Las dos de la mañana. El ataque iba a comenzar dentro de cuatro horas a pesar de todos sus esfuerzos para cambiarlo. Alekseyev miraba fijamente el mapa con sus símbolos de unidades propias y los de las apreciaciones de Inteligencia sobre las enemigas.
—¡Arriba ese ánimo, Pasha! —dijo el comandante en jefe del Oeste—. Sé que usted piensa que consumiremos demasiado combustible. Pero les destruirá sus existencias de abastecimientos de guerra.
—Ellos también pueden reabastecerse.
—Tonterías. Sus convoyes han sufrido graves pérdidas, según nos han dicho los informes de Inteligencia. En estos momentos están trayendo un enorme cargamento, pero la Marina me comunica que han enviado contra ellos todo lo que tienen. Y, en último caso, llegará demasiado tarde.
Alekseyev se dijo que tal vez su jefe tuviera razón. Después de todo, había alcanzado la jerarquía que tenía sobre la base de una distinguida carrera. Pero, con todo…
—¿Dónde quiere que actúe hoy?
—En el puesto de Comando del Grupo de Maniobra Operativo. No me conviene que vuelva a estar cerca del frente.
El puesto de Comando del Grupo de Maniobra Operativo, pensó irónicamente Pavel. Primero, fue la 20 División de Tanques la que debía constituirse en grupo de maniobra operativa; después, fue una formación de dos divisiones, luego tres divisiones. Y siempre se había frustrado la maniobra de ruptura, hasta que la misma denominación, «grupo de maniobra operativo», sonaba como si hubiera sido alguna broma absurda. Su pesimismo volvió a hacerse presente. Las formaciones de reserva, retenidas para la explotación del ataque, se encontraban bastante lejos de la línea de combate, de manera tal que pudieran desplazarse hacia donde se produjera la mejor penetración de las filas de la OTAN. Podrían tardar horas en llegar a la posición adecuada. La OTAN había demostrado una notable capacidad para recuperarse ante repentinas rupturas, se recordó a sí mismo.
Alekseyev apartó esta idea, como lo había hecho con tantas otras, y abandonó el comando. Fue en busca de Sergetov y una vez más obtuvo un helicóptero para que lo llevara hacia el Oeste. La aeronave esperó en tierra hasta que llegó la acostumbrada escolta de cazas.
El empleo de cazas para escoltar un helicóptero aislado que despegaba desde Stendal era un procedimiento que los oficiales de control aéreo de la OTAN ya habían advertido, pero nunca contaron con las unidades disponibles para hacer algo al respecto. Esta vez fue diferente. Un avión «AWACS» que volaba sobre el Rin observó al helicóptero que despegaba mientras tres «MiG» volaban sobre él en espera. El controlador del sector tenía un par de «F-4 Phantom» que volvían de una misión de defensa aérea al sur de Berlín, y los dirigió hacia el Norte. Los cazas volaron casi rasantes sobre los árboles, con los radares apagados, ya que seguían una faja de libre tránsito utilizada por los aviones rusos.
Alekseyev y Sergetov iban sentados solos en la parte posterior del helicóptero de ataque «Mi-24». Había lugar para ocho soldados de infantería con todo su equipo de combate, de modo que ambos disponían de espacio para estirarse, y Sergetov aprovechó la oportunidad para dormitar un poco. Los «MiG» de su escolta volaban a unos mil metros más arriba, describiendo continuos círculos mientras vigilaban buscando cazas de la OTAN que pudieran acercarse por abajo.
—Diez kilómetros —informó el «AWACS».
Uno de los «Phamtom» tomó altura con brusquedad, iluminó electrónicamente con su radar a dos «MiG», y lanzó un par de misiles «Sparrow». El otro disparó dos «Sidewinder» al helicóptero.
El repentino sonido de sus receptores de amenaza sorprendió a los «MiG» en la peor situación. Uno de ellos picó violentamente, se pegó al suelo y logró evadir, El otro explotó en pleno vuelo en el instante en que su compañero le transmitía la alarma por radio. Alekseyev parpadeó sorprendido ante el imprevisto resplandor que llegó desde arriba y después tuvo que agarrarse con fuerza a su cinturón de seguridad al tiempo que el helicóptero viraba de golpe a la izquierda y caía a tierra como una piedra. Estaba casi a la altura de los árboles cuando el «Sidewinder» le arrancó el rotor de cola. Sergetov se despertó gritando, sorprendido y alarmado. El «Mi-24» dio varias vueltas en el aire, cayó sobre los árboles y rebotó los últimos quince metros hasta el suelo. El rotor principal se desarmó y comenzó a lanzar trozos en todas direcciones, y la portezuela corrediza del lado izquierdo del helicóptero se desprendió y saltó hacia fuera como si hubiera sido de plástico. Alekseyev salió inmediatamente detrás de ella, arrastrando con él a Sergetov. Una vez más, su instinto le había salvado. Los dos oficiales se habían alejado más de veinte metros cuando explotaron los depósitos de combustible. En ningún momento vieron ni oyeron a los «Phantom», que ya volaban hacia el Oeste y la seguridad.
