40. TIERRA DE MUERTE

STYKKISHOLMUR, ISLANDIA

Había mucho que hacer, y el tiempo era escaso.

El teniente Potter y su grupo de comandos de la Fuerza de Reconocimiento encontraron ocho soldados rusos en el pueblo. Estaban tratando de escapar por el único camino que llevaba al Sur cuando cayeron en una emboscada que costó la vida o hirió a cinco de ellos. Eran los últimos que podrían haber alertado a Keflavik sobre los buques que se veían en el horizonte.

Las primeras tropas regulares llegaron en helicóptero. Unidades con efectivos de pelotón o compañía ocuparon todas las alturas en los cerros que dominaban la bahía. Tuvieron particular cuidado en mantener las aeronaves por debajo del horizonte de los radares en Keflavik, donde sólo continuaba en servicio un transmisor ruso, a pesar de todos los esfuerzos en contra. Un helicóptero «CH-53 Super Stallion» levantó los componentes de un transmisor de radar móvil y los trasladó hasta la cumbre de una montaña sobre la costa noroeste de la isla, y un grupo de técnicos del Ejército subió de inmediato a trabajar para ponerlo en condiciones operativas. Cuando los buques entraron en esa pesadilla llena de rocas que se llamaba el puerto de Stykkisholmur, cinco mil soldados estaban ya en posición sobre los caminos que conducían al pueblo.

El comandante de uno de los grandes «LTS» (buques de desembarco, tanques) había intentado contar las rocas y bancos encontrados en el viaje desde Norfolk. Dejó de hacerlo al alcanzar quinientos, y se concentró en memorizar su particular zona de responsabilidad: Verde Dos-Charlie. La luz del día y la marea baja ayudaron. Muchas de las rocas habían quedado a la vista por debajo del nivel de las agujas, y las tripulaciones de los helicópteros que habían finalizado ya su misión de desembarcar tropas lanzaron reflectores radar y balizas encendidas sobre muchas de ellas, lo que mejoró bastante las cosas. La tarea siguiente era apenas más segura que cruzar una autopista con los ojos vendados. Los «LST» entraron primero, serpentearon entre las rocas a la temeraria velocidad de diez nudos, confiando en sus impulsores auxiliares de proa para ayudar al timón a gobernar el buque a través del infernal laberinto.

El equipo de comandos del teniente Potter colaboró de nuevo en ese aspecto. Fueron de casa en casa, localizando a los capitanes y oficiales de las lanchas pesqueras locales. Los experimentados marinos subieron a los helicópteros, que los llevaron a los buques líderes. Allí ayudaron a pilotar a los grandes anfibios grises a través de los pasajes más estrechos. Hacia mediodía, el primer «LST» había bajado a tierra su rampa, y los primeros tanques de infantería de Marina rodaron hacia la isla. Inmediatamente detrás de ellos iban camiones cargados con material de planchas perforadas de acero para pistas de vuelo. Las despacharon al Este, hasta un campo llano previamente elegido para base de los helicópteros de infantería de Marina y los cazas «Harrier» de despegue corto.

Cuando los helicópteros de la flota completaron su tarea de marcar las rocas y bancos, volvieron a trasladar soldados. Los transportadores de tropas fueron escoltados por cañoneros «SeaCobra» y aviones «Harriers» mientras extendían el perímetro de ocupación de la infantería de Marina hasta las montañas que se alzaban sobre el río Hvita. Allí hicieron contacto con los puestos de observación destacados de los rusos, y comenzó la primera lucha verdadera.

KEFLAVIK, ISLANDIA

—Bravo por nuestros informes de Inteligencia —murmuró el general Andreyev.

Desde su cuartel general podía ver las enormes siluetas que navegaban lentamente. Eran los acorazados Iowa y New Jersey, acompañados por cruceros lanzamisiles para la defensa aérea.

—Podemos atacarlos ahora —dijo el jefe de artillería.

—Hágalo, entonces. —Mientras pueda, pensó, y se volvió hacia su oficial de comunicaciones—. ¿Han informado ya a Severomorsk?

—Si. La Flota del Norte lanzará hoy mismo sus aviones, y también los submarinos.

—Dígales que sus blancos primarios son los buques anfibios norteamericanos en Stykkisholmur.

—Pero nosotros no estamos seguros de que estén allí. El puerto es demasiado peligroso para…

—¿Dónde diablos podrían estar? —preguntó Andreyev—. Nuestros puestos de observación destacados allá no nos contestan, y tenemos informes sobre helicópteros enemigos que se mueven desde esa dirección hacia el Este y el Sur. ¡Piense, hombre!

—Camarada general, el objetivo primario de la Marina será la fuerza de portaaviones enemiga.

—Entonces explíqueles a nuestros camaradas de azul que los portaaviones no pueden quitarnos Islandia, ¡pero sus piojosos infantes de Marina sí pueden!

Andreyev vio que se levantaba humo desde una de sus baterías de cañones de gran calibre. Pocos segundos después llegó el estampido. La primera salva rusa cayó varios miles de metros corta.

—¡Misión de fuego!

El Iowa no había disparado sus cañones en combate desde Corea; pero ahora sus inmensos «fusiles» de sesenta y cinco centímetros giraron lentamente hacia estribor. En la estación central de control de artillería, un técnico operaba la pequeña palanca de mando de un vehículo «Mastiff» de pilotaje remoto. El avioncito miniatura, comprado varios años antes a Israel, volaba en círculo a dos mil cuatrocientos metros sobre la batería de artillería rusa, y su cámara de televisión enfocaba uno y otro emplazamiento.

—Cuento seis cañones… Parecen de ciento cincuenta y cinco, más o menos. Digamos que son de quince centímetros.

La situación exacta de la batería rusa quedó establecida. La computadora analizó luego la información sobre densidad del aire, presión barométrica, humedad relativa, dirección y velocidad del viento, y otra docena de factores. El oficial artillero observó su tablero indicador hasta que se encendió la luz de la solución.

—Comience el fuego.

El cañón central de la torre número dos disparó un solo proyectil. Un radar de banda milimétrica desde lo alto de la torre de dirección siguió la trayectoria de la granada, comparándola con la preestablecida por la computadora de control de fuego. Como no era de sorprender, había algunos errores en la velocidad pronosticada del viento. La propia computadora del radar envió las nuevas lecturas empíricas al sistema maestro, y los restantes ocho cañones de la batería principal alteraron ligeramente su posición. Dispararon aun antes de que la primera granada llegara a tierra.

—¡Madre de Dios! —susurró Andreyev.

El relámpago color naranja ocultó momentáneamente la nave. Alguien a su izquierda lanzó un grito, pensando quizá que uno de los tiros de la artillería rusa había dado en el blanco. Andreyev no se hizo semejante ilusión. Sus artilleros estaban fuera de práctica y todavía no habían afinado su puntería. Giró la cabeza para orientar los binoculares hacia su batería, a cuatro kilómetros de allí.

El primer tiro fue a parar mil quinientos metros al sudeste del cañón más próximo. Los ocho siguientes cayeron a doscientos metros detrás de ellos.

—¡Muevan inmediatamente esa batería!

—¡Caigan doscientos y disparen para efecto!

Los cañones ya estaban pasando por su ciclo de treinta segundos de recarga. El gas inerte expulsaba los fragmentos de las bolsas propulsoras de seda que salían por las bocas, para limpiar las ánimas de los tubos; luego, se abrían las recámaras, y las rampas de carga se desplegaban colocándose en su lugar. Se controlaban las almas en busca de peligrosos residuos, después subían los elevadores desde las salas de manipulación hasta el borde posterior de las rampas y se introducían las granadas en los tubos de los cañones. Las pesadas bolsas impulsoras caían en las rampas y las introducían detrás de las granadas. La rampa subía, las recámaras se cerraban hidráulicamente y los cañones se elevaban. Los artilleros de la torre salían de los compartimientos de carga y apretaban con las manos los protectores de los oídos. En control de fuego, algunos dedos oprimían las llaves, y las recámaras retrocedían una vez más. El ciclo comenzaba de nuevo, los marineros adolescentes cumplían las mismas tareas desempeñadas por sus abuelos cuarenta años antes.

Andreyev salió del cuartel general para observar desde afuera, poseído por una espantosa fascinación. Podía oír ese sonido de tela rasgada que anunciaba el pasaje de los monstruosos proyectiles, y se volvía para mirar su batería. Había camiones que estaban arrastrando los cañones en cuanto sus artilleros disparaban las últimas granadas, y comenzaban los frenéticos preparativos para ocupar las nuevas posiciones. La batería tenía seis piezas de ciento cincuenta y dos milímetros y muchos camiones para el personal y la munición. Apareció una cortina de polvo y rocas, seguida por tres explosiones secundarias; después, cuatro salvas más cuando el New Jersey se unió a su hermano más viejo en el bombardeo.

—¿Qué es eso? —preguntó un teniente señalando un punto en el cielo.

El comandante de artillería logró apartar los ojos de lo que había sido la tercera parte de sus cañones pesados, e identificó el vehículo de pilotaje remoto.

—Puedo hacerlo derribar.

—¡No! —gritó Andreyev—. ¿Usted quiere que vean dónde están nuestros últimos lanzadores «SAM»?

En general se había enfrentado en Afganistán a fuego de morteros y de cohetes. Pero esta era su primera experiencia en el extremo batido por los cañones de grueso calibre.

—Mis otras baterías están todas camufladas.

—Quiero que tenga preparadas por lo menos tres posiciones alternativas para cada uno de sus cañones, todas ellas completamente camufladas.

El general volvió a entrar en el edificio. Confiaba en que los norteamericanos no iban a bombardear la ciudad de Keflavik, por lo menos no en seguida. La sala de mapas tenía cartas geográficas de la costa oeste de Islandia del tamaño de toda la pared. Su personal de estado mayor de Inteligencia ya estaba colocando banderitas para marcar las posiciones de las unidades norteamericanas apreciadas.

—¿Qué tenemos sobre el Hvita? —preguntó a su jefe de operaciones.

—Un batallón. Diez carros de infantería «BMP»; el resto del transporte son camiones y vehículos requisados. Tienen morteros, misiles antitanque y «SAM» portátiles. Están desplegados de manera tal que cubren el puente de la autopista sobre Bogarnes.

—Los norteamericanos ya los están mirando desde esta montaña.

—¿Qué clases de aviones hemos visto?

—Los norteamericanos tienen varios portaaviones dentro del radio de ataque a nosotros. Veinticuatro cazas y treinta y cuatro aviones de ataque por cada uno de los portaaviones. Si además desembarcaron toda una división de infantes de Marina tendremos que enfrentarnos a un significativo número de helicópteros y «Harrier» de ala fija. Estos últimos pueden operar desde los buques anfibios preparados para eso, o desde bases en tierra acondicionadas. Con los materiales apropiados ese trabajo se puede hacer en cuatro a seis horas. Una división de infantes de Marina es aproximadamente el doble de nuestro potencial en hombres, un batallón pesado de tanques, más fuerte en artillería, pero no tantos morteros. Lo que me preocupa es su movilidad. Pueden bailar alrededor de nosotros, usando helicópteros y vehículos de desembarco para poner tropas donde se les antoje.

