VIII. ENCUBRIMIENTO

Fue una concatenación de circunstancias. El 20 de junio resultó un día caluroso y gris. Un fotógrafo del Sun de Baltimore tenía una nueva cámara, una Nikon, en sustitución de su venerada Honeywell Pentax, y si bien lamentaba la pérdida de esta, la nueva, como un nuevo amor, poseía características nuevas que explorar y disfrutar. Una de ellas era una serie de teleobjetivos que el distribuidor había añadido como obsequio. Se trataba de un modelo nuevo, y la compañía Nikon deseaba que fuese aceptado rápidamente por el colectivo de reporteros gráficos, por lo que veinte fotógrafos de diversos periódicos de todo el país habían recibido equipos gratuitos. Bob Preis había conseguido el suyo gracias al premio Pulitzer con que había sido galardonado tres años atrás. Se encontraba en su automóvil, a la altura de Drid Lake Drive, escuchando las emisiones de radio de la policía, a la espera de algo interesante, pero nada sucedía. Aburrido, se puso a juguetear con su nueva cámara, practicando sus habilidades en el cambio de lentes. La Nikon tenía un hermoso acabado, y al igual que un soldado de infantería aprende a desmontar y limpiar su fusil en la oscuridad, Preis cambiaba un lente tras otro guiándose por el tacto, mientras escudriñaba los alrededores a fin de mantener los ojos apartados de un procedimiento que debía resultar tan natural y automático como el abrocharse los pantalones.

Fueron los cuervos los que despertaron su atención. En medio del lago de contornos irregulares, algo descentrada, se alzaba una fuente. No era precisamente un ejemplo de destreza arquitectónica, tan sólo un liso cilindro de hormigón que sobresalía unos dos metros por encima del agua y en el que unos cuantos caños expulsaban agua hacia arriba, aun cuando los cambiantes vientos de ese día dispersaban el agua en todas las direcciones. Los cuervos trazaban círculos en el aire por encima del agua y de vez en cuando pretendían sumergirse en ella, pero las límpidas rociadas los ahuyentaban. ¿En qué se interesaban los cuervos? Buscó a ciegas en el maletín el teleobjetivo de 200 mm, lo acopló al cuerpo de la cámara y lentamente se llevó el aparato a los ojos.

—¡Dios mío! —exclamó Preis, y seguidamente tomó diez fotos. Sólo entonces cogió el teléfono de su coche y pidió a la centralita de su periódico que avisase inmediatamente a la policía. Luego cambió de lentes, eligiendo esta vez uno de 300 mm, el de mayor alcance. Tras acabar un carrete, colocó otro. Apoyó la cámara en el borde de la ventanilla del viejo y achacoso Chevy y terminó otro carrete. Observó cómo un cuervo caía en picado sobre el agua y se posaba sobre…

—¡Oh, por Dios, no…!

Lo que había allí era el cuerpo de una mujer joven, blanca como el alabastro. A través del teleobjetivo Preis divisó al cuervo directamente encima del cadáver, hundiendo sus garras y pavoneándose de un lado a otro, contemplando con sus despiadados ojos negros lo que para el ave constituía una suculenta comida. Preis dejó la cámara en el asiento y encendió el coche. Quebrantó dos ordenanzas de tráfico al acercarse a la fuente lo más posible y, en un caso raro de humanidad sobreponiéndose al profesionalismo, hizo sonar el claxon ininterrumpidamente en la esperanza de ahuyentar al pájaro. El ave miró en derredor y comprobó que, independientemente de la procedencia de aquel ruido, no había ningún peligro inminente, así que volvió sobre su presa dispuesto a elegir el primer bocado para su duro pico. Preis lo intentó de otra manera: se puso a encender y apagar las luces, lo que resultó tan insólito para el cuervo, que decidió levantar el vuelo. Podía tratarse de una lechuza y, a fin de cuentas, la comida no se irá de ahí. Daría unas vueltas de reconocimiento y luego regresaría a pegarse el atracón.

—¿Ocurre algo? —le preguntó un policía, surgido como por ensalmo, apostándose indolentemente junto a la ventanilla.

—Hay un cadáver en la fuente. Mire —contestó el sorprendido Preis, pasándole la cámara.

—¡Vaya! —musitó el policía, devolviéndole la cámara tras una larga y silenciosa pausa. A continuación llamó por radio mientras Preis gastaba otro rollo de fotografías.

