34. SONDEOS

USS REUBEN JAMES

Para Jerry O’Malley, las siete llegaron relativamente pronto esa mañana. Tenía la litera baja de un camarote para dos hombres (su copiloto usaba la de arriba) y su primer movimiento consciente fue tomar tres aspirinas y volver a sentarse. Era casi una ironía, pensó. Hammer, su nombre clave. Y era un martilleo lo que sentía dentro de la cabeza. No; él mismo se corrigió, allí dentro estaba su sonar de inmersión, emitiendo pings automáticamente. Pero, en medio de todo, había realizado un acto que recordaba de su juventud como una obra de caridad, y eso contribuía a justificar su sufrimiento. Esperó diez minutos para que las aspirinas tuvieran tiempo de entrar en su corriente sanguínea, y luego se dirigió a la ducha. Primero agua fría y luego caliente, para aclarar la cabeza.

El comedor estaba lleno, pero silencioso; los oficiales se habían reunido según sus edades, en pequeños grupos que conversaban en voz baja. Estos jóvenes oficiales nunca se habían enfrentado al combate, y las muestras de valentía que hubieran podido exhibir al abandonar San Diego, pocas semanas antes, eran remplazadas ahora por la seria realidad de la tarea que debían cumplir. Muchos buques habían resultado hundidos. Hombres que ellos conocían estaban muertos. Para esos muchachos, el miedo era una incógnita mucho más terrible que los aspectos técnicos del combate, para los cuales se habían preparado. O’Malley podía ver el interrogante en sus rostros; sólo el tiempo podría contestarlo. Aprenderían a soportarlo, o no lo lograrían. Para él, el combate no tenía misterios. Sabía que sentiría miedo, y que lo echaría a un lado tanto como pudiera. No tenía sentido vivir pendiente de él. Ya no faltaba mucho para que llegara.

—¡Buenos días, oficial ejecutivo!

—Buenos días, Jerry. Iba a ir a llamar al comandante.

—Necesita dormir, Frank.

El piloto había desconectado el reloj despertador de Morris antes de salir de su cámara. Ernst comprendió la expresión de O’Malley.

—Bueno, en realidad no lo necesitamos para nada hasta las once.

—Yo sabía que eras un buen oficial ejecutivo, Frank.

O’Malley dudó entre el jugo de frutas y el café. Esa mañana el jugo era supuestamente de naranja… El sabor no tenía semejanza con ninguna fruta en particular. A O’Malley le gustaba el color rojizo, pero no el anaranjado. Se sirvió un poco de café.

—Anoche estuve supervisando la carga de torpedos. Pudimos reducir en un minuto nuestro mejor tiempo anterior…, y en la oscuridad.

—Me parece muy bien. ¿Cuándo es la reunión para las directrices previas a la partida?

—A las dos, en un teatro que está a dos manzanas de aquí. Los comandantes, los oficiales y algunos otros elegidos. ¿Supongo que tú también querrás venir?

—Sí.

Ernst bajó bastante la voz:

—¿Estás seguro de que el comandante se encuentra bien? No hay secretos a bordo de un buque.

—Ha estado en operaciones de combate directo desde el Día Uno de esta pelea. Necesita relajarse un poco, una antigua y honorable tradición naval. —Levantó la voz—. ¡Es una maldita lástima que todos estos muchachitos sean demasiado jóvenes para conocerla y tomar parte! ¿Nadie pensó en conseguir un periódico? En todo el país se han iniciado los campeonatos nocturnos de verano, ¡y no tenemos periódicos! ¿Qué clase de cámara de oficiales es esta?

—Es la primera vez en mi vida que veo un dinosaurio —comentó sotto voce un joven oficial de máquinas.

—Ya te acostumbrarás a él —replicó el alférez Realston.

ISLANDIA

El médico ordenó dos días de descanso para todos. El sargento Nichols podía caminar casi normalmente, ya superado su problema en el tobillo, y los norteamericanos, que estaban empezando a mirar el pescado con creciente rechazo, pudieron ponerse al día con las raciones extra que habían llevado los compañeros de la Real Infantería de Marina.

