X. PATOLOGÍA

—Tu pistola está en el maletero del coche —dijo el sargento Douglas—. Descargada. A partir de ahora llévala siempre así.

—¿Habéis adelantado algo en lo de Pam? —preguntó Kelly desde su silla de ruedas.

—Tenemos algunas pistas —mintió Douglas, sin molestarse en ocultarlo.

Estaba claro, pensó Kelly. Alguien había informado a la prensa de que Pam tenía antecedentes por prostitución, y por tanto el caso había perdido actualidad.

Sam llevó el coche hasta la entrada de Wolfe Street. La carrocería estaba reparada, y la ventanilla del conductor era nueva. Kelly se levantó de la silla de ruedas y examinó el Scout. Una minuciosa y eficiente encerrona, estropeada luego porque Kelly se había descuidado en mirar por el retrovisor. ¿Cómo había podido descuidarse así?, se preguntó por enésima vez. Era tan sencillo; en su época de instructor había insistido en ello a cada nuevo integrante de los grupos especiales: nunca olvides comprobar la retaguardia, podría haber alguien acechándote. No era muy difícil, ¿no?

Pero aquello era historia. Y la historia no podía modificarse.

—¿Vuelves a tu isla, John? —preguntó Rosen.

Kelly asintió con la cabeza:

—Sí. Tengo trabajo, y además debo ponerme en forma.

—Quiero verte por aquí dentro de… dos semanas, para iniciar el tratamiento complementario.

—Sí, señor. Volveré —prometió Kelly. Le dio las gracias a Sandy O’Toole por sus cuidados, y ella le obsequió con una sonrisa. Sandy se había convertido casi en una amiga durante aquellos dieciocho días. ¿Casi? Quizá lo fuera ya, pero él no se permitía pensar en esos términos. Kelly entró en el coche y se abrochó el cinturón de seguridad. Las despedidas nunca habían sido su fuerte. Los saludó con un movimiento de cabeza y sonrió; luego torció a la derecha hacia Mulberry Street, por primera vez solo desde su llegada al hospital.

Por fin. A su lado, en el asiento del pasajero donde había visto por última vez a Pam, había un sobre con la inscripción INFORME MÉDICO escrito por la mano de Sam Rosen.

«Dios mío», murmuró Kelly mientras se dirigía hacia el oeste. No se limitaba a observar el tráfico. Para John Kelly el paisaje urbano se había transformado definitivamente. Las calles eran una extraña mezcla de actividad y ocio, y las inspeccionaba de una forma que en los últimos tiempos se había permitido olvidar, fijándose en la gente cuya inactividad parecía ocultar algún propósito. «Me llevará tiempo separar la cizaña del buen grano», se dijo. No había mucho tráfico y, en cualquier caso, aquellas calles no eran muy concurridas. Kelly observó a derecha e izquierda y vio que los otros conductores miraban al frente sin prestar atención a lo que ocurría a su lado, tal como él hacía antes, parándose con impaciencia en los semáforos en rojo y saliendo disparados cuando cambiaban a verde. La gente sólo aspiraba a poder dejarlo todo atrás, a que los problemas se quedaran ahí y no llegaran nunca a donde vivía la gente decente. En ese sentido era al revés que en Vietnam, ¿no? Allí, el mal estaba en las zonas rurales, e intentabas evitar que se moviera de allí. Kelly se dio cuenta de que en su país, pese a ser muy diferente, reinaba la misma locura y el mismo desastre. Y él era tan culpable y tan estúpido como cualquier otro.

El Scout torció a la izquierda, hacia el sur, y pasó por delante de otro hospital, blanco y grande. Un barrio de oficinas y bancos, donde estaba el ayuntamiento y el Palacio de Justicia, un buen barrio al que la gente decente iba por el día y del que marchaba al anochecer, en manada, porque eso proporcionaba seguridad. Bien vigilado, ya que, sin aquella gente y sin su actividad, la ciudad seguramente moriría. O algo parecido. Quizá no fuera en absoluto una cuestión de vida o muerte, sino meramente de velocidad.

