Un capitán completamente extenuado por el largo viaje en avión llevó el paquete a la central de contraespionaje de la Armada en Suitland, Maryland. Los expertos en interpretación de fotos de esa central se vieron reforzados por especialistas de la 1127a Escuadrilla de Operaciones de Campaña de Fort Belvoir. Necesitaron unas veinte horas para consumar todo el proceso, pero las fotografías del Buffalo Hunter eran extraordinariamente buenas y los estadounidenses que se encontraban en tierra había hecho exactamente lo que se esperaba que hicieran: levantar la cabeza y mirar fijamente el avión de reconocimiento.
—El pobre diablo tuvo que pagar por esto —comentó un primer oficial de la Armada a su homólogo de la Fuerza Aérea. En la foto, justamente encima del hombre, se veía a un soldado del ejército norvietnamita con el fusil apuntando hacia el suelo—. ¡Me gustaría tropezarme contigo en una calle a oscuras, malnacido!
—¿Qué opina de esto? —dijo un sargento primero de la aviación, pasándole la fotografía de un documento de identidad.
—Se parece muchísimo, apostaría a que es él.
A los dos especialistas en contraespionaje les pareció muy extraño que llevasen tan escasos expedientes para cotejar con las fotografías, pero quienquiera que hubiese conjeturado, lo había hecho bien. Tenían una pareja de fotos idénticas. Lo que no sabían era que se trataba de fotografías de un hombre muerto.
Kelly la dejó dormir, satisfecho de que lo consiguiera sin ayuda de sustancias químicas. Fue a vestirse, salió fuera y dio dos vueltas corriendo alrededor de la isla —el perímetro apenas superaba un kilómetro—, para sudar un poco y recibir la brisa de la mañana. Sam y Sarah, también muy madrugadores, se tropezaron con él cuando se estaba refrescando junto al embarcadero.
—Tú también has experimentado un cambio asombroso —observó Sarah, e hizo una pausa—. ¿Qué tal ha pasado Pam la noche?
—La pregunta sumió a Kelly en un breve silencio, y luego dijo:
—¿Qué?
—¡Oh, por Dios, Sarah! —Exclamó Sam, apartando la mirada para contener la risa.
Su esposa enrojeció.
—Me convenció de que no le administrase medicamentos para dormir —explicó Sarah—. Estaba un poco nerviosa, pero quería intentarlo y yo me dejé convencer. A eso me refería, John. Lo siento.
¿Cómo explicar lo ocurrido anoche? Primero había sentido miedo de tocarla, miedo de que Pam creyese que él quería aprovecharse, pero la joven lo había interpretado como una señal de que él ya no la deseaba, y a continuación, las cosas habían seguido su curso normal.
—Ante todo, tuvo una idea bastante loca… —empezó Kelly, interrumpiéndose. Pam podría hablar de eso con Sarah, pero ¿era apropiado que lo hiciese él?—. Durmió muy bien. Sarah. Ayer había quedado realmente agotada.
—No creo haber tenido nunca un paciente con mayores ganas de colaborar —dijo Sarah, apoyando su índice en el pecho de Kelly—. Y usted ha sido de gran ayuda, joven.
—Kelly apartó la mirada, al no saber que contestar. —«¿El placer fue todo mío?». Una parte de su ser aún creía que se estaba aprovechando de ella. ¿No se trataba de una chica con problemas a la que él se había… beneficiado? No, eso no era cierto. La amaba, por muy asombroso que resultase. Su vida estaba cambiando y se transformaba en algo normal… probablemente. Él la estaba curando, pero ella también le estaba curando a él.
—Ella… teme que a mí no me guste… lo que hizo en el pasado, quiero decir. Pero eso no me preocupa gran cosa. Teníais razón, es una chica muy fuerte. ¡Qué demonios!, yo también he tenido un pasado turbulento, ¿sabéis? No soy un santo, chicos.
—Tienes que dejar que se desahogue —dijo Sam—. Lo necesita. Los problemas han de salir a la luz para que uno pueda enfrentarse a ellos.
