Fue un agente de policía, en su ronda rutinaria, quien encontró el Scout. Chuck Monroe, que llevaba dieciséis meses en el cuerpo, justo lo suficiente para poder conducir en solitario un coche patrulla, había adquirido la costumbre de inspeccionar esa zona de su distrito tras haber recorrido las calles. No había mucho que hacer con respecto a los traficantes —eso incumbía a la brigada de narcóticos—, pero podía «exhibir la bandera», expresión que había aprendido en el cuerpo de Infantería de marina. De veinticinco años de edad, recientemente casado, lo bastante joven como para albergar aún espíritu de entrega y dolido por lo que estaba sucediendo en su ciudad y en su viejo barrio, el agente advirtió el Scout era una vehículo inhabitual en esa zona. Decidió inspeccionarlo y anotar la matricula, y fue entonces cuando se dio cuenta, para su asombro, de que el flanco izquierdo del automóvil había recibido por lo menos dos ráfagas de balas. El agente Monroe detuvo su coche, encendió las luces del techo e hizo la advertencia preliminar de rigor: «¡Por favor, permanezcan donde están!». Se apeó del coche, balanceando la porra con su mano izquierda mientras mantenía su diestra en la empuñadura del revólver de reglamento. Se acercó al automóvil. Policía muy bien entrenado. Chuck Monroe avanzo lenta y cautelosamente, escudriñando con la mirada.
—¡Oh, mierda!
Regresó al coche patrulla presurosamente lo primero que hizo fue solicitar refuerzos y una ambulancia, y a continuación, notificó a su comisaría de distrito el número de matrícula del automóvil. Después, tras coger el botiquín de primeros auxilios, se dirigió de nuevo al Scout. El tirador de la puerta del conductor estaba atascado, así que metió el brazo por la ventanilla destrozada para abrirla por dentro. Lo que vio le heló la sangre.
La cabeza descansaba sobre el volante, junto con el brazo izquierdo, mientras la mano derecha colgaba entre las piernas. Todo el interior del coche estaba salpicado de sangre. El hombre aún respiraba, cosa que sorprendió al policía. Sin duda había sido una descarga de escopeta; había atravesado la carcasa del Scout y había dado a la víctima en la cabeza, en el cuello y en la parte superior de la espalda. Vio varios orificios en el cuerpo, de los que manaba sangre lentamente. La herida tenía un aspecto tan horrible como cualquiera de las muchas que Monroe ya había visto en las calles o en el cuerpo de infantería de marina, y sin embargo el hombre estaba vivo. Eso resultaba ten asombroso, que Monroe decidió no hacer nada. La ambulancia llegaría en unos minutos y pensó que cualquier acción que emprendiera podría empeorar las cosas. Monroe sostuvo el botiquín con su diestra, como si fuera un libro, y contempló a la victima con la desesperación del hombre de acción al que se le impide entrar en acción. Al menos el pobre diablo estaba vivo.
¿Quién era ese hombre? Monroe contemplo aquel cuerpo encorvado y decidió examinar su cartera. Se paso el botiquín a la mano izquierda y con la diestra trató de extraer la cartera del bolsillo interior de la chaqueta. Para su sorpresa, el bolsillo estaba vacío, pero el roce de su brazo provocó una reacción: el cuerpo se movió apenas. Eso no era bueno. Monroe intentó sujetarlo, pero entonces también se movió la cabeza, y el policía sabía que la cabeza debía permanecer quieta, por lo que, en una reacción tan instintiva como errónea, la toco con su mano: un grito de pánico se extendió por la oscura y encharcada calle antes de que el cuerpo quedase de nuevo inerte.
—¡Mierda!
Monroe se miró sus dedos ensangrentados e inconscientemente se los restregó en los pantalones azules de su uniforme. En ese instante oyó la sirena de la ambulancia del cuerpo de bomberos, aproximándose, y el agente rezó en voz baja, dando gracias de que las personas adecuadas le quitaran ese peso de encima.
Pocos segundos después la ambulancia aparecía por la esquina. El vehículo, parecido a una gran caja pintada de rojo y blanco, se detuvo delante del coche patrulla y sus dos ocupantes se dirigieron inmediatamente hacia el policía.
—¿Qué tenemos aquí?
En cierto modo, esas palabras no implicaban una pregunta. Rara era la vez que los enfermeros del cuerpo de bomberos tenían necesidad de preguntar. En esa zona de la ciudad y a esas horas de la noche, seguramente no se trataba de un accidente de tráfico, sino de un «trauma por penetración», como se llamaba en la escueta jerga de su profesión.
—¡Dios mío! —añadió el enfermero.
El otro enfermero va se dirigía de regreso a la ambulancia. En ese momento llegó un nuevo coche de policía.
