XI. FABRICACIÓN

A pie, ocho kilómetros pueden hacerse bastante largos. Y nadando, todavía más. Si nadas solo es mucho peor. Y si nadas solo por primera vez después de seis semanas, ocho kilómetros pueden hacerse eternos. Kelly se dio cuenta de eso antes de llegar a la mitad del recorrido, pero aunque al oeste de su isla el agua era poco profunda y en muchos sitios hacía pie, no se paró, no se permitió descansar. Nadaba haciendo trabajar especialmente el brazo izquierdo, agradeciendo el dolor, que era una prueba de sus progresos. La temperatura del agua era casi perfecta: ni demasiado caliente, para no acalorarse, ni demasiado fría, para no perder la energía. Cuando llevaba recorrido un kilómetro aminoró la marcha, pero reunió todas sus fuerzas y siguió adelante, recuperando el ritmo de nuevo hasta que al tocar el barro que señalaba el extremo de la isla Battery apenas podía moverse. Inmediatamente sus músculos empezaron a tensarse, y Kelly tuvo que hacer un gran esfuerzo para ponerse en pie y caminar. Entonces vio el helicóptero. Mientras nadaba lo había oído una vez, pero no le prestó atención. Sabía mucho de helicópteros, y su zumbido le era tan familiar como el de un insecto. Pero ver uno en su playa no era tan normal, y se encaminó hacia él. De pronto, una voz lo llamó desde los búnkers.

—¡Aquí, Kelly!

Kelly se dio la vuelta. Aquella voz le era familiar, y después de frotarse los ojos vio el uniforme blanco de un alto oficial de la Armada. Las charreteras doradas, relucientes, no dejaban lugar a dudas.

—¡Vicealmirante Maxwell! —Kelly se alegró de tener compañía, y especialmente la de aquel hombre, pero al salir del agua se había manchado las piernas de barro—. ¿Por qué no me avisó de su llegada?

—Lo intenté, Kelly. —Maxwell se acercó y le estrechó la mano—. Llevo un par de días llamándote. ¿Dónde demonios estabas? ¿En una misión? —Al vicealmirante le sorprendió que la expresión de Kelly se demudara al oír aquella broma.

—No exactamente.

—Bien. Ve y toma una ducha mientras yo veo si encuentro un refresco. —Entonces Maxwell reparó en las cicatrices que Kelly tenía en la espalda y en el cuello—. ¡Por Dios!

Se habían conocido hacía tres años a bordo del Kitty Hawk; él era entonces jefe de las Fuerzas Aéreas de la flota del Pacífico, y Kelly segundo oficial de primera clase, siempre muy mareado. Maxwell no lo olvidaría nunca. Kelly rescató a la tripulación del Nova One, cuyo piloto era el teniente Winslow Holland Maxwell III. Pasó dos días recorriendo a nado una zona demasiado peligrosa para enviar helicópteros, y volvió con el piloto, herido pero con vida; pero Kelly cogió una infección en aquellas aguas putrefactas. ¿Y cómo podías recompensar a un hombre que ha salvado a tu único hijo?, se preguntaba Maxwell. Cuando lo vio en la cama del hospital, le pareció muy joven, muy parecido a su hijo, con el mismo orgullo desafiante y la misma inteligencia. Si hubiera justicia, Kelly habría recibido la Medalla del Honor por su misión, pero Maxwell ni siquiera lo intentó. Lo siento. Dutch, le hubieran dicho, me encantaría echarte una mano pero no puedo, resultaría un poco sospechoso. Así que hizo lo que estaba en su mano, y lo ascendió.

Maxwell se quedó en el Kitty Hawk otros tres días, con el pretexto de dirigir una inspección personal de las operaciones aéreas, cuando en realidad lo que quería era estar con su hijo herido y con el joven de las Fuerzas Armadas que lo había rescatado. Estuvo con Kelly cuando este recibió el telegrama en que le anunciaban la muerte de su padre, un bombero que había sufrido un infarto mientras trabajaba. Y ahora también llegaba justo después de una desgracia.

Kelly salió del cuarto de baño con una camiseta y unos pantalones cortos, un poco fatigado, pero con mirada firme.

—¿Qué distancia has nadado, John?

—Unos ocho kilómetros, señor.

—No está mal —comentó Maxwell. Le ofreció una coca–cola a su anfitrión y añadió—: Será mejor que descanses un poco.

—Gracias, señor.

—¿Qué te ha pasado? Esa cicatriz del hombro es nueva. —Kelly le contó la historia brevemente, de guerrero a guerrero, pues pese a la diferencia de edad y de rango, tenían mucho en común, y por segunda vez Dutch Maxwell se sentó y escuchó como el padre adoptivo en que se había convertido.

—Una experiencia muy dura, John —comentó el vicealmirante.

—Sí, señor. —Kelly no sabía qué otra cosa decir, y bajó la cabeza—. Nunca llegué a darle las gracias por la tarjeta que me envió cuando murió Tish. Fue usted muy amable, señor. ¿Cómo le va a su hijo?

—Ahora pilota un 727 de la compañía Delta. Dentro de muy poco voy a ser abuelo —dijo el almirante con satisfacción, pero inmediatamente se dio cuenta de lo cruel que ese comentario podría resultarle a Kelly.

