Kelly durmió cerca de ocho horas y se despertó al oír los graznidos de las gaviotas, para encontrarse con que Pam no estaba allí. Salió de la casa y la vio de pie en el muelle, contemplando el mar, aún abatida, aún incapaz de lograr el descanso que tanto necesitaba. La bahía presentaba su habitual calma matinal y su superficie espejada se veía interrumpida por las ondas concéntricas que provocaban los lirios al emerger para atrapar insectos. Circunstancias como esas parecían lo apropiado para comenzar el día, una suave brisa que venía por el poniente y aquel silencio misterioso que permitía escuchar el zumbido del motor de una lancha en la lejanía. Era la clase de momentos que permiten al hombre encontrarse a solas con la naturaleza, pero Kelly sabía que Pam se sentía sencillamente sola. Se acercó a ella, tan silenciosamente como pudo, y la cogió por la cintura con ambas manos.
—¡Buenos días!
La joven no respondió y Kelly permaneció quieto, sujetándola suavemente para que ella sintiese su contacto. Llevaba una de las camisas de Kelly y este no deseaba que su tacto resultase sensual, sino tan sólo protector. Sentía miedo de acercarse a una mujer que había sufrido aquellos vejámenes y que no podría predecir dónde se encontraba exactamente la línea divisoria entre el afecto y el abuso.
—Y bien, ahora ya lo sabes —dijo la joven quedamente, incapaz de volverse y mirarle a la cara.
—Sí —repuso Kelly también en voz baja.
—¿Qué piensas? —preguntó Pam con un tono que era un doloroso susurro.
—No sé exactamente a qué te refieres, Pam.
Kelly percibió su vacilación y tuvo que vencer los deseos de estrecharla entre sus brazos.
—Acerca de mí.
—¿Acerca de ti? —Kelly se arrimó un poco más y movió lentamente sus brazos hasta rodearle suavemente la cintura—. Pienso que eres hermosa. Pienso que estoy satisfecho de que nos hayamos conocido.
—Pero sabes lo de las drogas.
—Los Rosen dicen que estás tratando de quitártelas. Eso es más que suficiente para mí.
—Es peor que eso, he hecho cosas…
—Eso no me importa, Pam —la interrumpió Kelly—. Yo también he hecho ciertas cosas. Pero tú hiciste algo maravilloso por mí. Me diste una esperanza. —Kelly la estrechó con fuerza—. Lo que hayas hecho antes de conocernos no tienen importancia. No estás sola, Pam. Estoy aquí para ayudarte, si tú lo deseas.
—Cuando descubras que… —le advirtió la joven.
—Correré el riesgo. Creo conocer los aspectos importantes. Te quiero, Pam.
A Kelly le sorprendieron sus propias palabras. Había tenido miedo de expresar ese sentimiento, incluso de admitirlo ante sí mismo. Era demasiado irracional, pero de nuevo las emociones triunfaron sobre la razón. Y la razón, por esta vez, se sorprendió a sí misma dando su aprobación.
—¿Cómo puedes decir eso? —inquirió Pam.
Kelly le hizo darse la vuelta y le sonrió.
—¡Qué me cuelguen si lo sé! Quizá se deba a tus cabellos enmarañados o a tu naricilla mocosa —contestó Kelly, palpándole el pecho a través de la camisa—. No, creo que se debe a tu corazón. Independientemente de tu pasado, tu corazón es una auténtica maravilla.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Pam, mirándose el pecho.
Se produjo un largo silencio, luego Pam alzó la mirada y le sonrió, y aquello fue como el despuntar del día. Los resplandores anaranjados y amarillos del sol naciente iluminaron el rostro de la joven y dieron un toque de luz a sus hermosos cabellos.
Kelly le enjugó las lágrimas que resbalaban por sus mejillas, eliminando cualquier duda que él hubiese abrigado.
—Tendremos que conseguirte algo de ropa. Este no es el modo en que se viste una dama.
—¿Quién dice que soy una dama?
—Yo.
—Kelly…, tengo miedo.
Él la atrajo contra su pecho.
—No importa. Yo tuve miedo en todo momento. Lo único importante es saber que estás dispuesta a hacerlo.
Kelly le acarició la espalda. No intentaba convertir ese encuentro en algo sensual, pero advirtió que se estaba excitando, hasta que reparó en que palpaba cicatrices infligidas por hombres que habían esgrimido látigos, sogas, cinturones… Dirigió entonces la mirada hacia el horizonte, y afortunadamente ella no vio su expresión…
—Has de estar hambrienta —dijo, separándose de ella y cogiéndola de las manos.
—Me muero de hambre —asintió la joven.
—Eso podemos solucionarlo.
Kelly la acompañó de regreso al búnker. Se sentía feliz de tenerla a su lado. Se encontraron con Sam y Sarah, que venían de la otra punta de la isla, tras haber dado un paseo matinal.
