—Es asombroso lo que pueden hacer un par de cincos…
—¿Qué dijo, general? —preguntó su jefe de Inteligencia.
SACEUR meneó la cabeza mirando el mapa; por una vez se sentía confiado. Alfeld aún se sostenía. En el Oeste, los alemanes habían sufrido un tremendo castigo; pero si bien sus líneas se plegaron, no se habían quebrado. Iba a llegarles más ayuda; una brigada de tanques se acercaba para reforzarlos. La recién llegada división blindada estaba presionando hacia el Sur para aislar esa división rusa de las que estaban sobre el Weser. Las divisiones soviéticas que más lejos habían llegado en su avance tenían agotadas sus existencias de misiles superficie-aire, y el poder aéreo de la OTAN estaba golpeando sus posiciones con terrible regularidad.
El reconocimiento aéreo mostraba el campo abierto al este de Alfeld convertido en un osario de tanques incendiados. También había refuerzos que se dirigían hacia allí. Iván volvería; pero los cielos se estaban aclarando otra vez. Todo el peso de los aviones de la OTAN estaba entrando en juego.
—Joachim, creo que los hemos detenido.
—¡Ja, Herr general! Ahora empezaremos a hacerles retroceder.
—Padre, el general Alekseyev me ha ordenado que te diga que él no cree posible derrotar a la OTAN.
—¿Estás seguro?
—Sí, padre. —El joven se sentó en la oficina del ministro—. No pudimos lograr la sorpresa estratégica. Menospreciamos el poder aéreo de la OTAN…, demasiadas cosas. Fracasamos en nuestro esfuerzo por impedir su reabastecimiento. De no haber sido por ese último contraataque podríamos haberlo logrado, pero… Hay una oportunidad más. El general va a suspender las operaciones ofensivas en preparación para un asalto final. Y para eso…
—Si está todo perdido, ¿de qué estás hablando?
—Pero sí podemos infligir daños suficientes a las fuerzas de la OTAN como para impedir una contraofensiva importante, nos aferraremos a nuestros éxitos, y eso le permitirá al Politburó negociar desde una posición de fuerza. Ni siquiera esto es seguro, pero es la mejor opción que ve el general. Pide que tú expliques al Politburó que es necesario un acuerdo diplomático, y rápido, antes de que la OTAN recupere su fuerza lo suficiente como para lanzar su propia ofensiva.
El ministro asintió. Hizo girar su sillón para mirar hacia la ventana durante unos minutos mientras su hijo esperaba una respuesta.
—Antes de que eso sea posible —dijo finalmente el ministro—, ordenarán el arresto de Alekseyev. ¿Tú sabes lo que ha sido de los otros que arrestaron, no?
Necesitó un momento para comprender las palabras de su padre.
—¡No puede ser!
—Anoche, a los siete, incluyendo a tu ex comandante en jefe.
—Pero era un comandante efectivo…
—Fracasó, Vanya —dijo en voz baja el mayor de los Sergetov—. El Estado no admite el fracaso, y yo, personalmente, me he aliado, por tu bien, con Alekseyev… —Su voz se fue perdiendo—. Ahora ya no tengo alternativa. Debo cooperar con Kosov, bastardo o no, consecuente o no. Y debo arriesgar también tu vida, Vanya.
—Vitaly te llevará a la dacha —continuó—. Te cambiarás, te pondrás ropas civiles y me esperarás. No debes salir, ni permitas que nadie te vea.
—¡Pero seguramente tú estás bajo vigilancia!
—Por supuesto. —Su padre sonrió ligeramente—. Me están vigilando oficiales del comité para la seguridad del Estado, oficiales del Estado Mayor personal de Kosov.
—¿Y si él te engaña?
—Entonces soy hombre muerto, Vanya, y tú también. Perdóname, nunca soñé que esto pudiera…, tú me has hecho sentirme muy orgulloso en estas últimas semanas. —Se puso de pie y abrazó a su hijo—. Vete ya, debes confiar en mí.
Cuando su hijo se hubo marchado, Sergetov cogió el teléfono y marcó el número de la KGB. El director Kosov no estaba, y el ministro del petróleo dejó un mensaje: las cifras que Kosov había solicitado sobre producción de petróleo en los Estados del Golfo estaban listas.
La reunión pedida en la frase clave usada por el ministro se efectuó poco después de la puesta del sol. Cuando llegó la medianoche, Iván Mikhailovich estaba otra vez en un avión, volando con destino a Alemania.
—El director Kosov aplaude su método para tratar al traidor. Dijo que, de haberlo matado, aun accidentalmente, podría haber despertado sospechas, pero ahora que está seguro detrás de las líneas enemigas y cumpliendo con su deber, tendrán la certeza de que no se encuentra bajo sospecha.
—La próxima vez que vea a ese bastardo, le da las gracias.
—Hace treinta y seis horas fusilaron a un amigo —dijo luego Sergetov.
El general se incorporó de un salto.
—¿Qué?
—Fusilaron al ex comandante en jefe del Oeste, junto con los mariscales Shavyrin, Rozhkov y otros cuatro.
—Y ese maldito Kosov me felicita por…
—Dijo que él no pudo hacer nada al respecto y le ofrece sus condolencias.
Condolencias del comité para la seguridad del Estado —pensó Alekseyev—. Ya llegará el momento, camarada Kosov…
—El siguiente soy yo, naturalmente.
—Estuvo acertado al enviarme para transmitir a mi padre su apreciación acerca de futuras operaciones. Él y Kosov piensan que si usted propone esto al alto mando militar soviético significaría su arresto en el acto. El Politburó considera todavía que la victoria es posible. Cuando pierdan esa confianza, puede ocurrir cualquier cosa.
Alekseyev sabía exactamente lo que significa cualquier cosa.
—Continúe.
—Su idea de poner tropas experimentadas en las divisiones C que van a llegar tiene ventajas…, cualquiera podría verlo. Una cantidad de divisiones así circulan por Moscú todos los días.
Sergetov se interrumpió para permitir que el general dedujera sus propias conclusiones.
Todo el cuerpo de Alekseyev pareció estremecerse.
—Vanya, usted está hablando de traición.
—Estamos hablando de la supervivencia de la madre Patria…
—¡No confunda la importancia de su propia piel con la importancia de nuestro país! Usted es un soldado, Iván Mikhailovich, como lo soy yo. Nuestras vidas son elementos de consumo…
—¿Para nuestra dirigencia política? —se burló Sergetov—. Su respeto por el Partido llega tarde, camarada general.
—Yo esperaba que su padre pudiera convencer al Politburó de que pusiera en práctica un curso de acción más moderado. No intentaba incitar a una rebelión.
—El tiempo para la moderación ha pasado hace tiempo —replicó Sergetov, hablando como un joven caudillo del Partido—. Mi padre habló en contra de la guerra, como lo hicieron otros, sin éxito. Si usted propone una solución diplomática lo arrestarán y fusilarán; primero, por fracasar en la obtención de su objetivo asignado, y segundo por atreverse a proponer políticas a la jerarquía del Partido. ¿Con quién lo sustituirán a usted, y cuál será el resultado? Mi padre teme que el Politburó se incline hacia una resolución nuclear del conflicto.
Mi padre tenía razón —pensó Sergetov—, a pesar de toda su cólera contra el Partido; Alekseyev ha servido al Estado demasiado tiempo y demasiado bien como para permitirse pensar en la traición de forma realista.
—El Partido y la revolución han sido traicionados, camarada general. Si nosotros no los salvamos, ambos están perdidos. Mi padre dice que deberá decidir a quién y a qué sirve usted.
—¿Y si yo decido equivocadamente?
—Entonces moriré yo, mi padre y otros. Y usted no se habrá salvado tampoco.
Tiene razón. Tiene razón en todo. La revolución ha sido traicionada. La idea del Partido ha sido traicionada…, pero…
—¡Ustedes tratan de manipularme como un niño! Su padre le dijo que yo no iba a cooperar a menos que usted me convenciera de la… —el general balbuceó un momento, buscando la palabra exacta—, rectitud, la rectitud idealista de su acción.
—Mi padre me dijo que usted ha sido condicionado, tal como dice la conciencia del comunismo, que se puede condicionar a los hombres. Durante toda su vida le han dicho que el Ejército sirve al Partido, que usted es el guardián del Estado. Me encargó que le recordara que usted es un hombre del Partido, que ya es hora de que el pueblo reclame el Partido para sí.
—¡Ah, por eso conspira con el director de la KGB!
—¿Tal vez usted preferiría que tuviésemos algunos sacerdotes barbudos de la Iglesia ortodoxa, o algunos judíos disidentes del Gulag para hacer que la revolución fuese pura? Debemos pelear con lo que tenemos.
Era realmente duro para Sergetov tener que hablarle así a un hombre con quien había servido en combate bajo el fuego; pero él sabía que su padre estaba en lo cierto. Dos veces en cincuenta años, el Partido había destruido al Ejército a voluntad. A pesar de todo su orgullo y poder, los generales del Ejército soviético tenían tanto instinto para la rebelión como un perro faldero. Pero una vez que la decisión está tomada…, le había dicho su padre…
—La Rodina pide a gritos que la rescaten, camarada general.
—¡No me hable a mí de la madre Patria!
El partido es el alma del pueblo. Alekseyev recordaba el eslogan después de miles de repeticiones.
—¿Y qué dice usted de los niños de Pskov?
—¡Eso lo hizo la KGB!
—¿Usted culpa a la espada en vez de a la mano que la empuña? Si es así, ¿en qué lo convierte eso a usted?
Alekseyev vaciló.
—No es una cosa fácil derrumbar al Estado, Iván Mikhailovich.