Al poco empezaron a llegar coches de policía, más bien como cuervos, uno detrás de otro, hasta que ocho vehículos quedaron aparcados con los capós dirigidos hacia la fuente. Diez minutos después llegaba un camión de bomberos, junto con alguien del Departamento de Plazas y Parques, cuya furgoneta con remolque llevaba un bote que lanzaron rápidamente al agua. Luego aparecieron los de la oficina forense en un furgón laboratorio. Había llegado el momento de remar hasta la fuente. Preis pidió que le permitieran acompañarles —era mejor fotógrafo que los de la policía—, pero le rechazaron, así que siguió registrando el suceso desde la orilla del lago. De allí no sacaría otro Pulitzer, aunque podría haberlo ganado, pensó, si hubiese inmortalizado al ave carroñera en el momento de profanar el cadáver de una chica en pleno centro de una populosa ciudad. Pero no merecía la pena padecer pesadillas por un Pulitzer. Ya tenía bastante con las propias.

Poco a poco se había ido congregando gente. Los agentes de policía se reunían en pequeños grupos, intercambiando mordaces comentarios y haciendo observaciones de un humor negro. Una camioneta de la televisión llegó desde los estudios situados en la cima de Television Hill, al norte del parque, que albergaba el zoológico de la ciudad. Era un lugar al que Bob Preis solía llevar a sus hijos pequeños, que sentían una atracción especial por el león, al que llamaban, con absoluta falta de originalidad, Leo, y por los osos polares y por todos los demás depredadores confinados detrás de barrotes de acero y muros de piedra. A diferencia de cierta gente, pensó mientras contemplaba cómo levantaban el cadáver y lo metían en un saco de plástico. Al menos el tormento de aquella joven había pasado. Preis puso un nuevo carrete para fotografiar todo el proceso, que culminó con la introducción del cadáver en el vehículo policial a cargo del juzgado. Entretanto había llegado un reportero del Sun. El hombre se dedicó a hacer preguntas, mientras Preis llegaba a la conclusión de que el mejor sitio para su cámara en esos momentos era su cuarto oscuro de Calvert Street.

—John, la han encontrado —dijo Rosen.

—¿Muerta? —Kelly no fue capaz de levantar la mirada. El tono con que Sam había pronunciado esas palabras no dejaba lugar a dudas. No le sorprendía, pero el fin de la esperanza jamás resulta fácil para nadie.

Sam asintió con la cabeza.

—Sí.

—¿Cómo ocurrió?

—No lo sé. La policía me telefoneó hace un par de minutos.

—Gracias, amigo.

Si la voz humana podía sonar a ultratumba, se dijo Sam, la de Kelly parecía salida de un cadáver.

—Lo siento, John. Ya… ya sabes lo que sentía por ella.

—Sí, lo sé. No ha sido por tu culpa, Sam.

—No has comido nada —dijo Rosen, señalando la bandeja.

—No tengo hambre.

—Si quieres mejorar, tendrás que recuperar tus fuerzas.

—¿Para qué? —preguntó Kelly, contemplando fijamente el suelo.

Rosen se acercó a la cama y estrechó la mano de Kelly. No había mucho que decir. El cirujano no tuvo valor para mirarlo a los ojos. Había estado atando cabos, al menos lo suficiente para saber que su amigo se culpaba de lo sucedido, pero no sabía lo bastante como para hablar con él de ello, al menos no todavía. La muerte era una compañera para Sam Rosen, doctor en medicina y profesor titular de neurocirugía. Los neurocirujanos han de enfrentarse con lesiones graves de la anatomía humana, y en la mayoría de los casos con lesiones incurables. Sin embargo, la muerte inesperada de una persona conocida representa un duro golpe para cualquiera.

—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó Rosen al fin.

—Ahora no, Sam. Gracias.

—¿Quizá un sacerdote?

—No, ahora no.

—No ha sido culpa tuya, John.

—¿Y de quién, entonces? Ella confiaba en mí, Sam. Yo fui quien lo estropeó todo.

—La policía volverá a hablar contigo. Les dije que viniesen mañana por la mañana.

Había soportado el segundo interrogatorio esa misma mañana. El nombre completo de Pam, el de su ciudad natal, cómo se habían conocido. Sí, habían tenido relaciones íntimas. Sí, ella había sido una prostituta, se había fugado de su casa. Sí, su cuerpo presentaba signos de vejámenes. Pero no les había contado todo. De algún modo, había sido incapaz de facilitarles información voluntariamente, ya que eso suponía admitir necesariamente ante otros hombres la magnitud de su fracaso. Había eludido algunas preguntas, aduciendo que sentía dolores, lo que no era cierto del todo. Tuvo la impresión de no caerle bien a la policía, pero eso no le importaba. En esos momentos tampoco se caía muy bien a sí mismo.

