I. ENFANT PERDU

Mayo

Jamás supo por qué había parado. Kelly detuvo su Scout en el arcén sin ser consciente de lo que hacía. La mujer no estaba haciendo autostop. Se encontraba simplemente de pie, junto a la cuneta, contemplando los automóviles que pasaban a toda velocidad, levantaban el polvo del pavimento y dejaban tras de sí una estela de gases. Su postura era la de un autopista, con una rodilla flexionada y la otra estirada. Sus ropas se veían gastadas y la mochila le colgaba displicentemente de un hombro. Sus cabellos de color ámbar, que le caían hasta los hombros, ondeaban al viento, agitados por las ráfagas que producía el tráfico. Su rostro era inexpresivo, pero Kelly no se fijó en eso hasta que hubo pisado el freno y sorteado el escollo de la grava resbaladiza del arcén. Se preguntó si no debía olvidar aquello y reanudar la marcha, pero luego decidió que ya se había comprometido a algo, aunque sin saber exactamente a qué. La chica siguió con la mirada al vehículo blanco y, cuando Kelly la miró por el retrovisor, se encogió de hombros y se encaminó hacia el automóvil con cansina indiferencia. La ventanilla del asiento de pasajero estaba bajada y, a los pocos instantes, la mujer asomaba la cabeza.

—¿Adónde va? —preguntó la mujer.

Eso sorprendió a Kelly. Pensó que la primera pregunta (¿Quiere que la lleve?), le correspondía a él. Kelly titubeó unos instantes, contemplándola. Veintiún años, quizá, pero de rasgos envejecidos. No tenía el rostro sucio, pero tampoco limpio, quizá por el viento y el polvo de la carretera. Llevaba una camisa de algodón, de hombre, que parecía no haber sido planchada durante meses, y tenía el cabello revuelto. Pero lo que más le sorprendió fueron sus ojos. De un color verde grisáceo, atractivos, parecían atravesarle, escudriñando algo en la lejanía… ¿Escudriñando qué?, se preguntó. Ya había visto antes esa mirada, con harta frecuencia, pero sólo en hombres. En hombres hastiados de la vida. El mismo había tenido esa mirada, recordó Kelly, y en tales ocasiones jamás era consciente de lo que veían sus ojos. Aunque rara vez tenía una mirada diferente a esa.

—De regreso a mi barco —respondió finalmente, sin saber qué otra cosa decir.

La expresión en los ojos de la joven cambió rápidamente.

—¿Tiene un barco? —preguntó.

Los ojos de la joven brillaron como los de una niña, irradiando una sonrisa que se extendió por todo su rostro, como si él tuviese que dar pronta respuesta a una pregunta importante. Tenía un gracioso hueco en sus dientes frontales, advirtió Kelly.

—Uno de doce metros de eslora, un crucero diesel. —Kelly señaló la parte trasera de su Scout, completamente repleta de cajas de cartón y comestibles—. ¿Desea acompañarme? —preguntó, también esta vez de un modo irreflexivo.

—¡Por supuesto! —respondió la joven, y, sin esperar una nueva invitación, abrió la puerta y dejó caer su mochila delante del asiento del pasajero.

Reincorporarse al tráfico era tarea harto peligrosa. Corto de distancia entre ejes y corto también de potencia, no había sido fabricado para correr por una autopista, y Kelly tenía que concentrarse. El coche no era lo suficientemente rápido como para circular por otro carril que no fuese el de la derecha y, con todos los vehículos que entraban y salían de los cruces, Kelly tenía que prestar mucha atención, ya que el Scout no era lo bastante ágil como para sortear a aquellos idiotas que se dirigían hacia el océano o a donde demonios se dirigiese la gente en un fin de semana de tres días.

«¿Desea acompañarme?», había preguntado él, y ella había contestado «¡Por supuesto!», recordó. «¿Qué demonios pretendes?», se había preguntado a sí mismo. Contrariado, Kelly lanzó una mirada ceñuda al tráfico porque no sabía la respuesta, pero había también un montón de preguntas que se había hecho en los últimos seis meses y cuyas respuestas no conocía. Ordenó a su mente que se serenase y se dedicara a vigilar el tráfico, aunque esta mantuvo su interrogatorio en una especie de persistente rumor de fondo. La mente, a fin de cuentas, rara vez obedece sus propias órdenes.

El puente del Memorial Day, pensó. Los automóviles que le rodeaban iban repletos de personas que corrían hacia sus hogares desde sus puestos de trabajo y de personas que hacían el recorrido inverso. Los niños pegaban sus rostros a las ventanillas traseras para mirar hacia fuera. Algunos le hicieron señas, pero Kelly fingió no darse cuenta. Resultaba duro carecer de alma, especialmente cuando se podía recordar haber tenido una.