—¿Qué ocurre? —preguntó el supervisor de guardia.
—¡Disparo de escopeta, a corta distancia, pero el tipo aún sigue vivo! —informó Monroe.
—No me gustan los tiros en la nuca —comento lacónicamente el enfermero.
—¿En la nuca? —inquirió el otro enfermero desde la parte trasera de la ambulancia.
—Sí. Como mueva la cabeza… ¡Maldita sea! —juró su compañero, sujetando con ambas manos la cabeza de la víctima.
—¿Documentación? —preguntó el sargento.
—No lleva cartera. Pero todavía no he tenido tiempo de echar un vistazo a fondo.
—¿Has dado parte de la matrícula?
Monroe asintió con la cabeza.
El sargento iluminó con una linterna el interior del coche para ayudar a los enfermeros. Había sangre por todas partes, pero nada más. Salvo una especie de nevera portátil en el asiento de atrás.
—¿Algo más? —preguntó el sargento.
—No había ni un alma en toda la calle cuando llegué —contestó Monroe, echando un vistazo a su reloj de pulsera—. Hace unos once minutos.
Los dos policías se echaron a un lado, haciendo sitio a los enfermeros para que realizaran su labor.
—¿Lo conocías de algo?
—No, sargento.
—Echa un vistazo en las aceras.
—De acuerdo.
—Me pregunto el motivo de todo esto —inquirió el sargento, sin dirigirse a nadie en particular. Contemplando el cuerpo y toda aquella sangre, pensó con pesar que quizá el caso quedaría sin resolver. La mayoría de los crímenes que se perpetraban en esa zona nunca se llegaban a esclarecer. Se volvió hacia los enfermeros y preguntó—: ¿Cómo se encuentra, Mike?
—Ha perdido mucha sangre, Bert. Ha sido un disparo de escopeta, sin duda —contestó el enfermero, señalando la región cervical de Kelly—. Tiene un buen puñado de perdigones en la nuca, algunos cerca de la médula espinal.
—¿Adónde lo llevaréis? —preguntó el sargento.
—El hospital de la universidad está abarrotado —le informó el enfermero joven—. Un accidente de autobús en la carretera de circunvalación. Tendremos que llevarlo al Hopkins.
—Tardaremos diez minutos más —dijo Mike—. Tú conduces, Phil, diles que tenemos un trauma grave y que necesitamos un neurocirujano preparado para operar.
—Con cuidado —dijo el enfermero joven mientras ambos hombres colocaban el cuerpo de Kelly sobre una camilla con ruedas. El cuerpo reaccionó ante el movimiento, y dos policías (acababan de llegar tres coches de policía) echaron una mano para colocarlo en su sitio, mientras los enfermeros le aplicaban unos torniquetes.
—Estás hecho una mierda, tío, pero te llevaremos al hospital en un santiamén —dijo Phil, dirigiéndose a aquel cuerpo que quizá conservaba consciencia como para entender sus palabras—. En marcha, Mike.
Cargaron la camilla en la ambulancia. Mike Eaton, el mayor de los enfermeros, ya estaba colocando el frasco para hacerle una transfusión sanguínea. Resultaba difícil localizar la vena con el hombre boca abajo, pero lo consiguió justamente cuando la ambulancia iniciaba su marcha. El viaje de dieciséis minutos hasta el John Hopkins Hospital fue aprovechado para controlar los signos vitales —la presión sanguínea estaba peligrosamente baja— y comenzar los preliminares del papeleo de rigor.
«¿Quién eres?», preguntó Keaton para sus adentros. Muy buenas condiciones físicas, advirtió, veintiséis o veintisiete años. Aspecto muy extraño para ser un consumidor de drogas. De pie, ese individuo tendría un aspecto bastante robusto, pero ahora se parecía más a un niño grandullón, durmiendo con la boca abierta, aspirando oxígeno por la mascarilla de plástico con un ritmo respiratorio superficial demasiado lento a juicio de Eaton.
—¡Acelera! —gritó al conductor Phil Marconi.
—Las calles están mojadas, Mike, hago lo que puedo.
—¡No me vengas con esas! ¡Se supone que los italianos sois unos locos al volante!
—Pero no bebemos tanto como vosotros —bromeó Phil—. Acabo de llamar, tendrán preparado al matasanos. Tienen una noche tranquila en el Hopkins, seremos los invitados de honor.
—Bien —repuso en voz baja Eaton, y contempló a su herido de bala. Con frecuencia resultaba solitario y un poco escalofriante ir en la parte trasera de la ambulancia, por eso le reconfortaban los aullidos de la sirena, que de otro modo le resultarían enervantes. La sangre goteaba de la camilla y las gotas danzaban por el suelo metálico como animadas de vida propia. Era algo a lo que uno jamás se acostumbraba.