—¿Estás seguro de que no te afectará? Puede resultar bastante desagradable —apuntó Sarah, mirándole a los ojos.
—¿Más desagradable que la guerra? —replicó Kelly tensamente, haciendo un gesto despectivo para cambiar de tema. ¿Y qué pasa con los medicamentos?
La pregunta distendió el ambiente, y Sarah pudo volver a hablar de su trabajo.
—Ya ha superado el período más crucial. De haber una reacción grave de abstinencia, ya se habría manifestado. Puede que aún tenga períodos de agitación; por ejemplo, desencadenados por tensiones externas. En tal caso, dale fenobarbitona; te he dejado por escrito las instrucciones. Pero se está reponiendo. Tiene una personalidad más fuerte de lo que ella misma imagina. Posees suficiente experiencia para saber si atraviesa una mala racha. En ese caso hazle (oblígala, si es necesario) tomar una tableta.
La idea de obligar a Pam a hacer una cosa no gustó nada a Kelly.
—Oye, doctora, yo no puedo…
—¡Venga, John! No te digo que se la hagas tragar a la fuerza. Si le dices que la necesita de verdad, ella te hará caso, ¿de acuerdo?
—¿Durante cuánto tiempo?
—Una semana más, quizá diez días —contestó Sarah tras reflexionar.
—¿Y luego?
—Luego podéis empezar a pensar sobre el futuro que os espera juntos —dijo Sarah.
Sam se sentía incómodo con esa conversación de carácter tan íntimo.
—Me gustaría que le hiciesen un chequeo exhaustiva, Kelly. ¿Cuándo tienes que ir a Baltimore?
—Dentro de un par de semanas, quizá antes.
—No he podido hacerle un examen exhaustivo —dijo Sarah—. No visita a un médico desde hace mucho tiempo, así que me sentiría más tranquila si le hiciesen un chequeo cardiopulmonar, junto con un historial completo de su salud. ¿Qué opinas, Sam?
—¿Conoces a Madge North?
—Ella lo hará —asintió Sarah—. Sabes, Kelly, a ti tampoco te vendría mal someterte a un chequeo completo.
—¿Es que parezco enfermo?
Kelly alzó los brazos, permitiéndoles que contemplaran toda la magnificencia de su cuerpo.
—¡No me vengas con esas! —le espetó Sarah—. Cuando ella acuda al chequeo, tú también irás. Quiero asegurarme de que estáis completamente sanos. ¿Conforme?
—Sí, señora.
—Y otra cosa más, y escúchame atentamente —prosiguió Sarah—: Tiene que visitarse con un psicólogo.
—¿Por qué?
—Mira, John, la vida no es una película. En la vida real, las personas no dejan tras de sí sus problemas y se desembarazan de ellos olvidándolos, ¿entiendes? Han abusado de ella sexualmente. Ha estado metida en drogas. Su autoestima no es muy alta en estos momentos. Las personas en sus mismas circunstancias se culpan a sí mismas de haber sido víctimas. Una terapia adecuada puede contribuir a solucionarlo. Tu ayuda es muy importante, pero también necesita la ayuda de un profesional. ¿Entendido?
—Entendido. —Asintió Kelly.
—Bien —dijo Sarah, mirándole a los ojos—. Me gustas. Sabes escuchar.
—¿Es que tenía elección, señora? —preguntó Kelly con una sonrisa burlona.
—Realmente no —contestó Sarah, echándose a reír.
—Siempre es así de agresiva —aclaró Sam a Kelly—. En realidad, tendría que haber sido enfermera. Se supone que los médicos somos más recatados. Las enfermeras son quienes no paran de darnos órdenes.
Sarah dio un pellizco juguetón a su marido.
—Entonces será mejor que jamás me enrede con una enfermera —dijo Kelly, y los tres se encaminaron hacia el búnker.
Pam despertó tras haber dormido más de diez horas seguidas sin ayuda de barbitúricos. Se levantó con dolor de cabeza, y Kelly le administró una aspirina.