—¡Me alegro mucho! —dijo Kelly con una sonrisa. Y se alegraba sinceramente de oír una buena noticia, de saber que algo que él había hecho había tenido un resultado feliz—. Dígame, ¿qué lo ha traído aquí?

—Quiero comentar una cosa contigo. —Maxwell abrió su maletín y extendió un mapa sobre la mesa.

Kelly emitió un gruñido:

—Vaya, este sitio me suena. —Se fijó en unos símbolos escritos a mano—. Esta es información secreta, señor.

—Sí, el tema del que vamos a hablar es bastante delicado.

Kelly miró a su alrededor. Los vicealmirantes siempre viajaban con ayudantes, normalmente un joven teniente que se encargaba de llevar el maletín oficial, de abrirle la puerta a su superior, de quejarse por el aparcamiento del coche y otras tareas poco dignas de su rango. Entonces reparó en que la tripulación del helicóptero se había quedado fuera y que el vicealmirante Maxwell estaba solo, y aquello no era algo corriente.

—¿Por qué yo, señor?

—Porque eres el único que ha estado en esta zona.

—Sí, y ojalá siga siéndolo. —Los recuerdos que tenía Kelly de aquel lugar no eran precisamente agradables. Al mirar el mapa bidimensional las desagradables imágenes tridimensionales volvieron a su mente.

—¿Hasta qué punto del río llegaste, John?

—Hasta aquí —contestó Kelly, buscando el lugar en el mapa—. La primera vez no encontré a su hijo, así que volví atrás y lo encontré más o menos aquí.

«No está mal —pensó Maxwell—. Bastante cerca del objetivo».

—Este puente ha desaparecido —explicó el vicealmirante—. Nos costó dieciséis misiones, pero finalmente lo conseguimos.

—¿Sabe lo que eso significa? Seguramente han construido un vado, o un par de puentes flotantes. ¿Quiere un consejo para eliminarlos?

—No, no hace falta. El objetivo está aquí. —Maxwell señaló con el dedo un punto marcado con bolígrafo rojo.

—Es un tramo muy largo para recorrerlo nadando, señor. ¿De qué se trata?

—Cuando te retiraste, pediste que te pusieran en la reserva —dijo Maxwell con benignidad.

—¡Un momento, señor!

—Tranquilízate, hijo. No voy a llamarte a filas. —«Todavía», pensó Maxwell—. Te dieron una autorización para acceder a documentos secretos.

—Sí, a todos nosotros, porque…

—Este asunto es más que secreto, John. —Y Maxwell le explicó por qué, mostrándole otros documentos que llevaba en el maletín.

—Esos bastardos cabrones… —dijo Kelly después de examinar las fotografías de reconocimiento. ¿Quiere entrar y sacarlos, como en Song Tay?

—¿Qué sabes tú de Song Tay?

—Sólo lo que salió a la luz —aclaró Kelly—. Los del grupo solíamos comentarlo. Nos parecía un plan muy astuto. Cuando se lo proponen, los chicos de las Fuerzas Especiales son muy listos. Pero…

—Sí, pero no encontraron a nadie. Este tipo —dijo Maxwell señalando la fotografía— ha sido identificado como un coronel de la Fuerza Aérea. Te recuerdo que esta conversación no ha tenido lugar, Kelly.

—Lo comprendo, señor. ¿Cómo piensan hacerlo?

—Todavía no estamos seguros. Tú conoces la zona, y necesitamos tu información para sopesar las diferentes opciones.

Kelly pensó en las cincuenta horas que había pasado sin dormir en aquel lugar.

—Es demasiado frondoso para los helicópteros. Y hay muchas baterías antiaéreas. Lo bueno de Song Tay es que no estaba cerca de nada, pero este sitio está demasiado cerca de Haifong, y hay todas estas carreteras… No será fácil, señor.

—Nadie ha dicho que tuviera que ser fácil.

—Podrían utilizar estas colinas para enmascarar su aproximación, pero tendrían que atravesar el río tarde o temprano… por aquí, y entonces se encontrarían con la artillería antiaérea… y según estas notas, eso es todavía peor.

—¿Las Fuerzas Especiales planearon alguna misión aérea en esta zona? —preguntó Maxwell, risueño; pero la respuesta que obtuvo lo sorprendió.

—En mi grupo siempre escaseaban los oficiales, señor. Caían como moscas. Durante dos meses yo fui el oficial de operaciones, y todos sabíamos planear incursiones. Teníamos que hacerlo, porque era la parte más peligrosa de nuestras misiones. No me interprete mal, señor, pero hasta los soldados de tropa piensan.

—Nunca he dicho lo contrario —se defendió Maxwell.

Kelly se sonrió:

—No todos los oficiales son tan despiertos como usted, señor. —Volvió a estudiar el mapa y prosiguió—: Estas cosas hay que planearlas al revés. Empiezas con lo que necesitas para el objetivo, y luego retrocedes para encontrar la forma de llevarlo hasta allí.

—Dejemos eso para después. Háblame del valle —sugirió Maxwell.

