—¿Quiere que viajemos juntos, Mikhail Eduardovich? ¿Tal vez podamos hablar?
A Sergetov se le heló la sangre, aunque logró ocultarlo. «¿Sería posible que el jefe de la KGB no pareciera siniestro?», se preguntó. Nacido en Leningrado, como Sergetov, Kosov era un hombre bajo y gordo que se había hecho cargo de la KGB después de dirigir el sombrío «Departamento General» del Comité Central. Tenía una risa alegre cuando quería y, en otra personificación, podía parecerse al Abuelo de las Nieves, la versión de Santa Claus aceptable para el Estado. Pero en ese momento no interpretaba otro papel que el de su cargo.
—Por cierto, Boris Georgiyevich —dijo Sergetov, y señaló a su conductor—, puede hablar abiertamente. Vitaly es un buen hombre.
—Ya lo sé —replicó Kosov—. Hace diez años que trabaja para nosotros. —Sergetov no necesitó más que mirar la parte posterior del cuello de su chófer para saber que Kosov decía la verdad.
—¿Y de qué hablaremos?
El director de la KGB buscó en el interior de su portafolios y extrajo un aparato del tamaño de un libro de bolsillo. Movió una llavecita y se oyó un desagradable zumbido.
—Es un aparatito nuevo diseñado en Holanda, muy útil —explicó—. Produce un ruido que anula la capacidad de casi todos los micrófonos. Algo que tiene que ver con las armónicas, según me dijo mi gente.
Luego su actitud cambió bruscamente.
—Mikhail Eduardovich, ¿usted comprende el significado del ataque norteamericano sobre nuestras bases aéreas?
—Un hecho alarmante, por cierto, pero…
—Yo no lo veo así. Varios convoyes de la OTAN están en el mar. Uno muy importante zarpó de Nueva York hace varios días. Lleva a Europa dos millones de toneladas de material esencial de guerra, además de una división norteamericana completa. Al destruir cierta cantidad de nuestros bombarderos, la OTAN ha reducido significativamente nuestra capacidad para atacar los convoyes. También han despejado el camino para efectuar ataques directos contra el suelo soviético.
—Pero Islandia…
—Ha sido neutralizada.
Kosov explicó lo que había ocurrido con los cazas soviéticos en Keflavik.
—¿Usted me está diciendo que vamos mal en la guerra? Entonces, ¿por qué Alemania está haciendo sondeos de paz?
—Sí, esa es una muy buena pregunta.
—Si usted tiene sospechas, camarada director, ¡no debería traérmelas a mí!
—Voy a contarle una historia. En el pasado mes de enero, cuando me hicieron la cirugía del bypass, el control diario de la KGB pasó al primer vicepresidente, Josef Larionov. ¿Usted conoce al pequeño Larionov?
—No, nunca ocupó su puesto en las reuniones del Politburó… ¿Y qué ocurrió con el Consejo de Defensa? —La cabeza de Sergetov giró de golpe—. ¿Ellos no le consultaron? Usted ya se estaba recuperando.
—Una exageración. Yo estuve muy enfermo durante dos semanas; pero, como es natural, esa información se mantuvo en secreto. Pasó otro mes entero hasta que yo pudiera hacerme cargo completamente. Los miembros del Consejo de Defensa no quisieron dificultar mi recuperación y, por lo tanto, llamaron al joven y ambicioso Josef Larionov para que les proporcionara el asesoramiento oficial de la KGB en cuanto a Inteligencia. Como usted puede imaginarse, en los servicios de Inteligencia tenemos muchas escuelas de pensamiento…, no es como su preciosa ingeniería, en la que todo se descompone en pequeños y definidos números y gráficos. Nosotros tenemos que mirar dentro de las cabezas de hombres que con demasiada frecuencia ignoran ellos mismos que piensan sobre determinado asunto. A veces me pregunto por qué no empleamos gitanas adivinas…, pero me estoy apartando del tema.
—La KGB mantiene lo que llamamos la Apreciación Estratégica de Inteligencia. Este es un documento que se actualiza diariamente y que nos proporciona la estimación del potencial político y militar de nuestros adversarios. Por la naturaleza del trabajo que hacemos y por los serios errores cometidos en el pasado, tenemos tres grupos de asesoramiento que hacen la apreciación: Mejor Caso, Peor Caso y Caso Intermedio. Los nombres son autoexplicativos, ¿verdad? Cuando hacemos una presentación ante el Politburó, generalmente usamos el Caso Intermedio y, por obvias razones, anotamos nuestras apreciaciones con información de las otras dos.
—De modo que cuando lo llamaron a él para hacer su asesoramiento al Politburó…
—Sí, el joven Josef, el ambicioso hijo de puta que quiere mi puesto como un lobo quiere una oveja, fue lo suficientemente listo como para llevar las tres con él. Cuando vio lo que ellos querían, les dio lo que ellos querían.
—Pero, cuando usted volvió, ¿por qué no corrigió el error?
Kosov sonrió con ironía.
—Misha, Misha, a veces parece encantadoramente ingenuo. Yo debí haber matado a ese hijo de perra, pero no fue posible. Josef está muy enfermo, aunque él no lo sabe. El momento aún no ha llegado —dijo Kosov, como si estuviera hablando de las vacaciones—. Por ahora, la KGB se halla dividida en varias facciones. Josef controla una. Yo controlo otra. La mía es más grande, pero no decisivamente. A él lo escuchan el secretario general y el ministro de Defensa. Yo soy un hombre viejo y enfermo…, ellos me lo han dicho. De no haber sido por la guerra, ya me habrían remplazado.
—¡Pero él mintió al Politburó! —exclamó Sergetov.
—De ninguna manera. ¿Usted cree que Josef es estúpido? Él entregó una apreciación de Inteligencia oficial de la KGB hecha durante mi dirección, por mis jefes de departamentos.
—Usted me está diciendo que esto es un error. ¿Por qué me está diciendo todo esto? Teme perder su puesto, y busca el apoyo de otro miembro del Politburó. ¿Es eso todo?
—Exactamente —contestó Kosov—. Mala suerte y falta de juicio en nuestra industria del petróleo…, no es culpa suya, por supuesto. Agréguele ciertos temores en los corazones de la jerarquía de nuestro Partido, cierta ambición en uno de mis subordinados, el sentido de importancia del ministro de Defensa, y la total estupidez de Occidente…, y aquí estamos.
—Entonces, ¿qué cree usted que deberíamos hacer? —preguntó cautelosamente Sergetov.
—Nada. Pero le pido que no olvide que tal vez en la próxima semana se decida la culminación de la guerra. ¡Ah! —exclamó—. Mire, ya han reparado mi automóvil. Puede detenerse aquí, Vitaly. Gracias por el paseo, Misha. Buenos días.
Kosov guardó su aparatito de interferencia y bajó del auto.