—¿Cómo se sienten nuestros tortolitos? —preguntó Sarah, sonriendo alegremente porque ya conocía la respuesta, después de haberlos observado durante los últimos doscientos metros.
—¡Hambrientos! —contestó Pam.
—Hoy nos traerán un par de «tornillos» —añadió Kelly, haciendo un guiño.
—¿Qué? —preguntó Pam.
—Hélices —explicó Kelly—. Para el barco de Sam.
—¿Tornillos?
—Jerga marinera —aclaró Kelly, dirigiéndole una sonrisa burlona.
—¡Cuánto ha durado esto! —comentó Tony, dando un sorbo al café.
—¿Dónde está el mío? —demandó Eddie, que estaba irritable por la falta de sueño.
—Me dijiste que dejase fuera el puto hornillo, ¿lo recuerdas? Tráetelo tú mismo.
—¿Piensas que quería tener aquí dentro toda esa humareda y toda esa mierda? Uno puede morir con ese maldito monóxido —replicó irritado Eddie Moreno.
Tony también estaba cansado. Demasiado cansado como para ponerse a discutir con aquel bocazas.
—Está bien, tío —dijo—. Ahí fuera tienes la jarra del café. Y también hay vasos.
Eddie salió de la casa refunfuñando. Henry, el tercer hombre, estaba guardando el producto y se mantuvo ajeno a la discusión. Todo había salido algo mejor de lo que él había previsto. Incluso se habían tragado su historia sobre Angelo, con lo que quedaban eliminados un socio potencial y un problema. La droga ya preparada, que ahora estaba siendo pesada y empaquetada en bolsas de plástico para su venta a los traficantes, tendría un valor de por lo menos trescientos mil dólares. Las cosas no se habían desarrollado del todo según lo planeado. Las esperadas «pocas horas» de trabajo se habían alargado hasta convenirse en una maratón que duró toda la noche, cuando los tres descubrieron que lo que tenían que pagar a los otros por su trabajo no resultaba tan sencillo como les pareció a primera vista. Tampoco fueron de mucha ayuda las tres botellas de whisky americano que habían traído consigo. De todos modos, más de trescientos mil dólares de ganancia por dieciséis horas de trabajo no estaban del todo mal. Y eso no era más que el comienzo. Tucker sólo les estaba dando una muestra de lo que vendría después.
Eddie aún seguía preocupado por las repercusiones de la desaparición de Angelo. Pero ya no había marcha atrás, no después de haberlo matado. Se había visto obligado a ello para respaldar la jugada de Tony. Hizo una mueca al divisar al norte de la isla lo que había sido un barco. Por otro lado, los rayos del sol se reflejaban en los cristales de lo que era probablemente un bello crucero de gran potencia. ¿No sería estupendo poseer uno así? A Eddie Morello le gustaba la pesca y quizá podría llevar de vez en cuando a sus chiquillos… ¿No sería acaso una buena cosa para encubrir sus verdaderas actividades?
O quizá la captura de cangrejos, se dijo. A fin de cuentas, sabía qué comían los cangrejos. Ese pensamiento le provocó una sorda risotada, seguida de un ligero estremecimiento. ¿Estaba fuera de peligro al relacionarse con esos hombres? Esos tipos acababan de (él acababa de) matar a Angelo Vorano; ni siquiera habían transcurrido veinticuatro horas. Pero Angelo no formaba parte de la banda, y Tony Piaggi sí. Él era su legitimación, su vía de acceso a las calles, y eso le dejaba fuera de peligro… durante una temporada. Mientras Eddie se mantuviese astuto y alerta.
—¿Qué supones que era? —preguntó Tucker a Piaggi, tan sólo por decir algo.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando cruzamos ese barco, lo que se vio parecía una cabina o algo así —dijo, sellando el último envoltorio y metiéndolo dentro de la nevera portátil.
—¿El camarote del capitán, quieres decir? —preguntó Tony. Sólo intentaba matar el tiempo, pues se sentía hastiado de lo que habían estado haciendo durante toda la noche.
—Puede ser, supongo. Está cerca del puente de mando.
Henry Tucker se puso de pie, se desperezó y se preguntó por qué le tocaba a él todo el trabajo pesado. La respuesta le llegó con harta facilidad: Tony era un hombre «hecho», Eddie quería llegar a serlo pero nunca llegaría a serlo, como tampoco Angelo, pensó, alegrándose de ello. Jamás se había fiado de Angelo, pero ya había dejado de ser un problema. Había algo bueno en esa gente, eran tipos que parecían mantener su palabra… y seguirían manteniéndola mientras él siguiese siendo su enlace con la materia prima, pero ni un solo minuto más. Tucker no se hacía ilusiones al respecto. Había estado bien que Angelo le pusiera en contacto con Tony y Eddie, y la muerte de Angelo había tenido en Henry exactamente el mismo efecto que podría tener su propia muerte en los otros dos: ninguno. Todos los hombres podían ser utilizados para algo, se dijo Tucker, cerrando la nevera portátil. Y los cangrejos también tenían que comer.
