Kelly despertó a la hora acostumbrada, treinta minutos antes de la salida del sol, cuando oyó los graznidos de las gaviotas y divisó los primeros resplandores mortecinos que le surgían por el este, elevándose desde la línea del horizonte. Al principio se sintió confuso al encontrarse con un delgado brazo alrededor del pecho, pero otros sentimientos y recuerdos le explicaron en pocos instantes lo sucedido. Se liberó del abrazo, apartándose de la joven, y a continuación la cubrió con la manta para protegerla del fresco matinal. Después se ocupó de sus tareas en el barco.
Enchufó la cafetera y luego se puso un bañador y se dirigió a cubierta. Advirtió con satisfacción que no había olvidado encender las luces del ancla. El cielo se encontraba despejado y el aire era frío tras la tormenta de la pasada noche. Se dirigió a proa y descubrió que una de las anclas se había desplazado un poco. Kelly se reprochó por eso, pese a que nada había salido mal. Las aguas estaban tranquilas como una balsa de aceite, y la brisa era suave. Los resplandores rosados de las primeras luces iluminaban caprichosamente la costa poblada de árboles. A Kelly se le antojó la mañana más hermosa que podía recordar. Y luego recordó que lo que realmente había cambiado no tenía nada que ver con el buen tiempo.
—¡Maldita sea! —susurró, dirigiéndose al amanecer que aún no había despuntado.
Kelly se encontraba un poco entumecido e hizo algunos ejercicios gimnásticos, advirtiendo lentamente lo bien que se sentía sin la habitual resaca. Tardó aún más en recordar a qué hora lo habían hecho por última vez. «¿He dormido nueve horas? —se preguntó—. ¿Tanto?». No tenía nada de extraño que se sintiese tan bien. La siguiente etapa de la rutina matinal consistió en quitar con una escobilla de goma el agua estancada en la cubierta de fibra de vidrio.
Volvió la cabeza al escuchar el zumbido sordo de unos motores diesel. Kelly escudriñó hacia el oeste, pero en esa dirección había algo de niebla y no pudo distinguir nada. Se dirigió al puente de mando y cogió sus prismáticos de navegación 7 x 50. Y justamente cuando miraba a través de ellos le hirió la vista el grueso haz de un potente foco. Kelly se quedó paralizado por el resplandor, pero aquella luz se apagó de repente y se oyó una voz por el megáfono:
—¡Lo siento, Kelly! ¡No sabía que eras tú!
Dos minutos después, la familiar silueta de una patrullera de la Guardia Costera de doce metros de eslora se arrimaba al lado de babor del Springer. Kelly corrió a lo largo de la banda, desplegando sus defensas de caucho.
—¿Es que pretendes matarme o qué? —espetó Kelly con tono familiar.
—Lo siento. —El cabo Manuel Oreza salto de una embarcación a otra con la agilidad que da la práctica. Hizo un gesto, señalando las defensas—. ¿Crees que no sé aparcar correctamente?
—Y encima el numerito del megáfono y el foco —añadió Kelly mientras se dirigía hacia Oreza.
—Ya he hablado de eso con nuestro joven grumete —le aseguró Oreza, de apodo Portazgo, tendiéndole un vaso de café—. ¡Buenos días, Kelly!
Kelly lo cogió y se echó a reír.
—Acepto sus excusas, caballero.
Oreza era conocido por el excelente café que preparaba.
—Ha sido una noche muy larga. Todos estamos agotados, y se trata de una tripulación joven —le explicó con tono fatigado. El propio Oreza no tenía más de veintiocho años y era el mayor de la tripulación.
—¿Problemas? —preguntó Kelly.
Oreza hizo un gesto de asentimiento, paseando su mirada por las aguas.
—Eso parece. Un maldito idiota que salió de excursión en un pequeño velero. Se nos ha perdido después de las cuatro gotas de anoche, y hemos estado buscándole por todas partes.
—Un viento de cuarenta nudos. Soplaba de miedo —replicó Kelly—. Y además, se presentó de improviso.
—Sí, bueno, ya hemos rescatado seis embarcaciones, tan sólo nos falta esa. ¿Has visto algo fuera de lo normal?
—No. Salí de Baltimore alrededor de… las cuatro de la tarde, supongo. Tardé dos horas y media en llegar hasta aquí. Solté el ancla cuando empezó a desatarse la tormenta. La visibilidad era bastante mala, no se veía gran cosa cuando bajamos de cubierta.
—¿Bajamos? —inquirió Oreza, estirándose para husmear. Luego se dirigió al timón, recogió el sostén empapado por la lluvia y lo agitó ante Kelly. Su expresión parecía imperturbable, pero en sus pupilas se advertía cierto interés. Quizá su amigo habría encontrado lo que necesitaba, pensó Oreza. La vida no había sido particularmente justa con ese hombre.
Kelly le devolvió el vaso con expresión igualmente imperturbable.
—Detrás de nosotros venía un mercante —prosiguió—. De bandera italiana, un buque de contenedores que iría a media carga, pues avanzaba a unos quince nudos y con absoluto descaro. ¿Se encargó alguien de despejar el puerto?
—¡Oh, sí! —asintió Oreza con irritación profesional—. Eso me preocupa. Los jodidos mercantes se lanzan a toda velocidad y no prestan atención a nada.
—Bueno, ¡demonios!, si uno se queda fuera de la timonera, puede mojarse. Por cierto, si uno está infringiendo alguna ley de la Unión, no conviene echar el ancla, ¿no? Quizá tu hombre se haya hundido —apuntó Kelly. No hubiese sido la primera vez, incluso en aguas tan civilizadas como las de Chesapeake.
