Tras haber colocado de nuevo en su sitio del taller todo el equipo de buceo, Kelly cogió una carretilla y regresó al muelle por los víveres. Rosen insistió en ayudarle. Sus nuevas hélices llegarían al día siguiente, pero el cirujano no parecía tener prisa alguna en hacerse de nuevo a la mar.
—Bien —dijo Kelly—. ¿Así que enseña cirugía?
—Sí, desde hace ocho años —contestó Rosen mientras disponía las cajas en la carretilla.
—No tiene aspecto de cirujano.
Rosen aceptó con entusiasmo el cumplido.
—No todos somos violinistas. Mi padre era albañil.
—El mío era bombero.
Kelly se ocupó de empujar la carretilla con los víveres hacia el búnker.
—Hablando de cirujanos… —Rosen apuntó con su índice al pecho de Kelly—, alguno muy bueno le pondría la mano encima, pero ese de ahí era un chapucero.
Kelly estuvo a punto de detenerse.
—Sí, en aquella época fui realmente muy descuidado. No fue tan malo como parece, tan sólo me rozó un pulmón.
Rosen emitió un sonido gutural.
—Ya lo veo, a unos cinco centímetros del corazón. Nada del otro mundo.
Kelly metió las cajas en la despensa.
—Es agradable hablar con alguien que lo comprenda a uno, doctor —apuntó, estremeciéndose interiormente al recordar lo que sintió cuando el proyectil le atravesó—. Como le dije, fui muy descuidado.
—¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—¿En total? Quizá dieciocho meses. Depende de si cuento el tiempo que pasé en el hospital.
—En la pared hay una Cruz de la Armada. ¿La recibió por eso? Kelly negó con la cabeza.
—Fue por otra cosa. Tuve que ir al norte a rescatar a un piloto de A–6. No me hirieron, pero caí enfermo en aquel infierno. Tenía algunos rasguños, ¿sabe?, por los pinchos y esas cosas. Se me infectaron endiabladamente por culpa de las aguas de un río, ¿puede creerlo? Me tiré tres meses en un hospital sólo por eso. Fue peor que si me hubiesen pegado un tiro.
—No debió de ser un lugar muy agradable, ¿verdad? —inquirió Rosen cuando regresaron al muelle para recoger la última carga.
—Se dice que hay allí cien clases de serpientes. Noventa y nueve son venenosas.
—¿Y la que queda?
Kelly alcanzó una caja de cartón al cirujano.
—Esa te devora de un bocado —respondió, echándose a reír—. No, aquello no me gustó mucho. Pero era mi misión, así que rescaté al piloto y el almirante me nombró primer oficial y me plantó una medalla. Vamos, le enseñaré mi juguete —añadió Kelly, señalando a Rosen que subiese a bordo.
El recorrido duró cinco minutos, en los que el cirujano tomó nota de todas las diferencias. No faltaban comodidades, pero no eran ostentosas. El cirujano advirtió que su anfitrión era un hombre práctico y que todas sus cartas estaban inmaculadamente nuevas. Kelly sacó un par de cervezas del frigorífico.
—¿Qué tal por Okinawa? —preguntó Kelly, esbozando una sonrisa.
Los dos hombres se miraron, midiéndose de pies a cabeza, y a ambos les gustó lo que contemplaban.
Rosen se encogió de hombros y gruñó con elocuencia:
—Alta tensión. Teníamos un montón de trabajo. Los kamikazes pensaban que la cruz roja pintada en el barco era un blanco perfecto.
—¿Trabajabais durante los combates?
—Los heridos no pueden esperar, Kelly.
—Yo les había disparado —dijo Kelly, tras terminarse de un trago su cerveza—. Deja que vaya por las cosas de Pam y luego podremos volver a nuestro aire acondicionado.
Kelly se dirigió a popa y recogió la mochila de Pam. Rosen bajó al muelle y Kelly le lanzó la mochila por la borda. Rosen miró demasiado tarde, no pudo cogerla y la mochila aterrizó en el hormigón. Parte del contenido se esparció por el suelo y, a seis metros de distancia, Kelly comprendió inmediatamente qué iba mal, incluso antes de que el médico se volviese a mirarle: había una botella de plástico pardo, de las utilizadas para medicamentos, pero sin etiqueta. El tapón se había caído y algunas cápsulas se habían desparramado.
Ciertas cosas resultan evidentes. Kelly abandonó lentamente el barco y bajó al muelle. Rosen recogió la botella, volvió a meter las cápsulas y la cerró con el tapón de plástico. Luego se la pasó a Kelly.
—Sé que no son tuyas, John.
—¿Qué es, Sam?
El tono del médico no podía haber sido más imparcial:
—El nombre comercial es Quaalude Netacualone. Se trata de un barbitúrico, un sedante. Pastillas para dormir, las que utilizamos para enviar a la gente al país de los sueños. Bastante fuertes, de hecho demasiado fuertes. Muchos especialistas (Sarah entre ellos) opinan que deberían ser retiradas del mercado. No hay etiqueta, así que no son de prescripción facultativa.
Kelly se sintió de repente cansado y viejo. Y, de algún modo, también traicionado.
—¿Y bien?
—¿No lo sabías?
—Sam, sólo nos conocemos desde… ni siquiera veinticuatro horas. No sé nada de ella.
Rosen se desperezó y contempló el horizonte por unos momentos.
—Está bien, empezaré a comportarme como un médico, ¿de acuerdo? ¿Has utilizado drogas alguna vez?
—¡No! Detesto esas malditas sustancias. ¡La gente muere a causa de eso!
La reacción de ira de Kelly fue inmediata y beligerante, pero no estaba dirigida contra Sam Rosen.
El catedrático se tomó con calma el exabrupto. Ahora le tocaba a él comportarse como un hombre práctico.
—Las personas se quedan enganchadas a esas sustancias. El cómo no viene a cuento. Pero desquiciarse por ello no sirve de nada. Aspira profundamente y expulsa el aire poco a poco.
Kelly obedeció, esbozando una sonrisa ante lo absurdo de la situación.
—Hablas exactamente como mi padre.
—Los bomberos son gente sensata —replicó Rosen, e hizo una pausa—. Pues bien, es posible que tu amiguita tenga un problema. Pero parecer una buena chica y tú pareces un ser humano. Así que, ¿procuramos resolver el problema?