«¿Sólo dos kilómetros y medio?», se preguntó Kelly. Tendría que comprobarlo con un mapa. En cualquier caso, la distancia entre aquella gente y lo que temían era peligrosamente corta. Se detuvo en un cruce y pudo ver hasta muy lejos, porque las calles de la ciudad, como los cortafuegos, ofrecían vistas largas y estrechas. El semáforo cambió y Kelly siguió adelante.

Veinte minutos después encontró el Springer en el lugar acostumbrado. Kelly recogió sus cosas y subió a bordo. Diez minutos después, los motores estaban en marcha; Kelly puso el aire acondicionado y se dispuso a zarpar en su blanca embarcación. Ya no tomaba sedantes, y sintió la necesidad de beber una cerveza para tranquilizarse un poco —sólo por el hecho simbólico de volver a la normalidad—, pero se contuvo. Debía olvidarse del alcohol. Tenía el hombro izquierdo muy rígido, pese a que lo había ejercitado suavemente durante casi una semana. Caminó por el compartimiento principal, trazando amplios círculos con los brazos y haciendo muecas de dolor, y luego subió a cubierta para soltar amarras. Los periódicos se habían hecho eco de la experiencia de Kelly, aunque no de su relación con Pam, que a los periodistas se les había escapado. Los depósitos de combustible estaban llenos, y todos los sistemas del barco parecían estar en funcionamiento. No se apreciaba ningún movimiento.

Le costó cierto trabajo soltar amarras, porque el brazo izquierdo se resistía a obedecer, pero finalmente consiguió soltar los cabos, y el Springer zarpó. Una vez fuera de la dársena, Kelly se instaló en la cabina de mandos y se dirigió hacia el mar abierto, con la comodidad del aire acondicionado y la seguridad de la cabina. Sólo después de dejar atrás el canal de la bahía, una hora después, apartó la vista del agua. Se tomó dos tabletas de Tylenol. Ese era el único medicamento que se permitía tomar desde hacía tres días. Se acomodó en su butaca y abrió el sobre que Sam le había dejado, mientras el piloto automático gobernaba el barco hacia el sur.

Sólo faltaban las fotografías. Kelly había visto una, y con eso tuvo bastante. En la tapa había una nota escrita a mano —todas las páginas que contenía el sobre eran fotocopias, no originales—; el forense había obtenido las copias de un amigo suyo, y le pedía a Sam que tuviera cuidado con aquel material. Kelly no pudo leer la firma.

Las palabras «muerte violenta» y «homicidio» de la primera página estaban subrayadas. El informe decía que la muerte había sido provocada por estrangulación manual, y que la víctima tenía varias marcas profundas en el cuello. La gravedad y la profundidad de las marcas indicaban que la muerte cerebral ocurrió por falta de oxígeno incluso antes de que la obstrucción de la laringe impidiera el paso del aire a los pulmones. Las estrías que había en la piel indicaban que el instrumento utilizado había sido probablemente un cordón de zapato; y los moretones del cuello, que parecían producidos por los nudillos de un hombre de manos grandes, indicaban que el asesino había atacado a la víctima mientras realizaba el acto sexual, y estando ella en posición supina. Además, continuaba el informe de cinco páginas mecanografiadas a un espacio, la víctima había sido sometida a violentas torturas antes de su muerte, las cuales se detallaban con fría terminología médica. Se observaba que la víctima había sido violada, que en la zona genital había señales inequívocas de magulladuras y otros vejámenes. En el momento del descubrimiento del cadáver y de la posterior autopsia, en la vagina había gran cantidad de semen, y eso indicaba que el asesino no era el único que había violado a la víctima. («Grupos sanguíneos 0+, 0– y AB- según los análisis adjuntos»). Los cortes y los cardenales de las manos y antebrazos se calificaban de «típicamente defensivos». Pam se había defendido. Le habían roto la mandíbula, además de otros tres huesos; una de las fracturas era la del cúbito izquierdo. Kelly tuvo que interrumpir la lectura del informe y se quedó contemplando el horizonte. No le temblaban las manos y no pronunció palabra, pero tenía que interrumpir la lectura de aquella fría jerga médica.