—Dos minutos más —dijo Marconi por encima del hombro.
Eaton se dirigió a la parte trasera, preparándose para abrir la puerta. A los pocos momentos la ambulancia giró, se detuvo y luego maniobró rápidamente marcha atrás antes de detenerse. Las puertas traseras se abrieron de par en par antes de que Eaton pudiese alcanzar el picaporte.
—¡Mierda! —exclamó el interno de guardia—. Bien, chicos, lo llevaremos al tres.
Dos fornidos asistentes sacaron la camilla, mientras Eaton descolgaba el frasco del gancho y lo mantenía en alto al lado de la camilla en movimiento.
—¿Problemas en la universidad? —preguntó el interno.
—Accidente de autobús —contestó Marconi.
—En todo caso, mejor que no sea aquí. ¡Dios mío! ¿Qué le han hecho? —dijo el médico inclinándose para inspeccionar la herida sobre la marcha—. ¡Lleva encima al menos un centenar de perdigones!
—Espera a que le veas el cuello —dijo Eaton.
—¡Mierda…! —repitió por lo bajo el interno.
Lo transportaron hacia la espaciosa sala de urgencias. Cinco hombres levantaron al herido de la camilla y lo tendieron sobre una mesa de operaciones; el equipo médico puso manos a la obra. Eran dos médicos y un par de enfermeras.
El interno, Cliff Severn, puso al descubierto delicadamente la parte cervical del cuello, tras haberse cerciorado de que tenía la cabeza bien sujeta. Tan sólo echó un vistazo.
—Afectada probablemente la medula espinal —dijo—. Antes de nada tenemos que hacerle una transfusión sanguínea.
Impartió una serie de órdenes. Y mientras las enfermeras preparaban dos aparatos de transfusión, Severn le quitó los zapatos al herido y le pasó un punzante instrumento de metal por la planta del pie izquierdo. El pie se movió. Perfecto, no había lesión nerviosa grave. Unas cuantas punzadas en las piernas también provocaron reacciones. Asombroso. Mientras tanto, una enfermera le extraía sangre para la habitual serie de pruebas. Severn apenas tenía que mirar a su alrededor, ya que las personas de su equipo, perfectamente preparadas, cumplían con sus respectivos trabajos. Lo que parecía un frenesí de actividades, era en realidad como los movimientos de la defensa de un equipo de fútbol: el resultado de meses de asidua práctica.
—¿Dónde demonios está el neuro? —preguntó Severn, alzando la mirada al techo.
—¡Aquí me tienes! —contestó una voz.
—¡Oh. profesor Rosen! —exclamó Severn.
Sam Rosen no estaba de muy buen humor, como pudo advertir en seguida el interno. La jornada de trabajo había sido de veinticuatro horas para el profesor Rosen. Lo que se preveía una operación de seis horas se había convertido en una maratón para salvar la vida de una anciana que había caído por las escaleras; un esfuerzo que había terminado sin éxito hacía apenas una hora. Debía haberla salvado, se decía Sam, aunque seguía sin saber en qué se había equivocado. Sentía más agradecimiento que enfado por esa ampliación de aquella jornada infernal. Quizá pudiese triunfar esta vez.
—Bien, ¿qué tenemos aquí? —preguntó secamente el profesor—, herida de escopeta, señor, algunos perdigones muy cerca de la médula.
—Bien —dijo Rosen, inclinándose con las manos a la espalda—. ¿Y esos trozos de cristal?
—Iba en coche —informe Eaton desde el otro extremo.
—Hay que extraer todo eso y afeitarle el craneo —ordenó Rosen, inspecionando la heridas—. ¿Presión arterial?
—T.A. cincuenta, treinta —informo un practicante. Pulso de cuarenta y uno, débil.
—Tendremos mucha faena —comentó Rosen—. Este hombre tiene una conmoción muy fuerte. Veamos —añadió, haciendo una pausa—. El estado general del paciente parece bueno, buen tono muscular. Esperaremos a recobrar el volumen sanguíneo.
Rosen miró cómo empezaban a funcionar dos unidades de transfusión mientras hablaba. Las enfermeras de guardia eran especialmente buenas y Rosen les dirigió un gesto de aprobación.
—¿Qué hace tu hijo, Margaret? —preguntó a la de más edad.
—Comienza en Carnegie en septiembre —respondió la mujer, ajustando el control de goteo en la botella de plasma sanguíneo.
—Limpiemos ese cuello, Margaret. Tengo que echarle un vistazo.
—Sí, doctor.
