—¡Todo timón a la izquierda! —gritó Morris, señalando la estela del torpedo.
—¡Todo timón a la izquierda, comprendido! —replicó el timonel, haciendo girar la rueda a la derecha, después a la izquierda y finalmente centrándola.
Morris se hallaba de pie en el alerón del puente del lado de babor. El mar estaba absolutamente calmo y la estela del torpedo se veía con toda claridad, siguiendo todos los giros y maniobras que hacía la fragata. Hasta intentó invertir el sentido de avance, pero tampoco eso dio resultado…, el torpedo parecía desplazarse de costado. Se detuvo completamente en el agua y se levantó a la superficie para que él pudiera verlo. Era blanco, con algo parecido a una estrella roja en la punta…, y tenía ojos, como todos los torpedos autoguiados. Ordenó avanzar a toda máquina, velocidad de flanco, pero el torpedo se mantuvo junto a él, ahora en la superficie, rozando el agua como un pez volador, claramente visible para todos los que miraran…, pero solamente Morris lo veía.
Continuó acercándose lentamente mientras la fragata maniobraba. Quince metros, diez, cinco…
—¿A dónde fue mi papá? —preguntaba la niñita—. ¡Quiero que venga mi papá!
—¿Qué problema hay, jefe? —preguntaba el oficial ejecutivo.
Esto era muy extraño, porque no tenía cabeza…
El sudor cubría la cara de Morris cuando se sentó como un resorte en la cama, con el corazón latiendo fuertemente. El reloj digital instalado en la cabecera indicaba las cuatro cincuenta y cuatro. Ed se levantó de un salto y caminó inseguro hasta el cuarto de baño para mojarse la cara con agua fría. La segunda vez esta noche, pensó. Otras dos veces había tenido la pesadilla durante el remolque a Boston, privándolo de las pocas horas de descanso que podía permitirse. Morris se preguntaba si habría gritado en sueños.
Hiciste todo lo que pudiste. No es culpa tuya, le dijo a la cara en el espejo.
Pero tú eras el comandante, le respondía.
Morris visitó cinco hogares, y entonces tuvo que parar. Una cosa era hablar con esposas y padres. Ellos comprendían. Sus hijos y esposos eran marinos, y habían asumido los riesgos de todo marino. Pero la hija de cuatro años del auxiliar de artillería, suboficial segundo Jeff Evans, no había podido comprender por qué su papá no iba a volver nunca a casa. Un suboficial segundo no ganaba mucho dinero. Morris lo sabía. Evans debía de haber trabajado como un loco en aquella casita para ponerla en las perfectas condiciones en que estaba. Un hombre hábil con sus manos, recordó, un buen auxiliar de artillero. Todas las paredes estaban recién pintadas. La mayor parte de las maderas interiores había sido renovada. Sólo hacía siete meses que vivían en esa casa, y Morris se preguntó cómo había encontrado tiempo el suboficial para hacer todo ese trabajo. Porque seguramente lo había hecho él mismo. De ninguna manera podría haber gastado dinero en contratar a otros. El cuarto de Ginny era un testimonio del amor de su padre. Muñecas de todo el mundo se alineaban sobre estantes hechos a mano. Tan pronto como vio la habitación de Ginny, Morris tuvo que marcharse. Se había sentido al borde de un profundo quebranto; y por algún absurdo código de conducta no podía permitir tal cosa delante de extraños. Por eso se había marchado. Iba a su casa en el auto y llevaba el resto de la lista guardado en la cartera. Seguramente el cansancio que sentía le permitiría dormir esta noche…
Pero ahora se quedó frente al espejo, mirando a un hombre de ojos hundidos que hubiera deseado estar junto a su esposa.
Morris fue a la cocina y cumplió sin pensar todo el proceso de preparar el café. El diario de la mañana estaba en el umbral de la puerta. Comenzó a leer relatos sobre la guerra, inexactos según él sabía, o atrasados. Las cosas estaban ocurriendo con demasiada velocidad para que los periodistas pudieran mantenerse al día. Había un informe de un testigo acerca de un destructor que no nombraba, y sobre el misil que se había filtrado a través de sus defensas para misiles. Un comentario «de análisis» explicaba que los buques de guerra de superficie eran obsoletos frente a los ataques de determinados misiles, y se preguntaba dónde estaban los tan cacareados portaaviones. «Esa —pensó—, era una pregunta muy buena».
Terminó el café y volvió al cuarto de baño para ducharse. Ya que estaba despierto, pensó, mejor sería ponerse a trabajar. Se vistió un uniforme de diario y pocos minutos después subió a su automóvil. Ya asomaban las primeras luces cuando partió hacia la base naval de Norfolk.