—Puede ser —asintió Oreza, oteando el horizonte. Frunció el entrecejo, porque no creía en esa eventualidad, pero estaba demasiado cansado para refutarla—. De todos modos, si ves un barquichuelo deportivo con vela anaranjada y a franjas blancas, ¿querrás llamarme?
—Desde luego.
Oreza echó un vistazo a proa y se encaró con Kelly:
—¿Dos anclas para ese soplito de viento de anoche? Veo que no mantienen la distancia suficiente. Creí que sabías hacer mejor las cosas.
—Fui primer oficial —le recordó Kelly—. ¿Desde cuándo un chupatintas se muestra tan altanero con un marino de verdad? —bromeó.
Kelly y Portazgo sabían que este era el mejor de los dos en una embarcación pequeña, aunque no por amplio margen.
Oreza se sonrió maliciosamente mientras regresaba a la patrullera. Tras saltar a bordo de su embarcación, señaló el sostén que agarraba Kelly.
—¡No olvides ponerte la camisa, marinero! Parece que te ha sentado muy bien.
Oreza desapareció en la cabina de mando, entre carcajadas, antes de que Kelly tuviese ocasión de replicar. Le pareció que en la cabina había alguien que no llevaba uniforme, cosa que sorprendió a Kelly. Momentos después los motores de la patrullera zumbaban y la embarcación ponía proa al noroeste.
—¡Buenos días! —le dijo Pam—. ¿Qué ha ocurrido?
Kelly se dio la vuelta. La chica no llevaba más ropa que cuando la cubrió con la manta, pero Kelly se dijo que Pam sólo le volvería a sorprender cuando hiciese algo predecible. Sus cabellos eran una masa enmarañada, como los tentáculos de una medusa, y su aspecto sugería que no había dormido del todo bien.
—La Guardia Costera. Están buscando un velero perdido. ¿Qué tal has dormido?
—Estupendamente.
La chica se acercó con una mirada dulce y soñadora en sus ojos, lo que resultaba extraño a esas horas tan tempranas, pero que no podía ser más agradable para un marinero completamente despierto.
—¡Buenos días!
Pam le besó, lo abrazó y luego alzó los brazos, ejecutando una especie de pirueta. Kelly la cogió por el delgado talle y la alzó en vilo.
—¿Qué te apetece desayunar? —preguntó Kelly.
—Jamás desayuno —contestó Pam, introduciendo ambas manos en el bañador de Kelly.
—Oh —exclamó él, y esbozó una sonrisa—. Está bien, vamos allá.
Una hora después Pam había cambiado de opinión. Kelly preparó huevos fritos y bacon en el hornillo de la cocina. Pam los devoró con tal presteza que él preparó una segunda ración pese a sus protestas. Kelly constató que la chica no estaba únicamente delgada: algunas de sus costillas eran visibles. Se encontraba desnutrida, observación que arrojó una nueva pregunta no formulada. Sin embargo, cualquiera que fuese la causa, Kelly podía remediarlo. Una vez la joven hubo ingerido cuatro huevos fritos, ocho lonjas de bacon y cinco rebanadas de pan tostado, aproximadamente el doble de la ración normal que tomaba Kelly por la mañana, llegó el momento de que el día comenzase como era debido. Kelly indicó a Pam cómo debía disponer los cacharros de la cocina mientras él iba a levar anclas.
Reemprendieron tímidamente la travesía a la perezosa hora de las ocho de la mañana. Prometía ser un sábado caluroso y soleado. Kelly se colocó las gafas de sol y se sentó cómodamente en su silla, manteniéndose alerta mientras bebía los últimos sorbos de café. Enfiló rumbo oeste, avanzando a lo largo de un lado del canal principal de navegación para evitar los centenares de pesqueros que esperaba ver salir de los diversos muelles en persecución de la sabrosa escorpina rayada.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Pam, señalando los numerosos corchos que decoraban las aguas hasta el puerto.
—Flotadores para los cestos de cangrejos. En realidad se parecen más a jaulas. Los cangrejos entran y no pueden salir. Los flotadores señalan la posición de las trampas.
Kelly pasó los prismáticos a Pam y señaló una embarcación que faenaba a unas tres millas hacia el este.
—¿Esos hombres atrapan a esas pobres criaturas?
Kelly se echó a reír.
—Vamos, Pam, ¿qué me dices del bacon que te tomaste en el desayuno? ¿Crees acaso que los cerdos se suicidan?
—No lo creo —respondió Pam, dirigiéndole una mirada traviesa.
—Bien. Un cangrejo no es más que una enorme araña acuática, aunque sepa muy bien —apuntó Kelly, virando hacia estribor para sortear una boya roja.
—Sin embargo, atraparlos así parece bastante cruel.
—La vida puede serlo —replicó precipitadamente Kelly, para lamentar a continuación sus palabras.
Al igual que Kelly, Pam respondió con el alma:
—¡Oh, sí!, lo sé.
Kelly no se volvió hacia Pam, y no lo hizo porque se detuvo a tiempo. La respuesta de la joven llevaba una gran carga emocional, lo que le hizo ver que ella también vivía con demonios. Sin embargo, esos instantes pasaron rápidamente. Pam se dejó caer en el cómodo sillón del puente de mando, se apretó contra Kelly y logró que todo volviese a ser como antes. Los sentidos alertaron una última vez a Kelly de que algo no estaba del todo bien. Pero ¿acaso había demonios allí?
—Sería mejor que fueses abajo.
—¿Por qué?
—El sol apretará mucho. En el botiquín hay una loción, en la proa principal.
—¿Proa?
—¡Cuarto de baño!
—¿Por qué todo ha de ser diferente en un barco?
Kelly se echó a reír.
—Para que los marineros puedan sentir que tienen la sartén por el mango. Bien, ve por esa loción y embadúrnate si no quieres verte como una patata frita antes del almuerzo.