«Cincuenta horas», recordó Kelly Lo recogieron en helicóptero en Danang y lo depositaron a bordo del submarino Sakete, que llevó a Kelly hasta el profundo estuario de aquel maldito y pestilente río; nadó contra corriente detrás de un bote de motor eléctrico, que seguramente seguiría allí, a no ser que algún pescador lo hubiera rescatado. Recordó el miedo que sentía cuando no podía ocultarse bajo la ondulante superficie. Cuando no podía esconderse, cuando avanzar era demasiado peligroso, se escondía bajo las algas de la orilla, y observaba el tráfico de la carretera, oyendo el estruendo de la artillería antiaérea situada en las colinas, preguntándose lo que sería de él si un niño norvietnamita lo descubría y se lo decía a su padre y ahora aquel oficial le pedía que arriesgara las vidas de otros hombres en aquel lugar, y confiaba en él, como había hecho Pam, y creía que él sabía lo que tenía que hacer. Esa idea le produjo escalofríos.

—No es un lugar muy agradable, señor. Su hijo también lo conoce.

—Pero no desde la misma perspectiva que tú —objetó Maxwell.

Tenía razón. El hijo del vicealmirante se ocultó en un paraje frondoso. Tenía una pierna rota y utilizaba la radio sólo en horas alternas. Permaneció allí, esperando a que Serpiente lo rescatara. Oía las mismas baterías antiaéreas que habían derribado su A–6 martilleando el cielo, disparando contra otros pilotos americanos que intentaban derribar el mismo puente que sus propias bombas no habían conseguido destruir. «Cincuenta horas», recordó Kelly. Sin descansar, sin dormir, con el miedo como único compañero.

—¿De cuánto tiempo disponen, señor?

—No estamos seguros. La verdad es que no estoy seguro de que den luz verde a esta misión. Cuando tengamos un plan podremos presentarlo. Cuando lo aprueben, podremos reunir los elementos necesarios, entrenarnos y actuar.

—¿Y los aspectos meteorológicos? —preguntó Kelly.

—La misión tiene que llevarse a cabo en otoño, este otoño.

—Y usted cree que si nosotros no vamos a rescatarlos esos chicos no saldrán nunca de ahí, ¿no es así?

—Por eso han organizado ese campamento de ese modo —replicó Maxwell.

—Yo soy bastante bueno, vicealmirante, pero no olvide que no soy más que un soldado.

—Tú eres el único que se ha acercado a ese lugar. —El vicealmirante recogió las fotografías y los mapas. Le entregó a Kelly un mapa y añadió—: Rechazaste tres veces el ingreso en la Academia de Oficiales. Me gustaría saber por qué, John.

—¿Quiere saber la verdad? Eso habría significado volver. Pensé que ya había tentado bastante mi suerte.

Maxwell lo creyó sin ningún reparo, y deseó que su mejor fuente de información sobre aquel terreno tuviese un rango acorde con su experiencia, pero Maxwell también recordaba las misiones de combate en el Enterprise con pilotos sin graduación; por lo menos uno de ellos había demostrado suficiente destreza para ser comandante de un grupo aéreo, y sabía que los mejores pilotos de helicóptero eran probablemente los suboficiales que el Ejército despilfarraba en Fort Rucker. Pero aquel no era momento para malgastar talentos.

—En Song Tay cometieron un error —comentó Kelly.

—¿De qué se trata?

—Creo que se entrenaron demasiado. Al cabo de cierto período de tiempo, acabas debilitándote. Hay que escoger a la gente adecuada, y bastará con un par de semanas como máximo. Si lo alargas no consigues nada.

—No eres el único que opina así —aseguró Maxwell.

—¿Va a ser un trabajo de un grupo de Fuerzas Especiales?

—Todavía no estamos seguros, Kelly, puedo darte dos semanas mientras estudiamos otros aspectos de la misión.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

Maxwell dejó un pase del Pentágono sobre la mesa:

—Ni llamadas ni cartas. Todos los contactos han de ser cara a cara.

Kelly se levantó y acompañó al vicealmirante hasta el helicóptero. Cuando vieron a su superior, los miembros de la tripulación pusieron en marcha los motores del SH–2 SeaSprite y el rotor empezó a girar y Kelly cogió al vicealmirante por el brazo:

—En Song Tay… ¿hubo un traidor?

—¿Por qué lo preguntas?

Kelly asintió con la cabeza.

—Con eso ha contestado a mi pregunta, vicealmirante.

—No estamos seguros. —Maxwell agachó la cabeza y subió a la parte trasera del helicóptero.

Mientras despegaban, se lamentó de que Kelly hubiera declinado la invitación a ingresar en la Academia de Oficiales. Aquel chico era más listo de lo que había imaginado, y el vicealmirante decidió consultar a su antiguo comandante. Se preguntó también cómo reaccionaría Kelly cuando recibiera el llamamiento para incorporarse al servicio activo. No parecía justo traicionar la confianza de aquel chico —era posible que Kelly lo viera así, pensó Maxwell mientras el SeaSprite viraba para dirigirse al noreste—, pero su mente y su corazón estaban con los veinte hombres retenidos en SENDER GREEN, y les debía lealtad. Además, quizá Kelly necesitara distraerse de sus problemas personales. El vicealmirante se consoló con aquella idea.