Cuarenta minutos después se hallaba en una de las diversas salas de operaciones, donde examinaban las posiciones conocidas de los convoyes y las sospechadas con respecto a los submarinos rusos. En la pared del fondo de la sala, un gran tablero estimaba los efectivos soviéticos y la cantidad y tipo de hundimientos acumulados hasta la fecha. Otra pared mostraba las pérdidas. «Si los de Inteligencia llevaban razón —pensó—, la guerra en el mar tenía la apariencia de un empate…, mas para los rusos un empate era lo mismo que una victoria».
—Buenos días, capitán —dijo el comandante de las fuerzas navales de superficie de la flota del Atlántico, otro hombre que no había dormido mucho—. Lo veo un poco mejor.
¿Mejor que qué?, se preguntó Morris.
—Tenemos algunas buenas noticias, para variar.
Las tripulaciones de los «B-52» estaban nerviosas a pesar de su fuerte escolta de cazas. Mil quinientos metros por encima de ellos volaba dándoles cubierta un escuadrón de «F-14 Tomcat», que acababa de reabastecerse de combustible de los aviones cisterna «KC-135». El otro escuadrón lo estaba haciendo ahora para cumplir su papel en la misión. El sol comenzaba a asomar en el horizonte y debajo de ellos el océano aún permanecía oscuro. Eran las tres de la madrugada, hora local, cuando los tiempos de reacción humanos están en su peor momento.
La corneta de alarma hizo saltar de sus camastros a los pilotos rusos. Los mecánicos y especialistas de tierra tardaron menos de diez segundos en iniciar los procedimientos de prevuelo mientras los pilotos trepaban por las escalerillas de acero para entrar en sus cabinas y se enchufaban los auriculares de sus cascos para saber de qué se trataba esa emergencia.
—Fuerte actividad enemiga de contramedidas electrónicas hacia el Oeste —anunció el comandante del regimiento—. Plan Tres. Repito: Plan Tres.
En el camión de control, los operadores de radar acababan de ver que sus pantallas se convertían en una confusa pesadilla de blanca y ruidosa perturbación electrónica. Se acercaba un ataque norteamericano…, quizá «B-52», lo más probable en grupo. Pronto los aviones norteamericanos estarían tan cerca, que los radares con base en tierra podrían atravesar el campo de perturbación. Hasta entonces, los cazas tratarían de encontrar al enemigo todo lo lejos que pudieran, para reducir el número de bombarderos antes de que ellos lograran atacar el blanco.
Durante su estancia en Islandia, los pilotos soviéticos habían sido bien instruidos. En menos de dos minutos el primer par de «MiG-29» estaba despegando; en siete minutos se hallaban todos en el aire. El plan soviético dejaba un tercio de los cazas sobre Keflavik, mientras los otros volaban hacia el Oeste, a la zona donde se originaban las perturbaciones electrónicas. Llevaban ya encendidos sus radares para guía de misiles a los blancos, que iban efectuando la consiguiente búsqueda. Hacía diez minutos que habían despegado cuando las perturbaciones cesaron. Un «MiG» aislado obtuvo un contacto de radar emitido por un avión de contramedidas electrónicas que se retiraba, y lo comunicó a Keflavik, pero sus controladores terrestres le respondieron que no tenían nada en sus pantallas en un radio de trescientos kilómetros.
Un minuto después la interferencia electrónica empezó de nuevo, esta vez desde el Sur y el Este. Los «MiG», ahora con mayor cautela, volaron en dirección al Sur. Cumpliendo órdenes, mantuvieron apagados sus sistemas de radar hasta que estuvieron a ciento cincuenta kilómetros de la costa; pero cuando los encendieron no encontraron nada. Quien estuviera produciendo las perturbaciones lo hacía desde gran distancia. Los controladores de tierra informaron que en el primer incidente habían participado tres aviones de contramedidas electrónicas y cuatro en el segundo. Son muchos perturbadores —pensó el comandante del regimiento—. Están tratando de hacernos correr de un lado a otro; quieren que agotemos nuestro combustible.
—Vengan al Este —ordenó a los jefes de escuadrillas.
Las tripulaciones de los «B-52» se habían puesto realmente nerviosas. Uno de los «Prowler» de escolta captó en su radio las voces de órdenes de los «MiG», y otro detectó una fugaz emisión de sus radares de intercepción aérea hacia el Sudoeste. Los cazas aflojaban la presión sobre el Sur. Se encontraban a unos doscientos cincuenta kilómetros de Keflavik, cruzando las costas de Islandia. El comandante de la operación evaluó la situación y ordenó a los bombarderos que alteraran su rumbo ligeramente al Norte.
Los «B-52» no llevaban bombas, solamente los poderosos perturbadores de radar diseñados para permitir a otros bombarderos alcanzar blancos dentro de la Unión Soviética. Debajo de ellos, el segundo escuadrón de «Tomcat» se dirigía a las vertientes occidentales del glaciar Vatna. Volaban con ellos cuatro «Prowler» navales para protección adicional contra misiles aire-aire, en caso de que los «MiG» se acercaran demasiado.
