Prólogo — PUNTOS DE REUNIÓN

Noviembre

El Camille no había sido el huracán más devastador ni el mayor tornado de la historia. Pero lo cierto es que había hecho de las suyas en aquella plataforma de perforación submarina, pensaba Kelly, mientras se colocaba las botellas de aire comprimido para realizar su última inmersión en las aguas del golfo… La superestructura había resultado destruida y los cuatro pies macizos habían cedido, retorcidos como el juguete roto de un niño gigantesco. Habían incendiado todo cuanto podía ser extraído y luego lo habían cargado mediante una grúa en la barcaza que los submarinistas estaban utilizando como base de operaciones. Sólo quedaba el esqueleto de la plataforma, que pronto habría de convertirse en un lugar espléndido para los aficionados a la pesca, pensó Kelly, saltando a la lancha que le llevaría al costado de la plataforma. Otros dos submarinistas estaban trabajando con él, pero Kelly ostentaba el mando. Durante el trayecto discutieron una vez más el plan de acción, mientras una lancha de socorro daba vueltas nerviosamente para alejar a los pescadores del lugar. Era estúpido por parte de ellos el estar ahí —la pesca no sería nada buena durante las próximas horas—, pero acontecimientos como ese atraían curiosos, y este sería todo un espectáculo, pensó Kelly, sonriéndose burlonamente cuando se dejó caer de espaldas desde la lancha.

Todo era misterioso bajo el agua. Siempre lo era, pero uno se sentía a gusto. Los rayos del sol oscilaban bajo la superficie rizada, produciendo cambiantes cortinas de luz, que se extendían entre los pies de la plataforma y creaban una excelente visibilidad. Las numerosas cargas de explosivos ya estaban colocadas, cartuchos de unos cinco centímetros de diámetro por ocho de largo, sujetos al acero con alambres y colocados para que estallasen hacia dentro. Kelly dedicó bastante tiempo para inspeccionar cada uno, empezando por la primera hilera por encima del fondo. Lo hizo a pesar de que no deseaba permanecer allí abajo mucho tiempo, al igual que tampoco lo deseaban los otros. Los hombres que iban detrás llevaban el cable principal, con el que iban envolviendo los cartuchos. Ambos eran de la zona y ambos eran hombres experimentados de la brigada de demoliciones submarinas, con una preparación equiparable a la de Kelly. Kelly verificaba el trabajo de los dos y ellos le verificaban a él, pues la prudencia y la meticulosidad eran las características de esos hombres. Terminaron el nivel inferior en veinte minutos y ascendieron lentamente al superior, a tres metros bajo la superficie, donde repitieron el procedimiento, lenta y cuidadosamente. Cuando uno manipula explosivos, no se da prisas ni quiere correr riesgos.

El coronel Robin Zacharias se concentraba en la tarea inmediata. En la cima de la siguiente cadena de montañas había una base de lanzamiento de misiles SA–2 desde allí habían disparado tres proyectiles que ahora iban en busca de los cazabombarderos a los que el coronel había venido a proteger. En el asiento trasero del F–105G Thunderchief iba Jack Tait su «oso», un teniente coronel especializado en la iluminación de defensas. Los dos hombres habían contribuido a desarrollar la teoría que ahora estaban perfeccionando. Zacharias pilotaba el caza Wild Weasel exponiéndose, procurando disparar, para luego ocultarse bajo el proyectil, acercándose a la base de lanzamiento. Era un juego perverso y mortal, no el del cazador y su presa sino el del cazador y el cazador: un juego corto, breve, caracterizado por su fragilidad ante un adversario cuya posición era estable, sólida y bien fortificada. Aquella base había sido asignada a los hombre encargados de proteger los flancos de la escuadrilla. El comandante de la base era demasiado bueno a la hora de utilizar su radar, pues sabía cuándo debía conectarlo y apagarlo. Quienquiera que fuese aquel cabroncete, la semana pasada había derribado dos de los cazas que estaban bajo su mando, por lo que el coronel Robin Zacharias había decidido encargarse personalmente de la misión cuando le llegó la orden de atacar de nuevo esa zona. Aquella era su especialidad: determinar, penetrar y destruir las defensas antiaéreas; un juego amplio, rápido y tridimensional, en el que el premio era la supervivencia.