—¿Estás herido, Vanya? —preguntó el general.
—Ni siquiera mojé los pantalones. Eso debe querer decir que ya soy todo un veterano. —La broma no dio resultado; la voz del mayor temblaba tanto como sus manos—. ¿Dónde diablos estamos?
—Una excelente pregunta. —Alekseyev miró alrededor; esperaba ver luces, pero todo el país estaba realizando un oscurecimiento, y las unidades soviéticas habían aprendido, a fuerza de sufrir pérdidas, que no debían usar luces en las carreteras—. Tenemos que encontrar un camino. Iremos hacia el Sur hasta que demos con uno.
—¿Dónde está el Sur?
—Opuesto al Norte. Y el Norte está allá. —El general señaló una estrella, y luego se dio vuelta para buscar otra—. Aquella nos guiará hacia el Sur.
El almirante Yuri Novikov seguía el progreso de la batalla en el monitor, desde su puesto de mando subterráneo, a pocos kilómetros de la base principal de la flota. Estaba fastidiado por la pérdida de su principal arma de largo alcance, los bombarderos «Backfire», pero mayor era su indignación por la forma en que había reaccionado el Politburó ante el ataque con los misiles. En cierta forma, los políticos pensaban que entonces era posible un ataque con misiles balísticos desde la misma zona, y ningún argumento en contra había podido hacerles cambiar de idea. ¡Como si los norteamericanos fueran a arriesgar sus preciosos submarinos de misiles balísticos en aguas tan restringidas!, gruñó para sus adentros el almirante. Él opinaba que se trataba de rápidos submarinos de ataque, estaba seguro, y se veía obligado a tratar de impedir su escape yendo tras ellos con la mitad de sus efectivos, pues no tenía tantos como para enviarlos a todas partes.
El comandante en jefe de la Flota soviética del Norte había logrado bastante éxito en la guerra hasta ese momento. La operación para tomar Islandia se había desarrollado casi a la perfección. ¡El más audaz de los ataques soviéticos de la Historia! Tan sólo un día después, había logrado destruir el grupo de batalla de un portaaviones, una victoria épica para sus fuerzas. Su plan de ataque combinado (mediante submarinos y bombarderos armados con misiles) contra los convoyes había salido muy bien, particularmente después de su decisión de utilizar los bombarderos para eliminar primero a los buques escolta. Las pérdidas de submarinos hasta la fecha habían sido graves; pero él ya lo había esperado así. Las Marinas de la OTAN practicaban la guerra antisubmarina desde hacía varias generaciones. Las pérdidas eran inevitables. Había cometido errores, admitió Novikov para si mismo. Debió haber atacado antes a los buques escolta en forma sistemática, pero Moscú quería ante todo la destrucción de los mercantes, y él había accedido a la «sugerencia».
Ahora las cosas estaban cambiando. La repentina pérdida de su fuerza de «Backfire» (estaría fuera de servicio durante otros cinco días) lo obligaba a recurrir a sus grupos de submarinos dedicados al ataque a portaaviones, para enviarlos contra los convoyes. Eso significaba tener que cruzar la línea adelantada de submarinos de la OTAN, y las pérdidas allí también eran grandes. Su fuerza de bombarderos de reconocimiento «Bear» había recibido duros golpes. Se suponía que esta maldita guerra ya tendría que haber terminado, pensó enfurecido Novikov. Tenía una poderosa fuerza de superficie a la espera, para escoltar tropas adicionales hacia Islandia, pero no podía mover ese grupo hasta que la campaña de Alemania tuviera el fin al alcance de la vista. «Ningún plan de batalla sobrevive al primer contacto con el enemigo», recordó.
—Camarada almirante, han llegado las fotografías del satélite.
Su ayudante le entregó una carpeta de cuero. El jefe de Inteligencia de la flota llegó pocos minutos después, con su experto en interpretación fotográfica. Distribuyeron las fotos sobre una mesa.
—Ah, aquí tenemos un problema —dijo el experto.
Novikov no necesitaba que el experto se lo dijera. Los muelles de Little Creek, Virginia, estaban vacíos. La fuerza anfibia norteamericana de asalto había zarpado con una división completa de infantería de Marina. Novikov había observado con gran interés el progreso de las unidades de la Flota del Pacífico hasta Norfolk, pero luego le habían destruido dos satélites de reconocimiento oceánico, y después le negaron autorización para lanzar el último de ellos. La toma siguiente mostraba los fondeaderos de los portaaviones, también vacíos.
—El Nimitz está todavía en Southampton —dijo su jefe de Inteligencia—. Entró a puerto con una fuerte escora, y no hay dique seco lo bastante grande como para recibirlo. Está amarrado al Muelle Oceánico; no saldrá a ninguna parte. Eso deja a los norteamericanos con tres portaaviones: Coral Sea, America e Independence. El Saratoga está cumpliendo tareas de escolta de convoyes. El resto de los portaaviones de su Flota del Atlántico se encuentra en el océano Indico.