Kelly se pasó la mano por la mandíbula, sintiendo esa textura de papel de lija que le recordaba que no se había afeitado. Hasta tenía las manos sucias. Nada tenía de extraño que le hubiesen tratado de aquel modo en la tienda de ultramarinos. «Te estás abandonando, Kelly».

«Es cierto. Pero ¿a quién demonios le importa?».

Volvió la cabeza para contemplar a su invitada y se percató de que no sabía cómo se llamaba. Se la iba a llevar al barco y ni siquiera sabía su nombre. Asombroso. La chica miraba fijamente hacia delante; su rostro reflejaba serenidad. Tenía un bello perfil. Era delgada —quizá esbelta fuese la palabra adecuada—, sus cabellos se encontraban a mitad de camino entre el rubio y el castaño. Llevaba unos tejanos gastados, desgarrados en algunas partes y que habrían iniciado su vida en una de esas tiendas que cobran una suma extra por venderte vaqueros ya desteñidos de origen… o lo que fuese que hiciesen con ellos. Kelly ni lo sabía ni le importaba. Una cosa menos de la que preocuparse.

«¡Dios!, ¿cómo has podido hundirte de este modo?», le preguntó su mente. Sabía la respuesta, pero esta no constituía una explicación exhaustiva. Diferentes partes del organismo de John Terrence Kelly conocían las distintas fases de toda la historia, pero jamás habían llegado a juntarse y, de ese modo, los dispersos fragmentos de lo que en otros tiempos había sido un hombre duro, inteligente y decidido zozobraban en un mar de confusión… ¿Y de desesperación? Había sido un pensamiento feliz.

Recordó lo que había sido en otras épocas. Recordó todas las situaciones a las que había sobrevivido, asombrándose de haberlo conseguido. Y quizá el peor tormento era no entender lo que realmente había salido mal. Sabía, por supuesto, lo que había ocurrido, pero todas aquellas cosas habían ocurrido desde el exterior y de algún modo él había perdido la facultad de discernir, lo que le dejó con vida, pero confundido y apático. Funcionaba como un piloto automático. Era algo que sabía, pero desconocía en qué momento el destino lo había cogido en sus garras.

La chica, quienquiera que fuese, no hacía nada por entablar conversación, y eso estaba bastante bien, se dijo Kelly, aun cuando intuía que había algo que debería conocer. Y esa intuición le llegó completamente por sorpresa. Como algo instintivo, y siempre se había fiado de sus instintos, de ese escalofrío de alarma en la nuca y en los antebrazos. Paseó la mirada por el tráfico y no advirtió ningún peligro en particular aparte de los demás automóviles, con demasiado motor bajo el capó y muy poco cerebro al volante. Su mirada escudriñó minuciosamente el entorno pero no encontró nada. Sin embargo, la señal de alarma no desaparecía y Kelly se descubrió escrutando el espejo retrovisor sin razón aparente, mientras su mano izquierda se deslizaba entre las piernas y encontraba la rugosa empuñadura del colt automático que pendía oculto bajo el asiento. Su mano acarició el arma involuntariamente.

«Y bien, ¿por qué demonios has hecho eso?». Kelly retiró la mano y, con una mueca de desconcierto, atribuyó el hecho a su confusión de sentimientos y a sus ilógicas reacciones. Pero no dejó de mirar de soslayo el retrovisor: tan sólo la mirada normal para vigilar el tráfico. Con esa mentira se consoló durante los siguientes veinte minutos.

El embarcadero era un hormiguero de actividad. El fin de semana de tres días, por supuesto. Los automóviles pasaban zumbando alrededor, a demasiada velocidad para ese aparcamiento tan pequeño y tan mal pavimentado, y es que cada conductor trataba de evadirse del ajetreo del viernes, a la vez que contribuía, desde luego, a crearlo. Al menos allí el Scout encontraba su plena justificación. La holgura y la visibilidad de su gran altura sobre el suelo otorgaban a Kelly ventaja cuando maniobraba hacia el muelle del Springer; giró en redondo para dar marcha atrás hasta la grada, donde había dejado su barco seis horas antes. Era un alivio estacionar, subir las ventanillas y cerrar el coche. Su aventura en las autopistas había terminado y le llamaba la seguridad de las aguas que desconocían los senderos.