—Está bien.

—Puedo… debería prescribirte ciertos medicamentos. He procurado emplear una medicación suave, no me gusta exagerar las cosas, pero podrían contribuir a que te relajaras, John.

—¿Drogarme aún más? —dijo Kelly, alzando la mirada, y su expresión fiera sobrecogió a Rosen—. ¿Crees que eso cambiaría en algo las cosas, Sam?

Rosen apartó la mirada, incapaz de mirarle a los ojos.

—Ya estás preparado para ocupar una cama normal. Te cambiaré en unos minutos.

—Bien.

El cirujano intentó agregar algo, pero no pudo encontrar las palabras apropiadas. Se marchó sin decir nada.

Sandy O’Toole y dos ayudantes fueron los encargados de trasladar a Kelly a una cama normal de hospital. Sandy levantó con una manivela la parte correspondiente a la cabeza para aliviar la tensión de la espalda herida.

—Me he enterado —dijo la enfermera, preocupada de que el dolor de ese hombre no tuviese una válvula de escape. Era un hombre rudo, pero no un demente. Quizá era un hombre de los que lloran a solas, pero ella estaba convencida de que aún no había llorado. Y sabía que lo necesitaba. Las lágrimas arrastran los venenos internos, venenos que, de no ser expulsados, pueden resultar tan mortíferos como su causa. La enfermera se sentó junto a la cama.

—Soy viuda —le dijo.

—¿Vietnam?

—Sí. Tim era capitán del Primero de Caballería.

—Lo siento —dijo Kelly, sin volver la cabeza—. Los de caballería me salvaron el pellejo en cierta ocasión.

—Es muy duro. Lo sé.

—La semana que viene hará ya un año; quiero decir, desde que perdí a Tish, y ahora…

—Sarah me lo contó. Señor Kelly…

—John —dijo cortésmente Kelly, que no se atrevía a mostrarse brusco con ella.

—Gracias, John. Mi nombre de pila es Sandy. Quería decirle que el infortunio no hace malas a las personas.

—No fue un infortunio. Ella me había advertido que se trataba de un lugar peligroso, pero yo la llevé allí porque quería verlo con mis propios ojos.

—Casi pierdes la vida por tratar de protegerla.

—No la protegí, Sandy. Yo la maté. —Kelly abrió los ojos desmesuradamente y contempló el techo—. Me comporté con ligereza y como un estúpido, y la maté.

—Otras personas la mataron, y otras personas trataron de matarte a ti. Tú eres la víctima.

—No soy una víctima. No soy más que un imbécil.

«Eso lo discutiremos más tarde» se dijo la enfermera O’Toole.

—¿Qué clase de chica era, John?

—No era feliz.

Kelly la miró a la cara, pero eso le hizo sentirse peor. Luego le contó una breve sinopsis de la vida de la difunta Pamela Starr Madden.

—Pues bien, aunque todos esos hombres la hirieron y abusaron de ella, tú le diste algo que nadie le había dado antes… —Sandy se interrumpió a la espera de una respuesta, pero no obtuvo ninguna—. La amabas, ¿no es cierto?

—Sí. —Kelly se estremeció por un momento—. Sí, la amaba.

—Desahógate— le dijo la enfermera. —Lo necesitas.

Lo primero que hizo Kelly fue cerrar los ojos. Luego meneó la cabeza con gesto de frustración.

—No puedo…

«Será un paciente difícil», pensó la enfermera. El concepto de hombría era un misterio para ella. Lo había observado en su esposo, quien había cumplido un período de servicio en Vietnam como teniente, y luego un segundo período como capitán de una compañía. La idea de volver no le había hecho ninguna gracia, pero no había tratado de evitarlo. Era parte de su trabajo, le había dicho en su noche de bodas, dos meses antes de su segunda partida. Un trabajo estúpido y despilfarrador que a Sandy le había costado la vida de su esposo y, según temía, la suya propia. ¿A quién podía importar realmente lo que ocurriera en un lugar tan remoto? Y sin embargo, aquello había sido muy importante para Tim. Cualquiera fuese la fuerza que le impulsara a ello, el legado de esa fuerza había sido para ella el vacío. El significado real de esa fuerza no era más que el terrible sufrimiento que ahora veía en el rostro de su paciente. Sandy podría haber entendido mejor ese sufrimiento si hubiese dado un paso más allá en su pensamiento.

—Eso ha sido realmente estúpido.

