VI. EMBOSCADA

El resto fue fácil. Hicieron una rápida excursión en barco a Solomons, donde Pam se compró unas cuantas prendas sencillas. En un salón de belleza le arreglaron el pelo. Al finalizar la segunda semana que pasaba junto a Kelly, Pam realizó actividades físicas y ganó peso. Pudo ponerse entonces su bañador de dos piezas sin exhibir sus costillas. Los músculos de sus piernas se fortalecieron; lo que antes era fofo se tensó, tal como correspondía a una joven de su edad. Pero aún seguía viviendo con sus demonios personales. En un par de ocasiones, al despertar, Kelly la encontró temblando, sudando y balbuceando sonidos que no llegaban a plasmarse en palabras, pero que eran fácilmente inteligibles. En ambas ocasiones las caricias de Kelly lograron sosegarla, pero no le sosegaron a él. Kelly no tardó mucho en instruir a Pam sobre el pilotaje del Springer, y cualesquiera hubiesen sido sus defectos de colegiala, Pam dio pruebas de ser lo suficientemente lista. Entendía con gran rapidez cómo hacer cosas que la mayoría de los bateleros no aprendían jamás. Kelly la llevó incluso a nadar y le sorprendió que lo hiciese tan bien habiendo nacido en pleno Texas.

Kelly la amaba, le gustaba verla, oírla, olerla y sobre todo sentir su contacto. Descubrió que se ponía ansioso si no la veía durante unos minutos, como si temiese que la joven desapareciese. Pero ella siempre estaba allí, sus miradas se cruzaban y la chica no dejaba de devolverle la sonrisa coquetamente. Sin embargo, a veces advertía en ella una expresión distinta, cuando la joven echaba una mirada retrospectiva a las tinieblas del pasado o intuía un futuro diferente del que Kelly había planeado. Él sentía deseos de penetrar en la mente de Pam y arrancarle los aspectos malignos, aunque sabía que esa tarea tendría que confiarla a otros. En momentos así, Kelly sabía encontrar una excusa para acercarse a ella y acariciarle los hombros con la yema de los dedos, tan sólo para que ella supiese que él estaba allí.

Diez días después de la partida de Sam y Sarah, celebraron una pequeña ceremonia: Kelly dejó que Pam pilotase el yate en dirección a alta mar y, una vez allí, la chica ató el bote de fenobarbitona a una gran piedra y lo arrojó por la borda. La salpicadura que provocó en las aguas les pareció un final adecuado y definitivo para uno de los problemas de Pam. Kelly permaneció detrás de ella, ciñéndole la cintura con sus musculosos brazos, mientras observaba los demás barcos que surcaban la bahía y anticipaba un futuro brillante de promesas.

—Tenías razón —le dijo Pam, acariciándole los antebrazos.

—Ocurre a veces —contestó Kelly con una sonrisa que se convirtió en asombro al oír las siguientes palabras de la chica:

—Hay otras personas, John, otras mujeres a las que Henry… Están en la misma situación de Helena, a la que asesinó.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo que volver. Tengo que ayudarlas… antes de que Henry las destruya.

—Eso es muy peligroso, Pammy —dijo Kelly en voz baja.

—Lo sé… pero ¿qué pasará con ellas?

Aquella preocupación era un síntoma de su recuperación; Kelly lo sabía. Pam volvía a ser una persona normal, y las personas normales se preocupan por los demás.

—No puedo seguir ocultándome eternamente.

Kelly pudo percibir el miedo que embargaba a Pam, y la estrechó con más fuerza.

—No, realmente no puedes. Ese es el problema. Es muy duro andar escondiéndose.

—¿Estás seguro de que puedes fiarte de tu amigo policía? —preguntó Pam.

—Sí. Me conoce. Es un teniente. Hace un año le ayudé a recuperar un arma que era pieza clave para solucionar un caso. Así que me debe una. Por lo demás, acabé contribuyendo al entrenamiento de sus buceadores, con lo que hice algunos amigos. —Kelly se interrumpió unos instantes—. No tienes por qué hacerlo, Pam. Si lo que deseas es alejarte para siempre de todo eso, adelante. No tengo ninguna necesidad de ir a Baltimore, salvo por los médicos.

—Todo lo que habéis hecho por mí, lo que estáis haciendo por los demás. Tengo que colaborar en que esa injusticia desaparezca, ¿no te parece?

Kelly reflexionó sobre esas palabras y pensó en sus propios demonios. De ciertas cosas sencillamente no se puede huir. Lo sabía. En ese sentido, las vivencias de Pam habían sido más horribles que las suyas, y para que su relación siguiese adelante era necesario que esos demonios desaparecieran de una vez.

—Haré una llamada.

—Teniente Allen —dijo el hombre que contestó al teléfono en el distrito policial Oeste. Aquel día los aparatos de aire acondicionado no funcionaban demasiado bien y en su escritorio se amontonaba el trabajo por realizar.

—¿Frank? John Kelly —oyó el detective, y sonrió.

—¿Cómo va la vida en medio de la bahía, amigo? —preguntó, pensando que pagaría por estar allí.

—Tranquila y perezosa. ¿Qué tal te va a ti?

—¡Ojalá lo supiera! —contestó Allen, echándose hacia atrás en su silla giratoria.

Hombre de alta estatura y, al igual que la mayoría de los policías de su generación, veterano de la Segunda Guerra Mundial —en su caso, del cuerpo de artillería de marina—. Allen había ido ascendiendo desde patrullero de a pie en East Monument Street hasta la sección de homicidios. No obstante, su trabajo no era tan pesado como imagina la mayoría de la gente, pese a la responsabilidad del mismo en lo tocante al final virulento de vidas humanas.

—¿Qué puedo hacer por ti? —añadió el policía, y advirtió inmediatamente un cambio en el tono de Kelly.

—He conocido a alguien que necesitaría hablar contigo.

—¿Cómo es eso? —preguntó Allen, rebuscando en el bolsillo de la camisa un cigarrillo y cerillas.

—Está relacionado con tu oficio, Frank. Información sobre un crimen.

Los ojos del policía se entrecerraron, mientras su cerebro cambiaba de marcha.

—¿Quién y dónde?

—Aún no lo sé, y no me gustaría hablar de ello por teléfono.

—¿Es muy grave?

—¿De momento puede quedar entre nosotros?

Allen asintió con la cabeza y miró a través de la ventana.

—Está bien, de acuerdo.

—Narcotraficantes.

