Es casi macabro, pensó Sandy. Lo extraño era que como paciente se estaba portando bien. No lloriqueaba. No protestaba. Hacía lo que le ordenaba. Todos los fisioterapeutas tenían algo de sádicos. Su trabajo consistía en hacer llegar a la gente un poco más allá de donde querían ir, igual que un entrenador deportivo; y su objetivo final, después de todo, era ayudar. Aun así, un buen fisioterapeuta tenía que incitar a sus pacientes, animar a los débiles y obligar a los fuertes, engatusar y avergonzar, todo en nombre de la salud; eso significaba obtener satisfacción del esfuerzo y del dolor de otros, y Sandy O’Toole era incapaz de eso. Pero Sandy se dio cuenta de que Kelly no era de esos. Hacía lo que le pedían, y cuando el médico lo veía y pedía un poco más, él daba más, y más, y más, hasta que su esfuerzo superaba el orgullo del médico, y este empezaba a preocuparse.
—Ahora descansa un rato —le recomendó.
—¿Por qué? —preguntó Kelly, un poco jadeante.
—Tienes un pulso de ciento noventa y cinco. —De eso hacía ya cinco minutos.
—¿Cuál es el récord?
—Cero —respondió el fisioterapeuta sin sonreír.
Kelly rio y miró al médico; redujo el ritmo del pedaleo durante dos minutos hasta detenerse.
—He venido a buscarlo —dijo O’Toole.
—Perfecto. Lléveselo antes de que rompa algo.
Kelly bajó de la bicicleta fija y se secó la cara con una toalla. Se alegró de que Sandy no hubiera llevado nada humillante, como una silla de ruedas o algo así.
—¿A qué debo este honor, señorita?
—Me han encargado de su vigilancia —contestó Sandy—. ¿Se ha propuesto demostrarnos lo fuerte que es?
Kelly se había mostrado un poco frívolo, pero ahora se puso serio:
—Se supone que tengo que evitar las preocupaciones, ¿no es así, señorita O’Toole? El ejercicio me ayuda. Con un brazo inmovilizado no puedo correr, no puedo hacer tracciones, no puedo levantar pesas. Pero sí puedo ir en bicicleta. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Sandy señaló la puerta. Una vez en el pasillo, protegida por el bullicio, añadió—: Lamento mucho lo de su amiga.
—Gracias. —Apartó la mirada, un poco aturdida por el esfuerzo físico, mientras caminaban entre otros pacientes—. En el ejército, los funerales son un ritual más. El bugle, la bandera, los chicos de los rifles. Te ayuda a creer que todo aquello tenía algún sentido. Sigue doliendo, pero es una forma convencional de decir adiós. Aprendimos a convivir con eso. Pero lo que le ocurrió a usted es diferente, y también es diferente lo que acaba de ocurrirme a mí. Dígame, ¿usted qué hizo? ¿Se dedicó más a su trabajo?
—Terminé mis estudios. Soy enfermera. Doy clases. Me preocupo por mis pacientes. —Y a eso se reducía ahora su vida.
—Bueno, por mí no tiene que preocuparse, ¿de acuerdo? Conozco mis límites.
—¿Dónde están esos límites?
—Muy lejos —respondió Kelly esbozando una breve sonrisa—. ¿Qué tal lo hago?
—Muy bien.
Los dos sabían que no había sido fácil. Donald Madden había viajado a Baltimore para reclamar ante el juez el cuerpo de su hija. Dejó a su esposa en casa y no se vio con nadie, pese a las súplicas de Sarah Rosen. Por teléfono, el hombre dijo que no le interesaba hablar con un fornicador; Sandy conocía aquella clase de comentarios. El cirujano le había hablado del pasado de la chica, y lo que le había ocurrido no era más que un triste epílogo para una vida triste y breve. Kelly preguntó por los trámites del funeral, y los médicos le dijeron que no podría abandonar el hospital. Kelly lo aceptó en silencio, para sorpresa de la enfermera.
Todavía tenía el hombro inmovilizado, y Sandy sabía que tenía que dolerle. No era la única que había observado en su rostro alguna mueca de dolor, sobre todo poco antes de la toma del sedante, pero Kelly no era de los que se quejaban. Incluso ahora, cuando todavía no había recuperado el resuello después de aquellos extenuantes treinta minutos de bicicleta, se esforzaba por caminar todo lo deprisa que podía, como si fuera un atleta.
—¿Por qué va tan aprisa? —dijo Sandy.
—No lo sé. ¿Acaso ha de haber un motivo para todo? Yo soy así, Sandy.
—Mis piernas no son tan largas como las suyas. No corra tanto, por favor.
—Está bien. —Kelly aminoró el paso cuando ya llegaban al ascensor—. ¿Cuántas chicas hay como Pam?
—Demasiadas. —Sandy no conocía las cifras exactas. Pero eran las suficientes para ser consideradas un tipo de pacientes, para que supieras que existían.
—¿Quién las ayuda?
La enfermera llamó el ascensor.
—Nadie —contestó—. Están iniciando programas de desintoxicación, pero los verdaderos problemas son su pasado y las consecuencias de este. Ahora hay una expresión nueva: «Disfunción del comportamiento». Si robas puedes acogerte a un programa. Si abusas de menores puedes acogerte a un programa. Pero las chicas como Pam son proscritas. Nadie hace gran cosa por ellas. Los únicos que se encargan de eso son los grupos religiosos. Si alguien lo definiera como enfermedad, quizá la gente les prestaría más atención.
—¿Es una enfermedad?