—Empiezo a captar algunos radares aéreos, con marcación dos cinco ocho. Parecen acercarse —informó uno de los «Prowler». Otro recibió la misma señal y pudieron triangular la distancia a ochenta kilómetros. Bastante cerca. El comandante de la misión estaba volando en un «Prowler».
—Amber Moon. Repito. Amber Moon.
Los «B-52» volvieron a tomar rumbo Este y empezaron a descender, abriendo las compuertas de bombas para descargar toneladas de chaff de aluminio, que ninguna señal de radar podría penetrar. Tan pronto como vieron eso, los cazas norteamericanos lanzaron todos sus depósitos exteriores suplementarios de combustible, y los «Prowler» se separaron de los bombarderos para orbitar al oeste de la nube de chaff. Ahora venía la parte astuta del plan. Los cazas de ambos bandos se acercaban a una velocidad combinada de más de mil millas por hora.
—Queer, control —emitió por radio el comandante de la misión.
—Blackie, control —contestó el comandante de la sección VF-41.
—Jolly, control —respondió el comandante de la sección VF-84.
Todos estaban en posición.
—Ejecuten.
Los cuatro «Prowler» conectaron sus equipos de interferencia antimisiles.
Los doce «Tomcat» del escuadrón «Jolly Rogers» estaban formados en una línea a nueve mil metros de altura. Impartida la orden, activaron sus radares de guía de misiles.
—¡Cazas norteamericanos! —gritaron varios pilotos rusos.
Sus receptores de alarma les informaron instantáneamente que existían radares de tiro de aviones de caza enemigos que habían detectado a sus propios aviones.
El comandante soviético no se sorprendió. Seguramente los norteamericanos no iban a arriesgar otra vez sus bombarderos pesados sin una escolta apropiada. Él los ignoraría y procuraría atacar a los «B-52», como su entrenamiento le había enseñado. Los radares de los «MiG» tenían grandes interferencias, sus alcances se hallaban reducidos a la mitad, e imposibilitados de seguir blanco alguno. Ordenó a sus pilotos que estuvieran atentos a los misiles que se acercaran, confiando que pudieran evitarlos cuando los avistaran; hizo aumentar la potencia de sus aviones. Luego ordenó a todos, menos a dos de la fuerza de reserva, que abandonaran Keflavik y fueran al Este, a apoyarlo.
Los norteamericanos sólo necesitaron segundos para detectar y aferrar blancos. Cada «Tomcat» llevaba cuatro «Sparrow» y cuatro «Sidewinder». Dispararon primero los «Sparrow». Había dieciséis «MiG» en el aire, La mayor parte de ellos era en ese momento blanco para dos misiles por lo menos, pero los «Sparrow» debían ser guiados por radar. Cada uno de los cazas norteamericanos había de permanecer apuntando a su blanco hasta que el misil hiciera impacto. Esto determinaba el riesgo de acercarse dentro del alcance de los misiles soviéticos, y los «Tomcat» no estaban equipados con protectores por interferencia.
Los aparatos norteamericanos se habían colocado del lado del sol con respecto a sus enemigos, Cuando los radares rusos empezaban a atravesar la zona de intervención norteamericana, llegaron los «Sparrow»; el primero de ellos directamente desde el sol, causando la explosión de su «MiG» en pleno vuelo y sirviendo de advertencia a los demás de la escuadrilla. Los aviones soviéticos iniciaron violentas maniobras evasivas de virajes cerrados, ascensos y picadas bruscas cuando vieron llegar a los misiles de veinte centímetros de diámetro, pero cuatro alcanzaron a sus blancos y en pocos segundos se produjeron tres destrucciones totales y otro avión gravemente dañado, que viró y descendió, tratando de llegar a la pista.
Los aviones del escuadrón «Jolly Rogers» viraron tan pronto como agotaron sus misiles y aceleraron hacia el Noreste perseguidos por los soviéticos. El comandante ruso sintió alivio ante lo que consideraba un pobre rendimiento de los misiles norteamericanos, aunque enfurecido por la pérdida de cinco aviones. Los interceptores restantes encendieron los posquemadores cuando sus radares de tiro empezaron a penetrar el campo de interferencia electrónica de los norteamericanos. «Los escoltas de ellos habían tenido su turno —pensó—. Ahora era el suyo». Volaban a gran velocidad hacia el Noreste y sus ojos, protegidos a medias por los visores, alternaban rápidas miradas en dirección al sol y a las pantallas de sus radares en busca de los blancos. En ningún momento miraron hacia abajo. El «MiG» líder finalmente captó un blanco y lanzó dos misiles.
