: Tenga, échele un vistazo.
Kelly abrió la puerta. Verdaderamente, se notaba que lo había utilizado una universitaria, y luego un anciano. Los asientos estaban bien conservados; en uno había un largo arañazo, que seguramente habían hecho al cargar una caja de ropa o de libros. Hizo girar la llave y el motor se encendió a la primera. El depósito de gasolina estaba lleno. El anuncio no mentía respecto al kilometraje: el cuentakilómetros marcaba sólo 83.000 km. Pidió permiso para dar una vuelta a la manzana. Mientras lo hacía, llegó a la conclusión de que el coche estaba en buen estado, y volvió a donde la dueña lo esperaba.
—¿Cómo es que está tan oxidado?
—Mi nieta se fue a un colegio de Chicago, el Northwestern, y como allí nieva mucho…
—Es un buen colegio. Volvamos dentro. —Kelly ofreció el brazo a la anciana y la acompañó hasta la casa. Olía a casa de ancianos: al polvo que ella ya no quitaba porque estaba demasiado cansada, y a comida estropeada, porque seguía cocinando para dos.
—¿Quiere beber algo?
—Sí, por favor. Un poco de agua. —Mientras ella iba a la cocina, Kelly echó un vistazo al salón. En la pared había una fotografía de un hombre con uniforme de cuello alto y cinturón Sam Browne y una joven con un vestido de novia blanco, muy ajustado. La foto de la boda, sin duda. Había otros testimonios de la vida de Kenneth y Gloria Boyd: dos hijas y un hijo, un viaje a la costa, un viejo coche, nietos.
—Aquí tiene —dijo la señora Boyd ofreciéndole el vaso.
—Gracias. ¿Qué hacía su marido?
—Trabajó para el Departamento de Comercio durante cuarenta y dos años, íbamos a mudarnos a Florida, pero entonces se puso enfermo, así que iré yo sola. Mi hermana vive en Fort Pierce; también es viuda, su marido era policía… —El gato entró a examinar al visitante, y la anciana recuperó un poco de energía—. Me voy la semana que viene. La casa ya está vendida, tengo que marcharme el jueves. Se la he vendido a un médico joven.
—Espero que le guste vivir en Florida. ¿Cuánto quiere por el coche?
—Yo ya no puedo conducir, porque tengo cataratas. Tienen que acompañarme a todas partes. Mi nieto dice que vale mil quinientos dólares.
Su nieto debe de ser abogado, pensó Kelly.
—¿Qué le parecen mil doscientos? Puedo pagarle en efectivo.
—¿En efectivo? —Su mirada se iluminó.
—Sí, señora.
—Entonces puede quedarse con el coche. —Le tendió la mano.
Kelly la cogió cortésmente.
—¿Tiene usted los papeles? —Kelly sentía que la señora Boyd tuviera que levantarse otra vez.
La anciana subió la escalera lentamente, sujetándose a la barandilla, mientras él sacaba la cartera y contaba los doce billetes.
Habrían bastado diez minutos para liquidar la compraventa, pero se convirtieron en casi una hora. Kelly ya se había enterado de cómo hacer el cambio de nombre, y además no tenía intención de hacerlo todo. La póliza del seguro estaba dentro del sobre de cartón, junto con el resto de papeles, todo a nombre de Kenneth W. Boyd. Kelly prometió encargarse del seguro, y también del impuesto de circulación, por supuesto. Pero resultó que el dinero en metálico puso nerviosa a la señora Boyd, así que Kelly la ayudó a cumplimentar un recibo, y luego la acompañó al banco, donde ingresó el dinero en el cajero automático. Luego la llevó al supermercado para comprar leche y comida para gatos y finalmente la devolvió a su casa.
—Gracias por el coche, señora Boyd —le dijo al despedirse.
—¿En qué lo va a utilizar?
—Negocios —contestó Kelly.