—Camarada general, ¿es su deber cumplir órdenes que sólo provocarán su destrucción? Nosotros no queremos derrumbar el Estado —dijo suavemente Sergetov—. Queremos restaurar el Estado.
—Probablemente fracasaremos. —Alekseyev sintió un perverso alivio en la afirmación, y se sentó frente al escritorio—. Pero si debo morir, es mejor que sea como un hombre y no como un perro.
El general sacó una agenda y un lápiz. Empezó a formular un plan para asegurarse de que no fracasarían, y de que él no moriría hasta que no hubiera logrado por lo menos una cosa.
Eran buenas tropas las de allá arriba, y el coronel Lowe lo sabía. Casi toda la artillería de la división estaba batiendo la colina, además de los ataques aéreos continuos, y además de los cañones de trece centímetros de los acorazados. Observó avanzar a sus tropas por las empinadas laderas bajo el fuego de los rusos que habían quedado. Los carros de combate se encontraban cerca sobre la costa, lanzando granadas con espoletas de proximidad desde sus baterías secundarias. Las granadas explotaban a unos seis metros sobre el suelo, produciendo feas nubecitas negras que sembraban de fragmentos la montaña, mientras que los propios cañones pesados de los infantes de Marina cubrían la cima. De tanto en tanto la artillería suspendía el fuego por un momento para permitir que los aviones acometieran a baja altura lanzando napalm y bombas racimo…, y los rusos todavía seguían peleando.
—Ahora… ¡Muevan los helicópteros ya! —ordenó Lowe.
Diez minutos después oyó el tartamudeo de los rotores cuando quince helicópteros pasaron por su puesto de mando, dirigiéndose al Este y virando por detrás de la colina. Su coordinador de artillería ordenó detener brevemente el fuego mientras dos compañías de hombres aterrizaban en el borde sur de la montaña. Los apoyaban helicópteros de ataque «SeaCobra», y avanzaron a la carrera hacia las posiciones rusas en las crestas del lado norte.
El comandante ruso estaba herido y su segundo en el mando tardó en darse cuenta de que tenía tropas enemigas a sus espaldas. Cuando lo hizo, su difícil situación se tornó desesperada. La voz fue pasando lentamente. Destruyeron muchas de las radios rusas. Algunos de los soldados no alcanzaron a recibir las órdenes y hubo que matarlos en sus hoyos de tirador. Pero fueron la excepción. Casi todos tuvieron las manos levantadas después de oír cómo iban disminuyendo los disparos. Con una mezcla de vergüenza y alivio, descargaron sus armas y esperaron la captura. La batalla por la colina había durado cuatro horas.
—La colina 914 no contesta, camarada general —dijo el oficial de comunicaciones.
—No hay esperanza —murmuró Andreyev para sí mismo.
Su artillería estaba destruida, sus «SAM» se habían terminado. Le habían ordenado sostener la isla por unas pocas semanas; le prometieron refuerzos por mar; le dijeron que la guerra en Europa sólo iba a durar dos semanas, como máximo. Él se había mantenido más tiempo que ese. Uno de sus regimientos resultó destruido al norte de Reykjavik, y ahora que los norteamericanos tenían la colina 914 podían entrar a la capital de la isla. Dos mil de sus hombres estaban muertos o desaparecidos; otros mil, heridos. Era suficiente.
—Vea si puede comunicarse con el comandante norteamericano por la radio. Dígale que solicito un cese el fuego y deseo reunirme con él en el lugar que elija.
—¿Así que usted es Beagle?
—Sí, general.
Edwards trató de incorporarse un poco más en la cama. Los tubos que tenía en el brazo y el yeso en la pierna se lo impedían. La enfermería del buque de desembarco estaba llena de hombres heridos.
—Y usted debe de ser Miss Vigdis. Me habían dicho que era muy bonita. Yo tengo una hija que es más o menos de su edad.
Los enfermeros de la Marina le habían conseguido ropas que eran casi de su medida, La había examinado un médico, quien declaró que su embarazo era normal y saludable. Estaba bañada y descansada; para Mike y todos los que la habían visto, era un recuerdo de épocas y cosas mejores.
—Si no fuera por Michael, yo estaría muerta.
—Eso he oído; ¿hay algo que necesite, señorita?
Ella bajó la vista hacia Edwards, y eso contestó la pregunta.
—Se ha portado muy bien para ser un meteorólogo, teniente.
—Señor, lo único que hicimos fue evitar que nos descubrieran.
—Usted y su gente hicieron mucho más que eso, hijo. —El general sacó una cajita del bolsillo—. ¡Felicitaciones, infante de Marina!
—Señor, yo soy de la fuerza aérea.
—¿Ah, sí? Bueno, pero aquí dice que usted es infante de Marina.
El general prendió sobre la almohada una Cruz Naval. Un mayor se le acercó y le entregó un formulario de mensaje. El general lo guardó y echó una mirada a las filas de camas del hospital.
—Ya era hora —suspiró—. Miss Vigdis, ¿quiere cuidarnos a este hombre, por favor?
Dos días más y partirían hacia el frente. La setenta y siete división motorizada de infantería era una unidad categoría C y, como todas esas unidades, estaba integrada por reservistas de más de treinta años y poseía, aproximadamente, un tercio de su equipamiento normal. Desde la movilización habían estado entrenándose en forma incesante: los hombres mayores y con experiencia militar transmitían sus conocimientos a los recién incorporados. Era una extraña competencia. Los jóvenes nuevos se hallaban en buena forma física; pero ignoraban la vida militar. Los hombres maduros recordaban mucho de su propio servicio militar, pero la edad los había aflojado. Los jóvenes tenían todo el ardor de la juventud, y si bien temían, naturalmente, exponerse al peligro del campo de batalla, no habrían dudado en defender a su país. Los más viejos, con familia, tenían mucho que perder. Algunas exposiciones dadas a sus oficiales por un veterano oficial combatiente se habían filtrado llegando hasta la tropa. Alemania no iba a ser nada agradable. Un sargento de comunicaciones recibió el mensaje, y la voz corrió rápidamente: oficiales y suboficiales con experiencia en combate se iban a unir a ellos en Moscú. Los reservistas experimentados sabían que necesitarían hombres así para que les dieran las lecciones que ellos habían aprendido en el frente por el camino más duro.
Sabían que significaba otra cosa: la setenta y siete división de infantería motorizada iba a ser empeñada en combate antes de una semana. Todo estaba tranquilo y silencioso aquella noche en el campamento. Los hombres permanecían fuera de las frías barracas, mirando los bosques de pinos sobre las faldas orientales de los montes Urales.
—¿Por qué no estamos atacando? —inquirió el secretario general.
—El general Alekseyev me ha informado que se está preparando para un ataque importante. Dice que necesita tiempo para organizar sus fuerzas si se quiere lograr un golpe de peso —respondió Bukharin.
—Diga al camarada general Alekseyev —dijo el ministro de Defensa— ¡que queremos acción y no palabras!
—Camaradas —dijo Sergetov—. Creo recordar, de mi propio servicio militar, que uno no debe atacar hasta que no tiene una decisiva ventaja en hombres y armas. Si ordenamos a Alekseyev que ataque antes de estar listo, estamos condenando a nuestro Ejército al fracaso. Debemos darle tiempo para que cumpla su tarea de forma adecuada.
—¿Así que ahora es experto en cuestiones defensivas? —le preguntó el ministro de Defensa—. Es una lástima que no sea igualmente experto en su propio campo; ¡entonces no estaríamos en esta situación!
—Camarada ministro, le dije a usted que sus planificaciones sobre consumo de petróleo en el frente eran excesivamente optimistas, y yo tenía razón. Usted respondió: «Entréguenos el combustible y nosotros nos ocuparemos de que sea convenientemente usado». ¿No fue así? Usted dijo que sería una campaña de dos semanas…, cuatro en el peor de los casos. ¿No dijo eso? —Sergetov paseó la mirada alrededor de la mesa—. ¡Capacidades como esa son las que nos han traído a este desastre!
—¡No fracasaremos! ¡Derrotaremos a Occidente!
—Camaradas —dijo Kosov entrando en la sala—. Perdónenme por llegar tarde. Acabo de recibir un informe de que nuestras fuerzas en Islandia se están rindiendo. El general que se encuentra al mando menciona un treinta por ciento de bajas y una situación táctica desesperada.
—¡Haga que lo arresten de inmediato! —rugió Defensa—. Y también a la familia del traidor.
—Nuestro camarada el ministro de Defensa parece mucho más eficiente para arrestar a nuestra propia gente que para derrotar a nuestros enemigos —observó secamente Sergetov.
—¡Usted es un inmaduro atrevido! —exclamó el ministro de Defensa, blanco de ira.
—Yo no digo que hemos sido vencidos, pero está claro que todavía no hemos logrado la victoria. Ya es hora de que busquemos una conclusión política de esta guerra.
—Podríamos aceptar las condiciones alemanas —dijo con optimismo el ministro de Asuntos Exteriores.
—Lamento informarles que eso ya no es posible —replicó Kosov—. Tengo razones para creer que todo eso no fue más que un engaño…, una maskirova alemana.
—Pero su segundo dijo hace solamente dos días…
—Yo les advertí, a él y a ustedes, que tenía mis dudas. Hoy ha aparecido una nota en el periódico francés Le Monde según la cual los alemanes han rechazado un ofrecimiento soviético para un arreglo político de la guerra. Informan las fechas y lugares exactos en que se celebraron las reuniones. La historia sólo podría haber salido de los canales oficiales alemanes, y la conclusión muy clara es que esto fue en todo momento un esfuerzo de la OTAN para afectar nuestro pensamiento estratégico. Nos están enviando un mensaje, camaradas. Dicen que están preparados para luchar hasta el final de esta guerra.