Sobrevolaba la zona en vuelo rasante, sin elevarse por encima de los ciento cincuenta metros, controlando con el tacto de su mano la palanca de mando mientras escudriñaba con la vista las cumbres calcáreas de las colinas, sin dejar de prestar atención a lo que le decía el hombre a sus espaldas.

—Lo tenemos en el nueve, Robin —dijo Jack—. Aún nos sigue rastreando, pero no nos ha detectado. Búrlalo con una maniobra en espiral.

«No le vamos a soltar un Shrike —pensó Zacharias—. Fue eso lo que hicieron la última vez y ese cabrón se las arregló para desviarlo». Ese error le había costado un comandante, un capitán y un avión; un buen equipo, además de un compañero oriundo de Salt Lake City, Al Wallace…, amigos desde hacía muchos años… ¡Maldita sea! Apartó ese pensamiento, sin reprocharse siquiera esa minúscula blasfemia.

—Démosle de nuevo gusto —dijo Zacharias, tirando de la palanca de mando.

El Thunderchief ascendió repentinamente y se situó dentro del campo de acción del radar de la base, manteniéndose allí a la espera. El comandante de la base probablemente era un hombre entrenado por los rusos. No sabría cuántos aviones había derribado ya —tan sólo que habían sido muchos—, pero ese hombre debía sentirse orgulloso por lo que había hecho, y el orgullo era algo mortal en ese oficio.

—Lanzamiento… dos, dos lanzamientos válidos —informó Tait desde el asiento trasero.

—¿Sólo dos? —inquirió el piloto.

—Quizá tiene que pagarlos de su bolsillo —comentó fríamente Tait—. Los tengo en el nueve. Ha llegado el momento de hacer alguna pirueta milagrosa, Rob.

—¿Cómo esta? —preguntó Zacharias, girando a la izquierda para no perder de vista a los proyectiles, y metiéndose luego entre ellos para dejarse caer en picado, zigzagueante. Lo había planificado bien y logró ocultarse tras unas colinas. Se retiró, situándose a una altitud peligrosamente baja, mientras los misiles SA–2 daban palos de ciego a unos mil doscientos metros sobre su cabeza.

—Creo que ha llegado el momento —dijo Tait.

—Tienes razón —repuso Zacharias, girando bruscamente a la izquierda, al tiempo que preparaba sus bombas de dispersión.

El F–105 pasó en vuelo rasante sobre la cumbre, dejándose caer de nuevo en picado, mientras el coronel escudriñaba con la mirada la próxima cumbre, situada a diez kilómetros y cincuenta segundos de distancia.

—Aún tiene encendido el radar —informó Tait—. Sabe que nos acercamos.

—Pero sólo le queda uno a la izquierda. A menos que su personal de recarga se encuentre hoy realmente en forma. Bueno, no se puede prever todo.

—Ligero fuego antiaéreo a las diez en punto. —Aunque estaba demasiado lejos como para que resultase preocupante, eso indicaba el rumbo que no debían tomar—. Allí está la meseta.