—Tal como lo hicimos nosotros cuando desembarcamos. Sí —coincidió sensatamente—. ¿Son realmente buenos?

—Los infantes de Marina norteamericanos se consideran tropas de élite, igual que nosotros. Sin duda, algunos de sus oficiales más antiguos y suboficiales más jóvenes deben de haber visto o participado en acciones verdaderas.

—¿Está muy mala la situación?

Un hombre entró en la sala. Era el jefe de la KGB en la base.

—¡Chekista infame! Usted me dijo que la división de infantería de Marina iba a Europa. Están matando a mis hombres mientras hablamos.

El trueno lejano de los cañones pesados subrayó las palabras de Andreyev. Los acorazados batían ahora un depósito de abastecimientos. Afortunadamente no había quedado mucho allí.

—Camarada general, yo…

—¡Váyase de aquí! Tengo mucho que hacer. —Andreyev ya se estaba preguntando si su misión no tenía esperanza alguna, pero era un general de paracaidistas y no estaba acostumbrado al fracaso, y tenía diez helicópteros de ataque dispersos y ocultos después del ataque a la base aérea de Keflavik—. ¿Qué posibilidades hay de enviar a alguien para que observe ese puerto?

—Estamos bajo vigilancia continua de los aviones radar norteamericanos. Nuestro helicóptero tendría que volar sobre posiciones enemigas para llegar allá. Los norteamericanos poseen sus propios helicópteros armados y cazas jet… Es una misión suicida, y haría falta un milagro para que nuestro hombre pudiera acercarse lo suficiente para ver algo, y más que un milagro para que viviera el tiempo necesario para informarnos de algo útil.

—Entonces vea si nos puede conseguir un avión de reconocimiento desde el continente, o apoyo de satélite. Yo tengo que saber contra qué estamos enfrentándonos. Si podemos deshacer su playa de invasión, tenemos buenas probabilidades de derrotar las tropas que ya tienen en tierra, ¡y al diablo con sus aviones navales!

Era complicado hacerlo; pero un pedido FLASH de información del comandante de la Flota del Norte cortaba mucho camino a través de la burocracia. Uno de los satélites soviéticos de reconocimiento tuvo que consumir la cuarta parte de su combustible para maniobras a fin de cambiar su órbita y pasar a baja altura sobre Islandia dos horas después. Y minutos más tarde, el último «Rorsat» soviético fue lanzado hacia el Sur desde el cosmódromo de Baikonur, y en su primera vuelta tuvo a Islandia dentro del alcance de su radar. Cuatro horas después del mensaje de Andreyev, los rusos disponían de un cuadro muy claro del despliegue enemigo en Islandia.

BRUSELAS, BÉLGICA

—¿Están listos? —preguntó SACEUR.

—Sería mejor contar con otras doce horas, pero están listos. —El oficial de operaciones miró su reloj—. Saldrán a la hora en punto. Diez minutos.

Habían usado provechosamente las horas transcurridas mientras colocaban en posición la nueva división. Varias brigadas adicionales fueron reunidas en un par de nuevas divisiones políglotas. Para hacerlo, habían sacado del frente casi todas las reservas, luego, respondiendo a un plan precipitadamente ideado para encubrir y engañar al enemigo, establecieron unidades de comunicaciones a lo largo de todo el frente y comenzaron a lanzar mensajes que simulaban la presencia de las formaciones que habían cambiado de posición. La OTAN había limitado adrede su propia maskirova hasta ese momento, permitiendo que SACEUR apostara toda la Europa Occidental a un par de cincos.

HUNZEN, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

Fue un ejercicio estimulante. Alekseyev tuvo que mover hacia delante sus fuerzas A, con las que iba a explotar la situación, mientras una castigada división de infantería motorizada B se desangraba para forzar el cruce del Weser. En todo momento el general, nervioso, esperaba noticias de su debilitado flanco derecho. No tuvo ninguna. El comandante en jefe del Oeste era tan bueno como su palabra, y lanzó un ataque de diversión contra Hamburgo para atraer fuerzas de la OTAN y sustraerlas de la última ruptura soviética.

No era una maniobra fácil. Habían llevado misiles antiaéreos y unidades de artillería desde otros sectores. Cuando la OTAN apreciara cuáles eran las perspectivas, realizarían cualquier esfuerzo para impedir un avance soviético sobre el Ruhr. Hasta ese momento la resistencia había sido débil. Tal vez ellos no hubieran comprendido lo que estaba sucediendo; o tal vez, pensó Alekseyev, estaban realmente tocando fondo en cuanto a personal y logística.

La primera unidad A era la división ciento veinte de infantería motorizada, los famosos Guardias Rogachev, cuyos elementos de vanguardia ya estaban cruzando en Rühle, e inmediatamente detrás estaba la octava división de infantería blindada. Otras dos divisiones de tanques se hallaban agrupadas en los caminos que conducían a Rühle, mientras un regimiento de ingenieros trabajaba para tender siete puentes. Inteligencia estimaba que serían dos, tal vez tres, los regimientos de la OTAN que saldrían a hacerles frente. No es suficiente, pensó Alekseyev. Esta vez no. Hasta su poder aéreo estaba agotado. Sus grupos de aviación frontal habían informado una oposición menor, y sólo alrededor de Rühle. Tal vez mi superior tenía razón después de todo.

—Fuerte actividad aérea enemiga en Salzhemmendorf —informó un oficial de comunicaciones de la fuerza aérea.

Allí es donde está la cuarenta de tanques, pensó Alekseyev. Esa unidad B había quedado terriblemente disminuida después del ataque alemán de circulación…

—La división cuarenta de tanques informa que se está produciendo un intenso ataque enemigo en su frente.

—¿Qué quieren decir con «intenso»?

—El informe viene del puesto de mando alternativo. No puedo comunicarme con el cuartel general de la división. El segundo comandante informa que hay tanques norteamericanos y alemanes que avanzan en fuerza equivalente a una brigada.

¿Fuerza de brigada? ¿Otro ataque de desarticulación?

—Ataque enemigo lanzado en Dunsen.

—¿Dunsen? Eso está cerca de Gronau. ¿Cómo diablos llegaron allí? —Se sobresaltó Alekseyev—. ¡Confirme ese informe! ¿Es un ataque aéreo o terrestre?

—La ciento veinte de infantería motorizada ha pasado ya un regimiento completo al otro lado del Weser. Están avanzando sobre Brökeln. La octava de tanques tiene el Weser a la vista de su vanguardia. Unidades «SAM» están tomando posición para cubrir el punto de cruce.

Era como tener gente que le leyera diferentes partes del periódico simultáneamente, pensó Alekseyev. El general Beregovoy estaba en el frente, coordinando el control de tráfico y asignando tareas finales para la maniobra posterior al cruce. Pasha sabía que ese era su puesto adecuado; pero, como antes, se sentía molesto por hallarse lejos de la verdadera acción, dando órdenes como jerarca de Partido en vez de comandante combatiente. La artillería de todas las divisiones en avance se encontraba bastante adelantada para proteger el cruce contra cualquier contraataque. Mi retaguardia está terriblemente debilitada…

—Camarada general, el ataque en Dunsen está compuesto por tanques enemigos y tropas motorizadas con fuerte apoyo aéreo táctico. El comandante de regimiento de Dunsen aprecia efectivos equivalentes a una brigada.

¿Una brigada en Dunsen, y una brigada en Salzhemmendorf? Esos son comandantes de unidades B. Fuera de práctica sin experiencia. Si fueran oficiales efectivos, estarían en unidades A, y no cuidando reservistas fuera de forma.

—Unidades terrestres enemigas en Breinke, fuerza desconocida.

¡Eso está a sólo quince kilómetros de aquí! Alekseyev buscó algunos mapas. Estaba apretado en el vehículo de comando; descendió y desplegó las cartas sobre el suelo. Su oficial de Inteligencia se colocó a su lado.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —Su mano se movió sobre el mapa—. Esto es un ataque con veinte kilómetros de frente.

—Se supone que la nueva división enemiga aún no está en posición, e Inteligencia del Teatro dice que la van a fraccionar para reforzar puntos especiales en toda la zona del frente Norte.

—¡El cuartel general de Foulziehausen informó de un fuerte ataque aéreo y dejó de transmitir!

Como para dar énfasis a ese último informe, se oyó una impresionante explosión en el Norte, en dirección a Bremke, donde la división veinticuatro de tanques tenía sus principales depósitos de combustible y munición. De pronto empezaron a aparecer aviones volando bajo sobre el horizonte, El puesto móvil de mando se hallaba en el bosque vecino a la pequeña población de Hunzen.

El pueblo estaba en gran parte desierto, y los transmisores de radio de las unidades se encontraban allí. Los aviones de la OTAN habían demostrado hasta ese momento su voluntad de no dañar construcciones civiles a menos que se vieran obligados a hacerlo…

Pero no hoy. Cuatro cazas tácticos arrasaron el centro del pueblo, donde se hallaban los transmisores, con bombas de alto poder explosivo.

—Que Alternativo Uno se ponga en marcha de inmediato —ordenó Alekseyev.

Pasaron velozmente más aviones sobre sus cabezas, con rumbo sudeste, hacia la Autopista 240, donde las unidades A de Alekseyev estaban desplazándose hacia Rühle. El general encontró una radio que funcionaba y llamó a Stendal, al comandante en jefe del Oeste.

—Tenemos un importante ataque enemigo procedente del sudeste desde Springe. Estimo sus efectivos equivalentes a dos divisiones por lo menos.

—Imposible, Pasha… ¡Ellos no tienen dos divisiones de reserva!

—He recibido informes sobre unidades terrestres enemigas en Breinke, Salzhemmendorf y Dunsen. En mi opinión, mi flanco derecho está en grave peligro, y debo cambiar la orientación de mis fuerzas para defenderlo. Solicito permiso para suspender el ataque en Rühle a fin de superar esta amenaza.

—Permiso denegado.

—Camarada general, yo soy el comandante del sector. La situación se puede manejar si tengo autoridad para actuar apropiadamente.

—General Alekseyev, su objetivo es el Ruhr. Si usted no es capaz de lograr ese objetivo, encontraré un comandante que lo sea.

Alekseyev miró incrédulo el radioteléfono. Había trabajado para ese hombre durante…, dos años. Eran amigos. Siempre ha confiado en mi juicio.

—¿Usted me ordena continuar el ataque a pesar de la acción enemiga?

—Pasha, están haciendo otro ataque de desarticulación… No es más serio que eso. Pase esas cuatro divisiones al otro lado del Weser —dijo el hombre con más suavidad—. Cambio y corto.

—¡Mayor Sergetov! —llamó Alekseyev, y el joven oficial apareció al cabo de un instante—. Consiga un vehículo y vaya a Dunsen. Quiero su observación personal sobre lo que encuentre. Tenga cuidado, Iván Mikhailovich. Lo quiero de regreso aquí en menos de dos horas. Proceda.