—Mariscal Bukharin, ¿qué potencialidad militar tienen las fuerzas de la OTAN? —preguntó el secretario general.
—Han sufrido cuantiosas pérdidas en material y personal. Sus ejércitos están exhaustos. Tienen que estarlo. De lo contrario ya hubieran contraatacado con toda energía.
—Una embestida más, entonces —dijo Defensa, y miró a la cabecera de la mesa, buscando apoyo—. Una embestida más, muy vigorosa. Tal vez Alekseyev tenga razón…, necesitamos coordinar un solo ataque masivo para destruir sus líneas.
Ahora te estás aferrando a las ideas ajenas, pensó Sergetov.
—El consejo de defensa considerará esto en privado —declaró el secretario general.
—¡No! —objetó Sergetov—. Ahora esto es un asunto político que debe tratar todo el Politburó. ¡El destino del país no debe ser decidido por cinco hombres solamente!
—Usted carece de motivos para protestar, Mikhail Eduardovich. No tiene voto en esta mesa.
Sergetov quedó pasmado al oír esas palabras en boca de Kosov.
—Tal vez debería tenerlo —dijo Bromkovsky.
—Ese no es un tema que deba decidirse ahora —decidió el secretario general.
Sergetov observó las caras que rodeaban la mesa de roble. Ahora nadie tuvo el coraje de alzar la voz. Él había casi alterado el equilibrio de poder dentro del Politburó, pero hasta que no resultara claro cuál era la facción más fuerte, prevalecerían las viejas reglas. Se levantó la sesión. Los componentes fueron saliendo, excepto los cinco miembros del Consejo de Defensa, que mantuvieron con ellos a Bukharin.
El miembro candidato permaneció afuera un momento, buscando aliados. Sus camaradas desfilaron junto a él. Algunos dejaron que sus ojos se encontraran, pero luego apartaron la vista.
—Mikhail Eduardovich —planteó el ministro de Agricultura—, ¿cuánto combustible tendremos para la distribución de alimentos?
—¿Qué cantidad de alimentos habrá? —preguntó Sergetov.
¿Qué cantidad de alimentos puede haber?
—Más de lo que usted cree. Hemos triplicado el tamaño de las parcelas privadas en toda la república rusa…
—¿Qué?
—Sí, la gente vieja de las granjas está produciendo ahora mucha cantidad de alimentos…, por lo menos lo suficiente para que comamos durante algún tiempo. Pero tenemos el problema de la distribución.
—Nadie me lo dijo.
¿Alguna noticia buena?, se sorprendió Sergetov.
—¿Sabe usted cuántas veces lo he propuesto yo? No, usted no estuvo aquí el pasado julio, ¿no es así? Todos estos años he estado diciendo que si lo hacíamos así podríamos resolver muchos problemas, ¡y finalmente me escucharon! Tenemos alimentos, Mikhail Eduardovich… ¡Lo único que espero es que tengamos también gente que se los coma! Necesito combustible para transportarlo a las ciudades. ¿Dispondré de ese combustible?
—Veré qué puedo hacer, Filip Moiseyevich.
—Usted ha hablado bien, camarada. Espero que algunos escuchen.
—¿Su hijo está bien?
—La última vez que supe de él, sí.
—Yo me avergüenzo de que mi hijo no esté también allá. —El ministro de Agricultura hizo una pausa—. Debemos…, bueno, ahora no tenemos tiempo para eso. Consígame las cifras de combustible en cuanto pueda.
¿Un convertido? ¿O un agent provocateur?
Alekseyev tenía el mensaje en la mano: «VUELE DE INMEDIATO A MOSCÚ PARA CONSULTAS». ¿Era su sentencia de muerte? El general llamó a su segundo.
—Nada nuevo. Tenemos algunos tanteos alrededor de Hamburgo, y lo que parece la preparación de un ataque al norte de Hannover; pero nada que no seamos capaces de manejar.
—Debo ir a Moscú. —Alekseyev vio la preocupación que reflejaba la cara del hombre—. No se preocupe, Anatoly, no tengo suficiente tiempo de mando como para que me fusilen. Habrá que disponer nuestras transferencias de personal de una manera sistemática si queremos que haya alguna esperanza de transformar esas unidades C en una fuerza combativa. Debería estar de regreso en veinticuatro horas, o menos. Dígale al mayor Sergetov que busque mi estuche de mapas y se encuentre afuera conmigo dentro de diez minutos.
Con una sonrisa irónica, Alekseyev mostró el formulario de mensaje a su ayudante, en el asiento trasero del automóvil oficial.
—¿Qué significa esto?
—Lo sabremos dentro de pocas horas, Vanya.
—Están realmente enojados.
—Usted tendría que elegir con más cuidado sus palabras, Boris Georgiyevich —dijo Sergetov—. ¿Qué ha hecho ahora la OTAN?
El jefe de la KGB movió la cabeza sorprendido.
—Me refiero al Consejo de Defensa, ¡tonto!
—Este tonto que habla no tiene voto en el Politburó. Usted mismo lo dijo.
Sergetov había abrigado la fugaz esperanza de que el Politburó pudiera haber recuperado el sentido común.
—Mikhail Eduardovich, he trabajado mucho para protegerlo a usted hasta ahora. Por favor, no haga que deba arrepentirme de eso. Si hubiera logrado forzar una decisión del Politburó abiertamente, habría perdido la partida y posiblemente se habría destruido usted mismo. Como están las cosas. —Kosov hizo una pausa para exhibir otra de sus sonrisas—, me han pedido que trate la decisión de ellos con usted, en la esperanza de conseguir que los apoye. Están doblemente locos —continuó Kosov—. Primero, el ministro de Defensa quiere iniciar el uso de unas pocas cabezas de guerra nucleares de reducido tamaño. Segundo, espera su apoyo. Proponen otra vez la maskirova. Harían explotar un pequeño dispositivo nuclear táctico en la República Democrática Alemana, obligándonos a tomar represalias mientras proclamamos que la OTAN ha violado el acuerdo del no primer uso. Pero podría ser peor. Han llamado a Alekseyev a Moscú para pedirle su asesoramiento sobre dicho plan, y cómo sería la mejor forma de ponerlo en práctica. Ya debe de estar en camino hacia aquí.
—El Politburó jamás aprobará eso. No estamos todos locos, ¿no es cierto? ¿Les ha dicho usted cómo reaccionará la OTAN?
—Desde luego. Les he dicho que la OTAN no tendrá ninguna reacción al principio, se hallarán sumamente confundidos.
—¿Usted los ha alentado?
—Yo quiero que no olvide que ellos prefieren las opiniones de Larionov a las mías.
Camarada Kosov —pensó Sergetov—, usted se interesa menos por el peligro para la Rodina, que por su propio futuro. Usted se sentiría muy contento de derrumbar todo el país si logra derrumbarlos a ellos, ¿verdad?
—Los votos en el Politburó…
—Apoyarán al Consejo de Defensa. Piense. Bromkovsky votará por el no, quizás Agricultura también, aunque lo dudo. Ellos quieren que sea usted quien hable en favor del plan. Eso reducirá la oposición del viejo Peyta. Es un viejo bueno, pero ya nadie lo escucha realmente.
—¡Jamás haré eso!
—Pues debe hacerlo. Y Alekseyev debe acceder. —Kosov se puso de pie y miró por la ventana—. No hay que temer…, no se usarán bombas nucleares. Yo ya he tomado las medidas para ello.
—¿Qué quiere decir?
—Seguramente usted sabe quién controla el armamento nuclear en este país, ¿no?
—Naturalmente, las fuerzas de cohetería estratégica, los artilleros del Ejército…
—Discúlpeme, no empleé las palabras adecuadas en mi pregunta. Sí, ellos controlan los cohetes. Pero es mi gente la que controla las ojivas nucleares, ¡y la facción de Josef Larionov no incluye ese sector de la KGB! Por eso debe usted seguir la corriente.
—Muy bien. Entonces hemos de advertir a Alekseyev.
—Pero con mucho cuidado ahora. Parece que nadie ha notado que su hijo ha hecho varios viajes a Moscú, pero si lo ven a usted con el general Alekseyev antes de que él se reúna con ellos…
—Sí, comprendo. —Sergetov meditó un momento—. ¿Tal vez Vitaly puede encontrarse con ellos en el aeropuerto y pasarles un mensaje?
—¡Muy bien! ¡Creo que voy a hacer de usted un buen chekista!
Llamaron al conductor del ministro y le entregaron en mano una nota escrita. Partió en seguida con el Zil en dirección al aeropuerto. Se retrasó en el camino, a causa de un convoy de carros blindados de transporte de personal. Cuarenta minutos después notó que el indicador de gasolina estaba muy bajo. Era extraño, había llenado el tanque el día anterior (a los miembros del Politburó jamás les escaseaba nada). Pero el indicador siguió bajando, Se detuvo el motor. Vitaly estacionó el automóvil a un lado, a siete kilómetros del aeropuerto; bajó del vehículo y abrió el capó. El chófer controló correas y conexiones eléctricas. Todo parecía normal. Volvió a subir al auto e intentó poner el motor en marcha pero no pudo hacerlo. Momentos después se dio cuenta de que se había estropeado el alternador y que el automóvil había estado funcionando con la energía de la batería. Probó el teléfono del vehículo. La batería se hallaba completamente descargada.