Mikhail Eduardovich Sergetov contempló un momento la limusina de la KGB, que arrancó y desapareció al dar la vuelta en la esquina. A lo largo de su vida había intervenido en muchas jugadas por el poder, la trepada de Sergetov en la escala del Partido había sido algo más que un ejercicio de eficiencia. Muchos hombres se habían interpuesto en su camino y debió barrerlos a un lado; muchas carreras prometedoras habían quedado destruidas para que él pudiera sentarse en su automóvil Zil y aspirar al verdadero poder de su país. Pero ningún juego había sido tan peligroso como este. No conocía las reglas; no sabía con seguridad qué era lo que en realidad se proponía Kosov. ¿Sería cierta la historia que acababa de contarle? ¿Podría estar tratando de cubrir sus propios flancos por errores cometidos por él mismo, con la intención de cargarlos todos a la cuenta de Josef Larionov? Sergetov no recordaba haber conocido nunca al primer vicepresidente.
—Directo a la oficina, Vitaly —ordenó Sergetov. Estaba demasiado inmerso en sus pensamientos para preocuparse por las otras actividades de su chófer.
Toland inspeccionó las fotografías del satélite con gran interés. El satélite «KH-11» había pasado sobre Kirovsk cuatro horas después del ataque con los misiles y sus señales fueron recibidas en el acto en el centro de comando de la OTAN. Había tres fotos de cada una de las bases de los «Backfire». El oficial de Inteligencia tomó una agenda e inició su cuenta, decidido a hacer un cálculo más bien conservador. Los únicos aviones que contó como destruidos fueron los que tenían destrozadas partes muy grandes de sus estructuras o estaban incendiados.
—Estimamos que la fuerza total era de unos ochenta y cinco aviones. Creo que hay veintiuno totalmente destruidos y otros treinta, aproximadamente, con averías. Las instalaciones de las bases recibieron un fuerte castigo. Lo único que me gustaría saber es qué gravedad alcanzaron las bajas de personal. Si matamos muchas tripulaciones también…, los «Backfire» están fuera de servicio durante una semana por lo menos. Aún cuentan con los «Badger»; pero esos pájaros tienen patas más cortas y son mucho más fáciles de destruir. Almirante, hemos ganado otro juego de pelota.
El almirante Sir Charles Beattie sonrió. Su propio especialista de Inteligencia había dicho casi exactamente lo mismo.
El interceptor «F-15» pasó velozmente sobre la pista, a una altura de treinta metros. Cuando cruzaba frente a la torre, la mayor Nakamura efectuó un tonel lento con su caza; luego completó un viraje para aterrizar. ¡Era un as! ¡Tres bombarderos «Badger» y dos satélites! La primera mujer as en la historia de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. El primer As del Espacio.
Rodó hasta detenerse frente al refugio, bajó de un salto por la escalerilla y corrió hacia el comité de recepción. El segundo comandante del Comando Aéreo Táctico tenía la cara roja de ira.
—Mayor, ¡si usted vuelve a hacer una cosa como esa, le daré un puntapié en el trasero y la mandaré de vuelta al primer año de la Academia!
—Sí, señor. Lo siento, señor —sonrió, pues nada podría arruinarle el día—. No volverá a suceder, señor. Uno llega a ser as solamente una vez, señor.
—Inteligencia dice que Iván tiene un «RORSAT» más, listo para lanzar. Probablemente lo pensarán un poco antes del lanzamiento —dijo el general, en parte ya calmado.
—¿Han armado algunos otros pájaros? —preguntó Buns.
—Están trabajando en dos, y podríamos tenerlos para fin de semana. Si lo conseguimos, su próximo blanco será el satélite ruso de reconocimiento fotográfico. Hasta ahora, los «RORSAT» tienen la más alta prioridad. —El general sonrió brevemente—. No se olvide de pintar esa quinta estrella en el pájaro, mayor.
Habrían zarpado de todos modos. La destrucción del «RORSAT» soviético sólo aumentaba la seguridad. Primero iban los destructores y las fragatas, abriéndose en abanico, buscando submarinos bajo una sombrilla protectora de aviones de patrullaje. Después, los cruceros y los portaaviones. En último término, los buques de Little Creck, Tarawa, Guam, Nassau, Inchon y otros veinte. Más de sesenta buques en total formaron en tres grupos e iniciaron la navegación hacia el Nordeste a veinte nudos. Sería un viaje de seis días.
Ni siquiera a tres nudos navegaba bien. El buque tenía apenas un poco más de sesenta metros de eslora, y respondía a cada ola como un caballo a una valla. Llevaba una tripulación mixta; no era realmente naval, ni tampoco realmente civil. Los civiles comandaban el buque, y el personal naval tenía a su cargo el equipamiento electrónico. Todos coincidían en que lo verdaderamente asombroso era que todavía estuvieran vivos.
El Prevail era un barco de pesca modificado. En vez de llevar una red, tiraba de un sonar de arrastre enganchado al final de un cable de mil ochocientos metros lleno de sensores de sonar. Las señales que recibían las preprocesaban en los ordenadores de a bordo y luego las enviaban vía satélite a Norfolk, a una velocidad de treinta y dos mil bits de información por segundo. El buque navegaba impulsado por silenciosos motores eléctricos, y en su casco habían instalado el sistema «Prairie/Masker» para eliminar hasta el mínimo ruido que producían sus máquinas. Las estructuras superiores estaban construidas con fibra de vidrio, para reducir las posibilidades de detección por radar. En un sentido muy realista, era uno de los primeros buques «Stealth», y a pesar de que no llevaba más armas que un rifle para defenderse de los tiburones, era también la plataforma antisubmarina más peligrosa que se hubiera construido en la Historia. El Prevail y otros buques hermanos iban cruzando el Atlántico Norte en una ruta que describía un gran círculo entre Terranova e Irlanda, escuchando el ruido delator de algún submarino soviético en tránsito. Dos de ellos ya tenían pintadas en sus puertas las siluetas de submarinos hundidos, dado que cada uno viajaba apoyado por un avión patrullero «Orion» que se hallaba en continua espera, y los soviéticos habían tenido dos veces la mala suerte de acercarse a uno de ellos. Pero su misión no consistía en destruir submarinos. Sólo debían advertir a otros acerca de su presencia, a la mayor distancia posible.
En la central de operaciones que tenía el Prevail, un grupo de técnicos oceanográficos observaba un banco de pantallas tipo televisión, mientras otros tripulantes trabajaban sobre los rastros de cualquier cosa que pudiera hallarse lo bastante cerca como para significar una amenaza.
Un suboficial pasó el dedo sobre una línea borrosa que aparecía en una de las pantallas.
—Ese debe de ser el convoy que salió de Nueva York.
—Sí —confirmó el técnico que estaba a su lado—. Y allí están los tipos que quieren encontrarlos.
—Al menos no vamos a estar solos —observó O’Malley.
—¿Siempre tienes esa actitud positiva? —le preguntó Ernst.
—Nuestros amigos rusos deben contar con una Inteligencia excelente. Quiero decir que los muchachos de la Fuerza Aérea efectivamente consiguieron destruir el satélite soviético.
El capitán de fragata Perrin depositó en la mesa su taza de café. Los cinco oficiales estaban reunidos en la cámara de Morris. Perrin había llegado en el helicóptero de la Battleaxe.
—Sí, de manera que ellos conocen nuestra composición —dijo Morris—. Y estarán deseando reducir el grupo todo lo posible.