—Yo no soy médico, John, sólo enfermera. De todos modos no es mi especialidad. Yo hago posoperatorios. Sí, claro, en las comidas hablamos de eso, y entiendo un poco. Es sorprendente cuántas aparecen muertas. Sobredosis, accidentales o deliberadas. Eso no se sabe nunca. O se cruzan con quien no debieran, o su chulo se pone demasiado violento, y te las encuentras así; y los problemas médicos subyacentes no ayudan demasiado. Hay muchas que no lo superan: hepatitis producida por agujas usadas, neumonía… Si añades eso a una herida grave… bueno, es una combinación mortal. Pero no sé si alguien piensa hacer algo. —Sandy O’Toole bajó la mirada mientras llegaba el ascensor—. Los jóvenes no deberían morir así.
—Tiene razón. —Kelly la invitó a entrar en el ascensor.
—Usted es el paciente —objetó ella.
—Y usted la dama —insistió Kelly—. Lo siento, pero me educaron así.
«¿Quién es este hombre?», se preguntó Sandy. Estaba al cuidado de varios pacientes, por supuesto, pero el profesor Rosen le había ordenado que lo vigilara bien; bueno, no exactamente, pero todo el mundo se tomaba muy en serio las «sugerencias» del doctor Rosen, y sobre todo ella, que sentía un gran respeto por él como amigo y consejero. No se trataba de alcahuetería, como ella había sospechado al principio. Kelly todavía estaba demasiado dolido; y ella también, aunque se resistiera a reconocerlo. Qué hombre tan extraño. En muchos aspectos se parecía a Tim, su esposo muerto en Vietnam, pero era mucho más cauteloso. Una extraña mezcla de amabilidad y brusquedad. No había olvidado lo que había visto la semana anterior, pero ahora eso había desaparecido por completo. Kelly la trataba con respeto y buen humor, y jamás hacía un comentario sobre su atractiva silueta, como hacían muchos pacientes (y a lo que ella respondía con fingido recato). Había estado unido con una chica cuyo pasado la enfermera conocía, y era viudo. Era muy desafortunado y sin embargo muy resuelto. Con qué frenesí se esforzaba en la rehabilitación. Su aparente dureza. ¿Cómo podía reconciliarse eso con aquellos incongruentes buenos modales?
—¿Cuándo podré marcharme? —preguntó Kelly fingiendo despreocupación.
—Dentro de una semana —replicó Sandy. Salieron del ascensor. Y añadió—: Mañana le quitaremos el vendaje del brazo.
—¿En serio? Sam no me lo ha dicho. ¿Y ya podré moverlo?
—Al principio le dolerá —advirtió la enfermera.
—Diablos, Sandy, también me duele ahora —dijo Kelly con una sonrisa—. Con tal de poder moverlo, que más da que duela.
—Estírese —le ordenó la enfermera.
Antes de que pudiera protestar Sandy ya le había puesto el termómetro en la boca y le estaba tomando el pulso. Luego le tomó la tensión y anotó estos números en la gráfica; 36,8, 64 y 10/60. Las dos últimas cifras resultaban especialmente sorprendentes, pensó. El paciente se estaba recuperando muy deprisa. Se preguntó dónde estaba la urgencia.
«Una semana más —se dijo Kelly cuando la enfermera lo dejó solo—. Tengo que recuperar este maldito brazo».
—Dinos, ¿qué has averiguado? —preguntó el vicealmirante Maxwell.
—Buenas y malas noticias —contestó el contraalmirante Greer—. La buena es que la oposición tiene muy pocas fuerzas terrestres a una distancia de reacción del objetivo. Hemos identificado tres batallones. Dos se están entrenando para ir al sur. El otro acaba de volver de Eye Corps. Está bastante mermado; lo están reconstruyendo. No tienen muchas armas pesadas. Si tienen formaciones mecanizadas, están muy lejos de aquí.
—¿Y la mala noticia? —preguntó el contraalmirante Podulski.
—¿No te lo imaginas? La costa está plagada de baterías antiaéreas. Bases de lanzamiento de misiles SA–2 aquí, aquí y probablemente también aquí. Para los carros ligeros es peligroso, Cas. Y para los helicópteros… Un par de helicópteros de rescate sí, desde luego, pero una operación a gran escala sería verdaderamente arriesgada. Todo esto ya lo repasamos cuando preparábamos la operación KINGPIN, ¿te acuerdas?
—Sólo está a cincuenta kilómetros de la playa.
—Quince o veinte minutos en helicóptero, volando en línea recta, y eso no lo podrán hacer, Cas. Yo mismo he estudiado los mapas. La mejor ruta que se me ocurre (ya sé que es tu zona, Cas, pero yo también la conozco un poco) supone veinticinco minutos, y no me parece acertado volar de día.
—Podemos utilizar B–52 para abrirnos un pasillo —sugirió Podulski. La sutilidad nunca había sido su fuerte.
—Tenía entendido que no querías hacer mucho ruido —comentó Greer—. Mira, la verdadera mala noticia es que nadie demuestra demasiado entusiasmo por este tipo de misiones. KINGPIN fracasó…
—¡Nosotros no tuvimos la culpa! —objetó Podulski.
—Ya lo sé, Cas, ya lo sé —reconoció Greer con paciencia. Podulski siempre había sido muy apasionado.
—Tiene que ser factible —refunfuñó Cas.