—Creo que eso depende de ella —apuntó Kelly con amargura. Se sentía traicionado. Había empezado a entregar de nuevo su corazón y ahora tenía que asumir que bien podía haber estado entregándolo a las drogas o a lo que las drogas hubiesen hecho de Pam. Quizá todo había sido una pérdida de tiempo.
—Eso es cierto —replicó Rosen con tono severo—, depende de ella, pero también podría depender de ti. Y si te comportas como un idiota, no le serás de gran ayuda.
Kelly se quedó sorprendido por el sentido común de aquellas palabras.
—Pareces un médico bastante bueno.
—Soy un médico endiabladamente bueno —asintió Rosen—. De todos modos, ese no es mi campo, pero sí el de Sarah, que es francamente buena. A lo mejor habéis tenido suerte. No es mala chica, John. Algo le preocupa. Está nerviosa por algo, ¿lo has advertido?
—Bien, sí, pero… —balbuceó Kelly, mientras una parte de su cerebro le gritaba: «¿Lo has advertido?».
—Pero sólo te fijaste en que es bonita. También yo tuve veintitantos años, John. Vámonos, es posible que tengamos algo que hacer. —Miró fijamente a Kelly—. Presiento que aquí falta algo.
Pero ¿qué?
—Perdí a mi esposa hace menos de un año.
Kelly habló durante unos minutos.
—¿Y pensaste que quizá ella…?
—Sí, lo pensé. Una estupidez, ¿no?
Kelly se preguntó por qué dejaba abierta esa posibilidad. ¿Por qué no se limitaba a dejar que Pam hiciese lo que le viniese en gana? Pero ¿era eso una solución? Si lo hacía, tendría que reconocer que la había utilizado para satisfacer egoístamente sus necesidades y que se desembarazaría de ella cuando las cosas se pusiesen feas. Sin embargo, pese a todas las calamidades que habían azotado su vida durante el último año, sabía que no podría hacer eso, que nunca podría ser un hombre así. Advirtió entonces que Rosen le miraba fijamente.
—Todos tenemos zonas vulnerables —dijo Rosen con un gesto de serenidad—. Tú tienes preparación y experiencia para enfrentarte a tus problemas. Ella no. Vamos, tenemos algo que hacer —añadió, y cogió la carretilla con sus grandes manos delicadas y la empujó hacia el búnker.
Al entrar en la estructura de hormigón, la fría atmósfera del aire acondicionado les sorprendió con una dura ráfaga de realidad. Pam estaba tratando de entretener a Sarah, pero no lo lograba. La mente de los médicos siempre está trabajando, y Sarah contemplaba con mirada profesional a la chica que tenía delante. Cuando Sam entró en el cuarto de estar, Sarah se volvió y le dirigió una mirada que Kelly entendió.
—Y así, bueno, me fui de casa cuando tenía dieciséis años —estaba diciendo Pam, salmodiando sus palabras con un tono monótono que revelaba mucho más de lo que la propia Pam imaginaba. Se volvió y fijó la mirada en la mochila que llevaba Kelly. La voz de la joven adquirió de repente un matiz de fragilidad que Kelly no había advertido hasta entonces—: ¡Oh, qué bien!, necesito algo de ahí.
Pam se acercó a Kelly, cogió la mochila y luego se encaminó hacia el dormitorio principal. Kelly y Rosen la contemplaron mientras salía del salón. Luego Sam entregó a su esposa la botella de plástico. A Sarah le bastó con una sola mirada.
—Yo no lo sabía —dijo Kelly, sintiendo la necesidad de defenderse—. No la vi tornar nada.
Kelly se remontó en el tiempo, tratando de recordar los momentos en que Pam había estado fuera de su vista, y llegó a la conclusión de que podría haber tomado las píldoras en dos o tres ocasiones; luego cayó en la cuenta de la expresión de somnolencia que ella había tenido en todo momento.
—¿Sarah? —preguntó Sam.
—Dosis de trescientos miligramos; no parece un caso grave, pero necesita asistencia médica.
Momentos después regresó Pam y dijo a Kelly que se había dejado algo en el barco. No le temblaban las manos, porque las tenía entrelazadas para evitar su movimiento involuntario. Todo era tan claro, una vez se sabía lo que había que observar. La joven estaba esforzándose por conservar el control, cosa que casi lograba, pero Pam no era una actriz.
—¿Es esto? —preguntó Kelly, alzando la botella entre sus manos. La recompensa que obtuvo por esa pregunta a bocajarro fue equiparable a una puñalada en el corazón.
Durante unos instantes Pam no contestó. Se quedó mirando fijamente la parda botella de plástico, y lo primero que advirtió Kelly fue la repentina y ansiosa expresión de sus ojos, como si la joven estuviese cogiendo ya la botella en sus pensamiento, sacando una o más tabletas, anticipando lo que fuese que le producían aquellas malditas píldoras, sin importarle que hubiese otras personas en la habitación, sin advertir siquiera su presencia. Y entonces la vergüenza se apoderó de ella al comprobar que la imagen de sí misma que había tratado de simular ante los demás se estaba desvaneciendo a ojos vista. Después de pasar la mirada por Sam y Sarah ocurrió lo peor: miró de nuevo a Kelly y sus ojos vacilaron entre fijarse en sus manos o en su rostro. Al principio las ansias lucharon con la vergüenza, pero esta ganó, y cuando sus miradas se cruzaron, la expresión de ella empezó a parecerse a la del niño pillado en falta. Pero tanto su expresión como ella misma fueron transformándose en algo distinto al constatar que un sentimiento que podría haber crecido hasta convertirse en amor se trocaba en preocupación y disgusto. Su respiración se alteró, se hizo más acelerada y luego irregular, cuando comenzaron los sollozos. Entonces comprendió que su mayor disgusto era consigo misma, con su propia mente, ya que una persona adicta a las drogas ha de mirar hacia su interior, pero si lo hace a través de los ojos de los demás no hará más que añadir un toque de crueldad a la pobre opinión que se ha forjado de sí misma.
—Lo si–si–siento, Kel–el–y. No te–te lo di–di… —tartamudeó la joven, desmoronándose. Pam parecía encogerse ante los ojos de los demás conforme se daba cuenta de lo que podía haber sido una oportunidad que ahora se desvanecía, y tras aquella nube que se disipaba estaba únicamente la desesperación. Pam volvió la cabeza, entre sollozos, incapaz de mirar a la cara al hombre al que había empezado a amar.