Seis mil metros debajo de ellos, escudados del radar de tierra por un par de montañas, doce «Tomcat» del escuadrón de los «Black Aces» conectaron los posquemadores; sus radares aún estaban apagados mientras los cazas bimotores trepaban como cohetes hacia el cielo. Antes de noventa segundos, los pilotos empezaron a oír el zumbido de la señal de los misiles infrarrojos «Sidewinder», indicando que habían detectado algún blanco. Segundos después, desde una distancia de tres kilómetros, los norteamericanos dispararon dieciséis misiles.
Seis de los pilotos rusos nunca supieron qué los había destruido. De los once «MiG», ocho fueron derribados en cuestión de segundos. La suerte de su comandante persistió por un momento, mientras ponía su avión en un viraje escarpado; con ello logró que uno de los «Sidewinder» se desorientara y continuara su trayectoria hacia el sol…, pero, ahora, ¿qué podía hacer? Vio dos «Tomcat» que volaban hacia el Sur, alejándose de los interceptores que a él le quedaban. Era demasiado tarde para organizar un ataque; su pareja había desaparecido, y el único avión soviético que veía se encontraba hacia el norte de su posición; entonces el coronel lanzó su «MiG» en un viraje descendente de ocho «g» y picó hacia los norteamericanos, completamente inconsciente del zumbido de advertencia de su receptor de alarma. Los dos «Sparrow» lanzados por el segundo grupo de «Black Aces» hicieron impacto en una de sus alas. El «MiG» se desintegró.
Los militares norteamericanos no tuvieron tiempo de disfrutarlo. El comandante de misión informó que un segundo grupo de «MiG» se dirigía hacia ellos y los escuadrones se reagruparon para hacerles frente, formando una sólida pared de veinticuatro aviones, con los radares apagados durante unos dos minutos mientras los «MiG» entraban velozmente en la nube de interferencia. El segundo comandante de los rusos estaba cometiendo un grave error. Sus camaradas pilotos se hallaban en peligro. Tenía que acudir en su rescate. Un grupo de «Tomcat» lanzó una descarga de sus restantes «Sparrow»; el otro disparó «Sidewinder». Un total de treinta y ocho misiles se cerraron sobre ocho aviones soviéticos, que no tenían un cuadro claro de la situación en que se estaban metiendo. La mitad nunca llegó a saberlo; fueron borrados del cielo por los misiles aire-aire norteamericanos. Otros tres resultaron dañados.
Todos los pilotos de los «Tomcat» querían acercarse, pero el comandante les ordenó que se alejaran. Estaban escasos de combustible, y Stornoway se encontraba a más de mil cien kilómetros. Viraron hacia el Este, pasando por debajo de la nube de chaff de aluminio dejada por los «B-52». Los norteamericanos declararían luego treinta y siete derribos, un resultado maravilloso, ya que ellos sólo habían esperado un total de veintisiete aviones rusos. En la realidad, de veintidós «MiG», sólo cinco quedaron indemnes. El asombrado comandante de la base aérea comenzó inmediatamente las operaciones de rescate. Pronto salieron hacia el Noreste los helicópteros de ataque de la división de paracaidistas, en busca de los pilotos derribados.
Treinta kilómetros desde Alfeld hasta Hameln, pensó Alekseyev. Una hora de viaje en tanque. Elementos de tres divisiones estaban cubriendo ese trayecto, pero desde que lograron cruzar el río, habían avanzado un total de sólo dieciocho kilómetros. Esta vez eran los ingleses: los tanques del real regimiento blindado y 21 de lanceros habían detenido a sus elementos de vanguardia, que desde hacía dieciocho horas no se movían.
Había verdadero peligro allí. Para una formación mecanizada, la seguridad residía en el movimiento. Los soviéticos estaban llevando unidades a través de la brecha, pero la OTAN empleaba al máximo el poder aéreo. Los puentes sobre el Leine quedaban destruidos casi con la misma rapidez con que los reparaban. Los ingenieros habían preparado puntos de cruce en las orillas, y ahora los rusos podían cruzar directamente con sus vehículos de asalto de infantería; pero los tanques no eran anfibios y cada vez que intentaron pasar por el agua (se suponía que estaban preparados para eso) el esfuerzo había fracasado. Se habían visto obligados a despegar demasiadas unidades para proteger la brecha en las líneas de la OTAN, y eran muy pocas las que podían explotarla. Alekseyev había logrado una perfecta ruptura según los libros de texto…, sólo para descubrir que el otro bando tenía su propio libro de texto para contenerla y deshacerla. El teatro del Oeste disponía de un total de seis divisiones clase-A de reserva para enviar al combate. Después de eso, tendrían que empezar a usar unidades clase-B, compuestas de reservistas, con hombres y equipos más viejos. Había muchas de ellas, pero no se desenvolverían (no podrían hacerlo) tan bien como los soldados jóvenes. El general se resistía a la necesidad de enviar al combate unidades que con seguridad sufrirían mayores pérdidas de lo normal. Pero no tenía otra alternativa. Sus amos políticos lo deseaban, y él era solamente el ejecutor de la política de los políticos.