Los tres hombres estudiaron las fotografías de reconocimiento. Era una buena serie; dos de satélites, dos de SR–71 Blackbird, y tres muy recientes de aviones teledirigidos Buffalo Hunter. El campamento era un cuadrado exacto de doscientos metros cuadrados que sin duda se ajustaba exactamente al diagrama de algún manual de los países del Este sobre construcción de instalaciones de seguridad. En cada esquina había una torre de vigilancia de diez metros de altura. Cada torre estaba provista de un techo metálico para proteger de la lluvia la ametralladora RPD, un modelo ruso obsoleto. Dentro del recinto había tres edificios grandes y dos pequeños. Suponían que en el interior de uno de los edificios grandes había veinte oficiales americanos, todos del rango de teniente coronel o comandante, o superior, porque aquel era un campamento especial. Las fotografías tomadas por el Buffalo Hunter eran las que primero habían llamado la atención de Greer. Una de ellas era lo suficientemente buena como para identificar un rostro, el del coronel Robin Zacharias, de la Fuerza Aérea. Su F–105 G Wild Weasel había sido derribado hacía catorce meses; los norvietnamitas habían informado de la muerte del coronel y su artillero. Incluso habían publicado una fotografía de su cadáver. Aquel campamento, cuyo nombre en clave (SENDER GREEN), sólo conocían unos cincuenta hombres y mujeres, estaba separado del más conocido Hanoi Hilton, que había sido visitado por ciudadanos americanos y donde se habían concentrado casi todos los prisioneros de guerra americanos desde la espectacular pero fracasada operación KINGPIN en el campamento de Song Tay. Completamente aislado, situado en un lugar de lo más recóndito, aparentemente inexistente, SENDER GREEN era una realidad inquietante. América quería recuperar a sus pilotos, fuera cual fuera el desenlace de la guerra. Pero la existencia de un lugar como aquel invitaba a pensar que algunos nunca regresarían. Un estudio estadístico de las víctimas arrojaba una escandalosa irregularidad: había más muertes entre los oficiales de la Fuerza Aérea de rango relativamente alto que entre los de rango inferior. Se sabía que el enemigo tenía buenas fuentes de inteligencia, que muchos de sus informadores pertenecían al movimiento «pacifista americano», que tenían archivos sobre los oficiales superiores americanos: quiénes eran, qué sabían, qué otros trabajos habían desempeñado. Cabía la posibilidad de que a aquellos oficiales se les retuviera en un lugar especial, que los norvietnamitas estuvieran utilizando sus conocimientos para negociar con los rusos. Los conocimientos de los prisioneros en áreas de especial interés estratégico podían cambiarse por el apoyo de una nación patrocinadora que estaba perdiendo el interés en esta larga guerra, teniendo en cuenta la progresiva relajación de la tensión mundial. Había muchos juegos en marcha.
—Valiente —murmuró Maxwell. Las tres ampliaciones mostraban el rostro de aquel hombre; en las tres miraba directamente a la cámara. En la última se veía a un guardia golpeándole con la culata del rifle en la espalda. No cabía ninguna duda: era Zacharias.
—Ese es ruso —dijo Casimir Podulski señalando las fotografías. El uniforme era inconfundible.
Sabían lo que Cas estaba pensando. Era el hijo del embajador de Polonia en Washington en 1939, tenía el título de conde y era descendiente de una familia que había luchado en el bando del rey Juan Sobieski. Su familia había sido extinguida, por un lado de la línea de demarcación, por los nazis junto con el resto de la nobleza polaca y, en otro lado, por los rusos en el bosque Katyn, donde habían asesinado a dos hermanos después de luchar en una breve y fútil guerra de dos frentes. En 1941, el día después de su graduación en la Universidad de Princeton, Podulski ingresó en la Armada norteamericana como piloto, adoptando una nueva nacionalidad y una nueva profesión a las que sirvió con orgullo y destreza. Y con rabia. Y ahora la rabia era aún más intensa, porque pronto le obligarían a retirarse. Greer entendía el motivo: la artritis había deformado sus delicadas manos. Por mucho que intentara ocultarlo, no conseguiría pasar el próximo examen médico, y Cas se enfrentaría al retiro con el recuerdo de un hijo muerto y una esposa sometida a tratamiento antidepresivo, después de una carrera que seguramente consideraría un fracaso pese a sus medallas y condecoraciones.
—Hemos de encontrar una manera —dijo Podulski—. De lo contrario, no volveremos a ver a esos hombres. ¿Sabes quién podría estar ahí, Dutch? Pete Francis, Hank Osborne.
—Pete trabajaba para mí cuando yo estaba en el Enterprise —reconoció Maxwell. Los dos miraron a Greer.
—Estoy de acuerdo con la naturaleza del campamento. Tenía mis dudas. Zacharias, Francis y Osborne son personas en las que podrían estar interesados. —El oficial de la Fuerza Aérea había estado en Omaha como parte del grupo que elegía los destinos de las armas estratégicas, y sus conocimientos de los más secretos planes de guerra americanos eran muy amplios. Los dos oficiales de la Armada también guardaban informaciones muy importantes, y aunque todos ellos fueran valientes y entregados, y estuvieran firmemente determinados a negar, ocultar y disimular, no eran más que hombres, y los hombres tenían límites. Y su enemigo tenía mucho tiempo—. Mira, si quieres puedo intentar venderle la idea a alguien, pero no tengo muchas esperanzas.
—Si no lo hacemos, estaremos incumpliendo la palabra que dimos a nuestra gente —dijo Podulski, y golpeó la mesa con el puño.
