43. UN PASEO POR EL BOSQUE

BRUSELAS, BÉLGICA

No hay mayor miedo natural que el que produce lo desconocido, y cuanto más grande es lo desconocido, mayor se hace el miedo. SACEUR tenía sobre su escritorio cuatro informes de Inteligencia. En lo único en que estaban de acuerdo era que no sabían lo que estaba sucediendo; pero que podía ser malo.

¿Para eso necesito un experto?, pensó SACEUR.

Un trocito de información de un satélite espía le dio la noticia de que había cierta lucha en Moscú, y le hizo saber que existían movimientos de tropas a los centros de comunicaciones. Pero la Televisión y la Radio del Estado habían mantenido sus horarios y programas normales durante doce horas, hasta que la difusión de un noticiario a las cinco de la mañana, hora de Moscú, había dado la palabra oficial.

¿Un intento de golpe de Estado por parte del ministro de Defensa? Esa no sería una buena noticia, y el hecho de que lo habían destituido era sólo mejor por un estrecho margen. Las estaciones de escucha acababan de oír un breve discurso de Pyotr Bromkovskyi, conocido como el último de los hombres de línea dura de Stalin: mantengan la calma y no pierdan su fe en el Partido.

¿Qué diablos quería decir eso?, se preguntaba SACEUR.

—Necesito información —dijo a su jefe de Inteligencia—. ¿Qué sabemos sobre la estructura del mando ruso?

—Alekseyev, el nuevo comandante en jefe del Oeste, no se encuentra en su puesto de mando, y eso es evidente. Buenas noticias para nosotros, porque nuestro ataque deberá comenzar dentro de diez horas.

El zumbador del teléfono de SACEUR comenzó a sonar.

—Le dije que no quería llamadas…, adelante, Franz… ¿Cuatro horas? Postdam. No responda todavía. Yo lo llamaré dentro de un momento. —Colgó el teléfono—. Hace unos minutos hemos recibido por radio un mensaje en texto claro; dice que el jefe del Estado Mayor soviético desea encontrarse urgentemente conmigo en Postdam.

—¿«Urgentemente», general?

—Eso es lo que dice el mensaje. Yo puedo ir con un helicóptero y él proveerá una escolta con otros helicópteros hasta el lugar de la reunión. —SACEUR se echó hacia atrás—. ¿Usted cree que se proponen derribarme y matarme porque he hecho tan buen trabajo?

El comandante supremo aliado de Europa se permitió una sonrisa irónica.

—Tenemos concentradas a sus tropas al norte de Hannover —le recordó el jefe de Inteligencia.

—Lo sé, Joachim.

—No vaya. Envíe un representante.

—¿Por qué él no lo pidió de esa manera? —se preguntó SACEUR—. Así se hace normalmente.

—Está muy apurado —dijo Joachim—. Ellos no han ganado. Tampoco han perdido realmente nada todavía; pero hemos detenido sus avances. Tienen problemas de combustible. ¿Y si un bloque totalmente nuevo se ha hecho cargo en Moscú? Silencian los medios de información mientras tratan de consolidar el poder, y querrán terminar las hostilidades. No necesitan la distracción. Es un buen momento para ejercer presión —concluyó.

—¿Cuándo están desesperados? —preguntó SACEUR—. Todavía tienen muchos submarinos nucleares. ¿Hay algún indicio insólito de actitudes soviéticas, algo que parezca insólito?

—Aparte de las nuevas divisiones de reserva recién llegadas, no.

¿Y si yo pudiera detener esta maldita guerra?

—Voy a ir.

SACEUR cogió el teléfono e informó al secretario general del consejo del Atlántico Norte sobre su decisión.

No era difícil estar nervioso con un par de helicópteros rusos de ataque volando en formación cerrada. SACEUR resistía la tentación de mirarlos por las ventanillas, y se concentró, en cambio, en las carpetas de Inteligencia. Tenía los legajos, confeccionados por la OTAN, de cinco oficiales superiores que actuaban como comandantes soviéticos. No sabía con quién habría de encontrarse. Su ayudante iba sentado frente al general. Él sí miraba por las ventanillas.