Aquella noche, a las nueve y cuarto, dos coches entraron en el área de servicio de la Interestatal 95. Delante iba un Dodge Dart y detrás un Plymouth Roadrunner rojo, a quince metros escasos uno de otro. Se dirigieron a un área de servicios donde había restaurante y gasolinera —servían café, pero naturalmente no tenían bebidas alcohólicas—. El Dart dio unas cuantas vueltas por el aparcamiento y finalmente se detuvo junto a un Oldsmobile blanco con matrícula de Pennsylvania y capota marrón de vinilo. El Roadrunner aparcó en la hilera siguiente, y una mujer se apeó del coche y caminó hacia el restaurante, para lo que tuvo que pasar por delante del Olds.
—Hola, guapa —dijo el conductor. La mujer se detuvo y se acercó al Oldsmobile. Era un hombre moreno, de cabello largo pero bien peinado, y llevaba camisa blanca.
—Me envía Henry —dijo la chica.
—Ya lo sé. —Alargó el brazo y le acarició la cara; ella no se resistió. El hombre echó un vistazo alrededor antes de bajar la mano—. ¿Lo tienes, pequeña?
—Sí. —La chica esbozó una sonrisa forzada; estaba un poco asustada, pero no molesta. Doris había dejado de sentirse molesta hacía mucho tiempo.
—Bonitas tetas —dijo el hombre, sin ninguna emoción—. Ve a buscarlo.
Doris volvió a su Dodge como si hubiera olvidado algo. Regresó con un bolso grande, casi como una bolsa de viaje. Al pasar junto al Olds, el hombre alargó el brazo y la cogió. Doris entró en el edificio, y al cabo de un rato salió con un refresco, mirando al Roadrunner y esperando haberlo hecho bien. El Olds tenía el motor en marcha, y el conductor le dedicó un beso; ella respondió con una débil sonrisa.
—Ha sido muy fácil —dijo Henry Tucker, a cincuenta metros, en la zona de picnic del otro lado del edificio.
—¿Es buena? —preguntó otro hombre a Tony Piaggi. Los tres estaban sentados a la misma mesa, «disfrutando» de la sofocante noche mientras la mayoría de clientes estaba dentro, al amparo del aire condicionado.
—De la mejor. Es la misma que la de hace dos semanas. El mismo envío y todo —le aseguró Piaggi.
—¿Y si cogen a la chica? —preguntó el hombre de Filadelfia—. No hablará —le aseguró Tucker—. Todos saben lo que les pasa a las chicas malas.
Un hombre salió del Roadrunner y se metió en el asiento del conductor del Dart.
—Muy bien —dijo Rick a Doris.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó la chica; ahora que el trabajo estaba hecho, temblaba, y bebía su refresco con nerviosismo.
—Claro, pequeña. Tengo lo que necesitas. —Rick sonrió—. Ahora pórtate bien y enséñame algo.
—Hay gente —objetó Doris.
—¿Y qué?
Sin decir nada más, Doris se desabrochó la camisa —una camisa de hombre—. Rick metió la mano y sonrió. Podía haber sido peor, pensó Doris cerrando los ojos e imaginando ser otra y estar en otro sitio, y preguntándose hasta cuándo tendría que soportar aquello.
—¿Y el dinero? —preguntó Piaggi en la mesa de la zona de picnic.
—Necesito una taza de café. —El interpelado se levantó y se dirigió al restaurante, dejando su maletín, que Piaggi cogió.
Tucker y él regresaron a su coche, un Cadillac azul, sin esperar a que el otro hombre regresara.
—¿No piensas contarlo? —preguntó Tucker en el apartamento.
—Sabe muy bien lo que le pasaría si intentara burlarnos. Esto va en serio, Henry.
—Tienes razón —concedió Tucker.
—Soy Bill Murphy —dijo Kelly—. Tengo entendido que disponen de apartamentos para alquilar. —Levantó el periódico que llevaba en la mano.
—¿Qué clase de apartamento le interesa?