Pero Cas también tenía planes. El descubrimiento de aquel campamento y el rescate de los prisioneros dejarían muy en claro que Vietnam del Norte había mentido públicamente. Eso podría enturbiar lo suficiente las conversaciones de paz para obligar a Nixon a adoptar un nuevo plan opcional diseñado por un grupo de trabajo del Pentágono: la invasión del Norte mediante la más americana de las operaciones militares. Se trataba de un ataque sin precedentes por su osadía, su alcance y sus peligros: un transporte aéreo directo a Hanoi, una división de marines atacando las playas a ambos lados de Haifong, ataques aéreos en el medio, apoyados por todo lo que América pudiera aportar a un intento masivo y aplastante de debilitar a Vietnam del Norte capturando a su líder político. Ese plan, cuyo nombre en clave cambiaba cada mes —de momento se llamaba CERTAIN CORNET— era el Santo Grial de la venganza para todos los profesionales que durante seis años habían presenciado cómo su país se perdía en la indecisión y malgastaba sus hijos.
—Ya lo sé. Osborne trabajó para mí en Suitland. Yo acompañé al capellán cuando le entregó aquel maldito telegrama. Recuerda que estoy en el mismo bando que tú. —A diferencia de Cas y Dutch, Greer sabía que CERTAIN CORNET nunca sería más que un estudio. No podía pasar, sencillamente; no sin informar al Congreso, y el Congreso tenía demasiadas filtraciones. Habría sido posible en 1966 o 1967, e incluso en 1968, pero ahora una operación como aquella era imposible. Pero SENDER GREEN todavía estaba en pie, y esta misión sí era posible.
—Cálmate, Cas —aconsejó Maxwell.
—Sí, señor.
Greer estudió con detenimiento el mapa en relieve.
—Mira, creo que os estáis obcecando —dijo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Maxwell.
Greer señaló una línea roja que iba desde una ciudad costera hasta casi la puerta principal del campamento. En las fotografías aéreas parecía una carretera importante, asfaltada y todo.
—Las fuerzas defensivas están aquí, aquí y aquí. La carretera está aquí, y corre paralela al río. Hay baterías antiaéreas por toda la zona; la carretera las apoya, pero mira, los triple–A no suponen un gran peligro para el tipo de armas que…
—Eso es una invasión —observó Podulski.
—¿Y mandar dos compañías de tropas aerotransportadas no lo es?
—Siempre te he considerado muy inteligente, James —dijo Maxwell—. Mira, aquí es donde derribaron a mi hijo. Un grupo de las Fuerzas Especiales entró y lo rescató justo aquí —dijo el almirante señalando un punto en el mapa.
—¿Sabéis de alguien que conozca la zona desde tierra? —preguntó Greer—. Eso nos ayudaría.
—Hola, Sarah —dijo Kelly, invitándola a sentarse. Le pareció que había envejecido.
—Es la tercera vez que vengo, John. Las otras dos estabas dormido.
—Sí, últimamente duermo bastante. No te preocupes. Sam viene un par de veces al día. —Empezaba a sentirse incómodo. Enfrentarse a los amigos era lo peor, pensó Kelly.
—En el laboratorio hay mucho trabajo. Creemos que estamos cerca de algo. Y… bueno, las jornadas de veinte horas no son muy divertidas.
—Te pediría que me lo explicaras, pero Sam me ha dicho que él no lo entiende, y…
Sarah le interrumpió:
—John, lamento mucho haberte pedido que vinieras a la ciudad. Habría podido enviarte a algún otro sitio. Ella no necesitaba ver a Madge. Tengo un amigo en Annapolis, es un médico muy bueno… —añadió con tono vacilante.
«Se siente culpable», pensó Kelly.
—Tú no tienes la culpa de nada, Sarah —dijo cuando ella dejó de hablar—. Pam y tú erais buenas amigas. Si su madre hubiera sido como tú, quizá…
Pero ella no le prestó atención y continuó:
—Debí haberte dado cita para más tarde. Si el horario hubiera sido otro…
«En eso tiene razón», pensó Kelly. Las variables. ¿Y si…? ¿Y si él hubiera decidido aparcar en otra manzana? ¿Y si Billy no le hubiera visto? ¿Y si él no se hubiera movido y hubiese dejado a aquel bastardo hacer lo que quería? ¿Otro día, otra semana? Y si… muchas cosas. El pasado ocurría porque cientos de cosas insignificantes coincidían con exactitud, de la forma correcta, en el orden correcto; y mientras que resultaba fácil aceptar los resultados positivos, los negativos sólo te enfurecían. ¿Y si hubiera tomado un camino diferente al salir de la tienda de alimentación? ¿Y si no hubiera visto a Pam en el arcén y no la hubiera recogido? ¿Y si no hubiera visto las pastillas? ¿Y si no le hubiera dado importancia, o si se hubiera puesto tan furioso que la hubiera abandonado? ¿Seguiría ella con vida? Si su padre hubiera sido un poco más comprensivo y ella no se hubiera marchado, ellos nunca se habrían conocido. ¿Aquello era bueno o malo?
Y si todo eso fuera verdad, ¿qué importancia tenía? ¿Era todo un accidente? El problema consistía en que no lo sabías. Quizá si él fuera Dios mirándolo todo desde arriba, quizá entonces todo aquello tendría un sentido, pero, desde dentro, las cosas sencillamente sucedían, pensó Kelly, y uno lo hacía lo mejor que podía, e intentaba aprender de sus errores para cuando ocurriera el próximo acontecimiento azaroso. ¿Pero tenía sentido todo aquello? ¿Alguna cosa tenía realmente sentido, diablos? Aquella era una pregunta demasiado complicada para un antiguo oficial de la Armada que se recuperaba en una cama de hospital.
—Sarah, tú no tienes la culpa de nada. ¿Qué habrías podido cambiar? Tú la ayudaste lo mejor que pudiste. ¿Cómo habrías podido cambiar eso?