—Dale Tylenol —le dijo Sarah—. Sienta mejor al estómago —explicó, mientras auscultaba de nuevo a Pam, mientras Sam se dedicaba a empaquetar las cosas. Sarah quedó satisfecha con su examen—. Quiero que hayas ganado tres kilos para cuando nos veamos de nuevo.
—Pero…
—John te llevará a vernos, para que podamos hacerte un chequeo completo… ¿Digamos dentro de dos semanas?
—Sí, señora. —Asintió Kelly, capitulando otra vez.
—Pero…
—Mira, Pam, se han confabulado contra mí. Yo también he de someterme a un chequeo —aclaró Kelly con tono inusualmente dócil.
—¿Tenéis que marcharos tan pronto?
Sarah hizo un gesto de asentimiento.
—En realidad, tendríamos que habernos ido anoche, pero ¡qué demonios! —Sarah contempló entonces a Kelly y añadió—: Si no te presentas tal como te he pedido, me oirás, jovencita.
—¡Por Dios, Sarah, eres la reina de la colmena! —dijo Kelly—. Pues deberías oír lo que opina Sam.
Kelly y Pam acompañaron a Sarah hasta el embarcadero, donde los motores del yate de Sam ya rugían, Sarah y Pam se abrazaron. Kelly quiso darle únicamente la mano, pero tuvo que someterse a la ceremonia del beso. Sam saltó a tierra para darles un franco apretón de manos.
—¡Cartas nuevas! —recordó Kelly al cirujano.
—¡A sus órdenes, capitán!
—Yo soltaré las amarras.
Rosen estaba ansioso de demostrar lo que había aprendido. Dio marcha atrás accionando el motor de estribor, e hizo girar el Hatteras cuan largo era. El cirujano no era olvidadizo. Momentos después, Sam aumentaba la potencia de ambos motores y se alejaba en sentido perpendicular al muelle, dirigiéndose recto hacia las aguas más profundas. Pam permaneció de pie, cogida de la mano de Kelly, hasta que el yate se convirtió en un punto blanco en el horizonte.
—Olvidé dar las gracias a Sarah —dijo Pam.
—No, no lo olvidaste. Simplemente no se lo dijiste; eso es todo. Y bien, ¿cómo te encuentras hoy?
—El dolor de cabeza ha pasado.
—La chica alzó la cabeza y miró a Kelly. —Este advirtió que sus cabellos necesitaban un buen lavado, pero que tenía la mirada despejada y su andar era ahora ligero. Sintió la necesidad de darle un beso, y lo hizo.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora?
—Tenemos que hablar —contestó Pam—. Ya va siendo hora. —Espérame aquí.
Kelly fue al taller y regresó con un par de hamacas plegables. Indicó a Pam que se sentara en una de ellas.
—Y ahora cuéntame cuán terrible eres.
Kelly se enteró de que tres semanas atrás Pamela Starr Madden había cumplido veintiún años, con lo que también descubrió al fin su apellido. Nacida en el seno de una familia de la clase trabajadora en el paupérrimo norte de Texas, se había criado bajo la mano firme de un padre que pertenecía a esa clase de hombres que pueden sumir en la desesperación a un pastor bautista. Donald Madden era una persona que entendía la religión en su aspecto formal pero no en su sustancia, que era estricto porque no sabía amar, que bebía por estar frustrado de la vida —y que también estaba enfadado consigo mismo precisamente por eso—, y que jamás había sabido arreglárselas con su existencia. Cuando sus hijos se portaban mal, los golpeaba, generalmente con un cinturón o con una vara, hasta que empezaba a remorderle la conciencia, cosa que no siempre ocurría antes de que abandonara por cansancio. No habiendo sabido lo que era una infancia feliz, la gota que colmó el vaso de la paciencia de Pam cayó al día siguiente de haber cumplido los dieciséis años, cuando se entretuvo después de una misa y acabó yéndose con unos amigos, con los que tenía una reunión, en la creencia de que no hacia nada de malo. Al acabar aquella reunión ni siquiera había recibido un beso del chico con el que había estado, cuyo hogar paterno era casi tan restrictivo como el suyo propio. Pero aquello le tenía sin cuidado a Donald Madden. Al volver a casa a las diez y veinte de un viernes por la noche, Pam entró en un hogar cuyas luces resplandecían de ira y tuvo que enfrentarse a un padre encolerizado y a una madre completamente atemorizada.