—Me basta con un dormitorio. En realidad sólo necesito un sitio donde colgar la ropa —explicó Kelly—. Viajo mucho.
—¿Es representante?
—Sí. Vendo herramientas mecánicas. Soy nuevo aquí; es decir, nunca había hecho esta ruta.
Era un viejo complejo de apartamentos con jardín, construido poco después de la Segunda Guerra Mundial para los veteranos, compuesto exclusivamente de edificios de ladrillo de tres pisos. Los árboles no estaban mal; los habían plantado entonces y habían crecido bien; ahora eran bastante altos como para dar refugio a una importante población de ardillas y bastante anchos para dar sombra a los aparcamientos. Kelly miró alrededor, satisfecho, mientras el encargado lo acompañaba a un apartamento amueblado del primer piso.
—Este está bien —declaró Kelly. Examinó el fregadero de la cocina y otras instalaciones. Los muebles estaban bien conservados. Incluso había aire acondicionado en todas las habitaciones.
—Tengo otros que…
—Este es perfecto. ¿Cuánto me costará?
—Ciento setenta y cinco al mes, más un mes de depósito.
—¿Y los servicios?
—Puede pagarlos directamente, pero si quiere podemos enviarle la factura. Algunos inquilinos lo prefieren. Ascienden aproximadamente a cuarenta y cinco dólares mensuales.
—Es más fácil pagar una factura que dos o tres. Veamos. Ciento setenta y cinco más cuarenta y cinco…
—Doscientos veinte —dijo el encargado.
—Cuatrocientos cuarenta —le corrigió Kelly—. Dos meses. Puedo pagarle con un talón, pero el banco no es de la ciudad. Todavía no tengo una cuenta aquí. ¿Le parece bien en efectivo?
—El dinero en efectivo siempre me parece bien —le aseguró el encargado.
—Estupendo. —Kelly sacó su cartera y le entregó los billetes. Pero rectificó—: No; seiscientos sesenta. Le pago tres meses. Y necesito un recibo. —El encargado sacó una libreta de su bolsillo y rellenó el recibo—. ¿Qué me dice del teléfono? —añadió Kelly.
—Si quiere lo puede tener el martes. Para eso se requiere otro depósito.
—Encárguese de eso, por favor —dijo Kelly, y le entregó más dinero—. No traeré mis cosas hasta dentro de unos días. ¿Dónde puedo comprar sábanas y esas cosas?
—Hoy está todo cerrado. Pero mañana no tendrá ningún problema.
Kelly se asomó al dormitorio y vio el colchón desnudo. No le hizo falta acercarse para ver los lamparones. Se encogió de hombros:
—Bueno, en peores camas he dormido.
—¿Es usted veterano?
—Sí. Marine.
—Yo también lo fui —replicó el encargado, para sorpresa de Kelly—. No se dedica a nada raro, ¿verdad? —Se imaginaba que no, pero el dueño siempre insistía en que lo preguntara, incluso a los ex marines. Kelly respondió con una sonrisa benévola:
—Dicen que ronco bastante.
Veinte minutos más tarde Kelly se dirigía al centro en un taxi. Se bajó en Penn Station, y cogió el primer tren a Washington D.C., donde otro taxi lo dejó en su barco. Al anochecer, el Springer navegaba por el Potomac. Kelly se dijo que habría sido más fácil si alguien le hubiera ayudado. Estaba perdiendo mucho tiempo desplazándose, pero en realidad los desplazamientos no eran inútiles. Pensaba mucho, y eso era tan importante como su preparación física. Kelly llegó a su búnker justo antes de medianoche, después de seis horas ininterrumpidas de pensar y planear.