POSTDAM, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

Alekseyev se paseaba esperando, nervioso por tener que estar fuera de Moscú, donde los nuevos amos del Partido (pero amos del Partido al fin, no pudo menos que recordar) estaban tratando de ordenar las cosas. ¡Ese idiota que preguntó cómo podían confiar en mí!, pensó. Repasó las informaciones ilustrativas sobre su contraparte de la OTAN. Edad, cincuenta y nueve años. Hijo y nieto de soldados. El padre, un oficial paracaidista muerto por los alemanes al oeste de St. Vith durante la batalla del Bulge. Educado en West Point y decimoquinto de su clase. Vietnam: cuatro períodos de servicio, el último en calidad de comandante del ciento uno aerotransportado; considerado por los norvietnamitas como un táctico peligroso de iniciativa poco frecuente. Así lo había demostrado, gruñó para sí Alekseyev. Título universitario en relaciones internacionales; de supuesta gran facilidad para los idiomas. Casado, dos hijos y una hija; ninguno de ellos militar… Alguien había decidido que tres generaciones eran suficientes —pensó Alekseyev—. Cuatro nietos… Cuando un hombre tiene nietos… Le gusta jugar a las cartas, su único vicio. Moderado bebedor. No se le conocen desviaciones sexuales, decía el informe. Alekseyev sonrió al ver eso. ¡Los dos somos demasiado viejos para esas tonterías! ¿Y quién tiene tiempo?

El ruido de los rotores de los helicópteros se filtró entre los árboles. Alekseyev se hallaba de pie en un pequeño claro, cerca de un vehículo de mando, cuyos tripulantes estaban entre los árboles, junto con un pelotón de fusileros. Era poco probable, pero la OTAN podía aprovechar esa oportunidad para atacar y matar…, no, nosotros no somos tan locos, y ellos tampoco, pensó el general.

Era uno de sus nuevos «Blackhawks». El helicóptero redujo potencia y se asentó suavemente sobre los pastos, mientras un par de «MI-24» volaban arriba en círculo. La puerta no se abrió de inmediato. El piloto detuvo los motores y el rotor continuó dos minutos hasta inmovilizarse por completo. Luego, se abrió la puerta corrediza y el general salió sin gorra y descendió a tierra.

Es alto para ser paracaidista, pensó Alekseyev.

SACEUR podía haber llevado el «Colt 45» con empuñadura de hueso que le habían regalado en Vietnam, pero juzgó mejor impresionar a los rusos acudiendo a la cita desarmado y con su uniforme de diario. Cuatro estrellas negras adornaban su cuello, y sobre el pecho llevaba cosidas las insignias de paracaidistas veterano y combatiente de infantería. Sobre el lado derecho, un sencillo rectángulo con su nombre: ROBINSON. Yo no necesito exhibicionismo, Iván. Yo he ganado.

—Diga a los hombres que están en el bosque que pueden retirarse.

—¡Pero, camarada general! —Era un ayudante nuevo y aún no lo conocía bien.

—Rápido. Si necesito un intérprete, haré señas.

Alekseyev caminó hacia el comandante de la OTAN. Los ayudantes se reunieron a un lado.

Intercambiaron saludos, pero ninguno de los dos quiso tender su mano primero.

—Usted es Alekseyev —dijo el general Robinson—. Esperaba a otra persona.

—El mariscal Bukharin se ha retirado…, usted habla muy bien el ruso, general Robinson.

—General Alekseyev. Hace algunos años me sentí atraído por las obras de Chejov. Sólo se puede comprender una obra si está en su idioma original. Desde entonces he leído mucha literatura rusa.

Alekseyev asintió.