El mensaje de Norfolk afirmaba crudamente que por lo menos seis submarinos soviéticos se dirigían hacia el convoy, según lo estimado. Cuatro estarían en el Norte. Esa era su área de responsabilidad.
—Ya tendríamos que estar recibiendo alguna información del sonar de arrastre en estos momentos —dijo Morris—. Jerry, ¿usted puede cumplir tres días de operaciones continuadas?
O’Malley rio.
—Si digo que no, ¿le importa?
—Yo creo que debemos mantenernos juntos y cerca —opinó Perrin—. Cinco millas de separación, como máximo. Lo que debemos hacer es coordinar en tiempo nuestras carreras al frente. El convoy quiere mantener el rumbo más recto posible. ¿Correcto?
—Sí —asintió Morris—. No se puede culpar al comandante por ello. Zigzaguear con todos esos buques causaría quizá tanta confusión como un verdadero ataque.
—Oigan, la buena noticia es que no habrá más «Backfire» por un tiempo —señaló O’Malley—. Volvemos a la amenaza en una sola dimensión.
El avance del buque se redujo al disminuir la potencia. La fragata estaba terminando una carrera de veintiocho nudos y ahora derivaría durante varios minutos a cinco nudos para permitir que funcionara su sonar pasivo.
—Contacto de sonar, marcación tres cuatro seis.
Setecientas millas hasta el pack de hielo —pensó McCafferty, mientras se dirigía a proa— A cinco nudos.
Se hallaban en aguas profundas. Había sido una jugada arriesgada, pero buena, escapar de la costa a quince nudos, a pesar del ruido que hacía el Providence. Alcanzar la curva de profundidad de cien brazas les había costado cuatro horas, durante las cuales sufrieron una tensión constante, preocupados por la reacción de los rusos frente al ataque con los misiles. Ante todo, ellos habían enviado aviones de patrullaje antisubmarino, los omnipresentes «Bear», que lanzaban sonoboyas. Pero pudieron evitarlas. El Providence aún tenía en operaciones la mayor parte de sus sistemas de sonar, y si bien no podía defenderse, por lo menos estaban en condiciones de oír llegar el peligro.
Durante esas cuatro horas de navegación, el submarino herido sonaba como un conjunto de gaitas, y McCafferty no quería ni pensar cómo había hecho para continuar, con sus planos de inmersión colgando como ropa a secar al viento. Pero eso había quedado atrás. Ahora estaban en doscientos metros de agua. Con sus sonares de arrastre extendidos, disponían de un medio extra de advertencia ante un peligro que se aproximara. El Boston y el Chicago navegaban a tres millas a cada lado de su hermano herido. Setecientas millas a cinco nudos —pensó McCafferty— Casi seis días…
—Muy bien, ¿qué tenemos aquí, suboficial?
—Entró despacio, señor, así que tal vez se trate de una trayectoria directa. El régimen de cambio de marcación también es muy lento. Mi primera estimación es que podría ser un submarino diesel navegando con baterías, y cerca.
El suboficial sonarista no mostraba emoción alguna. El comandante se echó hacia atrás en la central de ataque.
—Caiga a la derecha, a cero dos cinco.
El timonel aplicó cinco grados de timón derecho, llevando suavemente el submarino a un rumbo general Nordeste. A cinco grados, el Chicago era «un agujero en el océano» que prácticamente no hacía ningún ruido, pero el contacto estaba casi igualmente silencioso. McCafferty observó en la pantalla los ligeros cambios de forma de la línea, durante un período de varios minutos.
—Perfecto, tenemos un cambio de marcación al contacto, Ahora es tres cuatro uno.
—¿Joe? —preguntó McCafferty a su oficial ejecutivo.
—Aprecio la distancia en ocho mil metros, más o menos. Está en rumbo recíproco, velocidad alrededor de cuatro nudos.
Demasiado cerca —pensó el comandante—. Aunque quizás aún no nos oiga.
—Vamos a atacarlo.
Regularon un torpedo «Mark-48» regulado con la mayor velocidad, que viró cuarenta grados a la izquierda al salir del tubo y luego se estabilizó en dirección al contacto, con sus cables de guiado extendidos hacia atrás, hasta el submarino. Los sonaristas dirigieron el pescado hacia su blanco mientras el Chicago se alejaba lentamente del punto de lanzamiento. De pronto, el sonarista jefe levantó la cabeza como movida por un resorte.
—¡Lo ha oído! Acaba de acelerar los motores. Puedo contar las vueltas de hélice… Es un «Foxtrot», y está girando para quince nudos. Ruidos metálicos, está inundando los tubos.
El torpedo aceleró y encendió su radar de autoguiado. El «Foxtrot» sabía que lo habían encontrado y su comandante reaccionó automáticamente, aumentando la velocidad y ordenando un pronunciado viraje a estribor; luego, lanzó un torpedo autoguiado sobre la línea de marcación de su atacante. Por último se sumergió profundamente, esperando poder quitarse de encima el pescado que se acercaba.
El brusco viraje dejó un remolino en el agua, una zona de turbulencia que confundió brevemente al «Mark-48», pero luego el torpedo cargó para atravesarla y, al salir otra vez a aguas tranquilas, encontró de nuevo su blanco. Descendió en dirección al «Foxtrot» y se estrelló contra él a una profundidad de ciento veinte metros.
—La marcación cambia rápidamente en el que viene hacia aquí —dijo el suboficial del sonar—. Va a pasar bastante detrás de nosotros… ¡Impacto; dimos en el blanco!
El ruido retumbó a través del casco de acero como un trueno distante. McCafferty enchufó unos auriculares a tiempo de oír los frenéticos intentos del «Foxtrot» para soplar aire y salir a superficie, y el chirriar de los mamparos que cedían. Pero no oyó el último acto del comandante: ordenó lanzar la boya de rescate situada en el rincón posterior de la torreta. La boya llegó a la superficie, quedó flotando y empezó a transmitir un mensaje continuamente repetido. A bordo del «Foxtrot», todos los hombres ya habían muerto, pero la boya de rescate informó al cuartel general de la flota dónde habían muerto…, y varios submarinos y buques de superficie partieron en seguida hacia ese punto.
O’Malley operó los controles y ascendió a ciento cincuenta metros. Desde esa altura podía ver el borde norte del convoy, que se extendía hacia el Sudoeste. Había varios helicópteros en el aire…, alguien tuvo esa buena idea. Muchos de los buques mercantes llevaban como carga de cubierta helicópteros del Ejército, y muchos estaban en condiciones de vuelo. Sus tripulantes salían en ellos a patrullar el perímetro del convoy, buscando periscopios. Si hay algo que un submarinista admite temer, es un helicóptero. Este procedimiento se llamaba «ASW» «cielonegro». En todo el convoy se ordenaba a los soldados que vigilaran el océano e informaran de cualquier cosa que vieran; eso provocaba falsos informes de avistajes, pero daba algo que hacer a los hombres y, tarde o temprano, podría darse el caso de que divisaran un verdadero periscopio. El «Seahaw» se desplazó veinte millas al Este antes de empezar a describir círculos. Estaban buscando un posible submarino, detectado por el sonar pasivo de la fragata durante su última deriva.