Los ojos de Edwards barrieron una vez más el horizonte. El ojo humano repara automáticamente en el movimiento, y ella se estaba moviendo. Era difícil no mirar. Casi imposible. En realidad, se dijo Edwards, era imposible hacer guardia sin mirar alrededor. Y lo peor era que ella lo consideraba gracioso. La patrulla de rescate. —Edwards lo sabía, pero ¿para qué inquietarla?— también había llevado jabón. El sitio designado para los baños era una diminuta laguna situada a unos ochocientos metros de la posición en lo alto de la colina. En territorio hostil nadie se alejaba solo a tanta distancia, y el teniente era el encargado natural de cuidarla…, y ella, de cuidarlo a él. Vigilar para protegerla con un fusil cargado mientras Vidgis se bañaba parecía absurdo, aun con rusos en los alrededores. Los cardenales de la muchacha ya casi habían desaparecido, observó Edwards mientras ella se vestía.

—Ya terminé, Michael. —No tenían toallas, pero ese era un detalle sin importancia; por fin volvían a oler como humanos; se le acercó con el pelo todavía mojado y una pícara sonrisa en el rostro—. Tienes vergüenza por mí. Lo siento.

—No es culpa tuya.

También era imposible enojarse con ella.

—El bebé me hace gorda —dijo Vidgis.

Mike apenas podía notarlo, pero, claro, no era su figura la que estaba cambiando.

—Estás muy bien. Lo lamento si miré cuando no debía haberlo hecho.

—¿Qué tiene de malo?

Edwards se encontró de nuevo luchando para encontrar las palabras.

—Bueno, después…, después de lo que te sucedió, quiero decir, no te agradará que haya una pandilla de tipos desconocidos mirándote cuando estás…, bueno…, desnuda.

—Michael, tú no eres como aquel. Yo sé que tú nunca me harías daño. Todavía, después de lo que me hizo, tú dices que soy bonita…, cuando me pongo gorda.

—Vidgis, con bebé o sin él, eres la muchacha más bonita que he conocido en mi vida. Eres fuerte, y eres valiente. —Y yo creo que te amo, pero temo decirlo—. Sólo que elegimos un mal momento para conocernos, eso es todo.

—Para mí fue un momento muy bueno, Michael.

Le cogió la mano. Ahora sonreía con frecuencia; tenía una sonrisa agradable y amistosa.

—Pero, mientras seamos amigos, cada vez que pienses en mí recordarás a ese… ruso.

—Sí, Michael, recordaré aquello. Recordaré que tú me salvaste la vida. Pregunté al sargento Smith. Él dice que tú tienes órdenes de no acercarte a los rusos porque es peligroso para ti. Dice que tú vienes por mí. Tú ni siquiera me conoces entonces, pero vienes.

—Hice lo que correspondía hacer.

Mike le sostenía ambas manos. ¿Qué debo decirle? «Querida, si salimos con vida de esto…», suena como una mala película. Hacía mucho tiempo que Edwards había pasado los dieciséis años, pero ahora volvía a él toda aquella torpeza que había envenenado su adolescencia. Mike no había sido justamente el rey de los estudiantes en la Escuela Secundaria de Eastpoint.

—Vidgis, yo no soy bueno para esto. Fue diferente con Sandy. Ella me comprendía. Yo no sé cómo hablar con las chicas…, diablos, ni siquiera soy bueno para hablar con la gente. Sé hacer mapas del tiempo y trabajar con ordenadores, pero generalmente tengo que beber unas cuantas cervezas para tener el valor de decir…

—Yo sé que me amas, Michael.

Los ojos de Vidgis echaban chispas cuando reveló el secreto.

—Bueno, sí.

Ella le entregó el jabón.

—Ahora debes lavarte tú. Yo no voy a mirar demasiado.