Novikov lanzó un gruñido. Esa sería una mala noticia para el escuadrón del océano Indico, pero ellos eran parte de la Flota soviética del Pacífico. No era problema suyo. Ya tenía bastante con los propios. Por primera vez se enfrentaba al mismo dilema que él les había planteado a las Marinas de la OTAN: tenía más tareas que buques, ¡y enviar la mitad de sus mejores fuerzas «ASW» tras submarinos que ya se estaban retirando, no contribuía mucho a mejorar las cosas!
—¡Hola de nuevo, almirante! —dijo Toland.
Beattie parecía estar mucho mejor; ahora sus ojos azules tenían el brillo del cristal, y su espalda se mantenía erguida. Se hallaba de pie frente al mapa mural, con los brazos cruzados.
—¿Cómo andan las cosas en Escocia, capitán?
—Bien, señor. Los dos últimos ataques fracasaron. ¿Puedo preguntar cómo le fue a la fuerza Doolittle? El comandante de uno de los submarinos es muy amigo mío.
Beattie se volvió.
—¿Cuál?
—El del Chicago, Dan McCafferty.
—Ah. Parece ser que uno de los submarinos ha sufrido daños. El Chicago y otro lo están escoltando para que pueda salir. En realidad, están armando un revuelo tremendo en el Barents del este. Tenemos indicaciones de que los soviéticos han enviado una fuerza considerable tras ellos. De cualquier manera, usted regresará a su flota de portaaviones y se encontrará con mi estado mayor de Inteligencia, de modo que podrá poner al día a sus muchachos cuando llegue allá. Yo quería verlo personalmente para darle las gracias por aquel télex que usted envió, sobre la posibilidad de seguir a los «Backfire» hasta el umbral de su casa. Esa idea fue muy útil para nosotros. Entiendo que usted es reservista. ¿Cómo diablos le dejaron irse?
—Cierta vez encallé mi destructor en un banco de arena.
—Comprendo. Ya ha expiado ese error, capitán.
Beattie le tendió la mano.
—¡Detenga ese maldito camión! —gritó Alekseyev.
De pie en medio del camino, se arriesgaban a que el vehículo siguiera avanzando y los arrollara. El camión se detuvo y él corrió hasta la cabina.
—¿Quién diablos es usted? —preguntó el conductor.
—Soy el general coronel Alekseyev —contestó con fingida amabilidad—. ¿Y quién podría ser usted, camarada?
—Soy el cabo Vladimir Ivanovich Maryakhin —logró decir el hombre, pese a haberse quedado completamente boquiabierto al ver el distintivo de grado en los hombros del general.
—Como, al parecer, tengo más rango que usted, cabo, deberá llevarme, junto con mi ayudante, hasta el próximo punto de control de tráfico tan pronto como pueda hacerlo con este camión. ¡Muévase!
Alekseyev y Sergetov subieron atrás. Encontraron un montón de cajones, pero había lugar para sentarse sobre ellos.
—Tres horas perdidas —protestó el general.
—Pudo haber sido peor.
—Es un ataque importante, señor. Han empezado a avanzar en lo que parece un frente de ochenta kilómetros.
SACEUR miró impasible el mapa. No era que no lo hubieran esperado. Inteligencia lo había previsto doce horas antes, basándose en los movimientos de tránsito soviéticos. Él tenía exactamente cuatro brigadas de reserva que podía usar en ese sector. Gracias a Dios —pensó—, que pude persuadir a los alemanes para que acortaran la línea de Hannover. La mitad de sus reservas provenía de allí. Y lo hizo justo a tiempo.
—¿El eje principal del ataque? —preguntó el general a su oficial de operaciones.
—Por el momento no hay ninguno evidente. Parece un ataque general…
—Que busca ejercer una fuerte presión para encontrar algún punto débil —completó SACEUR—. ¿Dónde está su fuerza de reserva?
—Señor, hemos identificado elementos de tres divisiones aquí, al sur de Fülziehausen. Parecen ser unidades A. En el ataque que ya han lanzado intervienen, según parece, formaciones B en su mayor parte.
—¿Tantas pérdidas les hemos producido? —preguntó retóricamente SACEUR.
Sus oficiales de Inteligencia trabajaban sin descanso para establecer justamente la magnitud de las bajas del enemigo, y él recibía un informe todas las noches. Hacía ya cinco días que habían empezado a aparecer en el frente las unidades de reserva clase-B, hecho que resultaba curioso. Sabía que los soviéticos tenían por lo menos seis unidades categoría-A en reserva en el sur de Ucrania, pero no había indicación alguna de que estuvieran desplazándolas. ¿Por qué no empleaban esas fuerzas en el frente alemán? ¿Por qué estaban enviando reservistas en su lugar? Llevaba varios días formulando esa pregunta, pero sólo había conseguido que su jefe de Inteligencia se encogiera de hombros. No es que me queje, pensó. Esos ejércitos habrían bastado para producir la ruptura total de su frente.
—¿Qué lugar es bueno para contraatacar?
—Señor, tenemos esas dos brigadas de tanques alemanes en Springe. Parece que el ataque ruso tiene dos divisiones de infantería mecanizada de reserva, con un límite divisional justo aquí, a diez kilómetros de ellos. Hace dos días que están fuera del frente; yo no diría que han descansado bastante; pero…
—Sí. —SACEUR tenía la costumbre de interrumpir a sus oficiales—. Que empiecen a moverse.