El Springer era un yate impulsado por dos motores diesel, de doce metros de eslora y construido por encargo, pero muy parecido en sus líneas y en su diseño interior al Pacemaker Coho. No era especialmente bello, tenía dos camarotes bastante amplios y el salón de en medio podía convertirse fácilmente en un tercero. Los diesel eran grandes y no estaban sobrealimentados, ya que Kelly prefería disponer de motores grandes y potentes a los que no hubiese que forzar. Tenía un radar de la marina de alta calidad, toda clase de equipos de comunicación e instrumentos de ayuda a la navegación normalmente reservados para la pesca en alta mar. El revestimiento de fibra de vidrio se veía inmaculado y no había ni una mancha de orín en las barandillas cromadas, pese a que se había negado a recubrirlas del barniz que utiliza la mayoría de los propietarios de yates, ya que le parecía que no merecía la pena malgastar tiempo en su mantenimiento. El Springer era un barco de trabajo, o al menos eso se suponía.

Kelly y su invitada se apearon del coche. Kelly abrió la portezuela del compartimiento de carga y se dedicó a llevar a bordo los paquetes. La joven tuvo el suficiente buen sentido como para permanecer a un lado.

—¡Eh, Kelly! —llamó una voz desde el puente de mando.

—¡Sí, Ed! ¿Qué pasa?

—El manómetro estaba estropeado. Y las escobillas del generador parecían algo desgastadas, así que las cambié, pero creo que se trataba del manómetro. También lo cambié.

Ed Murdock, mecánico en jefe del embarcadero, miró hacia abajo y divisó a la chica cuando empezó a descender por la escalera. Murdock tropezó en el último peldaño y estuvo a punto de darse de bruces contra el suelo por la sorpresa. Por la expresión de su rostro se advertía que el mecánico había evaluado rápidamente a la chica y dado su aprobación.

—¿Algo más? —preguntó irónicamente Kelly.

—Los tanques están llenos y los motores calientes —dijo Murdock, volviéndose hacia su cliente—. Todo está en la factura.

—Muy bien, gracias, Ed.

—¡Ah, sí!, Chip me encargó que te dijera que hay un interesado por si te decides alguna vez a vender…

—En modo alguno, Ed —le interrumpió Kelly.

—Es una joya, Kelly —dijo Murdock, mientras recogía sus herramientas y se alejaba esbozando una sonrisa, satisfecho consigo mismo por su frase de doble sentido.

Kelly necesitó unos segundos para captarla. Eso le provocó un gruñido tardío de semirregocijo mientras descargaba los últimos víveres en el salón.

—¿Qué hago? —preguntó la chica. Se había limitado a permanecer de pie, y Kelly tuvo la impresión de que temblaba un poco, y de que trataba de ocultarlo.

—Siéntate ahí delante —dijo Kelly, señalando el puente de mando—. Necesitaré un par de minutos para que todo se ponga en funcionamiento.

—Está bien.

La joven le dirigió una sonrisa capaz de derretir el hielo, como si supiese exactamente cuál era una de las necesidades de Kelly.

Kelly se dirigió a su camarote de popa, satisfecho de que al menos mantenía aseado su barco. La cabina de proa también estaba limpia; Kelly se descubrió mirándose en el espejo y preguntándose:

—¿Y bien, qué demonios pretendes hacer ahora?

No hubo respuesta inmediata, pero las normas elementales de educación le exigían lavarse, y eso fue lo que hizo. Dos minutos después entraba al salón. Revisó las cajas de los víveres para asegurarse de que estaba bien colocadas y luego subió al puente de mando.

—Olvidé preguntarle algo… —empezó Kelly.

—Pammy —dijo la chica, extendiendo la mano—. ¿Y usted?

—Kelly —contestó, quedándose perplejo una vez más—. ¿Adónde vamos, señor Kelly?

—Kelly a secas —la corrigió, guardando de momento las distancias, como solía hacer con la gente desde hacía mucho tiempo. Pam se limitó a encogerse de hombros y le sonrió de nuevo—. Muy bien, Kelly, ¿adónde?

—Poseo una pequeña isla a unas treinta…

—¿Tiene una isla? —exclamó la joven, abriendo desmesuradamente los ojos.

—Así es.

En realidad sólo la había tomado en arriendo, pero Kelly no lo consideraba digno de mención desde hacía bastante tiempo.

—¡Vámonos! —exclamó entusiasmada la chica, volviéndose para mirar la costa.

Kelly soltó una carcajada.

—¡De acuerdo, vamos allá!

Kelly puso en funcionamiento las bombas de sentina. El Springer tenía dos motores diesel y Kelly no tenía que preocuparse por la formación de gases, pero pese a todo su hastío y a la dejadez a que se había habituado en los últimos tiempos, Kelly era un marino y su vida en el mar se regía por una rutina estricta, en la que observaba todas las normas de seguridad que estaban grabadas en la sangre de hombres incluso menos prudentes que él. Tras esperar los dos minutos de rigor, apretó el botón para encender el motor de babor y luego el de estribor. Los dos enormes Detroit Diesel roncaron a la vez y retumbaron ensordecedoramente, cobrando vida mientras Kelly inspeccionaba los manómetros. Todo parecía en orden.