—Tengo que volver al frente —dijo Alekseyev a su jefe.
—Sí, pero a no menos de cinco kilómetros de la primera línea, Pasha. No puedo permitirme perderlo ahora.
El supremo comandante aliado en Europa, «SACEUR», miró su propia planilla de cuentas. Ahora casi todas sus reservas estaban empeñadas en la lucha, y los rusos parecían tener una interminable provisión de hombres y vehículos que avanzaban. Sus unidades no disponían de tiempo para reorganizarse y desplegarse nuevamente. La OTAN se enfrentaba a la pesadilla de todos los ejércitos: sólo podían reaccionar a los movimientos del enemigo, sin tener prácticamente posibilidad de lanzar sus propias iniciativas. Hasta ese momento las cosas se mantenían armadas…, aunque apenas. En el sudeste de Hameln su carta mostraba una brigada Británica. En la realidad se trataba nada mas de un regimiento reforzado, integrado por hombres exhaustos y material averiado. La artillería y los aviones eran lo único que le permitía impedir un colapso, y ni siquiera eso sería suficiente si sus unidades no recibían muchos más equipos de remplazo. Y lo peor era que la munición de que disponía la OTAN había descendido a niveles de dos semanas de empleo, y el reabastecimiento que venía de los Estados Unidos había sido seriamente dificultado por los ataques a los convoyes. ¿Qué podía decir él a sus hombres? ¿Reducir el consumo de munición…, cuando lo único que podía detener a los rusos era usar sin restricciones todas las armas que tenían a mano?
Estaba comenzando su reunión de información de Inteligencia de la mañana. El oficial jefe de Inteligencia de la OTAN era un general alemán a quien acompañaban un mayor holandés provisto de un cassette de vídeo. El oficial de Inteligencia sabía que SACEUR quería ver la información original, y no solamente el análisis. El oficial holandés preparó la máquina.
Apareció un mapa confeccionado por ordenador y luego se vieron las unidades, La cinta tardaba menos de dos minutos en mostrar cinco horas de información, y lo repetía varias veces para que los oficiales pudieran sacar conclusiones.
—General, estimamos que los soviéticos están destacando varias divisiones completas hacia Alfeld. El movimiento que usted ve aquí sobre la carretera principal desde Braunschweig es la primera de ellas. Las otras vienen de las reservas de su teatro, y estas dos que avanzan desde el Sur son formaciones de reserva de su grupo de ejércitos del Norte.
—Entonces, ¿usted cree que se han propuesto que este sea su punto principal de ataque? —preguntó SACEUR.
—Ja —asintió el general alemán—. El Schwerpunk está aquí.
SACEUR arrugó el entrecejo. La actitud razonable sería retirarse detrás del río Weser, para acortar su línea defensiva y reorganizar sus fuerzas. Pero eso significaría abandonar Hannover. Los alemanes jamás aceptarían tal cosa. Su propia estrategia nacional de defender cada hogar y cada campo había costado mucho a los rusos…, y estirado las fuerzas de la OTAN casi hasta el punto de ruptura. Políticamente, ellos no admitirían nunca dicha retirada estratégica. Las unidades de Alemania Occidental continuarían peleando solas si debían hacerlo: él podía verlo bastante claramente en los ojos de su propio jefe de Inteligencia. Y si alguien invadiera New Hampshire —admitió para sus adentros—, ¿me retiraría yo hasta Pensilvania? Una hora después, la mitad de las reservas existentes de la OTAN se desplazaban hacia el Este, desde Osnabrück hasta Bameln. La batalla por Alemania se ganaría o se perdería en la margen derecha del Weser.
Los «Tomcat» que regresaron no tuvieron mucho descanso. Tan pronto como aterrizaron, los mecánicos y especialistas de tierra, británicos y norteamericanos, cargaron combustible y armas en los cazas. Ahora los rusos atacaban con más cuidado a los aeródromos del norte de Gran Bretaña. Los aviones radares norteamericanos que apoyaban a los «Nimrod» y «Shackleton» británicos estaban haciendo dura la vida a los bombarderos bimotores «Blinder», que salían de Andoya, en Noruega. Los «Tornado» de la Real Fuerza Aérea volaban en misiones de patrullas aéreas de combate a más de trescientos kilómetros mar adentro mientras los pilotos norteamericanos descansaban, algunos entusiastas suboficiales mecánicos pintaban estrellas rojas en el costado de las cabinas, y los oficiales de Inteligencia evaluaban los vídeos de las miras de las armas y las grabaciones de los radares soviéticos para misiles.