En la mente de Allen se encendió una lucecilla. Kelly había dicho que su confidente era «alguien», no un «hombre». Se trataba de una mujer, pensó Allen. Kelly era inteligente, pero no lo bastante astuto en ese trabajo. Allen había oído hablar de ciertos informes sobre una red de narcotraficantes que utilizaban mujeres para ciertas cosas. Sólo eso. No era un caso para él. Estaba siendo investigado por Emmet Ryan y Tom Douglas en el centro de la ciudad y se suponía que Allen no sabía gran cosa de aquello.

—En estos momentos hay al menos tres organizaciones de narcos actuando. Esos tipos no son precisamente angelitos —dijo Allen sin alterar su voz—. Cuéntame algo más.

—La persona con quien he entablado amistad no desea verse muy involucrada. Pero tiene cierta información para ti; eso es todo, Frank. Si las cosas adelantan, podremos reconsiderar el asunto. Probablemente estamos hablando de gente muy peligrosa.

Allen reflexionó. Nunca había indagado la vida de Kelly, pero sabía de él lo suficiente. Sabía que era un buceador de gran experiencia, un primer oficial de la Armada que había combatido en las turbulentas aguas del delta del Mekong, apoyando al Noveno de Infantería; un calamar, pero un calamar muy competente y meticuloso, cuyos servicios habían sido altamente recomendados a la policía por alguien del Pentágono, un hombre que había realizado un buen trabajo perfeccionando a los submarinistas de la policía y que, de paso, había recibido una bonita suma por ello, recordó Allen. La persona en cuestión tenía que ser una mujer. Kelly jamás se ocuparía de proteger a un hombre de ese modo. Los hombres no suelen pensar así sobre los demás hombres. Aunque sólo fuese por eso, el asunto le pareció interesante.

—No me estarás tomando el pelo, ¿eh? —preguntó.

—No acostumbro actuar así, Frank —le aseguró Kelly—. Mis condiciones son: reunión en un lugar discreto y tan sólo a efectos informativos. ¿De acuerdo?

—Ya sabes, si fueses otra persona, me negaría, pero te seguiré el juego. Me ayudaste a cerrar el caso Gooding. Lo pescamos, como sabrás. Treinta años de reclusión. Estoy en deuda contigo. Bien, de momento lo haremos así.

—Gracias. ¿Cuál es tu horario de trabajo?

—Esta semana tengo turno de noche. —Eran poco más de las cuatro de la tarde y Allen acababa de incorporarse al servicio. No sabía que Kelly ya le había llamado tres veces a lo largo del día, pero sin dejarle mensajes—. Quedaré libre alrededor de la medianoche o la una de la madrugada. Depende de cómo se presente la noche —explicó—. Algunas son más movidas que otras.

—Mañana por la noche. Te recogeré en la puerta principal. Podríamos cenar juntos.

Allen frunció el ceño. Aquello se parecía a una película de James Bond, con todas esas estupideces de los agentes secretos. Pero sabía que Kelly era una persona seria, aun cuando no tuviese idea sobre el trabajo policial.

—De acuerdo, chico.

—Gracias, Frank.

Allen colgó y volvió a su trabajo, tras escribir una nota en el calendario de su escritorio.

—¿Tienes miedo? —preguntó Kelly.

— Un poco —admitió Pam. Kelly sonrió.

—Eso es normal, pero ya sabes lo que te he dicho. Él no sabe nada de ti. Puedes echarte atrás cuando lo desees. Llevaré una pistola, aunque no se trata más que de una charla. Puedes tomarlo o dejarlo. Lo haremos en una noche. Y estaré junto a ti en todo momento.

—¿Cada minuto?

—Excepto cuando vayas al lavabo de señoras, cariño. Allí tendrás que cuidarte tú misma.

Pam sonrió y se serenó.

—He de preparar la comida —dijo Pam, y se fue hacia la cocina.

Kelly salió fuera. Algo en su interior le decía que tenía que practicar más con las armas, pero en su lugar se dirigió al búnker donde estaba el taller y cogió la cuarenta y cinco del armero. Apretó el muelle real y giró el cojinete para sacar el muelle. Luego extrajo la tapa deslizante, quitó el cañón y terminó de desmontar la pistola. Alzó el cañón para observarlo a contraluz y, tal como esperaba, comprobó que estaba sucio a causa de los disparos. Limpió todas las superficies, utilizando paños, disolvente limpiador y un cepillo de dientes, hasta que no quedó ni rastro de suciedad en ninguna superficie metálica. Luego aceitó el arma ligeramente para que no se adhiriese polvo y mugre que, en el momento menos oportuno, podrían encasquillarla. Terminada la limpieza, montó la pistola con rapidez y experiencia; era algo que podía hacer, y que hizo, con los ojos cerrados. Sintió una sensación placentera en la mano cuando sacó y metió la recámara un par de veces para cerciorarse de que estaba convenientemente encajada. Una última inspección visual se lo confirmó.

Kelly sacó de una gaveta dos cargadores llenos, junto con una bala suelta. Insertó un cargador por la culata y accionó la tapa deslizante para encajar el primer proyectil en la recámara. Amartilló cuidadosamente la pistola antes de extraer el cargador e introducir otra bala. Con ocho proyectiles en el arma y un cargador de repuesto, disponía de quince balas para hacer frente a cualquier peligro. Aquello no bastaba para andar por las junglas de Vietnam, pero supuso que sería más que suficiente para los barrios peligrosos de la ciudad. Podía acertar a una cabeza humana a unos diez metros, de día o de noche. Jamás había perdido la calma en un tiroteo, y tenía experiencia en eliminar hombres. Cualquiera fuese el peligro, Kelly estaba preparado para afrontarlo. Por lo demás, no iba a ir en pos del vietcong. Además, actuaría de noche, y la noche era su amiga. Habría pocas personas a su alrededor de las que tuviese que preocuparse, y a menos que la otra parte supiese que él estaba allí —cosa que no ocurriría—, no tendría que preocuparse por una emboscada. Simplemente tendría que mantenerse alerta, lo que resultaría bastante fácil.

Para la cena había pollo, algo que Pam sabía preparar. Kelly estuvo a punto de sacar una botella de vino, pero luego se lo pensó mejor. ¿Por qué tentarla con el alcohol? Lo mejor sería que él mismo dejase de beber. No significaría una gran pérdida, y ese sacrificio ratificaría el compromiso que había contraído para con ella. Durante la cena evitaron abordar asuntos serios. Kelly ya había expulsado de su mente los peligros. No había necesidad de explayarse sobre los mismos. Demasiada imaginación empeoraba las cosas.

—¿Piensas realmente que necesitamos cortinas nuevas? —preguntó Kelly.

—No pegan muy bien con los muebles.

Kelly emitió un gruñido.

—¿Para un barco?