—¿Usted no hará ninguna otra cosa? —preguntó el oficial de Inteligencia.

Pasha observó a Sergetov cuando subía a un camioncito ligero. No pudo mirar a la cara a su oficial.

—Cumplo órdenes. La operación para cruzar el Weser continúa. Tenemos un batallón antitanque en Holle. Dígales que se desplacen al Norte y estén alerta ante fuerzas enemigas sobre el camino de Bremke.

El general Beregovoy sabe lo que debe hacer. Si yo lo prevengo, él cambiará sus disposiciones. Entonces acusarán a Beregovoy de violar las órdenes. Esa es una jugada segura. Le paso prudentemente la advertencia, y, ¡no! Si yo no puedo violar las órdenes, no puedo tampoco elegir a otro para que lo haga.

¿Y si tuvieran razón? Este puede ser otro ataque de desarticulación. El Ruhr es un objetivo estratégico de enorme importancia.

Alekseyev levantó la vista.

—Las órdenes de batalla se mantienen.

—Sí, camarada general.

—El informe sobre tanques enemigos en Bremke era incorrecto. —Se acercó un joven oficial—. El observador vio a nuestros tanques avanzando hacia el Sur ¡y se equivocó en la identificación!

—¿Y esas son buenas noticias? —preguntó Alekseyev.

—Por supuesto, camarada general —respondió sin mucha convicción el capitán.

—¿No se le ha ocurrido a usted preguntarse por qué nuestros tanques se dirigían al Sur? Maldita sea. ¿Debo ser yo el único que piense aquí?

Como no podía gritar a quien realmente quería, tenía que gritar a alguien. El capitán languideció ante sus ojos. Una parte de Alekseyev se sintió avergonzada, pero otra parte había necesitado ese desahogo.

Ocupaban el cargo porque tenían mayor experiencia de combate que cualquier otro. Nunca se le había ocurrido a nadie que en esa clase de operación no tuvieran absolutamente ninguna experiencia. Estaban avanzando. Excepto en los contraataques locales, ninguna unidad de la OTAN había hecho mucho en ese sentido; pero el teniente Mackall, todavía seguía pensando como un sargento, sabía que ellos eran los que estaban en mejores condiciones para aquello. El tanque «M-1» tenía un limitador en el motor que no permitía que la velocidad excediera los setenta kilómetros por hora. Era siempre lo primero que quitaban los tripulantes.

Su «M-1» se dirigía hacia el Sur a noventa kilómetros por hora. El traqueteo era suficiente para agitar el cerebro hasta aflojarlo dentro del cráneo; pero él jamás se había sentido más optimista y emocionado. Su vida estaba en equilibrio en el filo de la navaja, entre la audacia y la locura. Algunos helicópteros armados volaban delante de su compañía, patrullando la ruta y declarándola despejada en todo el trayecto hasta Alfeld. Los rusos no estaban usando esa ruta para nada. No era un verdadero camino, sino el derecho de paso de una tubería subterránea, una franja cubierta de hierbas, de unos treinta metros de ancho, y que seguía en línea recta a través de los bosques. Las gruesas orugas del tanque levantaban polvo como la estela de una veloz lancha, a medida que el tanque corría hacia el Sur.

El conductor redujo un poco la velocidad para tomar una curva; Mackall aguzaba la vista en dirección al frente, tratando de ver cualquier vehículo enemigo que se les hubiera pasado a los helicópteros. No tenía que ser necesariamente un vehículo. Podía ocurrir que fueran sólo tres tipos con un lanzador de misiles… y la señora Mackall recibiría El Telegrama, en el que lamentaban informarle que su hijo…

Treinta kilómetros, pensó. ¡Maldición! Hacía solamente media hora que los granaderos alemanes habían perforado un agujero en las líneas rusas, y, ¡zoom!, ¡entraba la Caballería Black Horse! Era una locura, pero, diablos, era una locura seguir con vida desde su primer combate…, una hora después de haber empezado la guerra. Faltaban diez kilómetros.

—¡Mire eso! Más tanques nuestros van hacia el Sur. ¿Qué diablos está pasando? —dijo Sergetov gruñendo a su conductor, e imitando ahora la expresión de su general.

—¿Esos son tanques nuestros? —preguntó el conductor.

El nuevo mayor movió la cabeza. Pasó otro a través de un claro entre los árboles… ¡La torreta tenía un techo plano, no era la acostumbrada forma de domo de los tanques soviéticos!

Apareció un helicóptero sobre el claro y pivoteó en el cielo. Sergetov no lo confundió con un ruso, y las cortas alas a cada lado del fuselaje lo distinguían como un helicóptero armado, de ataque. El conductor dobló bruscamente a la derecha justo antes de que la ametralladora montada en la cara del helicóptero les disparara. Sergetov saltó del vehículo cuando ya lo alcanzaban las trazadoras. Cayó de espaldas y rodó de lado hacia el borde de los árboles. Había agachado la cabeza, pero pudo sentir la onda de calor cuando los proyectiles trazadores de la ametralladora incendiaron el depósito auxiliar del combustible que llevaba el camión en la parte de atrás. El joven oficial corrió para refugiarse entre los árboles y miró, asomado, detrás de un alto pino. El helicóptero norteamericano se acercó a menos de cien metros de su vehículo para asegurarse de su destrucción, luego viró y se alejó hacia el Sur. La radio de Sergetov estaba en el camión volcado e incendiado.

—Búfalo Tres-Uno, aquí Comanche, cambio.

—Comanche, aquí Tres-Uno. Adelante, cambio.

—Acabamos de reventar un camión ruso. Todo lo demás parece despejado. ¡Rodando, cowboy! —urgió el piloto del helicóptero.

Mackall se rio al oírlo. Tuvo que recordarse a sí mismo que esto no era una broma. Varios conductores de tanques se habían metido en problemas por aventurarse demasiado en los campos alemanes, ¡y ahora les ordenaban que lo hicieran! Dos minutos más y pasaron otros tres kilómetros.

Aquí es donde se pone dudoso.

—Búfalo Tres-Uno, vemos tres vehículos rusos de guardia en lo alto de la montaña. Parecen «Bravo-Tango-Romeos». Todo el tráfico del puente aparentemente es de camiones. El taller de reparaciones se encuentra sobre la orilla del este, al norte del pueblo.

El tanque redujo la velocidad cuando se acercaban a la última curva. Mackall ordenó que sacaran la oruga del camino y pasaran sobre los pastos, doblando pesadamente junto a un grupo de árboles.

—¡Blanco BTR a las once, dos mil setecientos! ¡Dispara cuando estés listo, Woody!

El primero de los vehículos de ocho ruedas explotó antes de que ninguno de sus tripulantes supiera que había un tanque cerca. Estaban buscando aviones, no tanques enemigos, cuarenta kilómetros hacia atrás. Los dos siguientes quedaron destruidos antes de que pasara un minuto, y el pelotón de cuatro tanques de Mackall avanzó veloz.

Llegaron todos a la sierra en tres minutos. De uno en uno, los enormes tanques «Abram» ascendieron hasta la cresta de la montaña, que dominaba lo que alguna vez fuera una pequeña ciudad. Muchos días de continuos ataques aéreos y fuego de artillería habían terminado con eso, Había cuatro puentes de campaña en operación, y numerosos camiones estaban cruzando o esperando para cruzar.

Primero los tanques localizaban y atacaban cualquier cosa que pareciera vagamente peligrosa. Después, el fuego de ametralladoras empezó a trabajar sobre los camiones, mientras los cañones principales alcanzaban la explanada de reparaciones de tanques, situada en campos al norte del pueblo. En esos momentos había dos compañías completas en posición, y los vehículos de infantería atacaron a los camiones con sus cañones ligeros de veinticinco milímetros. Antes de quince minutos ardían más de cien camiones, junto con abastecimientos suficientes para mantener toda una división rusa durante un día de combate. Pero la destrucción de los abastecimientos era incidental. El resto del escuadrón ya estaba alcanzando al grupo de avanzada, y su tarea consistía en apoderarse de ese nexo de comunicaciones ruso hasta que fueran relevados. Los alemanes ya tenían Gronau, y las fuerzas rusas situadas al este del Leine habían quedado aisladas de sus abastecimientos. Dos de los puentes rusos estaban despejados, y una compañía de carros de infantería «M-2 Bradley» cruzó rápidamente para tomar posiciones sobre el linde este de la población.

Iván Sergetov se arrastró hasta el borde del camino de hierba (él no sabía qué era) y miró pasar las unidades sintiendo una bola de hielo en el estómago. Eran norteamericanos, con efectivos de un batallón como mínimo, estimó. No había camiones, solamente los vehículos oruga. Mantuvo su presencia de ánimo lo suficiente como para comenzar a contar los tanques y vehículos de transporte de personal que cruzaban frente a él a una velocidad que nunca había apreciado realmente. El ruido era lo que más impresionaba. Los tanques «M-1» impulsados por turbinas no producían el rugido de los otros tanques equipados con motores diesel. Hasta que no se encontraban a pocos cientos de metros, no se sabía siquiera que estaban allí… la combinación de bajo nivel de ruido y alta velocidad… ¡Se dirigen a Alfeld!

Tengo que informar esto. Pero ¿cómo?, su radio había desaparecido, y Sergetov tuvo que pensar por un momento para determinar dónde estaba… A dos kilómetros del Leine, justo al otro lado de esa montaña boscosa. Tenía una alternativa difícil. Si regresaba al puesto de mando, era una caminata de veinte kilómetros. Si corría hacia atrás, podía tal vez encontrar unidades propias en la mitad del tiempo y dar la alarma. Pero correr en esa dirección se le antojaba cobardía.

Cobardía o no, debía marchar hacia el Este. Sergetov tenía la agobiante sensación de que nadie había dado la alarma. Caminó hasta el borde de la arboleda y esperó un claro en la columna norteamericana. Eran sólo treinta metros hasta el otro lado. Cinco segundos para cruzarlos, pensó. Menos.

Otro «M-1» pasó frente a él a gran velocidad. Miró a la izquierda y vio que el siguiente venía a unos trescientos metros. Sergetov respiró profundamente y corrió hacia el terreno abierto.

El comandante del tanque lo vio, pero no pudo accionar su ametralladora con la suficiente rapidez. Además, un hombre a pie, sin un fusil siquiera, no merecía que se detuviera. Informó por radio que lo había visto y volvió a la misión que tenía entre manos.

Sergetov no dejó de correr hasta penetrar cien metros entre los árboles. Tan corta distancia… pero él sentía que el corazón le saltaba en el pecho. Se sentó con la espalda apoyada contra un tronco para recuperar el aliento y continuó observando pasar los vehículos. Tardó varios minutos hasta poder moverse de nuevo; después, tuvo que trepar la empinada montaña y finalmente se encontró una vez más mirando hacia abajo en dirección al Leine.