Con suerte, ese sería el último asesinato durante un tiempo. No se trataba de que eso intimidara a Tucker, pero le molestaban las complicaciones que solían acarrear los asesinatos. Un buen negocio tenía que gestionarse con tranquilidad, sin sobresaltos, y tenía que dar dinero a todos, con lo que todos quedaban satisfechos, incluso los clientes más remotos. Y no cabía duda de que ese cargamento les haría felices. Era una buena heroína asiática, científicamente procesada y prudentemente «cortada» con sustancias no tóxicas, que proporcionaría a los consumidores un colocón de campeonato, pero sereno y con un descenso suave en la realidad de la que trataban de escapar. La clase de éxtasis que desearían experimentar por segunda vez, con lo que volverían a buscar a sus camellos, que podrían cobrarles un poco más por suministrarles una sustancia tan buena. «Dulzura Asiática» era su nombre comercial.
Se corría cierto peligro con tener un nombre para la calle. Proporcionaba un blanco a la policía, un nombre que perseguir y cuestiones específicas que preguntar, pero era el riesgo a correr por tener un producto de tan alta calidad. Por ese motivo había elegido a sus socios teniendo en cuenta su experiencia, sus contactos y su seguridad. También el lugar del procesamiento había sido elegido atendiendo a la seguridad. Tenían unas cinco millas de visibilidad y una lancha rápida para huir, llegado el caso. Sí, había peligro, desde luego, pero todo en la vida suponía peligro, y el riesgo había que medirlo de acuerdo a la recompensa. La recompensa de Henry Tucker por menos de un día de trabajo era de cien mil dólares en efectivo y libres de impuestos, y por tanto estaba dispuesto a arriesgarse. Incluso dispuesto a arriesgarse mucho, a causa de los hombres con que se relacionaba Piaggi, pero ahora había logrado interesarles. Pronto serían tan ambiciosos como él mismo.
El barco de Solomons que traía las hélices de repuesto había atracado pocos minutos antes. Los Rosen no habían dicho a Kelly que mantuviese ocupada a Pam, pero se trataba de una prescripción obvia para los problemas de la joven. Kelly arrastro el compresor portátil hasta el embarcadero y lo puso en marcha. Indico a Pam cómo regular el suministro de aire, vigilando en todo momento el calibrador. Eligió luego las tenazas que necesitaría y las colocó también en el muelle.
—Un dedo, esa de ahí; dos, esa otra; y tres, esta de aquí, ¿de acuerdo?
—Entendido —replicó Pam, impresionada por la experiencia de Kelly.
Los demás sabían que Kelly estaba exagerando un poco las cosas, pero a todos les parecía bien.
Kelly bajó por la escalerilla y se sumergió en el agua. Lo primero que hizo fue controlar las roscas de los ejes de las hélices, que parecían estar en perfecto estado. Sacó la mano sobre la superficie con un dedo en alto y recibió las tenazas adecuadas, que utilizó para desatornillar las tuercas que sujetaban los ejes, que luego liberó uno tras otro. La operación requirió sólo quince minutos, tras los cuales las hélices nuevas quedaron completamente montadas y los nuevos ánodos protectores colocados en su lugar. Se entretuvo luego echando un vistazo a los timones y consideró que estarían bien para el resto del año, aun cuando Sam debería controlarlos de vez en cuando. Como de costumbre, fue un salir del agua y respirar un aire que no sabía a caucho.
—¿Cuánto te debo? —preguntó Rosen.
—¿Por qué? —replicó Kelly, recogiendo sus herramientas y apagando el compresor.
—Siempre pago a un hombre por su trabajo —dijo con cierto aire de santurronería.
Kelly tuvo que echarse a reír.
—Te diré algo: si alguna vez necesito una operación, me la puedes hacer gratis. ¿Cómo llamáis los médicos a esa clase de cosas?
—Cortesía profesional, pero tú no eres médico —objeto Rosen.
—Y tú no eres buceador. Tampoco eres todavía un marino pero eso lo solucionaremos hoy, Sam.
—¡Fui el primero de mi clase cuando estudiaba náutica! —exclamó Rosen.
—Oye, galeno, cuando nos llegaban los chicos de la escuela de entrenamiento, solíamos decirles: «Todo eso está muy bien, muchacho, pero aquí estamos en la Armada». Deja que vaya a guardar mis utensilios y ya veremos cómo pilotas realmente esa cosa.
—Te apuesto lo que quieras a que soy mejor pescador que tú —fanfarroneó Rosen.
—Dentro de poco estarán apostando por ver cuál mea más lejos —comentó Sarah a Pam con tono sarcástico.