—Es lo mejor para entender a su enemigo —continuó en inglés—. Es muy inteligente de su parte. ¿Quiere que demos un paseo?

—¿Cuántos hombres tiene entre los árboles?

—Un pelotón de infantería motorizada. —Alekseyev volvió a usar su idioma nativo, pues Robinson dominaba el ruso mejor que él el inglés, y Pasha ya había dicho lo suyo—. ¿Cómo podíamos saber que iba a salir del helicóptero?

—Es verdad —concedió SACEUR. Sin embargo tú estabas fuera, en terreno descubierto…, para demostrarme que eres audaz— ¿De qué vamos a hablar?

—De una terminación de las hostilidades, tal vez.

—Le escucho.

—Usted sabe, por supuesto, que yo no tuve parte en el inicio de esta locura.

Robinson giró la cabeza.

—¿Qué soldado la tiene alguna vez, general? Nosotros solamente derramamos la sangre y recibimos las culpas. Su padre fue soldado, ¿no?

—Tanquista. Tuvo más suerte que su padre.

—Así es a menudo, ¿verdad? En el fondo se trata de suerte.

—No deberíamos decírselo a nuestros líderes políticos.

Alekseyev casi aventuró una sonrisa, pero se dio cuenta de que había dado una apertura a Robinson.

—¿Quiénes son sus líderes políticos? Si hemos de llegar a un acuerdo viable, debo poder decir a los míos quién está a cargo.

—El secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética es Mikhail Eduardovich Sergetov.

¿Quién?, se preguntó SACEUR. No recordaba ese nombre. Había refrescado su memoria con respecto a todos los miembros titulares del Politburó, pero ese nombre no estaba en la lista. Debió adaptarse a las circunstancias.

—¿Qué diablos sucedió?

Alekseyev pudo ver la perplejidad que mostraba el rostro de Robinson, y esta vez sí aventuró la sonrisa. ¿Tú no sabes quién es, verdad, camarada general? Hay algo desconocido que tendrás que considerar.

—Como les gusta decir a ustedes los norteamericanos, ya era hora de hacer un cambio.

¿Quién te enseñó a jugar al póquer, hijo? —pensó SACEUR—. Pero yo tengo ases y reyes. ¿Qué tienes tú?

—¿Cuál es su propuesta?

—Yo no sé ser diplomático, sólo soy soldado —confesó Alekseyev—. Proponemos un cese del fuego en las actuales posiciones, seguido por una retirada en etapas hasta alcanzar las posiciones de preguerra en un período de dos semanas.

—En dos semanas yo puedo lograr eso sin un cese del fuego —dijo fríamente Robinson.

—Con un coste muy grande…, y un riesgo aún mayor —observó el ruso.

—Sabemos que ustedes tienen una gran escasez de combustible. Se derrumbaría toda su economía nacional.

—Así es, general Robinson, y si nuestro Ejército se derrumba, como usted dice, a nosotros nos queda solamente una alternativa para salvaguardar el Estado.

—Su país ha lanzado una guerra de agresión contra la alianza de la OTAN. ¿Supone usted que podemos dejarlos volver al statu quo anterior y nada más? —preguntó SACEUR con calma; estaba conteniendo con firmeza las riendas de su emoción. Ya había cometido un desliz, y eso era demasiado—. Y no me hable del complot de las bombas del Kremlin…, ustedes saben que nosotros no intervenimos en eso.

—Ya le dije que yo no tuve nada que ver en todo aquello. Cumplo órdenes…, pero ¿ustedes esperaban que el Politburó se quedara quieto mientras nuestra economía nacional se paralizaba? ¿Qué presión política habrían ejercido sobre nosotros, eh? Si ustedes se enteraban de nuestra escasez de petróleo…

—No lo supimos hasta hace pocos días.

¿La maskirova había dado resultado?

—¿Por qué no nos dijeron que necesitaban petróleo? —preguntó Robinson.