Kelly permaneció en la playa mientras el helicóptero desaparecía en la bruma. Luego se dirigió hacia su taller. Había imaginado que a aquella hora tendría el cuerpo dolorido y la mente relajada, pero sorprendentemente le ocurría lo contrario. Los ejercicios que había hecho en el hospital habían dado mejores resultados de lo que esperaba. Todavía tenía un problema de resistencia física, pero su hombro, después de los primeros e inevitables dolores, lo había soportado muy bien, y ahora era el momento del período de euforia. Kelly confió en encontrarse bien el resto del día, aunque se propuso acostarse temprano para prepararse para otro día de ejercicios; mañana se llevaría un reloj y empezaría a cronometrarse. El vicealmirante le había dado dos semanas, más o menos el mismo tiempo que él se había dado para su preparación física. Ahora había llegado el momento de otro tipo de preparación.

Todos los puertos militares eran parecidos, independientemente de su tamaño y de su función. Había cosas que todos debían tener, por ejemplo, un taller de construcción y reparación de maquinaria. En la isla Battery, que había dado cobijo a embarcaciones de rescate hasta hacía seis años, había herramientas para reparar y fabricar piezas estropeadas. La colección de herramientas que Kelly había reunido era similar a la que podía encontrarse en un destructor. Posiblemente la Fuerza Aérea tuviera las mismas. Puso en marcha un fresadora South Bend y empezó a examinar sus piezas y sus depósitos de aceite para asegurarse de que podría hacer lo que quería con la máquina.

Junto a la máquina había varias herramientas, calibres y cajones llenos de piezas de acero con diferentes formas para la posterior fabricación de cualquier artefacto que necesitara el técnico. Kelly se sentó en un taburete y caviló qué necesitaba exactamente; decidió que primero necesitaba otra cosa. Cogió la 45 automática, la descargó y la desmontó, y a continuación examinó cuidadosamente el cañón y el cargador.

«Vas a necesitar dos de cada», se dijo Kelly. Pero lo primero era lo primero. Colocó el cargador en un calibre y utilizó la fresadora para hacer dos pequeños agujeros en la parte superior del mismo. La fresadora hizo dos agujeros perfectos, a una distancia de tres centímetros. Aterrajar los agujeros fue igual de fácil, y un destornillador acabó el trabajo. Con aquello finalizaba la parte sencilla de la faena del día. Kelly se acostumbraba a utilizar la máquina, cosa que no había hecho desde hacía un año. Kelly examinó el cargador de la pistola para asegurarse de que no había estropeado nada. Ahora venía lo complicado.

No tenía ni tiempo ni material para hacerlo como era debido. Sabía cómo funcionaba un soldador, pero le faltaban las herramientas para fabricar las piezas necesarias para el tipo de instrumento que le habría gustado tener. Para hacerlo habría tenido que ir a una pequeña fundición cuyos artesanos se habrían preguntado qué se proponía hacer, y no podía arriesgarse. Se consoló pensando que no hacía falta que fuera perfecto; al fin y al cabo, lo perfecto siempre era una lata y muy a menudo no valía la pena tanto esfuerzo.

Primero cogió una pieza de acero, una especie de cilindro estrecho y de paredes gruesas. Volvió a taladrarla y a aterrajar el agujero, esta vez en el centro de la superficie inferior, axial al cuerpo de la lata. El agujero era de un centímetro y medio. Las piezas que escogió parecían pequeñas tazas con agujeros en el fondo. Cada una de las piezas era un deflector. Intentó meterlos dentro de la pieza cilíndrica, pero eran demasiado anchos. Kelly refunfuñó. Los deflectores tenían que pasar por su torno. Lo hizo, recortando el exterior hasta alcanzar un diámetro de un milímetro menos que el del interior del cilindro; fue una operación larga y trabajosa. Cuando terminó, se recompensó con una coca–cola fría. A continuación metió los deflectores dentro del cilindro. Se ajustaban perfectamente; no se movían, pero quedaban lo suficientemente sueltos y se los podía retirar con un par de sacudidas. Bien. Los extrajo y a continuación fabricó una tapa para el cilindro, que también tuvo que aterrajar. Finalizada esta tarea, la enroscó primero sin los deflectores y luego con ellos dentro. Se felicitó por cómo encajaban todas las piezas, pero luego se dio cuenta de que no había hecho un agujero en la tapa, y tuvo que hacerlo, utilizando de nuevo la fresadora. Practicó un agujero de medio centímetro de diámetro. Cuando terminó montó las piezas y pudo ver a través de ellas; por lo menos había conseguido taladrar en línea recta.

Ahora venía lo importante. Kelly preparó la máquina sin prisas, comprobándola por lo menos cinco veces antes de practicar la rosca con un movimiento de la palanca. Primero respiró hondo. Lo había visto hacer varias veces, pero nunca lo había hecho él mismo, y pese a que era bastante mañoso, era un oficial retirado, no un segundo maquinista. Una vez terminada la operación, desmontó el cañón y volvió a montar la pistola. Cogió una caja de municiones del 22 y salió del taller.