O’Malley volaba en círculo sobre la fragata, después de pasar toda una mañana de prolongada búsqueda sin encontrar nada. En las tres últimas horas el enemigo había hundido tres buques mercantes, dos con misiles que lograron penetrar las defensas «SAM» del convoy, y uno con un torpedo. Persiguieron a ambos submarinos, y uno de ellos resultó hundido por el helicóptero de la Gallery, en el interior mismo del convoy. Faltaba poco para que llegara al punto donde dispondrían del continente europeo, y el piloto tenía la impresión de que habían ganado esa batalla. El convoy llegaba al fin del cruce con pérdidas aceptables. Treinta y seis horas más y arribarían a tierra.
El aterrizaje del helicóptero fue como de rutina, y después de pasar por el cuarto de baño, O’Malley se dirigió a la cámara de oficiales a beber un trago y comer un emparedado. Encontró allí a Calloway, que lo estaba esperando. El piloto había tenido breves contactos con el periodista, pero no había llegado a conversar con él.
—¿Aterrizar su helicóptero en este buquecito de juguete es tan peligroso como parece?
—Los portaaviones tienen una cubierta de vuelo un poquitín más grande. No estará pensando en escribir una nota sobre mí, ¿verdad?
—¿Por qué no? Usted hundió tres submarinos ayer. O’Malley meneó la cabeza.
—Lo hicieron dos buques y dos helicópteros, con la ayuda del resto de la fuerza de escolta. Lo único que hago yo es ir adonde me mandan. Cazar un submarino requiere muchas cosas. Tienen que trabajar todas las partes; de lo contrario, gana el otro tipo.
—¿Es eso lo que sucedió anoche?
—A veces el otro tipo también hace algo bueno. Yo me pasé cuatro horas buscando y volví con las manos vacías. Tal vez aquello era un submarino, tal vez no. Ayer fue un día de mucha suerte, en general.
—¿Le molesta hundirlos? —preguntó Calloway.
—Llevo diecisiete años en la Marina y nunca he conocido a nadie que le gustara matar gente. Ni siquiera lo llamamos así, excepto, quizá, cuando estamos borrachos. Hundimos buques y pensamos que son sólo buques…, cosas que no tienen personas en su interior. No es honesto, pero lo hacemos de todos modos. Diablos, esta es la primera vez que he cumplido realmente lo que se supone debe ser mi trabajo específico. Hasta ahora, toda mi experiencia de combate ha consistido en misiones de búsqueda y rescate. Hasta ayer, jamás había lanzado una verdadera arma de guerra sobre un submarino real. No lo he pensado lo suficiente como para saber si me gusta o no. —Hizo una pausa—. Es un ruido horrible. Usted oye el aire a presión. Si perfora el casco a mucha profundidad, dicen que el brusco cambio de presión en el interior causa la ignición del aire, y todos los que están dentro del submarino se queman. Yo no sé si es verdad, pero alguien me lo dijo cierta vez. De cualquier manera, se oye el aire presurizado, después se escucha el chirrido…, parecido al que produce un automóvil cuando clava los frenos. Son los mamparos, que ceden. A continuación, viene el ruido del casco que se parte…, una especie de eco sordo y profundo. Y eso es todo: cien personas acaban de morir. No, no me gusta mucho.
—Y, lo peor del asunto, es que es excitante —continuó O’Malley—. Lo que uno está haciendo es extremadamente difícil. Requiere concentración y práctica y mucha abstracción. Uno tiene que meterse dentro de la cabeza del otro tipo; pero, al mismo tiempo, pensar en su misión como si estuviera destruyendo un objeto inanimado. No tiene mucho sentido, ¿verdad? Por eso, lo que uno hace es no pensar sobre ese aspecto de la tarea. De lo contrario, la misión no se cumpliría.
—¿Vamos a ganar?
—Eso depende de los tipos de tierra. Todo lo que nosotros hacemos es apoyarlos. Este convoy logrará pasar con éxito.
—Me dijeron que usted había muerto —declaró Beregovoy.
—Ni siquiera un rasguño esta vez. Pero Vanya estaba dormido y se llevó un buen susto. ¿Cómo va el ataque?
—Los signos iniciales son promisorios. Aquí hemos avanzado seis kilómetros, y casi otro tanto aquí, en Springe. Podríamos tener completamente rodeada Hannover para mañana.
Alekseyev empezó a pensar si su superior no habría tenido razón. Tal vez las líneas de la OTAN estaban tan debilitadas que se habían visto obligadas a ceder terreno.
—Camarada general —dijo el oficial de Inteligencia del Ejército—, tengo un informe sobre tanques alemanes en Eldagsen. Acaba de…, de salir al aire.
—¿Dónde diablos está Eldagsen? —Beregovoy miró el mapa—. ¡Eso queda a diez kilómetros detrás de la línea! ¡Confirme ese informe!
La tierra tembló, y en seguida se oyó un rugido de motores jet y lanzamiento de misiles.