—¡Maldita sea, Kelly! ¡La habíamos salvado!
—Lo sé. Y yo fui el que la trajo aquí, y el que no se preocupó, no tú. Sarah, todo el mundo me dice que no fue culpa mía, y entonces vienes tú y me dices que es culpa tuya. —Esbozó una especie de sonrisa—. Todo esto es muy complicado, pero hay una cosa que está muy clara.
—No fue un accidente, ¿verdad? —dijo Sarah.
—No, no lo fue.
—Allí está —dijo Oreza con tranquilidad, sin apartar los prismáticos del lejano punto—. Tal como usted dijo.
—Ven con nosotros —susurró el policía en la oscuridad.
No era más que una afortunada casualidad, pensó el cabo. Aquella gente tenía una granja de maíz en el distrito de Dorchester, pero entre las hileras de plantas de maíz había plantas de marihuana. Sencillo pero eficaz. En las granjas había graneros y dependencias, e intimidad. Como eran personas inteligentes, no se llevaban el producto por el puente de la bahía en su camioneta, donde en verano los atascos eran impredecibles y, además, un avispado empleado del peaje había ayudado a la policía a desmantelar una operación hacía sólo un mes. Eran lo suficientemente precavidos como para convertirse en una amenaza para su amigo. Había que acabar con aquello.
Así que utilizaban un barco. Esa providencial casualidad le daba a la Guardia Costera la oportunidad de participar en una operación y así adquirir cierto prestigio. No era peligroso, después de que él los hubiera utilizado para matar a Angelo Vorano, pensó el teniente Charon, sonriendo, en la timonera.
—¿Los cogemos ahora? —preguntó Oreza.
—Sí. Los que van a recibir la mercancía son de los nuestros. No se lo digas a nadie. No queremos ponerlos en un aprieto.
—Como quiera. —El cabo aceleró y giró a estribor—. Atentos —dijo a su tripulación.
El impulso hizo que la popa del barco se hundiera. Para Oreza, el rugido de los motores era estimulante. El pequeño timón vibró en sus manos cuando la nave enfiló su nuevo rumbo. Lo más gracioso era que iban a cogerlos por sorpresa. La Guardia Costera era la autoridad más importante en el mar, pero su principal actividad siempre había sido la búsqueda y el rescate, y todavía no había corrido el rumor de su nueva misión. Y era una lástima, pensó Oreza. Había encontrado a unos cuantos hombres de la Guardia Costera fumando hierba en los últimos dos años, y los que habían presenciado el incidente todavía lo recordaban.
Ahora el objetivo estaba a la vista. Era un barco de pesca de nueve metros, seguramente con un viejo motor Chevy, y eso significaba que no tenía ninguna posibilidad al lado de la patrullera. Tener un buen disfraz era muy importante, pensó Oreza mientras sonreía, pero, por bueno que fuera, apostar tu vida y tu libertad a una sola carta no era una decisión muy inteligente.
—Hagamos que todo parezca normal —dijo el policía.
—Mire a su alrededor, señor —dijo el cabo.
La tripulación estaba alerta, pero no lo parecía, y tenían las armas enfundadas. La patrullera navegaba casi directamente hacia su estación de Thomas Point, y si el otro barco llegaba a fijarse en ellos —y de momento nadie miraba a popa— imaginarían que la patrullera se dirigía al muelle. Quinientos metros. Oreza puso los mandos a cero para conseguir uno o dos nudos extra de impulso.
—Ahí está, señor English —dijo un tripulante. La otra patrullera de Thomas Point navegaba en dirección opuesta, saliendo de la estación en línea recta hacia el faro.
—No son muy inteligentes, ¿no le parece? —comentó Oreza.
—Si fueran inteligentes no violarían la ley.
—Tiene razón, señor.
Cuando sólo los separaban trescientos metros, alguien volvió la cabeza en popa y vio la pequeña patrullera, blanca y reluciente. Tres personas que iban a bordo del barco de pesca, y el que se había girado, se acercaron al que estaba al timón para decirle algo. La escena resultaba casi cómica. Oreza se imaginaba lo que estarían diciendo: «Ahí detrás viene una patrullera de la Guardia Costera, así que tranquilos. Seguro que están haciendo el relevo, porque allí se ve otra… Ojo, esto no me gusta nada. ¡Tranquilos, maldita sea! No me gusta nada. ¡Quietos! No llevan las luces encendidas, y su estación está ahí mismo».
«Ha llegado el momento» —pensó Oreza, sonriéndose—. Ha llegado el momento de decir: «¡OH, NO! ¡MIERDA!».
El tipo del timón se dio la vuelta y abrió y cerró la boca. Las palabras que pronunció fueron exactamente aquellas. Uno de los tripulantes más jóvenes leyó sus labios y se rio.
—Me parece que se han dado cuenta, señor.
—¡Encended las luces! —ordenó Oreza, y los focos del techo de la timonera empezaron a parpadear.
El pesquero viró rápidamente hacia el sur, pero la patrullera lo imitó para cortarle el paso, dejando claro que no podría superarla.
«Tendríais que haber gastado ese dinero en otra cosa, chicos», pensó Oreza, que sabía que los criminales aprenden de sus errores; no habría sido difícil conseguir un barco capaz de superar a una patrullera de doce metros.
El pesquero detuvo los motores, atrapado entre dos patrulleras. La del oficial English se quedó un poco más lejos mientras la de Oreza se acercaba.