La voluminosa y pesada Colt automática nunca le había intimidado, pero las municiones del 45 eran mucho más caras que las del 22, y por eso el año anterior había comprado un equipo de conversión que permitía disparar las balas del 22 con la pistola. Arrojó la lata de coca–cola a unos cinco metros de distancia y puso tres balas en la recámara. No se tomó la molestia de protegerse los oídos. Se colocó como siempre hacía: de pie, relajado, con las manos a los costados. Entonces levantó la pistola rápidamente, la cogió con las dos manos y se puso en cuclillas. Se dio cuenta que el cilindro que había enroscado en el cañón le limitaba la visión. Eso supondría un problema. Bajó la pistola y volvió a levantarla, y efectuó el primer disparo sin ver el blanco. El resultado era previsible: no tocó la lata. Pero el silenciador había funcionado bien. Los técnicos de sonido de la televisión y el cine suelen representarlo mal, como un zing musical, pero el ruido producido por un buen silenciador se parece más al de un cepillo metálico golpeando un trozo de madera. Cuando la bala pasó por los agujeros, el gas despedido quedó atrapado en los deflectores, que lo obligaron a expandirse por el espacio interior del cilindro. Con cinco deflectores internos —seis contando la tapa—, el ruido del disparo quedó reducido a un susurro.

Todo aquello estaba muy bien, pero si no daba en el blanco, este oiría el sonido del cargador de la pistola, y los sonidos mecánicos de un arma de fuego eran inconfundibles. Había fallado disparando a una lata de coca–cola a cinco metros de distancia. Su puntería necesitaba mucha práctica, Una cabeza humana era mucho mayor, desde luego, pero la zona de la cabeza a la que quería disparar no lo era. Kelly se relajó y volvió a intentarlo, dibujando un suave y rápido arco al levantar la pistola. Esta vez empezó a apretar el gatillo justo en el momento en que el silenciador empezaba a ocultar el blanco. Funcionó, más o menos. La lata recibió un impacto en la base. Pero fallaba la coordinación. El siguiente disparo dio prácticamente en el centro de la lata, y Kelly sonrió. Retiró la recámara y cargó el arma con cinco balas; esta vez la lata quedó destrozada, con siete agujeros, seis de ellos agrupados en el centro.

«Todavía te queda algo de puntería, Johnnie», se dijo Kelly mientras ponía el seguro de la pistola. Pero estaba practicando a la luz del día, disparando contra un elemento inmóvil de metal rojo, y Kelly era consciente de eso. Volvió al taller y desmontó de nuevo la pistola. El silenciador había tolerado los disparos sin sufrir menoscabo, pero de todos modos lo limpió y engrasó el interior. Otra cosa, pensó. Cogió un pequeño pincel y esmalte blanco y pintó una línea recta desde la parte superior del cargador. Eran las dos de la tarde.

Kelly almorzó un poco y se dispuso a iniciar sus ejercicios de la tarde.

—¡Uf! ¿Todo eso?

—¿Vas a quejarte? —dijo Tucker—. ¿Qué te pasa? ¿Es demasiado para ti?

—Yo puedo encargarme de cualquier cantidad que me entregues, Henry —repuso Piaggi, un poco molesto por la arrogancia de aquel hombre; pero luego pensó en lo que vendría después.

—¡Vamos a estarnos tres días aquí! —se quejó Eddie Morello.

—¿Es que no confías en tu esposa? —dijo Tucker, sonriendo. El próximo sería Eddie; ya lo había decidido. Al fin y al cabo, Morello no tenía demasiado sentido del humor.

—Mira, Henry… —dijo Eddie, enrojeciendo.

—Tranquilos, por favor —intervino Piaggi. Miró los ocho kilos de droga que había sobre la mesa y luego se volvió hacia Tucker—. Me encantaría saber de dónde sacas el género.

—No me extraña, Tony, pero de eso ya hemos hablado. ¿Puedes encargarte o no?

—No olvides que una vez que empiezas con estas cosas es un poco difícil parar. La gente depende de ti, no sé si me entiendes. ¿Qué le dices al oso cuando te quedas sin galletas? —Piaggi estaba pensando. Tenía contactos en Filadelfia y en Nueva York, gente joven como él, cansados de trabajar para un carcamal. Se trataba de mucho dinero. Se preguntaba en qué se había metido Henry. Habían empezado hacía sólo dos meses, con dos kilos de una pureza sólo comparable a la mejor mercancía siciliana, pero a mitad de precio. Y Henry era el único responsable de solucionar los problemas de las entregas, lo cual hacía que el trato fuera doblemente atractivo. Y los mecanismos de seguridad eran impresionantes. Henry no era idiota, no era como esos negros con grandes ideas y un cerebro enano. Era un hombre de negocios, sereno y profesional, un buen aliado y socio en potencia.

—Tengo un proveedor muy sólido. Deja que yo me encargue de eso, amigo.

—Está bien —asintió Piaggi—. Sólo hay un problema, Henry. Tardaré un poco en reunir tanto dinero. Tendrías que haberme avisado.

Tucker sonrió:

—No quería asustarte, Anthony.

—¿Confías en mí?

Tucker asintió con la cabeza y le miró a los ojos:

—Sé que eres un tío serio.

Todo estaba controlado. Piaggi no dejaría escapar la oportunidad de establecer un suministro regular a sus socios. No le importaba que le pagara a largo plazo. Angelo Vorano no lo había entendido, pero había servido para conocer a Piaggi. Además, Angelo ya no existía.

—¿Es igual de pura que la otra? —preguntó Morello con poco tacto.

—Eddie, ¿cómo quieres que se fíe de nosotros respecto al dinero y nos engañe a la vez? —le dijo Piaggi.