Había llegado el momento de la decisión para John Terence Kelly. Podía sentirse traicionado y disgustado o podía mostrar la misma compasión que ella le había otorgado hacía menos de veinte horas. Más que cualquier otra cosa, lo decisivo fue la forma en que ella lo miraba, la inequívoca expresión de vergüenza en su rostro. Kelly no podía quedarse ahí de pie. Tenía que hacer algo, si no quería que su imagen de autoestima se desvaneciera tan rápida e irreversiblemente como la de ella.
Los ojos de Kelly también se llenaron de lágrimas. Se acercó a la joven, la rodeó con sus brazos para evitar que se desplomara, le apretó la cabeza contra su pecho y la meció como a un niño, porque ahora había llegado el momento de ser fuerte para ella, de dejar a un lado los pensamientos que pudiese tener. Incluso la parte fiscalizadora de su mente se negó a cacarear «Ya te lo había advertido», porque tenía entre sus brazos a un ser que se sentía herido y porque no era momento para reflexiones. Permanecieron abrazados durante unos minutos, mientras los Rosen los contemplaban con una mezcla de inquietud personal e imparcialidad profesional.
—Intenté decírtelo —susurró por fin la joven—. Lo he intentado, de verdad, pero estaba muy asustada.
—Está bien —le dijo Kelly, sin captar del todo el significado de sus palabras—. Me ayudaste y ahora me toca a mí ayudarte.
—Pero… —balbuceó la joven, que se echó a sollozar de nuevo y necesitó un par de minutos para pronunciar lo que quería decir—. No soy lo que te imaginas que soy.
Kelly imprimió un tono risueño a su voz, haciendo caso omiso de esa segunda advertencia:
—Tú no sabes lo que yo me imagino, Pammy. Todo está bien, de verdad.
Kelly estaba tan concentrado en la chica, que no se dio cuenta de que Sarah Rose estaba a su lado.
—Pam, ¿qué tal si damos un paseíto?
Pam asintió con la cabeza y Sarah se la llevó afuera, dejando solos a los dos hombres.
—Eres un ser humano —sentenció Rosen, satisfecho de su diagnóstico temprano sobre el carácter de Kelly—. ¿Dónde queda la farmacia más cercana?
—En Solomons, supongo. ¿Debería ir a un hospital?
—Dejaré que Sarah sea quien lo decida, pero creo que no será necesario.
Kelly se quedó mirando la botella que aún aferraba en su mano.
—Bien, voy a tirar estas malditas cosas.
—¡Alto ahí! —exclamó Rosen—. Yo las guardaré. Todas llevan el número de lote. La policía podrá identificar el cargamento que se desvió de su ruta. Las guardaré bajo llave en mi yate.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora?
—Esperaremos un rato.
Sarah y Pam regresaron a los veinte minutos, cogidas de la mano como madre e hija. Pam llevaba la cabeza erguida, aunque sus ojos aún seguían llorosos.
—Esto va de maravilla, chicos —dijo Sarah Rosen—. Ha estado intentando dejarlo durante un mes.
—Sarah dice que no es difícil —anunció Pam.
—Y podemos hacer que sea facilísimo —le aseguró Sarah, entregando una lista a su marido—. Busca una farmacia, John. Zarpa en tu barco inmediatamente.
—¿Cómo lo haréis? —preguntó Kelly, treinta minutos y cinco millas después.
Al noroeste, en el horizonte, Solomons era ya una línea verde y canela.
—El tratamiento es bastante sencillo; la apoyamos con barbitúricos para aliviarla.
—¿Le daréis drogas para hacer que deje las drogas?
—Exacto —asintió Rosen—. Así es como se hace. El cuerpo necesita tiempo para expulsar de sus tejidos todas las sustancias residuales. El cuerpo se vuelve dependiente de la droga, y si tratas de deshabituarle con excesiva rapidez, puedes provocar ciertos efectos adversos: conclusiones y esa clase de cosas. Eventualmente la gente puede morir a causa de ello.
—¿Morir? —exclamó Kelly—. No sé nada sobre eso, Sam.
—¿Y por qué habrías de saberlo? Ese es nuestro trabajo, Kelly. Sarah no cree que haya ningún problema en este caso. Relájate, John. Hay que administrarle… —Rosen extrajo la lista del bolsillo—. Sí, tal como pensaba, fenobarbitona. Se administra para atenuar los síntomas de abstinencia. Oye, tú sabes pilotar un barco, ¿no?
—Claro —contestó Kelly, volviéndose hacia Sam y sabiendo lo que diría a continuación.
—Pues déjanos hacer nuestro trabajo. ¿De acuerdo?
Aquel hombre no necesitaba dormir mucho, advirtió el cabo Oreza, para gran disgusto suyo. Antes de que hubiesen podido recuperarse de los avatares del día anterior, el hombre estaba levantado de nuevo, bebiendo café en la sala de operaciones, observando las cartas una vez más y trazando círculos que luego comparaba con la ruta que había seguido el guardacostas y que tenía registrada en su memoria.
—¿A qué velocidad puede ir un velero? —preguntó el hombre al irritado cabo Oreza.
—No a mucha; con una buena brisa y la mar en calma, quizá a cinco nudos, o un poco más si el patrón es listo y tiene experiencia. Una regla empírica reza que si se multiplica por uno coma tres la raíz cuadrada de la longitud de la línea de flotación se obtiene la velocidad del casco, que en este caso sería de cinco o seis nudos —explicó Oreza, confiando en que aquel patoso quedase debidamente impresionado con esa lección de náutica.
—Anoche sopló mucho viento —apuntó de mal humor el oficial English.
—Una embarcación pequeña no avanza más rápido cuando la mar está picada. Va más despacio. Y eso se debe a que invierte un montón de tiempo en subir y bajar en vez de avanzar.
—Bien, pero ¿cómo pudo escapársele?
—No se me escapó, ¿de acuerdo? —Oreza no sabía exactamente quién era ese individuo ni qué cargo de importancia detentaba, pero jamás hubiese soportado esa clase de abuso de autoridad por parte de un oficial de verdad. (Aunque un oficial de verdad no le hubiese hostigado de ese modo: un oficial de verdad habría escuchado y habría entendido). El cabo hizo una aspiración profunda, deseando por primera vez en su vida que se encontrara allí un oficial de verdad que explicase las cosas. Los civiles hacían caso de los oficiales de verdad, lo que dejaba mucho que desear sobre la inteligencia de los civiles—. Mire, señor, usted me dijo que abandonásemos la búsqueda. Yo le dije que lo habíamos perdido en medio de la tormenta, y eso fue lo que pasó. Esos viejos radares que utilizamos no valen de nada cuando hay mal tiempo, al menos para un objetivo tan diminuto como un velero deportivo.