Quizá pudieran verle, quizá no. Lo más probable era que su avión no fuese más que un puntito de luz danzante en medio de una pantalla repleta de señales confusas que en ese momento algún operador de radar se afanaba por descifrar. El Thunderchief sobrevolaba la zona en vuelo rasante a una velocidad jamás alcanzada por ningún ingenio humano y su pintura de camuflaje en la superficie exterior resultaba muy eficaz. Probablemente lo estarían buscando. Ahora contaba con una muralla de interferencias, lo que formaba parte del plan que había ideado para el otro caza Weasel. Las tácticas estadounidenses corrientes consistían en acercarse a una altitud media y picar abruptamente. Sin embargo, ya habían ensayado ese método en dos ocasiones y habían fracasado, por lo que Zacharias decidió cambiar de técnica. Volando a baja altura se había colocado en posición de tiro, luego el otro cazabombardero remataría la faena. Su misión consistía en destruir el carro del comandante con el comandante dentro. El Thunderchief giró a izquierda y derecha, elevándose y descendiendo, para impedir a quienquiera que estuviese allí abajo una cómoda posición de disparo. Uno no podía desentenderse todavía de los proyectiles.

—¡Ya tenemos la estrella! —dijo Robin.

En el manual de los misiles SA–2, escrito en ruso, se recomendaba emplazar seis lanzacohetes alrededor de un punto central de control, por lo que, con sus caminos de enlace, la típica base de los SA–2 parecía exactamente una estrella de David. Aquello se le antojaba blasfemo al coronel, pero fue otra clase de pensamiento el que le rondó la mente cuando situó el carro del comandante en el centro de su visor.

—¡Seleccionar objetivo! —exclamó, ratificándose a sí mismo la acción. En los últimos diez segundos mantuvo al avión firme como una roca—. ¡Apuntad bien… fuego… ahora!

Cuatro de las bombas, que nada tenían de aerodinámicas, salieron disparadas en caída libre de los compartimentos de eyección del cazabombardero, se abrieron en el aire y esparcieron millares de municiones por toda la zona. Antes de que la metralla llegase al suelo, el coronel ya se había alejado considerablemente de la base. No vio a los soldados que corrían buscando refugio en las trincheras, pero se mantuvo a baja altura, realizó un giro brusco a la izquierda y regresó para cerciorarse de que había acabado con esa base de una vez para siempre. Ya a cinco kilómetros de distancia divisó una enorme columna de humo en el centro de la estrella.

«Eso es por Al», se permitió pensar. No cantaba victoria, simplemente lo pensó, mientras enderezaba el avión y echaba una rápida ojeada antes de abandonar la zona. Ya podría acudir la fuerza de asalto, pues la batería de misiles tierra–aire había quedado inutilizada. Eligió una hendidura en la serranía y se lanzó directamente hacia ella, manteniendo el ángulo de MachI, en línea recta y posición horizontal, ahora que el peligro había pasado. «A casa, a celebrar las Navidades».

De pronto, unas señales rojas que emergían del angosto paso le sobresaltaron. Se suponía que no debían estar allí. No había posibilidad alguna de desviarse, lo único que podía hacer era avanzar. Hizo un movimiento brusco, en un intento de evitar lo que se le venía encima, tal como había previsto el artillero, mientras el cuerpo del avión pasaba a través de la oleada de fuego. Se produjo un violento estremecimiento y en un breve instante la buena fortuna se transformó en el infierno.

—¡Robin! —exclamó una voz jadeante por el interfono, mientras las alarmas aullaban enloquecidas y en ese instante fatal Zacharias supo que su avión estaba perdido.

Las cosas se pusieron peor aún antes de que pudiese reaccionar. El motor estalló en llamas y a continuación el Thunderchief empezó a girar alrededor de su eje vertical, por lo que el coronel supo que había perdido los controles. Su reacción fue instantánea: ordenó a gritos la expulsión, pero un nuevo quejido a sus espaldas le hizo volverse precisamente cuando tiraba de los mandos, aun a sabiendas de que ese gesto resultaría inútil. La última imagen que tuvo de Jack Tait fue un reguero de sangre en el asiento, y en ese momento sintió que se le arrancaba la espalda con un dolor jamás experimentado.

—¡Adelante! —dijo Kelly, lanzando una bengala.