Abandonó el puente de mando para ir a soltar las amarras, y luego regresó y empujó las palancas de las válvulas reguladoras para separar su barco del muelle, mientras controlaba la corriente y el viento —poco había de ambas cosas— y vigilaba las otras embarcaciones. Kelly aceleró un nudo más el motor de babor mientras giraba el timón, haciendo que el Springer virase más rápidamente y se deslizase por el angosto canal, y luego enderezó la marcha. A continuación aceleró el motor de estribor e imprimió a la embarcación una elegante velocidad de cinco nudos por hora cuando pasó por delante de las filas de veleros y yates a motor. Pam se dedicaba a contemplar los barcos que había alrededor, principalmente sus popas, luego fijó la vista por unos instantes en el aparcamiento antes de volver a mirar hacia delante, con lo que su cuerpo se relajó aún más.

—¿Entiende algo de barcos? —preguntó Kelly.

—No mucho —admitió la chica, y por primera vez Kelly advirtió su acento.

—¿De dónde es?

—De Texas. ¿Y usted?

—Nací en Indianápolis, pero de eso hace muchísimo tiempo. —¿Qué es esto?— preguntó la joven, extendiendo una mano para tocar el tatuaje que llevaba Kelly en el antebrazo.

—Es de uno de los lugares donde he estado. No era un sitio muy agradable —añadió.

—¡Oh!, Vietnam.

La chica lo había entendido.

—Exactamente —asintió Kelly con tono flemático.

Habían salido de la dársena y Kelly aceleró los motores.

—¿Y qué hacía allí?

—Nada que se pueda contar a una dama —contestó Kelly, mirando alrededor desde su posición encorvada.

—¿Qué le hace pensar que soy una dama?

De nuevo le había pillado, pero ya se estaba acostumbrando. Se había dado cuenta de que necesitaba hablar con una chica, no importaba de qué tema. Por primera vez Kelly le devolvió la sonrisa.

—Bien, no sería cortés de mi parte el suponer que no lo es.

—Me estaba preguntando cuánto tiempo necesitaría para sonreír.

«Sonríe de un modo muy agradable», le dijo el tono de su voz.

«¿Qué tal seis meses?», estuvo a punto de contestar, pero se echó a reír de sí mismo, algo que también necesitaba hacer.

—Lo siento. Me temo que no estoy resultando una compañía agradable.

Kelly se volvió para contemplarla de nuevo y la miró a los ojos con expresión compasiva. Tan sólo advirtió una mirada de serenidad, una mirada muy humana y femenina. Kelly se estremeció. Presentía lo que iba a ocurrir, pero no le agradó recordar que aquello era algo que necesitaba desesperadamente desde hacía meses. La soledad ya era bastante dolorosa de por sí como para, encima, ponerse a reflexionar sobre los sufrimientos que producía. La chica extendió de nuevo la mano, aparentemente para tocarle el tatuaje, pero aquel gesto era mucho más que eso. Su contacto resultó asombrosamente cálido, incluso bajo el ardiente sol de la tarde. Quizá era una prueba de lo fría que se había vuelto su vida.

Pero Kelly tenía un barco que pilotar. Un mercante navegaba a unos mil metros por delante. Kelly iba ahora a plena potencia de crucero y los guardianes del timón se habían acoplado automáticamente, alcanzando un ángulo eficiente de navegación y una velocidad de dieciocho nudos. La marcha fue suave hasta que entraron en la estela del buque mercante. Kelly giró a babor para evitar lo peor del oleaje y el Springer comenzó a dar cabezadas, hundiéndose y emergiendo hasta un metro por encima de las aguas.

El mercante se alzó sobre ellos como un risco cuando lo adelantaron.

—¿Hay algún sitio donde poder cambiarme?

—Mi camarote está en popa. Puede ir al de proa, si lo prefiere.

—¿De veras? —inquirió la joven con una risita pícara—. ¿Y por qué habría de hacerlo?

—¿Perdón?

De nuevo le había pillado por sorpresa.