—Me dijo cosas terribles… —prosiguió Pan, sin apartar la vista del suelo—. Pero yo no había hecho nada de eso. Ni siquiera había pensado en hacerlo, y Albert era tan inocentón…, pero eso era yo para mi padre, una cualquiera.
Kelly le acaricie la mano.
—No tienes por qué contarme eso, Pam.
Pero Pam tenía que contárselo, y Kelly lo sabía, así que siguió escuchando.
Tras soportar la peor paliza de sus dieciséis años, Pamela Madden escapó por la ventana de su dormitorio y camino los seis kilómetros que la separaban del centro de la inhóspita y polvorienta ciudad. Antes del amanecer cogió un autobús Greyhound con destino Houston, solamente porque aquel era el primer autobús y porque mientras esperaba no se le ocurrió marcharse a otra parte. Por lo que sabía, sus padres jamas denunciarían su desaparición. Una serie de trabajos como criada y chica de la limpieza y unas condiciones de vivienda incluso peores en Houston no hicieron más que acentuar su miseria así que al poco tiempo decidió dirigirse a otro lugar. Con el poco dinero que había ahorrado se montó en un autobús de la Continental Trailways y se apeó en Nueva Orleans. Atemorizada, escuálida y muy joven, Pam ignoraba que había hombres que se dedicaban a dar caza de las jovencitas que se iban de sus casas. Casi recién llegada, se fijo en ella un joven de veinticinco años, bien vestido zalamero, llamado Pierre Lamarck, quien tras invitarla a comer y ofrecerle su simpatía, logró que aceptase su ofrecimiento de techo y ayuda. Tres días después aquel joven se había convertido en su primer amor. Y una semana después, una enérgica bofetada obligó a la niña de dieciséis años a meterse en su segunda aventura sexual, esta vez con un viajante de Springfield, Illinois, a quien Pam le recordaba a su propia hija; tanto, que la contrató por toda la noche, tras pagar a Lamarck doscientos cincuenta dólares. Al día siguiente, Pam se tragó todo el contenido de un bote de somníferos, pero tan sólo logró vomitar y una brutal paliza de su chulo.
Kelly escuchaba el relato con aparente serenidad e indiferencia, manteniendo los ojos fijos y la respiración regular. Pero por dentro la historia era completamente distinta. Pensó en las chicas con que se había acostado en Vietnam, algunas de las cuales parecían niñas, y en las pocas con que había ido desde la muerte de Tish, jamás se le había ocurrido pararse a pensar en que tal vez aquellas jóvenes no encontraban placer alguno ni en su vida ni en su trabajo. Siempre había aceptado sus relaciones fingidas como sentimientos genuinos, ¿acaso no era él un hombre cabal y honorable? Sin embargo, había pagado por los servicios de jovencitas cuyas trayectorias quizá no se diferenciaban en nada de la de Pam. La vergüenza le quemó por dentro.