—Eso ya me lo han dicho.
«Y se lo repetiré hasta que lo entienda», no llegó a decir Oreza al percibir la mirada de advertencia que le dirigió English. Portazgo aspiró profundamente, bajó la vista y miró la carta.
—¿Y bien, dónde cree que se encuentra? —inquirió el hombre.
—¡Qué demonios! La bahía no es tan grande, así que tiene dos líneas costeras que lo limitan. La mayoría de las casas tienen sus propios embarcaderos o fondeaderos. Yo de ese tipo, me hubiese dirigido a un fondeadero. Es mejor refugiarse allí que en un muelle, ¿entiende?
—Me está diciendo que se ha esfumado —apuntó el civil con tono misterioso.
—Está más claro que el agua —asintió Oreza.
—¡Tres meses de trabajo reducidos a nada!
—Eso no puedo remediarlo, señor —replicó el cabo, e hizo una pausa antes de proseguir—: Fíjese, lo más probable es que se haya dirigido hacia el este, ¿entiende? Siempre es mejor correr por delante del viento que virar y meterse en él. Esa es la buena noticia. El problema consiste en que un barquito como ese se puede arrastrar a tierra y luego colocarlo en un remolque. ¡Qué demonios! En estos momentos podría estar en Massachusetts.
El hombre levantó la mirada de la carta y exclamó:
—¡Me agrada oír eso!
—¿Quiere que le mienta, señor?
—¡Tres meses!
Aquel hombre se negaba a darse por vencido, pensaron al mismo tiempo Oreza y English. Pero hay que aprender a hacerlo. A veces el mar se apodera de algo y uno se esfuerza al máximo escudriñando y buscando, y la mayoría de las veces uno lo encuentra, pero no siempre, y cuando uno falla, ha llegado el momento en que hay que dejar que el mar cobre su presa. Todavía no había nacido el hombre al que le gustase eso, pero así funcionaban las cosas.
—¿Quizá podría pedir un helicóptero de apoyo? La marina tiene un montón de ellos en Pax River —señaló el oficial English. Con lo que de paso, aquel cabezota se marcharía de su base, un objetivo que bien merecía un esfuerzo, dados todos los trastornos que había causado a English y sus hombres.
—¿Pretende desembarazarse de mí? —inquirió el hombre, esbozando una sonrisa enigmática.
—¿Perdón, señor? —respondió English, haciéndose el inocente, y pensó que era una lástima que ese hombre no fuese tonto del todo.
Kelly atracó en su muelle poco después de las siete de la tarde. Dejó que Sam bajase a tierra los medicamentos mientras él cubría con fundas de plástico los tableros de mando y acondicionaba el barco para la noche. El regreso desde Solomons había sido apacible. Sam Rosen era francamente bueno a la hora de explicar las cosas y Kelly lo era a la hora de hacer preguntas. Lo que necesitaba saber lo había indagado durante el viaje de ida, así que durante el regreso había pasado la mayor parte del tiempo a solas con sus pensamientos, preguntándose qué haría y cómo debería actuar. Eran preguntas que no tenían fácil respuesta, y el hecho de estar atareado con el pilotaje del barco no representó la ayuda que él había esperado. Necesitó más tiempo del necesario para verificar las amarras y luego hizo otro tanto con el yate del cirujano antes de dirigirse al búnker.
El Hércules Lockheed DC–130–E surcaba los aires muy por encima de la baja capa de nubes, avanzando suave y regularmente, tal como lo había hecho a lo largo de 2354 horas de vuelo desde que abandonó la fábrica de Lockheed de Marietta, Georgia, hacía ya unos años. Todo tenía la apariencia de un placentero día de vuelo. En la espaciosa cabina frontal, la tripulación de cuatro personas contemplaba el cielo despejado y vigilaba los diversos instrumentos. Los cuatro motores de turbopropulsión, con su peculiar zumbido, impulsaban al avión con su acostumbrada fiabilidad, imprimiéndole una constante y aguda vibración que se transmitía por los confortables sillones de alto respaldo y ocasionaba continuas ondas circulares en el café que bebían los hombres en vasos de plástico. En resumidas cuentas, la atmósfera era de una normalidad total. Pero un observador que hubiese contemplado el aparato desde el exterior habría llegado a una conclusión distinta: el avión pertenecía a la 99.a Escuadrilla de Reconocimiento Estratégico.
Debajo de los motores exteriores de cada ala del Hércules colgaban diminutos aviones teledirigidos del modelo 147–SC. Diseñados originalmente para servir de blancos de alta velocidad con la designación Firebee–II, ahora llevaban el nombre informal de Buffalo Hunter. En la zona de carga de la parte trasera del DC–130–E viajaba una segunda tripulación, encargada de dirigir por control remoto los dos aviones en miniatura, programados para una misión lo suficientemente secreta como para que ningún tripulante supiese en realidad en qué consistía. No tenían por qué saberlo. Su misión consistía únicamente en transmitir a los aviones teledirigidos lo que tendrían que hacer y cuándo. El técnico en jefe, un sargento de treinta años, se encargaba de controlar un aparato cuyo nombre en código era Cody–193. La posición de la tripulación le permitía volverse y mirar por una pequeña portilla para inspeccionar visualmente el aparato, cosa que hacía continuamente, aunque no había ningún motivo especial para ello. El sargento estaba fascinado con esos ingenios al igual que un niño con un juguete especialmente entretenido. Trabajaba desde hacía diez años en el programa de aviones teledirigidos y había supervisado en vuelo sesenta y una veces ese modelo en particular, lo que representaba todo un récord en ese campo.