—¡Eso también! —gritó Kelly, echándose a reír mientras se dirigía hacia el búnker.
Diez minutos después ya se había lavado y puesto una camiseta limpia y pantalones cortos.
Kelly se apostó en el puente de mando y observó a Rosen mientras este hacía los preparativos para zarpar con su yate. El cirujano impresionó a Kelly, especialmente por su habilidad con los cables.
—La próxima vez deja que funcione un rato la entrada de aire antes de encender los motores —dijo Kelly después de que Rosen hubiese zarpado.
—Pero si es una diesel.
—En primer lugar, el motor es masculino, ¿entendido? Y en segundo lugar, es bueno irse acostumbrando. El próximo barco que pilotes podría ser de gasolina. Ante todo la seguridad, doctor. ¿Nunca has tomado unas vacaciones y has alquilado un yate?
—Pues sí.
—¿Acaso en cirugía no haces siempre lo mismo del mismo modo y en todo momento? —preguntó Kelly—. ¿Incluso cuando realmente no tienes necesidad de hacerlo?
Rosen asintió pensativamente.
—De acuerdo.
—Sácalo del muelle —ordenó Kelly, haciéndole señas con la mano.
Y eso fue lo que hizo Rosen, con bastante pericia, según pensó el cirujano; pero Kelly no fue de la misma opinión.
—Menos timón, más hélices. No siempre tendrás una brisa que te ayude a salir de lado. Las hélices desplazan agua; los timones la orientan un poco. Siempre puedes depender de tus motores, especialmente a baja velocidad. Y el gobierno de la nave a veces falla. Aprende a hacerlo sin necesidad de dirigir.
—Sí, capitán —refunfuñó Rosen. Era como si comenzase de nuevo su periodo de interno, y Sam Rosen estaba acostumbrado a que los internos obedeciesen ciegamente sus órdenes. A los cuarenta y ocho años, pensó, se es un poco viejo para convertirse en estudiante.
—Tú eres el capitán. Yo no soy más que el piloto. Y estas son mis aguas, Sam. —Kelly se volvió hacia la cubierta del entrepuente—. No os riais, señoras, que ya os llegará vuestro turno. ¡Pon atención! —gritó, para añadir con tono más sosegado—: Te estás convirtiendo en un buen deportista, Sam.
Quince minutos después se deslizaban perezosamente sobre las aguas, echadas ya las cañas de pesca, bajo el ardiente sol del día festivo. Kelly sentía poco interés por la pesca, así que se asignó la tarea de vigilancia en el puente de mando, mientras Sam enseñaba a Pam a poner la carnada en el anzuelo. El entusiasmo de la joven sorprendió a todos. Sarah se aseguró de que se embadurnase profundamente con Coppertone para proteger su pálida piel, y Kelly se preguntó si algo de bronceado haría resaltar sus cicatrices. A solas con sus pensamientos en el puente de mando, Kelly se preguntó qué clase de hombres serían los que abusaban de las mujeres. Pasó entonces la mirada por la suavemente ondulada superficie salpicada de barcos. ¿A cuantas personas de esa clase estaría viendo en esos momentos? ¿Por qué no se las podría reconocer a simple vista?
Cargar la lancha fue harto sencillo. Habían almacenado una buena provisión de productos químicos que tendrían que ir renovando periódicamente, pero Eddie y Tony podían conseguirlos gracias a una tienda de productos químicos cuyo propietario tenía relaciones casuales con su organización.
—Quiero verlo —dijo Tony cuando soltaron amarras.
Conducir por las marismas la lancha de seis metros de eslora no fue tan fácil como se imaginaba, pero Eddie recordaba muy bien el lugar y las aguas seguían siendo cristalinas.
—¡Santo cielo! —exclamó Tony.
—Será un buen año para los cangrejos de mar —comentó Eddie, alegrándose de que Tony se sobresaltase. Una venganza bien merecida, pensó Eddie, aunque no era un espectáculo placentero para ninguno de ellos. Sobre el cadáver se amontonaba ya el equivalente a unas tres arrobas de cangrejos. Tenía el rostro completamente cubierto, al igual que un brazo, y se acercaban más criaturas, atraídas por el olor a putrefacción, que se expandía por el agua con igual eficacia que por el aire: de esa forma la naturaleza daba la señal de alarma. Eddie pensó que en tierra se hubiesen agolpado las águilas ratoneras y los cuervos.
—¿Qué os imagináis? Dos semanas, quizá tres, y ya no quedará nada de Angelo.
—¿Qué pasa si alguien…?
—Eso es muy poco probable —dijo Tucker, sin siquiera mirar—. Escaso calado para que un velero se atreva a acercarse, y los de las lanchas motoras no se fijan en nada. Hay un canal bonito y ancho una media milla hacia el sur y la pesca es mucho mejor allí, según dicen. Apostaría a que a los cangrejeros tampoco les agrada este lugar.
