La primera parte de la marcha tenía sólo unos trece kilómetros en línea recta, pero la línea por la que viajaban no era recta en ninguna de las dimensiones. Además, allí el terreno era volcánico, cubierto de rocas grandes y pequeñas. Las más grandes proyectaban sombras, y siempre que podían se quedaban junto a ellas; pero a cada paso tenían que hacer también un rodeo, hacia arriba de la montaña o hacia abajo, a la izquierda o a la derecha, y cada metro de avance en el viaje sumaba un metro más en otra dirección, y los trece kilómetros se convirtieron en veintiséis.
Por primera vez, Edwards supo que estaba bajo posible observación. Aun cuando la elevación que ellos estaban esquivando quedaba oculta por otra sierra, ¿quién podía asegurar que los rusos no tuvieran en los alrededores una patrulla de exploración? ¿Quién podía estar seguro de que no los estaban observando, de que algún sargento ruso no había descubierto con sus binoculares los fusiles y mochilas, y que entonces no hubiera tomado su radio portátil y solicitado un helicóptero armado? El esfuerzo de la caminata había acelerado los latidos de sus corazones. Y el miedo los hacía latir más rápido todavía, multiplicando su fatiga como los intereses en los préstamos de un usurero.
El sargento Nichols demostró ser un líder eficiente, y de gran resistencia física. A pesar de ser el más viejo de los miembros del grupo, su vigor, con el tobillo hinchado y todo, asombró a Edwards. Se mantenían en silencio, nadie quería hacer ruido, y Nichols no podía gruñir a los demasiado lentos que no seguían el ritmo. Pero su mirada despreciativa era suficiente. Tiene diez años más que yo —se dijo Edwards—, y yo soy un hombre que hace atletismo. Puedo mantenerme a la par de este bastardo. ¿No?
Nichols se las arregló para que no se acercaran al camino de la costa durante la mayor parte del viaje, pero había un punto donde el camino seguía una curva cerrada alrededor de una pequeña ensenada, y pasaba a menos de mil quinientos metros de su ruta. En ese sitio se enfrentaron a una cruel alternativa: arriesgarse a que los vieran desde el camino, donde el tránsito era probablemente ruso, o desde lo alto de la montaña. Eligieron el camino y avanzaron lentamente y con cautela, observando que entre un vehículo y otro transcurrían generalmente unos quince minutos. En el cielo del Noroeste el sol ya estaba bajo cuando hubieron de trepar por un barranco de paredes muy empinadas. Encontraron un buen sitio entre las rocas, para descansar un rato antes de pasar rápidamente debajo del puesto de observación.
—Bueno, ha sido un bonito paseo, ¿verdad? —preguntó el sargento de la Real Infantería de Marina, que ni siquiera sudaba.
—¿Está tratando de probar algo, sargento? —preguntó Edwards.
Y así era.
—Lo siento, teniente. Sus amigos me dijeron que usted estaba en muy buena forma.
—No creo que vaya a sufrir un ataque al corazón por el momento, si eso es lo que quiere decir. ¿Y ahora qué?
—Yo propondría que esperásemos una hora, hasta que el sol se hunda un poco más, y que después sigamos adelante, otros quince kilómetros. Tenemos que movernos lo más de prisa que podamos.
¡Dios mío!, pensó Edwards. Su rostro se mantuvo impasible.
—¿Está seguro de que no nos verán?
—¿Seguro? No, no estoy seguro, teniente. El crepúsculo es la peor hora para ver, por lo menos. El ojo no puede ajustarse desde el cielo brillante a la tierra oscura.
—Muy bien, usted nos ha traído hasta aquí. Voy a ir a ver cómo está la muchacha.
Nichols lo observó mientras se alejaba.
—A mí también me gustaría ir a ver cómo está la muchacha.
—No debes pensar así, Nick —observó Smith en voz baja.
—Vamos, tú sabes lo que él…
—Nick, no hables mal de la señorita —le advirtió Smith; estaba cansado, pero no tanto como para no reaccionar—. Esa chica pasó momentos muy duros. Y el jefe es un caballero, ¿me entiendes? Vaya, yo también pensé mal de él al principio. Pero estaba equivocado. De cualquier manera, la señorita Vidgis, mi amigo, es una verdadera dama.
Mike la encontró acurrucada en posición fetal junto a una roca. Rodgers la estaba cuidando, y se alejó cuando llegó el teniente.
—¿Cómo estás? —preguntó Mike.
Ella volvió la cabeza.
—Muerta, Michael, estoy tan cansada.
—Yo también, nena. —Se sentó a su lado y estiró las piernas, preguntándose si la carne no se le desprendería de los huesos; no obstante, aún tenía la fuerza necesaria para acariciarle el cabello; estaba pegajoso de sudor, pero a Mike no le importó—. Sólo falta un poquito más. Oye, fuiste tú quien quiso quedarse con nosotros, ¿recuerdas?
—¡Soy una tonta!
Había una nota de humor en su voz. Mientras seas capaz de reír —pensó Mike, recordando palabras de su padre—, no estás derrotado.
—Vamos, será mejor que estires esas piernas o se te van a agarrotar. Anda, date vuelta. —Edwards le enderezó las piernas y le masajeó un poco las pantorrillas—. Lo que necesitamos son algunos plátanos.
—¿Qué? —Vidgis levantó la cabeza.
—Los plátanos tienen mucho potasio, que ayuda a evitar los calambres.
«¿O era calcio para las mujeres embarazadas?», se preguntó.
—¿Qué hacemos cuando llegamos a nuestra nueva montaña?
—Esperamos a los muchachos buenos.
—¿Vendrán? —Su voz cambió ligeramente.
—Creo que sí.
—¿Y tú te vas entonces?