El avión de transporte de Alekseyev estaba llegando en ese momento. Un automóvil oficial provisto por el comandante del distrito militar de Moscú se acercó hasta el avión y el general y su ayudante subieron de inmediato a fin de trasladarse al Kremlin. Para Alekseyev, la parte más temida del vuelo era bajar del avión en tierra después de la llegada…, no le habría extrañado lo más mínimo que lo estuvieran esperando tropas de la KGB en vez del automóvil oficial. Casi habría sido un alivio que lo arrestaran.
El general y su ayudante viajaron en silencio —todo lo que tenían que hablar lo habían hecho en el ruidoso avión, donde cualquier dispositivo de escucha no habría podido funcionar—. Alekseyev notó las calles vacías, la ausencia de camiones, pues casi todos estaban ahora en el frente, y hasta las colas más cortas de lo normal frente a las tiendas de comestibles. Un país en guerra, pensó.
Alekseyev había esperado que el viaje le pareciera lento. Ocurrió lo contrario. En un abrir y cerrar de ojos el auto atravesó los portones del Kremlin. Un sargento parado al frente del edificio del Consejo de Ministros les abrió la puerta y se cuadró con energía. Alekseyev respondió a su saludo y subió la escalera hasta otra puerta, también custodiada por un sargento. El general caminaba como un soldado, con la espalda erguida y una expresión severa en el rostro. Brillaban sus botas recién lustradas. Sus ojos captaban el reflejo de las luces del techo mientras cruzaba el vestíbulo. Desdeñó el ascensor, prefiriendo subir una larga escalera hasta el piso de la sala de conferencias. Observó que habían reparado el edificio después del incidente de las bombas.
Un capitán de la guardia «Taman», la unidad de ceremonial instalada en Alabino, en las afueras de Moscú, esperaba al general en lo alto de la escalera y lo acompañó hasta las puertas dobles de la sala de conferencias. Alekseyev ordenó a su ayudante que lo esperara mientras iba entrando con su gorra apretada debajo del brazo.
—Camaradas: ¡general coronel P. L. Alekseyev se presenta cumpliendo lo ordenado!
—Bien venido a Moscú, camarada general —dijo el ministro de Defensa—. ¿Cómo está la situación en Alemania?
—Ambos bandos se hallan exhaustos pero continúan luchando. La actual situación táctica es de estancamiento. Tenemos más tropas y armas disponibles, pero la disponibilidad de combustible es crítica.
—¿Puede vencer? —preguntó el secretario general.
—¡Sí, camarada secretario! Si me dan varios días para organizar mis fuerzas, y si puedo cumplir algunas tareas cruciales con las formaciones de reserva que van llegando, creo muy probable que podamos romper el frente de la OTAN.
—¿Probable? ¿No seguro? —preguntó el ministro de Defensa.
—En la guerra nada es seguro —contestó Alekseyev con sencillez.
—Eso lo hemos comprendido —dijo secamente el ministro de Asuntos Exteriores—. ¿Por qué no hemos ganado todavía?
—Camaradas, inicialmente fracasamos en el logro de la sorpresa estratégica…, y también la táctica. La sorpresa es el factor variable más importante de la guerra. Con ella, es casi seguro que habríamos obtenido la victoria en dos o tres semanas.
—Para una victoria cierta ahora, ¿qué otra cosa necesita?
—Camarada ministro de Defensa, me hace falta el apoyo del pueblo y del Partido, y también un poco de tiempo.
—¡Está evadiendo la pregunta! —dijo el mariscal Bukharin.
—Nunca nos permitieron usar nuestras armas químicas en el ataque inicial. Eso pudo habernos dado una ventaja decisiva…
—El coste político de esas armas se estimó excesivo —argumentó el ministro de Asuntos Exteriores en defensa propia.
—¿Podría emplearlas ahora en forma provechosa? —preguntó el secretario general.
—Creo que no. Esas armas debieron haber sido usadas desde el principio contra depósitos de almacenamiento de equipos, los cuales están ahora casi todos vacíos, y atacarlos sólo permitiría lograr efectos limitados. El empleo de armas químicas en el frente ya no es una opción viable. Las formaciones C que están llegando no tienen el equipamiento moderno necesario para operar con eficiencia en un ambiente de guerra química.
—Le haré de nuevo la pregunta —insistió el ministro de Defensa—: ¿Qué necesita para obtener una victoria segura?
—Para lograr una ruptura decisiva tenemos que ser capaces de abrir una brecha en las filas de la OTAN de por lo menos treinta kilómetros de ancho y veinte de profundidad. Y, para eso, necesito en el frente diez divisiones con todo su potencial y listas para el avance. Debo tener varios días para preparar esa fuerza.
—¿Y qué le parecen las armas nucleares tácticas?
La cara de Alekseyev no cambió de expresión. ¿Está loco, camarada secretario general?
—Los riesgos son muy altos.
Excelente afirmación atemperada.
—¿Y si podemos impedir, políticamente, la represalia de la OTAN? —preguntó Defensa.
—Yo no sé si eso es posible. Y ustedes tampoco.
—Pero ¿si logramos que sea posible?
—Entonces aumentarían extraordinariamente nuestras posibilidades.
Alekseyev hizo una pausa, interiormente helado ante lo que vio en esas caras.
Quieren usar armas nucleares en el frente, y cuando la OTAN responda con la misma moneda y vaporice mis tropas…, ¿entonces qué? ¿Cesará con un solo intercambio, o serán usadas cada vez más, con explosiones que avancen hacia el Oeste y hacia el Este? Si yo les digo que están locos, encontrarán un general que no lo hará.
—El problema es el control, camaradas.
—Explíquese.
—Camarada secretario general, las armas nucleares son, ante todo, armas políticas para ambas partes, manejadas por líderes políticos. Esto limita su utilidad en el campo de batalla. La decisión de usar una ojiva atómica en el campo táctico debe ser transmitida por esos líderes. Cuando llega el momento en que se otorga la autorización, es casi seguro que la situación táctica ya ha cambiado y el arma ya no es útil. La OTAN parece no haberlo comprendido nunca. Las armas que ellos tienen están en su mayoría diseñadas para que las empleen los comandantes en el campo de batalla. Sin embargo, yo mismo he pensado que la dirigencia política de la OTAN nunca accedería ligeramente a autorizar el uso a esos comandantes de campo de batalla. Por este motivo, las armas que con más probabilidad emplearán contra nosotros son en realidad armas estratégicas dirigidas contra objetivos estratégicos, no las armas tácticas en el campo de combate.
—Eso es lo que ellos dicen —objetó Defensa.
—Ustedes notarán que cuando nosotros obtuvimos nuestras rupturas de Alfeld y Rühle, ellos no emplearon armas nucleares en las cabezas de puente, aunque algunos documentos de preguerra de la OTAN parecerían sugerir que debieron haberlo hecho. Yo llego a la conclusión de que en esta ecuación hay más factores variables que los apreciados en su integridad. Nosotros mismos hemos aprendido que la realidad de la guerra puede ser diferente de la teoría.
—¿Entonces usted apoya nuestra decisión de usar armas nucleares tácticas? —preguntó el ministro del Exterior.
¡No! La mentira empezó a desarrollarse entre sus labios.
—Si ustedes están seguros de que pueden impedir las represalias, por supuesto que la apoyo. Les prevengo, sin embargo, que mi apreciación sobre la reacción de la OTAN podría ser muy diferente de lo que nosotros esperásemos. Yo me inclinaría a pensar que la represalia se producirá algunas horas después de lo que pensamos, y contra blancos estratégicos más que tácticos. Lo más probable es que ataquen cruces viales y ferroviarios, bases aéreas e instalaciones de abastecimientos. Esto no se mueve. Nuestros tanques sí.
Piensen en lo que acabo de decir, camaradas: las cosas quedarán rápidamente fuera de control. ¡Hagan la paz, imbéciles!
—¿Entonces usted piensa que podemos usar armas tácticas con impunidad si arriesgamos nuestros propios blancos estratégicos? —preguntó el secretario general esperanzado.
—Esa es, en esencia, la doctrina de preguerra de la OTAN. Pasa por alto el hecho de que el empleo de armas nucleares sobre territorio aliado no es una cosa que se acepte con ligereza. Camaradas, les advierto que impedir una reacción de la OTAN no será una empresa fácil.
—Usted preocúpese por el campo de batalla, camarada general —sugirió suavemente el ministro de Defensa—. Nosotros nos preocuparemos por los asuntos políticos.
Sólo quedaba una cosa más que podía decirles para desalentarlos.
—Muy bien. En ese caso yo necesitaré el control directo de las armas.
—¿Para qué? —preguntó el secretario general.
¡Para que nadie las dispare, pedazo de idiota!
—Se trata de una cuestión práctica. Los blancos aparecen y desaparecen en materia de minutos. Si quieren que yo abra una brecha en las líneas de la OTAN con armas atómicas, no tendré tiempo para obtener la aprobación de ustedes.
Alekseyev se horrorizó al ver que esto no lograba disuadirlos.
—¿Cuántas necesitaría? —quiso saber el ministro de Defensa.
—Esa es una cuestión que depende del lugar y del momento de la operación de ruptura, y emplearíamos armas pequeñas contra blancos concretos discretos… ningún centro poblado. Yo estimaría un máximo de treinta armas, en la gama de cinco a diez kilotones. Haríamos el lanzamiento con cohetes de artillería de trayectoria libre.
—¿Cuándo estará listo para su ataque? —preguntó el mariscal Bukharin.
—Eso depende de la rapidez con que pueda colocar tropas veteranas en las nuevas divisiones. Si queremos que estos reservistas sobrevivan en el campo de batalla, debemos tener hombres experimentados para apoyar sus filas.
—Una buena idea, camarada general —aprobó el ministro de Defensa—. No lo detendremos más. Dentro de dos días quiero ver los planes detallados para su ruptura.