FOWIEHAUSEN, REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

El mayor Sergetov entregó sus notas. Habían forzado el cruce del Leine en un segundo lugar. —Gronau, quince kilómetros al norte de Alfeld— y ahora eran seis las divisiones que intervenían en la ofensiva contra Hameln, mientras otras intentaban ensanchar la brecha. Pero todavía estaban en desventaja. Había relativamente pocos caminos en esa parte de Alemania, y las rutas que ellos controlaban seguían sufriendo ataques aéreos y de artillería que desangraban las columnas de refuerzo mucho antes de que pudieran empeñarse en la batalla.

Lo que había comenzado con el intento de tres divisiones de infantería mecanizada para abrir una brecha por donde pudiera penetrar una división de tanques, se había convertido en el objetivo de dos ejércitos soviéticos completos. Donde ellos habían atacado a un par de brigadas alemanas reducidas, hacían frente ahora a una mezcolanza de unidades de casi todos los miembros de la OTAN. Alekseyev se sentía atormentado por las oportunidades perdidas. ¿Qué habría pasado si la artillería divisional no hubiera lanzado aquel ataque múltiple con cohetes sobre los puentes? ¿Podrían haber alcanzado el Weser en un día, como él había pensado? Eso ya pertenece al pasado, se dijo Pasha. Buscó la información sobre disponibilidad de combustible.

—¿Un mes?

—Con el ritmo actual de operaciones, sí —dijo gravemente Sergetov—. Y para hacer esto hemos perjudicado toda la economía nacional. Mi padre pregunta si podemos reducir los consumos en el frente…

—Seguro —explotó el general—. ¡Podemos perder la guerra! ¡Eso le ahorraría su precioso combustible!

—Camarada general, usted pidió que yo le proveyera información exacta. Eso es lo que he hecho. Mi padre también pudo darme esto. —El mayor sacó un documento del bolsillo de su abrigo; tenía diez páginas y era una apreciación de inteligencia de la KGB, marcada PARA CONOCIMIENTO EXCLUSIVO DEL POLITBURÓ—. Es muy interesante. Mi padre me pide que destaque el riesgo que ha asumido para entregarle este documento a usted.

El general era un lector rápido y no demostraba fácilmente sus emociones. El Gobierno de Alemania Occidental había establecido contacto directo con los soviéticos a través de las Embajadas que ambas naciones mantenían en la India. Las conversaciones preliminares habían constituido una investigación sobre la posibilidad de un acuerdo negociado. La apreciación de la KGB era que el sondeo reflejaba la fragmentación política de la OTAN, y posiblemente una grave situación de abastecimientos al otro lado del frente de batalla. La KGB calculaba que los abastecimientos de la OTAN ya habían descendido al nivel de dos semanas, a pesar de todos los buques que habían llegado hasta la fecha. Ninguna de las dos partes había entregado munición de consumo ni combustible suficiente para mantener sus fuerzas.

—Mi padre considera que este informe sobre los alemanes es particularmente significativo.

—Lo es en potencia —dijo Alekseyev con cautela—. Ellos no aflojarán en la lucha mientras su conducción política trabaje para lograr un arreglo; pero si nosotros podemos hacerles una oferta aceptable y separar a los alemanes de la OTAN, nuestro objetivo estará cumplido, y podremos apoderarnos fácilmente del Golfo Pérsico. ¿Qué oferta vamos a hacer a los alemanes?

—Eso aún no se ha decidido. Han pedido que nos retiremos a las posiciones previas a la iniciación de la guerra, y que las condiciones definitivas sean negociadas de modo más formal, bajo supervisión internacional. Su retiro de la OTAN dependerá de los términos del tratado.

—No es aceptable. No nos dan nada. Yo me pregunto: ¿Por qué están negociando ellos, después de todo?

—Es evidente que se ha producido bastante alboroto en su Gobierno a raíz del desalojo de civiles y la destrucción de bienes económicos.