—Es un punto de vista —admitió Tucker—. Pero no puedo permitir que las chicas se larguen sin mi permiso, ¿comprendes?

—¿No has oído hablar de la costumbre del entierro?

—Alguien se encargará de eso —replicó Tucker, sonriéndose en la oscuridad mientras contemplaba la película.

Se encontraban en la última fila de un cine del centro de la ciudad, un cinematógrafo de los años treinta que se había convertido gradualmente en una ruina y comenzado a proyectar películas a partir de las nueve de la mañana para ir tirando. Seguía siendo un buen lugar para una reunión con un informante confidencial, tal como sería designado ese encuentro en la hoja de servicios de la policía.

—Además, fue una negligencia no matar al tipo.

—¿Creará problemas? —preguntó Tucker.

—Espero que no. Al parecer, no vio nada, ¿o sí?

—Eso tendrás que averiguarlo tú, tío.

—No puedo inmiscuirme tanto en ese caso, ¿lo recuerdas? —El hombre hizo una pausa para llevarse a la boca un puñado de palomitas de maíz, que masticó ávidamente para dar salida a su irritación—. Es persona conocida en el departamento. Sirvió en la Armada, es buceador y vive en alguna parte de la Costa Este, una especie de rico holgazán de playa, según creo. Del primer interrogatorio no salió a la luz absolutamente nada. Ahora Ryan y Douglas se encargarán del caso, pero no parece que tengan gran cosa entre manos.

—Eso fue más o menos lo que ella nos dijo cuando… «hablamos» con ella. La recogió cuando hacía autostop y al parecer se lo pasaron bomba durante unos días, pero luego se le acabaron las píldoras, según nos dijo, y le pidió que la trajera a la ciudad para reponer provisiones. Bueno, creo que no hemos metido la pata.

—Probablemente no, pero procurad controlar los cabos sueltos, ¿de acuerdo?

—¿Quieres que me encargue de él en el hospital? —preguntó Tucker sin pensárselo dos veces—. Es probable que pueda arreglar eso.

—¡No! ¿No comprendes, so idiota, que el caso se archivará como atraco a mano armada? Si sucediera algo, no haría más que hincharse. Y no es eso lo que queremos. Déjalo en paz. No sabe nada.

—Así pues, ¿no es un problema? —preguntó Tucker, que deseaba tener claro el asunto.

—No. Y no olvides que para abrir una investigación por asesinato se necesita un cadáver. ¡No quiero cadáveres!

—He de mantener a raya a mi gente.

—Por lo que he oído, la habéis…

—Tan sólo como escarmiento para mis chicas —le interrumpió Tucker, enfatizando sus palabras—. Se castiga a alguien para dar ejemplo. Si lo haces como es debido, ya no tendrás problemas durante una temporada. Pero tú no eres parte de eso. ¿Por qué te preocupa?

Otro buen puñado de palomitas de maíz ayudó al hombre a encajar la lógica de la situación.

—¿Qué tienes para mí?

Tucker sonrió en la oscuridad y dijo:

—Al señor Piaggi empieza a gustarle hacer negocios conmigo. Se oyó un gruñido en la oscuridad.

—Yo no me fiaría de ese pájaro.

—Eso complica las cosas, ¿no? —comentó Tucker, haciendo una pausa—. Pero necesito sus conexiones. Estamos a punto de dar el gran golpe.

—¿Cuándo?

—Pronto —dijo prudentemente Tucker—. Creo que el siguiente paso será abastecer el Norte. A decir verdad, Tony ya se encuentra allí hablando con ciertas personas.

—¿Y qué pasa con el momento presente? Necesito algo sustancioso.

—¿Te bastan tres tíos con una tonelada de hierba? —preguntó Tucker.

—¿Saben de tu existencia?

—No, pero yo sé de la suya.

Ese era el quid de la cuestión: la organización de Tucker no tenía fisuras. Sólo un puñado de personas sabía quién era él, y también sabían lo que les pasaría si se iban de la lengua. Para imponer disciplina bastaba con tener cojones.

—Trátelo con mucho tacto —dijo Rosen a la salida de su despacho privado—. Se está recuperando de una lesión muy grave y aún está bajo los efectos de varios medicamentos. En realidad, no está en condiciones de hablar con la mente completamente despejada.

—También yo tengo mi trabajo, doctor.

Habían asignado un nuevo policía al caso, el sargento de detectives Tom Douglas. Tenía unos cuarenta años y se veía tan agotado como Kelly, pensó Rosen, e igualmente furibundo.

—Lo entiendo. Pero Kelly ha sido gravemente herido, y no olvide la conmoción sufrida por la muerte de su novia.