La conmoción de haber visto los tanques norteamericanos ya había sido bastante desgraciada. Pero lo que contempló ahora lo era mucho más. La explanada de reparación de tanques del Ejército era una ruina humeante. Por todas partes había camiones que se estaban quemando. Por lo menos debía seguir cuesta abajo. Corrió descendiendo por la ladera este de la montaña directamente hacia el río. Quitándose el cinturón y la pistolera, Sergetov saltó a la rápida corriente.

—¿Qué es aquello? ¡Eeeh, veo un ruso nadando!

Un infante hizo girar la ametralladora calibre cincuenta para apuntarle. El comandante del vehículo lo detuvo.

—¡Ahorre munición para los «MiG», soldado!

Trepó la orilla este y se volvió para mirar hacia atrás. Los vehículos norteamericanos estaban ocupando posiciones defensivas cavadas. Corrió para tomar cubierta y se detuvo de nuevo, contando otra vez antes de continuar. Había un control de tráfico en Sack. Hacia allí se dirigió Sergetov corriendo.

Después de la primera hora, las cosas se estabilizaron. El teniente Mackall bajó de su tanque para inspeccionar las posiciones del pelotón. Uno de los carros de munición que, en escaso número, acompañaban a la compañía, se detuvo brevemente junto a cada tanque y sus hombres entregaron quince proyectiles. No eran suficientes para remplazar lo que habían consumido, pero no estaba mal. Ahora vendrían los ataques aéreos. Los tripulantes cortaron árboles y arbustos para camuflar sus vehículos. La infantería acompañante preparó sus operadores de Stinger y los cazas de la fuerza aérea ya se hallaban volando en círculos por encima de ellos, La Inteligencia decía que en la margen oeste de ese río había ocho divisiones rusas. Mackall se había instalado sobre el camino de sus abastecimientos. Eso lo convertía en un lote sumamente importante en materia de bienes raíces.

USS INDEPENDENCE

Un cambio total respecto a la última vez, pensó Toland. La fuerza aérea tenía un «E-3» operando desde Sondrestrom para proteger la flota, y estaban además en el aire cuatro de sus propios «E-2C Hawkeye». Hasta disponían de un radar terrestre a cargo del ejército que acababa de llegar a Islandia. Dos cruceros «Aegis» acompañaban a los portaaviones, y un tercero a la fuerza anfibia.

—¿Usted cree que nos atacarán primero? ¿O será a los anfibios? —preguntó el almirante Jacobsen.

—Habría que lanzar la moneda, almirante —contestó Toland—. Depende de quién dé las órdenes. Su Marina querrá destruirnos primero a nosotros. Su Ejército querrá destruir a los anfibios.

Jacobsen cruzó los brazos y miró fijamente el mapa.

—Estando tan cerca, pueden venir de cualquier dirección que quieran.

No esperaban más de cincuenta «Backfire», pero aún había muchos «Badger», aunque más viejos, y la flota se encontraba a sólo mil quinientas millas de las bases de los bombarderos soviéticos: podían llegar hasta allí con casi toda su carga máxima de armamento. Para detener a los rusos, la Marina tenía seis escuadrones de «Tomcat» y seis más de «Hornet», aproximadamente un total de ciento cuarenta aviones de combate. Veinticuatro de ellos estaban en vuelo en ese momento, apoyados por aviones cisterna, mientras los aviones de ataque terrestre golpeaban continuamente las posiciones rusas. Los acorazados habían terminado su primera visita a la zona de Keflavik y se encontraban ahora en Hvalfjürdur (bahía Ballena) proporcionando apoyo de fuego a los infantes de Marina que se hallaban al norte de Bogarnes. Toda la operación estaba planificada sin dejar de considerar la posibilidad de un ataque ruso con misiles aire-superficie. Habría más vampiros.

La pérdida de Noruega septentrional había acabado con la utilidad de «Realtime». El submarino estaba todavía en posición, reuniendo inteligencia de comunicaciones, pero la tarea de detectar las corrientes de bombardeos rusos que salían pasó a los aviones patrulleros británicos y noruegos que operaban desde Escocia. Uno de esos últimos detectó una formación de tres aviones «Badger» que volaban hacia el Sudoeste y transmitió por radio la alarma. Los aviones rusos estaban apenas a setenta minutos de la flota.

El puesto de Toland en la CIC se hallaba inmediatamente debajo de la cubierta de vuelo. Escuchó el rugir de los motores jet allá arriba cuando catapultaron a los cazas. Se sentía nervioso. Toland sabía que la situación táctica era ahora muy diferente de la del segundo día de guerra, pero también recordaba que él era uno de los dos hombres que habían escapado vivos de un compartimiento exactamente igual a ese. Un torrente de informaciones llegó a la sala. El radar con la base en tierra, el «E-3» de la fuerza aérea y los «E-2» de la Marina enviaron su información a los portaaviones. Había tanta energía electromagnética en el aire como para cocinar a los pájaros en vuelo. La pantalla de situación mostraba a los cazas que se dirigían a sus posiciones. Los «Tomcat» llegaron hasta la costa norte de Islandia y comenzaron a describir círculos mientras esperaban que aparecieran los bombarderos rusos.

—Ideas, Toland. ¡Quiero ideas! —dijo en voz baja el almirante.

—Si vienen por nosotros, entrarán directamente. No tendrían sentido las tácticas de engaño si se dirigen a Stykkisholmur.

—Así lo creo también yo —asintió Jacobsen.

Los golpes en la cubierta de vuelo continuaron arriba cuando los aviones de ataque aterrizaron para volver a armarse y efectuar nuevos bombardeos. Además del esperado efecto material, confiaban en destruir la moral de los paracaidistas soviéticos mediante ataques aéreos violentos y continuados. Los «Harrier» de la infantería de Marina también estaban actuando, junto con los helicópteros de ataque. El progreso inicial fue bastante mejor de lo esperado. Los rusos no tenían sus tropas tan ampliamente desplegadas como ellos habían pensado, y las concentraciones conocidas recibían constantemente huracanadas de bombas y cohetes.

—Starbase, aquí Hawk-Blue-Tres. Estoy recibiendo un poco de interferencia, con marcación cero dos cuatro… Ahora va en aumento.

La información fue transmitida directamente al portaaviones, y las gruesas señales amarillas aparecieron en la pantalla electrónica. Los otros «Hawkeye» enviaron casi en seguida la misma información.

El oficial de operaciones aéreas de la flota sonrió levemente mientras levantaba su micrófono. Sus unidades estaban todas en las posiciones establecidas, y eso le daba varias opciones.

—«Plan Delta».

En el Hawk-Green-Uno viajaba el comandante del grupo aéreo del Independence. Un piloto de caza que habría preferido encontrarse a bordo de su «Tomcat» para esa misión, envió ahora dos cazas de cada escuadrón de «Tomcat» para buscar el avión, o los aviones rusos perturbadores electrónicos. Los «Badger» convertidos volaban abiertos en un amplio frente para cubrir la aproximación de los bombarderos armados con misiles. Avanzaban a quinientos nudos y se hallaban ahora a unos quinientos kilómetros de la línea de radares aéreos adelantados. Los «Tomcat» se dirigieron hacia ellos, también a quinientos nudos.

Cada avión perturbador creaba un «estorbo», una señal opaca con forma de cuña, en las pantallas de los radares norteamericanos; parecían los rayos de la rueda de un carro. Como cada uno de esos rayos provenía de uno de los transmisores radares, los controladores podían comparar datos, triangular y establecer la posición de los perturbadores. Los «Tomcat» se acercaron rápidamente mientras los oficiales de los radares de intercepción, situados en los asientos traseros de los aviones, regulaban los buscadores de los misiles «Phoenix» en la posición de autoguía hacia las señales de perturbación electrónica. En vez de depender del propio radar de su avión para dirigirse, los misiles buscarían así el ruido transmitido desde los «Badger».

Localizaron veinte aviones de perturbación electrónica. Dieciocho cazas volaron hacia ellos, dirigiendo por lo menos dos misiles a cada uno.

—«Delta»…, ¡ejecutar!

Los «Tomcat», cumpliendo las órdenes, lanzaron a unos sesenta y cinco kilómetros de sus blancos. Una vez más, los misiles «Phoenix» rasgaron el aire. El tiempo de vuelo sería apenas de cincuenta y seis segundos. Dieciséis de los «Badger» desaparecieron. Los cuatro restantes apagaron sus equipos cuando vieron las estelas de humo de los misiles y picaron violentamente, perseguidos por los «Tomcat».

—Numerosos contactos de radar. Ataque-Uno está formado por cincuenta aviones, marcación cero cero nueve, distancia tres seis cero, velocidad seiscientos nudos, altura cero nueve mil. Ataque-Dos… —El informador continuó mientras situaban a los aviones enemigos.

—El ataque principal, probablemente «Badger», va en busca de los anfibios. Estos otros serán «Backfire». Tratarán de lanzar sobre nosotros, probablemente desde lejos, para atraer a nuestros cazas —dijo Toland.

Jacobsen habló brevemente a su oficial de operaciones. Hawk-Blue-Cuatro, del Nimitz, defendería los grupos de portaaviones. Los cazas se dividieron de acuerdo con el plan y empezaron a trabajar. Toland notó que Jacobsen estaba dejando el mundo de la acción aérea a los oficiales de la flota, a bordo del USS Yorktown, comandaba los buques «SAM», los cuales entraron en alerta máxima, pero dejaron sus transmisores de radar en espera.

—Lo único que me preocupa es que vayan a intentar otra vez aquella basura de los misiles señuelo —murmuró Jacobsen.

—Dio resultado una vez —admitió Toland—. Pero no los teníamos detectados desde tan lejos.

Los «Tomcat» se separaron en formaciones de cuatro aviones, cada una controlada por radar. También ellos habían sido advertidos acerca de los misiles señuelo que engañaron al Nimitz. Los cazas mantuvieron apagados sus radares hasta que estuvieron a menos de ochenta kilómetros de sus blancos; luego, los usaron para localizarlos para sus sistemas de televisión de a bordo.

—Hawk-Blue-Cuatro —llamó uno—. Tallyho, estoy viendo un «Backfire». Ataco ahora. Cambio y corto.

El plan de ataque ruso había previsto que los cazas norteamericanos iban a tratar de perforar la cortina de aviones perturbadores en el Norte, y luego serían cogidos por sorpresa con los «Backfire» desde el Este. Pero los perturbadores habían desaparecido y los «Backfire» aún no tenían en sus radares a la flota norteamericana de portaaviones y no podían lanzar sus misiles sobre la base de fotografías de satélites de varias horas antes. Tampoco podían escapar. Los bombarderos supersónicos rusos conectaron los posquemadores y activaron sus radares, en una competencia con el tiempo, la distancia y los interceptores norteamericanos.