Los cinco miembros del Consejo de Defensa observaron a Alekseyev mientras saludaba, giraba sobre sus talones y se retiraba. Kosov miró al mariscal Bukharin.
—¿Y este era el hombre que usted quería remplazar?
El secretario general estuvo de acuerdo.
—Es el primer soldado combatiente verdadero que he visto en los últimos años.
Alekseyev hizo una señal al mayor Sergetov para que lo siguiera. Sólo él sentía el plomo frío que le pesaba en el estómago. Sólo él sabía qué débiles estaban sus piernas mientras descendían los escalones de mármol. Alekseyev no creía en Dios, pero pensó que acababa de ver ya entreabierta la puerta del infierno.
—Mayor —dijo con toda naturalidad mientras subían al coche oficial—, ya que estamos en Moscú, ¿tal vez quiera usted visitar a su padre el ministro antes de regresar al frente?
—Es muy amable, camarada general.
—Usted se lo ha ganado, camarada mayor. Además, quiero algunas cifras sobre nuestro abastecimiento de petróleo.
El conductor iba a informar lo que había oído, por supuesto.
—¡Quieren que yo use armas nucleares en el frente! —susurró Alekseyev tan pronto como quedó cerrada la puerta del ministro.
—Sí, me lo temía.
—¡Hay que detenerlos! Es imposible predecir qué catástrofe puede derivar de eso.
—El ministro de Defensa asegura que se podría controlar fácilmente un ambiente nuclear táctico.
—¡Está hablando como uno de esos idiotas de la OTAN! No hay una pared entre un intercambio táctico y uno estratégico, solamente una línea borrosa en la imaginación de los aficionados y académicos que asesoran a sus líderes políticos. La única cosa que quedaría entonces entre nosotros y un holocausto nuclear…, nuestra supervivencia estaría a merced del líder de la OTAN que sea el menos estable.
—¿Qué les dijo? —preguntó el ministro.
¿Habría conservado Alekseyev su sentido común e ingenio lo suficiente para expresar lo más acertado?
—Debo mantenerme vivo para detenerlos… ¡Les dije que es una idea maravillosa! —El general se sentó—. También les dije que necesito control táctico de las armas. Creo que van a acceder. Yo me aseguraré de que esas armas no se usen nunca. Y justo tengo en mi Estado Mayor el hombre que lo hará.
—¿Usted está de acuerdo entonces con que el Consejo de Defensa debe ser detenido?
—Sí. —El general bajó la vista hacia el suelo, y después volvió a levantarla—. De lo contrario…, no sé. Es posible que su plan pueda iniciar algo que nadie sea capaz de detener. Si nosotros morimos, moriremos por una buena causa.
—¿Cómo los detenemos?
—¿Cuándo se reúne el Politburó?
—Ahora, todos los días. Solemos hacerlo a las nueve y media.
—¿En quiénes podemos confiar?
—Kosov está con nosotros. Y habrá algunos más; pero no sé con quién iniciar una aproximación.
Maravilloso…, ¡nuestro único aliado seguro es la KGB!
—Necesito un poco de tiempo.
—Tal vez esto ayude. —Sergetov le entregó una carpeta que había recibido de Kosov—. Aquí hay una lista de oficiales suyos, sospechosos de merecer poca confianza política.
Alekseyev revisó la lista. Reconoció los nombres de tres oficiales que se habían distinguido en el servicio como comandantes de batallones y regimientos…, un buen oficial de Estado Mayor y otro terrible. ¡Hasta cuando mis hombres luchan en una guerra por la madre Patria, inspiran sospechas!
—Ellos esperan que yo formule mi plan de ataque antes de regresar al frente. Estaré en el cuartel general del Ejército.
—Buena suerte, Pavel Leonidovich.
—Lo mismo le deseo a usted, Mikhail Eduardovich.
El general observó el abrazo que se dieron padre e hijo. Se preguntó qué habría pensado de esto su propio padre. ¿A quién debo volverme en busca de una guía?
—Buenas tardes, soy el mayor general William Emerson. Él es el coronel Lowe. Será mi intérprete.
—General mayor Andreyev. Yo hablo inglés.
—¿Propone una rendición? —preguntó Emerson.
—Propongo que negociemos —respondió Andreyev.
—Yo exijo que sus fuerzas cesen las hostilidades de inmediato y rindan sus armas.
—¿Y qué pasará con mis hombres?
—Serán internados como prisioneros de guerra. Sus heridos recibirán atención médica adecuada y todos serán tratados de acuerdo con las habituales convenciones internacionales.
—¿Cómo sé que usted dice la verdad?
—No lo sabe.
Andreyev notó la respuesta franca y honesta, Pero ¿qué alternativa tengo?
—Propongo el cese del fuego —miró su reloj— a las tres de la tarde.
—De acuerdo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó SACEUR.
—Tres días. Podremos atacar con cuatro divisiones.
Lo que queda de cuatro divisiones —pensó SACEUR—. Los hemos detenido, muy bien, pero…, ¿con qué contamos para hacerlos retroceder?
Sin embargo, tenían confianza. La OTAN había comenzado la guerra con la sola ventaja de su tecnología, la cual era aún más pronunciada ese día. Las disponibilidades rusas de tanques y cañones nuevos habían quedado destruidas, y las divisiones que llegaban ahora al frente estaban equipadas con materiales de desecho, de hacía veinte años. Pero todavía poseían cantidades, y cualquier ofensiva que planeara SACEUR tenía que estar cuidadosamente planificada y ejecutada. Solamente en el aire disponía el general de una importante ventaja, pero él pensaba que el poder aéreo no había ganado nunca una guerra. Los alemanes estaban haciendo presión para lanzar un contraataque. Eran demasiado extensos sus territorios y muy cuantiosos sus ciudadanos que se encontraban del lado malo de la línea. La Bundeswehr ya estaba tanteando en forma agresiva en varios frentes, pero tendrían que esperar. El Ejército alemán no era tan fuerte como para llevar solo una intensa ofensiva. Habían sufrido excesivas pérdidas en su primera actuación para detener el avance soviético.
Los más jóvenes estaban demasiado nerviosos para dormir. Los más viejos se encontraban tremendamente preocupados, y tampoco podían hacerlo. Las condiciones no ayudaban. Los hombres de la setenta y siete división de infantería motorizada viajaban en los vagones de pasajeros y, si bien todos tenían asientos, era a costa de apretujarse unos contra otros casi sin poder respirar. Los trenes de tropas corrían a una velocidad de cien kilómetros por hora. Las vías estaban colocadas a la manera rusa: cada segmento de riel tenía cortado su extremo en forma recta, y no oblicua. Entonces, en vez de producir las uniones ese ruido familiar para los pasajeros de Occidente, los hombres de esta división oían sólo una serie de golpes secos. Era una prueba para los nervios, ya muy agotados.
El intervalo entre desgarrantes golpes fue aumentando, la velocidad se reducía. Algunos soldados se asomaron y vieron que el tren se detenía en Kazán. Los oficiales se sorprendieron. No estaba prevista ninguna parada hasta llegar a Moscú. Pronto quedó resuelto el misterio. Apenas el tren de veinte vagones se detuvo por completo, más hombres subieron a cada vagón.
—¡Atención! —se oyó una voz que gritaba—. ¡Llegan los soldados combatientes!
Aunque les habían entregado nuevos uniformes, sus botas mostraban semanas de malos tratos. Su manera de caminar pavoneándose los marcaba como veteranos. En cada coche de pasajeros entraron unos veinte, y en seguida obtuvieron asientos cómodos. Los desplazados tendrían que continuar a pie. Había oficiales también, y se unieron a sus pares. Los oficiales de la setenta y siete empezaron a recibir información de primera mano sobre las doctrinas y tácticas de la OTAN, qué procedimientos eran buenos y cuáles no lo eran; lecciones pagadas en sangre por otros soldados que no se unieron a la división en Kazán. Los reclutas no recibían esas lecciones. Contemplaban a hombres que podían dormir aunque estuvieran en viaje hacia el frente de combate.
El Chicago estaba pegado al muelle, cargando torpedos y misiles para su próxima misión. La mitad de la tripulación estaba en tierra estirando las piernas o invitando a beber a la tripulación del Torbay.
Su embarcación había adquirido una sólida reputación por su trabajo en el mar de Barents, hasta el punto de que deberían regresar en cuanto estuvieran listos, para escoltar a los portaaviones que se hallaban ahora en el mar del Norte, dirigiéndose a las bases soviéticas en la península de Kola.
McCafferty estaba sentado solo en su camarote, preguntándose por qué una misión que había acabado en desastre se consideraba un éxito, y confiaba en que no volvieran a enviarle otra vez…, aunque en el fondo estaba seguro de que lo harían…
—¡Buenas noticias, camarada general! —Un coronel asomó su cabeza en la oficina que Alekseyev había ocupado—. Su gente pudo unirse con los del setenta y siete en Kazán.
—Gracias. —La cabeza de Alekseyev se volvió a sus mapas cuando el coronel se retiró.
—Es sorprendente.
—¿De qué se trata, Vanya?
—Los hombres que usted seleccionó para la setenta y siete, los planes, las órdenes…, las cumplieron sin más.
—Un traslado rutinario de personal. ¿Por qué no tendría que cumplirse? —preguntó el general—. El Politburó aprobó el procedimiento.
—Pero este es el único grupo de hombres que ha huido.
—Tenían que ir lo más lejos posible. —Alekseyev cogió un formulario de mensaje que acababa de rellenar. Capitán… no, ahora era el mayor Arkadi Semionovich Sorokin, de la setenta y seis división aerotransportada de guardias, que recibió la orden de presentarse en Moscú inmediatamente. Él también volaría. Era una lástima que el capitán no trajera consigo a algunos de sus hombres, pero estaban fuera del alcance de cualquier general soviético.