A los diecinueve años, Pam ya había escapado de Lamarck y de otros tres chulos más, para encontrarse siempre cogida en las garras de otro. Uno que había tenido en Atlanta se divertía dando latigazos a sus chicas en presencia de sus compinches, para lo que solía utilizar cuerdas ligeras. Otro de Chicago inició a Pam en la heroína, pues se le antojó el mejor método para controlar a una chica que parecía demasiado independiente, pero Pam lo abandonó al día siguiente, demostrándole así que había estado en lo cierto. Ya había visto con sus propios ojos cómo moría una chica en su presencia tras una brutal dosis de droga, y aquello le atemorizaba más que el peligro de recibir una paliza. Sin poder volver a casa —en cierta ocasión había telefoneado y la madre le había colgado ante, de que pudiese implorar ayuda— y sin fiarse de la asistencia social, que podría haberle ayudado a seguir un camino diferente, se encontró finalmente en Washington, ejerciendo de experimentada prostituta callejera y con una drogadicción que le ayudaba a ocultarse lo que pensaba de sí misma, pero no lo suficiente. Y eso, pensó Kelly, fue precisamente lo que la salvó. Entretanto, había padecido dos abortos, tres enfermedades venéreas y cuatro arrestos que no acabaron en juicio.
Pam rompió a llorar y Kelly se levantó para sentarse a su lado.
—¿Ves ahora lo que soy realmente?
—Sí, Pam. Lo que veo es una dama con mucho coraje —contestó Kelly, estrechándola entre sus brazos—. Cariño, todo eso no importa. Cualquiera puede descarriarse. Hay que tener agallas para cambiar, y desde luego se necesitan agallas para hablar de eso.
El episodio final había comenzado en Washington con un individuo llamado Roscoe Fleming. En aquellos momentos Pam tenía una fuerte dependencia de los barbitúricos, pero aún seguía teniendo un aspecto fresco y atractivo cuando alguien se tomaba la molestia de arreglarla un poco, al menos lo suficiente para exigir un buen precio a aquellos que preferían los rostros juveniles. Uno de esos hombres se presentó con una idea, un negocio complementario. Ese hombre, cuyo nombre era Henry, quería ampliar su negocio de tráfico de drogas, y como era un pajarraco muy astuto y acostumbrado a que otros hiciesen el trabajo sucio, se había creado su propia plantilla estable de chicas para gestionar su negocio de drogas desde el aprovisionamiento hasta la red de distribuidores. Compraba sus chicas a los chulos de otras ciudades, siendo cada caso una transacción realizada rigurosamente en metálico, cosa que las chicas consideraban degradante. En esa ocasión Pam trató de huir prácticamente al principio, pero fue capturada y recibió una paliza descomunal, de la que salió con tres costillas rotas, aunque más adelante comprendería la gran suerte que había tenido de que esa primera lección no hubiese deparado consecuencias más graves. Henry aprovechó aquella oportunidad para atiborrar a Pam de barbitúricos, con lo que atenuó sus dolores e incrementó su dependencia. Luego intensificaría el tratamiento a fin de que la chica estuviese disponible para cualquiera de sus compinches. Y en eso Henry logró lo que los otros no habían conseguido: amedrentó su espíritu.
A lo largo de cinco meses, aquella combinación de palizas, abusos sexuales y drogas la sumió en una depresión que se acercaba al estado catatónico, hasta que un hecho ocurrido hacía tan sólo cuatro semanas la obligó a volver a la realidad: en el umbral de una puerta tropezó con el cadáver de un niño de doce años que aún tenía la jeringuilla clavada en el brazo. Aparentando docilidad, Pam luchó por abandonar las drogas. Los amigos de Henry no se quejaron de eso. Pensaron que de ese modo Pam se encontraba en mejor forma, y al entrar en juego sus egos machistas atribuyeron aquel cambio a su destreza sexual, no al fortalecimiento moral de la joven. Pam esperó una oportunidad, y la consiguió en una ocasión en que Henry se ausentó, ya que los otros descuidaban la vigilancia cuando él no estaba presente. Hacía sólo cinco días que había empaquetado lo poco que tenía y había huido. Sin un céntimo encima. —Henry nunca le había permitido tener dinero—, se alejó de la ciudad haciendo autostop.
—Háblame de Henry —dijo Kelly en voz baja cuando Pamela hubo acabado su relato.
—De unos treinta años, negro, más o menos de tu estatura.
—¿Se escaparon otras chicas?