—Acaban de destruir nuestros transmisores de radio —informó el oficial de comunicaciones.
—¡Cambien al equipo de emergencia! —gritó Alekseyev.
—Ese era el de emergencia. Anoche nos dejaron sin el principal —contestó Beregovoy, Ahora están armando otro, así que usaremos lo que tenemos aquí.
—No —dijo Alekseyev—. Si hacemos eso, habrá de ser sobre la marcha.
—¡De esa manera no puedo coordinar bien!
—Si lo matan, no podrá coordinar nada.
Era el infierno entero que se estaba desatando. Parecía una pesadilla, pero de ellas uno se despierta, pensó McCafferty. Por lo menos tres aviones patrulleros «Bear-F» volaban allá arriba, lanzando sonoboyas por todas partes; en el sonar habían aparecido dos fragatas tipo «Krivak» y seis patrulleras «Grisha», y un submarino «Victor-III» había decidido unirse a la fiesta.
Hasta cierto punto, el Chicago había logrado superar el desequilibrio. Durante las últimas horas, con jugadas hábiles e imaginativas, había hundido al «Victor» y una «Grisha» y provocado daños a una «Krivak», pero la situación se iba deteriorando. Los rusos lo acosaban y no podría mantenerlos a raya durante mucho más tiempo. Mientras él se dedicaba a localizar y hundir al «Victor», los grupos de superficie se habían acercado a cinco millas de él. Como un boxeador enfrentado a un peleador, sólo podría conservar su ventaja mientras pudiera mantenerlos a distancia.
Lo que McCafferty quería y necesitaba hacer era hablar con Todd Simms, del Boston, para coordinar sus actividades. Pero no podía, porque el teléfono submarino no tenía un alcance tan grande y además producía demasiado ruido. Y para intentar una emisión de radio, el Boston habría tenido que estar cerca de la superficie y con su antena levantada, para poder oírlo. Él estaba seguro de que Todd tendría su submarino a la mayor profundidad posible. La doctrina norteamericana sobre guerra submarina era que cada unidad debía operar sola. Los soviéticos practicaban tácticas de cooperación, pero los norteamericanos nunca sintieron esa necesidad. McCafferty sí necesitaba ahora algunas ideas. La solución del «libro» al problema táctico que se le había presentado consistía en maniobrar y buscar espacios abiertos, pero el Chicago estaba esencialmente atado a una posición fija y no podía alejarse demasiado de sus hermanos. En cuanto los rusos descubrieran que allí había un lisiado, se acercarían como una jauría para acabar con el Providence, y él no podría detenerlos. Iván cambiaría con gusto alguna de sus naves pequeñas por un «688».
—¿Ideas, ejecutivo? —preguntó McCafferty.
—¿Qué le parece: «Scotty, ilumínanos»? —El oficial ejecutivo intentó animar un poco la situación; pero no dio resultado; bueno, a lo mejor el jefe no era admirador de Viaje a las estrellas—. La única forma que yo veo para alejarlos de nuestros amigos es hacer que salgan a cazarnos a nosotros por algún tiempo.
—¿Navegar hacia el Este y atacar al grupo por el través?
—Es una jugada —admitió el ejecutivo—. Pero ¿qué no lo es?
—Hágase cargo. Dos tercios, y péguese al fondo.
El Chicago viró al Sudeste y aumentó la velocidad a dieciocho nudos. «Es una buena oportunidad para comprobar si nuestras cartas son exactas —pensó McCafferty—. ¿Tendrá Iván campos minados en esos lugares?». Hubo de descartar esa idea. Si chocaban contra una mina, él nunca lo sabría. El oficial ejecutivo mantuvo el submarino a unos quince metros de donde la carta decía que estaba el fondo… En realidad, el nivel variaba, pues mantenía quince metros por encima del punto más alto del fondo en un círculo de una milla. Ni siquiera eso serviría en caso de que encontraran restos de un naufragio no registrado en la carta. McCafferty recordó su primer viaje al mar de Barents. En algún lugar, no lejos de allí, estaban aquellos destructores hundidos como blancos. Si chocaba contra alguno de ellos a dieciocho nudos… La carrera duró cuarenta minutos.
—¡Todo adelante un tercio! —ordenó McCafferty cuando no Pudo aguantarlo más; el Chicago disminuyó la velocidad a cinco nudos, y luego ordenó al oficial de inmersión—: Arriba, a profundidad de periscopio.
Los hombres encargados de los planos de profundidad llevaron atrás sus mandos. Hubo algunos crujidos menores en el casco al empezar a disminuir la presión exterior del agua, permitiendo que se expandiera dos o tres centímetros. Por orden de McCafferty levantaron primero el mástil «ESM». Como antes, había varias fuentes de radar. Subió el periscopio de búsqueda.
Estaba entrando un frente de tormenta, con chaparrones hacia el Oeste. Fabuloso —pensó McCafferty—. Allí va el diez por ciento del rendimiento de nuestro sonar.
—Tengo un mástil en dos seis cuatro…, ¿qué es?
—No hay señal de radar en esa marcación —dijo un técnico.