Pam le hizo una mueca.
—También necesito darme una ducha. ¿Te parece bien?
—Buena idea —respondió Kelly sin mirarla—. No sea que los peces se espanten.
—¡Serás…!
Pam le dio un pellizco en el brazo y se dirigió a la escalerilla.
—Sencillamente se ha desvanecido —refunfuñó Oreza, inclinado sobre una carta en la estación Thomas Point de la Guardia Costera.
—Tendríamos que haber pedido apoyo aéreo, un helicóptero o algo así —apuntó el hombre de paisano.
—No hubiese servido de nada, al menos durante la noche. ¡Demonios, si hasta las gaviotas resistieron esa brisa!
—Pero ¿dónde se habrá metido?
—Que me cuelguen si lo sé, quizá se lo tragó la tormenta —contestó Oreza, contemplando fijamente la carta—. Usted dijo que se dirigía hacia el norte. Hemos registrado todos los puertos, y Max se encargó de la costa occidental. ¿Está seguro de que la descripción del barco es correcta?
—¿Seguro? ¡Diablos, hicimos todo menos comprarles ese maldito barco!
La irritabilidad del hombre de paisano era la consecuencia de veintiocho horas de vigilia mantenida a base de cafeína y empeorada por el mareo que le había producido la travesía en el guardacostas, para gran regocijo de su tripulación. Sentía el estómago lleno de virutas de acero.
—Quizá se ha hundido —apuntó bruscamente el hombre, sin creérselo ni por un instante.
—¿Solucionaría eso su problema? —preguntó el cabo primero Manuel Oreza, cuya frivolidad le valió un gruñido y una mirada de advertencia por parte del jefe de la estación, Paul English, un oficial de cabello canoso.
—Mire usted —replicó el extenuado hombre—, no creo que nada pueda resolverme el problema pero es mi deber intentarlo.
—Señor, todos hemos tenido una noche muy larga. Mi tripulación está exhausta y, a menos que tenga una buena razón para permanecer en pie, sugiero que se eche una siestecita en una buena litera.
El de paisano levantó la mirada y sonrió con gesto fatigado para suavizar el efecto de sus anteriores palabras.
—Cabo Oreza, con lo inteligente que es usted, tendría que ser oficial.
—Si soy tan inteligente, ¿cómo es posible que no hayamos encontrado a nuestro amigo durante la noche?
—¿Quién era el tipo que vimos poco después del amanecer…?
—¿Kelly? Fue primer oficial de la Armada, un hombre cabal.
—¿No es muy joven para haber sido primer oficial? —inquirió English, contemplando una foto no muy buena que le habían tomado gracias a la luz del foco. English era nuevo en la base.
—Obtuvo la Cruz de la Armada —le explicó Oreza.
El hombre de paisano levantó la mirada.
—Vaya, ¿diría usted que…?
—¡En modo alguno!
El hombre meneó la cabeza. Titubeó unos instantes y luego se encaminó hacia el dormitorio. Tendrían que zarpar de nuevo antes de la puesta del sol y necesitaba descansar un rato.
—Y bien, ¿cómo ha ido? —preguntó English cuando el hombre de paisano salió de la habitación.
—Ese tipo ha embarcado un montón de bártulos, capitán. Como jefe de la estación, English tenía derecho a recibir ese tratamiento, cuanto más que permitía a Portazgo hacer su trabajo a su manera.
—Apostaría cualquier cosa a que no pasará mucho tiempo durmiendo.
—Se quedará una temporada con nosotros, con intervalos, y quiero que se encargue de eso.
Oreza golpeó la carta con un lápiz.
—Insisto en que este sería el lugar ideal para establecer un puesto de vigilancia.
—Él dice que no.
—Ese hombre no es un marino, English. No me importa que me diga qué he de hacer, pero no sabe lo suficiente como para decirme cómo he de hacerlo —insistió Oreza, trazando un círculo para marcar el lugar en la carta.
—Eso no me gusta.
—No tiene por qué gustarte —dijo el hombre más alto, abriendo su navaja y haciendo una incisión en el grueso papel para dejar al descubierto una bolsa de plástico que contenía polvo blanco—. Unas pocas horas de trabajo y habremos obtenido trescientos mil dólares. ¿Qué hay de malo en ello, o es que me olvido de algo?
—Y eso no es más que el comienzo —dijo el tercer hombre.
—¿Qué haremos con el barco? —preguntó el hombre que sentía escrúpulos.
El más alto dejó lo que estaba haciendo y levantó la mirada. —¿Vamos a desembarazarnos del velero?— inquirió.
—Sí.
—Bien, podríamos esconderlo, pero… quizá sería más inteligente hundirlo. Sí, eso es lo que haremos.
—¿Y Angelo?
Los tres miraron al sitio donde yacía el hombre, todavía inconsciente y sangrando.
—Pienso que también deberíamos arrojarlo al agua —contestó el más alto sin denotar la más mínima emoción—. Este sería un buen lugar.
—Quizá en dos semanas no quede ya nada de él. Hay un montón de bichos ahí fuera —dijo el tercero, señalando las tierras pantanosas a causa de las mareas.
—¿Veis qué fácil es? Ningún barco, ningún Angelo, ningún riesgo y trescientos mil dólares. Así, pues, ¿qué más quieres, Eddie?
—Pero sus amigos no se quedarán de brazos cruzados —replicó el otro, más por llevar la contraria que por convicción moral.
—¿Qué amigos? —preguntó Tony sin mirar al otro—. ¿No les denunció? ¿Cuántos amigos tiene un chivato?