—Ah. —El daño económico a Alemania era algo en lo que Alekseyev no tenía el menor interés, aunque el Gobierno alemán no dejaba de observar cómo los explosivos soviéticos destruían el trabajo de dos generaciones—. Pero ¿por qué no nos lo han dicho?

—El Politburó piensa que la noticia de un posible arreglo negociado desalentaría nuestra presión sobre los alemanes.

—Idiotas. ¡Esa clase de cosas nos indican qué debemos atacar!

—Eso es lo que dijo mi padre. Quiere su opinión sobre todo esto.

—Diga al ministro que yo no veo indicación alguna de que se haya debilitado la decisión de la OTAN en el frente de batalla. La moral alemana en particular se mantiene elevada. Resisten en todas partes.

—El Gobierno de ellos podría estar haciendo esto sin que lo supiera su propio Ejército. Si están engañando a sus propios aliados de la OTAN, ¿por qué no hacerlo también con su alto comando? —sugirió Sergetov—. Después de todo, así funcionan las cosas en su país.

—Es una posibilidad, Iván Mikhailovich. Pero también hay otra. —Alekseyev se dio vuelta, señalando los papeles—. Que todo esto sea una impostura.

NUEVA YORK

Un capitán de navío condujo la reunión explicativa previa a la partida. Mientras hablaba, los comandantes de los buques escolta y los oficiales más antiguos iban pasando las páginas de los documentos aclaratorios, como estudiantes de escuela secundaria en una representación de Shakespeare.

—Los piquetes exteriores de sonar tomarán posiciones a lo largo del eje de amenaza, aquí.

El capitán movió el puntero sobre la imagen proyectada. Las fragatas Reuben James y Battleaxe deberían colocarse a casi treinta millas del resto de la formación. Eso las ponía fuera del alcance de protección de los «SAM» instalados en los otros buques. Ellos tenían sus propios misiles superficie-aire, pero quedarían completamente librados a su propia suerte.

—Tendremos apoyo de los buques «SURTASS» durante la mayor parte del viaje. En este momento están ocupando sus nuevas posiciones. Podemos esperar ataques de los submarinos soviéticos y de sus aviones. Para hacer frente a los ataques aéreos, los portaaviones Independence y America darán también apoyo al convoy. Y el nuevo crucero de la clase «Aegis», el Bunker Hill, como tal vez ustedes ya lo hayan notado, viajará en el convoy. Además, la Fuerza Aérea va a eliminar el satélite ruso de reconocimiento oceánico por radar en su próximo viaje, alrededor de las doce Zulú, mañana.

—¡Muy bien! —comentó el comandante de un destructor.

—Caballeros, vamos a transportar una carga total de más de una división blindada completa, integrada con formaciones de reserva y de la Guardia Nacional. Sin contar los refuerzos materiales, estos abastecimientos son suficientes para mantener en acción a la OTAN durante tres semanas. Este tiene que pasar… ¿Hay preguntas…? ¿No? Entonces… buena suerte.

El teatro se vació a medida que los oficiales iban pasando junto a los guardias armados y salían a la calle soleada.

—¿Jerry? —dijo en voz alta Morris.

—¿Dígame, señor?

El piloto se había puesto las gafas oscuras que usaba en vuelo.

—Con respecto a anoche…

—Señor, anoche bebimos demasiado y, para decirle la verdad, no recuerdo prácticamente nada. Tal vez dentro de seis meses podamos saber lo que ocurrió. ¿Durmió bien?

—Casi doce horas. Mi despertador no sonó.

—Tal vez debería comprar uno nuevo.

Pasaron caminando frente al bar donde habían estado juntos la noche anterior. El comandante y el piloto lo miraron de reojo; luego, ambos rieron.

—¡Otra vez en la brecha, queridos amigos!

Doug Perrin se unió a ellos.

—Pero no nos vengas con esas historias sobre tus hazañas con el enemigo —le advirtió O’Malley—. Esas historias son peligrosas.