—Está quebrado…, es la «Krivak». Le destruimos una parte, vamos a terminarla. Yo…
Una sombra cruzó por la lente. McCafferty inclinó el instrumento hacia arriba y vio las alas en flecha y las hélices de un «Bear».
—Control, sonar, ¡sonoboyas múltiples atrás! McCafferty levantó de golpe las empuñaduras del periscopio y ordenó bajarlo.
—¡Vamos abajo! Profundidad ciento veinte metros, timón todo a la izquierda, todo adelante, máxima.
Una sonoboya cayó a menos de doscientos metros del submarino; el sonido metálico de sus pings vibró a través del casco.
¿Cuánto tardará el «Bear» en virar y hacer un lanzamiento sobre nosotros? Cumpliendo una orden de McCafferty, lanzaron al agua un señuelo productor de ruido. No funcionó, y dispararon otro. Pasó un minuto. Primero va a tratar de conseguir un rumbo magnético hacia donde estamos.
—Rebobine la cinta.
El electricista de turno se alegró de tener algo que hacer. La grabación de vídeo de la exposición de cinco segundos del periscopio mostró algo que parecían los restos de las bandas de una «Krivak».
—Pasando por noventa metros. Velocidad veinte y en aumento.
—A rascar el fondo, Joe —dijo McCafferty.
Observaba la repetición de la cinta de vídeo, pero no era más que para dar algo que hacer a sus ojos.
—¡Torpedo en el agua por el cuarto de estribor! Marcación del torpedo cero uno cinco.
—¡Timón quince grados a la derecha! ¡Todo adelante máxima velocidad! Caiga a nuevo rumbo uno siete cinco.
McCafferty puso el torpedo a popa. De forma automática su mente repasó con rapidez la situación táctica. Torpedo ruso «ASW»: dieciséis pulgadas de diámetro, velocidad alrededor de treinta y seis nudos, alcance cuatro millas, funciona unos nueve minutos. Nosotros llevamos (consultó el instrumento) veinticinco nudos. Está detrás de nosotros. Entonces, si se encuentra una milla atrás…, siete minutos para cubrir la distancia. Puede alcanzarnos. Pero nosotros estamos acelerando a diez nudos por minuto… No, no puede.
—¡Emisiones ping de alta frecuencia desde atrás! Suena como un sonar de torpedo.
Tranquilos, muchachos. No creo que pueda alcanzarnos.
Pero cualquier buque ruso que esté cerca nos puede oír.
—Pasando por ciento veinte metros; empezamos a nivelar.
—El torpedo se acerca, señor —informó el suboficial sonarista—. Los pings suenan algo raros, como…
El submarino fue sacudido por una tremenda explosión atrás.
—Todo adelante un tercio, timón diez grados a la derecha, caiga a nuevo rumbo dos seis cinco. Lo que acaban de oír fue la explosión del torpedo al chocar con el fondo. Sonar, empiece a darme información.
Los rusos tenían una nueva línea de sonoboyas al norte del Chicago, probablemente demasiado lejos para oírlos. Las marcaciones a los buques soviéticos más cercanos se habían estabilizado: navegaban directamente hacia el Chicago.
—Bueno, eso los mantendrá lejos de nuestros amigos por un tiempo, ejecutivo.
—Formidable.
—Vamos un poco más al Sur y veremos si podemos lograr que nos pasen. Después, les recordaremos qué han venido a atacar.
Si alguna vez salgo con vida de esta roca —pensaba Edwards—, me iré a vivir a Nebraska. Recordaba haber volado muchas veces sobre ese Estado. Se veía tan agradablemente llano. Hasta los Condados eran cuadrados bonitos y cuidados. No sucedía lo mismo en Islandia. Con todo, era más fácil ahora que cuando abandonaron Keflavik. Edwards y su grupo avanzaban sobre la curva de nivel de los ciento cincuenta metros de elevación, lo que los mantenía por lo menos a tres kilómetros del camino de grava de la costa, con montañas a sus espaldas y un buen campo visual sumamente amplio. Hasta ese momento no habían visto otra cosa que actividades de rutina. Suponían que cada vehículo que pasaba llevaba rusos a bordo. Probablemente eso no fuera exacto, pero, como las tropas soviéticas se habían apropiado de tantos coches civiles, no había forma de distinguir las ovejas de las cabras. En consecuencia, las veían a todas cabras.
—¿Disfrutando de un descanso, sargento?
Edwards y su grupo alcanzaron a Smith. Unos ochocientos metros más adelante había un camino, el primero que veían en los dos últimos días.
—¿Ve allá arriba, en la montaña? —señaló Smith—. Hace veinte minutos aterrizó ahí un helicóptero.
—Estupendo, —Edwards desplegó un mapa y se sentó—. Altura 1063… Tiene mil cincuenta metros.
—Es un buen lugar de observación, ¿verdad?
—¿Le parece que pueden vernos desde allá?
—Son dieciséis o dieciocho kilómetros. Depende, jefe. Supongo que están usando esa montaña para vigilar el agua hacia ambos lados. Si tienen algo de cerebro, echarán también una ojeada a las rocas.