Durante todo el fin de semana no había tenido ni un solo momento para descansar, pero no había tiempo de holgazanear. Kelly recogió su ropa, casi toda comprada en Washington. Las sábanas las compraría en Baltimore. Igual que la comida. Envolvió en ropas viejas la pistola automática y el convertidor del 22 al 45, junto con dos cajas de municiones. Era todo lo que necesitaba, y las municiones pesaban mucho. Repasó los preparativos mientras fabricaba otro silenciador, este para el Woodsman. Su condición física era excelente, casi tan buena como lo era cuando estaba en la unidad de Fuerzas Especiales y disparaba cada día. Su puntería era mejor que nunca, se dijo mientras repasaba las herramientas. Hacia las tres de la mañana había colocado el nuevo silenciador en el Woodsman y lo había comprobado. Media hora después estaba de nuevo a bordo del Springer y se dirigía hacia el norte.
Era una noche tranquila, con algunas nubes desperdigadas; antes de concentrarse, Kelly permitió que su mente divagara un poco. Ya no era un civil perezoso, pero se permitió la primera cerveza desde hacia varias semanas mientras rumiaba sus pensamientos. ¿Qué había olvidado? Nada, se dijo. Pero seguía inquietándolo el hecho de que todavía sabía muy poco. Billy y su Plymouth rojo. Un hombre de color llamado Henry. Conocía su área de operaciones. Y nada más.
Pero él se había enfrentado a enemigos armados y entrenados sabiendo todavía menos, y pensaba ser tan prudente como lo había sido en aquel entonces. En el fondo sabía que cumpliría esta misión. En parte porque él era mucho más terrible que ellos, y porque estaba bastante más motivado. Por otra parte, Kelly se dio cuenta, con cierta sorpresa, de que no le importaban las consecuencias, sino sólo los resultados. Recordaba una cosa de su escuela preparatoria católica, un pasaje de la Eneida de Virgilio, escrita hacía más de dos mil años, que definía su misión: Una salus victus nullam sperare salutem. La inflexibilidad de aquel pensamiento le hizo sonreír bajo las estrellas que lo observaban entre las nubes, una luz procedente de distancias tan inimaginables que había iniciado su viaje mucho antes de que naciera Kelly, o incluso Virgilio.
Las pastillas ayudaban a evadirse de la realidad, pero no del todo. Doris no pensaba aquella idea, sino que la escuchaba, o la notaba, como si reconociera algo a lo que no quería enfrentarse pero de lo que tampoco podía escapar. Ahora dependía demasiado de los barbitúricos. Le costaba conciliar el sueño y, sola en la habitación, no conseguía huir de sí misma. De haber podido, habría tomado más pastillas, pero no le daban la dosis que ella necesitaba. Y no pedía mucho. Sólo un poco de descanso, una breve liberación de su temor, nada más. Pero ellos no tenían ningún interés en garantizárselo. Ella veía más allá de lo que ellos imaginaban; veía el futuro, pero eso no era un gran consuelo. Tarde o temprano la policía daría con ella. Ya la habían arrestado antes, pero no por algo tan grave, y esta vez la encerrarían por una larga temporada. La policía intentaría hacerla hablar, le prometería protección. Pero Doris no era tonta. Ya había visto morir a dos amigas suyas. ¿Amigas? Más o menos; alguien con quien hablar, alguien con quien compartir la vida; e incluso en esta cautividad había pocas bromas, pequeñas victorias contra las fuerzas que gobernaban su existencia, como luces lejanas en un cielo encapotado. Alguien con quien llorar. Pero dos habían muerto, y ella las había visto morir, allí sentada, drogada pero incapaz de dormir y acabar de una vez, sintiendo un horror tan grande que la paralizaba, mirándolas, viendo y sintiendo su dolor, sabiendo que no podía hacer nada, sabiendo que ellas también lo sabían. Las pesadillas eran desagradables, pero no te atrapaban. Podías despertar y huir de ellas. En cambio, de esto no podías huir. Se veía a sí misma como un robot dirigido por otros. Su cuerpo no se movía si no se lo ordenaban, y tenía que ocultar sus pensamientos, temía incluso pensarlos por si ellos los oían o los adivinaban en su cara. Pero ahora, por mucho que lo intentara, no conseguía alejarlos.