Una vez más, aquello era como observar un juego de vídeo. Los símbolos que representaban a los «Backfire» cambiaban cuando los aviones encendían sus propios equipos de interferencia electrónica, la cual reducía la efectividad de los misiles «Phoenix», pero las pérdidas rusas ya eran muy graves. Los «Backfire» se hallaban a quinientos kilómetros de distancia. Sus radares tenían un alcance efectivo de sólo la mitad, y ya los cazas estaban deshaciendo sus formaciones. Los gritos «Tallyho» (especie de grito de guerra previo al ataque) saturaban las comunicaciones radiofónicas: eran los «Tomcat» que convergían para atacar a los bombarderos rusos, y los símbolos empezaban a desaparecer de las pantallas de los radares. Los «Backfire» se acercaban a veintisiete kilómetros por minuto, y sus radares buscaban desesperadamente a la flota norteamericana.

—Algunos se van a filtrar —dijo Toland.

—Seis u ocho —coincidió Jacobsen.

—Calcule tres misiles por cada uno.

En esos momentos, los «Tomcat» ya habían disparado todos sus misiles, y se retiraron para que los «Hornet» se unieran a la acción con sus «Sparrow» y «Sidewinder». No era fácil para los cazas seguir a sus blancos. La velocidad de los «Backfire» obligaba a describir difíciles curvas de persecución, y los cazas estaban escasos de combustible. Sin embargo, sus misiles continuaron logrando derribos, y no hubo interferencias ni ninguna otra forma de evitarlos a todos. Finalmente, un avión consiguió detectar un radar de superficie y transmitió una posición. Los siete «Backfire» restantes dispararon sus misiles y viraron rápidamente hacia el Norte volando a «Mach 2». Tres cayeron víctimas de misiles antes de que los cazas se vieran obligados a regresar.

Otra vez el grito de Vampiro se oyó en la nave, y Toland se encogió. Localizaron veinte misiles que se acercaban. La formación activó todos los medios de interferencia electrónica y sistemas «SAM», con un par de cruceros «Aegis» sobre el eje de amenaza. En segundos se lanzaron los primeros misiles, y los otros buques «SAM», equipados con «SM2» apuntados a ellos. Sólo tres lograron pasar la nube «SAM», y sólo uno se dirigía a un portaaviones. Los tres cañones de defensa de punto del America siguieron al «AS-6» y lo destruyeron a trescientos metros del buque. Los otros dos misiles encontraron juntos al crucero Wainwright y causaron su explosión a cuatro millas del Independence.

—Maldición. —El rostro de Jacobsen adquirió una expresión dura—. Creí que los habíamos rechazado totalmente. Empecemos a recuperar aviones. Tenemos algunos cazas que ya están allá arriba con los depósitos secos.

La atención de todos volvió a los «Badger». Los grupos de «Tomcat» del Norte estaban colocándose dentro del alcance de los viejos bombarderos. Las tripulaciones de los «Badger» habían esperado poder entrar siguiendo a sus perturbadores, invirtiendo anteriores tácticas. Algunos tardaron en darse cuenta de que ya no tenían ninguna pared electrónica para refugiarse detrás, pero no les quedaba otra alternativa. Detectaron a los cazas que se aproximaban cuando todavía faltaban cinco minutos para llegar al punto de lanzamiento. Los «Badger» mantuvieron el rumbo y aumentaron la velocidad para disminuir el tiempo de vulnerabilidad, mientras sus tripulantes buscaban con ansiedad los misiles.

Los pilotos de los «Tomcat» se sorprendieron al comprobar que sus blancos seguían acercándose sin cambiar de rumbo, lo que hacía parecer aún más probable la posibilidad de que se tratara de misiles señuelo. Continuaron acercándose para tener una identificación visual de sus blancos, temiendo que los engañaran de nuevo.

—¡Tallyho! ¡«Badger» a las doce y a nivel!

El primer «Tomcat» soltó un par de misiles desde sesenta y cinco kilómetros de distancia.

A diferencia de los «Backfire», los «Badger» tenían ya perfectamente localizada la posición de sus blancos, lo que les permitió lanzar sus «AS-4» desde su máximo alcance. Uno a uno, los bombarderos de veinte años efectuaron el lanzamiento y, para escapar, viraron con toda la brusquedad de que fueron capaces sus pilotos, cuyas maniobras de escape permitieron que sobreviviera la mitad, dado que los cazas navales no pudieron perseguirlos. A bordo del avión radar iban contando los derribos cuando aún volaban los misiles hacia Stykkisholmur. La Aviación Naval soviética acababa de experimentar gravísimas pérdidas.

USS NASSAU

Edwards estaba todavía dormido a medias por los efectos de la anestesia cuando oyó el sonido electrónico de la alarma general. Sólo tenía una vaga impresión respecto al lugar donde se encontraba. Le parecía recordar el viaje en helicóptero, pero después de eso no había más que un camastro donde lo acostaron, con agujas y tubos colocados en varias partes del cuerpo. Sabía lo que significaba la alarma, y sabía que debería sentir miedo. Pero no podía desarrollar del todo sus emociones en medio de aquella bruma inducida por las drogas. Logró levantar la cabeza.

Vigdis estaba sentada en una silla junto a la cama, y le sostenía la mano derecha. Él le apretó la suya, sin saber que la muchacha estaba dormida. Un momento después, también él dormía.

Cinco niveles más arriba, el comandante del Nassau se hallaba de pie en el alerón del puente. Su puesto normal de combate era en la CIC, pero la nave no se encontraba en movimiento, y él pensó que ese sitio era tan bueno como cualquier otro para observar. Desde el nordeste les habían disparado más de cien misiles. Tan pronto como recibieron la alerta del ataque, una hora antes, todos los tripulantes de su buque se habían dedicado a encender los recipientes productores de humo distribuidos en las rocas del llamado fondeadero. Esa era su mejor defensa, él lo sabía, aunque apenas podía creerlo. Los cañones de defensa situados en las esquinas de la cubierta de vuelo estaban en la posición automática. Llamados «R202» por su forma, los cañones «Gatling» del Sistema de Armas de Defensa Cercana se hallaban elevados en un ángulo de veinte grados y apuntados en el eje del probable ataque. Eso era todo lo que podía hacer él. Los expertos de defensa aérea habían decidido que el disparo de los cohetes de chaff haría más mal que bien. El comandante se encogió de hombros. De una forma o de otra, él lo sabría antes de cinco minutos.

Observó hacia el Este el crucero Vincennes, navegando lentamente en círculos. De pronto, cuatro estelas de humo surgieron de sus lanzadores, y así comenzó el ciclo de fuego de misiles. El cielo del nordeste se convirtió pronto en una sólida masa de humo gris. A través de sus binoculares, el comandante empezó a distinguir las repentinas nubecitas negras de las interceptaciones afortunadas. Al parecer se iban acercando, y comprobó que también los misiles se aproximaban. Y el crucero Aegis no pudo derribarlos a todos. El Vincennes vació sus depósitos de proyectiles en cuatro minutos; luego, viró a toda máquina y se metió velozmente entre dos islas rocosas. El comandante quedó asombrado al verlo. ¡Alguien estaba metiendo un crucero de un billón de dólares en un jardín de rocas a veinticinco nudos!

Una explosión sacudió la isla Hrappsey, a cuatro millas de allí. Luego, otra sobre Seley. ¡Estaba dando resultado! Cuando se hallaban aún lejos y a gran altura, los misiles rusos conectaron sus cabezas buscadoras con radar y encontraron sus indicadores de blancos saturados de señales. Ante esa sobrecarga, automáticamente recurrieron a las que emitían ondas infrarrojas más grandes. Muchas de las señales se originaban en calor, y los misiles eligieron las de mayores dimensiones cuando iniciaron sus picadas finales a Mach 3. No tenían forma de saber que estaban atacando rocas volcánicas. Treinta misiles perforaron las defensas «SAM». Solamente cinco de ellos se autoorientaron hacia buques.

Dos de los «R202» del Nassau giraron juntos y dispararon contra un misil que viajaba demasiado rápido para verlo. El comandante miró en la dirección de los tubos justo a tiempo para ver un relámpago blanco a trescientos metros de altura. El ruido que siguió estuvo a punto de ensordecerlo, y se dio cuenta de lo tonto que era permanecer expuesto cuando algunos fragmentos dieron en el puente de navegación cubierto, justo a donde él se encontraba. Otros dos misiles cayeron en el pueblo, al Oeste. Y luego el cielo se iluminó. Una bola de fuego le indicó que por lo menos un buque había sufrido un impacto. ¡Pero no el mío!

—Hijo de puta. —Cogió el teléfono y llamó a la Central de Informaciones de Combate—. Combate, aquí Puente; dos misiles cayeron en Stykkisholmur. Envíen allá un helicóptero, tiene que haber algunas bajas.

Mientras Toland observaba, volvieron a pasar las cintas del combate aéreo, pero a alta velocidad. Una computadora contaba los derribos. Todo estaba automatizado ahora.

—Uuaau —exclamó el oficial de Inteligencia.

—No fue como antes, ¿verdad, hijo? —observó Jacobsen—. Spaulding, ¡quiero noticias de los anfibios!

—Justamente están llegando, señor. El Charleston recibió un impacto y se partió por la mitad. Otros buques que tuvieron daños menores son el Guam y el Ponce… ¡Eso es todo, almirante!

—Además del Wainwright.

Jacobsen lanzó un suspiro. Dos valiosos buques y mil quinientos hombres habían desaparecido; sin embargo, él tenía que considerarlo un éxito.

KEFLAVIK, ISLANDIA

—El ataque ya tendría que haber terminado. Andreyev no esperaba una información rápida. Finalmente los norteamericanos habían conseguido inutilizar su último radar, y él no tenía forma de seguir la batalla aérea. Su personal de radiointercepción había escuchado numerosas transmisiones verbales, pero demasiado débiles y rápidas para cualquier conclusión que no fuera la única posible: la batalla realmente se había desarrollado.

—La última vez que encontramos una fuerza de portaaviones de la OTAN la hicimos pedazos —dijo esperanzado el oficial de operaciones.

—Nuestras tropas sobre Bogarnes todavía están bajo intenso fuego —informó otro oficial—. Los acorazados norteamericanos los habían estado bombardeando durante más de una hora. Están sufriendo serias pérdidas.

—Camarada general, tengo un… Será mejor que usted mismo escuche esto. Viene por nuestro propio circuito de mando.

El mensaje se repitió cuatro veces, en ruso.

—Comandante Fuerzas Soviéticas Islandia, aquí el Comandante Fuerza de Choque del Atlántico. Si usted no recibe esto, alguien se lo hará llegar. Diga a sus bombarderos que tengan mejor suerte la próxima vez. Pronto volveremos a vernos. Cambio y corto.

SACK, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

Sergetov llegó tambaleándose al punto de control de tráfico a tiempo para ver un batallón de tanques que pasaba por el camino en dirección a Alfeld. Se desplomó con las manos en las rodillas mientras miraba cómo seguían rodando los tanques.

—¡Identifíquese!

Era un teniente de la KGB, la cual se había hecho cargo del control del tráfico. Ellos conseguían fácilmente la autorización para fusilar a los violadores.

—Mayor Sergetov. Debo ver de inmediato al comandante de la zona.

—¿A qué unidad pertenece, Sergetov?

Iván se irguió en toda su altura. No lo había llamado Camarada mayor, ni camarada, simplemente Sergetov.