«Como verás en las fotografías, Sam —rezaba la última página escrita a mano— esto es obra de un par de psicópatas. Fue tortura deliberada. Debieron de tardar horas en hacerle todo eso. Hay una cosa que el informe pasa por alto. Mira la fotografía 6. La chica lleva el cabello peinado o cepillado, casi con toda probabilidad post mortem. El forense encargado del caso no advirtió ese detalle. Es muy joven (Alan no estaba en la ciudad cuando llegó la chica; de haberlo estado, estoy seguro que se habría encargado personalmente del caso). En todo caso, en la fotografía se ve nítidamente. Es curioso, pero a veces pasamos por alto lo que es demasiado evidente. Seguramente era su primer caso de esta naturaleza, y estaría demasiado preocupado por detallar los traumatismos como para fijarse en un detalle tan insignificante. Creo que conocías a la chica. Lo siento, amigo. Brent». En esta última página sí podía leerse la firma. Kelly volvió a meter las hojas en el sobre.

Abrió un cajón de la consola y sacó una caja de municiones del 45, cargó las dos recámaras de su automática y volvió a meterla en el cajón. Había pocas cosas más inútiles que una pistola descargada. A continuación se dirigió a la cocina y cogió la lata más grande que encontró en los estantes. Volvió a la sala de mandos, cogió la lata con la mano izquierda y se dedicó a hacer lo que llevaba casi una semana haciendo: subir y bajar la lata, dentro y fuera, agradeciendo el dolor, saboreándolo mientras sus ojos recorrían la superficie del agua.

—Nunca más, Johnnie —dijo en voz alta—. No volveremos a cometer errores.

El C–141 aterrizó en la base aérea de Pope, junto a Fort Bragg, Carolina del Norte, poco después de la hora del almuerzo. Concluía así un vuelo de rutina de doce mil kilómetros. El avión, de cuatro motores, aterrizó bruscamente. Pese a las escalas que habían realizado durante el vuelo, la tripulación estaba cansada, y los pasajeros no requerían atención especial. En los vuelos como aquel raramente viajaban pasajeros vivos. Las tropas que regresaban del teatro de operaciones viajaba en Freedom Birds, que solían ser vuelos chárter de aviones comerciales cuyas azafatas repartían sonrisas y bebida durante todo el trayecto de vuelta al mundo real. Pero los vuelos con destino a Pope no requerían aquellas amenidades. La tripulación de la nave tomaba comida del ejército, y durante el vuelo no solían hacer mucha guasa.

El avión aminoró la marcha y al llegar al final de la pista tomó una pista secundaria. La tripulación se preparó para desembarcar. El piloto, un capitán, se sabía la rutina de memoria, pero había un jeep por si se despistaba, y lo siguió hasta la terminal. Tanto él como su tripulación habían dejado de preocuparse hacía tiempo por la naturaleza de su misión. Era un trabajo, y un trabajo necesario como cualquier otro, pensaron mientras desembarcaban y se disponían a realizar el descanso obligatorio, que consistía en un breve informe de las incidencias del vuelo para después ir al club de oficiales, donde beberían un par de copas, y luego a la ducha y a dormir. Ninguno de ellos miró el avión. Ya volverían a verlo muy pronto.

La naturaleza rutinaria de la misión era una contradicción. En la mayoría de las guerras anteriores, los americanos eran enterrados cerca de donde habían caído, como acreditaban los cementerios americanos en Francia y en otros países. Pero no ocurría lo mismo en Vietnam. Era como si la gente comprendiera que ningún americano deseaba quedarse allí, ni vivo ni muerto, y cada cadáver recuperado volvía a casa y, después de pasar por las instalaciones de procesamiento situadas en las afueras de Saigón, cada cuerpo era procesado de nuevo, antes de ser despachado al pueblo natal que había enviado a sus jóvenes a morir en un lugar lejano. Las familias ya habrían tenido tiempo de decidir dónde tendría lugar el funeral, y a cada cadáver identificado en el acta de la nave le esperaban instrucciones.