Mike se quedó callado durante un momento, luchando entre su audacia y su timidez. Y si ella dice…
—No sin ti, no lo haré. —Dudó de nuevo—. Quiero decir, si tú…
—Sí, Michael.
Se tendió junto a ella. Edwards se sintió sorprendido ante el hecho de que ahora la deseaba. Ya no era la víctima de una violación, ni una muchacha embarazada por otro hombre, ni una persona extraña y de otra cultura. Estaba impresionado por su fuerza interior y por otras cosas para las cuales no encontraba nombre, aunque no lo necesitaba.
—Tienes razón. Es verdad que te amo.
Hijo de puta. Le apretó la mano mientras ambos descansaban para el esfuerzo que tenían por delante.
—Ese es uno de ellos, señor. El Providence, creo. Se oyen algunos ruidos extraños, como si fueran piezas metálicas que golpean unas con otras.
Habían estado siguiendo el blanco —todo contacto era un blanco— durante dos horas, acercándose con mucho ruido a medida que la posible fuente se convertía en probable. La tormenta que había arriba degradaba mucho el rendimiento de su sonar, y el sigilo del blanco impedía que se identificaran sus características. Aquello duró un tiempo interminable. ¿Podría ser un submarino ruso que se deslizaba en busca de su propio blanco? Finalmente, el débil golpeteo de la torreta dañada lo traicionó. McCafferty ordenó que acercaran su submarino al blanco, a ocho nudos.
¿El Providence habría reparado sus sistemas de radar? Con toda seguridad que lo habrían intentado, pensó McCafferty, y si ellos detectaban entonces un submarino que se les acercaba muy cautelosamente desde atrás, ¿pensarían que se trataba de su viejo amigo el Chicago, o de otro «Victor III»? Y en ese sentido, ¿qué grado de certeza tenían ellos de que su blanco fuera el Providence? Por eso los norteamericanos entrenaban a sus submarinistas para que operaran solos. Las operaciones conjuntas traían aparejadas demasiadas incertidumbres.
Habían dejado atrás a las fuerzas soviéticas de superficie. La maniobra de McCafferty, de atacar y escapar, los había engañado, y antes de que el ruido se desvaneciera escucharon indicios de enérgicas operaciones de búsqueda con aviones y buques de superficie, que ahora habían quedado a popa, a treinta millas de ellos. Esa evolución de los hechos era positiva, pero la ausencia de buques de superficie en aquella zona inquietó a McCafferty. Podría encontrarse ahora en un sector asignado a submarinos, y estos eran, sin comparación, los oponentes más peligrosos. Su anterior éxito contra el «Victor» fue pura suerte. Ese comandante soviético había estado demasiado interesado en comenzar su propia caza y olvidó controlar sus flancos. Fue un error, y él no esperaba que se repitiera.
—¿Distancia? —preguntó McCafferty a su grupo de seguimiento.
—Unas dos millas, señor.
Ese era el límite del alcance del gertrude, pero McCafferty quería acercarse mucho más. Paciencia, se dijo. La actividad submarina era un continuo ejercicio de paciencia. Pasaban horas de preparación para unos pocos segundos de actividad. Es un milagro que no tengamos todos úlceras. Veinte minutos después, se habían acercado a menos de mil metros del Providence. McCafferty levantó el teléfono del gertrude.
—Chicago llamando al Providence, cambio.
—Se tomó su buen tiempo, Danny.
—¿Dónde está Todd?
—Salió hacia el Oeste persiguiendo algo hace dos horas. Lo perdimos. No oímos ningún ruido desde esa dirección.
—¿En qué condiciones se encuentra usted?
—El sonar de cola funciona. El resto de nuestros sonares han quedado fuera de servicio. Podemos disparar pescados desde los sistemas de control de la sala de torpedos. Todavía tenemos lluvia en la sala de control, pero podemos continuar con ella siempre que nos mantengamos por encima de los cien metros.
—¿Pueden aumentar la velocidad?
—Hemos tratado de navegar a ocho nudos, pero descubrimos que no podíamos seguir. La torreta se está desarmando. El ruido se hace cada vez mayor. Puedo ir a seis, nada más.
—Muy bien. Si tiene un sonar de cola en funcionamiento, nosotros trataremos de colocarnos en posición unas cuantas millas más adelante. Digamos cinco millas.
—Gracias, Danny.
McCafferty colgó el teléfono.
—Sonar, ¿tiene algo que por lo menos parezca que podría ser algo?
—No, señor, está todo despejado en este momento.
—Todo adelante dos tercios.
Entonces, ¿dónde diablos está el Boston?, se preguntó el comandante.
—Es extraño que todo se halle tan silencioso —observó el ejecutivo.
—Dígamelo a mí. Yo sé que estoy actuando como un paranoico, pero ¿seré lo suficientemente paranoico? —McCafferty necesitaba reírse—. Muy bien, vamos a hacer corridas y derivas siempre hacia el Norte, quince minutos de corridas, diez de derivas, hasta que estemos cinco millas delante del Providence. Entonces nos estabilizaremos a seis nudos y continuaremos la misión. Voy a dormir un rato. Despiérteme dentro de dos horas. Hable con los oficiales y suboficiales, asegúrese de que todos se estén tomando algún descanso. Hemos estado trabajando bastante duro. No quiero que nadie se doble.
McCafferty tomó medio emparedado mientras caminaba hacia su camarote. Sólo eran ocho pasos. Cuando los completó ya había tragado todo el emparedado.
—¡Comandante a control!
Le pareció que apenas había cerrado los ojos cuando sonó el megáfono que tenía sobre la cabecera. En el camino a la puerta, McCafferty miró el reloj. Había dormido noventa minutos. Tenía que ser suficiente.
—¿Qué tenemos? —preguntó al ejecutivo.