—Soy comandante personal del general Alekseyev, Segundo Comandante del Teatro Oeste. ¡Y ahora, lléveme como un tiro a su comandante!

—Documentos.

El teniente estiró el brazo, con una mirada arrogante. Sergetov esbozó una sonrisa. Sus documentos de identificación estaban en un sobre de plástico a prueba de agua. Puso en la mano del oficial de la KGB la tarjeta que había acomodado sobre los demás papeles. Era algo que su padre había logrado obtener para él antes de que lo movilizaran.

—¿Y se puede saber qué está haciendo usted con un pase Clase Prioridad l? —El teniente hablaba ahora con cierta cautela.

—¿Y quién mierda es usted para preguntar? —El hijo de un miembro del Politburó puso la cara a menos de un centímetro de la del otro hombre—. ¡Lléveme a su comandante ya mismo o veremos a quién fusilan hoy aquí!

El chekista se desinfló de golpe y lo condujo a la casa de una granja. El comandante del puesto de control de tráfico era un mayor. Bien.

—Necesito una radio para el circuito de mando del Ejército —dijo bruscamente Sergetov.

—Lo único que tengo es para nivel de regimiento y división —contestó el mayor.

—¿Cuál es el comando divisional más próximo?

—El de la Cuarenta de Tanques, en…

—Está destruida. Maldición. Necesito un vehículo. ¡Ahora! Hay una fuerza norteamericana en Alfeld.

—Acabamos de enviar un batallón…

—Lo sé. Ordénele volver.

—No tengo autoridad para eso.

—¡Pedazo de estúpido, van a caer en una trampa! ¡Llámelos ahora!

—No tengo autorid…

—¿Usted es un agente alemán? ¿No ha visto lo que está pasando aquí?

—Fue un ataque aéreo, ¿no?

—Hay tanques norteamericanos en Alfeld, idiota. Tenemos que lanzar un contraataque, pero un solo batallón no es suficiente. Nosotros… —Empezaron las primeras explosiones, a seis kilómetros de donde estaban—. Mayor, quiero una de estas dos cosas. O me da un transporte ahora mismo o me dice su nombre y número de servicio de manera que pueda denunciarlo como corresponde.

Los dos oficiales de la KGB intercambiaron una mirada de incredulidad. Nadie les hablaba de esa manera, pero si alguien lo hacía… Sergetov obtuvo su vehículo y partió velozmente. Media hora después llegó a la base de abastecimiento, en Holle. Allí encontró una radio.

—¿Dónde está, mayor? —preguntó Alekseyev.

—En Holle. Los norteamericanos cruzaron nuestras líneas. Tienen por lo menos un batallón de tanques en Alfeld.

—¿Qué? —La radio quedó en silencio por un momento—. ¿Está seguro?

—Camarada general, tuve que atravesar a nado el maldito río para llegar aquí, Conté en una columna veinticinco blindados, pocos kilómetros al norte de la población. Atacaron, destruyeron la zona de reparación de tanques, y machacaron una columna de camiones. Le repito, general, hay una fuerza norteamericana en Alfeld, con efectivos de por lo menos un batallón.

—Consiga un transporte hacia Stendal e informe personalmente al Comandante en Jefe del Oeste.

USS INDEPENDENCE

—Buenas noches, mayor Chapayev. ¿Cómo va la pierna? —preguntó Toland, sentándose junto a la cama de la enfermería—. ¿Lo están tratando bien?

—No tengo quejas. Usted habla muy bien ruso.

—No es frecuente que pueda practicarlo con un ciudadano soviético. Tal vez usted pueda ayudarme un poco.

Mayor Alexandr Georgiyevich Chapayev, se podía leer en la hoja impresa por la computadora. Edad, treinta años. Segundo hijo del general Georgiy Konstantinovich Chapayev, Comandante del Distrito de Defensa Aérea de Moscú. Casado con la hija menor de un miembro del Comité Central, Dya Nikolayevich Govorov. Y en consecuencia y muy probablemente, un joven con acceso a una cantidad de información confidencial…

—¿En gramática? —dijo, bufando, Chapayev.

—¿Usted era el comandante de los «MIG»? Cálmese, mayor; ahora ya están todos destruidos. Usted lo sabe.

—Yo era el oficial más antiguo en vuelo, sí.

—Me han dicho que debo felicitarlo. Yo no soy piloto, pero me informaron que sus tácticas sobre Keflavik fueron excelentes. Entiendo que usted tenía cinco «MIG». Nosotros perdimos ayer un total de siete aviones, tres por los «MIG», dos por misiles, y dos por fuego desde tierra. Considerando las proporciones, tuvimos una desagradable sorpresa.

—Era mi deber.

—Da. Todos tenemos nuestro deber —coincidió Toland—. Si está preocupado con respecto a cómo lo trataremos, no debe estarlo. Será tratado como corresponde, en todos los aspectos. No sé qué le habrán dicho que debe esperar, pero probablemente habrá notado una o dos veces que no todo lo que dice el Partido es absolutamente cierto. Por sus papeles de identificación he visto que tiene esposa y dos hijos. Yo también tengo familia. Ambos viviremos para volver a verlos, mayor. Bueno, es probable.

—¿Y cuando nuestros bombarderos los ataquen a ustedes?

—Eso ocurrió hace tres horas. ¿No se lo dijo nadie?

—¡Ja! La primera vez…

—Yo estaba en el Nimitz. Recibimos dos impactos. —Toland describió brevemente el ataque—. Esta vez las cosas resultaron diferentes. Ahora estamos cumpliendo operaciones de rescate. Seguramente usted se enterará cuando traigamos algunos supervivientes. Su fuerza aérea ya no representa una amenaza para nosotros. Los submarinos son otra cosa, pero no tiene sentido hacer preguntas sobre eso a un piloto de caza. En realidad, tampoco esto es un interrogatorio.

—Entonces, ¿para qué está usted aquí?

—Más tarde le haré algunas preguntas. Solamente quise bajar a saludarlo. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? ¿Algo que necesite?

Chapayev no sabía cómo tomarlo. Aparte de la posibilidad de que los norteamericanos lo mataran directamente de un tiro, no sabía qué otra cosa esperar. Le habían impartido la acostumbrada instrucción militar sobre cómo escapar, pero resultaba claro que eso era inaplicable si se encontraba a bordo de un buque en medio del océano.

—No lo creo —dijo finalmente.

—Camarada mayor, no tiene sentido preguntarle nada sobre el «MIG-29» porque no queda ninguno en Islandia. Todos los demás de la Fuerza Aérea soviética están en Europa central, y nosotros no iremos allá. Carece de lógica interrogarle sobre las posiciones de defensa terrestre en Islandia; usted es piloto y no sabe nada de eso. Lo mismo puede decirse con relación a la otra amenaza que aún tenemos: los submarinos. ¿Qué sabe usted sobre submarinos, eh? Piense, mayor, usted es un hombre instruido. ¿Usted cree que tiene información que necesitamos nosotros? Lo dudo. Cuando llegue el momento será canjeado por nuestros prisioneros…, un problema político, para nuestras autoridades políticas. Hasta entonces, lo trataremos correctamente. —Toland hizo una pausa—. Hábleme, mayor…

—Tengo hambre —dijo Chapayev después de un momento.

—Tendremos la cena dentro de una media hora.

—Ustedes me enviarán simplemente a mi casa, después…

—Nosotros no tenemos campos de trabajo y no matamos a los prisioneros. Si tuviésemos la intención de maltratarlo, ¿para qué iba a coserle la pierna el médico y prescribirle medicamentos para el dolor?

—¿Las fotografías que yo tenía?

—Casi lo olvido. —Toland entregó al ruso su cartera—. ¿No va contra los reglamentos llevar esto con usted?

—La llevo para la suerte —dijo el mayor.

Luego extrajo la foto en blanco y negro de su esposa y dos hijas mellizas. Las veré de nuevo. Tal vez pasen meses, pero las veré de nuevo.

—Le dio buen resultado, camarada mayor —bromeó Bob—. Aquí están los míos.

—Su esposa es demasiado flaca, pero usted también es un hombre con suerte. —Chapayev hizo una pausa y sus ojos se humedecieron por un momento; parpadeó—. Me gustaría beber un trago —dijo esperanzado.

—A mí también. Pero no está permitido en nuestros buques. —Contempló las fotografías—. Sus hijas son hermosas, mayor. Sabe… Tenemos que estar locos para dejarlas.

—Tenemos que cumplir con nuestro deber —dijo Chapayev.

Toland gesticuló enojado.

—Son los malditos políticos. Ellos nos dicen simplemente que vayamos… y nosotros vamos, ¡como idiotas! ¡Diablos, si ni siquiera sabemos por qué empezó la asquerosa guerra!

—¿Quiere decir que usted no lo sabe?

Bingo. Codeína y simpatía… El grabador que tenía en el bolsillo ya estaba en marcha.

HUNZEN, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

—Si yo continúo el ataque, ¡nos destruirán aquí! —protestó Alekseyev—. Tengo dos divisiones completas sobre mi flanco, y he recibido el informe de que los tanques norteamericanos están en Alfeld.

—¡Imposible! —replicó enfurecido el Comandante en Jefe del Oeste.

—El informe vino del mayor Sergetov. Él los vio llegar. Le he ordenado que vaya a Stendal para informárselo a usted personalmente.

—En este momento tengo a la veintiséis división de infantería motorizada en aproximación a Alfeld. Si hay norteamericanos allí, arreglarán cuentas.

Esa es una unidad Categoría-C, pensó Alekseyev. Reservistas, con escaso equipamiento y entrenamiento anticuado.

—¿Qué progresos ha hecho en el cruce?

—Han pasado dos regimientos; el tercero lo está haciendo ahora. La actividad aérea enemiga ha aumentado…, ¡maldición! ¡Tengo unidades enemigas en mi retaguardia!

—Vuelva a Stendal, Pasha. Beregovoy queda en el comando en Hunzen. Lo necesito a usted aquí.

Me está relevando. ¡Me está relevando de mi comando!

—Entendido, camarada general —respondió Alekseyev, y apagó la radio.

¿Puedo permitir que contraataquen mis tropas en el estado de vulnerabilidad en que están? ¿Puedo dejar de prevenir a mis comandantes? Alekseyev dio un fuerte golpe con el puño sobre la mesa.

—¡Que venga el general Beregovoy!

ALFELD, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

Era demasiado lejos para recibir el apoyo de artillería desde las líneas de la OTAN, y ellos se habían visto obligados a dejar atrás sus propios cañones. Mackall apuntó las miras de su armamento a través de la bruma y vio las formaciones rusas que avanzaban. Las estimó en dos regimientos. Eso significaba un ataque equivalente a una división, a la manera clásica de dos arriba y uno atrás. Hmm. No veo lanzadores «SAM» delante. El coronel al mando de la fuerza empezó a dar sus órdenes por el circuito de mando. El apoyo aéreo propio se acercaba.