—Dejadme que os explique lo que está pasando. Tengo un buen suministro de buen género. De dónde lo obtengo y cómo lo obtengo es asunto mío. También tengo un territorio donde no quiero que os metáis, pero todavía no hemos tropezado en la calle, y seguiremos así. —Los dos italianos asintieron; Eddie por inercia, pero Tony y Piaggi con compresión y respeto le habló en el mismo tono:

—Tú necesitas distribución. Nosotros podemos encargarnos de eso. Tú tienes tu propio territorio, y nosotros estamos dispuestos a respetarlo.

Había llegado el momento de la siguiente jugada.

—No he llegado hasta aquí cometiendo estupideces —dijo Tucker. Y añadió—: A partir de hoy, vosotros quedaréis al margen de esta parte del negocio.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es que se acabaron los paseos en barco. Quiero decir que ya no manipularéis el género.

A Piaggi no le importó. Había hecho aquel trabajo cuatro veces, y la novedad ya había pasado.

—Me parece correcto —dijo—. Si quieres, puedo decirle a mi gente que recoja las entregas donde tú indiques.

—Separaremos el género del dinero. Como en cualquier negocio —dijo Tucker—. Una especie de línea de crédito.

—Primero el material.

—Me parece bien, Tony. Elige bien a la gente, ¿de acuerdo? La idea es que tú y yo nos separemos todo lo posible de la droga.

—Si cogen a alguien, cantará —intervino Morello. Se sentía excluido de la conversación, y no era lo bastante inteligente para captar su significado.

—Los míos no —repuso Tucker sin alterarse—. No son tan tontos.

—Lo hiciste tú, ¿no? —dijo Piaggi, que había relacionado el incidente. Tucker asintió—. Me gusta tu estilo, Henry. La próxima vez intenta ser un poco más prudente.

—He tardado dos años en organizar todo esto, y me ha costado mucho dinero. Quiero que mi negocio dure mucho tiempo, y no volveré a arriesgarme más de lo necesario. Dime, ¿cuándo puedes pagarme esta partida?

—He traído cien mil. —Piaggi señaló la bolsa de lona que había dejado en la cubierta. Aquella pequeña operación había crecido con sorprendente rapidez, pero las tres primeras partidas las había vendido a buen precio, y Tucker, pensó Piaggi, era un hombre de confianza, dentro de lo que cabía en aquel negocio. Supuso que si Tucker hubiera querido engañarlos ya lo habría hecho, y aquella cantidad de droga era demasiado para esas cosas—. Puedes quedártelos, Henry. Y me parece que te deberemos otros… ¿quinientos? Voy a necesitar un poco de tiempo, quizá una semana. Lo siento, amigo, pero me has cogido desprevenido.

—Dejémoslo en cuatrocientos. Tony. No nos conviene apretar a nuestros amigos al principio. Vamos a crear un poco de buen ambiente, ¿de acuerdo?

—¿Una oferta especial de lanzamiento? —Piaggi rio y le pasó una cerveza a Henry—. Debes de tener sangre italiana, tío. ¡Muy bien! Lo haremos a tu manera.

Piaggi se preguntó hasta dónde podría llegar el proveedor de Tucker.

—Y ahora, a trabajar. —Tucker abrió la primera bolsa de plástico y la vació en un cuenco de acero inoxidable. Se alegró de que en adelante no tendría que preocuparse más de aquel jaleo. La séptima fase de su plan de marketing se había cumplido. A partir de ahora, otros se encargarían del trabajo de cocina, en principio bajo su supervisión, por supuesto, pero a partir de hoy Henry Tucker actuaría como un ejecutivo. Mientras mezclaba la droga, se felicitó por su inteligencia. Había iniciado el negocio de la forma correcta, arriesgándose pero sopesando bien los riesgos, construyendo su organización desde la base, haciendo las cosas personalmente, ensuciándose las manos. Seguramente Piaggi había empezado igual, pensó Tucker. Seguramente Tony lo había olvidado ya, y también había olvidado las consecuencias. Pero eso no le incumbía a Tucker.

—Mire, coronel, yo no era más que un ayudante de campo. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Yo hacía lo mismo que los ayudantes de campo de sus generales, las tonterías más insignificantes.

—Y entonces, ¿por qué aceptó ese trabajo? —Al coronel Nikolai Yevguenievich Grishanov le parecía lamentable que aquel hombre tuviera que pasar por aquello, pero el coronel Zacharias no era un hombre. Era un enemigo, se recordó el ruso con cierto disgusto, y quería que volviera a hablar.

—¿No ocurre lo mismo en sus fuerzas aéreas? Si un general se fija en ti, te ascienden más deprisa. —El americano hizo una breve pausa y añadió—: También redactaba discursos. —Eso no le acarrearía problemas.

—En nuestras fuerzas aéreas, esa es tarea de los oficiales políticos —replicó Grishanov desdeñando aquella frivolidad.