Eddie cedió ante la lógica aplastante de la situación. Se acercó al cuerpo inconsciente de Angelo. La sangre seguía manando de las numerosas heridas y el pecho subía y bajaba lentamente. Era hora de poner fin a aquello. Eddie lo sabía; tan sólo había tratado de aplazar lo inevitable. Desenfundó una pequeña pistola del calibre 22, apoyó la boca del cañón en la nuca de Angelo y disparó. El cuerpo se retorció en un espasmo y se inmovilizó. Eddie enfundó el arma y luego arrastró el cuerpo hacia fuera, dejando que Henry y su amigo se encargasen del asunto importante. Esos dos habían traído una red de pesca, con la que Eddie envolvió el cadáver antes de sumergirlo en el agua y sujetarlo a la popa de la pequeña lancha motora. Hombre precavido, Eddie miró a su alrededor, aunque era difícil que hubiese intrusos por allí. Encendió el motor y se alejó de la costa hasta encontrar un lugar apropiado a unos centenares de metros. Detuvo la lancha y la dejó a la deriva, mientras sacaba del fondo de la embarcación unos bloques de hormigón que fue atando a la red. Seis fueron suficientes para hundir el cuerpo de Angelo a unos dos metros y medio de profundidad. En esa zona, las aguas eran realmente cristalinas, lo que preocupó un poco a Eddie, hasta que divisó una poblada colonia de cangrejos. Angelo desaparecería en menos de dos semanas. Eso era un perfeccionamiento grandioso en los métodos de trabajo que solían utilizar, algo que habría que tener en cuenta. Agenciárselas con el pequeño velero sería algo más difícil. Para eso tendría que encontrar un lugar más profundo que ese, pero tenía todo el día por delante para ocuparse de ello.
Kelly viró el curso a estribor para eludir un enjambre de embarcaciones deportivas. Ahora la isla era visible, a unas cinco millas delante de proa. No había mucho que ver, tan sólo una pequeña protuberancia en el horizonte, en la que no había ni un árbol, pero aquello era el santuario privado de Kelly. Su único defecto, prácticamente, era lo mal que se captaban las emisoras de televisión.
La isla Battery contaba con una historia larga y más bien mediocre. Su nombre actual, más irónico que apropiado, provenía de principios del siglo XIX, cuando cierto miliciano emprendedor tuvo la idea de emplazar allí una pequeña batería artillera para proteger una posición en la bahía de Chesapeake de los ingleses que navegaban hacia la ciudad de Washington para castigar a la joven nación que había tenido la mala ocurrencia de desafiar el poderío de la más poderosa Armada del mundo. El comandante de un escuadrón británico se percató de la presencia de unas humaredas inofensivas en la isla y, probablemente más por diversión que por malicia, ordenó a uno de los barcos que disparase unas cuantas salvas. Los ciudadanos–soldados que atendían la batería no necesitaron que les infundieran más ánimos para correr hacia sus botes de remo y escapar a tierra firme. A continuación, un pequeño destacamento de asalto de la armada británica se embarcó en una pinaza y bogó hasta la isla para incrustar unos cuantos clavos en los orificios de las recámaras de los cañones, que es a lo que se llamaba «inutilizar las armas». Tras ese breve incidente, los ingleses prosiguieron su apacible travesía, remontaron el río Patuxent, desde donde su infantería dio un paseo hasta Washington. Regresaron tras haber obligado a Dolly Madison a evacuar la Casa Blanca. La campaña británica se dirigió después contra Baltimore, donde el desenlace fue un tanto diferente.
La isla de Battery, bajo el gobierno federal que detentó su propiedad a regañadientes, se convirtió en una embarazosa nota a pie de página de la crónica de una guerra singularmente inútil. Sin mucho más que un único guardián para que cuidase de los emplazamientos de tierra, las malas hierbas acabaron por adueñarse de la isla, y así permanecieron las cosas durante casi un siglo.
El año 1917 trajo a Estados Unidos la primera guerra auténtica contra el enemigo de fuera, y la Armada norteamericana, confrontada de repente con la amenaza de los submarinos alemanes, tuvo necesidad de un lugar protegido para ensayar sus armas. La isla de Battery parecía el lugar ideal, a tan sólo unas horas de Norfolk, y de ese modo, durante el otoño de aquel año, los acorazados dispararon sus piezas de artillería de 12 y 14 pulgadas y, entre el estrépito de los cañones, destruyeron cerca de la tercera parte de la isla, dejando sólo unas porciones de tierra por debajo de la media del nivel de bajamar, para grandísimo disgusto de las aves migratorias, que desde tiempos inmemoriales sabían que los cazadores no pardeaban aquel lugar. Prácticamente lo único nuevo que ocurrió después fue el hundimiento de más de un centenar de buques de carga construidos con ocasión de la Primera Guerra Mundial, lo que se hizo a unas cuantas millas al sur de la isla, y esos barcos, que pronto se vieron cubiertos de hierbajos, no tardaron en adquirir la apariencia de islas.
Una nueva guerra y nuevas armas devolvieron la vida a la soñolienta isla. La cercana base aérea de la Armada necesitaba un lugar donde sus pilotos pudiesen probar las armas. La feliz coincidencia entre la situación de la isla Battery y la localización de los buques hundidos después de la Primera Guerra Mundial la convertía en un sitio ideal para evaluar la puntería de los bombarderos. Como resultado, fueron construidos tres búnkers de observación, de macizos muros de hormigón, desde los cuales los oficiales contemplaban los bombarderos TBF y SIS 2C en sus prácticas de incursión contra objetivos que parecían islas con forma de barco. Pulverizaron unas cuantas, hasta que una bomba se quedó enganchada en la rampa de expulsión de un bombardero y retrasó su caída el tiempo justo para arrasar uno de los búnkers, que afortunadamente estaba vacío. El emplazamiento del búnker destruido fue limpiado en aras de la pulcritud y la isla fue convertida en una base de rescate, desde la que salían las lanchas de salvamento atendiendo a la llamada de algún avión accidentado. Eso hizo necesario la construcción de un muelle y de un cobertizo para las lanchas y la restauración de los dos búnkers que aún quedaban en pie. En resumidas cuentas, la isla prestó sus buenos servicios a la economía de la localidad, aunque no al presupuesto federal, hasta que la llegada de los helicópteros convirtió en obsoletas a las lanchas de salvamento y se llegó a la conclusión de que la isla ya no era útil. Y de este modo la isla permaneció inadvertida en el registro de la propiedad federal indeseada, hasta que Kelly se las arregló para alquilarla.