Helicópteros de ataque «Apache» aparecieron de golpe desde atrás de las posiciones de la caballería blindada. Se dirigieron hacia el Sur para atacar de flanco a las fuerzas rusas que avanzaban. Volaron zigzagueando y deslizándose para lanzar sus misiles «Hellfine» al escalón de vanguardia de los tanques. Los pilotos buscaban vehículos lanzadores de misiles pero no encontraron ninguno. Después llegaron los «A-10». Los feos aviones bimotores entraron en vuelo muy bajo, libres por una vez de la amenaza de los «SAM». Sus cañones rotativos y bombas racimo continuaron la tarea de los «Apaches».

—Están atacando como locos, jefe —comentó el artillero.

—Tal vez son muy nuevos, Woody.

—Yo no tengo problema.

Los carros de infantería «Bradley» que se hallaban en el borde este de la población intervinieron luego atacando con sus misiles. Las filas soviéticas de vanguardia quedaron aniquiladas aun antes de ponerse al alcance de los tanques que estaban sobre el río. El ataque empezó a desfallecer. Los tanques rusos se detuvieron para abrir fuego. Empezaron a lanzar humo y a disparar salvajemente desde el interior de la nube que los envolvía. Algunas granadas cayeron cerca de la posición de Mackall, pero no eran tiros apuntados. El ataque fue detenido dos kilómetros antes de llegar a la población.

—Ponga rumbo al Norte —dijo Alekseyev por el intercomunicador.

—Camarada general, si ponemos rumbo norte… —empezó a decir el piloto.

—¡Dije que ponga rumbo norte! Manténgase bajo —agregó el general.

El «Mi-24», pesadamente armado, cayó violentamente hasta muy bajo. A Alekseyev le pareció que el estómago se le subía hasta la garganta; el piloto estaba tratando de desquitarse por la peligrosa y estúpida orden que le había dado. Alekseyev iba sentado atrás, agarrado al cinturón de seguridad y asomando medio cuerpo fuera de la puerta lateral izquierda, para ver lo más posible. El helicóptero serpenteaba bruscamente, a izquierda y a derecha, arriba y abajo… El piloto conocía el peligro en esa zona.

—¡Allá! —gritó Alekseyev—. A las diez. Veo…, ¿alemán o norteamericano? Tanques a las diez.

—Yo veo también algunos vehículos lanzamisiles, camarada general. ¿Quiere observarlos más de cerca? —preguntó incisivo el piloto, y lanzó hacia abajo el helicóptero en medio de un camino flanqueado por árboles; lo estabilizó a menos de dos metros del suelo como para desaparecer de la vista.

—Eso era por lo menos un batallón —dijo el general.

—Yo diría que era más —comentó el piloto, que volaba a la máxima potencia, con la cara hacia abajo para ganar velocidad, y sus ojos exploraban adelante en busca de aviones enemigos.

El general quiso desplegar el mapa. Tuvo que sentarse y colocarse las correas de seguridad para poder usar ambas manos.

—¡Dios! ¿Han llegado tan lejos hacia el Sur?

—Como le dije —contestó el piloto por el intercomunicador—, han logrado una ruptura.

—¿Hasta dónde puede acercarse a Alfeld?

—Eso depende del tiempo que quiera mantenerse vivo esta noche el general.

Alekseyev notó el temor y el fastidio en las palabras, y recordó que el capitán que estaba pilotando el helicóptero ya había sido declarado dos veces Héroe de la Unión Soviética, por su valor sobre el campo de batalla.

—Tan cerca como lo crea seguro, camarada capitán. Debo ver personalmente lo que está haciendo el enemigo.

—Comprendido. Ajústese el cinturón, va a ser un tramo muy movido.

El «Mi-24» dio un salto para cruzar un tendido eléctrico y luego cayó de nuevo como una piedra. Alekseyev hizo una mueca al notar lo cerca del suelo que habían llegado.

—Aviones enemigos arriba. Parecen la Cruz del Diablo…, son cuatro, y van hacia el Oeste.

Pasaron sobre…, no era un camino, pensó Alekseyev. Sólo una faja de hierba, y había tanques en ella. La hierba había quedado aplastada y en parte convertida en tierra. Consultó su mapa. Esa ruta conducía a Alfeld.

—Voy a cruzar sobre el Leine y me acercaré a Alfeld desde el Este. De esa manera estaremos sobre tropas propias en caso de que suceda algo —anunció el piloto, e inmediatamente el helicóptero volvió a saltar y caer. Alekseyev miró de reojo los tanques sobre la sierra mientras pasaban velozmente y vio que eran muchos; pero, en ese momento, unas líneas de munición trazadora surgieron en dirección al helicóptero, pero pasaron por detrás—. Unos cuantos tanques aquí, camarada general, Yo diría que es un regimiento. La zona de reparación de tanques está hacia el Sur…, lo que queda de ella…, ¡mierda! ¡Helicópteros enemigos en el Sur!

El helicóptero se detuvo en el aire y pivoteó bruscamente. Se oyó un rugido cuando un misil aire-aire se desprendió de la punta de la pequeña ala; luego, el «Mi-24» empezó a moverse de nuevo. Subió bruscamente, después bajó de golpe, y el general vio una estela de humo que pasaba por arriba.

—Eso estuvo cerca.

—¿Usted le dio?

—¿Quiere el general que me detenga para ver? ¿Qué es aquello? No estaba antes aquí.

El helicóptero se detuvo un instante. Alekseyev vio vehículos que se incendiaban y hombres que corrían. Los tanques eran viejos «T-55»… ¡Ese era el contraataque que le habían dicho! Deshecho. Un minuto después pudo ver vehículos que se reunían para un nuevo esfuerzo.

—Ya he visto suficiente. Directo a Stendal todo lo rápido que pueda.

El general se echó hacia atrás con sus mapas y trató de formarse un cuadro claro de lo que había observado. Media hora después el helicóptero aterrizó.

—Usted tenía razón, Pasha —dijo el Comandante en Jefe del Oeste en cuanto entró en la sala de operaciones, que tenía en la mano tres fotografías de reconocimiento.

—El ataque inicial de la veintiséis división de infantería motorizada resultó aplastado dos kilómetros frente a las líneas enemigas. Cuando volé allí arriba, estaban volviendo a formar para lanzar otro ataque. Eso es un error —dijo Alekseyev con tranquila urgencia—. Si queremos recuperar esa posición, tenemos que atacar con una preparación bien planificada.

—Debemos volver a tener en nuestras manos esa cabeza de puente tan pronto como sea posible.

—Muy bien. Ordene a Beregovoy que destaque dos de sus unidades y se retire hacia el Este.

—¡No podemos abandonar el cruce del Weser!

—Camarada general, o hacemos retirar esas unidades o dejamos que la OTAN las destruya en su posición. Es la única alternativa que tenemos por el momento.

—No. Una vez que recuperemos Alfeld podremos reforzar. Eso vencerá al contraataque sobre el flanco y nos permitirá continuar el avance.

—¿Con qué contamos para atacar Alfeld?

—En este momento hay tres divisiones en camino…

Alekseyev se fijó en la designación de las unidades en el mapa.

—¡Son todas formaciones C!

—Sí. Tuve que enviar la mayor parte de mis unidades B al Norte. La OTAN contraatacó también Hamburgo. Animo, Pasha, tenemos muchas unidades C en marcha hacia el frente.

Maravilloso. Todos esos reservistas gordos y viejos, sin entrenamiento, van marchando hacia un frente defendido por tropas fogueadas en combate.

—Espere hasta que las tres divisiones estén en posición. Que lleven primero su artillería al frente de manera que puedan reblandecer las posiciones de la OTAN. ¿Qué hay de Gronau?

—Los alemanes cruzaron el Leine allí, pero los hemos contenido. Dos divisiones se están desplazando para atacar también en ese lugar.

Alekseyev caminó unos pasos hacia el mapa principal y estudió los cambios en la situación táctica desde la última vez que estuvo allí. Las líneas de batalla en el Norte no habían cambiado en forma apreciable, y el contraataque de la OTAN en la saliente Alfeld-Rühle sólo ahora lo estaban marcando. En Gronau y Alfeld había banderas azules. Allí estaba el contraataque en Hamburgo.

Hemos perdido la iniciativa. ¿Cómo haremos para recuperarla?

El Ejército soviético había iniciado la guerra con veinte divisiones A basadas en Alemania, otras diez fueron llevadas allí desde el comienzo, y más desde entonces. Ya todas ellas habían sido empeñadas en combate, y muchas fueron retiradas de primera línea por sus pérdidas. La última reserva de formaciones de primera categoría estaba en Rühle, y a punto de ser atrapada. Beregovoy era un soldado demasiado bueno para violar órdenes, aunque supiera que debería hacer retirar sus fuerzas antes de que resultaran irremediablemente aniquiladas.

—Debemos abandonar el ataque. Si presionamos, esas divisiones quedarán atrapadas detrás de dos ríos, no sólo uno.

—El ataque es una necesidad militar y política —respondió el Comandante en Jefe—. Si ellos empujan al frente, la OTAN tendrá que sustraer fuerzas de este ataque para defender el Ruhr. Entonces los tendremos.

Alekseyev no discutió más. El pensamiento que ocupó su mente le cayó como un balde de agua fría. ¿Hemos fracasado?

USS INDEPENDENCE

—Almirante, necesito ver a alguien en la MAF [57].

—¿Quién?

—Chuck Lowe…, es un comandante de regimiento. Antes de que se hiciera cargo trabajábamos juntos en Inteligencia del Comando en Jefe del Atlántico.

—¿Por qué no…?

—Es bueno, almirante, es muy bueno en estos asuntos.

—¿Usted cree que la información es tan importante? —preguntó Jacobsen.

—Estoy seguro, señor, pero necesito una segunda opinión. Chuck es el mejor de los tipos que están a mano.

Jacobsen cogió el teléfono.

—Comuníqueme con el general Emerson, rápido… ¿Billy? Scott. ¿Tú tienes un coronel Chuck Lowe en algún destino a tus órdenes? ¿Dónde? Muy bien. Uno de mis hombres de Inteligencia necesita verlo de inmediato…, suficientemente importante, Billy. Muy bien, saldrá hacia allá dentro de diez minutos. —El almirante colgó el teléfono—. ¿Hizo una copia de esa cinta?

—Sí, señor. Esta es una de las copias. La original se halla en la caja fuerte.

—Un helicóptero lo estará esperando.

Había una hora de vuelo hasta Stykkisholmur. Desde allí un helicóptero de infantería de Marina lo llevó hacia el sudeste. Encontró a Chuck Lowe en una tienda revisando unos mapas.

—Te encuentro muy bien. Oí lo del Nimitz, Bob. Me alegra ver que no te pasó nada. ¿Qué te trae?

—Quiero que escuches esta cinta. Dura unos veinte minutos.

Toland le explicó quién era el ruso. Le entregó una pequeña grabadora personal japonesa con auriculares. Los dos oficiales salieron de la tienda y caminaron hasta un lugar relativamente silencioso. Lowe rebobinó dos veces la cinta para repetir una parte.

—Hijo de puta —dijo en voz baja cuando hubo terminado.