—¡Eh, los del barco! —dijo el cabo por su altavoz—. Somos la Guardia Costera y vamos a subir a bordo para realizar una inspección rutinaria. Que todo el mundo permanezca donde podamos verlos, por favor.
Parecían aficionados que acababan de presenciar la derrota de su equipo de fútbol. Sabían que no podían escapar, que era inútil oponer resistencia, y se quedaron inmóviles y resignados, aceptando el destino. Oreza se preguntaba cuánto duraría aquello. Cuánto tardaría algún estúpido en disparar.
Dos de sus marineros saltaron a bordo, cubiertos por otros desde la patrullera. El oficial English se acercó un poco más. Un buen marino, pensó Oreza, tal como debía ser un oficial, y además tenía a su gente en cubierta para ofrecerles protección en caso de que los traficantes tuvieran alguna idea disparatada. Los tres hombres se quedaron de pie, a la vista, con la cabeza gacha y con la esperanza de que fuera verdaderamente una inspección rutinaria. Los dos hombres de Oreza entraron en la cabina. Salieron en menos de un minuto. Uno se tocó la visera de la gorra, indicando que no había nadie dentro, y luego se tocó la barriga. Sí, había droga a bordo del barco. Cinco toques: mucha droga.
—Tenemos un alijo, señor —dijo Oreza sin perder la calma.
El teniente Mark Charon, del departamento de narcóticos de la policía de Baltimore, se apoyó contra el marco de la puerta y sonrió. Iba vestido de paisano, y como llevaba el salvavidas naranja reglamentario cualquiera lo habría podido tomar por un hombre de la Guardia Costera.
—Encárguese usted. ¿Qué va a decir en su informe? —Inspección rutinaria, y ¡mira por dónde, llevaban drogas a bordo!— dijo Oreza, fingiendo sorpresa.
—Muy bien, cabo Oreza.
—Gracias, señor.
—Ha sido un placer, capitán.
Charon ya lo había explicado a Oreza y a English. Para proteger a sus informadores, la Guardia Costera se atribuiría los méritos de la detención, lo cual no desagradaba al cabo ni al oficial. Oreza tendría oportunidad de pintar un símbolo de victoria en su mástil del radar: un dibujo de una hoja de marihuana. Y los tripulantes tendrían algo de que alardear. Hasta cabía la posibilidad de que tuvieran que pasar por la aventura de testificar ante un tribunal federal; aunque no era probable, porque los traficantes confesarían cualquier delito menor que su abogado pudiera negociar. Alegarían el atenuante de que la gente a la que estaban haciendo la entrega los había delatado. Con suerte, los compradores desaparecerían, y eso facilitaría la tarea. Habría otra puerta abierta en la ecoestructura de la droga —otra palabra nueva del argot que Charon había aprendido—. Por lo menos, un rival en potencia de la ecoestructura estaba ahora fuera del negocio para siempre. El teniente Charon se ganaría una palmadita en la espalda por parte de su capitán, seguramente también una carta de felicitación de la Guardia Costera y de la oficina del fiscal, y por descontado las felicitaciones por llevar a cabo una operación tan discreta y eficaz que no había puesto en un apuro a los informadores. «Uno de nuestros mejores hombres —volvería a afirmar su capitán—. ¿De dónde sacas informaciones como esta?». «Usted sabe cómo funcionan estas cosas, capitán, tengo que proteger a esta gente». «Desde luego, Mark, lo comprendo. Sigue así».
«Haré todo lo que pueda, señor», pensó Charon mientras contemplaba la puesta de sol. Ni siquiera miró a los de la Guardia Costera mientras esposaban a los sospechosos y les leían sus derechos, sonriendo mientras lo hacían, pues para ellos aquello era un juego muy entretenido. Y también lo era para Charon.
«¿Dónde están los malditos helicópteros?», se preguntó Kelly.
Aquella maldita misión había empezado mal. Pickett, su compañero, había sufrido un repentino ataque de disentería y no pudo acompañarlo, y Kelly había salido solo. Aquello no era bueno, pero la misión era demasiado importante, y tenían que cubrir cada aldea y cada pueblo —poblado era el término más común, porque era flexible y podía significar cualquier cosa—. Había entrado solo, y se deslizaba con sumo cuidado por las pestilentes aguas de aquel río; bueno, en el mapa lo llamaban río, pero a Kelly no le parecía lo suficientemente grande.
«Y claro, este es el poblado al que tenían que venir, los muy cabrones».
«PLASTIC FLOWER —pensó sin dejar de escuchar y mirar a su alrededor—. ¿A quién se le ocurriría ese nombre?».
PLASTIC FLOWER era el nombre en clave de un equipo de acción política de los norvietnamitas. El equipo de Kelly tenía varios nombres, y ninguno era elogioso. Seguro que los trabajadores del distrito electoral que Kelly había visto en Indianápolis el día de las elecciones no eran de aquellos a los que se enseñaba en Hanoi a ganarse el corazón y la mente de la gente.
El jefe del poblado se había pasado de valiente. Y ahora estaba pagando por su imbecilidad ante los lejanos ojos del segundo oficial J.T. Kelly. El equipo había llegado a la una y media, y había entrado de forma muy ordenada y casi civilizada en cada cabaña, despertando a todos los granjeros y llevándolos a la zona comunitaria para ver a su descaminado jefe, y a su esposa y a sus tres hijas, esperándolos, sentados en el suelo, con los brazos cruelmente atados a la espalda. El comandante que dirigía el PLASTIC FLOWER los invitó a todos a sentarse con tono cortés; Kelly alcanzó a oírlo desde su puesto de observación, a menos de doscientos metros. El poblado necesitaba una lección sobre lo estúpido que era resistirse al movimiento de liberación del pueblo. No es que fueran malas personas, sino que sencillamente estaban descaminados, y esperaba que aquella sencilla lección los ayudara a comprender sus errores.