—Se ve bastante sombrío, ¿sabes?

—¿Sombrío? —repitió, empezando a recoger la mesa—. Lo próximo que me dirás es que todos los hombres son igual de… —Kelly se detuvo en seco. Era la primera vez que tenía un desliz de esa naturaleza—. Lo siento…

Pam le dirigió una sonrisa traviesa.

—Pues bien, en cierto modo lo sois. Y deja de ponerte tan nervioso cuando me hablas de ciertas cosas, ¿de acuerdo? Kelly se serenó.

—De acuerdo —contestó, estrechándola entre sus brazos—. Si lo prefieres así… bien…

—Hummm.

Pam sonrió y aceptó su beso. Kelly le acarició la espalda y advirtió que no llevaba sostén bajo la blusa de algodón. La chica le dirigió una sonrisa de picardía.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en darte cuenta.

—Había velas en el pasillo —se justificó Kelly.

—Las velas eran muy bonitas, pero son muy apestosas. Pam tenía razón. El búnker no estaba muy bien ventilado.

Algo que había que arreglar. Kelly intuyó un futuro muy agitado, mientras desplazaba sus manos a un lugar más agradable.

—¿Has engordado lo suficiente?

—¿Se trata de imaginaciones mías o…?

—Bueno, quizá un poquitín de imaginación —admitió Pam, cogiéndole ambas manos y pasándoselas por su cuerpo.

—Necesitarás ropas nuevas —dijo Kelly, contemplando el rostro de Pam, que irradiaba una confianza nueva en sí misma.

La había dejado empuñar el timón tras haber fijado el rumbo frente a las costas de la isla de Sharp, al este del canal de navegación, que ese día rebosaba de tráfico.

—Buena idea —asintió Pam—. Pero no conozco ninguna tienda buena.

La joven miró la brújula como un piloto experimentado.

—Son fáciles de encontrar. No hay más que fijarse en el aparcamiento.

—¿Eh?

—Lincolns and Caddys, cariño; siempre tienen buenas ropas —apuntó Kelly—. Nunca falla.

Tal como él esperaba, Pam se echó a reír. Kelly estaba asombrado del férreo dominio que parecía ejercer sobre sí misma, pese al desagradable trance que le esperaba.

—¿Dónde pasaremos la noche?

—A bordo —contestó Kelly—. Aquí estaremos seguros.

Pam se limitó a hacer un gesto de asentimiento, pero él se lo explicó igualmente.

—Ahora tienes un aspecto diferente y a mí no me conocen. Tampoco conocen mi automóvil, ni mi barco. Frank Allen no sabe tu nombre, ni siquiera sabe que eres una chica. Son medidas de seguridad. No puede pasarnos nada.

—Tienes razón —dijo Pam, dándose la vuelta y sonriéndole.

La confianza que irradiaba el rostro de la joven le calentó la sangre y sirvió de alimento a su ya fortalecido ego.

—Esta noche lloverá —comentó Kelly, señalando las lejanas nubes—. Eso también es bueno. Disminuye la visibilidad. Solíamos hacer un montón de operaciones bajo la lluvia. Las personas distienden la vigilancia cuando están empapadas.

—Realmente sabes mucho de esas cosas, ¿no?

Kelly esbozó una sonrisa viril.

—Las aprendí en una escuela muy dura, cariño.

Llegaron a puerto tres horas después. Kelly inspeccionó el estacionamiento y tomó nota de que el Scout estaba en el lugar de costumbre. Envió a Pam bajo cubierta mientras amarraba el barco y luego la dejó a bordo mientras iba a traer el automóvil directamente al muelle. Siguiendo sus instrucciones, Pam saltó del yate al Scout, sin mirar a izquierda ni derecha, y Kelly arrancó de inmediato. El día acababa de comenzar. Se dirigieron a la ciudad y encontraron un centro comercial en Timonium, donde Pam pasó dos horas —interminables para Kelly— eligiendo tres bonitos conjuntos que él pagó en efectivo. Pam se puso el que más le gustaba (una falda y una blusa de aspecto sencillo y que armonizaba bastante bien con la indumentaria de Kelly —americana sin corbata—, que vestía según sus propios gustos; es decir, de un modo confortable).

Comieron en un discreto restaurante de la misma zona, en un apartado de un rincón. Kelly no lo dijo, pero necesitaba una buena comida. —Pam se conformaba con pollo asado—; la joven aún tenía que aprender muchas cosas sobre el arte culinario.

—Te ves realmente bien, relajada —comentó Kelly, bebiendo un sorbo del café que le habían servido después de la comida.

—Jamás hubiese imaginado que me sentiría de este modo. Quiero decir, apenas han transcurrido… ni siquiera tres semanas.

—Así es —asintió Kelly, dejando la taza sobre la mesa—. Mañana iremos a ver a Sarah y a sus amigos. En un par de semanas todo será distinto, Pam.

Kelly cogió la mano izquierda de Pam y deseó que algún día llevase un anillo de oro en el dedo anular.

—Sí, lo creo. Realmente lo creo.

—Eso está bien.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó la chica.

Habían terminado de comer y aún faltaban muchas horas para la reunión con el teniente Allen.

—¿Damos una vuelta en coche?

Kelly dejó el dinero sobre la mesa y se dirigieron al automóvil.

Ya había oscurecido. El sol estaba a punto de ocultarse y empezaba a llover. Kelly se dirigió hacia el sur por la York Road en dirección al centro de la ciudad, bien comido y relajado, sintiéndose seguro y preparado para la tarea de la noche. Al entrar en Towson, Kelly divisó los rieles del tranvía recientemente abandonado, que anunciaban las proximidades del centro de la ciudad e implicaban peligro. Sus sentidos se agudizaron inmediatamente. Sus ojos lanzaron rápidas miradas a izquierda y derecha, escudriñando calles y aceras y controlando cada pocos segundos los tres espejos retrovisores. Al montarse en el automóvil había puesto la pistola automática en su sitio habitual, en la funda bajo el asiento delantero, que le permitía sacar el arma con mayor rapidez que de la pistolera que llevaba al cinto; por lo demás, resultaba más cómoda de ese modo.

—¿Pam? —preguntó, sin dejar de vigilar el tráfico y cerciorándose de que las puertas llevaban puestos los seguros: una medida de seguridad que parecía escandalosamente paranoica.

—¿Sí?

—¿Hasta qué punto confías en mí?

—Confío en ti, John.

—¿Dónde habías estado… trabajando?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que todo está oscuro y está lloviendo y que me gustaría echar un vistazo a ese lugar. —Sin siquiera mirarla, podía sentir la tensión en el cuerpo de Pam—. Escúchame, iré con cuidado. Si ves algo que te preocupa, saldré pitando a toda velocidad.