Era su sexta sesión. Grishanov era el único oficial soviético con autorización para entrevistar a los americanos; los vietnamitas estaban actuando con mucha precaución. Veinte americanos, todos de distinta condición. Según el archivo, Zacharias era piloto de caza, pero también oficial de inteligencia. Había dedicado los veinte años de su carrera al estudio de los sistemas de defensa aérea. Tenía un doctorado por la Universidad de California, Berkeley, en ingeniería eléctrica. El archivo incluía una copia recientemente obtenida de su tesis doctoral, «Aspectos de la propagación y difusión de microondas sobre terreno angular», que uno de los tres infiltrados que habían colaborado para reunir información sobre el coronel había fotocopiado en los archivos de la universidad. La tesis debió haber sido clasificada como secreta inmediatamente después de su finalización —como habría ocurrido en la Unión Soviética—. Era un examen muy inteligente de lo que le ocurría a la energía de los radares de baja frecuencia, y de cómo podía un avión utilizar montañas y colinas para ocultarse de los radares. Tres años después de la redacción de aquella tesis, mientras formaba parte de un escuadrón de cazas, le habían asignado un turno de servicio en la base aérea de Offutt, en las afueras de Omaha, Nebraska. Como miembro del personal del Mando Aéreo Estratégico, había trabajado en perfiles de vuelo que permitirían a los bombarderos B–52 penetrar las defensas aéreas soviéticas, aplicando sus conocimientos teóricos de física al mundo práctico de la guerra estratégico–nuclear.

Grishanov no podía odiar a aquel hombre. En cierto modo, el coronel ruso, que también era piloto de caza —acababa de terminar un mando de regimiento en el mando de defensa aérea soviético, y ya había sido elegido para otro— era la contrapartida exacta de Zacharias. En tiempo de guerra, su trabajo consistía en evitar que aquellos bombarderos arrasaran su país, y en tiempo de paz planear métodos para dificultar lo más posible su penetración en el espacio aéreo soviético. Aquella identidad hacía que su trabajo actual fuera a la vez difícil y necesario. No pertenecía al KGB; no era uno de esos brutos. Herir a la gente no le producía ningún placer —matarla era diferente—, ni siquiera tratándose de americanos que planeaban la destrucción de su país. Pero los que sabían cómo obtener información no sabían analizar aquello que él estaba buscando, ni siquiera sabían qué preguntas hacer; y no servía de nada escribir las preguntas, porque tenías que mirar al hombre a los ojos cuando hablaba. Un hombre lo suficientemente inteligente como para formular planes como aquellos también lo era para mentir con la convicción y la autoridad capaces de engañar a cualquiera.

A Grishanov no le gustaba lo que estaba viendo. Aquel era un hombre habilidoso y valiente, que había luchado para instalar especialistas en la detección de aviones que los americanos llamaban Wild Veasels. Los rusos también habrían podido utilizar aquel término, refiriéndose a los malvados y pequeños depredadores que perseguían a sus presas hasta el interior de sus madrigueras.

Aquel prisionero había volado en ochenta y nueve misiones como aquella, suponiendo que los vietnamitas hubieran recuperado las piezas correctas del avión correcto —como los rusos, los americanos llevaban la cuenta de sus éxitos en el avión—, y por lo tanto era exactamente la persona con que necesitaba hablar. Quizá algún día llegaría a escribir algo sobre aquella lección, pensó Grishanov. El orgullo del americano demostraba a quién habían capturado, y cuánto sabía. Pero los pilotos de caza eran así, y Grishanov también se habría negado a revelar sus hazañas contra los enemigos de su país. El ruso intentó convencerse también de que él suponía una mínima amenaza para aquel prisionero. Seguramente Zacharias había matado a muchos vietnamitas —y no simples campesinos, sino técnicos en misiles muy cualificados, entrenados por los rusos— y el gobierno de ese país querría castigarlo por eso. Pero aquello no era asunto suyo, y no quería que los sentimientos políticos se interpusieran en sus obligaciones profesionales. El suyo era un aspecto de la defensa nacional rigurosamente científico y complejo. Su deber era trazar planes para prevenir un ataque de cientos de aviones, cada uno de los cuales llevaba una tripulación de especialistas bien entrenados. La forma de pensar y la doctrina táctica de esos especialistas era tan importante como sus proyectos. Aquellos asquerosos fascistas tenían tanto en común con la filosofía política de su país como los caníbales con la alta cocina francesa.

—Estoy mejor informado de lo que usted se imagina, coronel —dijo Grishanov con paciencia. Depositó sobre la mesa los últimos documentos que había recibido—. Anoche leí esto. Es un trabajo excelente.

El ruso no apartaba los ojos del coronel Zacharias. La sorpresa del americano fue considerable. Aunque él también era en cierto modo un oficial de inteligencia, nunca había soñado que en Vietnam alguien pudiera llevar la noticia a Moscú. En su cara se leía lo que estaba pensando: ¿Cómo pueden saber tantas cosas de mí? ¿Cómo habían podido indagar tanto en su pasado? ¿Quién había podido hacerlo? ¿Había alguien tan bueno, tan profesional? ¡Pero si los vietnamitas eran idiotas! Grishanov, como muchos oficiales rusos, era un estudiante concienzudo de historia militar. Había leído toda clase de documentos antiguos en las salas de descanso de su regimiento. En uno de los que nunca olvidaría se enteró de cómo la Luftwaffe alemana interrogaba a los aviadores capturados, y ahora pensaba aplicar aquella lección. La tortura física sólo había servido para endurecer a aquel hombre, pero una simple hoja de papel había conseguido estremecerlo. Todo el mundo tenía algún punto débil. Para encontrarlo hacía falta inteligencia.