Pam se tumbó sobre su manta a tomar el ardiente sol bajo una gruesa capa de loción bronceadora. Llevaba únicamente un sujetador y unas bragas. Lo inapropiado del atuendo no molestaba a Kelly, pero le perturbaba vagamente por motivos que no resistirían un análisis lógico. En todo caso, su tarea inmediata era pilotar su barco. La contemplación del cuerpo de Pam era algo que podía esperar, se decía casi a cada minuto, cuando sus ojos salían disparados como saetas para cerciorarse de que ella aún seguía allí.
Kelly giró el timón hacia la derecha para adelantar a un enorme yate de pesca. Miró de nuevo a Pam. Se había quitado los tirantes del sujetador, probablemente para broncearse la espalda de un modo más uniforme.
De pronto, una rápida sucesión de cortos bocinazos les sobresaltó. Kelly miró en todas direcciones, hasta que reparó en una embarcación que se encontraba a unos doscientos metros a babor. Era la única cosa lo suficientemente cercana como para ser tenida en cuenta y parecía ser también la fuente de los bocinazos. Desde el puente de mando un hombre le hacía señas. Kelly viró a babor para acercarse. Le tomó su tiempo situar al Springer al lado de la otra embarcación. Quienquiera fuese aquel individuo, no parecía precisamente un lobo de mar. Cuando Kelly finalmente se situó a unos seis metros de distancia, no retiró la mano de las palancas de mando.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kelly desde el megáfono.
—¡Hemos perdido las hélices! —le contestó a gritos un hombre de tez morena—. ¿Qué podemos hacer?
«¡Remar!», estuvo a punto de replicar Kelly, pero no hubiese sido muy amable. Se acercó más para hacerse una idea de la situación. Se trataba de un yate de placer de mediano tonelaje, un Hatteras completamente nuevo. El hombre que estaba en el puente medía un metro setenta, tenía unos cincuenta años y llevaba el torso desnudo; una espesa maraña de vello negro le cubría el pecho. Había también una mujer, y también parecía alicaída.
—¿Ha perdido las hélices enteramente? —preguntó Kelly—. Creo que chocamos contra un banco de arena —le explicó el hombre—. A media milla en esa dirección. —Señaló hacia un lugar que Kelly distinguió claramente.
—Sí, por allí hay un banco. Puedo remolcarle. ¿Tiene suficiente cable?
—¡Sí! —respondió el hombre, encaminándose hacia el compartimiento de proa en que guardaba las sogas. La mujer que iba a bordo seguía mirando con azoramiento.
Kelly inició la maniobra mientras observaba al otro «capitán», un calificativo que le dedicó irónicamente. Ese hombre no sabía interpretar una carta de mareas, ni el modo apropiado de llamar la atención de otros barcos. Ni siquiera sabía cómo alertar al servicio de guardacostas. Todo lo que había logrado era comprarse un yate Hatteras y, aunque eso hablaba en favor de su buen juicio, Kelly supuso que el mérito era atribuible a un vendedor astuto. Pero el hombre sorprendió a Kelly. Manipuló las maromas con gran destreza y las agitó en dirección del Springer.
Kelly maniobró para aproximarse de popa y luego se dirigió al extremo de la quilla para coger la sirga, que sujetó en la enorme abrazadera de la cornamusa. Pam se había levantado y estaba mirando la operación. Kelly volvió prestamente al puente de mando y aceleró un poco los motores.
—Manténgase en ese radio —dijo al del Hatteras—. Deje el timón recto hasta que le diga otra cosa. ¿De acuerdo?
—Ya está.
—Así lo espero —se dijo Kelly mientras aceleraba hasta tensar la sirga.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pam.
—La gente a veces olvida que bajo estas aguas hay un fondo. Si chocas con fuerza, romperás unas cuantas cosas —respondió Kelly y, tras una pausa, añadió—: Podrías ponerte algo más de ropa.
Pam soltó una risita y bajó al camarote. Kelly aumentó prudentemente la velocidad hasta alcanzar los cuatro nudos y luego viró hacia el sur. Todo eso ya lo había hecho en otras ocasiones y, refunfuñando, se dijo que si tenía que hacerlo una vez más mandaría hacer impresos especiales para facturas.
Kelly se acercó a la isla muy lentamente, sin dejar de vigilar a la embarcación que remolcaba. Luego bajó del puente de mando para colocar sus defensas y después saltó al muelle para sujetar las amarras antes de dirigirse al Hatteras. El hombre ya había dispuesto sus amarras, y las lanzó a Kelly mientras colocaba las defensas de su embarcación. Tirar del yate y arrastrarlo un par de metros era una oportunidad excelente para mostrar sus músculos a Pam. Sólo necesitó unos minutos para ponerlo al abrigo, después de lo cual hizo lo mismo con el Springer.
—¿Esta isla es suya?
—Ya lo creo —contestó Kelly—. ¡Bienvenidos a mi banco de arena!