—Eso me da miedo —dijo Pam, pero se contuvo. ¿Acaso no confiaba en su hombre? Había hecho tanto por ella. La había salvado. Debía confiar en él, y él tenía que saber que confiaba en él. Demostrarle su confianza. Por tanto, preguntó—: ¿Prometes ir con mucho cuidado?

—Prometido. Apenas veas algo que te preocupe, nos largamos. —De acuerdo.

Aquello era asombroso, pensaba Kelly cincuenta minutos después. Allí había muchas cosas que jamás había visto. Cuántas veces había pasado con su coche por esa parte de la ciudad, sin detenerse nunca. Y hacía algunos años, ¿no había dependido su supervivencia del hecho de fijarse en todo, en cada ramita partida, en cada graznido repentino de un pájaro, en cada huella de pisadas? Sin embargo, había pasado en su coche por esa zona un centenar de veces y jamás se había fijado en lo que sucedía a su alrededor, debido a que era una jungla muy diferente, en la que se llevaba a cabo un juego muy distinto. Una parte de su conciencia le decía: «Y bien, ¿qué esperabas?». Pero la otra parte le advertía que allí siempre había habido peligro y que no se había molestado en percibirlo, aunque la advertencia había sido tajante y clara.

El entorno era ideal. Simplemente, perfecto. Reinaba la oscuridad bajo un cielo encapotado y sin luna. La única iluminación provenía de las escasas farolas que arrojaban solitarios círculos de luz sobre las aceras tan desiertas como activas. Los chaparrones eran intermitentes, algunos bastante fuertes, la mayoría moderados, pero todos suficientes para mantener las cabezas gachas y reducir la visibilidad, y para aplacar la curiosidad normal de las personas. Eso le venía a Kelly de maravillas, ya que circulaba dando vueltas a las manzanas, alerta a cualquier cosa sospechosa. Advirtió que no todas las farolas funcionaban. ¿Se debía a la desidia de los empleados municipales o a la voluntad de los «hombres de negocios» de la zona? Quizá un poco de ambas cosas, pensó Kelly. A los encargados de cambiar los focos aquello no podía interesarles mucho, y un billete de veinte dólares podría convencerles de ser un poco lentos o quizá de no ajustar el foco. En todo caso, se creaba un ambiente. Las calles estaban oscuras, y la oscuridad había sido siempre la amiga de confianza de Kelly.

Aquellos barrios eran tan… tristes, pensó Kelly. Destartaladas fachadas comerciales de lo que habían sido pequeñas tiendas de ultramarinos, probablemente arruinadas por los grandes supermercados, que a su vez se vieron hundidos por los disturbios del sesenta y ocho, dejando así un hueco en el tejido económico de la zona. El destruido pavimento de las aceras estaba cubierto de toda clase de desperdicios. ¿Había gente que vivía allí? ¿Quiénes eran? ¿Qué hacían? ¿Qué aspiraciones tenían? No todos podían ser criminales. ¿Se esconderían por las noches? Y en tal caso, ¿qué ocurriría a la luz del día? Kelly había aprendido algo en Asia: otorga al enemigo una parte del día y se la apropiará y luego la ampliará, ya que los días tienen veinticuatro horas y querrá disponer de todas ellas para él y para sus actividades. No, no se puede dar nada al enemigo, ni tiempo, ni lugar, nada que pueda utilizar tranquilamente. Era así como se perdía una guerra, y allí se estaba desarrollando una guerra. Y los vencedores no eran las fuerzas del bien. Aquello era duro de encajar. Kelly ya había experimentado anteriormente lo que significaba tener la certeza de asistir a una guerra perdida.

Los camellos formaban un grupo heterogéneo, advirtió Kelly al pasar por sus zonas de venta. Sus posturas le revelaban la seguridad que sentían. A esa hora eran dueños de las calles. Podría haber competencia entre ellos, un repulsivo proceso darwiniano que determinaba quién sería el propietario de esta o aquella parte de tal o cual acera, quién tendría los derechos territoriales frente a esta o aquella ventana de cristales rotos, pero como resultado de esa competencia, las cosas pronto adquirirían cierta estabilidad, ya que, después de todo, la finalidad de la competencia era el negocio.

Giró a su derecha y enfiló una nueva calle. Esa idea le provocó un gruñido y una sonrisita irónica. «¿Una nueva calle?». No, todas aquellas calles eran viejas, tan viejas que la gente decente las había abandonado desde hacía muchos años, trasladándose a las afueras de la ciudad, a lugares más verdes, y dejando que otra gente, personas que al parecer valían menos que ellos, se establecieran allí. Y luego estos también se habían mudado, con lo que el ciclo prosiguió durante varias generaciones hasta que la situación se deterioró hasta crear lo que veía en esos momentos. Kelly necesitó más de una hora para darse cuenta de que allí también había personas y no sólo aceras llenas de porquería y delincuentes. Una mujer y un niño venían de una parada de autobús. Kelly se preguntó dónde habrían estado. ¿Volverían de visitar a una tía? ¿Acaso de la biblioteca pública? De algún lugar cuyo atractivo mereciese tanto la pena que no le importaba tener que dar ese paseo tan desagradable desde la parada de autobús hasta su casa, soportando escenas, voces y gentes cuya mera presencia podía perjudicar la salud mental del niño.

Kelly irguió la espalda y entrecerró los párpados. Aquello era algo que había visto anteriormente. Incluso en Vietnam, un país en guerra desde antes de que él naciera, había padres e hijos y una necesidad desesperada de tener algo que pudiera asemejarse a la normalidad. Los niños necesitan jugar buena parte del tiempo, tienen que ser cuidados y amados, protegidos de los aspectos más crueles de la realidad, en la medida en que el valor y el talento de sus padres puedan conseguirlo. Y eso era también verdad en ese lugar. En todas partes había víctimas, todas inocentes en mayor o menor grado, y los niños eran las más inocentes. Eso podía verse allí, a cincuenta metros de distancia, cuando la joven madre cruzó la calle con su hijo cogido de la mano, cerca de la esquina donde se encontraba un traficante que estaba realizando una transacción. Kelly aminoró la marcha para permitir a la mujer que pasase y deseó que el niño pudiese advertir cuán afortunado era de que su madre le cuidara y le demostrara afecto. ¿Repararían los traficantes en la presencia de aquella mujer? ¿Los ciudadanos normales eran dignos de ser tenidos en cuenta? ¿Se encontraban a salvo? ¿Eran clientes potenciales? ¿Acaso un estorbo? ¿Víctimas? ¿Y qué pasaba con el niño? ¿Les preocupaba? Probablemente no.