—Cuanto más rápidamente obtengamos la información, mayores serán nuestras posibilidades de atrapar a esos criminales. Su deber es para con la vida, doctor. El mío es para con la muerte.

—Si le interesa mi opinión profesional, en estos momentos Kelly no puede ayudarle, Ha pasado por demasiadas cosas. Atraviesa por una crisis depresiva, y eso dificulta su recuperación física.

—¿Intenta decirme que quiere estar presente? —preguntó Douglas. «Justamente lo que me faltaba, un aprendiz de Sherlock Holmes metiendo las narices». Pero esa era una batalla perdida y no se tomaría la molestia de librarla.

—Sí, me agradaría supervisar un poco las cosas. Trátelo con mucho tacto —repitió Sam, abriéndole la puerta.

—Señor Kelly, lo sentimos mucho —dijo el detective tras haberse presentado. Luego abrió su bloc de notas. Debido al gran escándalo que había levantado, el caso había ido subiendo hasta llegar al despacho de Douglas. La fotografía de la primera página del Evening Sun había rozado lo pornográfico, y el alcalde en persona había telefoneado exigiendo que se aclarase la investigación. Debido a eso, Douglas lo asumió personalmente, preguntándose cuánto tiempo duraría el interés del alcalde. No mucho, pensó el detective. La única cosa que ocupa la mente de un político durante más de una semana es cómo conseguir votos y mantenerlos. Aquel caso tenía más vueltas que las excentricidades de Mike Cuellos, pero era su caso, y al principio lo más difícil era situarse—. ¿Se encontraba usted, hace dos noches, en compañía de una joven llamada Pamela Madden?

—Sí.

Kelly tenía los ojos cerrados. En ese momento la enfermera Sandy O’Toole se presentó con la dosis de antibióticos de la mañana. Se sorprendió de ver allí a los dos hombres y se detuvo vacilante en el umbral de la puerta.

—Señor Kelly, ayer por la tarde fue descubierto el cadáver de una joven mujer cuyo aspecto encaja con la descripción física de la señorita Madden —informó Douglas, mientras rebuscaba algo en el bolsillo de la chaqueta.

—¡No! —exclamó Rosen, levantándose de su asiento.

—¿Es ella? —pregunto Douglas y le enseñó una foto a Kelly, creyendo que sus maneras formales atemperarían las consecuencias de su proceder.

—¡Dios, maldita sea! —gritó el cirujano, cogiendo al policía y apartándole de allí. En la trifulca, la fotografía cayó sobre el pecho de Kelly.

Sus pupilas se dilataron de horror. Su cuerpo se impulsó hacia arriba, rebelándose contra los vendajes. Y acto seguido se desplomó. Su tez adquirió la palidez de la cera. Todos los que estaban en la habitación se volvieron hacia la cama, menos la enfermera, que ya tenía la mirada clavada en su paciente.

—Mire, doctor, yo… —empezó Douglas.

—¡Salga inmediatamente de mi hospital! —gritó Rosen, con ira justificada—. ¡Usted es capaz de matar a alguien! ¿Por qué no me advirtió…?

—Él tenía que identificar a la chica…

—¡Eso podía hacerlo yo!

Sandy O’Toole escuchaba la algarabía mientras los dos hombres se pelearon como chiquillos en el patio de una escuela, pero lo que le preocupaba era John Kelly. Con los antibióticos aún en la mano, trató de apartar la fotografía de la vista de Kelly, pero su propia mirada se sintió atraída por la imagen y luego repelida. Kelly aprovechó ese momento para coger la ampliación y contemplarla con ojos desmesuradamente abiertos a una distancia de apenas treinta centímetros. Entonces fue la expresión de Kelly lo que horrorizó a la enfermera. Por unos instantes, Sandy retrocedió espantada ante lo que veía, pero de pronto Kelly recobró la compostura y dijo:

—Está bien, Sam. También él ha de cumplir con su trabajo. Kelly contempló la foto por última vez. Luego cerró los ojos y la sostuvo en alto para que la enfermera la cogiera.

Y de ese modo todos se serenaron, salvo la enfermera O’Toole. Permaneció allí mientras Kelly tomaba el antibiótico, pero luego salió de la habitación en busca de la calma del pasillo.