—¿Tiene idea de cuántos son los que están allá arriba? —preguntó Edwards.
—No hay forma de saberlo. A lo mejor no hay nadie… Diablos, tal vez hayan estado recogiendo algo, aunque yo no apostaría a eso. Puede ser una sección, o bien un pelotón. Uno tiene que pensar que cuentan con un buen par de binoculares y una radio.
—¿Y cómo vamos a hacer para pasar al otro lado? —preguntó Edwards.
El terreno era en su mayor parte abierto; sólo había unos pocos arbustos a la vista.
—Esa sí que es una buena pregunta, jefe. Vamos a elegir con mucho cuidado nuestras rutas, a mantenernos abajo y a usar tierras áridas…, como siempre. Pero en el mapa hay una pequeña bahía que se extiende hasta seis kilómetros de donde están ellos. No podemos hacer un rodeo por el lado más lejano sin caer en el camino principal…
—¿Cuál es el problema? —preguntó el sargento Nichols, que llegaba en ese momento.
Smith se lo explicó. Edwards empezó a hablar por radio.
—Ustedes sólo saben que están en lo alto de la montaña; no conocen sus fuerzas ni armamento, ¿no es así? —preguntó Doghouse.
—Exacto.
—Maldita sea. Nosotros queríamos que ustedes subieran a esa montaña. —Vaya con la sorpresa, pensó Edwards—. ¿No hay ninguna posibilidad de que puedan hacerlo?
—Ninguna. Repito: no hay ninguna posibilidad. Conozco formas más fáciles de suicidarse, amigo. Déjeme pensar algo y volveré a llamarles. ¿De acuerdo?
—Muy bien, estaremos esperando. Cambio y corto.
Edwards se reunió con sus dos sargentos y empezaron a explorar el mapa.
—Realmente, la duda es cuántos hombres tienen allá, y en qué grado de alerta están —reflexionó Nichols—. Si hay un pelotón, podemos esperar alguna actividad de patrullaje. Lo que no sabemos es cuánta. A mí no me gustaría tener que subir y bajar esa montaña dos veces al día.
—¿Cuántos hombres pondría usted allá? —preguntó Edwards.
—Iván tiene aquí una división de paracaidistas completa, además de otros destacamentos. Calculen unos diez mil hombres en total. No pueden convertir en guarnición toda la isla, ¿verdad? Entonces, tendrá un pelotón de infantería en esta o cualquier otra montaña, o solamente un equipo de observadores, para reglaje de artillería, y esas cosas. Están esperando su fuerza invasora, y desde allá arriba, un hombre con unos anteojos decentes para espiar puede cubrir toda esta bahía hacia el Norte, y probablemente verá hasta la maldita Keflavik hacia el otro lado. También buscarán aviones.
—¿Estás tratando de que parezca fácil? —preguntó Smith.
—Yo creo que podemos acercarnos a la montaña con seguridad, esperar hasta que oscurezca y entonces tratar de pasar por debajo de ellos. Recuerden que ellos tendrán el sol en los ojos.
—¿Ha hecho antes algo parecido? —preguntó Edwards.
Nichols asintió con un movimiento de cabeza.
—Malvinas. Estuvimos allá una semana antes de la invasión, para explorar varias cosas. Lo mismo que estamos haciendo ahora.
—Por la radio no han dicho nada sobre una invasión.
—Teniente —dijo Nichols, con marcado acento inglés—, aquí es donde van a desembarcar sus infantes de Marina. Nadie me lo ha dicho, pero no nos han enviado para buscar una cancha de fútbol, ¿verdad?
El sargento británico tenía alrededor de treinta y cinco años, y se acercaba a los veinte de servicio. Era por mucho el hombre más viejo del grupo, y estaba bastante molesto por haber tenido que pasar aquellos últimos días acatando órdenes de un aficionado al mando. Pero lo bueno que tenía ese joven meteorólogo, sin embargo, era su disposición para escuchar.
—Muy bien, también ellos querían que nosotros subiésemos a esa montaña para observar. ¿Qué les parece aquel pico un poco más bajo hacia el oeste de la altura principal?
—Vamos a tener que desviarnos muy lejos de nuestra ruta para poder subir sin que nos vean, pero…, sí, podemos instalarnos allí, creo. Siempre que ellos no estén demasiado alerta.
—Muy bien, una vez que crucemos este camino, nos mantendremos juntos, en un solo grupo, Usted marchará en la punta, sargento Nichols. Yo sugiero que ahora descansemos un rato. Una vez que empecemos a movernos, me parece que tendremos que seguir haciéndolo durante bastante tiempo.
—Trece kilómetros hasta el pie de la colina. Hemos de estar allá antes de la puesta del sol.
Edwards consultó su reloj.
—Muy bien, nos pondremos en marcha dentro de una hora.
Se acercó caminando a Vidgis.
—Bueno, Michael, ¿qué hacemos ahora?
Él le explicó la situación con todo detalle.
—Vamos a pasar cerca de algunos rusos. Podría ser peligroso.
—¿Tú preguntas si yo quiero no ir contigo?