Rick vacía a su lado, respirando acompasadamente en la oscuridad, agotado por las emociones del día y por servirse de ella para satisfacer sus instintos. En cierto modo, Rick le gustaba. Era el más amable, y a veces Doris se permitía pensar que ella le gustaba, quizá un poco, porque no la pegaba. Tenía que comportarse, desde luego, tenía que ser buena, porque cuando hacía algo mal él se ponía tan furioso como Billy, así que cuando estaba con Rick procuraba portarse bien. Doris sabía que aquello era una tontería y un error, pero ahora su realidad la definían otros, unos hombres que la necesitaban a ella y a las otras para sus nefastos propósitos. Y Doris había visto las consecuencias de intentar resistirse o escapar. Sabía a dónde conducían la esperanza y el valor, pues lo había visto en dos ocasiones. Cierta noche particularmente mala, Doris se había echado a llorar en la oscuridad, incapaz de hacer nada, y Pam la había consolado, la había abrazado y la había susurrado sus deseos de escapar, animándola a tener esperanza y a soñar con una escapatoria. Y luego Doris la había visto morir, había presenciado, inmóvil, cómo ellos la sometían a las peores vejaciones. Doris vio cómo se le iba la vida a Pam, cómo las convulsiones por asfixia se apoderaban de su cuerpo, mientras su verdugo la miraba y se reía de ella. El único gesto de solidaridad de Doris (por lo demás, simbólico), que afortunadamente no advirtió el hombre, fue peinar a su amiga, sin dejar de llorar, rezando en silencio para que no la oyeran, esperando que Pam supiera que aunque estuviera muerta alguien se preocupaba por ella, que pese a todo la bondad existía. Pero su gesto había sido inútil, y eso la hizo llorar aún más amargamente.
Rick se dio la vuelta y le cogió la mano, como un niño dormido que abraza a su oso de peluche, un juguete con el que distraerse. Ella sintió sus manos, que la exploraban en sueños como si fuera una cosa. «Eso es precisamente lo que soy —pensó amargamente Doris—: un objeto de usar y tirar».
¿Qué había hecho? ¿En qué había ofendido a Dios para que la castigara de aquel modo? ¿Cómo podía alguien merecer una existencia tan desesperada y terrible?
—Estoy impresionado, John —dijo Rosen mirando a su paciente. Kelly se sentó en la mesa de reconocimiento, con el torso desnudo—. ¿Qué has hecho?
—Nadar ocho kilómetros. Para los hombres, es mejor que las pesas. También he hecho un ejercicio por la noche. Correr un poco. Más o menos lo mismo que hacía en los viejos tiempos.
—Ya me gustaría tener tu presión arterial —comentó el médico. Aquella mañana había hecho una intervención importante, pero disponía de tiempo para su amigo.
—Ejercicio, Sam —le aconsejó Kelly.
—No tengo tiempo, John —contestó el médico con cierta apatía.
—Los médicos lo sabéis mejor que nadie.
—Tienes razón —concedió Rosen—. Y por lo demás, ¿cómo estás? La respuesta fue una mirada inexpresiva que Sam Rosen supo interpretar. Lo intentó una vez más:
—Un viejo refrán dice: «Antes de vengarte, cava dos tumbas».
—¿Sólo dos? —dijo Kelly.
Rosen asintió con la cabeza y añadió:
—Yo también he leído el informe. ¿No puedo disuadirte?
—¿Cómo está Sarah?
Rosen aceptó de buen grado el cambio de tema:
—Metida de lleno en el proyecto. Está tan emocionada que hasta habla conmigo de ello. Es bastante interesante.
En ese momento Sandy O’Toole entró en la habitación. Kelly cogió su camisa y se cubrió.
—¡Un momento! —exclamó.