—Parece que les hemos dado fuerte —rezongó Toland. Los informes de derribos eran demasiado altos, pero con los pilotos de caza siempre sucedía así.
—¡Puede apostar el alma! —respondió el comandante del «Jolly Rogers».
El capitán de fragata aviador naval mordía un cigarro. Había informado que él, personalmente, derribó un par de «MiG».
—Y ahora pregunto: ¿Irán a reforzar? Lo nuestro dio resultado una vez, pero ellos no caerán de nuevo en ese juego. Dígame, Toland, ¿pueden remplazar lo que nosotros les destruimos?
—No lo creo. El «MiG-29» es prácticamente el único avión de caza que pueden enviar a tanta distancia. El resto de ellos está en Alemania y también allá los han castigado bastante. Si los rusos resuelven desprenderse de algunos «MiG-31», creo que pueden alcanzar tanta distancia, pero yo no los veo dispuestos a privarse de su principal interceptor de bombarderos para cumplir esta clase de misión.
—Muy bien. —El comandante del «Jolly Rogers» asintió—. Entonces, el próximo paso será poner una patrulla aérea de combate cerca de Islandia y empezar a golpear de verdad esos ataques de los «Backfire».
—También ellos podrían venir a buscarnos a nosotros —advirtió Toland—. Ahora tienen que saber lo que hicimos y desde dónde lo hicimos.
El comandante de la sección VF-41 miró por la ventana. Un «Tomcat» se hallaba a unos ochocientos metros, estacionado entre dos pilas de bolsas de arena. Se veían cuatro misiles en sus estaciones. Pasó los dedos sobre el emblema del «As de Espadas» que tenía sobre el pecho y se dio la vuelta.
—Bien. Si quieren combatir con nosotros en nuestro campo, con nuestra cubierta de radar, magnífico.
Alekseyev dejó su helicóptero en las afueras de la población y trepó a otro vehículo de apoyo de fuego de infantería, «BMP». Había dos puentes articulados en operación. Las orillas del río estaban llenas de restos de por lo menos otros cinco puentes, junto con innumerables tanques y camiones incendiados. El comandante de la división 20 de tanques viajaba con ellos.
—Los ataques aéreos de la OTAN son feroces —dijo el general Beregovoy—. Nunca había visto nada parecido. A pesar de nuestros «SAM», se acercan y entran. Nosotros sacamos nuestra parte, pero no es suficiente, y las cosas van poniéndose peor a medida que nos acercamos al frente.
—¿Qué progreso han hecho hoy?
—Por el momento, la principal oposición es inglesa. Como mínimo, una brigada de tanques. Desde el amanecer hemos podido hacerles retroceder dos kilómetros.
—Se suponía que también había una fuerza belga allí —señaló Sergetov.
—Han desaparecido. No sabemos dónde están y…, sí, eso también me preocupa. He colocado una de nuestras nuevas divisiones en nuestro flanco izquierdo para protegernos de un contraataque. La otra se unirá a la 20 de tanques cuando reiniciemos el ataque esta tarde.
—¿Qué potencial? —preguntó Alekseyev.
—La vigésima está reducida a noventa tanques en servicio. Tal vez menos —dijo el general—. Esa cifra es de hace dos horas. A nuestra infantería le ha ido mejor; pero la división está ahora por debajo del cincuenta por ciento de su potencial nominal.
El vehículo enfiló en ángulo hacia el puente flotante articulado. Cada segmento, en forma de caja, estaba sujeto con pernos y tornillos a otros dos, y el vehículo se mecía arriba y abajo como un pequeño bote en la corriente, mientras iban cruzando el Leine. Los tres oficiales dominaron sus sensaciones, pero a ninguno le gustaba sentirse encerrado dentro de una caja de acero sobre el agua. Técnicamente, el vehículo de infantería de asalto «BMP» era anfibio, pero muchos se habían hundido sin aviso, y era raro que alguien escapara cuando eso sucedía. Oyeron un fuego distante de artillería. Los ataques aéreos a Alfeld se producían sin advertencia ni alarma alguna. Tardaron poco más de un minuto en cruzar.
—En caso de que tengan curiosidad, ese puente que acabamos de atravesar mantiene el récord de mayor supervivencia. —Miró el reloj—. Siete horas.
—¿Qué fue de aquel mayor para el que usted pidió la Estrella de Oro? —preguntó Alekseyev.
—Lo hirieron en un ataque aéreo. Pero vivirá.
—Entréguele esto. Tal vez acelere su recuperación.
Alekseyev buscó en un bolsillo y sacó una Estrella de Oro de cinco puntas, adherida a una cinta color rojo sangre. El general la recibió. Ahora el mayor de ingenieros era un héroe de la Unión Soviética.