—¿Acaso ustedes nos lo habrían dado? Robinson, yo no tengo su título en relaciones internacionales, pero no soy tan tonto.

—Les habríamos exigido, y conseguido, concesiones de algún tipo, pero…, ¿no cree que hubiéramos intentado impedir todo esto?

Alekseyev arrancó una hoja de un árbol. Por un momento miró fijamente esa maravillosa red de venas, todo interconectado con lo demás. Acabas de matar otra cosa viviente, Pasha.

—Supongo que el Politburó nunca pensó en eso.

—Lanzaron una guerra de agresión —repitió Robinson—. ¿Cuántos han muerto por culpa de ellos?

—Los hombres que tomaron esa decisión están arrestados. Serán juzgados en una Corte del Pueblo por crímenes contra el Estado. El camarada Sergetov habló en contra de la guerra y ha arriesgado su vida, como yo he arriesgado la mía, para llevarla a un justo final.

—Queremos juzgarlos nosotros. Convocaremos al tribunal de Nüremberg y los llevaremos ante él por crímenes contra la Humanidad.

—Sólo podrán tenerlos después que nosotros hayamos terminado con ellos…, va a ser un juicio sombrío, general Robinson —agregó Alekseyev; ambos hablaban ahora como soldados, no como diplomáticos—. ¿Usted cree que sus países han sufrido? ¡Algún día le diré los sufrimientos que hemos soportado nosotros por tales políticos corruptos!

—¿Y su nuevo Gobierno cambiará eso?

—¿Cómo puedo saberlo? Pero lo intentaremos. De todos modos, ¡ese no es un tema de su interés!

¡Diablos que no lo es!

—Usted habla con mucha confianza para ser el representante de un Gobierno nuevo y poco firme.

—¡Y usted, camarada general, habla demasiado seguro para un hombre que hace menos de dos semanas estaba al borde de la derrota! ¿Recuerda lo que dijo sobre la suerte? Presionen mucho sobre nosotros, si quieren. La Unión soviética ya no puede ganar, pero ambas partes todavía pueden perder. Usted sabe qué cerca estuvo. Casi los vencimos. Si esos malditos bombarderos invisibles de ustedes no hubieran destruido nuestros puentes el primer día, o si hubiésemos logrado aplastar otros tres o cuatro de sus convoyes, ahora usted estaría ofreciéndome condiciones a mí.

Con que sólo hubieran sido uno o dos convoyes más —se recordó Robinson—. Así de cerca estuvieron.

—Le ofrezco un cese del fuego en las actuales posiciones —repitió Alekseyev—. Podría comenzar ya, a medianoche. Después de eso, en dos semanas regresamos a nuestras líneas de preguerra, y la matanza terminará.

—¿Intercambio de prisioneros?

—Eso podemos resolverlo más adelante. Por el momento, pienso que el lugar obvio es Berlín.

Como se esperaba, Berlín había permanecido prácticamente intacto durante la guerra.

—¿Qué se hará con los civiles alemanes que se encuentran detrás de sus líneas?

Alekseyev lo pensó unos instantes.

—Pueden marcharse libremente después del cese el fuego…, o mejor todavía: yo autorizaré que el suministro de alimentos pueda pasar a ellos a través de nuestras líneas, bajo nuestra supervisión.

—¿Y los malos tratos a los civiles alemanes?

—Eso es asunto mío. Cualquiera que haya violado los reglamentos del servicio en campaña será llevado a la corte marcial.

—¿Cómo sé que usted no empleará las dos semanas para preparar una nueva ofensiva?

—¿Cómo sé yo que usted no lanzará el contraataque que tiene planificado para mañana? —replicó Alekseyev.

—En realidad, dentro de pocas horas —aceptó Robinson—. ¿Sus líderes políticos aceptarán sus condiciones?

—Sí. ¿Y los suyos?

—Debo presentárselas, pero tengo autoridad para comprometer bajo palabra un cese del fuego.