Empezaron con la mujer. Les llevó veinte minutos.
«¡Tengo que hacer algo!», se dijo Kelly.
«Son once, idiota», se contestó. Y el comandante podía ser un capullo sádico, pero los diez soldados que lo acompañaban no habían sido elegidos exclusivamente por sus ideas políticas. Debían de ser soldados de confianza, experimentados y entregados. Lo que Kelly no alcanzaba a comprender era cómo podía alguien entregarse a cosas como aquella. Pero era muy consciente de que ellos eran así.
¿Dónde coño estaba el equipo de apoyo? Había llamado hacía cuarenta minutos, y la base de apoyo estaba a sólo veinte minutos de helicóptero; este pequeño poblado estaba muy cerca de la zona «pacificada». Querían a aquel comandante. Su equipo también podría servirles, pero al comandante lo querían vivo. Sabía dónde se escondían los líderes políticos locales, a los que los marines no habían podido barrer en el espléndido raid seis semanas atrás. Seguramente esta misión era una respuesta a aquella, una respuesta deliberada, muy cerca de la base americana, para decirles: No, todavía no nos tenéis a todos, y nunca nos tendréis.
«Y seguramente tienen razón», pensó Kelly; pero aquella cuestión estaba más allá de la misión de aquella noche.
La hija mayor tendría unos quince años. No era fácil adivinar la edad de las delicadas y engañosas vietnamitas. Había durado veinticinco minutos y todavía no había muerto. Desde su puesto, Kelly oía los gritos de la niña, y cogió con fuerza su arma.
Los diez soldados que acompañaban al comandante estaban correctamente desplegados. Había dos hombres con el comandante, y se turnaban con los otros para que todos pudieran participar en la fiesta de aquella noche. Uno de ellos acabó con la niña de una puñalada. La siguiente debía de tener doce años.
Kelly escuchó con atención, rezando para distinguir el murmullo de los helicópteros. Había otros ruidos. El rugido de los 155 de la base de la Armada hacia el este. Unos cuantos aviones. Pero ningún sonido era lo suficientemente fuerte para apagar los agudos chillidos de la niña. Pero ellos seguían siendo once, y Kelly estaba solo; y si Pickett hubiera estado con él tampoco se habrían arriesgado a actuar. Kelly tenía su fusil, suficiente munición, cuatro granadas, dos cuchillos y dos bombas de humo. Su arma más eficaz era la radio, pero ya había llamado dos veces y en ambas ocasiones le habían ordenado quedarse donde estaba.
Desde la base era fácil decir eso.
Doce o trece años. Demasiado joven para una cosa así. Aunque para aquello no había edad. Pero él solo no podía hacer nada, y no tenía ningún sentido añadir su muerte a la de aquella familia.
¿Cómo eran capaces? ¿No eran hombres, soldados profesionales como él? ¿Podía haber algo tan importante que les hiciera olvidar su humanidad? Lo que estaba viendo parecía imposible. No podía ser verdad. Pero lo era. El distante rugido de la artillería continuaba; estaban atacando una ruta de abastecimiento. Seguían pasando aviones, quizá Intruders de la Armada con alguna misión poco importante. Aquí era donde estaba el enemigo. Aquel jefe de poblado se había jugado su vida y la de su familia por algo que no funcionaba, y quizá el comandante pensaba que estaba siendo piadoso al eliminar sólo a una familia de la forma más instructiva posible en lugar de liquidarlos a todos de una manera más rápida. Pero los muertos no contaban historias, y ese comandante quería que esa historia se contara. Sabían cómo utilizar el terror.
Pasaba el tiempo; finalmente la niña de doce años enmudeció y la arrojaron a un lado. La última hija tenía ocho años; Kelly la vio con los prismáticos. Los muy bastardos habían encendido una hoguera. Qué arrogancia. No querían que nadie se perdiera aquel espectáculo.
Ocho años, ni siquiera lo suficientemente desarrollada para gritar. Kelly vio cómo cambiaban la guardia. Dos hombres acudieron al centro del poblado. El vigilante que estaba más cerca de la posición de Kelly todavía no había sido relevado. Seguramente no tendría ocasión de participar en la matanza. El jefe no tenía suficientes hijas; o quizá el comandante no estaba satisfecho de aquel soldado. El caso es que se había quedado sin ocasión de participar en la fiesta, y debía de sentirse frustrado. Pero se quedó mirando a sus compañeros. Quizá la próxima vez… «Por lo menos puede mirar», pensó Kelly, y por un momento, por primera vez en aquella noche, olvidó su deber.
Casi sin darse cuenta, Kelly recorrió la mitad del camino, gateando todo lo deprisa que podía, en silencio, ayudado por el terreno húmedo. Agazapado, se iba acercando a aquel quejido procedente de la hoguera.
«Tendrías que haberlo hecho antes, Johnnie».
«Era imposible».
«¡Mierda! ¡Era igual de imposible que ahora!».
Y en ese momento llegó el providencial sonido de un helicóptero Huey; seguramente más de uno, por el sudeste. Kelly fue el primero en oírlo, cuando se erguía sigilosamente detrás del soldado, con el cuchillo en la mano. Ellos todavía no lo habían oído cuando se lo clavó en la base del cráneo, tal como le habían enseñado. Lo hizo girar como un destornillador, mientras con la otra mano tapaba la boca de su víctima. Lo había hecho bien: el cuerpo quedó fláccido, y Kelly lo depositó en el suelo suavemente, no porque tuviera ningún estremecimiento de humanidad, sino para evitar ruidos.