—Posible contacto de submarino en el cuarto de babor. Acabamos de oírlo. Ya poseemos un cambio de marcación… Está cerca. Todavía no hay identificación.
—¿El Boston?
—Podría ser.
Hubiera querido que Todd no se fuera así, pensó McCafferty. Dudó si no debería decir al Providence que tomara su máxima velocidad y a la mierda con el ruido. Era la fatiga lo que le hacía pensar así, lo sabía. La gente cansada comete errores, especialmente errores de juicio. Y los comandantes no pueden permitirse el lujo de cometerlos, Danny.
El Chicago estaba haciendo seis nudos. Ningún ruido en absoluto —pensó el comandante—. Nadie puede oírnos…, tal vez, probablemente. En realidad tú ya no sabes nada, ¿verdad? Se dirigió a la sala del sonar.
—¿Cómo va eso, suboficial?
—Esperando, jefe. Este contacto es una belleza. Fíjese cómo aparece y desaparece. Está allí, seguro, pero es una bruja de hierro fundido para agarrarlo.
—El Boston se fue hacia el Oeste hace unas horas.
—Podría ser él que está regresando, señor. Viene muy silencioso. O podría ser un «Tango» navegando con baterías, señor. No tengo una señal suficiente para notar la diferencia. Lo siento, señor. No lo sé.
El suboficial se pasó la mano por los ojos y lanzó un largo suspiro.
—¿Cuánto tiempo hace que no descansa?
—Eso tampoco lo sé, señor.
—Cuando terminemos con este, se irá a dormir, suboficial.
El oficial del grupo de seguimiento llamó en ese momento.
—Tengo un cálculo de distancia, señor. Cinco mil metros. Creo que lleva rumbo general Este. Estoy tratando de confirmarlo.
McCafferty ordenó preparar una solución de tiro sobre el contacto.
—¿Qué es esto? —preguntó el suboficial—. Otro contacto de sonar detrás del primero, con marcación dos cinco tres. ¡Está siguiendo al otro tipo!
—Necesito una identificación, suboficial.
—No tengo suficiente información, comandante. Los dos navegan muy lentamente.
¿Será el Boston uno de ellos? Si es así, ¿cuál? Si es el de delante, ¿lo prevenimos y revelamos nuestra posición? ¿O abrimos fuego y arriesgamos disparar contra el que no debíamos? ¿O simplemente no hacemos absolutamente nada?
McCafferty fue hacia atrás, al tablero de operaciones.
—¿A qué distancia se halla este del Providence?
—A un poco más de cuatro mil metros, entrando por su proa a babor.
—Entonces, él debe de haberlo detectado —pensó el comandante en voz alta.
—Pero ¿quién diablos es? —preguntó en voz baja el oficial de seguimiento—. ¿Y qué es este contacto? ¿«Sierra-2» detrás de él?
—¡Ruidos variables! —gritó el suboficial sonarista—. ¡Ruidos mecánicos variables en el «Sierra-2»!
—Timón quince grados a la izquierda —ordenó McCafferty con calma.
—¡Torpedo en el agua, marcación dos cuatro nueve!
—¡Todo adelante dos tercios!
Esta vez la orden se oyó más fuerte.
—Control, sonar, tenemos aumento de ruido de maquinaria en el «Sierra-I». Bueno, el contacto de delante es un submarino de doble hélice; la cuenta de vueltas de palas indica una velocidad de diez nudos en aumento; recibo algo de cavitación. El blanco «Sierra-I» está maniobrando. Clasifico este blanco como un clase «Tango».
—El Boston es el que viene detrás. Todo adelante un tercio. —McCafferty ordenó disminuir la velocidad de su submarino—. ¡Agárralo, Todd!
Quince segundos después su deseo se vio recompensado con una explosión. Simms había procedido con la misma táctica de su amigo del Chicago. Acercarse a unos cuantos miles de metros del blanco y no darle oportunidad de alejarse maniobrando. Quince minutos después, el Boston se unió a su saludable hermano.
—Fueron cuatro horas muy duras. ¡Ese «Tango» era bueno! —dijo Simms por el gertrude—. ¿Tú estás en buena forma?
—Sí. Tenemos la posición de guardia al frente. ¿Quieres ponerte atrás por un rato?
—De acuerdo, Danny. Nos veremos.
—Vaya usted delante, sargento Nichols.
El puesto destacado de los rusos estaba cinco kilómetros al Sur y novecientos metros más arriba. Ellos treparon las paredes del barranco y salieron a un terreno relativamente abierto. Se hallaban entre el sol y el puesto soviético. Edwards pensó que de algún modo creía lo que Nichols había dicho sobre las condiciones de la luz y cómo reaccionaba a ellas el ojo humano. ¿Hasta qué punto era fácil distinguir algo a una distancia de cinco kilómetros? Pero mientras caminaba por allí se sentía como si lo hubiera estado haciendo desnudo por la calle a la hora de mayor concurrencia. Se habían oscurecido las caras con maquillaje para camuflaje, y sus uniformes se confundían con el color y la clase del terreno. Pero el ojo humano busca el movimiento —se dijo Edwards—, y nosotros nos estamos moviendo. ¿Qué estoy haciendo yo aquí?
Un paso más cada vez. Caminen con suavidad. No levanten polvo. Ritmo lento y tranquilo. No hagan movimientos bruscos. Cabezas agachadas. Todas las cosas que había dicho Nichols resonaban en su mente. Mírenme, soy invisible.
Se propuso no mirar hacia arriba, pero habría sido menos que humano si no hubiera arriesgado una mirada ocasional. El cerro (montaña) se elevaba muy alto sobre ellos. Y se hacía realmente escarpado cerca, en la cumbre. A lo mejor no había nadie allí. Está bien. Hágannos un favor y sean ciegos, o estén dormidos, o comiendo, o buscando aviones. Tuvo que apartar la vista.