El Cody–193 tenía un distinguido ancestro. Sus fabricantes, Teledyne–Ryan de San Diego, California, habían construido el Spirit of St. Louis de Charles Lindbergh, pero la empresa jamás había logrado que el modelo 147–SC entrase en las crónicas de la aviación. Tras haberse abierto paso a duras penas desde un pequeño contrato a otro, el aparato había logrado finalmente cierta estabilidad financiera convirtiéndose en blanco. Los cazabombarderos tienen que practicar disparando contra algo. El avión teledirigido Firebee–II había iniciado su andadura precisamente como eso, como un avión a propulsión en miniatura cuya misión consistía en morir gloriosamente a manos de algún piloto de combate, pero el sargento nunca lo había presenciado. El hombre era supervisor de aviones teledirigidos y su tarea consistía, tal como él se la imaginaba, en impartir una buena lección a esos pilotos de águilas majestuosas, dirigiendo «su» aparato de modo que los misiles disparados por los pilotos no encontrasen en su camino nada más que aire. De hecho, los pilotos de combate habían aprendido a maldecir su nombre, aun cuando la cortesía tácita en la Fuerza Aérea les obligase a comprar al sargento una botella de licor por cada fallo. Unos años atrás, alguien reparó en que si el avión teledirigido Firebee–II resultaba muy difícil de abatir para su propia gente, lo mismo rezaría para aquellos que disparaban contra un avión con propósitos más serios que el de participar en el certamen anual Guillermo Tell. Además, facilitaba las misiones de los aviones de reconocimiento a baja altura.
El motor del Cody–193 fue puesto a toda potencia, mientras todavía colgaba de su pilón, con lo que imprimió a su avión nodriza unos cuantos nudos más de libre velocidad aérea. El sargento le dirigió una última mirada antes de volverse hacia sus instrumentos. En el flanco izquierdo del aparato, justamente por delante del ala, había pintados sesenta y un pequeños símbolos del cuerpo de paracaidistas y, con algo de suerte, en un par de días el sargento pintaría el sexagésimo segundo. Aun cuando no conocía a ciencia cierta la índole precisa de su misión, el deseo de ganar la competición era razón de peso para tomarse el mayor cuidado a la hora de disponer su aparato para el juego que se estaba realizando en esos momentos.
—Ten cuidado, cariño —dijo el sargento, conteniendo el aliento al liberar el aparato.
El Cody–193 dependía ahora de sus propias fuerzas.
Sarah había preparado una cena ligera. Kelly pudo olerla antes de abrir la puerta. Al entrar vio a Rosen sentado en el cuarto de estar.
—¿Dónde está Pam?
—Le hemos administrado algunos medicamentos —contestó Sam—. Ahora ha de estar durmiendo.
—Lo está —confirmó Sarah, mientras atravesaba el salón en dirección a la cocina—. Acabo de comprobarlo. Pobre criatura, está extenuada. Arrastra muy pocas horas de sueño. Tiene que recuperarse.
—Pero, si ha estado tomando pastillas…
—Mira, John, el cuerpo reacciona de un modo extraño ante las sustancias —explicó Sam—. Lucha para expulsarlas, o al menos trata de hacerlo, y al mismo tiempo se vuelve dependiente de ellas. El sueño será su gran problema durante una temporada.
—Hay algo más —informó Sarah—. Tiene miedo, pero no quiere decir de qué. —Sarah hizo una pausa, y luego decidió que Kelly debía saberlo—: Han abusado de ella, John. No le pregunté acerca de eso (cada cosa a su tiempo), pero alguien le ha hecho pasar momentos muy duros.
—Vaya —exclamó Kelly, alzando la vista y revolviéndose en el sofá—. ¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que ha sido asaltada sexualmente —contestó Sarah con el tono sosegado y profesional con que encubría sus sentimientos personales.
—¿Te refieres a que ha sido violada? —preguntó Kelly quedamente, mientras los músculos de sus brazos se ponían en tensión.
Sarah hizo un gesto de asentimiento, incapaz ahora de ocultar su tristeza.
—Casi con toda certeza. Probablemente su espalda de muestras de ello, por no hablar de lo que habrá en el frontal y en sus nalgas.
—Yo no advertí…
—Tú no eres médico —puntualizó Sarah—. ¿Cómo os conocisteis?
Kelly se lo contó, mientras recordaba la expresión en los ojos Pam sabiendo ahora a qué se había debido. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo no se habría dado cuenta de un montón de cosas?, se preguntó con rabia.
—Pues bien, al parecer pudo escapar… Me pregunto si no fue ese mismo hombre el que le suministró los barbitúricos —dijo Sarah—. ¡Menudo individuo! Pero ¿Por qué?
—¡Menudo individuo!, quienquiera que sea.
—¿Quieres decir que alguien ha estado trabajándola y dándole drogas? —preguntó Kelly—. Pero ¿por qué?
—Kelly, por favor, no lo tomes a mal, pero… probablemente ha estado prostituyéndose. Los chulos utilizan esos métodos para controlar a las chicas. —Sarah Rosen se aborreció por haber dicho eso, pero así eran las cosas y Kelly tenía que saberlas—. Es joven, bonita, ha huido de su casa y proviene de una desnutrición; todo encaja ese modelo.
—Kelly se quedó mirando al suelo.
—Pero ella no es así. No lo entiendo.
Sin embargo, de algún modo lo entendía, se dijo, rememorando lo ocurrido. La forma en que ella se había acercado a él y le había atraído. ¿Cuánto hubo en eso de simple dominio de su oficio y cuánto de sentimiento auténtico? Era un interrogante al que no deseaba enfrentarse. ¿Qué debía hacer para actuar correctamente? ¿Seguir los dictados de la razón? ¿Seguir los dictados del corazón? ¿Y adónde conduciría aquello?
—Está luchando por liberarse, John. La chica tiene agallas —insistió Sarah, sentándose frente a Kelly—. Probablemente ha rodado por las calles durante más de cuatro años. Haciendo Dios sabe qué. Pero algo en ella se niega a claudicar. Sin embargo, no puede hacerlo sola; lo ha intentado, pero no lo ha logrado del todo. Te necesita. Y ahora he de preguntarte algo —añadió Sarah, mirándolo fijamente—. ¿La ayudarás?
Kelly levantó la mirada; sus ojos azules adquirían el color del hielo cuando intentaba discernir sus auténticos sentimientos.
—Realmente os estáis tomando el asunto en serio, ¿no?
Sarah bebió un sorbo de la bebida que se había preparado. Sus cabellos negros no visitaban un peluquero desde hacía meses. Regordeta y de baja estatura, tenía el aspecto de esas mujeres que, al volante de un automóvil, despiertan el odio de los conductores masculinos. Pero hablaba con encendida pasión y su inteligencia resultaba evidente a Kelly.