La enfermera eligió un par de pinzas, cogió un grueso trozo de algodón, lo empapó en agua destilada y luego lo pasó cuidadosamente por el cuello del herido, quitando la sangre y dejando al descubierto las heridas propiamente dichas. La enfermera advirtió que realmente no eran tan graves como parecían. Entretanto, Rosen fue en busca de una bata esterilizada. Cuando regresó junto a la mesa de operaciones, Margaret Wilson ya había dispuesto una caja esterilizada de instrumentos. Eaton y Marconi permanecían de pie en un rincón, observándolo todo.
—Buen trabajo, Margaret —dijo Rosen, poniéndose las gafas—. ¿Qué piensa estudiar?
—Ingeniería.
—Eso está muy bien —contentó Rosen, levantando una mano—. Pinzas. —La enfermera Wilson le alcanzó un par—. Siempre hay trabajo para un joven y brillante ingeniero…
Rosen introdujo la punta de las pinzas en un orificio pequeño en la espalda del paciente, alejado de los órganos vitales. Con una delicadeza que resultaba casi cómica de observar debido a sus manazas, hurgó y extrajo una bolita de plomo que alzó para verla a la luz.
—Cartucho del siete, según creo. Alguien confundiría a este hombre con un pichón. Es un feliz hallazgo —dijo. Ahora que conocía el tamaño de los perdigones y su probable penetración, agachó la cabeza para inspeccionar de cerca el cuello—. Hmmm… ¿Presión arterial?
—Ya lo miro —dijo la otra enfermera desde el extremo de la mesa de operaciones—. Cincuenta y cinco, cuarenta. Está subiendo.
—Gracias —dijo Rosen, que seguía inclinado sobre el herido—. ¿Quién hizo la primera transfusión?
—Yo —contestó Eaton.
—Buen trabajo, bombero. —Rosen levantó la mirada y le hizo un guiño—. A veces pienso que vosotros salváis más vidas que yo. A este se la habéis salvado, podéis estar seguros.
—Gracias, doctor. —Eaton no conocía muy bien a Rosen, pero tomó buena nota de aquello, dada la sólida reputación de aquel hombre. No todos los días un enfermero del cuerpo de bomberos recibía una alabanza de esa naturaleza de todo un señor catedrático—. ¿Cómo evolucionará…? Quiero decir, ¿la herida en el cuello…?
Rosen estaba encorvado examinando la herida.
—¿Los signos, doctor? —preguntó al interno jefe.
—Positivos. No hay indicios de daños periféricos —contestó Severn. Aquello se parecía a un examen, lo que siempre ponía nervioso al joven interno.
—Quizá no sea tan grave como parece, pero tendremos que limpiar la herida antes de que esos perdigones empiecen a emigrar. ¿Dos horas? —preguntó a Severn.
Rosen sabía que el interno de guardia era muy competente en procesos traumáticos.
—Quizá tres.
—En todo caso, antes echaré una cabezada. —Rosen miró su reloj de pulsera—. Me encargaré de él a las seis.
—¿Desea encargarse de esto personalmente?
—¿Y por qué no? Para eso estoy aquí. Este caso es sencillo, sólo requiere un poco de tacto.
Rosen pensaba que tenía derecho a intervenir en un asunto fácil, al menos una vez al mes. Como profesor titular tenía que atender un montón de casos difíciles.
—De acuerdo, señor.
—¿Hay alguna documentación del paciente?
—No —contestó Marconi—. La policía llegará de un momento a otro.
—Bien. —Rosen se enderezó y se desperezó—. ¿Sabe, Margaret? La gente como nosotros no debería trabajar a estas horas incivilizadas.
—Necesito el cambio de turnos —contestó la enfermera Wilson, que era la supervisora de enfermeras de ese turno—. Pero ¿qué es esto? —dijo tras una pausa.
—Veamos —repuso Rosen, acercándose a la mesa de operaciones.
—Lleva un tatuaje en el brazo —dijo la mujer.
La enfermera Wilson se sorprendió de la inesperada reacción del profesor Rosen.
La transición del sueño a la vigilia solía resultarle fluida a Kelly, pero no fue así en esa ocasión. Su primera sensación coherente fue de sorpresa, aunque no sabía exactamente de qué. A continuación le asaltó el dolor, un dolor menos intenso que la vaga premonición de que habría de sufrir muchísimo. Cuando se dio cuenta de que podía abrir los ojos, lo hizo, pero sólo para ver un suelo de linóleo gris. Algunas gotas de líquido reflejaban las brillantes luces fluorescentes que pendían sobre su cabeza. Se sintió un inútil y se dio cuenta de que los dolores más intensos los sentía en los brazos.
«Estoy vivo. ¿Por qué me sorprende?».