Las rocas que ellos pasaban por encima y por los lados se unieron después de un trecho. Cada miembro del grupo caminaba solo. Nadie decía nada. Todos los rostros tenían una expresión neutra, que podía haber significado una silenciosa decisión o un oculto agotamiento. El solo hecho de caminar con seguridad sobre las rocas requería concentración.
Esto es el final de todo. La última caminata. La última montaña por trepar. El fin —se prometió Edwards a sí mismo—. Después de esto, iré en coche a buscar el diario de la mañana, Si no puedo tener una casa de planta baja solamente, juro que me haré instalar un ascensor. Haré que los chicos corten el césped y yo me sentaré en el porche a mirarlos.
Finalmente, la cumbre de la montaña quedó detrás de él. Ahora tenía que espiar por encima del hombro. Por alguna razón, el helicóptero lleno de paracaidistas rusos no llegó. Ahora estaban algo más seguros. Entonces Nichols aceleró el paso.
Al cabo de cuatro horas, la montaña había quedado detrás de una elevación de roca volcánica cuya cima parecía el filo mellado de un cuchillo. Nichols propuso un alto, Hacía siete horas que estaban caminando.
—Bueno —dijo el sargento—. Fue bastante fácil, ¿verdad?
—Sargento, la próxima vez que salte desde un avión, por favor, rómpase el tobillo —sugirió Mike.
—La peor parte ha quedado atrás. Ahora lo único que nos queda es trepar esa pequeña colina —comentó Nichols.
—Antes podríamos tratar de conseguir un poco de agua —dijo Smith. Indicó un arroyo que corría a unos cien metros.
—Buena idea. Teniente, yo creo realmente que deberíamos estar en la cumbre de esa colina tan pronto como podamos.
—De acuerdo. ¡Pero esta es la última maldita colina que treparé en mi vida!
—Yo también he dicho eso mismo una o dos veces, señor —sonrió Nichols.
—No le creo.
—¡Bienvenido a bordo!, Toland.
El comandante de la Flota de Choque del Atlántico debía ser un oficial superior de tres estrellas, pero el vicealmirante Scott Jacobsen, por el momento, tendría que conformarse con el puesto en vez del grado. Aviador de toda una vida, era el comandante de división de portaaviones más antiguo de la Armada, y sustituto del fallecido almirante Baker.
—Tiene una impresionante carta de presentación del almirante Beattie.
—Dio demasiada importancia a aquello. Lo único que yo hice fue transmitir una idea que había tenido otro.
—Está bien. Usted se hallaba a bordo del Nimitz cuando atacaron a la fuerza de tareas, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Yo estaba en la CIC.
—¿Y el otro tipo que salió de allí fue Sonny Svenson? ¿Ustedes fueron los únicos?
—Sí, señor, el capitán de navío Svenson y yo.
Jacobsen cogió el teléfono y pulsó tres números.
—Diga al capitán Spaulding que venga a verme. Gracias. Toland, usted, mi oficial de operaciones y yo vamos a revivir aquella experiencia. Quiero ver si hubo algo que dejó de decirse en nuestra reunión de instrucciones previas a la partida. No me van a hacer más agujeros en mis portaaviones, hijo.
—Almirante, no los infravalore —advirtió Toland.
—No voy a hacerlo, Toland. Por eso lo tengo a usted aquí. A su grupo lo atacaron demasiado lejos en el Norte, dadas las circunstancias. Haber tomado Islandia fue una brillante jugada de la otra parte, Nos arruinaron bastante bien nuestros planes. Pero eso lo vamos a arreglar, capitán.
—Comprendo, señor.
—¿No es hermoso? —dijo O’Malley. Lanzó el cigarrillo por la borda y se cruzó de brazos, contemplando fijamente el enorme portaaviones que se destacaba en el horizonte. Era apenas una forma gris oscura, con aviones que aterrizaban en su larga cubierta de vuelo.
—Se supone que mi nota se refiere al convoy —dijo Calloway con cierto desdén.
—Bueno, ellos están entrando a puerto en este mismo momento. Final de la nota. —El piloto se volvió con una amplia sonrisa—. Diablos, usted me hizo famoso, ¿no es así?
—Ustedes, condenados aviadores, ¡son todos lo mismo! —le espetó el corresponsal de «Reuter»—. El comandante ni siquiera me ha dicho a dónde vamos.
—¿No lo sabe? —preguntó sorprendido O’Malley.
—Bien, ¿a dónde vamos?
—Al Norte.
Habían despejado el puerto a la espera del convoy. Los mercantes pasaron a remolque junto a varios restos de buques destruidos por las minas soviéticas, algunas colocadas antes de la guerra, otras lanzadas desde aviones. El puerto también había sufrido seis bombardeos, aunque los cazabombarderos que los efectuaron, aviones de gran radio de acción, habían pagado cada vez un elevado precio a las fuerzas francesas de defensa aérea.
Los primeros buques que entraron fueron los grandes «Ro/Ros», cargados con contenedores. Ocho de ellos habían transportado una división blindada completa. Los llevaron rápidamente a la dársena Theophile Ducrocq. Uno a uno, los buques fueron bajando sus curvas rampas de popa hasta el muelle, y los tanques empezaron a desembarcar. Encontraron un verdadero tren de trailers arrastrados por tractores y lo suficientemente bajos como para facilitar la carga. Cada uno de ellos llevaría un tanque, u otro vehículo de combate, hasta las líneas del frente. Una vez cargados, circularon de uno en uno hasta el punto de reunión en la planta «Renault», adyacente al puerto. El desembarco de toda la división iba a durar varias horas; no obstante, habían decidido el traslado de todo el conjunto en un solo cuerpo hasta el frente de combate, a menos de quinientos kilómetros.