Pam bajó al camarote, sujetándose de las barandillas y acarreando su mochila. Desde luego no llevaba mucha ropa encima, pero a los pocos minutos reapareció llevando aún menos, tan sólo unos pantaloncitos rojos y un sostén, sin calzado y visiblemente más relajada. Tenía piernas de bailarina, advirtió Kelly, esbeltas y muy femeninas. También muy pálidas, cosa que le sorprendió. El sostén, deshilachado en los bordes, no le ajustaba. Quizá había perdido peso recientemente, o se lo había comprado deliberadamente de una talla más grande, pero el caso es que dejaba al descubierto una parte de sus pechos. Kelly se sorprendió a sí mismo mirando de soslayo y reprendiéndose por su mirada lasciva. Pero Pam se lo puso fácil. La joven le cogió del hombro y se sentó erguida frente a él. Y al mirarla desde arriba, Kelly podía atisbar por el sostén todo lo profundamente que deseaba.

—¿Te gustan? —le preguntó.

Kelly se quedó de una pieza. Emitió unos encantadores sonidos de azoramiento y antes de que pudiera articular palabra la chica había soltado una carcajada. Pero su risa no iba dirigida a él. Estaba haciendo señas a la tripulación del buque de carga. Los hombres respondieron agitando los brazos. Se trataba de un buque italiano; sobre la barandilla de popa se inclinaba una media docena de hombres, uno de los cuales envió un beso a Pam. La chica se lo devolvió.

Kelly sintió celos.

Giró el timón a babor y el Springer cruzó la estela del buque de carga. Al pasar por delante del puente del buque hizo sonar la bocina. Era lo que debía hacerse, aunque pocos barcos pequeños lo hacían. En esos momentos un oficial de guardia apuntaba con sus prismáticos hacia Kelly —en realidad miraba a Pam, por supuesto—. Se dio la vuelta y gritó algo en dirección a la timonera. Instantes después el potente silbato del buque de carga lanzaba sus notas de bajo, haciendo que la chica casi se cayera de su asiento.

Kelly se echó a reír y la joven hizo otro tanto. Pam se aferró al bíceps de Kelly. Este sintió uno de los dedos de la chica juguetear por su tatuaje.

—No parece…

Kelly hizo un gesto de asentimiento.

—Lo sé. La mayoría de la gente piensa que al tacto debería ser como una pintura o algo así.

—¿Por qué te…?

—¿Por qué me lo dejé tatuar? Todos en la unidad lo hacían. Incluso los oficiales. Supongo que era algo que debía hacerse. Una tontería, realmente.

—Me parece muy mono.

—Bueno, tú sí pareces muy mona.

—Dices cosas muy agradables, Kelly.

La joven se movió suavemente, rozando con sus pechos el brazo del hombre.

Kelly aminoró la marcha hasta una velocidad de crucero de dieciocho nudos mientras abandonaba el puerto de Baltimore. El carguero italiano era el único buque mercante que se divisaba y las aguas estaban tranquilas, tan sólo perturbadas por suaves rizos. Se mantuvo dentro del canal de navegación principal hasta salir a la bahía de Chesapeake.

—¿Tienes sed? —le preguntó la chica cuando pusieron rumbo sur

—Pues sí. En la cocina hay un frigorífico; se encuentra en…

—Ya lo he visto. ¿Qué te apetece?

—Prepara dos bebidas de cualquier cosa.

—Está bien —contestó ella.

Al incorporarse la joven, aquella sensación tan placentera le recorrió el brazo en sentido ascendente hasta el hombro.

—¿Qué es eso? —preguntó la joven al volver con las bebidas.

Kelly se dio la vuelta e hizo una mueca de dolor. Se había sentido tan… feliz con la chica cogida a su brazo que había olvidado prestar atención a ciertas cosas. «Eso» era una tormenta, una masa de nubarrones que se alzaba a unas ocho o diez millas hacia el cielo.

—Parece que tendremos lluvia —dijo Kelly mientras cogía la cerveza que le tendía la chica.

—En mi infancia, a eso se le llamaba un tornado.

—Bien, pero no aquí. No lo es —replicó Kelly, paseando la mirada por el barco para cerciorarse de que no había ningún aparejo suelto. Bajo cubierta, lo sabía muy bien, todo estaba en orden, ya que siempre lo estaba. Luego encendió la radio y sintonizó una emisora que estaba emitiendo el pronóstico del tiempo, que terminaba con las advertencias de rigor.

—¿Este es un barco pequeño? —preguntó Pam.

—Lo es, desde un punto de vista técnico, pero no te preocupes. Sé lo que hago. Fui primer oficial.

—¿Qué es eso?

—Oficial de la Armada, eso es lo que es. Por lo demás, esta es una embarcación bastante grande. La travesía puede resultar algo agitada; eso es todo. Si estás nerviosa, hay chalecos salvavidas bajo tu asiento.

—¿Y tú, estás nervioso? —inquirió Pam.

Kelly sonrió y denegó con la cabeza.

—Está bien —concluyó la chica, volviendo a su postura anterior. Apretó su pecho contra el brazo de Kelly y descansó la cabeza en su hombro con expresión soñadora en la mirada, como si anticipase algo que tenía que suceder, con tormenta o sin ella.