—¿Tienes idea de lo mal que están las cosas? Hace diez años el consumo excesivo de drogas era tan raro que apenas tenía que preocuparme de eso. ¡Oh, sí!, sabía cosas, leía los artículos del Lexington y de vez en cuando teníamos algún caso de adicción a la heroína. Pero no muchos. No era más que un problema de negros, pensaba la gente. A nadie le importaba realmente. Ahora estamos pagando por los errores. Todo eso ha cambiado, y sucedió prácticamente de la noche a la mañana. Dejando a un lado el proyecto en que estoy trabajando, dedico casi todo mi tiempo a chicos con problemas de drogas. No me prepararon para eso. Soy una científica, una especialista en interacciones negativas, en estructuras químicas, en diseñar nuevas drogas para lograr cosas específicas, pero ahora tengo que emplear casi todo mi tiempo en la labor clínica, tratando de mantener con vida a jóvenes que deberían estar aprendiendo a tomarse una cerveza, pero que sin embargo ya tienen sus organismos repletos de mierdas químicas ¡qué jamás deberían haber salido de los malditos laboratorios!
—Y las cosas aún se están poniendo peor —apuntó Sam con tono amargo.
Sarah asintió con la cabeza.
—¡Oh, sí!, la próxima gran mierda es la cocaína. Pam te necesita, John —repitió Sarah, inclinándose hacia Kelly, que parecía haberse rodeado de un nubarrón cargado de energía eléctrica—. Lo mejor que puedes hacer es darle tu apoyo, chico. ¡No la abandones! Alguien la ha fastidiado realmente, pero está luchando. En ella hay un ser humano.
—Sí, señora —dijo Kelly con humildad, levantando la mirada y superando su ofuscamiento–En caso de que tuviese dudas, ya lo había decidido hace un buen rato.
—Bien —asintió Sarah.
—¿Qué debo hacer en primer lugar?
—En principio, lo que necesita es descanso, una buena alimentación y tiempo para expulsar los barbitúricos de su organismo. Le ayudaremos con fenobarbitona, para prevenir posibles síndromes de abstinencia. Mientras estabais fuera la ausculté. Su problema físico no consiste tanto en la adicción como en el extenuamiento y la desnutrición. Tendría que ganar unos cinco kilos. Tolerará bastante bien la abstinencia si le damos otros tipos de apoyo.
—¿Se refiere a mí? —preguntó Kelly.
—En buena parte. —Sarah miró hacia la puerta abierta del dormitorio y suspiró, liberándose de la tensión—. Bien, dado su estado de postración, es probable que la fenobarbitona la mantenga en reposo durante toda la noche. Mañana empezaremos a alimentarla y a ejercitarla. De momento —agregó Sarah—, podemos alimentarnos nosotros.
La conversación durante la cena se centró deliberadamente en otros asuntos, y Kelly se sorprendió pronunciando una larga parrafada sobre el relieve del fondo de la bahía de Chesapeake, a la que siguió otra sobre sus conocimientos acerca de las mejores zonas de pesca, Luego se decidió que sus invitados se quedarían hasta el lunes por la tarde. La sobremesa se prolongó hasta poco antes de las diez de la noche. Kelly recogió los platos y luego entró silenciosamente en el dormitorio, donde escuchó la serena respiración de Pam.
Con sólo cuatro metros de longitud y apenas mil cuatrocientos kilogramos de peso —de los cuales la mitad era combustible—, el Buffalo Hunter se dirigió hacia tierra cuando aceleró hasta alcanzar una velocidad de más de ciento ochenta y cinco kilómetros por hora. Su ordenador de navegación, construido por Lear–Siegler, supervisaba ya el tiempo y la altitud. El aparato teledirigido estaba programado para seguir una ruta de vuelo y una altitud específicas, todo fijado escrupulosamente por sistemas informáticos que eran, comparados con modelos posteriores, ridículamente primitivos. Todo ello hacía del Cody–193 una bestia de aspecto deportivo. De perfil se asemejaba a un tiburón azul, con una nariz protuberante y una toma de aire colgante que hacía las veces de boca, donde solía pintársele unas agresivas hileras de dientes. Para esta misión se le había aplicado una mano de pintura de carácter experimental —blanco mate por debajo y manchas pardas y verdes por arriba— con el fin de dificultar su visibilidad desde tierra… y desde el aire. Por lo demás, las superficies de las alas estaban recubiertas de material absorbente de radar, y la toma de aire estaba protegida con una pantalla que atenuaba la reflexión del radar en las paletas giratorias del motor.
Cody–193 atravesó la frontera entre Laos y Vietnam del Norte a las 11 horas, 41 minutos y 38 segundos hora local. Continuó su ruta descendente, se niveló a ciento cincuenta y dos metros sobre el nivel del suelo y giró hacia el noreste, avanzando más despacio debido a la mayor densidad el aire en las capas más próximas a tierra. La baja altitud y el pequeño volumen del velocísimo avión teledirigido lo convertían en un blanco muy difícil, aunque no imposible. Fue detectado por unas distantes posiciones artilleras de la densa y refinada red de defensa antiaérea de Vietnam del Norte. El avión teledirigido voló directamente hacia una base recién instalada de piezas de artillería con cañones gemelos de 37 mm, cuya dotación, en situación de alerta, movió sus baterías con tal presteza que logró disparar veinte proyectiles seguidos, tres de los cuales pasaron a escasos metros de aquella nave diminuta. Cody–193 tomó buena nota de aquello, pero ni titubeó ni procuró eludir el fuego. Sin cerebro y sin ojos, prosiguió su ruta de vuelo como el tren eléctrico que da vueltas alrededor del árbol de Navidad mientras su nuevo propietario desayuna en la cocina. De hecho, estaba siendo vigilado. Desde el distante EC–121 Warning Star se seguía la pista del Cody–193 gracias al transpondedor codificado de radar que llevaba el avión teledirigido en el extremo de su aleta vertical.
—Sigue así, primor —susurró el comandante, hablando consigo mismo y sin quitar el ojo de la pantalla de radar. Estaba enterado de la misión, sabía lo importante que era y por qué a nadie más se le permitía estar informado de ella. Junto a él había un segmento pequeño de un mapa topográfico.
El avión teledirigido viró hacia el norte cuando sobrevolaba el lugar previsto, descendió hasta noventa y dos metros de altitud cuando encontró el valle indicado y siguió el curso de un pequeño afluente. Por lo menos, los tipos que lo programaron conocen su trabajo, pensó el comandante.