Todos los submarinos disminuyeron la velocidad al llegar al pack de hielo. McCafferty lo inspeccionó a través de su periscopio: era una delgada línea blanca que se hallaba a menos de dos millas. No había nadie visible. Pocos buques se acercaban tanto al hielo y tampoco se divisaba ningún avión.
El sonar informó un tranquilizador incremento de ruido. Los dentellados bordes del pack estaban formados por miles de témpanos independientes, bloques de hielo de escaso espesor y de tamaños muy variables. Todos los años se desprendían con el deshielo de la primavera y derivaban al azar hasta que comenzaba de nuevo el congelamiento. Mientras avanzaban sueltos durante el breve verano ártico, se rozaban unos contra otros rechinando y cumpliendo un proceso que destruía a los témpanos de menor tamaño. Eso se sumaba a los interminables crujidos y golpes secos que producía el hielo sólido que cubría todo el Polo hasta la vertiente norte de Alaska.
—¿Qué es eso?
McCafferty ajustó ligeramente el visor, girando las empuñaduras hasta la posición de doce aumentos. Había visto fugazmente algo que podía ser un periscopio. Ahora había desaparecido… pero reapareció: la aleta dorsal con forma de espada de una ballena macho, de las llamadas asesinas. Una nubecita de agua pulverizada marcó su expulsión de aire, y se condensó en vapor en el frío polar; luego aparecieron unas cuantas ballenas más. Quizás estarían cazando focas. Se preguntó si sería un presagio bueno o malo. Su nombre científico era Orcinus orca: Portador de Muerte.
—Sonar, ¿tiene algo en uno tres nueve?
—Control, tenemos once ballenas asesinas en esa marcación. Creo que son tres machos, seis hembras y dos adolescentes. Bastante cerca, me parece. La marcación cambia lentamente.
El suboficial sonarista contestó como si lo hubieran insultado. Había órdenes permanentes de no informar detecciones «biológicas», a menos que se ordenara lo contrario.
—Muy bien.
McCafferty tuvo que sonreír a pesar suyo.
Los otros submarinos de la «Operación Doolittle» navegaban en columna en una longitud de diez millas. Uno por uno fueron aumentando la profundidad y poniéndose frente al pack para introducirse debajo. Una hora después, el tren de carga viró hacia el Este cinco millas dentro del borde nominal del pack. A tres mil seiscientos metros debajo de ellos estaba el suelo de la planicie Abisal de Barents.
—No hemos visto un helicóptero en todo el día —comentó el sargento Smith.
Edwards observó que la conversación constituía una conveniente distracción del hecho de estar comiendo pescado crudo. Miró su reloj. Era hora de volver a llamar por radio. A esa altura ya era capaz de armar la antena dormido.
—Doghouse, aquí Beagle, y las cosas podrían andar mucho mejor, cambio.
—Beagle, lo estamos recibiendo. ¿Dónde se encuentra ahora?
—A unos cuarenta y seis kilómetros de nuestro objetivo —contestó Edwards, y les dio las coordenadas del mapa; todavía tendrían que cruzar un camino más y sólo una cadena de montañas, según el plano—. No tengo mucho que informarles, excepto que hoy no hemos visto un solo helicóptero. En realidad, tampoco hemos visto ninguna clase de avión.
Edwards levantó la vista. El cielo estaba bastante claro. Por lo general, avistaban aviones de caza una o dos veces por día, cuando patrullaban en la zona.
—Comprendido, Beagle. Le comunico que la Marina envió allá algunos cazas y los golpeó muy fuerte, alrededor del amanecer.
—¡Muy bien! No hemos visto rusos desde que el helicóptero estuvo inspeccionándonos.
En Escocia, su controlador se estremeció al oír eso. Edwards continuó:
—Nos hemos reducido a comer los peces que pescamos, pero la pesca es abundante.
—¿Cómo está su amiga?
Mike tuvo que reír ante la pregunta.
—No nos está retrasando, si eso es lo que quiere decir. ¿Alguna otra cosa?
—Negativo.
—Muy bien, llamaré de nuevo si vemos algo. Cambio y corto. —Cerró el contacto de la radiomochila—. Nuestros amigos dicen que la Marina se comió algunos cazas rusos hoy.
—Ya era hora —dijo Smith.
No le quedaban más que cinco cigarrillos, y miró fijamente uno de ellos, indeciso ante la posibilidad de reducir o no sus reservas a cuatro. Mientras Edwards lo observaba, abrió el encendedor para envenenarse una vez más.
—¿Vamos a Hvammsfjordur? —preguntó Vidgis—. ¿Por qué?
—Alguien quiere saber qué hay allá —dijo Edwards.
Desplegó el mapa táctico. Mostraba que la entrada a la bahía estaba llena de rocas. Necesitó un momento para darse cuenta de que las elevaciones del terreno estaban en metros, y las curvas de profundidad, en brazas…
—¿Cuántos?