—Tu trabajo es mantener alejados de nosotros a esos bastardos, Jerry-O. ¿Estás listo?

—Más vale que lo esté —observó Morris con buen humor—. ¡No quiero pensar que sea pura charla!

—Esta sí que es una buena compañía —observó el piloto, fingiendo enojo—. Vaya, yo hago todo mi vuelo solo, encuentro un maldito submarino, se lo regalo a mi amigo Dough…, ¿y acaso consigo siquiera un poco de respeto?

—Ese es el problema con los aviadores. Si uno no les dice cada cinco minutos qué grandes son, se enojan y les entra la depresión —dijo Morris, sonriendo; era una persona diferente de la que había gruñido durante toda la cena la noche anterior—. ¿Necesita algo que nosotros podamos darle, Doug?

—¿Tal vez podríamos intercambiar algunas comidas?

—No hay problema. Envíeme a su oficial de abastecimiento. Estoy seguro de que podremos negociar algo. —Morris miró el reloj—. Faltan tres horas todavía para zarpar. Vamos a comer un emparedado y a conversar de algunas cosas. Tengo una idea para engañar a esos «Backfire» y quiero que me den su opinión…

Tres horas después, un par de remolcadores de puerto apartaron a las fragatas del muelle. La Reuben James se movió despacio; sus máquinas a turbina la impulsaban suavemente sobre las aguas contaminadas, a poco más de seis nudos. O’Malley observaba desde el asiento derecho de su helicóptero, alerta ante la posibilidad de que hubiera algún submarino ruso cerca de la entrada del puerto, aunque cuatro aviones patrulleros «Orion» ya estaban desinfectando vigorosamente la zona. Era muy probable que el «Victor» que ellos habían hundido dos días antes hubiera sido destacado para seguir al convoy e informar su posición; primero, para dirigir un ataque de los «Backfire»; luego, para acercarse y lanzar su propio ataque. El perseguidor estaba eliminado, pero eso no significaba que la partida fuera un secreto. Nueva York era una ciudad de ocho millones de habitantes y, con toda seguridad, alguien estaba junto a su ventana con un par de binoculares, catalogando los tipos y número de buques. Él o ella haría luego una inocente llamada telefónica y la información estaría en Moscú pocas horas después. Otros submarinos se acercarían a la ruta prevista. Tan pronto como se hallaran fuera de la protección aérea con base en tierra, aviones soviéticos de reconocimiento llegarían a observar, y detrás de ellos volarían los «Backfire» armados con misiles.

Tantos buques, pensaba O’Malley. Pasaron junto a una serie de «Ro/Ros», buques de contenedores cargados con tanques, vehículos de combate, y los hombres de toda una división blindada. Otros llevaban altas pilas de contenedores que se podían descargar directamente sobre los camiones que los transportarían al frente. Sus contenidos estaban registrados en ordenadores para una rápida entrega al destino correspondiente. Pensó en los últimos informes, las escenas en vídeo sobre el combate terrestre en Alemania. Para eso era todo esto. La misión de la Armada consistía en mantener abiertas las rutas marítimas para llevar las herramientas que necesitaban esos hombres en Alemania. Conseguir que los buques pasaran.

—¿Qué tal navega? —preguntó Calloway.

—No del todo mal —contestó Morris al periodista—. Tenemos aletas estabilizadoras. No se mueve demasiado. Si usted tiene algún problema, nuestro enfermero podrá darle algo. No tenga vergüenza de pedirle.

—Trataré de no molestarlo.

Morris hizo un amistoso movimiento de cabeza al hombre de «Reuter». Había llegado con un aviso previo de sólo una hora, pero parecía ser un buen profesional, o por lo menos con experiencia suficiente como para tener toda su ropa lista en una maleta. Le dieron el último camastro disponible en el sector de oficiales.

—Su almirante dice que usted es uno de sus mejores comandantes.

—Supongo que eso habremos de verlo —repuso Morris.