El Cody–193 ya había consumido la tercera parte de su combustible y ahora estaba quemando rápidamente el resto al tener que mantenerse en vuelo rasante, sorteando las invisibles colinas por debajo de sus crestas. Los programadores habían hecho lo mejor posible su trabajo; sin embargo, cuando una ráfaga de viento lo obligó a desviarse a la derecha antes de que el piloto automático pudiese corregir el rumbo, se oyó una señal escalofriantemente cercana y el Cody–193 se libró de chocar contra un árbol en extremo alto por apenas veinte metros. Dos milicianos, que se encontraban en la cima más próxima, dispararon sus armas contra el avión, pero no hicieron blanco. Uno de ellos se lanzó colina abajo en busca de un teléfono, pero su compañero le gritó que lo dejara al ver que el avión proseguía su vuelo a ciegas. Para cuando hiciese la llamada y recibiese contestación, el aparato enemigo ya habría desaparecido; además, disparándole ya habían cumplido con su deber. Le preocupaba adónde habían ido a parar sus proyectiles, pero también era demasiado tarde para eso.
El coronel Robin Zacharias, de la Fuerza Aérea estadounidense, caminaba por el suelo de tierra de lo que en otros tiempos podría haber sido una plaza de armas, pero no había tropas a las que pasar revista. Prisionero desde hacía más de seis meses, cada día representaba para él una nueva batalla, en la que contemplaba la miseria humana a niveles tan lóbregos y profundos como jamás había imaginado. Derribado en su octogésima novena misión, cuando estaba a punto de volver a su base, una misión que podía haber sido un éxito completo acabó en un final sangriento por algo tan insignificante como la mala suerte. Y lo peor era que su «oso» había muerto. Y probablemente hasta tendría que considerarse un hombre afortunado, pensó el coronel cuando era conducido a través del patio por dos hombrecillos poco amistosos y armados con fusiles. Tenía los brazos atados a la espalda y llevaba grilletes en los tobillos, ya que, aun en su situación, le temían, era vigilado por los soldados de las torres. «Realmente he de parecerles temible a esos enanos hijos de puta», se dijo el piloto de combate.
Zacharias no se consideraba un hombre temible. Aún tenía heridas en la espalda a causa de la eyección. Cuando se estrelló contra el suelo ya estaba gravemente lisiado y sus esfuerzos por evitar caer prisionero habían sido algo más que un mero acto simbólico, pues se había arrastrado a través de una distancia de un centenar de metros, para ir a caer en los brazos de los artilleros que habían derribado su avión.
Los malos tratos comenzaron en ese mismo momento. Obligado a desfilar por tres apartadas aldeas, apedreado y escupido, finalmente había acabado allí (dondequiera pudiese estar ese allí). Había aves marinas. Quizá se encontraba cerca del mar, especuló el coronel. Pero el monumento conmemorativo de Salt Lake City, situado a varias manzanas de la casa donde había pasado su niñez, le recordó que las gaviotas no son exclusivamente criaturas marinas. Durante los meses anteriores había estado sometido a todo tipo de malos tratos, pero habían ido disminuyendo misteriosamente durante las últimas semanas. Quizá se habían cansado de torturarlo, se dijo Zacharias. O quizá se había presentado realmente Papá Noel, pensó, sin apartar la mirada del suelo. Estar en ese lugar no era un gran consuelo. Había otros prisioneros, pero todos sus intentos por comunicarse con ellos habían fracasado. Su celda carecía de ventanas. Había podido ver dos rostros, pero ninguno le resultó conocido. En ambas ocasiones saludó a voz en grito, lo que provocó que sus guardianes le golpeasen hasta derribarlo. Los dos hombres le habían visto, pero no dijeron nada. En ambos casos Zacharias había advertido una sonrisa y un gesto, lo más que pudieron hacer. Ambos hombres eran de su edad y, según supuso, de su mismo rango, pero eso era todo cuanto sabía. Lo más temible para un hombre que tenía mucho que temer era que todo aquello no se correspondía con lo que podía esperar según la preparación recibida. No estaba en el Hanoi Hilton, donde se suponía eran congregados todos los prisioneros de guerra. Zacharias no sabía prácticamente nada acerca de su situación, y el desconocimiento puede ser la cosa más temible de todas, especialmente para un hombre que durante más de veinte años ha sido el dueño absoluto de su destino. Su único consuelo, pensó, era que las cosas resultaban todo lo malas que podía resultar. En eso se equivocaba.
—Buenos días, coronel Zacharias —le dijo una voz a través del patio.
Levantó la mirada y divisó a un hombre más alto que él, de raza caucásica y que llevaba un uniforme muy distinto al de sus guardias. Se dirigió al prisionero con una sonrisa.
—Un poco diferente de Omaha, ¿no?
Fue entonces cuando escuchó el ruido, una especie de silbido agudo que se acercaba por el sudoeste. Se volvió por instinto: un aviador, independientemente de dónde se encuentre, siempre se vuelve para mirar un avión. El aparato apareció al instante, antes de que los guardias tuviesen tiempo de reaccionar.
Buffalo Hunter, pensó Zacharias, poniéndose de puntillas y dándose la vuelta para verlo pasar. Lo contempló, levantando la cabeza, y divisó el rectángulo negro del cristal de la cámara fotográfica. Susurró un rezo en el que pedía al cielo que aquel artilugio estuviese funcionando. Cuando los guardianes se dieron cuenta de lo que estaba haciendo, un culatazo en los riñones derribó al coronel. Reprimiendo una maldición, luchaba por sobreponerse al dolor cuando un par de botas aparecieron en su restringido campo visual.
—No se haga ilusiones —dijo el hombre—. Se dirige a Haifong para contar los buques. Y ahora, amigo mío, es hora de que nos conozcamos.
Cody–193 prosiguió su rumbo hacia el noreste, manteniendo una velocidad y una altitud constantes al penetrar en el denso cinturón de defensas antiaéreas que rodeaba al único puerto importante de Vietnam del Norte. Las cámaras del Buffalo Hunter registraron varias baterías triple A, así como centros de observación y más de un grupo de hombres armados con fusiles AK–47, cada uno de los cuales disparó al menos un tiro simbólico contra el avión teledirigido. Cody–193 esquivó los proyectiles gracias a su pequeño tamaño. Por lo demás, siguió volando en línea recta y a velocidad uniforme mientras sus cámaras seguían filmando y registrando las imágenes en una película de cincuenta y siete milímetros. Prácticamente lo único que no le dispararon fueron misiles tierra–aire. Cody–193 volaba a una altura excesivamente baja como para eso.
—¡Vamos, primor, vamos! —exclamó el comandante, a trescientos kilómetros de distancia.