En el centro de recepción, unos empleados civiles de pompas fúnebres esperaban la llegada de los cadáveres. Aquella era una especialidad que el ejército no cubría. Siempre había un oficial uniformado para verificar la identificación, porque aquello sí era responsabilidad suya, asegurarse de que cada cuerpo iba a parar a la familia correcta, aunque los ataúdes que salían de allí casi siempre iban sellados. Los resultados físicos de la muerte en combate, y los estragos que el clima tropical hacía en los cuerpos, que generalmente se recogían con retraso, no eran cosas que las familias quisieran ni necesitaran ver en los despojos de sus seres queridos. De modo que la identificación definitiva de los cadáveres era casi imposible de realizar, y precisamente por ese motivo el ejército se lo tomaba muy en serio.

Era una sala muy grande donde podían procesarse muchos cadáveres a la vez, aunque ahora no había tanto trabajo como hacía un tiempo. Los hombres que trabajaban allí no abandonaban las bromas de mal gusto, y algunos hasta estudiaban los partes meteorológicos de aquella región del mundo para predecir cómo sería el cargamento de la semana siguiente. El hedor, por sí solo, era suficiente para alejar a los curiosos, y raramente se veía a más de un oficial por allí, y mucho menos a civiles del Departamento de Defensa, para quienes aquel espectáculo resultaba superior a sus fuerzas. Pero acabas acostumbrándote a los olores, y el de los agentes preservadores era mucho más soportable que otros relacionados con la muerte. Había un cuerpo, el de Duane Kendall, que tenía numerosas heridas en el torso. Había conseguido llegar a un hospital, pensó el empleado de pompas fúnebres. Algunas de las cicatrices delataban el desesperado trabajo de un cirujano de guerra; las incisiones que habrían provocado la ira del médico jefe de cualquier hospital civil eran mucho menos gráficas que las señales dejadas por los fragmentos de un explosivo. El cirujano se habría pasado unos veinte minutos intentando salvar a aquel hombre, pensó el empleado, y se preguntó por qué no lo había conseguido; seguramente el hígado, decidió, a juzgar por la situación y el tamaño de las incisiones. Sin eso no puedes vivir, por muy bueno que sea el médico. Pero al empleado le interesó más una pequeña etiqueta situada entre el brazo derecho y el pecho, que confirmaba una señal aparentemente insignificante en la tarjeta que acompañaba al ataúd.

—Este coincide —dijo el empleado al capitán, que estaba haciendo su ronda con una libreta, acompañado de un sargento. El oficial comprobó los datos y asintió con la cabeza; luego siguió su camino, dejando que el empleado realizara su trabajo.

Tenía que hacer su trabajo, y el empleado lo hizo sin prisa ni indolencia, mirando de vez en cuando para asegurarse de que el capitán estaba en el otro extremo de la sala. Entonces tiró del hilo de uno de los puntos cosidos por otro empleado al otro lado del mundo. Casi de inmediato, los puntos se deshicieron, y pudo meter los dedos en el interior del cuerpo y retirar cuatro sobres de plástico transparente llenos de un polvo blanco. Se los metió rápidamente en su bolsa antes de cerrar de nuevo el agujero del cuerpo de Duane Kendall. Era su tercer y último hallazgo aquel día. Sólo le quedaba un cadáver más, lo que suponía media hora de trabajo.

El empleado salió y subió a su coche, un Mercury Cougar. Se paró en un supermercado para comprar una barra de pan, y al salir entró en una cabina telefónica.

Henry Tucker contestó al primer timbrazo:

—¿Sí?

—Ocho —dijo el empleado, y colgó.

—Muy bien —dijo Tucker al colgar el auricular. Ocho kilos de este. Siete del otro. Ninguno de los hombres sabía que había otro, y cada uno realizaba las recogidas en diferentes días de la semana. Ahora que había solucionado los problemas de distribución, las cosas mejorarían rápidamente.

El cálculo era sencillo. Cada kilo estaba constituido por mil gramos. Cada kilo se cortaba con agentes no tóxicos, como la lactosa, que sus amigos conseguían en un almacén. Después de mezclarla cuidadosamente para conseguir uniformidad, otros dividían el polvo en porciones más pequeñas. La renombrada calidad de su producto garantizaba un precio ligeramente superior al normal, que sus amigos le anticipaban.