Oía los ruidos de personas moviéndose a su alrededor, conversaciones silenciosas, cuchicheos lejanos. El sordo sonido de una fresca corriente de aire provenía del aire acondicionado, una de cuyas rejillas probablemente se encontraba cerca, pues sentía en la espalda un frío en movimiento. Algo le decía que debía moverse, que el permanecer inmóvil le hacía vulnerable, pero incluso después de haber ordenado a sus miembros que hiciesen algo, nada sucedió. Fue entonces cuando el dolor acentuó su presencia. Como las ondas que se forman en una charca tras la caída al agua de un insecto, el dolor empezó en alguna parte de su espalda y luego fue extendiéndose. Necesitó unos instantes para clasificarlo. Se parecía al dolor producido por graves quemaduras de sol, pues sentía una especie de gran ampolla desde la parte izquierda del cuello hasta el codo del brazo izquierdo. Pero aún no se había preguntado lo más importante:
«¿Dónde coño estoy?».
Kelly creyó sentir las vibraciones lejanas de… ¿qué? ¿Motores de barco? No, aquello no era exactamente lo mismo. Tras unos segundos comprendió que se trataba del ruido lejano de un autobús urbano arrancando de una parada. Estaba en una ciudad. «¿Por qué estoy en una ciudad?».
Una sombra le pasó por el rostro. Abrió los ojos y vio la mitad inferior de una figura con bata de algodón verde claro. En las manos sostenía una especie de tablilla con sujetapapeles. Kelly ni siquiera pudo enfocar su vista lo suficiente para decidir si la figura era un hombre o una mujer, y a continuación volvió a sumirse en el sueño.
—La herida en la espalda era extensa pero superficial —dijo Rosen a la interna de neurocirugía.
—Sangró profusamente. Cuatro unidades —apuntó la mujer.
—Todas las heridas de escopeta son así. Pero sólo un perdigón representaba una amenaza real para la médula. Me llevó algún tiempo decidir cómo extraerlo sin causar ningún daño.
—Doscientos treinta y siete perdigones, pero… —dijo la médica, mirando al trasluz la radiografía— al parecer los extrajo todos. En cualquier caso, ese pobre hombre se ha ganado un buen rosario de pecas.
—Requirió bastante tiempo —dijo Sam con tono fatigado, consciente de que podría haber dejado que otro se encargara de Kelly, pero él se había ofrecido voluntariamente.
—Conoce al paciente, ¿no? —dijo Sandy O’Toole, que venía de la sala de convalecencia.
—Sí.
—Saldrá de esta, pero tardará su tiempo —observó la mujer, entregándole la tabla de constantes vitales—. Dan buena impresión, doctor.
El profesor Rosen hizo un gesto de asentimiento y siguió explicando el caso a la interna.
—Tiene una excelente forma física. Los bomberos hicieron un buen trabajo, elevándole la tensión arterial. Casi se desangra, pero las heridas no eran tan graves como hacía temer su aspecto. ¿Sandy?
—¿Sí, doctor? —contestó la mujer, dándose la vuelta.
—El paciente es amigo mío. ¿Puedo rogarle que se tome…?
—¿Un interés especial?
—En usted puedo confiar plenamente, Sandy.
—¿Hay algo que deba saber? —preguntó la médica, agradeciendo el cumplido.
—Es una excelente persona, Sandy —dijo Sam con absoluta seriedad—. Sarah también le aprecia mucho.
—En ese caso, ha de ser una persona íntegra.
La interna se dispuso a regresar a la sala de convalecencia, preguntándose si el profesor estaría haciendo otra vez de casamentero.
—¿Qué digo a la policía?
—Que nos den cuatro horas, como mínimo. Además, quiero estar presente.
Rosen contempló la jarra de café y decidió contenerse. Una taza más y su estómago podría sucumbir a la acidez.
—¿Y bien, quién es ese hombre?
—No sé mucho de él, pero tuve problemas con mi yate y me ayudó a salir del atolladero. Terminamos quedándonos en su casa durante el fin de semana.
Sam no dijo más. En realidad no sabía mucho acerca de Kelly, pero había deducido muchas cosas, que le resultaban inquietantes. A pesar de que no había salvado la vida a Kelly —probablemente la suerte y los bomberos se habían encargado de eso—, Sam le había atendido con una pericia consumada, irritando de paso a la interna de guardia, la doctora Ann Pretlow, que no pudo hacer mucho más que limitarse a observar.
—Necesito dormir un poco —dijo Sam—. Hoy no tengo mucho trabajo. ¿Podría usted sustituir a la señora Baker?
—Desde luego.
—Envíe a alguien para que me despierte dentro de tres horas. —Agregó Rosen mientras se dirigía a su consultorio, donde le esperaba un cómodo y mullido diván.
—¡Magnífico bronceado! —comentó Billy con una sonrisa de satisfacción—. Me pregunto dónde ha estado. —Se oyeron risas—. ¿Qué hacemos con ella?