Pero se oía ruido. Ahora los helicópteros estaban demasiado cerca. El comandante levantó la cabeza y miró hacia el sudeste. Había reconocido el peligro. Les gritó a sus hombres que se reunieran, y luego se volvió y disparó a la niña en la cabeza.
Sólo tardaron unos segundos en agruparse. El comandante contó rápidamente a sus soldados y advirtió que faltaba uno. Miró hacia el lugar donde estaba Kelly, pero la luz de la hoguera limitaba su visión y lo único que vio fue un movimiento indefinido.
«Uno, dos, tres», susurró Kelly después de arrancar la anilla de una granada. Los chicos de las Fuerzas Especiales cortaban sus propias mechas. Nunca sabías lo que la viejecita de la fábrica podía hacer. Las suyas quemaban durante cinco segundos exactos; al contar «tres» arrojó la granada. Como era metálica, el fuego de la hoguera la hizo brillar. El lanzamiento fue casi perfecto, y fue a parar al mismísimo centro del círculo que habían formado los soldados. Kelly ya estaba cuerpo a tierra cuando la granada tocó el suelo. Oyó el grito de alarma, pero ya era demasiado tarde.
La granada mató o hirió a siete de los diez hombres. Kelly se levantó con el fusil y abatió al primero disparándole en la cabeza. Ni siquiera se paró a mirar la nube roja, pues aquello era su profesión, no un hobby. El comandante todavía estaba vivo; tumbado en el suelo, intentaba apuntar con su pistola, pero recibió cinco disparos antes de conseguirlo. La noche había sido un éxito. Lo único que Kelly tenía que hacer ahora era sobrevivir. Había cometido una tontería, y tenía que actuar con cautela.
Kelly corrió hacia la izquierda, con su arma en alto. Por lo menos había dos enemigos moviéndose, armados y furiosos, y tan desconcertados que no se les había ocurrido huir. El primer helicóptero en aparecer era el de los focos; Kelly lo maldijo, porque ahora la oscuridad era su mejor aliada. Vio a un norvietnamita y le disparó, descargando la recámara. Volvió a cargar el arma y se puso a buscar al otro, pero se quedó contemplando el centro del poblado: la gente corría, algunos seguramente heridos por su granada, pero no tenía tiempo de preocuparse de aquello. Luego vio a las víctimas, y estuvo demasiado tiempo mirando el fuego, y cuando se apartó de allí tenía grabada la imagen de los muertos, y la luz había limitado su visión nocturna. Oyó el rugido de un Huey que se disponía a aterrizar cerca del poblado; el ruido del aparato apagó los gritos de los habitantes del poblado. Kelly se escondió tras la pared de una cabaña y parpadeó para recuperar la visión. Por lo menos había un enemigo ileso, y no iba a dirigirse hacia el helicóptero. Kelly avanzó un poco, pero más despacio. Entre esa cabaña y la siguiente había unos diez metros, una especie de pasillo iluminado por el resplandor de la hoguera. Antes de hacer la carrera miró, y salió corriendo con la cabeza agachada. Vio una sombra que se movía, y cuando se dio la vuelta tropezó con algo y cayó al suelo.
El polvo se levantó a su alrededor, pero no pudo identificar el ruido con suficiente presteza. Kelly rodó hacia la izquierda para esquivar los disparos, pero se acercó a la luz. Se incorporó y se tiró hacia atrás, hasta dar contra la pared de la choza. ¡Allí! Disparó, e inmediatamente notó una bala en el pecho. Otros dos disparos destrozaron su arma. Cuando volvió a abrir los ojos estaba boca arriba, y en el poblado reinaba la calma. Intentó moverse, pero el dolor se lo impidió. Alguien le golpeó el pecho con un rifle.
—¡Aquí, teniente! —oyó—. ¡Enfermero!
Lo acercaron al fuego. Kelly, con la cabeza caída hacia la izquierda, vio a unos soldados que inspeccionaban el poblado y desarmaban y examinaban a los norvietnamitas.
—Este cabrón está vivo —dijo uno de ellos.
—¿Ah, sí? —Otro se acercó, puso el cañón de su arma contra la frente del norvietnamita y disparó.
—¡Mierda, Harry! ¿Qué haces?
—¡Qué se joda! —gritó el teniente.
—¡Mire lo que ha hecho, señor! —gritó Harry. Se arrodilló y vomitó.
El enfermero se acercó a Kelly y preguntó:
—¿Qué le pasa a usted? —Kelly no podía contestar—. Mierda, teniente. ¡Este debe de ser el tipo que llamó!
Apareció otra cara, seguramente la del teniente al mando del equipo, que pertenecía a la Primera División de Caballería.
—¡Teniente, no hay peligro! ¡Ahora vamos a inspeccionar el perímetro! —gritó otra voz.
—¿Están todos muertos?
—Sí, señor.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó a Kelly el teniente—. ¡Malditos marines!
—¡Armada! —balbuceó Kelly, salpicando de sangre al enfermero.
—¿Cómo dice? —preguntó la enfermera O’Toole.
Kelly abrió los ojos de par en par. Se tocó el pecho y giró la cabeza para examinar la habitación. Sandy O’Toole estaba en un rincón, leyendo un libro a la luz de una pequeña lámpara.
—¿Qué hace usted aquí?
—Escuchar sus pesadillas —contestó la enfermera—. Esta es la segunda. ¿Sabe una cosa? Debería…
—Sí, ya lo sé.