La voz de Pam sonó fría como el hielo:
—Sólo sé de una que lo intentó. Fue por noviembre, Él… la mató. Supuso que acudiría a la policía y… —Pam hizo una pausa y luego levantó la mirada—: Nos obligó a todas a presenciarlo. Fue terrible.
Kelly preguntó con tono sereno:
—Y bien, ¿por qué lo intentaste, Pam?
—Prefería morir, antes que seguir con eso —susurró ella, sintiendo que las heridas se le abrían de nuevo—. Quería morirme. No podía quitarme de la mente a aquel niño. ¿Sabes como ocurre eso? Te detienes simplemente. Todo se detiene. Y yo contribuí a eso. Yo contribuí a matarle…
—¿Cómo lograste escapar?
—La noche anterior… yo… follé con todos ellos… para satisfacerles y para que me dejaran en paz por unas horas. ¿Lo entiendes ahora?
—Hiciste lo necesario para escapar —repuso Kelly, que tuvo que reunir todas sus fuerzas para que no se le quebrara la voz—. Lo entiendo doy gracias por ello.
—No te reprocharía si quisieras deshacerte de mí. Quizá mi padre estaba en lo cierto sobre lo que decía acerca de mí.
—Pam, ¿recuerdas cuando ibas a la iglesia?
—Sí.
—¿Y recuerdas aquella historia que terminaba con las palabras Ve y no peques más? ¿Piensas que yo nunca he hecho nada malo? ¿Qué jamás he tenido que avergonzarme de mí mismo? ¿Qué nunca he tenido miedo? No estás sola, Pam. ¿Es que no sabes lo valiente que has sido al contármelo todo?
—Tienes derecho a saberlo —dijo Pam con un tono carente de toda emoción.
—Y ahora lo sé, y eso no cambia las cosas —replicó Kelly, y guardó silencio unos momentos—. Aunque sí, sí cambia las cosas. Eres incluso más fuerte de lo que había imaginado, cariño.
—¿Estás seguro? ¿Y qué pasará después?
—De lo único que me preocuparé después es de esa gente de la que escapaste —contestó Kelly.
—Si me llegan a encontrar algún día… —dijo Pam, embargada por el miedo—. Cada vez que vayamos a la ciudad, podrían verme.
—Seremos muy cuidadosos —dijo Kelly.
—Jamás estaré a salvo, jamás.
—¡Oh, sí! Fíjate, hay dos maneras de enfrentarse a eso. Puedes seguir huyendo y ocultándote. O puedes ayudar a que se les dé su merecido.
Pam denegó enérgicamente con la cabeza.
—La chica que mataron. Ellos lo sabían. Sabían que había telefoneado a la policía. No puedo fiarme de la policía. Además, no sabes lo peligrosos que son esos tipos.
Sarah había acertado en otra cosa, advirtió Kelly. Pam llevaba puesto el sostén, y el sol había resaltado las marcas de la espalda. Eran los puntos que el sol no había bronceado como al resto de la piel. Secuelas de los verdugones y las heridas que aquellos bastardos le habían infligido sádicamente. Todo había comenzado con aquel Pierre Lamarck o, para ser más exactos, con Donald Madden, aquel hombrecillo cobarde que sólo había sabido mantener relaciones con mujeres mediante la violencia.
Dijo a Pam que se quedase un momento donde estaba y se dirigió al taller de herramientas. Volvió con ocho latas vacías de soda y gaseosa, que dispuso sobre el suelo a unos diez metros de las hamacas.
—Tápate los oídos —dijo Kelly.
—¿Por qué?
—Hazlo.
Pam obedeció, y Kelly se metió la mano derecha por debajo de la camisa y sacó una pistola automática del 45. La empuñó con ambas manos, apuntó y la movió de izquierda a derecha. Una tras otra, con intervalos de un segundo, las latas fueron cayendo o saltando por los aires al ritmo de los estampidos de la pistola. Antes de que la última lata hubiese caído al suelo tras su breve vuelo por los aires, Kelly ya había recargado el arma, y siete de las latas se desplazaron un poco más. Se cercioró de que la pistola estaba descargada, la amartilló, se la colocó al cinto y fue a sentarse cerca de Pam.