—Así, pues, Mikhail Eduardovich, ¿qué planea el general Alekseyev?
Sergetov pasó varias notas. Kosov ojeó los papeles en pocos minutos.
—Sí tiene éxito, al menos una «Orden de Lenin» por nuestra parte, ¿no es verdad?
—Ese general es demasiado listo. Peor para él.
—Estamos lejos de ese punto. ¿Qué me dice del tiempo que nos queda? Dependemos de usted para arreglar el escenario.
—Tengo un coronel especialista en estos trabajos.
—No lo dudo.
—Otra cosa que deberíamos hacer —dijo Kosov, y estuvo dándole una explicación durante varios minutos antes de marcharse.
Sergetov rompió las notas de Alekseyev que tenía y se las dio a Vitaly para que las quemara.
La luz y el zumbador que anunciaban peligro llamaron en el acto la atención del encargado. Algo malo ocurría en las vías sobre el puente Elektrozavodskaya, tres kilómetros al este de la estación de Kazán.
—Que vaya un inspector.
—Hay un tren a medio kilómetro —advirtió su ayudante.
—¡Dígale que se detenga de inmediato! —y movió la llave que controlaba la señal de la torre.
El auxiliar cogió su radioteléfono:
—Tren once noventa y uno, aquí despacho central de Kazán. Hay un problema en el puente que tiene al frente, ¡deténgase ahora mismo!
—¡Veo la señal! Estoy frenando —contestó el maquinista—. ¡Pero no podemos parar!
Y no pudo. El once noventa y uno era una unidad de cien vagones abiertos cargados con vehículos blindados y cajones de munición. Volaron chispas en la media luz del amanecer cuando el maquinista aplicó los frenos de cada vagón, pero necesitaba más que unos pocos cientos de metros para detener por completo el tren. Aguzó la vista hacia delante tratando de ver cuál era el problema…, esperó que se tratara de una señal defectuosa.
¡No!, una vía estaba suelta justo antes del extremo oeste del puente. El maquinista gritó una advertencia a sus ayudantes; se encogió. La locomotora saltó de los rieles y cruzó de costado la tierra hasta quedar inmóvil, lo cual no pudo impedir que tres máquinas detrás de ella y ocho vagones abiertos continuaran hacia delante. También descarrilaron, y habrían caído al río Yauza de no haber sido por la estructura de acero del puente. El inspector de las vías llegó un minuto después. No cesó de lanzar insultos en todo el camino hasta el teléfono.
—¡Aquí necesitamos dos encarriladores grandes!
—¿Es grave?
—No tan grave como el de agosto último. Doce horas, tal vez dieciséis.
—¿Qué falló?
—Todo el tráfico que tiene este puente…, ¿qué le parece?
—¿Hay heridos?
—No lo creo…, no iban demasiado rápido.
—Dentro de diez minutos tendrán ahí un grupo de auxilio.
El hombre levantó la vista para mirar la gran pizarra con la lista de los trenes que llegaban.
—¡Maldición! ¿Qué vamos a hacer con estos?
—No podemos separarlos, es una división del Ejército que viaja como unidad. Estaba previsto que entraran por el lado norte. Tampoco podemos mandarlos hacia el Sur. El puente Novodanilovskiy está ocupado por muchas horas.
—Cámbieles el recorrido y envíelos a la estación Kursk. Yo llamaré al jefe de estación de Rzhevskaya y veré si él puede abrirnos una vía en su trayecto.
Los trenes llegaron a las siete y media. Uno a uno los hicieron maniobrar y detenerse en las vías laterales de la estación Kursk. Muchos de los soldados que estaban a bordo no conocían Moscú; pero, excepto los que se hallaban en los lados exteriores, todo lo que podían ver eran los trenes de sus compañeros soldados.
—¡Un intento deliberado para sabotear los ferrocarriles del Estado! —dijo el coronel de la KGB.
—Es más que probable que se deba a las vías desgastadas, camarada —dijo el encargado de la estación de Kazán—. Pero usted tiene razón en que hay que ser prudente.
—¿Vías desgastadas? —se burló el coronel, pues él estaba seguro de que la causa había sido otra—. Creo que tal vez usted no tome esto con la seriedad suficiente.
La sangre del jefe de estación se heló ante la afirmación.
—Yo también tengo mis responsabilidades. Por el momento debo hacer limpiar y quitar de ese maldito puente todo el material que se ha amontonado a causa del accidente, para que mis trenes puedan pasar de nuevo. Ahora, tengo una unidad de siete vagones esperando en Kursk, y a menos que pueda hacerlos circular hacia el Norte…
—Por lo que veo en su mapa, hacer mover todo el tráfico alrededor del perímetro norte de la ciudad depende de una sola llave.
—Bueno, sí, pero eso es responsabilidad del jefe de Rzhevskaya.
—¿Se le ha ocurrido a usted alguna vez que los saboteadores no están distribuidos igual que los guardaagujas? ¡Tal vez el mismo hombre puede operar en un distrito diferente! ¿Ha controlado nadie esa llave?
—No lo sé.
—¡Bueno, averígüelo! No, no, yo voy a enviar a mi propia gente para que investiguen, antes que sus imbéciles ferroviarios arruinen alguna otra cosa.
—Pero, mis horarios…
El encargado era un hombre orgulloso, pero sabía que ya había forzado demasiado la suerte.
—Bienvenido a Moscú —dijo amablemente Alekseyev. El mayor Arkady Semyonovich Sorokin era un hombre bajo, como la mayoría de los oficiales paracaidistas. Un joven guapo, de cabello castaño claro; tenía unos ojos azules que quemaban, por una razón que Alekseyev comprendía mejor que el mismo mayor. Cojeaba ligeramente, por dos balas que había recibido en una pierna durante el ataque inicial a la base aérea de Keflavik, en Islandia. Sobre su pecho lucía la cinta de la «Orden de la Bandera Roja», ganada por conducir su compañía hacia el fuego enemigo. Habían traído a Sorokin, como a la mayoría de los primeros heridos, en avión, para someterlo a tratamiento médico. Esperaban nuevos destinos, ya que su división había sido capturada en Islandia.
—¿Cómo puedo servir al general? —preguntó Sorokin.
—Necesito un nuevo ayudante, y prefiero oficiales con experiencia en combate. Más que eso, Arkady Semyonovich, lo necesitaré a usted para realizar una tarea muy delicada. Pero antes de que hablemos de ello, hay algo que necesito explicarle. Por favor, siéntese. ¿Cómo está su pierna?
—Los médicos me aconsejaron que por una semana más evitara correr. Tenían razón. Ayer intenté hacer mis diez kilómetros y empecé a cojear después de hacer solamente dos.
No sonrió. Alekseyev se imaginó que el muchacho no había sonreído nunca más desde mayo. El general le explicó por primera vez cuál era la verdad. Cinco minutos después, la mano de Sorokin se abría y se cerraba junto al brazo del sillón de cuero, aproximadamente donde habría tenido su pistolera de haberse hallado de pie.
—Mayor, la esencia de un soldado es la disciplina —concluyó Alekseyev—. Yo lo he traído a usted aquí por una razón, pero debo saber que cumplirá las órdenes exactamente. Comprenderé si usted no puede hacerlo.
Su rostro no reflejó la menor emoción, pero la mano se aflojó.
—Sí, camarada general, y le agradezco con toda mi alma que me haya traído aquí. Todo será exactamente como usted diga.
—Entonces venga, tenemos trabajo por hacer.
El automóvil del general ya estaba esperando. Alekseyev y Sorokin se dirigieron hasta la avenida de circunvalación interior, alrededor del centro de Moscú, que cambia de nombre cada tantos kilómetros. Se llama Chkalova el tramo que pasa ante el «Teatro Star» hasta la estación de ferrocarril de Kursk.
El comandante de la setenta y siete división de infantería motorizada estaba dormitando. Tenía un nuevo segundo comandante, un brigadier que había llegado del frente para sustituir al coronel de excesiva edad que había ocupado el cargo hasta entonces. Estuvieron hablando durante diez horas sobre las tácticas de la OTAN, y ahora los generales aprovechaban la inesperada y prolongada detención en Moscú para dormir un poco.
—¡Qué diablos es eso!
El comandante de la setenta y siete abrió los ojos y vio un general de cuatro estrellas que lo miraba fijamente desde arriba. Dio un salto como un cadete y tomó una rígida posición militar.
—¡Buenos días, camarada general!
—¡Buenos días a usted! ¡Qué diablos hace una división del Ejército soviético durmiendo en la vía muerta de una maldita estación ferroviaria mientras muchos hombres mueren en Alemania! —le dijo Alekseyev, casi a gritos.
—Nosotros…, nosotros no podemos hacer mover los trenes, hay algún problema en las vías.
—¿Hay un problema en las vías? Ustedes tienen sus vehículos, ¿no?
—El tren va a la estación Kiev, y allí cambiamos locomotoras para el viaje a Polonia.
—Yo les arreglaré el transporte. No tenemos tiempo —explicó Alekseyev, como si lo hiciera a un chico porfiado— para que una división combatiente esté aquí inmovilizada calentando el trasero. ¡Si el tren no puede moverse, ustedes sí pueden! Bajen sus vehículos de los vagones abiertos, nosotros los conduciremos para que crucen Moscú, y podrán llegar a la estación Kiev por sus propios medios. Ahora…, ¡restriéguese bien los ojos para quitarse el sueño y ponga en marcha esta división antes de que yo encuentre alguien que sea capaz de hacerlo!