Sandy O’Toole regresó al pabellón de enfermeras, recordando lo que únicamente ella había visto. El rostro de Kelly había palidecido tanto que parecía encontrarse bajo los efectos de una conmoción; y después aquel tumulto a espaldas de Sandy cuando se acercó solícita al paciente; pero luego el rostro de Kelly se había transformado y por un instante ella, como si se hubiese abierto una ventana a un paisaje diferente, había visto algo inimaginable, algo terrible y despiadado. Kelly tenía los ojos entrecerrados, pero sus pupilas enfocaban algo que ella no veía. La palidez de su rostro no se debía a una conmoción, sino a la cólera. Durante unos segundos sus puños se cerraron con la fuerza del acero. Y repentinamente su rostro recuperó la normalidad. Se había producido un acto de voluntad para ocultar aquella expresión de ciega furia asesina, y lo que Sandy vio a continuación la intimidó más que nada en toda su vida, aun cuando no sabía por qué. Entonces se cerró aquella ventana. Y cuando Kelly abrió los ojos, su rostro exhibía una serenidad impostada a fuerza de voluntad. La secuencia completa había durado pocos segundos, y todo se había desarrollado mientras Rosen y Douglas discutían junto a la pared. Kelly había pasado del horror a la rabia y de la rabia a la comprensión, y luego a la simulación. El tránsito de la comprensión al disimulo había sido lo más difícil.

¿Qué había visto en el rostro de aquel hombre? Necesitó unos momentos para responder a esa pregunta: había visto la muerte. La muerte controlada, planificada, disciplinada.

Pero seguía siendo la muerte, viva en la mente de ese hombre.

—Lo siento, señor Kelly —se disculpó Douglas, acercándose a la cama mientras se arreglaba la chaqueta.

El detective y el cirujano cambiaron una mirada de estupor.

John, ¿te encuentras bien? —preguntó Rosen, inclinándose para tomarle el pulso y sorprendiéndose de encontrarlo prácticamente normal.

–Sí— asintió Kelly mirando al detective. —Es ella. Es Pam.

—Lo siento. Créame que lo siento —repitió Douglas con absoluta sinceridad—, pero no hay un modo fácil de hacer esto. Nunca lo hay. Bien, pero ya ha pasado, y ahora nuestra misión consiste en tratar de identificar a los culpables. Necesitamos su ayuda para atraparlos.

—Muy bien —dijo Kelly con tono inexpresivo—. ¿Dónde está Frank? ¿Por qué no está aquí?

—No puede intervenir en este caso —contestó el sargento Douglas, mirando de reojo al cirujano—. Él le conoce. Involucrarse en un caso así no sería precisamente un ejemplo de profesionalidad.

Aquello no era completamente cierto —de hecho, apenas era cierto del todo—, pero resultaba adecuado en esos momentos.

—¿Vio a las personas que…? —prosiguió el detective.

Kelly denegó con la cabeza, clavó la mirada en los pies de la cama y contestó con tono apenas más elevado que un susurro:

—No. Estaba mirando en otra dirección. Ella me dijo algo, pero no llegué a entenderlo. Pam los había visto. Me giré a la derecha y luego quise volverme a la izquierda. Pero no tuve tiempo.

—¿Qué hacía usted en aquellos momentos?

—Observaba. Oiga, ¿acaso no ha hablado con el teniente Allen?

—Así es —asintió Douglas.

—Pam era testigo de un asesinato. Yo la llevaba para que se lo contase a Frank.

—Prosiga.

—Estaba relacionada con traficantes de droga. Presenció el asesinato de una chica. Le dije que debía hacer algo al respecto. Y sentí curiosidad por saber cómo era aquello —agregó Kelly con tono monocorde, aún sumido en su culpa, mientras en su mente se repetían las imágenes.

—¿Nombres?

—No hay nombres —contestó Kelly.

—Por favor —rogó Douglas, inclinándose sobre Kelly—. Seguro que la chica mencionó alguno.

—No le pregunté gran cosa al respecto. Pensé que ese era su trabajo; de Frank, quiero decir. Se suponía que nos reuniríamos esa misma noche. Todo cuanto sé es que hay una pandilla de traficantes que se sirven de mujeres para algo.

—¿Es todo cuanto sabe?

Kelly le miró a los ojos.

—Sí. No es de mucha ayuda, lo sé.

Douglas aguardó unos segundos antes de reanudar el interrogatorio. Lo que podía haber sido una revelación importante en un caso importante se convertía en agua de borrajas, y ahora le tocaba a él volver a mentir, empezando con una verdad para hacerlo más fácil.

—Hay un par de atracadores que operan en la parte occidental de la ciudad. Dos hombres de raza negra y de mediana altura, y eso es todo cuanto tenemos sobre su descripción. Llevan una escopeta de cañones recortados. Se dedican a atracar a las personas que van allí a comprar droga y sienten preferencia por los clientes de las clases acomodadas. Probablemente la mayoría de sus atracos ni siquiera han sido denunciados. Les hemos relacionado con dos asesinatos. Este podría ser el tercero.