Dile que sí y herirás sus sentimientos. Di que no y…, ¡mierda!
—No quiero volver a verte lastimada, nunca más.
—Yo quedo contigo, Michael. Estoy segura contigo.
Tardaron varias horas en extraer con bombas el agua que había entrado a causa de la falsa escora, impresión reforzada por las ostentosas actividades de los hombres-rana. Los poderosos remolcadores Catacombe y Vecta lo movieron lentamente hacia atrás para entrarlo en el Solent. Los astilleros «Vosper» habían reparado totalmente la cubierta de vuelo, aunque muchas partes de acero gris mostraban los chapuceros remiendos de un trabajo en el que la prisa había tenido prioridad a la consideración hacia el orgulloso nombre de la nave. Dos mil hombres realizaron las tareas. Desde los Estados Unidos habían llevado por avión los nuevos cables y equipos de frenado, junto con el material electrónico que no soñaba remplazar lo que habían destruido los misiles rusos. Los remolcadores lo acompañaron hasta Calshot Castle, y después continuó solo en dirección al Sur hacia Thorn Channel, luego al Este, junto a los yates amarrados en Cowes. En Porthsmouth lo estaban esperando sus escoltas. Entonces la pequeña formación viró hacia el Sur y el Oeste para entrar en el canal de la Mancha.
Las operaciones de vuelo comenzaron de inmediato. Los primeros aviones que llegaron fueron los bombarderos de ataque «Corsair»; después, los más pesados «Intruder» y los cazasubmarinos «Vikings». El USS Nimitz, había vuelto a entrar en operaciones.
—¡… Y fuego!
Tres horas de trabajo agotador que culminaba en medio segundo. El aire comprimido, con su ya familiar estremecimiento, lanzó un par de torpedos hacia las negras aguas del mar de Barents.
El comandante soviético se había mostrado demasiado ansioso por verificar la destrucción del Chicago, y permitió que su fragata entrara muy cerca detrás de sus dos restantes «Grisha». Los tres buques emitían pings contra el fondo, buscando un submarino hundido. No pensaste nunca que pudiéramos navegar hacia el Sur, ¿no es cierto? Norte o Este, quizá, pero no al Sur. McCafferty había maniobrado con su submarino en un amplio círculo alrededor de la fragata rusa, manteniéndose en el borde del alcance de su sonar; luego volvió a cerrarse, dos mil metros detrás de ella. Un pescado para la «Krivak» y otro para la lancha patrullera más cercana.
—No hay cambios en el rumbo y velocidad del blanco, señor. —El torpedo avanzaba velozmente hacia la fragata soviética—. Sigue emitiendo Pings hacia el otro lado, señor.
La presentación electrónica en cascada se iluminó; apareció un punto brillante en la línea de tono del contacto. Simultáneamente resonó en el casco la atronadora explosión.
—¡Arriba el periscopio! —McCafferty acercó los ojos al visor desde muy abajo y fue subiendo lentamente—. La destruimos. Le rompimos el espinazo. Bueno… —Se volvió hacia la marcación de la «Grisha» más próxima—. Muy bien, el blanco número dos está virando…, uuaau, ha puesto al máximo sus máquinas. Aumenta la velocidad y vira a la izquierda.
—Jefe, el cable del pescado se cortó.
—¿Cuánto tiempo de carrera lleva?
—Le quedan cuatro minutos, señor.
En cuatro minutos a máxima velocidad, la «Grisha» estaría fuera del radio de detección y autoorientación del torpedo.
—Maldito sea, va a errar. Abajo el periscopio. Vamos a salir de aquí. Esta vez iremos al Este. Inmersión a ciento veinte metros. Todo adelante dos tercios. Caiga a la derecha a cero cinco cinco.
—Tiene que haber sido el golpe de la explosión, señor. Medio segundo después, los cables de control se desprendieron del pescado número dos.
McCafferty y su oficial de armamento volvieron a examinar el piloto.
—Tiene razón. Yo corté demasiado cerca. Muy bien. —El comandante se acercó a la mesa de la carta—. ¿Dónde calcula que están nuestros amigos?
—Alrededor de este punto, señor. Veinte a veinticinco millas.
—Creo que ya les hemos sacado bastante presión de encima. Vamos a ver si podemos volver allá mientras Iván trata de descubrir qué está pasando.
—Hemos tenido suerte, jefe —comentó el ejecutivo.
—Eso es muy cierto. Yo quiero saber dónde están sus submarinos. Ese «Victor» que hundimos pasó justo frente a nosotros. ¿Dónde se halla el resto? No pueden estar tratando de cazarnos solamente con estos.
Por supuesto que no, comprendió McCafferty. Los rusos establecían cotos de caza, sectores limitados a tipos de buques. Sus buques de superficie y aviones se instalarían en un sector; a su lado, sus submarinos tendrían derechos de caza exclusivos…
Él Pensó que hasta ese momento había hecho bien las cosas. Tres lanchas patrulleras, una fragata de tonelaje completo, y un submarino, una notable semana para el legajo de cualquiera. Pero no estaba todo terminado. No lo estaría mientras no llevaran al Providence al hielo.