—Bueno, Willy, lanza una sonoboya… ¡Ya, ya, ya!
El suboficial apretó un botón para lanzar el artefacto. El helicóptero continuó avanzando y lanzó cuatro boyas adicionales a intervalos de dos millas, para crear una barrera de diez; luego O’Malley efectuó un amplio círculo con su aeronave; él observaba atentamente el mar mientras el suboficial examinaba la presentación de sonar en su pantalla.
—Señor, ¿qué es eso que he oído acerca del comandante? Aquello sobre la noche anterior a la zarpada —preguntó el copiloto.
—Yo tenía ganas de emborracharme, y él fue lo suficientemente generoso como para no dejarme beber solo. ¿Tú no te has emborrachado nunca?
—No, señor. Yo no bebo.
—¡A lo que está llegando la Marina! Toma los mandos por un minuto. —O’Malley retiró la mano de la palanca y se acomodó el casco; era nuevo y todavía no se había acostumbrado a él—. ¿Tienes algo, Willy?
—Todavía no estoy seguro, señor. Deme uno o dos minutos más.
—Está bien. —El piloto verificó los instrumentos y volvió a mirar hacia fuera, siempre buscando—. ¿Te conté alguna vez lo que le pasó a aquel yate en la regata de Bermudas a Newport? Le cogió una tormenta que casi lo deshace. Y resulta que la tripulación estaba compuesta en su totalidad por mujeres, y cuando el barco se llenó de agua todas perdieron sus…
—Jefe, tengo una señal débil en la número cuatro.
—Y cuando las rescataron no se cansaban de mostrar su agradecimiento… —O’Malley tomó la palanca y efectuó un viraje con el helicóptero, poniendo rumbo al Noroeste—. ¿Tampoco haces nada de eso, Ralston?
—La bebida fuerte aumenta el deseo, señor, pero anula la capacidad —dijo el copiloto—. Dos millas más, señor.
—Hasta eres capaz de citar a Shakespeare. Pero todavía puede haber esperanzas para ti. Háblame, Willy.
—Todavía una «débil» en la número cuatro. Nada más.
—Una milla —dijo Ralston, observando la pantalla táctica.
Los ojos de O’Malley se esforzaban mirando la superficie, buscando una línea recta vertical o alguna señal de espuma.
—La fuerza de emisión de la número cuatro ahora es mediana, señor. Y hay un poquito en la cinco.
—Romeo, aquí Hammer, creo que quizá tenemos algo. Voy a lanzar otra sonoboya entre cuatro y cinco. Considérenla número seis. Lanzando… ¡ya!
Otra sonoboya salió eyectada desde el helicóptero.
—Hammer, aquí Romeo —llamó el controlador—. Nos parece que el contacto está al norte de la línea, repito, al norte.
—Comprendido, de acuerdo con eso. Vamos a saber algo dentro de un minuto.
—Jefe —llamó Willy—. Tengo una «mediana» en la seis.
—Romeo, Hammer; vamos a sondear ahora mismo sobre este fulano.
A bordo de la Reuben James marcaron la posición del helicóptero junto con la línea de sonoboyas.
O’Malley operó los mandos para matar la velocidad de avance e hizo descender el helicóptero hasta ponerlo en vuelo estacionario a quince metros sobre la superficie del agua. Willy destrabó el sonar de inmersión y lo bajó hasta una profundidad de sesenta metros.
—Contacto sonar, señor. Clasificado como posible submarino, marcación tres cinco seis.
—¡Arriba el sonar! —ordenó O’Malley.
El «Seahawk» cobró altura y se desplazó una milla hacia el Norte. Nuevamente en vuelo estacionario, O’Malley hundió el sonar por segunda vez.
—¡Contacto! Marcación uno siete cinco. Suena como hélices dobles que giran para unos diez nudos más o menos.
—Lo hemos encerrado —dijo el piloto—. Vamos a resolverlo.
Ralston introdujo en el ordenador táctico las cifras correspondientes.
—La marcación cambia, parece que está virando a babor…, sí —confirmó Willy—. Virando a babor.
—¿Él nos oye? —preguntó Ralston.
—Podría estar oyendo al convoy, y vira para buscar una solución de tiro sobre ellos. Willy, arriba el sonar —ordenó O’Malley—. Romeo, aquí Hammer, tenemos un blanco que está maniobrando, clasificado como probable submarino. Solicito autorización fuego libre.
—Comprendido, Hammer; fuego libre, repito, fuego libre.
El piloto voló hacia el Sudeste unos mil metros. El equipo del sonar bajó de nuevo y el helicóptero quedó en vuelo estacionario enfrentado al viento.
—Lo tengo otra vez, señor —dijo Willy entusiasmado—. Marcación tres cinco cinco. La marcación está cambiando de derecha a izquierda, señor.
—Está pasándonos en este momento —dijo Ralston mirando la pantalla táctica.
—Romeo, aquí Hammer. Lo definimos positivamente como un submarino y vamos a hacer un ataque deliberado sobre este contacto. —O’Malley mantenía el helicóptero estacionario mientras el suboficial comunicaba el cambio de marcación—. Secuencia de ataque.
—Tablero de armamento. —Ralston deslizó sus manos a través de los botones—. Selector de torpedos, posición uno.
—Coloque profundidad inicial de búsqueda seis cinco; selección de trayectoria, Víbora.
Ralston efectuó las correspondientes regulaciones.
—Listo.
—Muy bien, Willy, prepárate para una búsqueda yanqui —ordenó O’Malley, refiriéndose a una clase de búsqueda en la que se emplea el sonar activo.
—Listo, señor. Ahora la marcación al contacto es dos cero cero, cambiando rápidamente de derecha a izquierda.
—¡Martíllale hasta el culo! —O’Malley conectó las señales de sonar a sus auriculares.
Willy apretó el botón y el transductor del sonar disparó una serie de pings. Las ondas de energía de sonido rebotaron contra el casco del submarino y volvieron al transductor. El contacto aumentó de golpe la potencia de sus motores.
—Contacto positivo, marcación uno ocho ocho, distancia ochocientos metros.
Ralston alimentó con las últimas cifras el sistema de control de fuego.
—¡Listo!
El piloto deslizó el pulgar por la empuñadura de la palanca de mando hasta un botón situado en el lado derecho, y lo apretó a fondo. El torpedo «Mark-46» se desprendió de sus agarraderas y se precipitó al mar.
—Torpedo fuera.
—Willy, suspende sonar activo. —O’Malley cambió el selector de la radio—. Romeo, acabamos de lanzar sobre un submarino de dos hélices que aumenta su profundidad; aproximadamente a ochocientos metros de nosotros con una marcación de uno ocho ocho. El torpedo ya está en el agua. Quede atento.
El torpedo «Mark46» estaba regulado para seguir una trayectoria «víbora» en la persecución, una serie de curvas ondulantes que lo llevaba en dirección hacia el Sur. Alertado por el sonar del helicóptero, el submarino soviético navegaba a su velocidad máxima, a la vez que se sumergía a mayor profundidad para escapar al torpedo.