La enfermera se rio y Sam la imitó. El cirujano comprendió que Kelly estaba realmente preparado para llevar a cabo sus planes. La condición física, la soltura, la mirada firme y seria que se volvía alegre cuando él quería. Como un cirujano, pensó Rosen; cuanto más miraba a aquel hombre, más inteligencia veía en él.
—Te has recuperado muy deprisa —dijo Sandy.
—Gracias a la vida sana. Sólo he bebido una cerveza en un mes —explicó Kelly, sonriente.
—La señora Lott ya está consciente, doctor Rosen —informó la enfermera—. No hay nada destacable; por lo visto se encuentra bien. Su marido ha venido a verla. Creo que él también está bien. Tenía mis dudas.
—Gracias, Sandy.
—Tú también estás bien, John. Ponte la camisa antes que Sandy se ruborice —añadió Rosen.
—¿Dónde se puede comer por aquí? —preguntó Kelly.
—Si pudiera te acompañaría, pero en diez minutos tengo una reunión. ¿Sandy?
La enfermera consultó su reloj:
—Yo tengo tiempo. ¿Quieres arriesgarte a comer en la cafetería del hospital, o prefieres salir?
—Lo que tú digas. Eres la guía turística.
Sandy lo acompañó a la cafetería, donde servían la típica comida insípida de hospital, pero si querías podías ponerte sal y otras especias. Kelly eligió un plato rebosante, para compensar la falta de sabor.
—¿Has tenido mucho trabajo? —preguntó después de elegir una mesa.
—Sí, como siempre —contestó Sandy.
—¿Dónde vives?
—Al final de Loch Raven Boulevard.
Kelly advirtió que no había cambiado. Sandy O’Toole funcionaba bastante bien, pero el vacío que había en su vida no era muy diferente del suyo propio. Pero había algo que los diferenciaba: él podía hacer algo, y ella no. Ella podía superarse, conservaba su buen humor, pero la pena la traicionaba a cada momento. La pena es una fuerza poderosa, pensó Kelly. Era preferible tener enemigos a los que podías identificar, perseguir y eliminar. Luchar contra una sombra era mucho más difícil.
—¿En una casa adosada?
—No, es un viejo chalé de dos pisos. Doscientos metros cuadrados de jardín. Por cierto —añadió—, este fin de semana tengo que cortar el césped. —Entonces recordó que a Tim le gustaba cortar el césped, que había decidido dejar el ejército después de su segunda misión en Vietnam para terminar sus estudios de derecho y llevar una vida normal; y todo aquello se lo habían quitado en un lugar lejano, por razones que ella nunca comprendería.
Kelly no sabía exactamente qué estaba pensando Sandy, pero no le hacía falta saberlo. El cambio de expresión de su rostro y su tono de voz lo decían todo. ¿Qué podía hacer para animarla? Era una pregunta extraña, teniendo en cuenta sus planes para las próximas semanas.
—Fuiste muy amable conmigo mientras estuve aquí. Te lo agradezco mucho.
—Procuramos atender bien a nuestros pacientes —dijo Sandy con una expresión particularmente amistosa.
—Tendrías que hacerlo más a menudo —le dijo Kelly—. ¿Hacer qué?
—Sonreír.
—No es tan sencillo —contestó ella.
—Lo sé. Pero hace un momento te he visto reír.
—Porque me sorprendiste.
—Es por Tim, ¿verdad? —preguntó Kelly.
Sandy se sorprendió; aquel era un tema del que nadie quería hablar. Miró fijamente a Kelly:
—Es que no lo entiendo —dijo.
—En cierto modo es fácil, y en cierto modo no lo es. Lo difícil —explicó Kelly— es entender por qué la gente hace cosas así. Allí hay gente mala, y alguien tiene que encargarse de ella; de lo contrario, algún día ellos se encargarán de ti. Puedes intentar ignorarlos, pero no sirve de nada. Y a veces ves cosas que sencillamente no puedes ignorar. —Kelly se reclinó contra el respaldo de la silla, buscando las palabras adecuadas—. Aquí ves muchas cosas horribles, Sandy. Yo las he visto peores. He visto hacer ciertas cosas…
—¿Tu pesadilla?