Kelly no estaba preocupado —al menos por la tormenta—, pero no se sentía indiferente. Pasaron por delante del cabo Bodkin y prosiguieron rumbo este, siguiendo el canal de navegación. Kelly no viró hacia el sur hasta que se encontró en aguas suficientemente profundas. Cada dos o tres minutos se volvía para no perder de vista la tormenta, que ahora avanzaba directamente hacia él a una velocidad de unos veinte nudos por hora. Ya había ocultado completamente al sol. El hecho de que una tormenta se desplazase a gran velocidad significaba, en la mayoría de los casos, que sería violenta, y su nuevo curso hacia el sur significaba que el Springer no tardaría mucho en ser alcanzado por ella. Kelly se bebió la cerveza y decidió que no debía tomar otra. Sacó una carta enfundada en plástico y la sujetó sobre la mesa que había a la derecha del tablero de instrumentos. Marcó su posición con un rotulador y luego la verificó para cerciorarse de que su rumbo no le llevaría a aguas poco profundas: el Springer tenía un calado de un metro cuarenta, por lo que toda profundidad menor de dos metros y medio constituía un bajío. Satisfecho, estableció su ruta magnética y se relajó nuevamente. Su preparación era, después de todo, la mejor garantía contra el peligro y el falso sentimiento de seguridad.

—La tormenta se acerca —apuntó Pam con cierta intranquilidad mientras se apretaba más a Kelly.

—Puedes ir abajo, si lo deseas —dijo Kelly—. Lloverá y tendremos viento. Y daremos bandazos.

—¿No es peligroso?

—No, a menos que yo haga algo realmente tonto. Procuraré no hacerlo —le prometió.

—¿Puedo quedarme aquí y ver cómo es una tormenta? —preguntó la chica, que no tenía ganas de apartarse de su lado, aun cuando Kelly no sabía el motivo.

—Nos mojaremos —le advirtió.

—No importa.

La joven le sonrió cariñosamente, aferrándose aún más a su brazo. Kelly aminoró un poco la marcha y enderezó el barco. No había ningún motivo de prisas. Y con las palancas de los estranguladores sacadas, tampoco tenía ya necesidad de utilizar las dos manos para los mandos. Pasó el brazo alrededor de la chica. Casi maquinalmente, Pam dejó descansar de nuevo la cabeza sobre su hombro y, pese a la tormenta que se avecinaba, de repente el mundo entero parecía estar en orden. O al menos eso fue lo que comunicaron sus emociones a Kelly. Su razón le decía otra cosa, pero esos dos puntos de vista no llegarían a reconciliarse. Su razón le recordaba que la joven que estaba a su lado era… ¿qué? Ni él ni su razón lo sabían. Sus emociones le decían que importaba un bledo lo que ella fuera. Ella era lo que él necesitaba. Pero Kelly no se dejaba gobernar por las emociones, por lo que aquel conflicto le hizo fijar la mirada en el horizonte.

—¿Algo va mal? —le preguntó Pam al advertir su expresión.

Kelly empezó a decir algo, luego se detuvo y se recordó a sí mismo que estaba solo en su yate con una hermosa chica. Dejó que sus emociones ganasen ese asalto e impusiesen un cambio.

—Me siento un poco confuso, pero no, nada va mal.

—Puedo explicarte que…

Kelly denegó con la cabeza.

—No te preocupes. Sea lo que sea, bien puede esperar. Relájate y disfruta de la travesía.

La primera ráfaga de viento se presentó instantes después, haciendo escorar el barco hacia babor. Kelly ajustó el timón para compensarlo. La lluvia llegó rápidamente. Las primeras gotas de advertencia pronto se vieron seguidas de sólidos chaparrones que se extendieron como cortinas de agua por la superficie de la bahía de Chesapeake. A los pocos minutos la visibilidad se había reducido a sólo un par de centenares de metros y el cielo oscureció como si estuviese a punto de caer la noche. Kelly se cercioró de que las luces de navegación estaban encendidas. Las olas empezaron a cobrar amenazadora altitud, impulsadas por lo que parecía un viento de treinta nudos por hora. La tormenta y las aguas azotaban directamente los baos. Pensó que podría continuar la marcha, pero en ese momento se encontraba en un buen lugar para echar el ancla, y no volvería a estar en un sitio así hasta dentro de cinco horas. Kelly echó otro vistazo a la carta y luego conectó el radar para verificar su posición: casi dos brazas de profundidad y un fondo de arena que la carta designaba como «HRD», por lo que era un buen suelo para sujetarse. Colocó al Springer de proa al viento y aminoró la velocidad hasta que la fuerza de las hélices bastaron para contrarrestar la fuerza impulsora del viento.