—Entonces la decisión es de ustedes, general Robinson.

Los ayudantes de los generales esperaban juntos e inquietos cerca del lindero del bosque. Observaban también todos los hombres del pelotón soviético de infantería y la tripulación del helicóptero. El general Robinson tendió su mano.

—Gracias a Dios —dijo el ayudante soviético.

—Da —coincidió su contraparte norteamericana.

Alekseyev sacó de un bolsillo una botella de vodka de medio litro.

—Hace varios meses que no bebo; pero nosotros los rusos no podemos celebrar un acuerdo sin hacerlo.

Robinson bebió un trago y devolvió la botella. Alekseyev hizo otro tanto y la arrojó contra un árbol. No se rompió. Los dos hombres lanzaron una fuerte carcajada. Era una forma de exteriorizar el inmenso alivio que sentían ambos después del acuerdo que acababan de sellar.

—Sabe, Alekseyev, si fuésemos diplomáticos en vez de soldados…

—Sí, por eso estoy yo aquí. Es más fácil que puedan detener una guerra los hombres que la comprenden.

—Uno tiene ese derecho.

—Dígame, Robinson. —Alekseyev hizo una pausa recordando el primer nombre de SACEUR: Eugene; el nombre de su padre; Stephen—. Dígame, Ycvgeni Stepanovich, cuando hicimos la ruptura en Alfeld, ¿estuvimos cerca de…?

—Muy cerca. Tan cerca que ni yo mismo lo sé con seguridad. En un momento dado no nos quedaban más que cinco días de abastecimientos, pero un par de convoyes pasaron casi intactos, y eso nos permitió continuar. —Robinson detuvo sus pasos de golpe—. ¿Qué van a hacer ustedes con su país?

—No puedo decirlo: no lo sé; el camarada Sergetov tampoco lo sabe. Pero el Partido debe responder al pueblo. Los líderes han de ser responsables ante alguien; eso lo hemos aprendido.

—Debo irme. Pavel Leonidovich, le deseo suerte. Tal vez más adelante…

—Sí, tal vez más adelante.

Volvieron a estrecharse las manos.

Alekseyev observó a SACEUR cuando llamaba a su ayudante, que dio también un apretón de manos al ayudante ruso. Juntos subieron al helicóptero. Las turbinas gimieron al ponerse en marcha, el rotor principal de cuatro palas comenzó a girar, y la máquina despegó. El «Blackhawk» describió un círculo sobre el campo para dar oportunidad a los escoltas de que formaran, luego puso rumbo al Oeste.

Nunca lo sabrás, Robinson. Alekseyev sonrió cuando aún estaba allí, de pie, en el campo. Nunca sabrás que cuando Kosov murió no pudimos encontrar sus claves personales para controlar nuestras armas nucleares. Habría pasado por lo menos otro día antes de que pudiésemos usarlas. El general y su ayudante caminaron hacia el vehículo de mando, y desde allí Alekseyev emitió un conciso comunicado de radio que sería retransmitido a Moscú.

SACK, REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

El coronel Ellington ayudaba a Eisly a avanzar a través de los árboles. Ambos hombres habían realizado entrenamientos de escape y evasión, un curso tan duro que Ellington llegó a jurar que si tenía que hacerlo de nuevo, devolvería su brevet de aviador militar. Y justamente por ese motivo, recordaba muy bien las lecciones. Había esperado catorce horas para cruzar una simple y maldita ruta. Calculó unos veinticinco kilómetros desde el lugar donde habían caído hasta las propias líneas. Un paseo por el campo, que se convirtió en una semana de esconderse, beber agua de los arroyos, como los animales, y avanzar de árbol en árbol.

Ahora se encontraban al borde de un terreno descubierto. Estaba oscuro y sospechosamente silencioso. ¿Habrían retrocedido allí los rusos?

—Vamos a intentarlo, Duke —dijo Eisly. Su espalda había empeorado y sólo podía caminar con ayuda.