Pronto el problema residiría en la escala. Había empezado con pequeñas operaciones, pues Tucker era un hombre precavido. Pero pronto sería imposible seguir así. Sus suministros de heroína pura eran mucho más extensos de lo que creían sus socios. De momento estaban contentos con la calidad de la droga, y poco a poco él les revelaría la magnitud de sus suministros, pero sin desvelarles el método de transporte, del que se felicitaba. Incluso el propio Tucker estaba sorprendido de la elegancia de aquel sistema. Los mejores cálculos del gobierno —él se informaba de esas cosas— sobre la importación de heroína procedente de Europa, de la conexión francesa o siciliana —nunca se ponían de acuerdo con la terminología—, hablaban de una tonelada métrica de droga pura al año. Esa cantidad tendría que crecer, juzgó Tucker, porque la droga era el último grito en América. Si conseguía introducir veinte kilos de droga a la semana —y con su método podía lograr eso y más— batiría aquel récord, y no tenía que preocuparse de los inspectores de aduanas. Tucker había diseñado su organización poniendo especial atención en el tema de la seguridad. Para empezar, ninguna persona importante de su equipo tocaba la droga. Eso suponía la muerte, y lo había dejado muy claro desde el principio y de la forma más sencilla posible. La operación sólo requería seis personas en el extremo más lejano. Dos conseguían la droga de proveedores locales cuya seguridad estaba garantizada por los medios usuales —importantes sumas de dinero entregadas a las personas adecuadas—. Los cuatro empleados de pompas fúnebres también estaban muy bien pagados, y habían sido seleccionados por su estabilidad profesional. La Fuerza Aérea de los Estados Unidos proporcionaba el transporte, reduciendo los costes y los dolores de cabeza, pues aquella era la etapa más complicada y peligrosa del proceso de importación. Los dos hombres de la estación de recepción eran también muy cuidadosos. En más de una ocasión las circunstancias los habían obligado a dejar la heroína en los cadáveres, que habían sido enterrados debidamente. Era un desastre, desde luego, pero un buen negocio tenía que ser cuidadoso, y el precio de la droga en la calle compensaba fácilmente la pérdida. Además, aquellos hombres sabían lo que pasaría si se les ocurría quedarse con unos kilos de droga.

Desde allí no había más que transportar la droga en automóvil al lugar adecuado, y de aquello se encargaba un hombre de confianza y bien pagado que jamás sobrepasaba el límite de velocidad. Su golpe maestro era el camuflaje de la bahía, pensó Tucker mientras bebía cerveza y miraba un partido de béisbol. Además de todas las ventajas que le daba su situación, había dado a sus socios motivos para creer que las drogas eran lanzadas desde barcos que pasaban por la bahía de Chesapeake en dirección al puerto de Baltimore —y además lo encontraban muy inteligente—, cuando en realidad la transportaba él mismo desde un punto de recogida secreto. Angelo Vorano lo había comprobado comprándose un velero y ofreciéndose para realizar la recogida. Pero a Tucker no le costó mucho convencer a Eddie y a Tony de que los había delatado a la policía.

Con un poco de suerte conseguiría monopolizar el mercado de heroína de la Costa Este, por lo menos mientras los soldados americanos siguieran muriendo en Vietnam. Y también había llegado el momento de hacer planes para la paz que algún día acabaría firmándose. Mientras tanto, tenía que encontrar la forma de ampliar su red de distribución. La que tenía, que hasta ahora había funcionado bien, se estaba quedando anticuada rápidamente. Era demasiado pequeña para sus ambiciones, y pronto tendría que reestructurarla. Pero cada cosa a su tiempo.

—De acuerdo, es oficial —dijo Douglas dejando el archivador sobre el escritorio y mirando a su jefe.

—¿Qué pasa? —preguntó el teniente Ryan.

—En primer lugar, nadie vio nada. En segundo lugar, nadie sabía para qué chulo trabajaba la chica. Tercero, nadie sabe siquiera quién era ella. Su padre colgó el teléfono después de decirme que llevaba cuatro años sin hablar con su hija. El novio no vio nada ni antes ni después de que le dispararan. —El detective se sentó.