Después de un viaje que les pareció tenso e interminable, la llegada fue una conmoción cultural para las tropas norteamericanas, muchos de cuyos hombres pertenecían a la Guardia Nacional y rara vez viajaban al extranjero. Los trabajadores del puerto y la Policía de Tráfico estaban demasiado exhaustos, después de varias semanas de frenética actividad, para demostrarles cualquier tipo de emoción; pero la gente común, enterada, a pesar de las rigurosas medidas de seguridad, de que arribarían tropas de refuerzo, fueron a ver a los recién llegados, primero en pequeños grupos, y luego en gran número. Las fuerzas norteamericanas no tenían permiso para dejar los sectores de sus compañías. Después de algunas negociaciones informales, se decidió que reducidas delegaciones fueran autorizadas a reunirse brevemente con algunos de los soldados. El riesgo de la seguridad era mínimo (las líneas telefónicas que entraban y salían de todos los puertos de la OTAN estaban bajo riguroso control) y este ejercicio de simple cortesía tuvo resultados inesperados. Al igual que sus padres y abuelos, los soldados aprendieron que Europa merecía luchar por ella. Esa gente que con frecuencia sólo se veía como amenaza para los puestos de trabajo de los norteamericanos, tenía rostros, esperanzas y sueños. Todo eso se hallaba en peligro. No estaban peleando por un principio, o una decisión política, o un tratado de papel. Estaban allí por esas personas y por otras, que no eran en nada diferentes de las que ellos habían dejado en los Estados Unidos.
Tardaron dos horas más de lo estimado. Algunos vehículos se rompieron, pero los funcionarios del puerto y de la Policía habían organizado hábilmente los puntos de reunión. La división partió en las primeras horas de la tarde, avanzando a una velocidad permanente de cincuenta kilómetros por hora, a lo largo de una autopista de varios carriles, despejada para facilitar su paso. Cada tanto había alguien detenido junto al camino para saludar con los brazos a las tropas que efectuaban los últimos controles en sus equipos. La parte fácil de su viaje estaba a punto de terminar.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegaron a la cumbre, aunque sólo para encontrarse con que esa montaña tenía muchas «cumbres». Los rusos poseían la más alta, a cinco kilómetros. El grupo de Edwards debería elegir entre otros dos picos; ambos tenían unas cuantas decenas de metros menos que el más alto, de mil metros. Eligieron el más elevado de los dos; desde allí se veía el pequeño puerto pesquero de Stykkisholmur, casi exactamente al Norte, y la amplia bahía llena de rocas que el mapa llamaba Hvammsfjordur.
—Parece un buen puesto de observación, teniente Edwards —juzgó Nichols.
—Me alegro, sargento, porque no voy a dar un paso más. —Edwards ya había enfocado sus binoculares sobre el pico más al Este—. No veo ningún movimiento.
—Están allí —dijo Nichols.
—Sí —coincidió Smith—. Seguro como el diablo.
Edwards descendió un poco de la línea de la cresta y extrajo la radio.
—Doghouse, aquí Beagle, ya estamos donde ustedes querían, cambio.
—Deme su posición exacta.
Edwards abrió el mapa y leyó las coordenadas.
—Creemos que hay un puesto de observación ruso en el pico vecino. Están a unos cinco kilómetros de aquí, según este mapa. Nosotros nos hallamos bien escondidos y tenemos comida y agua para dos días. Podemos ver los caminos que entran a Stykkisholmur. En realidad, ahora hay tiempo bueno y claro, y alcanzamos a ver hasta Keflavik. No se distinguen detalles, pero vemos la península.
—Muy bien. Quiero que mire al Norte y nos diga todo lo que ve.
Edwards entregó la antena de la radio a Smith, después se volvió y apuntó sus anteojos de campaña sobre la población.
—Bueno. El terreno es bastante llano, pero más alto que el agua, como una plataforma. Hay algunas pequeñas lanchas pesqueras amarradas a los muelles… Cuento nueve. La rada que se extiende al norte y al este del puerto está llena de rocas en una superficie de muchos kilómetros. No veo ningún vehículo blindado, ni signos evidentes de tropas rusas… Espere. Hay dos todo terreno estacionados en medio de la calle, parece, pero no hay nadie al lado. El sol todavía está bajo y hay muchas sombras. En los caminos no se mueve nada. Creo que eso es todo.
—Muy bien, Beagle. Buen informe. Avísenos si ve cualquier clase de personal soviético. Aunque sea uno, queremos saber de él. Manténganse atentos.
—¿Vendrá alguien a buscarnos?
—Beagle, no sé de qué está hablando.
Toland se hallaba de pie en la Central de Informaciones de Combate, observando las pantallas. Lo que más le preocupaba eran los submarinos. Ocho submarinos aliados estaban en el estrecho de Dinamarca, al oeste de Islandia, formando una barrera que pocos enemigos serían capaces de pasar. Los apoyaban aviones navales «Orion» que operaban desde Sondrestrom, Groenlandia; algo imposible hasta que pudieran eliminar a los cazas rusos de Keflavik. Eso cerraba un posible camino de acceso hacia la Flota de Choque del Atlántico. Otros submarinos formaban una línea paralela al frente de avance de la flota, apoyados por los «S-3A Viking», que operaban continuamente desde las cubiertas de vuelo.
El Pentágono había hecho trascender a la Prensa que esa división de infantería de Marina se hallaba en viaje a Alemania, donde la batalla continuaba equilibrada. En realidad, la cerrada formación de anfibios navegaba a veinte millas de su portaaviones con rumbo cero tres nueve, a cuatrocientas millas de su verdadero objetivo.
—Ya no estamos navegando hacia el Norte —dijo Calloway.
Se hallaban cenando en la cámara de oficiales. Todos escarbaban en las últimas hojas de lechuga fresca que había a bordo.