Desde otra lancha empezaron a arrojar al agua pequeñas cargas de explosivos para alejar a los peces de la zona. Kelly se quedó vigilando y esperó cinco minutos, luego miró al socorrista.

—La zona está despejada.

—¡Fuego en el hoyo! —exclamó Kelly, y lo repitió tres veces, como si pronunciase un ensalmo.

A continuación accionó la palanca del detonador. El resultado fue gratificante: el agua alrededor de los pies de la plataforma se convirtió en un torbellino de espuma cuando las columnas en que se sustentaba la plataforma de perforación submarina fueron partidas por abajo y por arriba. La caída fue sorprendentemente lenta. Toda la estructura resbaló en una única dirección. Se produjo una salpicadura gigantesca al golpear la plataforma contra la superficie del agua, y durante unos instantes pareció como si el acero pudiese flotar. Pero no era así. Aquel diáfano conjunto de frágiles vigas retorcidas se hundió, desapareciendo de la vista, y fue a reposar a las profundidades del mar. Un nuevo trabajo concluido con éxito.

Kelly desconectó los cables del generador y los arrojó por la borda.

—Un anticipo de dos semanas. Supongo que deseaba realmente esta gratificación —dijo el ejecutivo, un ex piloto de combate de la Armada, quien, a pesar de la pérdida de la plataforma, sabía apreciar un buen trabajo rápidamente ejecutado. De todas formas, el petróleo no había fluido en ningún momento—. Dutch no se equivocaba con respecto a usted.

—El almirante es una buena persona. Está haciendo muchísimo por Tish y por mí.

—Sí, durante dos años compartimos el condenado oficio de piloto de caza. Habla muy bien de usted. —Al ejecutivo le gustaba trabajar con personas que tuviesen experiencias no muy distintas de las suyas. Ya había olvidado, en cierto modo, los horrores del combate—. Por cierto, ¿qué es eso? —añadió, señalando el tatuaje que llevaba Kelly en un brazo: una foca roja sentada sobre sus aletas posteriores y enseñando los colmillos en una mueca insolente.

—Pues es algo que todos hacíamos en mi unidad —explicó Kelly con la mayor brusquedad de que fue capaz.

—¿Qué unidad era esa?

—Lo siento pero no puedo decirlo —contestó Kelly, acompañando sus palabras de una sonrisa para suavizar su negativa.

—Apostaría a que tiene algo que ver con la fuga de prisioneros… pero… dejémoslo. —Un ex oficial de la marina tenía que respetar las reglas—. Bien, tendrá el cheque en su cuenta bancaria antes de que finalice la jornada, señor Kelly. Llamaré por radio para que su esposa venga a recogerle.

Entre las mujeres que se encontraban en la tienda La Cigüeña, Tish Kelly resplandecía en su estado de futura mamá. No hacía ni tres meses y todavía podía ponerse cualquier prenda; bueno, casi cualquiera. Era demasiado pronto para comprarse algo especial, pero disponía de tiempo libre y quería ver qué ofrecía la moda. Dio las gracias a la dependienta, tras haber decidido que por la tarde traería a John, al que le agradaría ayudarla a elegir algo para ella. Ahora ya había llegado el momento de ir a recogerle. El automóvil Plymouth en que habían venido de Maryland estaba aparcado frente a la tienda y Tish ya se había acostumbrado a conducir por las calles de aquella ciudad costera. En comparación con las frías lluvias otoñales del lugar donde vivían, el estar en la costa del golfo de México resultaba un cambio muy placentero; allí el verano sólo se iba realmente durante unos días. El Plymouth se dirigió fluidamente hacía el sur, donde se encontraban las inmensas dependencias auxiliares de la compañía petrolífera. Incluso los semáforos estaban a su favor. Uno de ellos se puso en verde en un momento tan oportuno, que Tish ni siquiera necesitó pisar el freno.