—Y al alcalde ya no le interesa —concluyó Ryan.

—Mira, Em, no me importa realizar una investigación secreta, pero esto está perjudicando mi currículum. ¿Y si no me ascienden en la próxima comisión?

—Tiene gracia, Tom.

Douglas meneó la cabeza y se quedó mirando por la ventana.

—¿Y si fue verdaderamente el Dúo Dinámico? —preguntó el sargento, descorazonado. Aquel par de ladrones había vuelto a actuar dos noches atrás; esta vez habían matado a un abogado de Essex. Un testigo, que los vio desde un coche aparcado a cincuenta metros, confirmó que se trataba de dos hombres, lo cual no era ninguna novedad. En la policía circulaba la opinión de que el asesinato de un abogado no debería tipificarse como delito, pero ninguno de los dos bromeó acerca de aquello.

—Cuando empieces a creértelo, me lo dices —dijo Ryan. Pero ninguno de los dos se lo creía. Aquellos dos ladrones no eran más que eso. Habían matado varias veces, y en dos ocasiones utilizaron el coche de la víctima, pero siempre era un coche deportivo, y seguramente lo único que querían era dar una vuelta en un automóvil espectacular. La policía sabía su estatura y su raza, y poca cosa más. Pero aquellos eran ladrones prácticos, y el que había matado a Pamela Madden quería causar una impresión muy particular. Tal vez había un nuevo asesino suelto, muy sádico, y esa posibilidad no hacía más que añadir una complicación más a sus atareadas vidas.

—Estuvimos muy cerca, ¿no? —observó Douglas—. La chica tenía caras y nombres, y era una testigo.

—Pero no supimos que estaba allí hasta que ese majadero la perdió —contestó Ryan.

—Bueno, ahora ya ha vuelto a dondequiera que haya ido, y nosotros también hemos vuelto a donde estábamos. —Douglas cogió el archivador y regresó a su escritorio.

Cuando Kelly amarró el Springer ya había oscurecido. Levantó la cabeza y vio un helicóptero. Seguramente pertenecía a la base cercana. En cualquier caso, no describía círculos ni se quedaba suspendido. Había mucha humedad, y en el interior del búnker el aire era prácticamente irrespirable. El aire acondicionado tardó una hora en alcanzar la potencia máxima. La «casa» parecía más vacía que antes, por segunda vez en aquel año; sin una segunda persona que ayudara a ocupar el espacio, las habitaciones parecían más amplias. Kelly estuvo dando vueltas unos quince minutos, hasta que se quedó contemplando la ropa de Pam. Entonces comprendió que estaba buscando a alguien que ya no estaba allí. Cogió la ropa y la apiló en lo que había sido el armario de Tish y que habría podido convertirse en el de Pam. Lo más triste, quizá, era que había muy poca. Las bermudas, una blusa, unas cuantas prendas íntimas, la camisa de franela que se ponía para dormir, y un par de zapatos gastados. Muy poco para recordarla.

Kelly se sentó en el borde de la cama y se quedó contemplando las pertenencias de Pam. ¿Cuánto había durado? ¿Tres semanas? ¿Nada más que eso? Pero no era justo contar los días según el calendario, porque en realidad el tiempo no se medía de ese modo. El tiempo era una cosa que llenaba los espacios vacíos de tu vida, y sus tres semanas con Pam habían sido más largas y más profundas que todo el tiempo transcurrido desde la muerte de Tish. Pero eso también quedaba semanas atrás, y aunque el tiempo del hospital ya había terminado —ahora aquel período de su vida parecía un simple abrir y cerrar de ojos— era como si ese período se hubiera convertido en un muro entre aquella parte preciosa de su vida y la vida de ahora. Podía acercarse al muro y mirar por encima para ver el pasado, pero ya nunca podría alargar la mano y tocarlo. Así de cruel podía llegar a ser la vida, y la memoria podía ser una maldición, el inquietante recordatorio de lo que un día fue y de lo que habría podido ser si él hubiera actuado de otro modo. Lo peor de todo era que el muro que separaba dónde estaba y dónde podría haber estado lo había construido él mismo, de la misma forma en que hacía un momento había apilado la ropa de Pam porque ya no servía. Si cerraba los ojos la veía. La oía en el silencio, pero los olores habían desaparecido, igual que su tacto.