Piaggi no podía apartar la mirada, pese a que el estómago ya se le había revuelto. Los cangrejos de mar de la bahía de Chesapeake, con sus tenazas, se dedicaban a despedazar el cadáver de Angelo, ya reblandecido por el agua templada y la acción de las bacterias, desgarrando y arrancando, recogiendo los trocitos de carne con sus pequeñas pinzas, para luego llevárselos a sus extrañas y estrafalarias bocas. Piaggi se pregunto si todavía quedaría allí un rostro, unos ojos que mirasen hacia arriba, hacia el mundo que habían dejado atrás, pero los cangrejos tapaban la cara y todo parecía indicar que los ojos habían constituido el primer bocado. Lo escalofriante del caso era, por supuesto, que si un hombre podía morir de esa manera, también podía morir otro, y pese a que Angelo ya estaba muerto cuando fue arrojado al mar, Piaggi se dijo que acabar de ese modo era peor que la propia muerte. Hubiese lamentado la muerte de Angelo, si no fuera porque se trataba de un negocio, y además… Angelo se lo había merecido. En cierto sentido, era una lástima que ese fin horripilante tuviese que ser mantenido en secreto, pero eso también era parte del negocio. De esa manera se evitaba que la policía lo descubriera. Es difícil probar un asesinato sin un cadáver, y en este caso habían descubierto por casualidad un buen método para ocultar una serie de homicidios. El único problema radicaba en cómo llevar los cuerpos hasta allí… y en no permitir que otros se enterasen de ese procedimiento de desaparición, pues la gente se va de la lengua, se dijo Tony Piaggi, al igual que Angelo. Fue buena cosa el que Henry lo descubriera.
—¿Qué os parecería un buen pastel de cangrejos cuando estemos de vuelta en la ciudad? —preguntó Eddie Morello, soltando una carcajada, tan sólo para ver si podía hacer y dominar a Tony.
—Larguémonos de una vez de esta mierda —replicó en voz baja Piaggi, acomodándose en su asiento.
Tucker encendió el motor y empezó a salir de la marisma, poniendo rumbo a la bahía.
Piaggi necesitó un par de minutos para apartar de su mente aquella imagen y confió en que podría olvidar el horror de la misma y recordar tan sólo la eficacia de su método para deshacerse de un cadáver. A fin de cuentas, probablemente tendrían que utilizarlo otra vez. Quizá dentro de un par de horas, lo que resultaría muy divertido, pensó Tony, contemplando la nevera portátil. Debajo unas quince latas de cerveza National Bohemian había una capa de hielo, bajo la que se ocultaban veinte bolsas precintadas de heroína. En el caso de que alguien los detuviera, era improbable que se fijasen en otra cosa que no fuese la cerveza, el auténtico combustible de los marinos de la bahía. Tucker puso rumbo norte, y los demás sacaron sus cañas de pesca, para aparentar que buscaban un lugar donde atrapar unos cuantos cabrachos de las aguas de Chesapeake.
—Es una pesca al revés —dijo Morello transcurridos unos instantes, y luego se echó a reír con tantas ganas que Piaggi le irritó.
—¡Pásame una cerveza! —pidió Tony entre risotadas. Después de todo, era un «hombre hecho», y merecía respeto.
—¡Idiotas! —se dijo Kelly entre dientes.
Aquella lancha de seis metros de eslora iba demasiado rápido, se acercaba demasiado a las otras embarcaciones de pesca. Podía arrastrar más de un sedal, y desde luego dejaría una estela que molestaría a las otras embarcaciones. Eran malas maneras marineras, algo que Kelly siempre procuraba evitar. Que aquello ocurriera no era de extrañar… ¡Maldita sea!, no lo era en absoluto. Todo cuanto uno tenía que hacer era comprarse una lancha y ya se adquiría el derecho a navegar por todas partes. Ni un examen, nada de nada. Kelly encontró los prismáticos 7 x 50 de Rosen y enfocó a los individuos que iban en la lancha que se acercaba peligrosamente por uno de los costados del yate. Tres gilipollas, uno de los cuales levantaba una lata de cerveza y le dirigía un saludo grotesco.
—Aléjate de barlovento, palurdo —susurró Kelly.
Aquellos memos de la lancha probablemente estarían medio borrachos, y aún no eran las once de la mañana. Los contempló y se sintió vagamente satisfecho al advertir que pasaban de largo sin acercarse más de cincuenta metros. Se fijó en el nombre de la embarcación: Enrique VIII. Si volvía a divisar ese nombre, se dijo Kelly, procuraría mantenerse a distancia.
—¡He pescado uno! —gritó Sarah.
—¡Atención, nos llega una potente estela por estribor!