—Coge el timón —dijo a Pam.

—¡Pero si no sé!

—No es difícil. Limítate a mantenerlo firme y a gobernar la nave tal como te digo. He de ir a proa a echar las anclas. ¿De acuerdo?

—¡Ten cuidado! —exclamó para hacerse oír en medio del fragor del viento racheado. Las olas alcanzaban ahora el metro y medio de altura y la roda de la embarcación emergía y se hundía en las aguas. Kelly le dio un apretón en los hombros y se dirigió hacia la proa.

Kelly cuidaría de sí mismo, desde luego, pero las suelas de sus zapatos no resbalaban y conocía perfectamente su oficio. Avanzó sujetándose a la barandilla mientras rodeaba la superestructura y en un minuto alcanzó el puente de popa. Había dos anclas sujetas sobre cubierta, una Danforth y una CQR de tipo arado, ambas de gran tamaño. Primero arrojó la Danforth y luego hizo señas a Pam de que girase el timón hacia babor. Cuando la embarcación se hubo desplazado unos quince metros hacia el sur, arrojó también por la borda la CQR. Las cadenas de ambas anclas estaban colocadas ahora a la longitud apropiada, y después de cerciorarse de que todo estaba asegurado, Kelly regresó al puente de mando.

Pam mantuvo una expresión de nerviosismo hasta que vio a Kelly sentarse junto a ella en el banco de vinilo; había agua por todas partes y las ropas de ambos estaban completamente empapadas. Kelly desaceleró hasta dejar los motores en punto muerto, permitiendo así que el viento hiciese retroceder al Springer unos treinta metros. Para entonces las dos anclas ya se habían hundido en el fondo. Kelly frunció el ceño al advertir la distancia entre ambas. Debería haberlas colocado algo más separadas. Pero en realidad sólo era necesaria un ancla. La segunda estaba allí por motivos de seguridad. Satisfecho, apagó los motores diesel.

—Podía haber luchado contra la tormenta durante todo el trayecto hacia el sur, pero preferí no hacerlo —explicó Kelly a la joven, que se había vuelto a acurrucar contra su brazo.

—¿Así que aparcaremos aquí para pasar la noche?

—Así es. Puedes bajar a tu camarote y…

—¿Quieres que me vaya?

—No…, quiero decir, si no te apetece quedarte aquí…

La chica le acarició el rostro y Kelly apenas pudo entender lo que ella contestó en medio del fragor del viento y la lluvia:

—Me gusta estar aquí. —Sus palabras no traslucían el menor deseo de llevarle la contraria.

Momentos después se preguntaba Kelly por qué aquello había requerido tanto tiempo. Todas las señales habían estado presentes. Se produjo otra breve discusión entre las emociones y la razón, y la razón perdió de nuevo. Nada había que temer, era sólo una persona tan solitaria como él. Qué fácil resultaba ahora olvidar. La soledad no nos dice lo que hemos perdido, tan sólo que echamos algo en falta. Kelly necesitaba aquello para poder reconocer su vacío. La joven tenía la piel empapada, pero su contacto era suave y cálido. Era algo muy diferente de la pasión alquilada que había probado en dos ocasiones durante los últimos meses, marchándose las dos veces disgustado consigo mismo.

Esto era distinto, real. La razón le gritaba advirtiéndole que aquello no podía ser, que la había recogido en la carretera y que sólo la conocía desde hacía unas horas. Pero las emociones le decían que eso no importaba. Como sabedora de aquel conflicto en la mente de Kelly, Pam se quitó el sostén por encima de la cabeza. Las emociones triunfaron.

—Me miran cariñosamente —dijo Kelly, extendiendo la mano y acariciándolos delicadamente.

También resultaban cariñosos al tacto. Pam colgó el sostén del timón y apretó su rostro contra el de Kelly, sujetándolo con ambas manos, tomando posesión de él de un modo inequívocamente femenino. Por alguna razón, el sentimiento de la joven no tenía nada de animal. Algo la hacía diferente. Kelly no supo lo que era, pero tampoco intentó descubrirlo, no en esos momentos.