—Hammer, aquí Romeo. Le informo que Hatchet vuela hacia usted para el caso de que su torpedo no dé en el blanco, cambio.
—Comprendido —contestó O’Malley.
—¡Ya lo tiene! —dijo Willy, excitado.
El torpedo ya estaba funcionando sobre la base de sus propias emisiones ping, y se iba acercando al submarino. El comandante cayó a la derecha en un violento viraje, pero el pescado se hallaba demasiado cerca para que lograran engañarlo.
—¡Impacto! ¡Fue un impacto! —gritó Willy, casi tan fuerte como el ruido de la explosión.
Justo delante de ellos, la superficie del mar pareció saltar, pero no surgió el menor rastro de espuma. El torpedo había explotado a demasiada profundidad.
—Bueno…, —dijo O’Malley.
En todos sus años de práctica nunca había lanzado un torpedo verdadero a un submarino verdadero. Los ruidos del sumergible que moría le parecieron la cosa más triste que había oído en su vida. Un poco de aceite hizo burbujas en la superficie.
—Romeo, le informo que el submarino está destruido. Avise al contramaestre para que prepare su pincel y pintura. Vamos a orbitar en busca de restos y posibles supervivientes.
Otra fragata había rescatado a toda la tripulación de un «Bear» derribado el día anterior. Ya estaban en tierra para ser interrogados. Pero de este incidente no quedaría ninguno. O’Malley voló en círculos durante diez minutos; luego, hizo un viraje final para regresar a su buque.
—Beagle, ¿han comido y descansado todos? —preguntó Doghouse.
—Supongo que se puede considerar así.
Edwards había esperado ese momento, pero ahora que había llegado le pareció bastante amenazador.
—Queremos que patrullen la costa sur del Hvammsfjórdur y nos informen sobre cualquier actividad rusa que vean. Estamos particularmente interesados en el pueblo de Stykkisholmur. Es un pequeño puerto a unos sesenta y cinco kilómetros al oeste de ustedes. Como siempre, sus órdenes consisten en evadir, observar e informar. ¿Comprendido?
—Comprendido. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—No puedo decírselo, Beagle. No lo sé. Pero deben ponerse en marcha de inmediato.
—Muy bien, partiremos en diez minutos. Cambio y corto. —Edwards desarmó la antena y guardó el aparato de radio en la mochila—, muchachos, llegó la hora de dejar este abrigo en la montaña. ¿Sargento Nichols?
—¿Dígame, señor?
Nichols y Smith se acercaron juntos.
—¿Le explicaron a usted qué querían de nosotros?
—No, señor. Nuestras órdenes fueron colaborar con su grupo y esperar nuevas instrucciones.
Edwards ya había visto el estuche de mapas que llevaba el sargento. Tenía cartas de toda la costa oeste de Islandia y se hallaban en perfecto estado, excepto la de su zona de lanzamiento. Por supuesto, el propósito del reconocimiento costero que debían hacer estaba suficientemente claro, ¿no? El teniente extrajo un mapa táctico y marcó su ruta hacia el Oeste.
—Muy bien, nos dividiremos en parejas. Sargento Smith, usted tome la punta junto con uno de nuestros nuevos amigos. Nichols, usted lleve a Rodgers; y cubran la retaguardia. Ambos tienen radios, yo tomaré la tercera y el resto del grupo se quedará conmigo. Todos nos mantendremos a distancia visual unos de otros. Trataremos de marchar por terrenos altos en la medida de lo posible. El primer camino consolidado que encontraremos se halla a dieciséis kilómetros al oeste de aquí. Si ven algo, vienen de inmediato a informarme. Se supone que debemos evitar todo contacto. Nada de heroísmos imbéciles, ¿de acuerdo? Muy bien. Saldremos dentro de diez minutos.
Edwards empezó a juntar sus cosas.
—¿A dónde vamos, Michael? —preguntó Vidgis.
—A Stykkisholmur —le respondió él—. ¿Te sientes bien?
—Yo puedo caminar contigo, sí. —Se sentó a su lado—. ¿Y cuando lleguemos a Stykkisholmur?
Mike sonrió.
—Eso no me lo dijeron.
—¿Por qué ellos nunca te dicen nada?
—Le llaman seguridad. Significa que cuanto menos sepamos, mejor será para nosotros.
—Es estúpido —replicó ella.
Edwards no supo cómo explicarle que estaba a la vez en lo cierto y equivocada.
—Creo que cuando estemos allí podremos empezar a pensar otra vez en una vida normal.
La cara de la muchacha cambió.
—¿Qué es vida normal, Michael?
Otra buena pregunta —pensó Edwards—. Pero tengo demasiadas cosas en la cabeza para resolver eso.
—Ya lo veremos.
La batalla por Hameln y la batalla por Hannover eran ahora esencialmente la misma acción. Dos horas antes, las fuerzas de la OTAN se habían retirado hacia el Oeste, al sur de la ciudad industrial, lo que les permitía acortar sus líneas y consolidarse. Las unidades soviéticas aleteaban cautelosamente su avance, sospechando una nueva trampa alemana. Alekseyev y el comandante en jefe del Oeste estudiaban sus mapas, tratando de analizar las consecuencias de la retirada de la OTAN.
—Esto les permite poner en reserva una brigada, probablemente dos —pensaba Alekseyev—. Pueden usar esta autopista 217 para trasladar tropas rápidamente de un sector a otro.
—¿Cuándo ha visto que los alemanes cedieran terreno por voluntad propia? —preguntó su superior—. No han hecho esto porque quisieran. Sus líneas estaban extendidas en exceso. Sus unidades se hallan agotadas.
—También las nuestras. Las unidades Categoría-B que estamos lanzando al combate sufren pérdidas casi un tercio mayores que las unidades «A» que remplazan. Ahora estamos pagando muy caro nuestros avances.
—¡Ya hemos pagado muy caro! Si fracasamos ahora, todo habrá sido para nada. Pasha, debemos atacar con fuerza. Todo este sector se encuentra a punto de derrumbarse.
—Camarada general, mi impresión no es esa. La resistencia es enérgica. La moral alemana se mantiene elevada a pesar de sus pérdidas. Nos han provocado graves daños y lo saben.
Hacía sólo tres horas que Alekseyev había regresado del puesto de mando adelantado en Fülzeiechausen.
—Observar las acciones desde las líneas del frente es muy útil, Pasha, pero entorpece nuestra capacidad para apreciar el cuadro en mayor escala.
Alekseyev arrugó el entrecejo al escuchar eso. «El cuadro en mayor escala» era a menudo una ilusión. Su comandante se lo había dicho muchas veces.
—Quiero que organice un ataque a lo largo de todo este frente. Las formaciones de la OTAN están seriamente disminuidas. Su nivel de abastecimientos es bajo; han tenido enormes pérdidas. Un enérgico ataque ahora quebrará sus líneas en un frente de cincuenta kilómetros.
—No tenemos suficientes unidades «A» como para atacar en esa escala —objetó Alekseyev.