Kelly asintió con la cabeza.
—Exacto. Aquella noche estuvieron a punto de matarme. —¿Qué fue lo que…?
—Es mejor que no lo sepas, de verdad. Mira, yo tampoco lo entiendo; no entiendo cómo hay gente que puede hacer cosas así. Quizá creen tanto en algo que olvidan que son seres humanos Quizá desean tanto algo que no les importa nada más. Quizá padecen una enfermedad del alma… No lo sé. Pero lo que hacen es real. Alguien tiene que intentar detenerlos. —«Incluso cuando sabes que no va a servir de nada», pensó Kelly. ¿Cómo iba a decirle a Sandy que su marido había muerto por un error?
—¿Me estás diciendo que mi marido era un caballero con brillante armadura montado en un corcel blanco?
—Tú eres la que va de blanco, Sandy. Tú sólo luchas contra un enemigo. Hay otros enemigos. Y alguien tiene que luchar contra ellos.
—Nunca entenderé por qué Tim tuvo que morir.
Sí, a eso se reducía todo, pensó Kelly. En realidad no se trataba de grandes temas políticos ni sociales. Todo el mundo tenía una vida, y a cada vida, como a la de Kenneth W. Boyd, le correspondía un fin natural tras un período de tiempo determinado por Dios o por el destino, o por algo que los hombres no podían controlar. Él había visto morir a hombres jóvenes, y también había matado en varias ocasiones, poniendo fin a vidas que tenían valor para sus poseedores y para otros. ¿Y cómo explicabas eso a los otros? ¿Cómo te lo explicabas a ti mismo? Pero eso era desde fuera. Desde dentro era diferente. Quizá esa era la respuesta.
—Tú también tienes un trabajo bastante duro, ¿verdad?
—Sí —respondió Sandy.
—¿Por qué no te dedicas a algo más agradecido? ¿Por qué no trabajas en otro departamento, no sé, en maternidad, por ejemplo? Debe de ser más fácil, ¿no?
—Sí, bastante —admitió la enfermera.
—Y supongo que también es importante. Cuidar a recién nacidos puede parecer rutinario, pero supongo que también habrá que hacerlo bien, ¿no?
—Sí, claro.
—Y sin embargo tú trabajas en neurología. Lo más duro.
—Alguien tiene que…
«¡Exacto!», pensó Kelly, y repuso:
—Es duro, y muchas veces te hace daño, ¿no es así?
—Sí, a veces.
—Pero de todos modos lo haces —señaló Kelly.
—Sí —reconoció Sandy con firmeza.
—Por eso Tim hizo lo que hizo.
A Kelly le pareció que Sandy empezaba a comprender, pero vio que su pena desechaba aquel argumento.
—Aun así, no tiene sentido —objetó.
—Puede que el hecho no tenga sentido, pero la gente sí —sugirió Kelly. Ya no se le ocurría nada más—. Lo siento, no soy un sacerdote, sino un soldado demolido.
—No tan demolido —dijo O’Toole.
—No, no tanto. Y gracias a ti.
Sandy sonrió y añadió:
—No todos nuestros pacientes se recuperan. Nos sentimos orgullosos de quienes lo consiguen.
—Puede que entre todos estemos salvando el mundo. Sandy. Poco a poco —dijo Kelly.
Se levantó e insistió en acompañarla a su planta. Tardó cinco minutos en decir lo que quería decir:
—Me gustaría invitarte a cenar. No hoy, sino… bueno…
—Me lo pensaré —contestó Sandy, en parte descartando la idea, y en parte sabiendo, igual que Kelly, que era demasiado pronto para ambos, aunque seguramente menos para ella. ¿Quién era aquel hombre?, se preguntó. ¿A qué peligros se exponía trabando relación con él?