—Mierda —maldijo por lo bajo, hablando consigo mismo, con un tono demasiado imparcial como para revelar su indignación.

—¿Qué pasa? —preguntó Pam. La joven iba apoyada contra el respaldo y separada de la ventana.

—Nada, lo siento.

Kelly sacudió la cabeza y siguió observando. De hecho, empezaba a divertirse. Era como una misión de reconocimiento. Reconocimiento significaba aprendizaje, y el afán de aprender había sido siempre una pasión para Kelly. Allí había algo que le era completamente nuevo. Desde luego era maligno, destructivo y repugnante, pero también era distinto, y le excitaba. Aferró con ambas manos el volante.

También los clientes de los canallas formaban un grupo heterogéneo. Algunos parecían del lugar, se les podía distinguir por su color y por las ropas raídas. Algunos eran más adictos que otros, y Kelly se preguntó qué significaba aquello. ¿Los que en apariencia llevaban una vida normal eran los novatos? ¿Los que andaban a rastras eran los veteranos de la autodestrucción, los que se precipitaban alocadamente hacia sus propias muertes? ¿Cómo podía una persona normal contemplarlos y no sentirse atemorizada ante la posibilidad de autodestruirse con las drogas? ¿Qué impulsaba a la gente a hacer aquello? Kelly estuvo a punto de detener el coche cuando le asaltaron aquellas preguntas. Pero las respuestas escapaban a su experiencia.

Y también había otros, personas con automóviles más o menos caros, tan limpios que probablemente venían de las afueras de la ciudad, donde había que mantener ciertos niveles. Adelantó a un Buick y echó una rápida mirada al conductor. Incluso llevaba corbata, pero floja y con el cuello desabrochado, seguro que a causa del nerviosismo que le provocaba aquel vecindario. Con una mano bajaba la ventanilla, mientras la otra descansaba en el volante, y el pie derecho sin duda en el pedal del acelerador, preparado para salir de estampida en caso de presentir peligro. Aquel conductor debía tener los nervios de punta, pensó Kelly, observándolo por el espejo retrovisor. No podía sentirse a gusto en aquel lugar, pero estaba allí. Sí, ahora Kelly lo vio. El dinero pasó a través de la ventanilla, el conductor recibió algo a cambio y el automóvil se alejó rápidamente entre el denso tráfico de la calle. Sin perderlo de vista, Kelly siguió al Buick durante unas manzanas, torció a la derecha y luego a la izquierda para entrar en una arteria principal. El automóvil se pasó al carril de la izquierda, que no abandonó mientras se alejaba de aquella parte lúgubre de la ciudad sin llamar la atención del detestable policía de tráfico con su libreta de multas.

Sí, la policía, pensó Kelly cuando abandonó la persecución.

¿Dónde demonios estaba? La ley acababa de ser violada con todo el drama aparente de una fiesta de barrio, pero la policía no se veía por ninguna parte. Meneó la cabeza cuando viró para regresar a la zona donde se traficaba con droga. La diferencia con su propio barrio de Indianápolis, sólo unos diez años atrás, era enorme. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápidamente? ¿Y cómo él las había pasado por alto? Sus años en la Armada y su vida en la isla le habían aislado de todo. Era un extraño, un ingenuo, un turista en su propia patria.

Observó a Pam. Parecía sentirse bien, aunque algo nerviosa. Aquellas gentes eran peligrosas, pero no para ellos. Había tenido buen cuidado de permanecer invisible, de conducir como cualquier otro, merodeando por las pocas manzanas de la zona «comercial» sin seguir un comportamiento regular. Kelly no era ciego a los peligros. Si alguien se hubiese fijado en él y en su vehículo con especial interés, él se habría dado cuenta. Por lo demás, seguía teniendo la pistola automática al alcance de la mano. Por muy espantosos que pudiesen parecer esos tipos, no eran nada comparados con los norvietnamitas y con los hombres del vietcong, a los que Kelly se había enfrentado. Habían sido muy buenos. Pero él había sido mejor. En aquellas calles acechaban los peligros, sí, pero muy inferiores a los que Kelly ya había sobrevivido.

A unos cincuenta metros se encontraba un camello vestido con una camisa de seda color pardo o rojo oscuro. Era difícil distinguir los colores en aquella parca iluminación, pero la camisa era de seda por la forma en que reflejaba la luz. Probablemente seda auténtica, se dijo Kelly. Había cierto exhibicionismo en esa chusma. Pero ¿acaso eso era prueba suficiente de que estaban infringiendo la ley? No; de ese modo sólo hacían saber a la gente lo osados y atrevidos que eran.

«Estúpido —pensó Kelly—. Muy estúpido el llamar la atención de ese modo. Cuando uno hace cosas peligrosas tiene que ocultar la propia identidad, incluso la propia presencia, y siempre hay que dejarse al menos una ruta de huida».

—Es asombroso que puedan escapar con eso —susurró Kelly, hablando consigo mismo.

—¿Cómo? —inquirió Pam, volviendo la cabeza.

—Son unos cretinos —respondió Kelly, señalando al camello apostado en la esquina—. Aunque la policía no intervenga, ¿qué pasa si alguien decidiera…? Quiero decir que está recaudando un montón de dinero, ¿no?

—Probablemente un par de miles —contestó Pam.

—Bueno, ¿y qué pasa si alguien trata de robarle?

—Ocurre a veces, pero van armados, y si alguien intentara…

—¿Conoces al tipo en el umbral de la puerta?

—Ese es el verdadero traficante, Kelly. El tipo de la camisa es su lugarteniente. Es el encargado de realizar la… ¿Cómo llamas a eso?

—Transacción —contestó secamente Kelly, recordándose que había pasado algo por alto, que había permitido que su orgullo se impusiera a su precaución. No es una buena costumbre, se dijo.

Pam hizo un gesto de asentimiento.

—Eso es. Fíjate, fíjate en él ahora.

Kelly presenció con toda claridad la transacción completa. El conductor de un automóvil —otro visitante de las afueras de la ciudad, pensó Kelly— entregó su dinero (teóricamente, ya que Kelly no pudo verlo, pero estaba seguro de que no se trataba de una tarjeta de crédito). El lugarteniente se metió la mano en la camisa y luego le entregó algo. Cuando el automóvil se alejó, el tipo de la camisa de seda cruzó la acera, y entre las sombras se realizó otro intercambio.

—¡Ya lo tengo! El lugarteniente lleva la droga y la vende. Luego entrega el dinero a su jefe. El jefe recoge las ganancias, pero también va armado para cuidar de que nada salga mal. No son tan estúpidos como parecen.