En el exterior, los cuatro motores de pistón del Warning Star estaban siendo forzados con el fin de mantener la altitud que necesitaba el comandante para supervisar el trayecto del avión teledirigido. Tenía la vista clavada en la plana pantalla de cristal y seguía el destello parpadeante del receptor de radar. Otros controladores aéreos supervisaban la localización de otro avión estadounidense que también estaba haciendo una visita al país enemigo, manteniéndose en comunicación permanente con RED CROWN, el buque encargado de dirigir las operaciones aéreas desde el mar. ¡Gira hacia el este, primor…, ahora!
Exactamente en el instante previsto, Cody–193 se ladeó fuertemente a la derecha, disminuyó un poco la altura y pasó silbando sobre los muelles de Haifong a novecientos veinticinco kilómetros por hora, con un centenar de proyectiles trazadores alrededor de su estela. Los obreros portuarios y los marineros de diversos buques alzaron la mirada con curiosidad e irritación y también con bastante temor de aquel acero que surcaba el cielo por encima de sus cabezas.
—¡Sí! —exclamó el comandante, lo suficientemente alto como para que el sargento controlador levantase irritado la vista. Se suponía que en ese lugar había que guardar silencio. El comandante tecleó su micro para hablar con el RED CROWN—. Cody–uno-nueve–tres ha hecho bingo.
—Roger, copio bingo de uno–nueve–tres —le respondieron. Se trataba de un uso incorrecto de la palabra clave «bingo», que significa un avión con bajo nivel de combustible, pero era un término tan habitual que resultaba adecuado para ocultar lo que se quería decir. El hombre al otro extremo de la línea comunicó entonces a la tripulación de un helicóptero que se mantenía en vuelo que debía prepararse para entrar en acción.
El avión teledirigido sobrevoló la costa en el momento previsto, manteniéndose a baja altura durante unas millas más antes de lanzarse a su ascenso final, con lo que redujo sus reservas a sus últimos cuarenta y cinco kilogramos de combustible, para alcanzar el punto programado, a unas treinta millas de la costa. En ese momento se activó un emisor de señales sintonizado con los radares de búsqueda de los buques patrulleros de la armada norteamericana. Y uno de esos buques, el destructor Henry B. Wilson, tomó nota del objetivo esperado y de la hora y el lugar esperados. Sus técnicos en misiles aprovecharon la oportunidad para solucionar un problema práctico de intercepción, pero tuvieron que apagar sus radares de iluminación pasados unos segundos. Eso inquietó a los escuchas enemigos.
A mil quinientos metros de altura, el Cody–193 se quedó finalmente sin combustible y se convirtió en un planeador. Cuando la velocidad de vuelo descendió hasta el límite previsto, se dispararon los cerrojos explosivos del techo, haciendo saltar la tapa de una escotilla, por la que se desplegó un paracaídas. El helicóptero de la Armada se encontraba ya en su puesto, y el paracaídas blanco permitía una perfecta identificación. El avión teledirigido pesaba ahora unos escasos seiscientos ochenta kilos, apenas el peso de ocho hombres. El viento y la visibilidad colaboraban. Engancharon el paracaídas al primer intento y el helicóptero se dirigió inmediatamente hacia el portaaviones Constellation, donde el avión teledirigido fue entonces depositado cuidadosamente en una plataforma colgante, con lo que terminaba así su sexagésima segunda misión de combate. Antes de que el helicóptero hubiese encontrado su lugar de descenso sobre la cubierta de vuelo, un técnico ya se encontraba abriendo la tapa del compartimiento fotográfico y extraía de la cámara el pesado carrete de la película. Se dirigió presuroso bajo cubierta y se lo entregó a otro técnico en el laboratorio fotográfico del buque. El revelado requirió unos escasos seis minutos, y la película, aún húmeda, fue secada a toda prisa y entregada a un agente de los servicios secretos. Era mejor que buena. La película fue desplegada sobre una placa de vidrio bajo la que había un par de luces fluorescentes.
—¿Y bien, teniente? —preguntó el capitán.
—Sí, capitán, espere un… —contestó el teniente, dando vueltas al carrete y señalándole la tercera imagen—. Aquí está nuestro primer punto de referencia… Este es el número dos, estaba siguiendo bien su trayectoria…, y aquí está el objetivo buscado… abajo, en el valle, sobre la colina… ¡Aquí, capitán! ¡Tenemos dos, no tres, fotos! Y muy buenas. El sol estaba a nuestro favor y el día está despejado… ¿Entiende ahora por qué se llama a esos juguetes «cazadores de búfalos»? Es…
—¡Déjeme ver!
El capitán casi apartó al joven oficial de un empujón. La fotografía mostraba un hombre, un estadounidense, con dos guardias, y también otro hombre, pero era al estadounidense a quien quería ver.
—Aquí, señor —le indicó el teniente, pasándole una lupa—. Podemos ampliar el rostro, y podemos jugar algo más con el negativo si nos da un poco de tiempo. Como le dije, con esas cámaras se puede distinguir perfectamente a un hombre de una mujer…
—Bien… —El rostro era negro, lo que significaba que había un hombre blanco en el negativo. Pero ¡Maldita sea, no puedo decir…!
—Capitán, este es nuestro trabajo, ¿de acuerdo? —El teniente pertenecía al servicio de contraespionaje. El capitán, no—. Déjenos hacer nuestro trabajo, señor.
—¡Es uno de los nuestros!
—Claro que lo es, señor, pero el tipo de al lado no lo es. Deje que me lleve esto al laboratorio para sacar positivos y hacer ampliaciones. Los de la escuadrilla aérea también querrán echar un vistazo a las instantáneas del puerto.
—Eso puede esperar.
—No, señor, no puede esperar —señaló el teniente. Sin embargo cogió unas tijeras y separó las fotos principales.
El resto del carrete fue entregado a un brigada, mientras el teniente y el capitán se dirigían al laboratorio. Dos meses de trabajo habían sido invertidos en el vuelo del Cody–193 y el capitán estaba ansioso de obtener la información contenida en aquellos tres recuadros de cincuenta y siete milímetros de diagonal.
Una hora después, la tenía. Una hora más tarde subía a un avión con destino a Danang. Otra hora más tarde se encontraba volando hacia la base de la Armada de cabo Cubi, en las Filipinas, donde cogió un avión a reacción que le llevó a la base aérea de Clark, donde subió a un KC–135 que le llevaría directamente a California. Pese a los rigores de aquellas veinte horas de vuelo, el capitán durmió poco y a ratos, tras haber resuelto un misterio cuya solución podría cambiar la política de su gobierno.