—Sam Rosen —dijo el hombre, estrechándole la mano, y aun cuando el apretón fue franco, Kelly advirtió que sus manos eran tan suaves como delicadas.
—John Kelly.
—Mi esposa Sarah.
—Usted ha de ser la navegante —dijo Kelly, sonriendo. Sarah era de baja estatura y regordeta, la expresión de sus ojos pardos oscilaba entre el regocijo y el azoramiento.
—Alguien ha de darle las gracias por su ayuda —dijo la mujer con acento neoyorquino.
—Es ley de los mares, señora. ¿Cuál fue el percance?
—La carta indicaba un metro ochenta de profundidad cuando chocamos. ¡El calado de nuestro barco es sólo de un metro veinte! ¡Y la bajamar había sido hacía cinco horas! —contestó bruscamente, porque Kelly era el objetivo más próximo en que podía descargar su malhumor y porque su marido ya había oído lo que ella pensaba del asunto.
—Ha sido un banco de arena, seguramente formado tras las tormentas que tuvimos durante el invierno. De todos modos, mis cartas indican una profundidad menor que esa. Además, el fondo es blando.
Pam salió en ese momento, vestida de un modo casi respetable, y Kelly se dio cuenta de que no sabía su apellido.
—¡Eh!, soy Pam.
—¿No desean refrescarse? —preguntó Kelly—. Tenemos todo el día para ocuparnos del problema.
Todos se mostraron de acuerdo y Kelly los condujo a su casa. —¿Qué demonios es esto?— preguntó Sam Rosen.
«Esto» era el búnker construido en 1943, de ciento ochenta metros cuadrados, con un techo de noventa centímetros de espesor. La estructura de hormigón armado era tan sólida como parecía. Al lado había un segundo búnker, algo más pequeño.
—Este lugar perteneció a la Armada —explicó Kelly—. Lo he alquilado.
—Construyeron un hermoso muelle para usted —apuntó Rosen.
—No está del todo mal —asintió Kelly—. ¿Puedo preguntarle a qué se dedica?
—Soy cirujano —contestó Rosen.
—¿De veras? Eso explica lo de sus manos.
—Catedrático de cirugía —puntualizó Sarah—. ¡Pero maldita sea si sabe pilotar un barco!
—¡Esas condenadas cartas están obsoletas! —refunfuñó el catedrático cuando Kelly les hizo entrar.
—Amigos míos, eso ya es agua pasada, y un poco de comida y cerveza nos permitirán analizar el asunto con toda comodidad.
Kelly se sorprendió a sí mismo con esas palabras. En ese momento oyó un chasquido agudo que se propagaba por el mar desde algún punto al sur. Era divertido comprobar cómo las aguas transmitían los sonidos.
—¿Qué ha sido eso? —Sam Rosen también tenía un oído muy fino.
—Probablemente algún chaval cazando una rata almizclera con su veintidós —opinó Kelly—. Es un lugar bastante tranquilo, excepto por eso. Y se oye barullo al amanecer: patos y ánsares.
—He visto los escondites de acecho. ¿Caza usted?
—Lo he dejado —contestó Kelly.
—¿Desde cuándo?
—Hace ya bastante tiempo, desde Vietnam.
—Lo suponía. Después de terminar mi residencia, estuve en Iwo y Okinawa. En un buque hospital.
—¡Vaya! ¿La época de los kamikazes?
Rosen asintió con la cabeza.
—Sí, me divertí bastante. ¿Dónde estuvo usted?
—La mayor parte del tiempo, en mi bodega —contestó Kelly, sonriendo burlonamente.
—¿Brigada de demoliciones submarinas? Tiene aspecto de hombre–rana —aventuró Rosen—. Atendí a algunos de ellos.
—Más o menos la misma cosa, pero algo más estúpida.
Kelly abrió la cerradura de combinación y empujó la pesada puerta de acero.
El interior del búnker sorprendió a los visitantes. Dividido en tres grandes salas desnudas por macizas paredes de hormigón cuando Kelly tomó posesión del lugar, ahora parecía casi una casa, con muros secos cubiertos de pinturas y alfombras. Incluso el techo estaba revestido. Las angostas troneras eran el único recordatorio de lo que había sido en otros tiempos. El mobiliario y las alfombras revelaban la influencia de Patricia, pero el aspecto de vivienda arreglada a medias era la prueba de que ahora solamente la habitaba un hombre. Todo estaba pulcramente ordenado, pero no del modo en que una mujer lo hubiese hecho. Los Rosen advirtieron que fue el hombre de la casa quien les condujo a la cocina y se ocupó de sacar las cosas del anticuado frigorífico mientras Pam se paseaba de un lado a otro con los ojos muy abiertos.
—Es fresca y agradable —apuntó Sarah—. Pero húmeda en invierno, ¿no?
—No tan húmeda como puede suponerse —replicó Kelly, señalando los radiadores distribuidos a lo largo de las paredes—. Calefacción por vapor. Este lugar fue construido según las especificaciones gubernamentales. Todo funciona y todo ha costado mucho.
—¿Cómo consiguió este lugar? —preguntó Sam.
—Un amigo me ayudó a alquilarlo. Propiedad gubernamental excedente.
—¡Menudo amigo! —exclamó Sarah, admirando el frigorífico empotrado en la pared.
—Sí, lo es.
El vicealmirante Winslow Holland Maxwell tenía su despacho en el ala E del Pentágono. Era un despacho que daba al exterior, lo que le permitía disfrutar de una buena vista de Washington… y de los manifestantes, se dijo enfurecido para sus adentros. «¡Asesino de niños!», rezaba una pancarta. Había incluso una bandera norvietnamita. Los estribillos de esa mañana de sábado eran distorsionados por los gruesos cristales de las ventanas. Podía escuchar la cadencia, pero no las palabras, y el antiguo piloto de caza no pudo decidir cuál de esas dos cosas le irritaba más.