—Son bastante listos.

Kelly asintió con la cabeza y tomó nota mentalmente de aquello, censurándose por haberse equivocado un par de veces en sus deducciones. Sin embargo, precisamente por eso se hacía un reconocimiento, a fin de cuentas.

«No te sientas tan a tus anchas, Kelly —se dijo—. Ahora sabes que allí hay dos delincuentes, uno de ellos armado y al acecho en el umbral de la puerta».

Se arrellanó en el asiento y agudizó la mirada en busca del posible peligro, tratando de discernir pautas de conducta. El objetivo real era el individuo oculto en el umbral. El mal llamado «lugarteniente» no sería más que un contratado, quizá un aprendiz, sustituible sin duda alguna, alguien que viviría de las migajas o de las comisiones. El tipo al que apenas podía distinguir en la penumbra era el enemigo auténtico. Y eso justificaba el tiempo empleado en el reconocimiento, ¿o no? Se sonrió al recordar un comisario político regional del ejército nordvietnamita. A la misión se le asignó incluso un nombre en clave: ERMINE COAT. Durante cuatro días había seguido los pasos a aquel hijoputa, después de haberlo identificado sin lugar a dudas, tan sólo para asegurarse de que aquel era su hombre, y para informarse de sus costumbres y para determinar el mejor medio de expedirle un pasaporte al otro barrio. Kelly jamás olvidaría la mirada de aquel hombre cuando la bala le atravesó el pecho. Y luego la marcha de seis kilómetros hasta el campamento, mientras la patrulla de persecución norvietnamita seguía una dirección equivocada, gracias a la carga de explosivos incendiarios con que les despistó.

¿Qué pasaría si aquel hombre en las sombras era su objetivo? ¿Cómo lo haría? Resultaba un juego mental interesante. La sensación fue sorprendentemente placentera. Se sentía como un águila vigilante, seleccionando su presa, pero más aún como un depredador situado en la cima de la cadena del comer y ser comido, todavía sin hambre, dejándose llevar por las corrientes ascendentes y cerniéndose luego sobre sus víctimas. Se sonrió, haciendo caso omiso de las advertencias que empezaba a enviarle la parte de su cerebro que acumulaba las experiencias del combate.

¡Vaya! Un automóvil. Un vehículo de gran potencia, un Plymouth Roadrunner, rojo como una manzana, a unos cien metros de distancia. Había algo extraño en el modo en que…

—Kelly… —dijo Pam, poniéndose repentinamente tensa.

—¿Qué pasa?

Bajó instintivamente la mano, empuñó la cuarenta y cinco y la sacó un centímetro de su funda, sintiendo el placer del roce de la madera de la culata, pero el hecho de que hubiese echado mano de la pistola y hubiese sentido la necesidad repentina de aquel placer significaban un mensaje que su mente no podía ignorar. La parte precavida de su cerebro empezaba a imponerse, sus instintos de combatiente empezaban a hacerse oír, Eso le provocó una oleada de orgullo reflexivo. «Qué maravilla —parecía decir por el rabillo del ojo— que todavía sea capaz de reaccionar así cuando lo necesito…».

—Conozco ese automóvil… es…

La voz de Kelly adoptó un tono de serenidad:

—Está bien, larguémonos.

Kelly aceleró, maniobrando hacia la izquierda para adelantar al Roadrunner. Pensó en decir a Pam que se agachase, pero no fue necesario. En menos de un minuto va se habría alejado y entonces… «¡Maldita sea!».

Un cliente de la alta burguesía, que acababa de realizar una compra, en su afán por abandonar rápidamente aquel lugar surgió súbitamente por delante del Roadrunner al volante de un convertible negro Kharaman–Ghia. Pero tuvo que dar un frenazo para evitar chocar con otro automóvil cuyo conductor estaba intentando adelantar al Roadrunner. Kelly pisó el freno para impedir una colisión frontal. Pero los respectivos movimientos de los coches le jugaron una mala pasada y fue a detenerse casi al lado del Roadrunner, cuyo conductor se apeaba en ese momento. En vez de encaminarse hacia delante, el tipo optó por rodear la parte trasera de su automóvil, y al volverse sus ojos se encontraron a menos de un metro del rostro de Pam, contraído por el terror. Kelly lo estaba mirando, pues tenía la certeza de que aquel hombre representaba un peligro potencial. En los ojos del hombre vio que había reconocido Pam.

—Lo he visto —dijo Kelly con enigmático aplomo, con su voz de combatiente.

Giró el volante hacia la izquierda, pisó el acelerador y dejó atrás al pequeño automóvil deportivo. Kelly alcanzó la esquina pocos segundos después y, tras una mínima pausa para comprobar el tráfico, giró violentamente a la izquierda para abandonar aquella zona.

—¡Me ha reconocido! —exclamó Pam, a punto de echarse a llorar.

—Tranquila, Pam —contestó Kelly, vigilando la carretera y mirando por el retrovisor—. Nos estarnos alejando de ese lugar, estás conmigo y estás a salvo.

«¡Idiota! —gritaron sus instintos al resto de su conciencia—. Harías mejor en rezar para que no te siguiesen. Ese coche tiene el triple de potencia que el tuyo y…».

—De acuerdo… —balbuceó Pam.

Las brillantes luces de unos faros realizaron el mismo viraje que Kelly había ejecutado hacía veinte segundos. Kelly las vio dar bandazos de izquierda a derecha. El automóvil aceleraba con potencia y daba coletazos sobre el mojado asfalto. Doble línea de faros. No era el Karman–Ghia.

«Ahora corres peligro —le comunicaron sus instintos—. Aún no sabemos cuánto peligro, pero es hora de despertar».

«Está bien».

Kelly empuñó el volante con ambas manos. El arma podía esperar. Evaluó la situación, que no tenía mucho de buena. Su Scout no lo resistiría. No era un automóvil deportivo, ni era un coche potente. Tenía cuatro encanijados cilindros bajo el capó. El Plymouth Roadrunner tenía ocho, cada uno de los cuales era más potente que eso a lo que Kelly llamaba cilindros. Peor aún, el Roadrunner estaba fabricado para acelerar a gran velocidad y agarrarse fuertemente a la carretera, mientras que el Scout había sido diseñado para andar despacio por terreno no pavimentado a una velocidad moderada. Eso no presagiaba nada bueno.

Los ojos de Kelly dividieron su tiempo equitativamente entre el parabrisas y el espejo retrovisor. Ya no había mucha distancia entre los dos coches, y el Roadrunner la estaba acortando con gran rapidez.