Llegó un minuto después, haciendo que el enorme Hatteras se sacudiese con bandazos de unos veinte grados con respecto a su vertical.
—¡A eso —dijo Kelly, contemplando a los tres— es lo que yo llamo malos modales marineros!
—¡Sí, capitán! —contestó Sam.
—Aún lo tengo —anunció Sarah, mientras Kelly observaba con qué destreza consumada la médica recogía el sedal—. ¡Y es muy grande!
Sam cogió una red y se inclinó sobre la barandilla. Momentos después se incorporaba y en la red se debatía un cabracho de unos seis o siete kilos de peso. Luego vació la red en un recipiente lleno de agua, en el que el pez aguardaría su muerte. A Kelly le pareció cruel, pero sólo se trataba de un pez, y había presenciado cosas peores que esa.
Al poco, Pam empezó a chillar cuando su sedal se tensó. Sarah metió su caña de pescar en el soporte y se ocupó de instruir a la joven. Kelly se quedó observándolas. La amistad entre Pam y Sarah resultaba tan asombrosa como la relación que él mantenía con la chica. Quizá Sarah ocupaba el lugar de una madre que no había sabido proporcionar afecto, o lo que fuese que la madre de Pam no había sabido darle. En cualquier caso, Pam reaccionaba muy bien a los consejos y las recomendaciones de su nueva amiga. Kelly contemplaba la escena con una sonrisa en los labios, que Sam captó y le devolvió. Pam era una novata en esas artes, así que tropezó por dos veces mientras intentaba retener el pez. Y de nuevo Sam hizo los honores con su red, cobrándose esta vez un lirio de cuatro kilos.
—¡Echadlo de nuevo al mar! —grito Kelly—. ¡Su sabor no vale nada!
—¿Tirar al mar su primer trofeo? —exclamó Sarah—. Ni hablar. ¿Tienes limones en tu casa, John?
—Sí. ¿Por qué?
—Te demostraré lo que se puede hacer con ese lirio; he ahí el porqué.
Sarah susurró algo a Pam, que rio. El lirio fue a parar al mismo recipiente y Kelly se preguntó como se llevarían ambos peces.
—Memorial Day —pensó Dutch Maxwell, apeándose de su automóvil oficial a la entrada del Cementerio Nacional de Arlington. Había demasiada gente, teniendo en cuenta que en esos momentos se celebraba en Indianápolis una competición automovilística, que era un día festivo y el comienzo tradicional de la temporada veraniega en las playas, tal como acreditaba la relativa falta de tráfico en las calles de Washington. Pero eso no le incumbía a Dutch, ni tampoco a sus camaradas. Ese era su día, el momento de recordar a los compañeros de armas caídos en combate. El almirante Podulski también se apeó junto con él, y los dos se echaron a caminar lentamente y sin llevar el paso, tal como es propio de almirantes. El hijo de Casimir, el teniente Stanislas Podulski, no se encontraba allí, y probablemente jamás se encontraría allí. Su A–4 había sido borrado de los cielos por un misil tierra–aire, tal como les habían informado, un impacto casi directo. El joven piloto no lo advirtió quizá hasta el último segundo, cuando pronunció su última palabra, con la que expresaba su asco por el sistema de alarma. Quizá una de sus propias bombas había estallado por pura simpatía. En todo caso, el pequeño cazabombardero se había desintegrado en una nube negra y amarillenta, dejando poca cosa tras de sí; por lo demás, el enemigo no se distinguía precisamente por respetar los restos de los pilotos abatidos. Así pues, al hijo de un hombre valiente le había sido negado su última morada al paso de sus camaradas. No era algo de lo que le gustase hablar a Podulski, que guardaba para sí tales sentimientos.
El contraalmirante James Greer se encontraba ya en su sitio habitual, a unos cincuenta metros del pavimentado camino de entrada, colocando flores junto a la bandera sobre la lápida de su hijo.
—¿James? —llamó Maxwell.
El hombre se volvió y les saludó, intentando dirigirles una sonrisa de agradecimiento por la amistad que le demostraban en ese día tan especial, pero no logró esbozarla del todo. Los tres hombres llevaban uniformes azules de la Armada, acorde con la solemnidad de la ocasión. Los galones de oro de sus mangas relucían al sol. Sin pronunciar palabra, los tres hombres se alinearon delante de la tumba de Robert White Greer, teniente primero del cuerpo de Infantería de Marina de Estados Unidos. Saludaron marcialmente, recordando al joven al que habían mecido de niño y que había correteado con su bicicleta por la base naval de Norfolk y por la base aeronaval de Jacksonville en compañía del hijo de Casimir y el hijo de Dutch. Un niño que había crecido como un chico fuerte y espléndido, que siempre acudía a dar la bienvenida a los buques de su padre cuando regresaban a puerto y que siempre hablaba de su deseo de seguir los pasos del padre, y a quien la suerte le abandonó por unos instantes a unos ochenta kilómetros al sudeste de Danang. Era la maldición que pesaba sobre la profesión de esos hombres, que cada uno conocía pero jamás expresaba: el hecho de que sus hijos siguiesen sus pasos, en parte por respeto a sus padres, en parte por el amor a la patria que ellos les impartían, y sobre todo por amor hacia el prójimo. Así como cada uno de los tres hombres que estaban allí de pie había probado su suerte, también Bobby Greer y Stas Podulski habían probado la suya, que sencillamente no había sonreído a dos de los tres hijos.