—Eso no es bueno para ti, Dutch.
—¿Crees que no lo sé? —refunfuñó Maxwell.
—La libertad de hacer cosas como esa es una de las cosas que defendemos —señaló el contralmirante Casimir Podulski, aun cuando no hacía de ello una profesión de fe. Aquello pasaba de castaño oscuro. Su hijo había muerto al sobrevolar Haifong en un cazabombardero A–4. El incidente se publicó en los periódicos debido a quiénes eran los padres del joven piloto, y a lo largo de la semana siguiente recibieron once llamadas telefónicas anónimas, en las que algunos se limitaban a reír, mientras otros preguntaban a su atormentada esposa dónde sería embarcado el fardo—. La libertad de todos esos jóvenes tan simpáticos, pacíficos y sensibles.
—Y bien, ¿a qué viene ese buen humor, Cas?
—Esto va a la caja fuerte, Dutch —dijo Podulski, entregándole una gruesa carpeta de bordes ribeteados con una cinta de franjas rojas y blancas y que exhibía la designación codificada de BOXWOOD GREEN.
—¿Así que nos van a dejar jugar con eso?
Aquello era una sorpresa.
—Tuve que quedarme hasta las tres y media, pero lo conseguí.
—Jugaremos, pero sólo unos pocos de nosotros, imagino. Estamos autorizados para realizar un estudio exhaustivo de viabilidad —agregó el contraalmirante Podulski, dejándose caer en un mullido sillón de cuero y encendiendo un cigarrillo. Su rostro se veía más demacrado desde la muerte de su hijo, pero sus ojos azul cristalino brillaban con más fulgor que nunca.
—¿Conque nos dejan seguir adelante y hacer la planificación?
Maxwell y Podulski llevaban trabajando desde hacía meses con ese fin, aunque en ningún momento creyeron realmente que lo conseguirían.
—¿Quién de nosotros se lo hubiese podido imaginar? —repuso el contralmirante, un hombre nacido en Polonia, con una mirada irónica—. Quieren que no lo consignemos en actas.
—¿Jim Greer también jugará? —inquirió Dutch.
—Jim es el mejor agente secreto que conozco, a menos que tengas un as en la manga.
—Comenzó en la CIA, según oí decir la semana pasada —repuso Maxwell.
—Bien. Necesitamos a un buen espía y su corazón sigue estando con la Armada, como pude comprobar recientemente.
—Nos vamos a granjear un montón de enemigos haciendo eso.
Podulski señaló la ventana y el ruido que entraba por ella. El hombre no había cambiado mucho desde 1944, cuando servía en el Essex, buque de guerra de la Armada estadounidense.
—Con todos los que tenemos ahí —dijo—, ¿qué importa tener unos cuantos más?
—¿Cuánto tiempo hace que tienen el yate? —preguntó Kelly cuando iba por la mitad de su segunda cerveza. El almuerzo era austero, compuesto de fiambres y pan regados con cerveza.
—Lo compramos en octubre del año pasado, pero no hemos navegado en él más de dos meses —admitió el médico—. Sin embargo, asistí a los cursillos del Power Squadron y terminé como primero de mi clase.
Kelly pensó que aquel hombre era de los que siempre acaban siendo el número uno en todo lo que emprenden.
—Se da muy buena maña con los cabos —comentó con cortesía Kelly.
—Los cirujanos también se dan muy buena maña con los nudos —repuso Sarah.
—¿Usted también es médico, señora? —preguntó Kelly.
—Farmacóloga. También doy clases en Hopkins.
—¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí usted y su mujer? —preguntó Sam, con lo que se produjo un embarazoso silencio.
—¡Oh!, pero si nos acabamos de conocer —dijo ingenuamente Pam.
Desde luego, a quien más duramente afectó esa revelación fue a Kelly. Los dos médicos, tan acostumbrados como el clero a tratar con las flaquezas del comportamiento humano, encajaron impertérritos la información, pero Kelly temió que lo considerasen un hombre que se estaba aprovechando de una chica. Los pensamientos relacionados con ese tipo de conducta empezaron a darle vueltas en la cabeza hasta que advirtió que aquello no parecía importarle gran cosa a ninguno de los presentes.
—Vamos a echar un vistazo a las hélices —dijo Kelly, poniéndose en pie—. Acompáñeme.
Rosen le siguió al extremo del búnker. La temperatura iba subiendo, así que convenía hacer las cosas rápidamente. En el búnker secundario Kelly tenía su taller de herramientas. Eligió un juego de llaves inglesas y empujó hacia la puerta un compresor de aire portátil.
Momentos después colocaba en compresor junto al Hatteras y se ataba a la cintura un par de cinturones con lastre.
—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó Rosen.
Kelly denegó con la cabeza mientras se quitaba la camisa.
—No se preocupe. Si fallase el compresor, me daría cuenta enseguida; además, sólo estaré a metro y medio de profundidad.
—Jamás he hecho algo así.
Rosen clavó sus ojos de cirujano en el torso de Kelly y advirtió tres cicatrices que un cirujano realmente bueno habría sabido disimular. Recordó entonces que un cirujano, en zona de combate, no siempre disponía de tiempo para una labor de cirugía estética.
—Pues yo sí, aquí y en el extranjero —le dijo Kelly, encaminándose hacia la escalerilla.
—Le creo —dijo Rosen en voz baja.
Cuatro minutos después, bajo la atenta mirada de Rosen, Kelly reaparecía por la escalerilla.
—He descubierto su problema —dijo, colocando los restos de ambas hélices sobre el muelle de hormigón.
—¡Por Dios! ¿Contra qué hemos chocado?