«¿Cuáles son mis ventajas?». Su cerebro se ocupó de numerarlas. «Tu coche no es completamente inservible, es una pequeña mula bastante robusta. Tienes unos parachoques grandes y resistentes, y tu posición elevada y tu buena visibilidad hacen que puedas embestir con gran eficacia. ¿Y qué me dices de la carrocería? Ese Plymouth puede ser un símbolo de estatus social para memos, pero este cacharro tuyo puede ser (es) un arma, y tú sabes utilizar las armas». La mente se le despejó completamente.

—Pam —dijo Kelly lo más serenamente que pudo—, ¿quieres echarte al suelo, cariño?

—¿Qué ocurre…?

La chica empezó a volver la cabeza, temblando de miedo, pero Kelly extendió la diestra y la empujó hacia el suelo.

—Parece que alguien nos sigue. Deja que yo me encargue de esto, ¿de acuerdo?

La última parte aún imparcial de su conciencia se sentía orgullosa de la serenidad y la confianza de Kelly. Sí, había peligro, pero Kelly conocía el peligro, y bastante más que esos tipos del Roadrunner. Si querían recibir una lección sobre lo que era realmente el peligro, habían elegido el maestro adecuado.

El volante vibró al tacto de Kelly cuando lo giró levemente a la izquierda. De inmediato frenó y le imprimió un fuerte giro a la derecha. No podía coger las curvas tan bien como el Roadrunner, pero esas calles eran anchas y el llevar la delantera le permitía elegir la ruta y el momento para ejecutar cualquier maniobra. Quitárselos de encima sería muy difícil, pero sabía dónde estaba la próxima comisaría de policía. Todo era cuestión de conducirlos hasta allí. A partir de ese momento interrumpirían el contacto.

Podían dispararle, podían encontrar un medio de inutilizar su automóvil, pero en ese caso dispondría de su cuarenta y cinco y un cargador de repuesto y una caja de municiones en la guantera. Quizá fuesen armados, pero seguro que no tenían mucha práctica. Dejaría que se acercasen… ¿Cuántos serían? ¿Dos? ¿Quizá tres? Debió haber verificado eso, se dijo, pero recordó que no había tenido tiempo para ello.

Kelly miró por el espejo. Instantes después obtenía su recompensa. A una manzana de distancia, los faros de un automóvil enfocaron directamente al Roadrunner, atravesándolo con sus haces de luz. Eran tres hombres. Kelly se preguntó qué armas llevarían. En el peor de los casos, se trataría de una escopeta. Aunque realmente el peor de los casos sería que llevasen un fusil de repetición, pero los matones callejeros no eran soldados, por lo que eso era muy improbable.

«Quizá no, pero no hagas ninguna presunción», le replicó el cerebro.

Su pistola automática era tan mortífera como un fusil. Dio gracias a Dios por haber tenido la idea de practicar durante la semana. «Si llegara el caso, deja que se acerquen y tiéndeles una emboscada». Kelly sabía todo cuanto había que saber acerca de emboscadas. «Atráeles y vuélales la tapa de los sesos».

El Roadrunner se encontraba a unos diez metros y su conductor se estaba preguntando qué debía hacer.

«Esa es la parte más difícil, ¿no? —pensó Kelly, metiéndose en la mente de sus perseguidores—. Puedes acercarte cuanto quieras, pero yo sigo estando protegido por una tonelada de metal. ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Embestirme?».

No, aquel conductor no era un loco de remate. En el parachoques trasero, el Scout llevaba el gancho para el remolque, y chocarle por atrás significaría empotrarse hasta el mismísimo radiador. Demasiado peligroso.

El Roadrunner efectuó un giro a la derecha y encendió sus potentes luces largas, pero el ir por delante le sirvió de ayuda a Kelly, que giró a la derecha para cerrarle el paso. Se dio cuenta de que el otro conductor no tendría las agallas suficientes como para arremeter. Escuchó los chirridos de los neumáticos del Roadrunner al frenar para evitar el encontronazo. «No quieres rayar tu pintura roja, ¿eh? ¡Buena noticia para un cambio de táctica!». El Roadrunner giró entonces a la izquierda, pero Kelly volvió a obstruirle el paso. Kelly pensó que aquello era como un duelo de bordadas entre veleros.

—Kelly, ¿qué esta pasando? —balbuceó Pam.

Kelly respondió con el mismo tono sereno que había empleado durante los últimos minutos.

—No son muy listos.

—Es el automóvil de Billy, le gusta correr.

—Conque Billy, ¿eh? Pues bien, a Billy le gusta demasiado su automóvil. Si deseas herir a alguien, has de estar dispuesto a hacerlo…

Sólo para sorprenderlos, Kelly dio un ligero frenazo. El Scout se levantó de atrás, ofreciendo a Billy una vista realmente buena del gancho cromado del remolque. Luego Kelly aceleró mientras vigilaba la reacción del Roadrunner. «Sí, quiere seguirme de cerca, pero le puedo intimidar con gran facilidad, y eso es algo que no le gustará. Probablemente es un pequeño bastardo presumido. Aquí me tienes, así es como lo hago…».

Kelly decidió acabar el juego limpiamente. No tenía sentido complicar las cosas. Sabía, sin embargo, que tendría que hacerlo con meticulosidad y destreza. Su cerebro empezó a medir ángulos y distancias…

Kelly pisó el acelerador y tomó una curva cerrada para doblar una esquina. Estuvo a punto de volcar, pero se había preparado para eso, e incluso recobró el equilibrio de un modo algo chapucero, para que Billy, evidentemente muy ufano de sus propias habilidades, pensase que Kelly era un pésimo conductor. El Roadrunner aprovechó su buena suspensión y sus gruesos neumáticos para acortar la distancia y guardar fila con el Scout de Kelly por la banda trasera de estribor. Una colisión deliberada podría dejar al Scout completamente fuera de control. El Roadrunner llevaba ahora las de ganar, o al menos eso pensaba su conductor.

«Bien…».

Kelly no podía girar a la derecha, pues Billy le había bloqueado esa posibilidad. Así que dio un fuerte viraje a la izquierda, metiéndose por una calle que atravesaba una amplia franja de terrenos baldíos. Seguro que pensaban construir allí una autopista. Las casas habían sido derribadas y sus cimientos estaban rellenos de tierra, y la lluvia de la noche había convertido aquello en un cenagal.

Kelly volvió la cabeza para echar un vistazo al Roadrunner. ¡Oh, oh! Estaban bajando la ventanilla del acompañante. Eso quería decir armas. «Ciérrate un poco más al tomar las curvas, Kelly»… Sin embargo, la situación podía redundar en su propio beneficio. Les permitió que le viesen la cara, al contemplar fijamente el Roadrunner con la boca abierta y fingiendo miedo. Pisó el freno y giró bruscamente a la derecha. Pam soltó un grito, asustada por el repentino traqueteo.