—¿Eso es todo? —preguntó Rosen.

—Asalto a mano armada y asesinato son delitos muy graves, doctor.

—¡Pero eso no es más que un accidente!

—Es un modo de verlo —asintió Douglas, volviéndose a su testigo—. Señor Kelly, tiene que haber visto algo. ¿Qué hacía usted allí? ¿Trataba la señorita Madden de comprar…?

—¡No!

—Tranquilo, ya ha pasado todo. Ahora puede contármelo. Necesito saberlo.

—Como ya le dije, ella estaba relacionada con esa pandilla. Y por muy estúpido que le resulte, no sé un carajo sobre drogas. «Pero me informaré», pensó Kelly.

A solas en su cama y a solas con sus pensamientos, Kelly contemplaba el techo, escudriñando la blanca superficie como si fuese la pantalla de un cine.

«Para empezar, la policía se equivocaba», se dijo Kelly. No sabía por qué, pero lo sabía, y eso le bastaba. No habían sido atracadores, habían sido «ellos», la gente a la que Pam temía.

Lo sucedido encajaba con lo que ella le había contado. Era algo que ya habían hecho antes. Y él se había dejado coger. El sentimiento de culpa de Kelly seguía latente. Pero, independientemente de lo que hubiese hecho mal, ya estaba hecho, Quienesquiera hubiesen asesinado a Pam, todavía seguían en libertad, y si ya habían matado en dos ocasiones, volverían a hacerlo. Pero eso no era lo que mantenía ocupada su mente detrás de aquella máscara que contemplaba fijamente el techo con mirada inexpresiva.

«Está bien —pensó—. Esos bastardos jamás se han topado con alguien como yo».

«Tengo que ponerme en forma», se dijo el primer oficial John Terence Kelly.

Las heridas eran graves, pero había logrado sobrevivir. Conocía cada paso de ese proceso. La recuperación seria dolorosa, pero estaba dispuesto a hacer todo lo que le dijeran, pondría todo de su parte para que estuviesen orgullosos de su paciente. Lo realmente duro sería la recuperación final. Correr, nadar, levantar pesas. Y después ejercicios de tiro. Luego la preparación mental, pero eso ya estaba en marcha…

«¡Desde luego que no! Ni en sus más espantosas pesadillas se han topado con alguien como yo».

De entre las brumas del pasado emergió furiosamente el apodo que le habían puesto en Vietnam.

Serpiente.

Kelly pulsó el timbre de llamada. La enfermera Sandy O’Toole se presentó a los dos minutos.

—Tengo hambre —le dijo.

—Espero no tener que volverlo a hacer nunca más —dijo Douglas a su teniente, no por primera vez.

—¿Qué tal fue?

—Bueno, ese doctor podría demandarnos. Creo que logré calmarlo lo suficiente, pero nunca se sabe con gente como esa.

—¿Ha dicho algo Kelly?

—Nada útil —contestó Douglas—. Todavía está traumatizado por el disparo y todo lo demás. Sus declaraciones son incoherentes, pero no vio ningún rostro, no… De lo contrario hubiese hecho algo. Le enseñé la foto, a ver si lo impresionaba, pero casi le da un infarto. El médico se puso hecho un basilisco. De verdad que no me siento orgulloso de eso, Em.

—Es muy duro para todos, Tom, lo sé —puntualizó el teniente Emmet Ryan, apartando la vista de una extensa serie de fotografías tomadas en el lugar de los hechos y en las dependencias del juez instructor. Lo que veía allí le ponía enfermo, pese a sus años de trabajo policial. Aquello no era un crimen provocado por la locura o la pasión, sino premeditado y cometido por hombres fríos y calculadores—. He hablado con Frank. Ese Kelly es un buen sabueso, le ayudó a esclarecer el caso Gooding. No está implicado en nada. Todos los médicos afirman que está limpio de drogas, que no es un consumidor.

—¿Algo sobre la chica? —preguntó Douglas, que no necesitó mencionar la importancia de esa información. Si al menos Kelly les hubiese llamado a ellos en lugar de a Allen, que nada sabía acerca de sus investigaciones. Pero no lo había hecho, y su mejor fuente de información estaba muerta.