—Manténgalas en reserva para explotar la ruptura. Lanzaremos el ataque con nuestras mejores divisiones de reserva, desde Hannover, en el Norte, hasta Bodenwerder, en el Sur.
—Carecemos de la fuerza necesaria para eso, y el consumo de combustible será excesivo —previno Alekseyev—. Si debemos atacar, yo sugeriría un asalto sobre un frente de dos divisiones aquí, al sur de Hameln. Las unidades están en posición. Lo que usted propone es demasiado ambicioso.
—¡Este no es momento de acciones a medias, Pasha! —gritó el comandante en jefe del Oeste.
Nunca le había levantado la voz a Alekseyev. El más joven de los dos hombres empezó a preguntarse qué presión le estarían aplicando a su comandante, que en ese momento pareció calmarse.
—Un ataque a lo largo de un solo eje permite un contraataque a lo largo de un solo eje —continuó—. De esta manera podemos complicarle muchísimo la tarea al enemigo. No puede ser fuerte en todas partes. Encontraremos el punto débil, haremos la ruptura y lo conduciremos por allí a nuestras restantes unidades «A» hasta el Rin.
—¡Lancen ya, ya, ya! —gritó O’Malley.
La octava sonoboya salió proyectada del costado del «Seahawk», y el piloto hizo un viraje con su helicóptero y puso proa de regreso al Este.
Hacía tres largas y penosas horas que O’Malley estaba en el aire esta vez, y era muy poco lo que había podido hacer. Detenerse, hundir el sonar, escuchar; detenerse, hundir, escuchar. Él sabía que allá abajo había un submarino, pero siempre que creía estar empezando a localizarlo, ¡la maldita cosa se le escapaba! ¿Qué era lo que estaba ocurriendo de manera diferente?
Hatchet tenía el mismo problema, excepto que su submarino había efectuado un giro completo y estuvo a punto de lograr un impacto en la Battleaxe. La violenta turbulencia de la estela de la fragata había causado la detonación del torpedo ruso detrás de la popa, pero había llegado muy cerca. Puso el helicóptero en vuelo estacionario.
—¡Abajo el sonar!
Se mantuvieron en el lugar durante un minuto. Nada. Todo empezó de nuevo.
—Romeo, aquí Hammer. ¿Tienen algo? Cambio.
—Hammer, hace un momento desapareció. Nuestra última marcación fue tres cuatro uno.
—Precioso. Este tipo está escuchando cuando ustedes suspenden la carrera, y entonces corta sus motores.
—Es una buena apreciación, Hammer —comentó Morris.
—Muy bien. Yo he colocado una barrera al Oeste, por si va en esa dirección. Creo que ha puesto rumbo al Sur, y ahora estamos sondeando para buscarlo. Cambio y corto. —O’Malley pasó la llave al intercomunicador—. ¿Tienes algo, Willy?
—Nada, señor.
—Prepárate para levantar el sonar.
Un minuto después el helicóptero se desplazaba de nuevo. Bajaron el sonar de profundidad seis veces más en los veinte minutos siguientes, sin obtener ningún resultado.
—Otra vez, Willy. Prepárate para bajar. Colócalo a… doscientos cincuenta metros.
—Listo, señor.
—Abajo el sonar.
O’Malley se acomodó en el asiento. La temperatura exterior era moderada, pero el sol convertía la cabina en un invernadero. Necesitaría una ducha cuando volviera a la fragata.
—Buscando a doscientos cincuenta metros, señor —dijo el suboficial; también él tenía calor, aunque se había llevado un par de latas de bebida helada para el viaje—, señor, tengo algo…, posible contacto con una marcación uno ocho cinco.
—¡Arriba el sonar! Romeo, Hammer, tenemos un posible contacto al sur de donde estamos. Vamos tras él ahora.
—Hammer, nosotros no tenemos nada cerca de ustedes. Le informo. Bravo y Hatcher están trabajando un contacto. Han lanzado dos torpedos sin lograr impactos.
Nadie dijo que fuera fácil, pensó el piloto. Se trasladó a unos tres mil metros y bajó de nuevo el sonar.
—Contacto, esta vez es seguro. Planta de motores tipo dos, marcación uno ocho tres.
O’Malley observó su medidor de combustible. Cuarenta minutos. Tenía que acabar pronto con este. Ordenó levantar el sonar una vez más y se desplazó otros tres mil metros hacia el Sur. Le dolían los hombros, presionado por las correas del asiento. Le pareció que el sonar no llegaba nunca a la profundidad de búsqueda.
—Allí se encuentran otra vez, señor, al norte de nosotros, marcación cero uno tres. Pero está cambiando; ahora es cero uno cinco.
—¡Preparen lanzamiento!
Treinta minutos de combustible. Su verdadero enemigo era ya el tiempo. Ralston se ocupó del tablero de armamento y los botones selectores.
—Willy: ¡Martilla!
El sonar comenzó a emitir cinco pings para distancia.
—Cero uno nueve, ¡distancia novecientos!
Ralston colocó la profundidad y la modalidad de búsqueda. O’Malley deslizó el pulgar en la palanca y lanzó el torpedo.
El submarino adoptó la máxima velocidad y viró a la izquierda alejándose del helicóptero mientras el torpedo se sumergía a doscientos cincuenta metros antes de iniciar la búsqueda. O’Malley protestó contra sí mismo: había lanzado en un mal ángulo, pero habría necesitado demasiado tiempo para empezar todo de nuevo y volver a detectarlo. Mantuvo el helicóptero en vuelo estacionario y escuchó en los auriculares el zumbido de las hélices del torpedo que avanzaba para dar caza al «Charlie» siguiendo el ruido más grave e intenso de las poderosas hélices dobles del submarino. La nave nuclear maniobró frenéticamente, tratando de virar para desorientar al torpedo.
—Ahora están en la misma marcación —informó Willy—. Creo que el pescado ya lo tiene… ¡Impacto!
Pero el «Charlie» no murió. Oyeron el sonido del aire soplado, luego cesó. Mientras el contacto se alejaba hacia el Norte, pudieron escuchar una serie de extraños ruidos metálicos que fueron perdiendo intensidad cuando el submarino redujo la potencia de su planta propulsora. O’Malley no tenía suficiente combustible para continuar. Hizo un viraje al Oeste y puso rumbo a la Reuben James.
—Hammer, Romeo, ¿qué pasó?
—Le dimos, pero siguió navegando. Atención, Romeo, estamos entrando con muy poco combustible. A cinco minutos de ustedes.
—Comprendido, estaremos listos para reabastecimiento. Vamos a dirigir otro helicóptero hacia el «Charlie». Quiero que usted se una a Hatchet.
—¿Por qué no lo hundimos? —preguntó Ralston.
—Casi todos los submarinos rusos tienen doble casco, y esa cabecita de guerra del «Mark-46» no dispone de potencia destructora suficiente como para hundir siempre un blanco. Hay que tratar de atacarlo por la popa, si se puede; pero esta vez no podíamos. Si se consigue un impacto en la popa, se rompen las juntas de los ejes y se inunda la sala de máquinas. Eso termina con cualquiera. ¿No te enseñaron en la escuela que siempre se debía buscar el impacto en la popa?