—No se necesita gran cosa para parecer peligroso a una chica desamparada. Pero hace falta algo más para que me parezcan peligrosos a mí. Pam, si alguien piensa siquiera en hacerte daño, antes tendrá que vérselas conmigo.
Pam miró las latas y luego miró a Kelly, que parecía muy satisfecho de sí mismo y de su puntería. La exhibición le había servido de desahogo, y durante aquel breve frenesí de actividad había asignado un nombre y un rostro a cada lata. Pero la chica aún no estaba convencida. Aquello requeriría cierto tiempo.
—En todo caso… —dijo Kelly, sentándose de nuevo junto a Pam—. Pues bien, ya me has contado tu vida, ¿no?
—Sí.
—¿Y sigues pensando que eso cambia las cosas para mí?
—No. Dijiste que no. Me parece que empiezo a creerte.
—Mira, Pam, no todos los hombres son como esos; en realidad no hay muchos así. Has tenido muy mala suerte, eso es todo. Algunas personas resultan heridas en accidentes, otras contraen enfermedades. En Vietnam vi morir a hombres a causa de la mala suerte. Casi me ocurre a mí. Y eso no les pasó porque hubiese algo de malo en ellos. Sólo fue a causa de la mala suerte, por haber estado en el sitio equivocado, por haberse girado hacia la izquierda en vez de hacia la derecha, por haber elegido el camino falso. Sarah quiere que acudas a unos médicos y que les cuentes todo. Creo que tiene razón. Conseguiremos que te recuperes completamente.
—¿Y después? —preguntó Pam Madden.
Kelly aspiró profundamente, pero era ya demasiado tarde como para detenerse.
—¿Quieres… quedarte conmigo, Pam?
La joven le miró como si hubiese recibido una bofetada. Kelly se sorprendió.
—No puedes, lo dices simplemente porque…
Kelly se puso de pie y la alzó en vilo, cogiéndola de los brazos.
—Ahora vas a escucharme, ¿de acuerdo? Has estado enferma. Y te vas a curar. Has soportado todas las cargas que este maldito mundo te ha echado encima, y no has claudicado. ¡Creo en ti! Para curarte necesitarás tiempo. Todo necesita su tiempo. Pero al final serás una persona maravillosa.
Kelly la depositó en el suelo y retrocedió un par de pasos. Estaba temblando de rabia, no sólo por lo que le había sucedido a la joven, sino también por la rabia que sentía contra sí mismo por haber tratado de imponerle su voluntad.
—Lo siento. No debí decir eso. Por favor, Pam…, cree simplemente un poco en ti misma.
—Es muy duro. He hecho cosas horribles…
Sarah tenía razón. Pam necesitaba la ayuda de un especialista. Y Kelly se sentía impotente por no saber qué decirle.
La rutina cotidiana se impuso con asombrosa facilidad en los días siguientes. Cualesquiera fuesen las otras cualidades de Pam, como cocinera era francamente espantosa, hasta el extremo de que sus fracasos provocaron el llanto de la joven en dos ocasiones, presa de la desesperación, pese a que Kelly se las arreglaba para disimular sus pensamientos, acogiendo con una sonrisa y una palabra amable todo lo que ella preparaba. Pero lo cierto es que también aprendía con rapidez, y ya el viernes se las ingenió para hacer que un par de hamburguesas resultasen más sabrosas que unos trozos de carbón. Kelly estuvo a su lado en todo momento, infundiéndole ánimos, esforzándose en ser comprensivo y lográndolo en casi todas las ocasiones. Una palabra serena, una caricia cariñosa y una sonrisa eran sus armas. Ella pronto imitó su costumbre de levantarse antes del amanecer. Kelly logró que empezase a hacer ejercicio, lo que al principio resultó verdaderamente difícil. Aunque la joven gozaba en el fondo de buena salud, durante muchos años no había corrido más allá de media manzana, así que Kelly la hizo caminar alrededor de la isla, empezando con dos vueltas, que para el fin de semana ya se habían convertido en cinco. La joven pasaba las tardes tomando el sol, escasa de ropa, generalmente sólo con sostén y bragas. Comenzó a ponerse morena y no parecía reparar en aquellas marcas finas y pálidas de su espalda, que a Kelly sin embargo le hacían montar en cólera. Empezó a prestar más atención a su aspecto, duchándose y lavándose el pelo una vez al día, cepillándoselo luego hasta dejar sus cabellos brillantes como la seda, y Kelly siempre estaba a su lado para hacer algún comentario. Ni siquiera una vez pareció necesitar la fenobarbitona que le había dejado Sarah. Quizá luchase contra la tentación en una o dos ocasiones, pero, al recurrir al ejercicio físico en vez de a los productos químicos, logró adquirir el ritmo normal de sueño y vigilia. Sus sonrisas empezaron a irradiar más confianza en sí misma, y en un par de ocasiones Kelly la sorprendió mirándose en el espejo con una expresión que ya no era de dolor.