Henry caviló sobre el asunto. Acababa de descubrir un método excelente para solucionar el problema de los cadáveres, más limpio y más seguro que los procedimientos que venían empleando. Pero aquello exigía una larga travesía por mar y él no disponía de tiempo. Y no le agradaba que alguien hiciera uso de un método tan especial; era demasiado bueno para compartirlo con alguien. Sabía que alguno de ellos se iría de la lengua. Eso era un problema.
—Buscad un buen lugar —decidió finalmente—. Si la encuentran, no importará mucho.
Luego pasó la vista por la habitación, evaluando las expresiones de los rostros. La lección había sido aprendida. Nadie volvería a intentarlo de nuevo; al menos, durante mucho tiempo. Ni siquiera tuvo que decir nada.
—¿Esta noche? Es mejor de noche —preguntó Billy.
—Bien —asintió Henry.
El tener que ver durante el resto del día el cuerpo de la chica tirado en el suelo en medio de la habitación haría disfrutar a Henry, y las demás aprenderían la lección. Aunque ya era demasiado tarde para una de ellas, las otras aprenderían de sus errores. Las lecciones claras y contundentes eran las mejores. Ni siquiera las drogas paliarían los efectos de esa macabra imagen.
—¿Qué ocurrió con el tío? —preguntó Henry.
Billy sonrió de nuevo con satisfacción, su mueca favorita, y contestó:
—Le volamos la tapa de los sesos. Con la escopeta de dos cañones, a tres metros de distancia. No causará más problemas.
—Está bien —asintió Henry, saliendo de la habitación. Había trabajo por hacer y dinero que recoger. Ese problemita ya era agua pasada. Por desgracia, pensó mientras se dirigía a su automóvil, todos los problemas no podían ser resueltos tan fácilmente.
El cadáver continuó en el suelo. Doris y las otras chicas siguieron en la misma habitación, sin poder apartar la mirada de quien había sido una amiga y aprendiendo la lección tal como deseaba Henry.
Kelly advirtió vagamente que le estaban moviendo. El suelo osciló bajo sus ojos. Contempló las líneas entre las baldosas, que se iban desplazando como los créditos de una película, hasta que le metieron de espaldas en una habitación pequeña. Trató de levantar la cabeza y de hecho logró moverla lo suficiente para ver las piernas de una mujer. Los holgados pantalones verdes de cirujano terminaban a la altura de sus tobillos, inequívocamente de mujer. Se produjo un rechinar y su horizonte se desplazó hacia abajo. Enseguida se dio cuenta de que se encontraba en una cama mecánica. Su cuerpo se encontraba sujeto a la cama de alguna forma, y cuando la plataforma giró sintió la presión de las bandas que le mantenían en su puesto; no eran muy incómodas, pero estaban allí, En esos momentos vio a la mujer. Probablemente un par de años más joven que él, de cabellos castaños recogidos bajo un gorro verde y ojos claros que centelleaban simpáticamente.
—¡Hola! —le dijo, con la boca cubierta por una mascarilla—. Soy su enfermera.
—¿Dónde estoy? —pregunto Kelly con voz ronca.
—En el John Hopkins Hospital.
—Alguien le disparó —explicó la mujer, acariciándole una mano.
La delicadeza de aquella caricia encendió una chispa en su conciencia embotada por los medicamentos. Por unos instantes Kelly no supo lo que era. Como una nube de humo, cambió y se agitó, formando una imagen ante sus ojos. Las piezas extraviadas empezaron a encajar, y aun cuando comprendió que le esperaba una etapa terrible, su mente luchó por completar aquel mosaico. Pero fue la enfermera la que lo hizo por él.
La atractiva Sandy O’Toole se quitó la mascarilla. Como muchas enfermeras, sabía que los pacientes masculinos reaccionan positivamente al ver que una beldad se toma interés personal en ellos. Y ahora, cuando el paciente John Kelly había recobrado más o menos la conciencia, la enfermera se despojó de la mascarilla para ofrecerle su radiante sonrisa femenina, la primera cosa agradable que deparaba el día al paciente. A los hombres les gustaba Sandy O’Toole, desde su cuerpo alto y atlético hasta el pequeño espacio que tenía entre sus incisivos superiores. No sabía por qué consideraban sexy ese espacio —la comida se le quedaba entre los dientes, después de todo—, pero mientras aquello funcionase, era un instrumento más para ayudar a curar a los enfermos. Y por eso le sonrió, precisamente en aras de su oficio. Las consecuencias fueron muy distintas de todas las reacciones que había presenciado anteriormente.