El comandante del regimiento de caza recibió ayuda para bajar suavemente del helicóptero: tenía el brazo atado junto al pecho. Al arrojarse de su avión que se desintegraba, el coronel se había dislocado el hombro, y luego el paracaídas aterrizó en un sector montañoso, provocándole una torcedura de tobillo y varios cortes en la cara. Tardaron once horas en encontrarlo. En general, el coronel se consideraba afortunado…, para ser un tonto que había permitido que su unidad cayera en la celada dispuesta por fuerzas superiores.
—Cinco aviones están en condiciones de operar —le dijeron—. Y de los dañados, podemos reparar dos.
El coronel lanzó una maldición, enfurecido a pesar de la morfina que corría por sus venas.
—¿Mis hombres?
—Hemos encontrado seis, incluido usted. Dos de ellos se hallan ilesos y todavía pueden volar. El resto está en el hospital.
Otro helicóptero aterrizó cerca. El general de paracaidistas descendió y caminó hacia ellos.
—Me alegro de verlo vivo.
—Gracias, camarada general. ¿Usted continúa la búsqueda?
—Sí. He destinado dos helicópteros a esa tarea. ¿Qué sucedió?
—Los norteamericanos representaron un ataque con bombarderos pesados. En ningún momento los vimos, pero lo supimos por las contramedidas electrónicas. Tenían cazas mezclados entre ellos. Cuando nosotros nos aproximamos, los bombarderos huyeron.
El coronel de la Fuerza Aérea trató de presentar los hechos lo mejor posible, y el general no lo presionó. Era un cargo de riesgo, y ese tipo de cosas debían esperarse. Los «MiG» difícilmente podrían haber ignorado el ataque norteamericano. No tenía sentido castigar a aquel hombre.
El general ya había transmitido por radio la solicitud de más cazas, aunque no esperaba ninguno. El plan decía que no serían necesarios, pero el plan también había dicho que su división sólo tendría que ocupar la isla sin refuerzos durante dos semanas. Para ese tiempo se suponía que Alemania ya estaría completamente derrotada, y la guerra terrestre en Europa prácticamente terminada. Estaba recibiendo informes del frente que eran mero embellecimiento de las noticias de «Radio Moscú». El Ejército Rojo estaba presionando sobre el Rin…, ¡y habían estado presionando sobre el Rin desde el primer día de la maldita guerra! Extrañamente, omitían los nombres de las ciudades sometidas a ataques diarios. Su jefe de Inteligencia arriesgaba la vida al escuchar las emisoras occidentales (la KGB consideraba que eso era un acto desleal), para poder tener una idea de cómo iba desarrollándose la lucha. Si los informes de Occidente eran ciertos, tampoco creía del todo en ellos, la campaña de Alemania era una espantosa confusión. Hasta que eso no terminara, él estaba en posición vulnerable.
¿Intentaría invadir la OTAN? Su oficial de operación decía que era imposible, a menos que los norteamericanos pudieran destruir antes a los bombarderos de largo alcance que partían desde Kirovsk, y la intención posterior de apoderarse de Islandia había sido impedir que los portaaviones norteamericanos ocuparan una posición desde la cual pudieran hacer justamente eso. En los papeles, entonces, el general sólo esperaba un aumento de los ataques aéreos, y tenía misiles superficie-aire para defenderse de ellos. Pero él no había llegado a ser comandante divisional para limitarse a barajar papeles.
—¿Qué diablos ha pasado?
El comandante levantó la vista y vio el tubo que tenía insertado en el brazo. Lo último que recordaba era haber estado en el puente cuando transcurría la mitad de la guardia de la tarde. Ahora, la portilla del lado de estribor de su cámara estaba cubierta. Buque oscurecido: afuera era de noche.
—Usted se desmayó, comandante —dijo el suboficial enfermero—. No…
El comandante había tratado de incorporarse. Su cabeza se separó unos cincuenta centímetros de la almohada, pero sus fuerzas cedieron.
—Debe descansar. Tiene una hemorragia interna, jefe. Anoche vomitó sangre. Creo que es una úlcera perforada. Me dio un susto bárbaro. ¿Por qué no vino a verme? —El suboficial le mostró un frasco de tabletas «Maalox»; ¿por qué la gente tendrá que ser tan condenadamente lista para todas las cosas?— Su presión sanguínea bajó veinte puntos y estuvo al borde de sufrir un ataque. Esto que usted tiene no es un dolor de barriga, comandante. Es probable que tenga que ir a cirugía. En este momento viene un helicóptero para llevarlo a tierra.
—No puedo abandonar el buque. Yo…
—Son órdenes del médico, señor. Si usted se me muere, yo pierdo mis perfectos antecedentes. Lo siento, señor, pero si no recibe verdadera atención médica muy pronto, podría sufrir graves consecuencias. Tendrá que ir a tierra.