—¿No son preciosos? —le preguntó Kelly el sábado por la tarde, cuando Pam acababa de salir de la ducha.
—Quizá —contestó ella, condescendiente.
Kelly cogió un peine del lavabo y se ocupó de peinarle los cabellos mojados.
—El sol te los ha dejado más claros.
—Me costó su tiempo quitarles toda la porquería —dijo Pam, relajándose al sentir sus caricias.
—Pero resultará, Pammy, ¿no crees? —dijo Kelly, que se esforzaba por desenredar un nudo, poniendo gran cuidarlo en no darle tirones.
—Sí, eso creo, puede ser —dijo Pam, mirándole a la cara en el espejo.
—¿Te costó mucho contármelo, cariño?
—Bastante —contestó Pam sonriéndole de verdad, con calor y convicción.
Kelly dejó el peine en el lavabo y besó a Pam en la nuca, mientras ella lo observaba en el espejo. Luego recogió el peine y continuó. Su labor se le antojó muy poco masculina, pero le encantaba.
—Fíjate aquí —dijo él—, absolutamente lacio y desenredado.
—La verdad es que tendría que comprar un secador.
Kelly se encogió de hombros y dijo:
—Jamás he necesitado un cacharro de esos.
Pam se dio la vuelta y le cogió las manos:
—Pues tendrás que comprarlo, si es que aún sigues queriendo…
Kelly guardó silencio durante unos instantes, y cuando al fin habló, le costó hacerlo, pues esta vez quien sentía miedo era él.
—Y tú, ¿estás segura?
—¿Todavía la sigues queriendo…?
—Sí.
No fue nada fácil levantarla en vilo con sus cabellos empapados, aún desnuda y mojada por la ducha, pero en momentos como ese un hombre ha de alzar en brazos a su mujer. Pam había cambiado. Sus costillas se marcaban menos. Había ganado algo de peso gracias a una dieta sana y la regularidad de las comidas. Pero era su personalidad lo que más había cambiado. Kelly se preguntó qué clase de milagro se había producido, sin atreverse a creer que él había colaborado pero sabiendo que era así. A continuación la depositó de nuevo en la silla y se quedó contemplando la alegría que irradiaban sus ojos, orgulloso de haber contribuido a que esa felicidad se hubiese instalado en sus pupilas.
—Yo también tengo mis asperezas —le advirtió Kelly, sin percatarse de su propia mirada.
—Ya he podido apreciar la mayoría —aseguró la joven.
Pam empezó a acariciarle el pecho, bronceado y poblado de pelos negros, marcado con cicatrices de guerra. Las cicatrices de ella estaban por dentro, y también lo estaban algunas de él, y juntos, cada uno curaría al otro. Ahora Pam estaba segura de eso. Había empezado a contemplar el futuro como algo más que un lugar sombrío en el que podría ocultarse y olvidar. El futuro era ahora un lugar de esperanza.