Nunca dejaba de asombrar al general lo que podía lograrse chillando sólo un poco. Observó al comandante de la división cuando gritaba a sus comandantes de los regimientos; estos, a su vez, salieron a gritar a los comandantes de los batallones. En diez minutos, los gritos habían llegado al nivel de pelotón. Diez minutos después de eso ya estaban quitando las cadenas que aseguraban a los carros de infantería «BTR-60» y el primero de ellos descendía del tren para empezar a reunirse en el Plaza Korskogo, frente a la estación. Los infantes subieron en sus vehículos. Parecían realmente amenazadores, con sus uniformes de combate y sus armas en las manos.
—¿Llegaron sus nuevos oficiales de comunicaciones? —preguntó Alekseyev.
—Sí, ellos remplazaron totalmente a mis propios hombres —asintió el comandante de la división.
—Bien. Nosotros tuvimos muchos problemas en el frente hasta que aprendimos lo referente a seguridad en las comunicaciones. Sus nuevos hombres le prestarán buenos servicios. ¿Y los nuevos fusileros?
—Una compañía de veteranos en cada regimiento, y otros distribuidos individualmente en distintas compañías de tiradores.
El comandante también se sentía satisfecho de tener algunos oficiales combatientes para que ocupasen el lugar de ciertos subordinados no muy bien conceptuados. Era evidente que Alekseyev le había enviado gente muy buena.
—Bien, haga formar su división en columnas de regimientos. Vamos a mostrar algo al pueblo, camarada. Les enseñaremos lo que es una división del Ejército soviético. Lo necesitan.
—¿Cómo efectuaremos el cruce de la ciudad?
—Tengo algunos guardias de frontera de la KGB para el control del tráfico. Mantenga a sus hombres en el orden que corresponde. ¡No quiero que nadie se pierda!
Llegó corriendo un mayor.
—Estamos listos para iniciar la marcha dentro de veinte minutos.
—¡Quince! —insistió el comandante.
—Muy bien —acordó Alekseyev—. General, yo voy a acompañarlo. Quiero ver si su personal está familiarizado ya con el equipo.
Mikhail Sergetov llegó temprano a la reunión del Politburó, como era su costumbre. El complemento habitual de los guardias del Kremlin, una compañía de infantería con armas ligeras, estaban en su lugar. Pertenecían a la división de la Guardia Taman, tropas de ceremonial que tenían un entrenamiento mínimo con armas, una guardia pretoriana sin dientes; y, como muchas unidades de ceremonial, practicaban desfiles, lustraban botas y cuidaban su aspecto de soldados, aunque en Alabino sí tenían los tanques y cañones correspondientes a una división completa. Los verdaderos guardianes del Kremlin eran los guardias de frontera de la KGB y la división de soldados de la MVD con guarnición en las afueras de Moscú. En el sistema soviético era típico que debieran existir tres formaciones armadas leales a tres ministerios separados. La división Taman tenía las mejores armas pero el menor entrenamiento. La KGB, el mejor entrenamiento pero sólo armas ligeras. La MVD, que respondía al Ministerio del Interior, disponía de pocas armas y estaba entrenada fundamentalmente como fuerza policial paramilitar, aunque se hallaba integrada por tártaros, tropas de conocida ferocidad y antipatía hacia la gente étnicamente rusa. Las relaciones entre las tres eran más que complicadas.
—¿Mikhail Eduardovich?
Era el ministro de Agricultura.
—Buenos días, Filip Moiseyevich.
—Estoy preparado —dijo el hombre en voz baja.
—¿Por qué motivo?
—Me temo que ellos, el Consejo de Defensa, puedan estar pensando en armas atómicas.
—No pueden estar tan desesperados.
Si tú eres un agent provocateur, camarada, sabes que me lo han dicho. Será mejor que me entere ahora de lo que realmente eres tú.
La expresión de la cara eslava del hombre no cambió.
—Espero que tenga razón. Yo no me he esforzado tanto en lograr alimentar bien a todo el país, por una vez, ¡para que venga alguien y lo haga volar!
¡Un aliado!, se dijo Sergetov.
—¿Y si lo someten a votación?
—Yo no sé, Misha, y quisiera saberlo. Los hechos están barriendo a demasiados de nosotros.
—¿Usted hablará en contra de esta locura?
—¡Sí! Pronto voy a tener un nieto, y quiero que él tenga un país donde crecer, ¡aunque eso me cueste la vida!
Perdóname, camarada, perdóname por todas las cosas que pensé antes de ti.
—¿Siempre el pájaro del amanecer, Mikhail Eduardovich?
Kosov y el ministro de Defensa llegaron juntos.
—Filip y yo teníamos que conversar sobre las entregas de combustible para transporte de alimentos.
—¡Usted preocúpese por mis tanques! Los alimentos pueden esperar.
Defensa caminó hacia la sala de conferencias pasando junto a ellos. Sergetov y su compatriota intercambiaron una mirada.
La reunión se inició con diez minutos de retraso. El secretario general declaró abierta la sesión y pasó de inmediato la palabra a Defensa.
—Tenemos que hacer un movimiento decisivo en Alemania.
—Lleva varias semanas prometiendo eso —dijo Bromkovskyi.
—Esta vez lo lograremos. El general Alekseyev estará aquí dentro de una hora para presentar su plan. Por el momento, hablaremos sobre el uso de armas nucleares tácticas en el frente, y cómo impedir una respuesta nuclear de la OTAN.
La cara de Sergetov fue una de las que se mantuvieron impasibles. Contó cuatro que expresaron su horror en forma evidente. La discusión que siguió fue sumamente acalorada.
Alekseyev viajó junto al comandante de la división durante los primeros kilómetros, pasando frente a la Embajada de la India y el Ministerio de Justicia. Este último provocó una irónica mirada del general, ¡qué oportuno es que yo tenga que pasar hoy frente a ese edificio! El vehículo de mando era más bien una radio con ocho ruedas. Seis oficiales de comunicaciones ocupaban la parte posterior, para permitir que el comandante dirigiera desde allí mismo su división. Los oficiales de comunicaciones habían venido del frente, y eran leales a los oficiales combatientes que los trajeron de vuelta.
Avanzaban despacio. Esos vehículos estaban diseñados para moverse con más celeridad; pero la velocidad favorecía las averías, y tan pronto como excedían los veinte kilómetros por hora los tanques podrían destrozar el pavimento. En consecuencia, viajaban plácidamente, atrayendo pequeños grupos de gente que observaban, saludaban y vitoreaban a los soldados que pasaban. La procesión no era tan exacta como uno de los desfiles que practicaban todos los días los integrantes de la Guardia Taman. Pero justamente aquello provocaba un mayor entusiasmo en el público. Estos eran verdaderos soldados que iban hacia el frente. Los oficiales de la KGB se encontraban de pie a lo largo del recorrido, «aconsejando» a los oficiales de la Milicia de Moscú que dejaran pasar a la división. Habían explicado el motivo, el problema en el ramal ferroviario del Este, y los policías de tráfico se mostraban felices por abrir el paso a los soldados de la madre Patria.
Alekseyev se puso de pie en la escotilla del artillero cuando la columna alcanzó la plaza Nogina.
—Ha trabajado muy bien para poner a sus hombres en este nivel de entrenamiento —dijo al comandante de división—. Ahora quiero apearme y observar cómo se está portando el resto de sus tropas. Lo veré de nuevo en Stendal.
Alekseyev se apeó con la agilidad de un joven cabo y se mantuvo de pie en la calle, agitando el brazo hacia los vehículos que pasaban y saludando a los oficiales que viajaban orgullosos en ellos. Pasaron cinco minutos hasta que llegó frente a él el segundo regimiento; esperó el segundo batallón, y se inclinó para agarrar la mano del general y quitarlo de las filas.
—Un viejo como usted podría lastimarse haciendo esto, camarada general —comentó Sorokin.
—¡Mocoso atrevido! —Alekseyev estaba orgulloso de su estado físico; miró al comandante del batallón, un hombre recién llegado del frente—. ¿Listo?
—Estoy listo, camarada general.
—Recuerde sus órdenes y mantenga controlados a sus hombres.
Alekseyev abrió la tapa de su pistolera. Sorokin llevaba un fusil «AK-47».
Ya se podía ver San Basilio, la colección de torres y cúpulas en forma de cebolla, al final de la calle Razina. Uno a uno, los vehículos de la comitiva doblaron a la derecha y pasaron la antigua catedral. Detrás del general, todos los soldados que ocupaban los carros de infantería habían levantado la cabeza, mirando alrededor. Era el modelo más antiguo de «GTR» y no tenía cubierta superior.
¡Allá está!, se dijo Alekseyev. El portón construido por Iván el Terrible, que conducía directamente al edificio del Consejo de Ministros. Del otro lado, y bajo la torre del reloj. Eran las diez y veinte. Faltaban diez minutos para su entrevista con el Politburó.
—¿Estamos todos locos? —preguntó el ministro de Agricultura—. ¿Pensamos que podemos jugar con armas atómicas como si fueran fuegos artificiales?
Un buen hombre —pensó Sergetov—, pero nunca ha sido elocuente. El ministro del Petróleo se restregó las manos sudorosas en las perneras de los pantalones.
—Camarada ministro de Defensa, usted nos ha llevado al borde de la destrucción —dijo Bromkovskyi—. ¡Ahora quiere que demos el salto detrás de usted!
—Es demasiado tarde para detenerse —dijo el secretario general—. La decisión ya está tomada.
Una explosión desmintió esa afirmación.