—Creo que tiene razón —observó O’Malley—. Me parece que ahora hemos puesto rumbo al Oeste.
—También podrían decirme qué diablos estamos haciendo. Me han prohibido usar su transmisor por satélite.
—Estamos escoltando en cortina al grupo de batalla del Nimitz, pero cuando uno va caminando a veinticinco nudos, no es tan fácil.
A O’Malley no le gustaba eso. Estaban corriendo un riesgo. Era parte de la guerra, pero al piloto no le agradaba ninguna parte de la guerra. Especialmente los riesgos. Me pagan para hacerlo, no para que me guste.
—La escolta es en su mayor parte británica, ¿no es así?
—Sí, ¿por qué?
—Eso es algo que puedo usar para informar a la gente de nuestro país. Qué importancia…
—Mire, señor Calloway, supongamos que usted envía su nota y se publica en los periódicos locales. Entonces, supongamos que un agente soviético lee la nota y le transmite a…
—¿Cómo podría hacer eso? Indudablemente, el Gobierno ha puesto severas restricciones a toda clase de comunicaciones.
—Iván tiene un montón de satélites de comunicaciones, lo mismo que nosotros. En esta pequeña fragata tenemos dos transmisores para satélites. Usted los ha visto. ¿Cuánto le parece que cuestan? Piense que tal vez usted mismo podría tener uno en el jardín de su casa, dentro de algún arbusto… Además, a todo el grupo se le han restringido las comunicaciones. EMCON, control de emisiones, total. Nadie transporta nada por el momento.
Llegó Morris y se sentó a la cabecera de la mesa.
—Comandante, ¿hacia dónde estamos navegando? —preguntó Calloway.
—Acabo de enterarme. Lo siento, pero no puedo decírselo. La fragata Battleaxe y nosotros vamos a continuar trabajando juntos durante un tiempo como guardia de popa del grupo Nimitz. Nuestra designación ahora es «Fuerza Mike».
—¿Tendremos alguna otra cooperación? —preguntó O’Malley.
—El Bunker Hill viene hacia aquí. Tuvo que recargar munición y reunirse con el HMS Mustrious. Van a operar uno cerca de otro. Nosotros seremos otra vez piquete exterior. Empezaremos a cumplir realmente las tareas «ASW» dentro de cuatro horas. Pero va a ser dificilísimo tratar de mantenerse a la par del portaaviones.
Había tres contactos. Todos se produjeron en menos de diez minutos. Dos de ellos se hallaban delante del Chicago, a la izquierda y a la derecha de su proa. El tercero estaba por el través de babor. McCafferty comprendió que, de alguna manera, los rusos sabían de los submarinos que habían hundido. Probablemente alguna clase de radioboya, estaba seguro. Eso significaba que lo único que en verdad habían conseguido sus éxitos tácticos era atraer más peligro sobre el trío de submarinos norteamericanos.
—Control, sonar. Tenemos algunas señales de sonoboyas a dos seis seis. Cuento tres boyas…, cuatro, que sean cuatro.
¿Más «Bear»? —se preguntó McCafferty—. ¿Una caza en cooperación?
—Jefe, será mejor que venga aquí delante —llamó el suboficial sonarista.
—¿Qué sucede?
La pantalla de presentación en cascada se había cubierto repentinamente de señales.
—Señor, tenemos tres líneas de sonoboyas que se están formando en este momento. Tiene que haber por lo menos tres aviones allá arriba. Esta se encuentra muy cerca; parece que se va a extender detrás de nosotros, tal vez justo sobre nuestros amigos.
McCafferty observó las nuevas líneas de señales, que iban apareciendo a razón de una por minuto. Cada una de ellas representaba una sonoboya rusa, y la orientación era hacia el Este, mientras otras dos iban creciendo con otros rumbos.
—Están tratando de encajonarnos, suboficial.
—Parece que sí, señor.
Siempre que destruimos submarinos rusos les dimos una referencia de posición. Ellos han podido confirmar muchas veces nuestro rumbo y velocidad. McCafferty había llevado su submarino de regreso hasta la Depresión Svyatana Anna. Su paso hasta el pack de hielo tenía cien millas de ancho y trescientas brazas de profundidad. Pero ¿cuántos submarinos rusos había allí? Los sonaristas continuaban anunciando marcaciones a los contactos del submarino mientras el comandante observaba cómo se extendían las líneas de las boyas.
—Creo que este es el Providence, señor. Acaba de aumentar la velocidad…, sí, fíjese en el ruido ahora; realmente ha aumentado bastante la velocidad. Esta boya tiene que estar muy cerca de él. Pero todavía no puedo encontrar al Boston.
La marcación era constante con respecto a los dos contactos de submarinos hacía delante. No podía calcular una distancia a menos que él o ellos maniobraran. Si viraba a la izquierda se acercaría a un tercer contacto, lo que podía no ser una buena idea. Si viraba a la derecha, escaparía del submarino, que podría entonces acercarse al Providence. Si no hacía nada, nada lograría. McCafferty no sabía qué hacer.
—Tenemos otra boya, señor.
Esta última se hallaba entre las marcaciones de los dos contactos existentes. Trataban de localizar al Providence.
—Ahí está el Boston. Sí, va pasando rápido una boya. Una nueva línea de contacto apareció súbitamente brillante donde hasta ese momento no había nada. Todd ha aumentado la potencia y se ha propuesto dejar que lo detecten —pensó McCafferty—. Entonces se va a sumergir rápidamente para evadir.
Veámoslo desde el punto de vista ruso —se dijo el comandante—. Ellos no saben realmente detrás de qué andan, ¿no es así? Tal vez se imaginan que están contra más de uno, pero ¿cuántos más? Eso no pueden saberlo. Por lo tanto, querrán levantar el juego antes de disparar, tan sólo para ver qué hay aquí.