—No exactamente.
—Me lo imaginaba —gruñó O’Malley.
Se alegraron al ver a la fragata después de cuatro horas. Y hubiera sido mejor todavía que pudieran visitar el cuarto de baño de oficiales, pensó desolado O’Malley. Llevó el «Sehawk» hasta la esquina de babor de la popa de la fragata y reguló la velocidad para acompañar al buque sin aterrizar. Atrás, Willy abrió la puerta corrediza y lanzó un cabo mensajero. El personal de cubierta de la fragata aseguró una manguera de combustible al cabo y Willy la levantó e introdujo el extremo en la boca del depósito de combustible. El procedimiento se llamaba HIFR, reabastecimiento de combustible a helicóptero en vuelo. Mientras O’Malley luchaba para mantener quieto su helicóptero en el aire revuelto sobre la popa de la fragata, bombeaban el combustible a sus depósitos, dándole otras cuatro horas de autonomía. Ralston mantenía la vista en los indicadores de combustible mientras O’Malley pilotaba el aparato.
—Ya estamos al tope, Willy. Terminado.
El suboficial bajó la manguera y levantó su cabo. Se sintió mejor cuando pudo cerrar la puerta y ajustarse las correas de su asiento. «Los oficiales —se dijo—, son demasiado listos para hacer lo que acabo de hacer».
—Bravo, aquí Hammer, ¿a dónde quiere que vayamos? Cambio.
—Hammer, Bravo, venga a uno tres cero para unirse con Hatchet a ocho millas de Bravo.
—Allá voy.
O’Malley efectuó un viraje alrededor de la Reuben James y puso rumbo al Sudeste.
—Hammer, Romeo, le informo que el «Sea Sprit» de la fragata Sims, terminó con ese «Charlie» para usted. Recibimos una felicitación del comandante de la escolta por ese procedimiento, cambio.
—Dígale que «de nada». Bravo, Hammer, ¿qué estamos persiguiendo? Cambio.
—Creíamos que era un submarino de doble hélice. Ahora no estamos tan seguros, Hammer —contestó Perrin—. Ya hemos disparado tres torpedos contra ese blanco, sin conseguir ningún impacto. Él nos disparó uno; pero explotó prematuramente en nuestra estela.
—¿A qué distancia estaba?
—A cincuenta metros.
¡Aaauu!, pensó el piloto.
—Muy bien, tengo a Hatchet a la vista. Bravo, este partido es suyo. ¿A dónde quiere que vaya ahora?
Morris se había quedado bastante atrás en la caza del ya destruido «Charlie». Ordenó acelerar a la máxima velocidad y se acercó a la Battleaxe a veinticinco nudos. En respuesta a los numerosos contactos con submarinos, el convoy estaba modificando ligeramente su rumbo en suave viraje hacia el Sur.
El «Seahawk» de O’Malley volaba casi estacionario a siete millas de la fragata británica mientras Hatchet regresaba urgente al buque en busca de combustible y sonoboyas. Otra vez empezó el procedimiento de hundir el sonar y desplazarse a cierta distancia.
—Nada —informó Willy.
—Bravo, Hammer, ¿puede transmitirme una síntesis de lo que ha estado haciendo este blanco?
—Dos veces nos hemos hallado a punto de cazarlo sobre la capa. Su rumbo es generalmente Sur.
—Suena como un submarino lanzamisiles.
—De acuerdo —respondió Perrin—. La última posición que hemos detectado ha sido a menos de mil metros de nosotros. Ahora no tenemos nada.
O’Malley examinó la información transmitida sobre la localización de la Battleaxe. Como ocurría normalmente en los seguimientos de submarinos, era una colección de opiniones vagas, apreciaciones inseguras y no pocas suposiciones descabelladas.
—Bravo, usted es un submarinista. Explíqueme, cambio.
Era un despreciable procedimiento; pero…, ¡qué diablos!
—Hammer, lo único que tiene algo de sentido es que viaja a una gran velocidad.
O’Malley examinó la presentación táctica con más detenimiento.
—Tiene razón, Bravo.
O’Malley razonó un momento. ¿Un «Papa», tal vez? —se preguntó—, hélices dobles, misiles crucero, rápido como un ladrón.
—Hammer, Bravo, si procedemos suponiendo que es muy veloz, recomiendo que se dirija al Este hasta que Romeo finalice su carrera y pueda darnos una demarcación.
—De acuerdo, Bravo. Deme un vector.
Siguiendo instrucciones de la fragata Battleaxe, el «Seahawk» se desplazó veinte millas al Este y empezó a hundir su sonar de profundidad.
Hatchet tardó quince minutos en cargar otro par de torpedos «Stingray», además de combustible y sonoboyas.
—¿Usted qué cree que estamos buscando, jefe? —preguntó Ralston.
—¿Qué te parece un «Papa»? —preguntó a su vez O’Malley.
—Pero los rusos tienen solamente uno de esos —objetó el copiloto.
—Lo que no significa que lo estén guardando para el museo, mi amigo.
—Nada, señor —informó Willy.
La fragata Reuben James terminó su veloz carrera y viró hacia el Sur para que su sonar pudiera obtener una marcación sobre el contacto subsistente. Si la Battleaxe tuviera todavía su sonar de arrastre —pensaba Morris—, podríamos triangular cada contacto, y con dos helicópteros…
—Contacto, evaluado como posible submarino; marcación cero ocho uno, cambiando lentamente, parece. Sí, la marcación está cambiando de Norte a Sur.
La información fue de inmediato a la Battleaxe y al comandante de la escolta. Otro helicóptero se unió a la caza.
—¡Abajo el sonar! —Era la trigésima vez en el día, pensó O’Malley—. Tengo el culo dormido.
—Ojalá lo estuviera el mío —rio Ralston sin muchas ganas.
Una vez más, no detectaron nada.
—¿Cómo puede haber algo que sea a la vez emocionante y aburrido? —preguntó el alférez, repitiendo sin saberlo el pensamiento del piloto del «Tomcat» unos días antes.
—¡Arriba el sonar! ¿Sabes? Yo mismo me he preguntado eso muchas veces. —O’Malley oprimió la tecla de su radio—. Bravo, Hammer, tengo una idea para usted.
—Lo escuchamos, Hammer.
—Ustedes tienen a Hatchet lanzando una línea de boyas al sur de nosotros. Tiendan otra línea al oeste. Entonces yo empezaré a emitir pings. Tal vez podamos obligar al tipo a que haga algo. ¿Alguna vez le arreó un helicóptero con sonar de profundidad cuando comandaba submarinos?
—No me arrearon, Hammer, pero tuve que apartarme mucho de mi ruta para evitarlo. Quede atento mientras organizo las cosas.
—Se habrá dado cuenta de que este tipo es un hijo de puta con agallas. Tiene que saber que estamos sobre él, pero no escapa. Realmente, piensa que nos puede ganar.
—Y lo está logrando desde hace cuatro horas, jefe —comentó Willy.
—¿Tú sabes cuál es la parte más importante del juego? Tienes que saber cuándo ha llegado el momento de marcharte.