Ambos se pusieron de pie. Pam estuvo a punto de resbalar, pero Kelly la sujetó y se arrodilló para ayudarla a quitarse los pantaloncitos cortos. Luego le tocó el turno a ella, que le desabrochó la camisa tras haber colocado las manos de Kelly sobre sus pechos. La camisa permaneció en su lugar durante un buen rato, ya que ninguno de los dos quería mover las manos, pero al final ella se la quitó, primero una manga y después la otra, y a continuación le bajó los vaqueros. Kelly se quitó el calzado. Ambos se pusieron de pie y se abrazaron, meciéndose al vaivén de las cabezadas y los bandazos que daba la embarcación bajo sus pies, mientras el viento y la lluvia arreciaban. Pam cogió a Kelly de la mano y la apartó del tablero de mandos, indicándole que se agachara. Cuando él estuvo en posición supina sobre el suelo, ella se montó encima. Kelly trató de incorporarse, pero ella se inclinó hacia delante y, al tiempo que se acoplaba a él, empezó a mover las caderas con delicado frenesí. Kelly, tan poco preparado para eso como para todo lo ocurrido aquella tarde, emitió un grito de placer que pareció acallar la tempestad. Cuando abrió los ojos, el rostro de la chica estaba a pocos centímetros del suyo, sonriéndole como el ángel tallado en una iglesia.

—Lo siento, Pam, yo…

La chica detuvo sus disculpas con una risilla sofocada.

—¿Siempre eres tan bueno?

Minutos después Kelly estrechaba entre sus brazos aquel delgado cuerpo, y así permanecieron hasta que pasó la tormenta. Kelly tenía miedo de separarse de ella, miedo ante la posibilidad de que aquello fuese tan irreal como aparentaba serlo. Luego el viento se hizo frío y los dos se refugiaron bajo cubierta. Kelly cogió un par de toallas y ambos se secaron mutuamente. Kelly trató de sonreír a la joven, pero la herida estaba de nuevo abierta, tanto más dolorosa debido al placer experimentado. Pam, sentada junto a él en el suelo del compartimiento del salón, le cogió el rostro para llevárselo al pecho y advirtió que Kelly estaba llorando. La joven no hizo preguntas. Era demasiado lista para eso. Lo estrechó fuertemente contra su pecho hasta que dejó de sollozar y su respiración se normalizó.

—Lo siento —dijo Kelly. Trató de moverse, pero ella no le dejó.

—No tienes que darme explicaciones. Pero me gustaría ayudarte —dijo la chica, sabiendo que ya lo había hecho. Era algo que había advertido en el automóvil, prácticamente en los primeros momentos: un hombre fuerte, pero vulnerable. Muy diferente de los hombres que ella había conocido. Cuando Kelly habló finalmente, Pam pudo sentir sus palabras en su pecho.

—Ocurrió hace casi siete meses. Estábamos en el sur, por un trabajo. Nos acabábamos de enterar de que ella estaba embarazada. Fue de compras y… la embistió un camión, uno de esos enormes camiones con remolque. Le fallaron los frenos.

Kelly no pudo continuar, pero tampoco tuvo necesidad de hacerlo.

—¿Cómo se llamaba?

—Tish… Patricia Tish.

—¿Cuánto tiempo llevabais…?

—Un año y medio. Luego, simplemente… desapareció de mi vida. Jamás pude imaginarlo. Quiero decir, yo me hacía a la mar algunas veces, realizaba algunos trabajos peligrosos, pero eso tenía que ver conmigo, no con ella. Jamás pensé que…

La voz le falló de nuevo. Pam le contempló en la penumbra, advirtiendo las cicatrices que antes había pasado por alto y preguntándose por su historia. Se dijo que eso no importaba y posó la mejilla sobre su cabeza. Ahora podía ser un padre. Ahora podía ser muchas cosas.

—Nunca lo habías contado, ¿verdad?

—No.

—¿Y por qué ahora?

—No lo sé —susurró Kelly.

—Gracias. —Kelly la miró sorprendido—. Es la cosa más bella que jamás me haya dicho un hombre.

—No lo entiendo.

—Sí, sí lo entiendes —replicó Pam—. Y Patricia también lo entendería. Me has permitido ocupar su puesto. Ella te amaba. Tiene que haberte amado mucho. Y aun seguirá amándote. Gracias por haber dejado que te ayudase.

Kelly irrumpió en sollozos, y Pam le estrechó de nuevo la cabeza contra su regazo, meciéndolo como a un niño pequeño. Así estuvieron diez minutos. Cuando él se repuso, la besó con agradecimiento, que pronto se convirtió en renovada pasión. Pam se tendió de espaldas y le dejó tomar la iniciativa, tal como necesitaba Kelly ahora que era de nuevo un hombre en cuerpo y alma. La recompensa que recibió estuvo a la altura de lo que ella había hecho por él, y esta vez fueron las exclamaciones de Pam las que acallaron el estruendo de la tormenta. Cuando finalmente Kelly se quedó dormido a su lado, Pam le besó las mejillas sin afeitar y entonces derramó lágrimas por el milagro que le había deparado ese día tras el terror con que había empezado.