—Nos ha llegado el informe de sus huellas dactilares. Pamela Madden. Detenida en Chicago, Atlanta y Nueva Orleans por prostitución. Jamás compareció ante un jurado, nunca estuvo en la cárcel. Los jueces se limitaron a dejarla marchar. Ahora tenemos un crimen sin víctima, ¿no?

El sargento se contuvo para no soltar una maldición contra los muchos idiotas que presidían los tribunales de justicia.

—Por supuesto, Em, ninguna víctima. Pues bien, no estamos más cerca de esa gentuza de lo que estábamos hace seis meses, ¿me equivoco? Necesitamos refuerzos —dijo Douglas, declarando lo que era obvio.

—¿Para atrapar a los asesinos de una puta callejera? —preguntó el teniente—. Al alcalde no le gustó aquella foto, pero ya le habrán contado lo que era la chica, y en una semana las cosas volverán a la normalidad. ¿Crees que podríamos atar algún cabo suelto en una semana, Tom?

—Puedes hacerle saber al alcalde que…

—No —replicó Ryan, denegando con la cabeza—. Se iría de la lengua. ¿Has conocido algún político que no lo haga? Ya tienen un topo en nuestro edificio, Tom. ¿Quieres más hombres? Bien, dime dónde vamos a sacar personas en las que podamos confiar.

—Lo sé, Em —dijo Douglas, dándole la razón en ese punto.

—Quizá los de narcóticos estén dispuestos a desprenderse de alguien.

—Y tú te lo crees —replicó Douglas.

—¿Podría ayudarnos Kelly?

—No. El muy estúpido estaba mirando en otra dirección.

—Pues entonces cumple los trámites de rigor, lo necesario para que todo parezca en orden, y deja las cosas así. El informe forense no ha llegado todavía. Tal vez encuentren algo.

—Sí, señor —dijo Douglas.

Como ocurría tantas veces en el trabajo policial, se trataba de estar al acecho de una pista, de algún error que cometiese el enemigo. Esa gente no cometía muchos errores, pero tarde o temprano todos cometen errores, se dijeron ambos policías. Sin embargo, siempre les parecía que tardaban demasiado en cometerlos.

El teniente Ryan miró de nuevo las fotografías.

—Seguro que se divirtieron con ella. Y también con la otra.

—Me alegra verte comer.

Kelly levantó la mirada de la bandeja casi vacía.

—El policía tenía razón, Sam. Todo ha pasado. Tengo que recuperarme y rehacer mi vida.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. ¡Qué demonios!, siempre podría regresar a la Armada o algo así.

—Tienes que asumir tu sufrimiento y superarlo, John —dijo Sam, sentándose en el borde de la cama.

—Sé cómo hacerlo. Ya lo hice en otra ocasión, ¿recuerdas? —dijo Kelly mirándole a la cara—. ¿Qué dijiste a la policía sobre mí?

—Las circunstancias en que nos conocimos y esa clase de cosas. ¿Por qué?

—Mi misión en Vietnam es un secreto, Sam —dijo Kelly, ingeniándoselas para parecer azorado—. La unidad a la que pertenecía no existe oficialmente. Las cosas que hicimos… bien, jamás existieron realmente, si me entiendes.

—No me lo preguntaron; por lo demás, no me hablaste realmente de eso —dijo el cirujano, algo extrañado, y más extrañado aún al ver una expresión de alivio en el rostro de Kelly.

—Me recomendó un compañero de la marina, fundamentalmente para ayudarles a entrenar sus buceadores. Lo que la policía sabe es lo que a mí se me ha permitido decir. Y eso no es exactamente lo que hice, pero suena muy bien.

—De acuerdo.

—Todavía no te he agradecido haberte tomado tantas molestias conmigo.

Rosen se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero se paró en seco y se dio la vuelta.

—¿Crees que puedes tomarme el pelo?

—Supongo que no, Sam —contestó Kelly, poniéndose en guardia.

—Mira, John, he pasado toda mi jodida vida utilizando estas manos para curar a la gente. Tienes que mantenerte al margen, no puedes involucrarte demasiado; de lo contrario, puedes perder los nervios y tu capacidad de concentración. Jamás he hecho mal a nadie en mi vida. ¿Me entiendes?

—Sí, señor, le entiendo.

—¿Qué piensas hacer?

—No querrás saberlo, Sam.

—Quiero ayudarte. De verdad —dijo Rosen, con tono que denotaba sincera admiración—. Yo también le cobré cariño a la chica, John.

—Lo sé.

—Y bien, ¿qué puedo hacer por ti?

Temía que Kelly le pidiese algo que se consideraba incapaz de hacer; pero más temía el pensar que podría decirle que sí.

—Curarme.