—¡Torpedo en el agua, marcación uno nueve tres!
Un «Bear» ruso había lanzado sobre el Boston. McCafferty observó la pantalla del sonar mientras Simms sumergía profundamente su nave, seguido por el torpedo. Aumentaría la profundidad y haría unos cuantos cambios bruscos en rumbo y velocidad, tratando de evadir el pescado. Apareció la línea brillante de un productor de ruidos, manteniendo una marcación constante mientras el Boston continuaba maniobrando. El torpedo dio caza al señuelo productor de ruido, corriendo otros tres minutos antes de agotar el combustible.
La pantalla quedó otra vez relativamente clara. Las señales de las sonoboyas permanecían allí. El Boston y el Providence habían reducido la potencia y desaparecieron…, pero lo mismo sucedió con las señales del submarino ruso.
¿Qué están haciendo? ¿Cuál es su plan? —se preguntó el comandante—. ¿Qué submarinos están allí?
«Tango», tienen que ser «Tango». Reducen completamente sus motores eléctricos y disminuyen la velocidad hasta el límite gobernable. Por eso desaparecieron de las pantallas. Muy bien, ya no vienen en busca de nosotros. Se inmovilizaron cuando el avión detectó al Providence y al Boston. ¡Están trabajando en forma coordinada con los «Bear»! Lo cual significa que tienen que estar a poca profundidad, y el rendimiento de sus sonares es bajo porque se hallan cerca de la superficie.
—Suboficial, suponga que esos dos contactos que tenían fueran «Tango» haciendo unos diez nudos. ¿Un cálculo aproximado nos daría un alcance de detección de cuánto?
—En estas condiciones del agua…, diez o doce millas. Y yo tendría mucho cuidado al usar ese número, señor.
Tres líneas más de sonoboyas empezaron a aparecer al norte del Chicago. McCafferty fue atrás para ver cómo las situaban. Calcularon aproximadamente un espacio de dos millas entre las líneas de sonoboyas, y eso les dio cifras de distancia.
—No están actuando con demasiada astucia, ¿verdad? —observó el ejecutivo.
—¿Para qué molestarse cuando no es necesario? Vamos a ver si podemos pasar entre las boyas.
—¿Qué están haciendo nuestros amigos?
—Espero que también estén navegando hacia el Norte. No quiero pensar en qué otros efectivos están enviando contra nosotros. Vamos a pasar directamente por aquí.
El oficial ejecutivo dio las órdenes. El Chicago empezó a avanzar de nuevo. Ahora comprobaría realmente si las planchuelas anecoicas de goma instaladas en el casco absorbían o no las ondas del sonar. Examinaron las últimas marcaciones sobre los submarinos rusos. McCafferty sabía que ellos podían estar moviéndose igualmente detrás de esa pared de ruido. Cuando los detectara de nuevo estaría peligrosamente cerca. Aumentaron la profundidad. El submarino descendió a trescientos metros, exactamente frente al punto medio entre un par de sonoboyas activas.
Otro torpedo apareció atrás en el agua, y McCafferty maniobró rápidamente para evadir, pero entonces se dio cuenta de que estaba apuntando a otro blanco, o a nada. Lo escucharon en su carrera durante varios minutos, luego desapareció. Una manera perfecta de quebrar la concentración de un hombre, pensó McCafferty, y volvió a llevar su submarino a un rumbo general norte.
Las marcaciones hacia las sonoboyas cambiaron a medida que se acercaban. Estaban separadas casi dos millas; quedó una milla a cada lado cuando el Chicago cruzó la primera línea, casi raspando el fondo. Estaban emitiendo en una frecuencia que se podía oír con claridad a través del casco. Exactamente igual que en el cine, pensó el comandante. Los tripulantes que no tenían en ese momento tarea alguna para la conducción del submarino, miraban hacia arriba y a los costados del casco como si pensaran que el ruido lo estaba acariciando. Vaya con las caricias… La segunda línea estaba tres millas más allá de la primera. El Chicago viró ligeramente a la izquierda en busca de otro claro entre las sonoboyas.
Ahora la velocidad había descendido a cuatro nudos. El sonar detectó un posible contacto hacia el Norte, que se desvaneció casi de inmediato. Tal vez un «Tango», tal vez nada. De todos modos lo registraron, ya que el submarino tardó casi una hora en alcanzar la segunda línea de boyas activas.
—¡Torpedo en el agua, sobre el través de babor! —gritó el sonarista.
—¡Timón todo a la derecha; fuerza máxima todo adelante!
La hélice del Chicago revolvió el agua y creó un paraíso de ruido para los aviones rusos, que habían lanzado un pescado sobre un posible contacto. El submarino continuó avanzando durante tres minutos, esperando información adicional sobre el torpedo.
—¿Dónde está el torpedo?
—Está emitiendo pings, señor…, pero lo hace para el otro lado; la marcación está cambiando al Sur, de izquierda a derecha, y se debilita.
—Todo adelante un tercio, timón a la vía —ordenó McCafferty—. Otro más…, torpedo en el agua marcación cero cuatro seis. Todo timón a la derecha, máxima fuerza todo adelante —ordenó McCafferty una vez más; se volvió en dirección al ejecutivo—: ¿Sabe lo que acaban de hacer? Lanzaron un pescado para engañarnos y obligarnos a movernos. ¡Malditos!
Una buena táctica, seas quien seas. Sabes muy bien que no podemos permitirnos ignorar un torpedo.
—Pero ¿cómo sabían que estábamos aquí?
—Quizá solamente acertaron, o tal vez tuvieron algún indicio. Entonces, nosotros les dimos el contacto.