—Creyó que nosotros ya lo sabíamos.

El coronel Lowe se agachó, cogió una piedra del suelo. Por unos instantes la tuvo en la mano tanteando el peso y luego la arrojó con todas sus fuerzas.

—¿Por qué no? Nosotros suponemos que la KGB es competente, ¿por qué habrían de suponer ellos que nosotros no lo somos? Tuvimos la información en todo momento… ¡y no la aprovechamos! —Su voz estaba llena a la vez de asombro y disgusto—. ¿Estás seguro de que no es un cuento fantástico?

—Cuando lo sacamos del agua tenía un feo corte en la pierna. Los médicos lo cosieron y le dieron píldoras para el dolor. Yo lo encontré debilitado por la pérdida de sangre, y bastante saturado de codeína. Es un poco difícil mentir cuando uno no está del todo en sus cabales, ¿verdad? Chuck, necesito realmente tu opinión.

—¿Estás tratando de arrastrarme de nuevo al asunto de la Inteligencia? —sonrió brevemente Lowe—. Bob, no hay duda alguna de que tiene todo el sentido del mundo. Esto tendría que ir muy rápido hacia arriba.

—Creo que SACEUR debería saberlo.

—No puedes pedir simplemente una audiencia, Bob.

—Puedo llegar a través del Comandante del Atlántico del Este. El original irá a Washington. La CIA querrá usar una máquina de análisis de tensión de la voz de esa cinta. Pero yo vi los ojos del hombre, Chuck.

—De acuerdo. Esto debe ir muy rápido a lo más alto, lo más rápido que puedas hacerlo llegar… y SACEUR puede usarlo con más rapidez que nadie.

—Gracias, Chuck. ¿Cómo hago venir el helicóptero?

—Yo me ocuparé de eso. A propósito, bien venido a Islandia.

—¿Cómo van las cosas?

Toland siguió al coronel y ambos regresaron a la tienda.

—Estamos frente a tropas eficientes, pero aquí se enfrentan a un problema defensivo muy difícil, y nosotros disponemos de toda la potencia de fuego que necesitamos. ¡Los tenemos agarrados por el trasero! —El coronel hizo una pausa—. ¡Buen trabajo, muchacho!

Dos horas después, Toland se hallaba a bordo de un avión con destino a Heathrow.

MOSCÚ, URSS

El mariscal Fyodr Borissovich Bukharin era quien efectuaba la exposición. La KGB había arrestado a los mariscales Shavyrin y Rozhkov el día anterior, circunstancia que decía mucho más al ministro Sergetov que todas las exposiciones del mundo.

—El ataque hacia el Oeste desde Alfeld ha quedado atascado debido a la deficiente planificación y ejecución por parte del Comandante en Jefe del Oeste. Necesitamos recuperar la iniciativa. Afortunadamente disponemos de las tropas, y nada cambia el hecho de que la OTAN ha sufrido tremendas pérdidas.

—Propongo el remplazo del estado mayor del comando del Teatro Oeste y…

—Un momento. Quiero decir algo —interrumpió Sergetov.

—Le escuchamos, Mikhail Eduardovich —dijo el ministro de Defensa, con evidente fastidio.

—Mariscal Bukharin, ¿usted propone un remplazo de todo el estado mayor?

Las consecuencias prácticas de los remplazos no se mencionaban, pensó Sergetov, pero eran suficientemente claras.

—Mi hijo está en el estado mayor del Segundo Comandante del Oeste, el general Alekseyev. Este general es quien condujo la ruptura en Alfeld, ¡y la de Rühle! Ha sido herido dos veces y su helicóptero fue derribado por aviones enemigos…, después de lo cual se incautó de un camión y acudió a toda velocidad al frente, para conducir todavía otro ataque con éxito. Es el único general efectivo que tenemos, que yo sepa, y usted quiere remplazarlo con alguien que no estará familiarizado con la situación… ¿Qué locura es esa? —preguntó enfurecido.

El ministro del Interior se inclinó hacia delante.

—Sólo porque su hijo está en su estado mayor…

La cara de Sergetov se puso roja como una remolacha.

—¿«Sólo porque mi hijo», ha dicho? Mi hijo está en el frente, sirviendo al Estado. Lo han herido, y apenas escapó a la muerte cuando lo derribaron junto a su general. ¿Quién más puede decir eso de los que están a la mesa, camaradas? ¿Dónde se encuentran sus hijos? —dio un fuerte puñetazo sobre la mesa, lleno de ira; luego, concluyó con voz más suave, hiriendo a sus colegas en una forma que tenía mucho peso, realmente importaba—: ¿Dónde están aquí los comunistas?

Hubo un silencio breve pero mortal. Sergetov sabía que, o había terminado para siempre su carrera política, o la había impulsado hacia arriba sin medida. Su destino quedaría decidido por quien hablara a continuación.

—En la Gran Guerra Patriótica —dijo Pyotr Bromkovsky con la dignidad de un anciano—, los miembros del Politburó vivían en el frente. Muchos perdieron hijos. Hasta el camarada Stalin dio los suyos al Estado, sirviendo junto con los hijos de trabajadores y campesinos comunes. Mikhail Eduardovich habla bien. Camarada mariscal. ¿Su evaluación del general Alekseyev, por favor? ¿Es correcta la estimación del camarada Sergetov?

Bukharin se mostró incómodo.

—Alekseyev es un joven y brillante oficial y, sí, se ha portado bastante bien en su actual cargo.

—Pero usted quiere remplazarlo con uno de sus propios hombres. ¿No es así?

Bromkovsky no esperó la respuesta.

—Es asombroso, las cosas que aprendemos y las cosas que olvidamos. Olvidamos que es necesario que todo los ciudadanos soviéticos compartan juntos la carga…, pero recordamos los errores cometidos en 1941, al arrestar buenos oficiales porque sus superiores se equivocaron, ¡y remplazaron a todos con compinches políticos responsables de llevarnos al desastre! Si Alekseyev es un joven y brillante oficial que sabe luchar, ¿por qué lo remplaza?

—Tal vez nos apresuramos —admitió el ministro de Defensa al observar que el ambiente alrededor de la mesa había cambiado radicalmente.

Me las pagarás. Mikhail Eduardovich. Si quieres aliarte con el más viejo de nuestros miembros, me parece muy bien. No vivirá para siempre. Tampoco tú.

—Eso queda decidido, entonces —dijo el presidente del Partido—. El punto siguiente, Bukharin, ¿cómo está la situación en Islandia?

—Tenemos informes de que han desembarcado algunas tropas enemigas, pero nosotros atacamos de inmediato a la flota de la OTAN. Ahora estamos esperando una estimación sobre las pérdidas que les hemos causado. Tendremos que esperar el reconocimiento del satélite antes de poder estar seguros sobre eso.

Solamente Bukharin conocía cuáles eran las pérdidas soviéticas, y no estaba dispuesto a revelarlas hasta que pudiera informar resultados favorables en sus ataques.

STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

Los oficiales de la KGB llegaron poco después del anochecer, vestidos con uniformes de combate. Alekseyev estaba trabajando en el despliegue de las recién llegadas divisiones C, y no los vio entrar en el despacho del comandante en jefe del Oeste. Cinco minutos después lo llamaron.

—Camarada general Alekseyev, a partir de este momento usted es el comandante en jefe del Teatro Oeste de operaciones militares —dijo con sencillez su superior—. Le deseo suerte.

Alekseyev sintió que se le erizaba el pelo en la nuca al percibir el tono del general. El hombre estaba flanqueado por dos coroneles de la KGB, vestidos con el uniforme común de combate de la institución: confeccionado en tela de camuflaje según el modelo de los uniformes clase A, con las hombreras que llevaban los emblemas GB de «Seguridad de Estado». Era una forma de arrogancia de la organización, que sentaba a la KGB tan perfectamente como la expresión en las caras de los coroneles.

¿Qué digo? ¿Qué puedo hacer? Él es mi amigo.

El ex comandante en jefe del Teatro Oeste de operaciones militares lo dijo por él:

—Adiós, Pasha.

Salieron llevando al general. Alekseyev lo observó dar unos pasos y detenerse un instante en la puerta. Se volvió con una mirada de profundo y desesperado fatalismo, y luego continuó caminando. Lo último que vio Alekseyev fue el cinturón del general con la pistolera; tenía suelta la solapa de cuero y estaba vacía. Se volvió y encontró sobre el escritorio un télex que confirmaba su nombramiento como comandante. Le decía que contaba con la absoluta confianza del Partido, del Politburó y del pueblo. Lo arrugó en la mano y lo arrojó contra la pared. Pocas semanas antes había visto las mismas palabras en el mismo formulario. El destinatario de aquel mensaje de confianza estaba ahora en un auto que lo llevaba hacia el Este.

¿Cuánto tiempo tengo yo? Alekseyev llamó a su oficial de comunicaciones.

—¡Llame al general Beregovoy!

BRUSELAS, BÉLGICA

SACEUR se autoconcedió una comida. Había adelgazado cinco kilos desde el comienzo de la guerra, subsistiendo a base de café, emparedados y jugo gástrico. Alejandro conducía ejércitos desde antes de los veinte años… y tal vez por eso lo hacía tan bien, pensó el general. Era lo bastante joven como para aguantarlo.

Estaba funcionando. La caballería blindada se hallaba en Alfeld. Los alemanes ejercían un firme control sobre Gronau y Brüggen y, a menos que Iván reaccionara rápidamente, sus divisiones sobre el Weser se preparaban para darle una muy fea sorpresa. Se abrió la puerta de su oficina. Era su oficial de Inteligencia alemán.

—Con su permiso, Herr general, tengo aquí un oficial de Inteligencia naval.

—¿Es importante, Joachim?

—Ja.

SACEUR lanzó una mirada a su plato.

—Hágalo pasar.

El general no se sintió muy impresionado. El hombre estaba vestido con su uniforme de a bordo de uso diario. Sólo un ojo muy agudo habría podido descubrir dónde habían estado las rayas de los pantalones.

—General, soy el capitán de fragata Bob Toland. Hasta hace unas pocas horas pertenecía al grupo de Inteligencia de la Flota de Choque del Atlántico…

—¿Cómo van las cosas en Islandia?

—El ataque aéreo sobre la flota pudo rechazarse, señor. Todavía hay que afrontar el peligro de los submarinos, pero los infantes de Marina se están moviendo. Creo que esta la ganaremos, general.

—Bueno, cuantos más submarinos envíen contra los portaaviones menos tendrán para atacar mis convoyes.

Es una forma de ver las cosas, pensó Toland.

—General, capturamos un piloto ruso de combate. Pertenece a una familia importante. Yo lo interrogué; aquí está la cinta. Creo que ya sabemos por qué se inició la guerra.

—Joachim, ¿usted comprobó esta información?

—No, señor. Él ya ha explicado todo al comandante del Atlántico del Este, y el almirante Beattie quiso que la información viniera directamente a usted.

Los ojos de SACEUR se entrecerraron.

—Quiero oírlo, hijo.

—Petróleo.