—¡Ahora! —dijo Alekseyev. En la parte posterior del vehículo de mando, los oficiales de comunicaciones activaron la red de radio divisional y anunciaron una explosión en el Kremlin. Un batallón de infantería, a las órdenes del general Alekseyev, iba a entrar a investigar.
Alekseyev ya se estaba moviendo. Tres «BTR» atravesaron velozmente el portón destrozado y se detuvieron frente a los escalones del edificio del Consejo de Ministros.
—¿Qué diablos está pasando? —gritó Alekseyev al capitán de la Guardia Taman.
—No lo sé… Usted no puede estar aquí, usted no está autorizado, debe…
Sorokin lo cortó con una ráfaga de tres disparos. Saltó del vehículo, estuvo a punto de caer a causa de su pierna herida, y corrió hacia el edificio, perseguido por el general. Alekseyev se dio vuelta junto a la puerta.
—¡Aíslen la zona, hay un complot para matar al Politburó!
La orden se fue retransmitiendo a las tropas que llegaban. Los hombres de la Guardia Taman corrían atravesando lugares abiertos, desde el antiguo Edificio Arsenal. Y se dispararon varios tiros de advertencia. Los guardias vacilaron, pero un teniente disparó todo el cargador de su fusil, y entonces comenzó un tiroteo dentro de los muros del Kremlin. Dos cuerpos de soldados soviéticos, de los cuales sólo diez sabían realmente qué estaba ocurriendo, empezaron a intercambiar fuego de fusiles, mientras los miembros del Politburó observaban desde las ventanas.
Alekseyev odió a Sorokin por tomar la delantera, pero el mayor sabía cuál de las dos vidas valía más la pena arriesgar. Encontró un capitán de la guardia en el descansillo de la escalera del segundo piso, y lo mató. Siguió subiendo, con Alekseyev y el comandante del batallón detrás, recordando el diagrama del edificio, especialmente en su cuarto piso. Otro soldado, este era un mayor, estaba allí con un fusil. Logró efectuar un disparo, errando al blanco que se había arrojado al suelo. El mayor de paracaidistas rodó rápidamente y lo mató a él. La sala de conferencias se hallaba sólo a veinte metros de distancia. Encontraron a un coronel de la KGB que tendió las manos hacia delante.
—¿Dónde está Alekseyev?
—¡Aquí!
El general tenía la pistola en la mano.
—En este piso no quedan ya guardias vivos —dijo el chekista.
Él mismo acababa de matar cuatro con una automática con silenciador que llevaba oculta bajo la chaquetilla.
—La puerta —indicó Alekseyev a Sorokin.
No la derribó a puntapiés; estaba sin llave y conducía a una antecámara. Otra puerta de roble, de doble hoja, franqueaba el paso hacia el Politburó.
Sorokin entró primero.
Encontraron veintiún hombres, viejos y de edad mediana, en su mayoría de pie junto a las ventanas, observando el pequeño combate de infantería que ya parecía haber terminado. La Guardia Taman estacionada en los terrenos del Kremlin no estaba organizada para esa clase de asaltos, y carecía de la menor probabilidad de vencer a una compañía de experimentados fusileros.
Luego entró Alekseyev guardando su pistola.
—Camaradas, por favor, regresen a sus asientos. Evidentemente hay un complot para tomar el Kremlin. Por fortuna yo estaba llegando para mi entrevista cuando pasó esta columna de tropas. ¡Siéntense, camaradas! —ordenó el general.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó el ministro de Defensa.
—Cuando ingresé en el colegio militar, hace treinta y cuatro años, presté juramento para defender al Estado y al Partido de todos sus enemigos —dijo fríamente Alekseyev—. ¡Incluyendo aquellos que matarían a mi país porque no saben qué otra maldita cosa hacer! ¿Camarada Sergetov? —El ministro del Petróleo señaló a dos hombres—. Ustedes, camaradas, y el camarada Kosov se quedarán. Los otros saldrán conmigo dentro de pocos minutos.
—Alekseyev, acaba de firmar su propia condena de muerte —dijo el ministro del Interior.
Estiró el brazo hacia un teléfono. El mayor Sorokin levantó su fusil y destruyó el aparato de un solo disparo.
—No cometan ese error de nuevo. Podemos matarlos a todos muy fácilmente. Eso sería mucho más conveniente que lo que hemos pensado. —Alekseyev esperó un momento; otro oficial entró corriendo en la sala e hizo un movimiento con la cabeza—. Ahora saldremos, camaradas. Si cualquiera de ustedes intenta hablar con alguien, los mataremos a todos inmediatamente. De a dos…, ¡empiecen a caminar!
El coronel de la KGB, que pocos momentos antes había hecho estallar su segunda bomba en el Kremlin, se hizo cargo del primer grupo.
Cuando se fueron, Sergetov y Kosov se acercaron al general.
—Lo ha hecho muy bien —dijo el director de la KGB—. Está todo listo en Lefortovo. Los hombres de turno son de los míos.
—No vamos a ir a Lefortovo. Hay un cambio en los planes —explicó Alekseyev—. Van al viejo aeropuerto, y después yo lo llevaré en helicóptero a un campamento militar comandado por alguien en quien confío.
—¡Pero yo ya tengo todo arreglado!
—Estoy seguro de eso. Aquí está mi nuevo ayudante, el mayor Sorokin. El mayor Sergetov está ya en el campamento, haciendo los arreglos finales. Dígame, camarada director, ¿le resulta familiar Sorokin?
Le parecía realmente familiar, pero Kosov no podía identificarlo.
—Era capitán, antes de su promoción por un acto de valor, en la setenta y seis división de infantería aerotransportada.
—¿Ah, sí? —Kosov sintió el peligro, pero no sabía el motivo.
—El mayor Sorokin tenía una hija en las «Jóvenes Octubristas». La aerotransportada setenta y seis tiene su guarnición en Pskov —explicó Alekseyev.
—Por mi pequeña Svetlana —dijo Sorokin—, que murió sin cara.
Todo lo que Kosov tuvo tiempo de ver fue un fusil y un relámpago blanco.
Sergetov dio un salto para apartarse y miró a Alekseyev, impresionado.
—Aunque usted hubiera tenido razón en confiar en el chekista, yo no estaba dispuesto a recibir órdenes de uno de ellos. Lo dejo con una compañía de tropas leales. Debo tomar el control del Ejército. Su tarea ahora es lograr el control del aparato del Partido.
—¿Cómo podemos confiar en usted? —preguntó Agricultura.
—Nosotros tendríamos que estar ya en camino para custodiar las líneas de comunicaciones. Haremos todo de acuerdo con nuestro plan. Ellos anunciarán un intento para derrocar al Gobierno, impedido por tropas leales. Hoy mismo, más tarde, uno de ustedes aparecerá en televisión. Debo irme. Buena suerte.
Dirigidos por sus guías de la KGB, los batallones motorizados se trasladaron a las estaciones de radio y televisión y a las principales centrales telefónicas. Se movieron con rapidez, respondiendo a las llamadas de emergencia para tomar la ciudad en contra de un desconocido número de contrarrevolucionarios. En realidad, no tenían la más mínima idea de lo que estaban haciendo; sólo sabían que cumplían órdenes de un general de cuatro estrellas, para los oficiales de la setenta y siete de infantería motorizada, eso era suficiente. Los equipos de comunicaciones habían actuado bien. El oficial político de la división apareció en el Consejo de Ministros y se encontró con cuatro miembros del Politburó que impartían órdenes por teléfono. No estaba todo como debía estar; pero los hombres del Partido parecían tener las cosas bajo control. Se enteró de que habían matado o herido a los otros miembros, ¡en un perverso ataque de los propios guardias del Kremlin! El director de la KGB había descubierto el complot justo a tiempo para convocar tropas leales, pero había muerto heroicamente al resistir a los atacantes. Nada de esto tenía mucho sentido para el Zampolit divisional, pero no era necesario que lo tuviera. Sus órdenes sí tenían perfecto sentido, y procedió a transmitir por radio instrucciones al comandante de división.
Sergetov estaba sorprendido por lo fácil que había sido. La cantidad de personas que sabían realmente qué había pasado no excedía de doscientas. La lucha se había producido dentro de los muros del Kremlin y, si bien muchos habían oído el ruido, la historia inventada para explicarlo bastaba por el momento. Él tenía varios amigos en el Comité Central, y ellos hicieron en la emergencia lo que se les decía. Hacia el fin del día, las riendas del poder quedaron compartidas entre tres hombres del Partido. Los otros miembros del Politburó se hallaban fuera de la ciudad bajo guardia armada, con el mayor Sergetov a cargo de su vigilancia. Sin instrucciones del ministro del Interior, las tropas de la MVD aceptaron las órdenes del Politburó, mientras la KGB vacilaba sin su líder. La ironía final del sistema soviético fue que, acéfalo, no pudo salvarse a sí mismo. El control omnipresente del Politburó en todos los aspectos de la vida soviética impidió que ahora la gente hiciera las preguntas que debían hacerse antes de que pudiera comenzar una resistencia organizada, y cada hora que pasaba iba dando a Sergetov y a su grupo más tiempo para consolidar su dominio. El anciano y distinguido Pyotr Bromkovskyi quedó como líder del aparato del Partido y actuaba también como ministro de Defensa. Recordado en el Ejército como un comisario que se preocupaba por los hombres con quienes servía, Petya pudo ungir a Alekseyev como viceministro de Defensa y jefe del Estado Mayor. Filip Moiseyevich Krylov retuvo Agricultura y tomó Asuntos Interiores. Sergetov actuaría como secretario general. Los tres hombres formaban una troika que lograría la aceptación de sus compatriotas hasta que pudieran incorporar otros de sus hombres. Restaba por hacer una tarea suprema.