Greer y Podulski se dijeron que sí había merecido la pena, que la libertad tenía su precio y que algunos hombres tenían que pagar ese precio, o no habría bandera, ni Constitución, ni ese día de fiesta cuyo significado la gente tenía el derecho de ignorar. Pero, en ambos casos, esas palabras no expresadas sonaron a falso. El matrimonio de Greer se había deshecho, en buena parte por el dolor causado por la muerte de Bobby. La esposa de Podulski jamás volvería a ser la misma. A pesar de que tenían otros hijos, el vacío creado por la pérdida de uno era como un abismo insalvable, y por mucho que cada uno quisiera repetirse que sí, que el precio había merecido la pena, ningún hombre capaz de racionalizar la muerte de su propio hijo puede ser considerado realmente un hombre. De ese modo, sus sentimientos verdaderos se veían reforzados por el mismo humanismo que les había llevado a abrazar una vida de sacrificios. Y esto era tanto más verdadero por cuanto ellos albergaban ciertos sentimientos sobre la guerra, que los más prudentes calificarían de «dudas», pero que ellos llamaban de otra manera, cuando estaban a solas.
—¿Recordáis la vez en que Bobby se tiró a la piscina para sacar a la hijita menor de Mike Goodwin… y le salvó la vida? —preguntó Podulski—. Pues acabo de recibir carta de Mike. La pequeña Amy tuvo mellizos la semana pasada, dos niñas. Se casó en Houston con un ingeniero de la NASA.
—Ni siquiera sabía que estaba casada. ¿Qué edad tiene ahora? —preguntó James.
—¡Oh!, unos veinte años… ¿o quizá veinticinco? ¿Os acordáis de sus pecas, de cómo se le reproducían con el sol cuando iba a Jax?
—La pequeña Amy —dijo Greer pensativamente—. ¡Cómo crecen!
Amy no había perecido ahogada en aquel caluroso día de julio gracias al hijo de Greer. ¿No había salvado una vida acaso, quizá tres? ¿No era eso algo digno de recuerdo?, se preguntó Greer.
Los tres hombres se dieron la vuelta y regresaron lentamente al camino de entrada sin cambiar palabra. Allí tuvieron que detenerse. Por la colina subía un cortejo fúnebre, integrado por soldados del Tercer Regimiento de Infantería, La Vieja Guardia, que cumplían con su doloroso deber de transportar a otro hombre a su morada final. Los almirantes se cuadraron y saludaron la bandera que cubría el ataúd y al hombre que iba dentro. El joven teniente que encabezaba el destacamento hizo otro tanto. Advirtió que uno de los tres oficiales superiores llevaba el galón azul pálido que representaba la Medalla al Honor, y la severidad de su gesto ocultó el profundo respeto que sintió en ese momento.
—Bien, ahí va otro más —dijo Greer con amargura, cuando hubo pasado el cortejo—. ¡Dios mío! ¿En aras de qué estamos enterrando a esos chicos?
—«Paga cualquier precio, soporta cualquier carga, enfréntate a cualquier calamidad, apoya al amigo, combate al enemigo…» —citó Casimir—. No hace mucho se dijo todo eso, ¿no es verdad? Pero, cuando llegue el momento de poner las cartas sobre la mesa, ¿dónde estarán esos bastardos?
—Nosotros somos las cartas, Cas —replicó Dutch Maxwell—. Esta es la mesa.
Las personas corrientes se hubiesen echado a llorar, pero aquellos hombres no eran corrientes. Los tres se quedaron contemplando la tierra salpicada de lápidas blancas. Aquel terreno había sido en sus tiempos el parque de entrada de la mansión de Robert E. Lee. La casa todavía se alzaba en lo alto de la colina y el emplazamiento del cementerio había sido un gesto cruel de un gobierno que se había sentido traicionado por aquel oficial. Y ahora, el general Lee había cedido finalmente su mansión ancestral para el descanso final de aquellos hombres a los que había amado por sobre todas las cosas. Era la mayor ironía de ese día, reflexionó Maxwell.
—¿Qué tal van las cosas río arriba, James?
—Podían ir mejor, Dutch. He recibido órdenes de hacer limpieza. Necesitaré una buena escoba.
—¿Te han informado ya del proyecto BOXWOOD GREEN?