Kelly alargó el brazo y tocó la camisa de franela, recordando el cuerpo que un día había cubierto, recordando cómo sus grandes y fuertes manos desabrochaban aquellos botones para encontrar su amor; pero ahora no era más que un trozo de tela que no contenía nada. Y entonces Kelly empezó a sollozar, por primera vez desde que se enterara de la muerte de Pam. Le tembló todo el cuerpo y, entre aquellas paredes de cemento armado, gritó su nombre, con la esperanza de que ella pudiera oírle y perdonarle por haberla matado con su estupidez. Quizá Pam hubiera encontrado la paz. Kelly rezó para que Dios comprendiera que la chica nunca había tenido una oportunidad, para que reconociera su bondad y fuera piadoso con ella, pero eso era un misterio que él no tenía capacidad de resolver. La habitación limitaba su visión, y su mirada recaía una y otra vez en la ropa de Pam.

Aquellos bastardos asesinos ni siquiera se habían molestado en cubrir el cuerpo y protegerlo de los elementos y de las miradas de los hombres. Querían que todos se enteraran de cómo la habían castigado y de cómo se habían divertido con ella antes de arrojarla a la basura. Pam Madden no significaba nada para ellos, salvo quizá algo que podían utilizar en vida y también después de muerta para demostrarse su valor. Para él había sido importantísima, y en cambio para ellos no había sido nada. Igual que la familia del jefe del poblado vietnamita, pensó Kelly. Una demostración: atrévete a desafiarnos y sufrirás. Y si otros se enteraban, mucho mejor. Así eran de orgullosos.

Kelly se echó en la cama, agotado después de un largo día de esfuerzo tras pasar semanas en cama. Permaneció mirando el techo, con la luz encendida, con la esperanza de conciliar el sueño y de soñar con Pam, pero su último pensamiento fue discordante.

Si su orgullo podía matar, también podía hacerlo el de aquellos hombres.

Dutch Maxwell llegó a su oficina a las 6.15, como de costumbre. Aunque como jefe adjunto de Operaciones Navales (Aire) ya no formaba parte de ninguna jerarquía de mando operacional, todavía era vicealmirante, y su trabajo actual le exigía considerar suyo cada avión de la Armada norteamericana. Cada mañana recibía un resumen de las operaciones aéreas sobre Vietnam del día anterior. En realidad eran de hoy, pero habían ocurrido ayer debido a la diferencia horaria, algo que a Maxwell siempre le había parecido extravagante, pese a que él había luchado en una batalla prácticamente a horcajadas sobre la invisible línea del océano Pacífico.

Lo recordaba muy bien: menos de treinta años atrás, volando en un avión de combate F–4 Wildcat del portaaviones Enterprise, como alférez, cuando todavía conservaba el cabello —lo llevaba muy corto—, recién casado, lleno de vitalidad y con trescientas horas de vuelo en su haber. Sus compañeros de escuadrón le llamaban Winny, cosa que a él no le gustaba. El 4 de junio de 1942, poco después de mediodía, detectó tres aviones de bombardeo en picada Val japoneses que habían perdido de vista al resto del grupo del Hiryu que iba a atacar al Yorktown y se dirigía hacia el portaaviones de Maxwell por error. Los vio salir de detrás de una nube y derribó a dos. El tercero le costó más, pero todavía recordaba los destellos de las alas de su objetivo y las balas trazadoras que disparaba el artillero japonés en un intento inútil de alejarlo. Al aterrizar en su portaaviones, cuarenta minutos después, aseguró al incrédulo comandante de su escuadrón que había derribado tres aviones; y los tres fueron confirmados por las cámaras. A la mañana siguiente, su taza de café «oficial» había sido sustituida por otra con la palabra «DUTCH» grabada en la porcelana con letras rojas; conservó aquel apodo durante el resto de su carrera.