Su paciente palideció y adquirió no la blancura de la nieve o el lino, sino el aspecto enfermizo y la textura abigarrada de la espuma de polietileno. Sandy pensó que su estado se había agravado, quizá una hemorragia interna o incluso una trombosis provocada por un coágulo de sangre. El paciente intentó gritar, pero le faltó el resuello y sus manos se desplomaron inertes mientras sus ojos no dejaron de mirarla. Tras unos instantes, Sandy comprendió que había sido la causante de aquello. De inmediato sintió el impulso de cogerle la mano y decirle que todo iba bien, pero al punto supo que no era así.
—¡Oh, .Dios… Dios mío… Pam! —gimió Kelly.
Aquel bello rostro viril se tiñó de profunda desesperación. —Ella estaba conmigo— dijo Kelly a Rosen pocos momentos después. —¿Sabes algo?
—La policía está al llegar, John, pero no, no se nada. Quizá la llevaron a otro hospital —mintió Sam para infundirle esperanzas—. Te recuperarás —agregó, diciendo la verdad—. ¿Qué tal va tu espalda?
—No muy bien, Sam —contestó Kelly, todavía aturdido ¿Está muy mal?
—Disparo de escopeta: pescaste unos cuantos perdigones. Por cierto, ¿estaba cerrada la ventanilla del coche?
—Sí —dijo Kelly, acordándose de la lluvia.
—Esa es una de las cosas que te salvó. Los músculos de la espalda están bastante dañados. Estuviste a punto de morir desangrado, pero no te quedará ninguna lesión permanente, salvo unas cuantas cicatrices, yo mismo hice el trabajo.
Kelly lo miró.
—Gracias, Sam. Pam no estaba tan mal… lo peor fue cuando yo…
—Serénate John, le interrumpió Rosen, inclinándose para examinarle el cuello. Tomó nota mental de ordenar una nueva serie completa de radiografías para cerciorarse de que no había pasado nada por alto, en particular cerca de la médula espinal. —Los analgésicos te harán efecto en un momento. Ahórrate las heroicidades. En este caso se impone el sentido común. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Pero, por favor, comprueba si Pam esta en otro hospital —rogó Kelly. En su voz aún no había un matiz de esperanza, aunque ambos sabían que no había motivo para ello.
Dos policías uniformados habían esperado durante todo ese tiempo a que Kelly volviera en si. Pocos minutos después. Rosen hacía pasar al mayor de los dos. El interrogatorio fue breve, por orden del médico. Tras confirmar su identidad, le preguntaron por Pam; disponían ya de una descripción de su aspecto físico, facilitada por Rosen, pero desconocían su apellido. Kelly se lo dijo. Los agentes tomaron nota de su cita con el teniente Allen se marcharon poco después, cuando el herido empezó a desfallecer. La conmoción provocada por el disparo y la intervención quirúrgica, sumada a los medicamentos, restaba valor a cuanto dijera, les indicó Rosen.
—¿Y bien, quién es la chica? —preguntó el policía.
—Ni siquiera sabía su apellido hasta hace un par de minutos —contestó Rosen, tomando asiento en su consultorio. Estaba aturdido por la falta de sueño, y eso se reflejaba también en sus comentarios—. Era adicta a los barbitúricos cuando la conocimos; ella y Kelly vivían juntos, supongo. La ayudamos a desengancharse.
—¿Usted y quién más?
—Mi esposa Sarah. Es farmacóloga en este hospital, Puede hablar con ella, si lo prefiere.
—Lo haremos —le aseguró el policía—. ¿Y qué me dice del señor Kelly?
—Estuvo en la Armada. Es veterano de Vietnam.
—¿Tiene algún motivo para pensar que consume drogas?
—En absoluto —respondió Rosen con cierta dureza—. Su estado físico es demasiado bueno, y además vi su reacción cuando descubrimos que Pam tomaba pastillas. Definitivamente, no es drogadicto. Soy médico. Me hubiese dado cuenta.
El policía no parecía impresionado, pero acepto esas palabras en su significado literal. Lo que en principio aparentaba ser un simple caso de atraco, se había convertido ahora al menos también en un caso de secuestro. Maravillosas noticias.
—Pues bien, ¿qué estaba haciendo en esa zona?
—No lo sé —admitió Sam——. ¿Quién es ese teniente Allen?
—Brigada de homicidios, distrito Oeste —contestó el policía—. Me pregunto por el motivo de esa cita…
—El teniente nos lo dirá.
—¿Kelly fue atacado?
—Probablemente, todo apunta a esa hipótesis. Encontramos su cartera una manzana más allá, sin dinero ni tarjetas de crédito, sólo con su permiso de conducir. Llevaba un arma en su coche. Eso va contra la ley, dicho sea de paso —apuntó el policía.
En ese momento entró el otro policía.
—He verificado el nombre otra vez; yo sabía que lo había oído en alguna parte. Hizo un trabajo para Allen. ¿Recuerdas lo del año pasado, el caso Gooding?