—Marcación del torpedo cero cuatro uno. Está emitiendo pings contra nosotros, no sé si ya nos tiene, señor. Comandante, tengo un nuevo contacto con marcación cero nueve cinco. Suena como ruido de máquinas…, posible submarino.
—¿Y ahora qué? —susurró McCafferty.
Puso al torpedo ruso sobre su popa y se aferró al fondo. El rendimiento del sonar cayó a cero cuando el Chicago aceleró pasando los veinte nudos. Sin embargo, sus instrumentos todavía podían oír los pings ultrasónicos del torpedo, y McCafferty maniobró para mantenerlo detrás de él cuando picaba atacando al submarino norteamericano.
—¡Vamos arriba! Profundidad treinta metros. Disparen un señuelo de ruido.
—¡Planos en ascenso máximo!
El oficial de inmersión ordenó un corto soplado de los tanques compensadores de proa para ayudar a la maniobra, Sumado esto al señuelo de ruido, se creó una tremenda perturbación en el agua. El torpedo se lanzó hacia ella, pasando por debajo del Chicago. Una buena maniobra, si bien había sido a la vez una maniobra desesperada. El submarino ascendió muy rápido; su casco elástico producía ruidos secos y crujidos a medida que la presión del agua disminuía sobre el acero. Había un submarino enemigo cerca, y oyó ahora toda clase de ruidos del Chicago. Lo único que podía hacer McCafferty era correr. Confiaba en que el otro submarino intentara darle caza con un torpedo autoguiado que describiera círculos más abajo, pero no comprendía por qué estaba allí el otro submarino. Redujo la velocidad del Chicago a cinco nudos y viró, al mismo tiempo que el torpedo se quedaba sin combustible debajo de él. El siguiente problema: había un submarino soviético cerca.
—Tiene que saber dónde estamos, jefe.
—Lleva razón, ejecutivo. Sonar, control, ¡búsqueda Yanqui! —Ambas partes podían emplear tácticas poco comunes—. Grupo control de fuego, atentos, esto va a ser una instantánea.
El poderoso —aunque rara vez usado— sonar activo instalado en la proa del Chicago castigó el agua con energía de baja frecuencia.
—¡Contacto, marcación cero ocho seis, distancia cuatro mil seiscientos!
—¡Preparen!
Tres segundos después el casco de acero del Chicago sintió las ondas del sonar soviético.
—¡Preparado! Listo para tubos tres y dos.
—¡Iguales marcaciones y disparen! —Los torpedos salieron con pocos segundos de diferencia—. ¡Corten los cables! ¡Vamos abajo! ¡Profundidad trescientos metros, fuerza máxima todo adelante, timón todo a la izquierda, nuevo rumbo dos seis cinco! —El submarino giró y avanzó velozmente hacia el Oeste mientras sus torpedos corrían hacia su blanco.
—Ruidos pasajeros…, torpedos en el agua atrás, marcación cero ocho cinco.
—Paciencia —dijo McCafferty; no esperabas que hiciéramos eso, ¿verdad?— ¡Buen trabajo, control de fuego! Hicimos nuestros disparos un minuto más rápido que el otro tipo, ¿velocidad?
—Veinticuatro nudos y en aumento, señor —contestó el timonel—. Pasando ciento veinte metros, señor.
—Sonar, ¿cuántos pescados están dándonos caza?
—Por lo menos tres, señor, señor, nuestras unidades, están haciendo emisiones activas. Creo que tienen el blanco.
—Oficial ejecutivo, dentro de pocos segundos vamos a virar y a cambiar profundidad. Cuando lo hagamos, quiero que dispare cuatro señuelos de ruido con quince segundos de intervalo entre sí.
—Comprendido, señor.
McCafferty se situó detrás del timonel, que había cumplido veinte años el día anterior. El indicador del timón estaba a la vía, con diez grados de ángulo negativo en los planos, y el submarino pasaba en ese momento por los ciento cincuenta metros y en violento descenso. El indicador de velocidad mostraba ahora treinta nudos. El régimen de aceleración disminuyó cuando el Chicago se acercó a su máxima velocidad. McCafferty dio unas palmadas en el hombro del muchacho.
—Ahora. Diez grados arriba en los planos y caiga a la derecha con veinte grados de timón.
—¡Sí, señor!
El casco resonó con la noticia de que sus pescados habían encontrado su blanco. Todos saltaron o se agacharon: cada uno había tenido su propio problema durante la caza. La maniobra del Chicago dejó un enorme remolino en el agua, que el oficial ejecutivo marcó con los cuatro señuelos de ruido. Las pequeñas latas de gas llenaron de burbujas la zona de perturbación, excelentes blancos para sonar, mientras el Chicago escapaba hacia el Norte. Pasó exactamente debajo de una sonoboya, pero los rusos no podían lanzar otro torpedo sin riesgo de que interfiriera a los que ya estaban actuando.
—Las marcaciones están cambiando en todos los contactos, señor —informó el sonar.
McCafferty empezó a respirar normalmente otra vez.
—Adelante un tercio.
El timonel transmitió la orden mediante el anunciador. Los maquinistas respondieron, y una vez más el Chicago redujo la velocidad.
—Trataremos de desaparecer de nuevo. Probablemente ellos todavía no están seguros con respecto a quién mató a quién. Vamos a usar ese tiempo para volver abajo hasta el fondo y arrastrarnos hacia el Nordeste. Muy bien, muchachos: estuvo bastante difícil.
El timonel levantó la vista.
—Jefe, ¡la zona sur de Chicago ya no es la peor parte de la ciudad!
Pero puedes estar seguro de que es la más cansada de todas —pensó el comandante—. No pueden seguir viniendo así contra nosotros. Tienen que retirarse y volver a pensarlo todo, ¿no es cierto? Había memorizado la carta. Otras ciento cincuenta millas hasta el pack de hielo.