En otros cuatro cruceros de combate añadió otros doce derribos a su avión, y en su momento comandó un escuadrón de cazas, luego toda la escuadrilla del portaaviones, luego un portaaviones, luego un grupo, y finalmente lo nombraron comandante en jefe de las fuerzas aéreas de la flota del Pacífico, antes de ocupar el puesto actual. Con un poco de suerte, acabarían asignándole el mando de una flota, y hasta ahí alcanzaba a ver Maxwell. Su despacho estaba de acuerdo con su cargo y su experiencia. En la pared, a la izquierda de su escritorio de caoba, colgaba la matrícula del F6F Hellcat que había pilotado en el mar de Filipinas y en la costa de Japón. Sobre el fondo azul marino había pintadas quince banderas del sol naciente, para que nadie olvidara las proezas de aquel hombre. La vieja taza del Enterprise estaba también sobre el escritorio; ya no la utilizaba para algo tan trivial como beber café, ni tampoco para colocar lápices.

Su carrera, que ya casi tocaba a su fin, debatía de haber supuesto un motivo de gran satisfacción para Maxwell, pero él se concentró en el informe de perdidas de la Yankee Station. Dos cazas A–7A Corsair habían sido derribados según el informe, los dos pertenecían al mismo barco y al mismo escuadrón.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Maxwell al almirante Podulski.

—Lo he comprobado —contesto Casimir——. Seguramente fue en pleno aire. Anders era el guía. El otro, Robertson, era nuevo.

Algo falló, pero nadie vio qué. No hubo misiles tierra–aire, y volaban demasiado alto para que los alcanzara el fuego antiaéreo.

—¿Saltaron?

—No —contestó Podulski—. El jefe de la escuadrilla vio estallar los aviones. No pudieron escapar.

—¿Qué buscaban?

—Un presunto arsenal. El resto de la escuadrilla cumplió la misión, pero por lo visto no era muy importante.

—Así que todo fue una pérdida de tiempo. —Maxwell cerró los ojos, preguntándose qué les había pasado a aquellos dos aviones, a la asignación de la misión, a su carrera, a su Armada, a su país.

—No, Dutch, de ninguna manera. Alguien creyó que era un objetivo importante.

—Oye, Cas, ¿no te parece que es un poco temprano para eso?

—Sí, señor. Están investigando el incidente, y seguramente tomarán alguna medida simbólica. Si lo que buscas es una explicación, seguramente se trata de que Robertson era nuevo, y estaba nervioso (era su segunda misión de combate), y probablemente le pareció ver algo, y a lo mejor avisó, pero iban detrás y nadie lo vio. Mira, Dutch, nosotros también vimos cosas así.

Maxwell asintió con la cabeza:

—¿Qué más?

—En el norte de Haifong derribaron un A–6. Misiles tierra–aire. Pero recuperaron a la tripulación. El piloto y el enfermero se llevan una medalla por eso —explicó Podulski—. Por lo demás, un día tranquilo en el sur del mar de China. Tampoco hay gran cosa en el Atlántico. Por lo visto, parece que los sirios se están poniendo juguetones con sus nuevos MIG, pero de momento eso todavía no es asunto nuestro. Mañana tenemos la reunión con Grumman, y luego será el Capitolio el que tenga que hablar con nuestros funcionarios sobre el programa de los F–14.

—¿Qué te parecen los nuevos cazas?

—Por una parte, me gustaría que fuéramos lo suficientemente jóvenes como para pilotar uno, Dutch. —Cas sonrió y añadió—: Pero, por Dios, con lo que vale uno de esos nosotros construíamos un portaaviones.

—Es el progreso, Cas.

—Sí, demasiado progreso —se quejó Podulski—. Otra cosa. Me han llamado de Pax River. Puede que tu amigo haya vuelto a casa. Su barco está en el muelle.

—¿Por qué me has hecho esperar tanto?

—No había por qué precipitarse. Es un civil, ¿no? Seguro que no se levanta hasta las nueve o las diez.

—No está mal —masculló Maxwell—. Un día de estos tengo que probarlo.