Su compañero levantó la mirada del bloc de notas.
—¡Vaya! ¿No es el tipo que encontró el arma?
—En efecto, y acabó entrenando a nuestros buceadores. —Pero eso no explica qué demonios estaba haciendo en ese lugar— insistió.
—Cierto —reconoció el más joven—. Pero eso hace difícil creer que sea un impostor.
El otro meneó dubitativamente la cabeza.
—Iba acompañado de una chica que ha desaparecido.
—¿Secuestro también? ¿Qué sabemos de ella?
—No demasiado. Pamela Madden. Veinte años, drogadicta en curación, desaparecida. Tenemos también al señor Kelly, su coche, su arma y nada más. No hay cartuchos de escopeta. No hay testigos. Una chica desaparecida, probablemente, pero su descripción podría encajar con la de diez mil chicas de la ciudad. Asalto a mano armada y secuestro.
En resumidas cuentas, un caso que nada tenía de atípico. Con harta frecuencia, iniciaban las investigaciones a ciegas. En todo caso, los dos policías sabían que los detectives se harían cargo del asunto.
—La joven no era de por aquí. Tenía acento de Texas, de algún lugar de Texas.
—¿Qué más? —preguntó el policía mayor—. Venga, doctor, cualquier cosa nos sirve, ¿de acuerdo?
Sam sonrió tristemente.
—Víctima de abusos sexuales. Quizá ejerció la prostitución. Mi esposa me dijo…, ¡qué demonios!, yo mismo lo vi, vi las cicatrices en su espalda. Cicatrices producidas por cinturones, látigos o ese tipo de objetos.
—Vaya. El señor Kelly tiene costumbres y amistades harto extrañas —comentó el policía mientras tomaba notas.
—Pero usted mismo acaba de decir que el señor Kelly también ayudaba a la policía —replicó tajante el profesor Rosen—. Bien, señores, tengo rondas que hacer.
—Oiga, doctor, tenemos un intento de asesinato, probablemente como parte de un atraco y quizá también de un secuestro. Son crímenes muy graves. Tengo que seguir ciertos procedimientos, al igual que usted. ¿Cuándo estará preparado Kelly para un interrogatorio de verdad?
—Mañana, probablemente, pero seguirá muy débil durante unos días.
—¿Le parece bien a las diez?
—Sí.
Los policías se pusieron de pie.
—Bien, regresaremos por la mañana.
Rosen los observó marcharse. Esa era su primera experiencia con una investigación criminal en toda regla. Su profesión tenía que ver sobre todo con accidentes de tráfico y laborales. Se sintió incapaz de creer que Kelly fuese un delincuente, aunque a eso parecían apuntar realmente las preguntas de los policías. ¿O no? En ese momento entró la doctora Pretlow.
—Hemos terminado los análisis de sangre de Kelly —le dijo, entregándole una hoja con los datos—. Gonorrea. Tendría que ser más precavido. He prescrito penicilina. ¿Alguna clase de alergia conocida?
—No. —Rosen cerró los ojos y lanzó un juramento. ¿Qué más ocurriría ese día?
—No parece un caso muy grave. La gonorrea es incipiente. Cuando se reponga, haré que hable con los Servicios Sociales acerca de…
—No, no hará eso —le espetó Rosen, rezongando por lo bajo—. Pero…
—La joven que lo contagió quizá está muerta, y no vamos a obligarle a recordarla de ese modo.
Era la primera vez que Sam reconocía ante sí mismo ese hecho más que probable, y lo reconocía hasta sus últimas consecuencias, dándola por muerta. No disponía de pruebas, pero su olfato le decía que había ocurrido así.
—Doctor, la ley exige…
Aquello ya era el colmo. Rosen estaba a punto de estallar.
—Ese hombre es una persona íntegra. Yo mismo vi cómo se enamoraba de una joven que probablemente ha sido asesinada, y el último recuerdo que tenga de ella no guardará relación con una enfermedad venérea. ¿Está claro, doctora? En lo que respecta al paciente, esa medicación es para prevenir infecciones postoperatorias. Hágalo constar en el gráfico.
—No, doctor, no lo haré.
El profesor Rosen escribió de su puño y letra.
—Pues ya está hecho —dijo mirándola a los ojos—. Doctora Pretlow, usted tiene madera de cirujana y es excelente en el dominio de la técnica. Pero no olvide que los pacientes también son seres humanos y tienen sentimientos, ¿lo recordará? De ese modo comprobará que nuestra tarea resulta mucho más fácil a la larga. Y eso también la convertirá en una mejor profesional.
¿Qué había sido lo que le puso tan furioso?, se preguntó la doctora Pretlow al salir de la habitación.