—No. —Greer se volvió y se esforzó por esbozar su primera sonrisa del día. No era gran cosa, pero al menos era algo, se dijeron los otros—. ¿He de ser informado?
—Probablemente necesitaremos tu ayuda.
—¿Bajo cuerda?
—Ya sabes lo que ocurrió con KINGPIN. —apuntó Casimir Podulski.
—Menuda suerte tuvieron de poder zafarse de aquello —asintió Greer—. Esta vez querrán controlarlo rigurosamente, ¿no? —Puedes tener la certeza de que os controlan.
—Hacedme saber qué necesitáis. Tendréis todo lo que pueda daros. ¿Estarás haciendo labor «tres», eh, Cas?
—Así es.
La designación «3» se refería al Departamento de Operaciones y Planificación, y Podulski tenía talento para eso. Sus ojos brillaron tanto como sus Alas de Oro bajo el sol mañanero.
—Bien —dijo Greer—, ¿qué está haciendo nuestro Dutch?
—Ahora vuela para Delta. De copiloto, va para capitán a su debido tiempo, y seré abuelo dentro de un mes aproximadamente. ¿De verdad? ¡Felicidades!
—No le culpo por salirse. Solía recriminárselo, pero ya no. ¿Cómo se llamaba aquella FOCA que lo rescató?
—Kelly. También se ha salido. —Contestó Maxwell.
—Tendrías que haberle conseguido la medalla, Dutch —dijo Podulski—. Leí la mención. Me resultó tan espeluznante como el estado en que llegaron los dos.
—Le nombré primer oficial. No pude conseguirle la medalla —dijo Maxwell, meneando la cabeza——. No hay medalla por rescatar al hijo de un almirante, Cas. Ya conoces a los políticos.
—¡Oh, sí! —Podulski miró a lo alto de la colina. El cortejo fúnebre se había detenido y ya habían retirado el ataúd del armón de artillería. Una joven viuda observaba cómo acababan los días de su esposo sobre la tierra—. Desde luego que conozco a los políticos.
Tucker arrimó la lancha al muelle. La marcha interior del motor fuera de borda le facilitaba la maniobra. Apagó el motor y cogió las amarras, que sujetó rápidamente. Tony y Eddie se encargaron de sacar la nevera portátil, mientras Tucker recogía los aparejos sueltos y colocaba algunas fundas en su lugar antes de ir a reunirse con sus compañeros en el aparcamiento.
—Bien, fue coser y cantar —comentó Tony.
La nevera portátil ya se encontraba en la parte trasera de su furgoneta Ford Country Squire.
—¿Quién piensas que ganó la carrera de hoy? —preguntó Eddie.
Habían olvidado llevarse una radio para aquella excursión.
—Aposté fuerte por Foyt, para hacerlo más interesante.
—¿No por Andretti? —preguntó Tucker.
—Es paisano mío, pero no tiene suerte. Las apuestas son un negocio —recalcó Piaggi, para quien lo de Angelo era ya agua pasada. La forma en que se había desembarazado del cadáver resultaba algo divertida, pero no pensaba volver a comer en su vida pastel de cangrejo.
—Bien —dijo Tucker—, ya sabes dónde encontrarme.
—Tendrás tu dinero —dijo Eddie—. A final de semana, en el sitio acostumbrado. —Hizo una pausa y agregó—: ¿Qué ocurrirá si sube la demanda?
—Eso puedo arreglarlo —le aseguró Tucker—. Puedo lograr todo lo que queráis.
—¿Pero qué tipo de relaciones tienes? —preguntó Eddie, yendo más lejos.
—Eso es algo que también quiso saber Angelo, ¿lo recordáis? Caballeros, si os lo dijera, ya no me necesitaríais más, ¿me equivoco?
—¿No te fías de nosotros? —dijo Tony Piaggi, sonriendo.
—Claro que sí —contestó Tucker devolviéndole la sonrisa—. Confío en que vendáis el producto y repartamos el dinero. Piaggi hizo un gesto de asentimiento.
—Me gustan los socios listos —dijo—. Sigue así. Es bueno para todos nosotros. ¿Tienes banquero?
—Aún no; no he pensado mucho en ello. —Mintió Tucker.
—Pues empieza a pensar, Henry. Podemos ayudarte para que te establezcas, en un banco del extranjero. Es muy seguro, con número de cuenta y todas esas cosas. Puedes utilizar a algún conocido para que lo controle. Recuerda que pueden seguir la pista de tu dinero si no eres precavido. No corras demasiadas juergas. Es así como hemos perdido a muchos viejos amigos.
—No me gusta correr riesgos, Tony.
—Muy bien —asintió Piaggi—. Hay que ser muy cuidadoso en este negocio. Los polis se están volviendo muy listos.
—No lo bastante. —Y tampoco sus socios cuando llegase el momento, pero cada cosa a su tiempo.