—Está bien.

Caminaron hacia delante tan rápido como pudieron. Caminaron unos cien metros, cuando se vieron rodeados por sombras.

—¡Mierda! —murmuró Eisly—. Lo siento, Duke.

—Yo también —estuvo de acuerdo el coronel. Ni siquiera pensó en sacar el revólver. Contó por lo menos ocho hombres, y todos parecían tener fusiles. Se cerraron rápidamente sobre los dos norteamericanos.

—¿Wer sind Sie? —preguntó una voz.

—Ich bin Amerikaner —respondió Ellington.

Gracias a Dios…, son alemanes. Pero no lo eran. La forma de los cascos hizo que se diera cuenta un momento después. ¡Mierda! ¡Habíamos llegado tan cerca!

El teniente ruso les examinó las caras con una linterna. Extrañamente no quitó el revólver a Ellington. Entonces ocurrió algo extraño. El hombre los rodeó con sus brazos y los besó. Señaló hacia el Oeste.

—Para allá, dos kilómetros.

—No discutas con él, Duke —susurró Eisly.

Mientras se alejaban les parecía sentir los ojos de los rusos como un peso físico sobre sus espaldas. Los dos pilotos llegaron a las líneas propias una hora más tarde, donde se enteraron del cese del fuego.

USS INDEPENDENCE

El grupo de batalla navegaba con rumbo Sudoeste. Un día más y habrían estado en posición para atacar las bases rusas alrededor de Murmansk, y Toland trabajaba en apreciaciones sobre los cazas rusos y las disponibilidades de «SAM», cuando llegó la orden de regreso. Cerró la carpeta y la guardó en la caja de seguridad, después bajó a decir al mayor Chapayev que con toda seguridad iban a vivir para volver a ver a sus familiares.

ATLÁNTICO NORTE

También volaba hacia el Sudoeste el avión-hospital «C-9 Nightingale», con destino a la base Andrews de la fuerza aérea, cerca de Washington D. C. Viajaba lleno de infantes de Marina heridos en los últimos combates en Islandia, además de un teniente de la fuerza aérea y una persona civil. La tripulación del avión había puesto objeciones para el traslado de esta última, hasta que un general de infantería de Marina, de dos estrellas, les explicó por radio que el cuerpo lo tomaría como un asunto personal si alguien separaba a la señorita del lado del teniente. Ahora Mike pasaba la mayor parte del tiempo despierto. Su pierna necesitaba otras operaciones. El tendón de Aquiles estaba desgarrado; pero nada de eso importaba. Dentro de cuatro meses y medio iba a ser padre. Después, podrían pensar en tener un hijo que fuera suyo.

NORFOLK, VIRGINIA

O’Malley ya había volado a tierra, llevando consigo al periodista. Morris esperaba que el corresponsal de «Reuter» pudiera entregar su última historia sobre la guerra antes de que le encomendaran alguna otra cosa…, una nota sobre la posguerra, sin duda. La fragata Reuben James había escoltado al averiado America hasta Norfolk, para su reparación. Morris miró desde el alerón del puente hacia allá abajo, el puerto que él conocía tan bien, concentrado en la marea y el viento mientras arrimaba al muelle su fragata. Una parte de su cerebro reflexionaba por sí misma. Qué había significado todo aquello.

Un buque perdido, amigos desaparecidos, las muertes que él había causado, y las personas que él mismo había visto…

—Timón a la vía —ordenó Morris.

Una ráfaga de viento del Sur ayudó a la nave en la maniobra.

A popa, un marinero arrojó un cabo mensajero a los hombres que estaban en el muelle. El oficial a cargo de servicios especiales de mar hizo señas a un suboficial, quien conectó el sistema anunciador.

Lo que significa todo esto —decidió Morris— es que ya pasó.

Se oyó una ligera crepitación de electricidad estática, y luego la voz del suboficial.

—Amarrando.

FIN.