—¿Por qué no llegaron a declararlo confidencial? —preguntó Grishanov mientras encendía un cigarrillo.

—No es más que física teórica —contestó Zacharias encogiéndose de hombros. Se había recuperado un poco y ahora intentaba ocultar su desesperación—. Los que más interés mostraron fueron los de la compañía telefónica.

Grishanov señaló la tesis y dijo:

—Yo he aprendido un par de cosas. ¡Predecir falsos ecos a partir de mapas topográficos, identificar los puntos ciegos matemáticamente! De esa forma se puede proyectar una ruta de aproximación, idear maniobras de un punto a otro. ¡Excelente! Dígame, ¿cómo es Berkeley?

—Una universidad como otra cualquiera, al estilo de California —explicó Zacharias. Pero inmediatamente advirtió que estaba hablando demasiado. No tenía que hablar. Le habían entrenado para no hablar, para saber qué podía esperar, qué era prudente hacer, cómo esquivar y disimular. Pero para aquello no estaba preparado. Y además estaba cansado, y asustado, y harto de cumplir un código de conducta que a nadie le importaba un comino.

—No sé gran cosa de su país (salvo cuestiones profesionales, por supuesto). ¿Son muy grandes las diferencias regionales? Usted es de Utah. Cuénteme, ¿cómo es?

—Zacharias, Robin G., coronel…

Grishanov levantó las manos:

—Por favor, coronel. Todo eso ya lo sé. También sé el lugar y la fecha de su nacimiento. Cerca de Salt Lake City no hay ninguna base aérea. Lo único que sé es lo que dicen los mapas. Seguramente nunca visitaré esa zona, mejor dicho ninguna zona de su país. Cuénteme, ¿es muy verde Berkeley? Una vez me dijeron que en California cultivan viñas. Pero de Utah no sé nada. Hay un lago muy grande, pero lo llaman «Salt Lake», ¿no? ¿Es salado?

—Sí, por eso…

—¿Cómo puede ser salado? El mar está a mil kilómetros y en medio hay montañas, ¿no es así? Yo conozco bien el mar Caspio. Estuve destinado en una base en aquella región. Y no es salado. ¿Y Salt Lake sí? Qué raro. —Apagó el cigarrillo.

Zacharias movió ligeramente la cabeza.

—No estoy seguro. Yo no soy geólogo. Supongo que son restos de otras épocas.

—Quizá. Allí también hay montañas, ¿no?

—Las montañas Wasatch —confirmó Zacharias con apatía.

Los vietnamitas sabían cómo alimentar a sus prisioneros, pensó Grishanov. Les daban una bazofia que los perros sólo aceptarían en caso de extrema necesidad. Se preguntó si sería una dieta deliberada y meditada, o el resultado fortuito de la barbarie. Los prisioneros políticos del Gulag comían mejor, pero la dieta de aquellos americanos disminuía su resistencia a las enfermedades, los debilitaba tanto que la huida se hacía imposible por falta de energía. Era parecido a lo que hacían los fascistas con los prisioneros soviéticos y, aunque desagradable, a Grishanov le resultaba útil. La resistencia física y mental requería energía, y aquellos hombres perdían progresivamente sus fuerzas tras horas de interrogatorio; su valentía y su entereza se iban desvaneciendo. Grishanov estaba aprendiendo a dominar el cerebro de aquellos hombres tan parecidos a él. Era un proceso largo pero distraído.

—¿Y hay estaciones de esquí?

Zacharias parpadeó, como si aquella pregunta lo hubiera transportado a otro lugar y a otro tiempo.

—Sí, muy buenas.

—Aquí hoy se puede esquiar, coronel. A mí me gusta mucho el esquí de fondo. Es un buen ejercicio, muy relajante. Yo tenía esquís de madera, pero en mi último regimiento un oficial de intendencia me fabricó unos esquís de acero con piezas de avión.

—¿Acero?

—Acero inoxidable. Pesa más que el aluminio, pero es más flexible. Yo lo prefiero. Del panel de un ala de nuestro nuevo interceptor, el proyecto E–266.

—¿Qué es eso? —Zacharias no sabía nada del nuevo MiG–25—. Ahora ustedes lo llaman Foxhat. Es muy rápido; fue diseñado para cazar a sus bombarderos B–70.

—Pero ese proyecto lo cancelamos —objetó Zacharias.

—Sí, lo sé. Pero gracias a su proyecto yo conseguí un caza maravillosamente rápido. Cuando vuelva a mi país, dirigiré el primer regimiento.

—¿Cazas hechos de acero? ¿Por qué?

—Resiste el calentamiento aerodinámico mucho mejor que el aluminio —explicó Grishanov—. Y con las piezas sobrantes pueden hacerse esquís. —Zacharias estaba muy desconcertado—. ¿Qué le parece la combinación de mis cazas de acero y sus bombarderos de aluminio?

—Supongo que eso depende de… —Zacharias se interrumpió. Miró al ruso, primero desconcertado por lo que había estado a punto de decir, y luego con resolución.

«Todavía es demasiado pronto», se dijo Grishanov, decepcionado. Se había precipitado un poco. Aquel americano era muy valiente. Capaz de dirigir su Wild Veasel ochenta veces. Capaz de resistir mucho tiempo. Pero Grishanov tenía todo el tiempo del mundo.