El Roadrunner tenía mayor potencia, tal como sabía su conductor, mejores neumáticos y mejores frenos, y el conductor tenía unos reflejos excelentes, de todo lo cual ya se había percatado Kelly, que en esos momentos contaba con ello. La maniobra de frenado de Kelly fue imitada y casi equiparada por el Roadrunner, que a continuación viró, saltando también sobre el agrietado pavimento de una barriada desaparecida, siguiendo al Scout a través de lo que había sido una manzana de casas, dirigiéndose directamente hacia la trampa que Kelly le había preparado. El Roadrunner cayó en ella tras recorrer unos veinte metros.

Kelly ya había hecho el cambio de marchas. El lodazal tendría sus buenos veinte centímetros de espesor y no había peligro de que el Scout se quedase empantanado, pero todas las probabilidades apuntaban a lo contrario. Sintió que su coche aminoraba la marcha y que las ruedas se hundían un palmo en la viscosa superficie, pero luego los enormes neumáticos, de bandas ásperamente perfiladas, se agarraron al suelo y volvieron a cobrar velocidad. Sólo entonces Kelly volvió la mirada.

Los faros le informaron de lo sucedido. El Roadrunner, ya de por sí demasiado bajo para el irregular pavimento de las calles de la ciudad, se inclinó violentamente hacia la izquierda cuando sus ruedas empezaron a patinar sobre la superficie gelatinosa, y cuando el vehículo aminoró la marcha, las revoluciones de sus ruedas sólo sirvieron para excavar zanjas encharcadas. Las luces de los faros fueron perdiendo intensidad a medida que el poderoso motor de su automóvil cavaba su propia tumba. El vapor se elevó por un momento cuando el recalentado motor hizo hervir el agua estancada.

La carrera había terminado.

Tres hombres se apearon del automóvil y se limitaron a permanecer de pie, incómodos por el barro que ensuciaba sus lustrosos zapatos, contemplando a su coche, hasta hace unos instantes reluciente, tumbado en el fango como un cerdo exánime. Parecían abatidos. Cualesquiera hubiesen sido sus perversos planes, habían fracasado a causa de unas gotas de lluvia y unos palmos de tierra. «Me alegra saber que todavía no he perdido», pensó Kelly.

Luego miraron hacia el lugar donde se encontraba Kelly, a unos treinta metros de distancia.

¡Cretinos! —gritó Kelly a través de la llovizna—. ¡Mirad a vuestro alrededor, gilipollas!

Puso en marcha su coche, y tuvo la precaución de no perderles de vista ni por un momento. Eso le había hecho ganar la carrera, se dijo Kelly. La precaución, la inteligencia, la experiencia. Y también el haber arrostrado el riesgo. Condujo el Scout hacia una franja pavimentada y se alejó de allí, mientras oía el golpeteo de las bolitas de barro que lanzaban los neumáticos contra los guardabarros.

—Ya te puedes incorporar, Pam. No volveremos a verlos durante una temporada.

Pam se sentó en el asiento y miró hacia atrás. La imagen de Billy y su Roadrunner la hizo palidecer de nuevo.

—¿Cómo lo hiciste?

—Me limité a dejar que me persiguieran hasta el lugar que yo había elegido —explicó Kelly—. Su automóvil es estupendo para carretera, pero no es tan bueno para caminos de tierra.

Pam sonrió, satisfecha de Kelly, y mostrando un coraje que no sentía, pero que cerraba el episodio tal como Kelly podría contárselo a algún amigo. Kelly echó un vistazo a su reloj. Faltaba poco más de una hora para el cambio de turno en la comisaría de policía. Billy y sus amigos se quedarían allí empantanados durante un buen rato. Así pues, lo mejor sería buscarse un lugar tranquilo para esperar. Por lo demás, Pam aparentaba necesitar un poco de sosiego. Estuvo dando vueltas durante un rato y luego, al encontrar una zona de calles tranquilas, aparcó el automóvil.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—Ha sido peligroso —repuso Pam, bajando la mirada y temblando lastimosamente.

—Escúchame, podemos volver al barco y…

—¡No! Billy me violó… y asesinó a Helen. Si alguien no lo impide, volverá a hacerlo con otras chicas, lo sé…

Kelly sabía que esas palabras habían sido pronunciadas más para sí misma que para él. Era algo que ya había presenciado anteriormente. Era el valor, que siempre iba emparejado con el miedo. Era lo que impulsaba a las personas a realizar misiones y también lo que determinaba las misiones que elegían. Pam había conocido las tinieblas y había encontrado la luz; ahora tenía que llevar esa luz a los demás.

—Está bien, pero después de hablar con Frank, procuraremos sacarte lo más rápidamente de Dodge City.

—Me encuentro perfectamente —mintió Pam, sabiendo que él sabía que mentía y enfadada por desconocer hasta qué punto entendía realmente Kelly sus sentimientos en esos momentos.

«Claro que lo estás», estuvo a punto de decirle Kelly, pero la chica aún no estaba acostumbrada a ese tipo de cosas. Así que le preguntó:

—¿Cuántas chicas hay?

—Doris, Xantha, Paula, Maria y Roberta… Todas son como yo, John. Y también estaba Helen… a la que asesinaron, y nos obligaron a presenciarlo.

—Bien, con un poco de suerte, podrás hacer algo por ellas, cariño.

Kelly le pasó el brazo por el hombro y al cabo de un rato ella dejó de temblar.

—Tengo sed —dijo Pam.

—En el asiento de atrás hay una nevera portátil.

Pam sonrió y se volvió en el asiento para alcanzar un refresco… y de repente su cuerpo se puso rígido. La joven lanzó un grito sofocado y Kelly percibió en su piel aquella sensación tan desagradable como harto familiar, la sensación de una descarga eléctrica que le recorría todo el cuerpo. La sensación del peligro.

—¡Kelly! —gritó Pam.

La joven miraba hacia el ángulo izquierdo de la ventanilla trasera. Kelly ya estaba alargando la mano para empuñar su arma, dándose la vuelta mientras lo hacía, pero era demasiado tarde, y una parte de su conciencia ya lo sabía. Le pasó por la cabeza el pensamiento humillante de que había fallado miserable, fatalmente, pero ignoraba cómo había ocurrido y tampoco había tiempo para descubrirlo, ya que, antes de que pudiese alcanzar su pistola, se produjo un fogonazo y sintió un impacto en la cabeza, seguido de tinieblas.