O’Malley volaba en círculos, bastante alto, y encendió su radar de búsqueda por primera vez ese día. No era muy útil para detectar un periscopio, pero por lo menos podía asustar a cualquier submarino que navegara cerca de la superficie, obligándolo a volver a refugiarse bajo la capa térmica. El sol estaba ocultándose, y por sus luces de posición, O’Malley pudo distinguir a los otros dos helicópteros que participaban en la búsqueda. Lanzaron dos líneas de sonoboyas pasivas, cada una de ocho millas de longitud y dispuestas en ángulo recto.
—Las líneas están en su lugar, Hammer —informó el capitán de fragata Perrin—. Comience.
—Willy: ¡Empiece a martillar!
A ciento ochenta metros debajo del helicóptero, el transductor del sonar descargó sus golpes en el agua con pulsos de alta frecuencia. Lo hizo durante un minuto, luego lo interrumpió y voló hacia el Sudeste. El proceso duró media hora. Para entonces al piloto ya se le estaban agarrotando las piernas, lo cual entorpecía sus movimientos en los mandos.
—Hazte cargo por unos minutos. —O’Malley retiró los pies de los pedales y movió las piernas para restablecer la circulación.
—Hammer, Bravo, tenemos un contacto. Boya seis, línea Echo. —Era la línea Este-Oeste. La boya número seis era la tercera desde el extremo oeste, donde comenzaba la línea «November», Norte-Sur—. Señal débil por el momento.
O’Malley volvió a tomar los mandos y se dirigió al Oeste, mientras los otros dos helicópteros volaban en círculo, detrás de sus respectivas líneas.
—Despacio, despacio —murmuró por el intercomunicador—. No lo asustemos demasiado.
Tomó con cuidado el rumbo elegido, sin volar directamente hacia el contacto ni alejarse tampoco de él. Pasó otra media hora; cada miserable segundo duraba una eternidad. Finalmente consiguieron el contacto; estaba navegando hacia el Este a unos diez nudos y bastante debajo de la capa.
—Ahora lo tenemos en tres boyas —informó Perrin—. Hatchet está poniéndose en posición.
O’Malley observaba las luces rojas que parpadeaban a unas tres millas. Hatchet lanzó un par de sonoboyas direccionales y esperó. La presentación apareció en la pantalla de O’Malley. El contacto pasó exactamente entre las dos sonoboyas direccionales.
—¡Afuera el torpedo! —gritó Hatchet.
El «Stingray», pintado de negro, se desprendió y cayó invisible al agua, media milla delante del submarino, que se acercaba. O’Malley lanzó su propia sonoboya para escuchar, mientras ponía su «Seahawk» en vuelo estacionario.
Al igual que el torpedo norteamericano «Mark-48», el «Stingray» no tenía hélices convencionales, lo que dificultaba su localización tanto a O’Malley como al submarino. De pronto oyeron el ruido de cavitación de hélices cuando el submarino aumentó la potencia al máximo e inició un viraje. Después se oyeron los sonidos producidos por el casco al cambiar bruscamente de profundidad para desprenderse del pescado. Pero no le dio resultado. El siguiente ruido fue el estruendo metálico de la cabeza de guerra que explotaba.
—¡Impacto! —gritó Hatchet.
—¡Abajo el sonar!
Willy bajó el transductor del sonar una vez más. El submarino estaba ascendiendo.
—¡Otra vez! —dijo Ralston—. Van dos seguidos.
—¡Listo, Willy, empieza a martillar!
—Distancia cuatrocientos, marcación uno seis tres.
—Búsqueda circular; búsqueda inicial, profundidad treinta.
—Listo —contestó Ralston.
O’Malley lanzó de inmediato su torpedo.
—¡Arriba el sonar! Bravo, el impacto no destruyó el blanco, acabamos de lanzarle otro torpedo.
—Puede haber estado tratando de salir a la superficie para que pudiera escapar la tripulación —dijo Ralston.
—O ha querido disparar sus misiles. Debió haber escapado mientras tuvo la oportunidad. Yo lo habría hecho.
El segundo impacto terminó con el submarino. O’Malley voló de regreso directamente hacia la Reuben James. Dejó que Ralston aterrizara el «Seahawk». Tan pronto como las ruedas estuvieron calzadas y enganchadas, bajó y caminó con paso rápido. Morris se encontró con él en la pasarela, entre los hangares de helicópteros.
—Gran trabajo, Jerry.
—Gracias, jefe.
O’Malley había dejado el casco de vuelo en el helicóptero. Tenía el pelo mojado y adherido a la cabeza, y los ojos enrojecidos le ardían por las horas pasadas.
—Quiero hablar con usted de algunas cosas.
—¿Podemos hacerlo mientras me doy una ducha y me cambio, comandante?
O’Malley atravesó la cámara de oficiales y entró en su camarote. Se quitó las ropas en menos de un minuto y se dirigió a la ducha.
—¿Cuántos kilos pierde sudando en un día como este? —le preguntó Morris.
—Varios. —El piloto apretó el botón de la ducha y cerró los ojos cuando el agua fría le cayó sobre el cuerpo—. ¿Sabe? Hace diez años que vengo diciendo que el «46» necesita una cabeza de guerra más grande. ¡Espero que esos bastardos de armamentos me escuchen ahora!
—El segundo, ¿qué era?
—Si yo tuviera que apostar, diría que se trataba de un «Papa». Gran trabajo de los tipos de sonar. Esos vectores que usted nos dio fueron preciosos.
Apretó otra vez el botón para recibir más agua. O’Malley salió un minuto después. Ahora parecía y se sentía humano de nuevo.
—El comandante va a recomendarlo para algo. Su tercera Cruz de Vuelo Distinguido, supongo.
O’Malley pensó por un momento. Sus dos primeras habían sido por rescates, no por matar hombres.
—¿Cuánto tiempo necesita para salir otra vez?
—¿Qué le parece la semana que viene?
—Vístase. Hablaremos en la cámara.
El piloto se peinó y se puso ropa limpia. Recordó la última vez que su esposa le había dicho que usara talco para bebés a fin de protegerse la piel del exceso de sudor y las ropas ajustadas, y lo estúpido que había sido él al rechazar la sugerencia porque no correspondía al machismo de un aviador. A pesar de la ducha, tenía algunos sectores de epidermis que le seguirían ardiendo. Cuando llegó a la cámara se encontró con que Morris lo esperaba con una jarra de jugo helado.
—Usted operó contra un submarino diesel y dos submarinos lanzamisiles. ¿Cómo estaban actuando? ¿Algo fuera de lo común?
—Sumamente agresivos. Ese «Papa» debió haberse retirado. El «Charlie» eligió un camino mejor, pero también había penetrado demasiado. —O’Malley pensaba mientras vaciaba su primer vaso—. Tiene razón. Están apretando muy fuerte.
—Más fuerte de lo que yo esperaba. Corren riesgos que no afrontarían normalmente. ¿Qué nos dice eso?
—Nos dice que tenemos por delante otros dos días de mucho trabajo, supongo. Lo siento, comandante; por el momento estoy demasiado cansado para pensamientos profundos.
—Descanse un poco.