Kelly se sentó para despojarse de los lastres. Era todo lo que se le ocurrió hacer para no soltar la carcajada.
—Contra el agua, doctor, tan sólo contra el agua.
—¿Qué?
—¿Hizo revisar el yate antes de comprarlo?
—Por supuesto, la compañía de seguros me obligó a ello. Recurrí al mejor especialista de los alrededores, y me cobró cien dólares.
—Vaya. ¿Y qué deficiencias le dijo que tenía? —preguntó Kelly, levantándose y apagando el compresor.
—Prácticamente ninguna. Dijo que algo andaba mal con los sinks, así que hice revisar los sumideros por un fontanero, pero estaban en perfecto estado. Imagino que tenía que decirme algo para justificar sus honorarios, ¿no es así?
—¿Sinks?
—Eso fue lo que me dijo por teléfono. En alguna parte conservo su informe por escrito, pero la información la recibí por teléfono —explicó Rosen.
—Cincs —dijo Kelly, echándose a reír—. No sinks. Algo andaba mal con el cincado, no con los sumideros.
—¿Qué? —Rosen no entendía el chiste.
—Lo que destruyó las hélices fue la electrólisis. La reacción galvánica, causada por tener dentro del agua salada más de una clase de metal, produce corrosión. Todo lo que hizo el banco de arena fue acabar de desintegrarlas, pues ya estaban corroídas. ¿No le dijeron nada sobre eso en el Power Squadron?
—Sí, claro, pero…
—Pero… acaba de aprender algo, doctor Rosen —replicó Kelly recogiendo los restos de las hélices. El metal tenía la misma consistencia de una galleta—. Esto fue bronce en sus buenos tiempos.
—¡Maldita sea!
El cirujano cogió los restos y les arrancó un fragmento parecido a una oblea.
—El hombre de la revisión le quiso decir que sustituyese los ánodos de cinc del casco. Sirven para absorber la energía galvánica. Hay que remplazarlos cada dos años y con eso se protege las hélices y el timón. No conozco toda esa ciencia, pero conozco sus efectos, ¿de acuerdo? También el timón ha de ser remplazado, pero no se trata de una urgencia. Lo que sí es cierto es que necesita hélices nuevas.
Rosen se quedó contemplando el mar y soltó un par de juramentos.
—¡Qué idiota soy!
Kelly se permitió reír con tono compasivo.
—Mire, doctor, si ese es el mayor error que ha cometido este año, considérese un hombre feliz.
—¿Qué puedo hacer ahora?
—Telefonearé y encargaré un par de hélices a un tipo que conozco en Solomons. Él le enviará a alguien, probablemente mañana —contestó Kelly—. Vamos, doctor, que no se trata de nada del otro mundo, ¿de acuerdo? Quisiera ver sus cartas.
Rosen condujo a Kelly a bordo del Hatteras. La carta se encontraba todavía pulcramente desplegada junto al tablero de mandos. De hecho, todo en el barco estaba pulcramente dispuesto. Incluso las superficies de metal se veían relucientes. Todos los cables estaban debidamente enrollados sobre cubierta.
Y tal como había pensado, al revisar las fechas Kelly descubrió que las cartas databan de cinco años atrás.
—Tiene que renovarlas cada año, doctor.
—¡Ya me lo temía!
—Pero ha sido un golpe aleccionador —dijo Kelly con otra sonrisa.
—¿Qué quiere decir?
—No se lo tome tan en serio. Es la mejor de las lecciones; incomoda un poco, pero no demasiado. Así se aprende y se conserva lo aprendido.
El cirujano se serenó, y hasta se permitió una sonrisa.
—Supongo que tiene razón, pero Sarah no me permitirá olvidarlo.
—Culpe de todo a las cartas —sugirió Kelly.
—¿Me apoyará? —preguntó Rosen con picardía.
—Los hombres tenemos que apoyarnos en momentos como este —contestó Kelly con una sonrisa de complicidad.
—Creo que terminaré por apreciarle, señor Kelly.
—¿Y bien? ¿Dónde coño se encuentra? —preguntó Billy.
—¿Y cómo demonios quieres que lo sepa? —replicó Rick, igualmente enfadado, e igualmente temeroso de lo que diría Henry cuando regresara. Ambos volvieron la mirada hacia la mujer que se encontraba en la habitación.
—Tú eres su amiga —dijo Billy.
Doris ya estaba temblando, deseosa de salir corriendo de la habitación, pero eso no la pondría a salvo. Le temblaron las manos cuando vio a Billy recorrer los tres pasos que le separaban de ella. La joven retrocedió, pero no pudo esquivar la bofetada que la hizo caer al suelo.
—¡Zorra, será mejor que desembuches lo que sepas!
—¡No sé nada! —exclamó, sintiendo la mejilla ardiente. Miró a Rick en un intento por granjearse sus simpatías, pero no advirtió ninguna emoción en su rostro.
—Sabes algo y será mejor que lo sueltes ahora —dijo Billy, agachándose para desabrocharle la blusa; luego se sacó el cinto con que sujetaba sus pantalones—, di a las otras que vengan —ordenó Rick.
Doris se puso de pie sin esperar a que se lo ordenasen, desnuda de cintura hacia arriba, con el cuerpo sacudido por los sollozos que anticipaban el dolor que pronto le infligirían, con miedo incluso de encogerse, sabiendo que no podría huir. No tenía escapatoria. Las otras chicas entraron lentamente, sin mirar en su dirección. Doris había estado enterada de las intenciones de Pam de huir, y su única satisfacción, cuando oyó el silbido del cinturón al cortar el aire, fue saber que no podría revelar nada que perjudicase a su amiga. Por muy punzante que fuese el dolor, Pam había escapado.