El conductor del camión frunció el entrecejo cuando se encendió la luz amarilla. Llevaba retraso e iba con demasiada prisa, pero se estaba acercando al final de su viaje de mil kilómetros desde Oklahoma; pisó entonces los pedales del embrague y el freno con una expresión de fastidio que se trocó en sorpresa cuando ambos se hundieron hasta el fondo sin ofrecer resistencia. La carretera estaba despejada por delante, así que siguió recto, puso una marcha más corta para aminorar la velocidad e hizo sonar el claxon. «¡Oh, Dios, Dios mío, te lo suplico, no…!».

Tish no le vio venir. Ni siquiera llegó a volver la cabeza. El automóvil surgió resueltamente por la calle lateral del cruce y al camionero le quedaría grabada en la memoria la imagen del perfil de una joven que desaparecía bajo el capó de su potente motor diesel. Luego hubo una terrible sacudida y un escalofriante movimiento ascendente mientras el coche era triturado bajo las ruedas delanteras del camión.

En toda esa situación, lo más terrible para Pam era no sentir nada. Helen era su amiga. Helen se estaba muriendo y ella sabía que debería sentir algo, pero no podía. El cuerpo estaba maniatado y tenía la boca amordazada, pero eso no le impedía gemir mientras Bill y Rick se entregaban a su tarea. La respiración lograba abrirse paso y, aun cuando no podía mover los labios, emitía los sonidos de una mujer a punto de expirar. Aquel camino hacia la muerte tenía su precio, y ella habría de pagarlo por adelantado. Rick, Bill, Burt y Henry eran los encargados de cobrarlo. Trataba de convencerse a sí misma de que se encontraba realmente en otro sitio, mientras aquellos horripilantes resuellos de asfixia evitaban que su mirada y su conciencia captaran lo que se había convertido en realidad: Helen se había portado mal. Helen había tratado de escapar, cosa que los otros no podían consentir. Era algo que habían explicado más de una vez y que ahora explicaban de nuevo, de un modo que, como dijo Henry, sería imposible de olvidar. Pam sintió una punzada en el lugar donde le habían roto las costillas y recordó la lección aprendida. Sabía que nada podía hacer, salvo sostener la mirada fija de Helen. Trató de transmitir simpatía a aquellos ojos clavados en ella, pero no osó ir más allá. De repente, Helen dejó de gemir y Pam supo que todo había terminado, de momento. Ahora podía al fin cerrar los ojos y preguntarse cuándo le llegaría el turno.

No era el primer cadáver que se veía obligado a identificar, pero Kelly había llegado a creer que esas experiencias pertenecían a su pasado. Había otras personas allí para sostenerle, pero no desfallecer no era lo mismo que sobrevivir, y no había consuelo alguno en un momento como ese. Abandonó la sala de urgencias, bajo las miradas de los médicos y de las enfermeras. Habían llamado a un sacerdote para que diese la extremaunción y dijese unas palabras que sabía que no eran oídas. Un agente de policía le explicó que el camionero no había tenido la culpa. Habían fallado los frenos. Un fallo mecánico. Nadie tenía la culpa, en realidad. Simplemente había ocurrido. Como él mismo había intentado explicar tantas veces a personas inocentes por qué acababa de desaparecer la parte más importante de su mundo, como si eso importara algo. Ese Kelly tiene agallas, pensó el policía, y eso le hace vulnerable. Su esposa y su hijo aún no nacido, a quienes habría protegido en cualquier circunstancia, muertos en un accidente. No se podía culpar a nadie. El camionero, también padre de familia, se encontraba en el hospital, y le habían administrado sedantes; tras el accidente se había metido bajo el camión, en la esperanza de encontrar a la mujer aún con vida. No había manera de ayudar a un hombre como Kelly, que habría aceptado el infierno antes que eso; porque él había visto el infierno. Lo había visto, pero había más de un infierno, y hasta ahora no los había visto todos.