30. APROXIMACIONES

BOSTON, MASSACHUSETTS

Dicen que es el olor del mar —pensó Morris—, pero en realidad no lo es. Es el olor de la tierra. Surgía de los pantanos de las mareas: de todas las cosas que vivían, morían y acababan pudriéndose cerca del borde del agua; eran todos los olores que fermentaban en las tierras húmedas marginales y que al liberarse soplaban hacia el mar. Los marinos lo consideraban un olor amistoso, porque significaba que estaban cerca la tierra, el puerto, el hogar, la familia. En otro sentido, era algo que tenía que neutralizarse con «Lysol».

Mientras Morris observaba, el remolcador Papago acortó el cable de remolque para un mejor control en aguas restringidas. Tres remolcadores del puerto se colocaron junto al buque, sus tripulantes lanzaron cabos mensajeros a los marineros de la fragata. Cuando quedaron asegurados, el Papago se separó y navegó río arriba para cargar combustible.

—Buenas tardes, comandante.

El piloto del puerto hablaba desde uno de los remolcadores. Parecía haber estado metiendo y sacando buques del puerto desde hacía cincuenta años.

—Buenas tardes, capitán —respondió Morris.

—Veo que hundió tres submarinos rusos.

—Sólo uno por nuestros propios medios. Los otros son colaboraciones.

—¿Cuánto es su calado?

—Un poco menos de siete metros cincuenta… No… —Morris tuvo que corregirse, pues el domo del sonar estaba ahora en el fondo del Atlántico.

—Hizo bien en traerla de vuelta, comandante —dijo el piloto, mirando hacia delante—. Mi buque no sobrevivió. Antes de que usted naciera, supongo. El Callaghan, siete noventa y dos. Oficial auxiliar de artillería; yo acababa de graduarme de guardiamarina. Derribamos doce aviones japoneses, pero poco antes de medianoche, el número trece, un kamikaze, llegó hasta nosotros. Cuarenta y siete hombres…, bueno.

El piloto sacó el walkie-talkie del bolsillo y empezó a dar indicaciones a los remolcadores. La fragata Pharris inició un desplazamiento lateral hacia un muelle. Directamente al frente había un dique seco de mediana capacidad, pero no se movían en esa dirección.

—¿No va al dique seco? —preguntó Morris, sorprendido y enojado al ver que llevaban a su buque a un muelle común.

—El dique tiene problemas mecánicos. Todavía no está listo para recibirlo. Mañana o pasado mañana, con seguridad. Yo sé cómo se siente, comandante. Es como si a su hija no se la admitiera en el hospital. Arriba ese ánimo. Yo vi hundirse a la mía.

No tenía sentido protestar. Morris lo comprendió. El hombre llevaba razón. Si su fragata no se había hundido durante el remolque, estaría segura junto al muelle por uno o dos días. El piloto era un experto. Su ojo avezado midió el viento y la marea, y dio las órdenes apropiadas a los capitanes de los remolcadores. En treinta minutos la fragata quedó amarrada al muelle de carga. Tres equipos de personal de noticiarios de Televisión los estaban esperando detrás de una cortina de marineros vestidos con uniforme de guardacostas. En cuanto terminaron de acomodar la planchada, un oficial subió corriendo a bordo y fue directamente al puente.

—Comandante, soy el capitán de corbeta Anders. Tengo esto para usted, señor.

Le entregó un sobre que parecía oficial.

Morris lo abrió y extrajo un formulario común de mensaje de la Marina. Con la forma más lacónica de lenguaje naval le ordenaban presentarse en Norfolk empleando el medio de transporte más rápido.

—Tengo un auto esperando. Puede alcanzar el puente aéreo hasta D.C. y después llegará en seguida a Norfolk.

—¿Qué pasará con mi buque?

—Esa es mi responsabilidad, comandante. Yo se lo cuidaré muy bien.

Así, sin más, pensó Morris. Asintió y se dirigió abajo para hacer su equipaje. Diez minutos después pasó sin hablar junto a las cámaras televisivas, y lo llevaron al aeropuerto internacional «Logan».

STORNOWAY, ESCOCIA

Toland examinó las fotografías de satélite de los cuatro aeródromos de Islandia. Era extraño que los rusos no estuvieran utilizando el viejo campo de Keflavik, prefiriendo en cambio situar sus aviones de combate en Reykjavik y, en la nueva base de la OTAN. Ocasionalmente, uno o dos «Backfire» aterrizaban en Keflavik, bombarderos que tenían problemas mecánicos o con escasez de combustible, pero eso era todo. Las barridas de los cazas hacia el Norte habían producido sus efectos. Ahora los rusos reabastecían combustible en vuelo mucho más al Norte y al Este, lo que determinaba que los «Backfire» sufrieran un acortamiento marginal pero, de todos modos, negativo en su autonomía y alcance. Los expertos estimaban que habían perdido treinta minutos del tiempo que tenían para buscar los convoyes. A pesar de la exploración que efectuaban los «Bear» y el reconocimiento por satélite, solamente dos tercios de las salidas llegaban a atacar. Toland no sabía por qué. ¿Había algún problema con las comunicaciones de los soviéticos? De ser así, ¿no podían ellos encontrar la forma de explotarlo?

Los «Backfire» todavía estaban afectando a los convoyes, y gravemente. Después de una considerable insistencia de la Marina, la Fuerza Aérea empezaba a instalar aviones de combate en Terranova, Bermudas y en las Azores. Apoyados por aviones cisterna prestados por el Comando Aéreo Estratégico, estaban tratando de mantener patrullas aéreas de combate sobre aquellos convoyes que podían alcanzar. No había esperanza alguna de impedir realmente un ataque de «Backfire»; pero podían lograr una disminución en la cantidad de «Bear». Los soviéticos tenían sólo unos treinta aviones de reconocimiento de largo alcance «Bear-D». Aproximadamente diez de ellos volaban todos los días con sus poderosos radares «Big Bulge» encendidos para guiar a los bombarderos y submarinos hacia los convoyes; lo cual hacía que fuesen relativamente fáciles de descubrir, si se podía poner allí un caza que los buscara. Después de experimentarlo mucho, los rusos habían adoptado un patrón previsible en sus operaciones aéreas. Habrían de pagar por ello. Al día siguiente, la Fuerza Aérea tendría patrullas aéreas de combate, de dos aviones, sobre seis diferentes convoyes.

También harían pagar un precio a los rusos por instalar aviones en Islandia.

—Yo calculo que es un regimiento…, digamos, entre veinticuatro y veintisiete aviones. Todos son «MiG-29 Fulcrum» —dijo Toland—. Pero parece que nunca vemos más de veintiuno en tierra. Supongo que mantienen en forma bastante estable sus patrullas aéreas de combate, digamos, cuatro pájaros en vuelo en forma casi permanente. También parecen tener tres radares instalados en tierra, y los cambian constantemente de posición. Eso quizá signifique que disponen de instalaciones para controlar desde tierra las interceptaciones. ¿Hay algún problema para interferir los radares de búsqueda?

Un piloto de combate meneó la cabeza.

—Con el apoyo necesario, no.

—De modo que sólo tendríamos que obligar a salir a los «MiG» y derribar algunos. —Los comandantes de los dos escuadrones de «Tomcat» estaban con Toland examinando los mapas—. Aunque queremos mantenernos alejados de esos «SAM». Según lo que dicen los tipos de Alemania, el «SA-11» es muy mala noticia.

El primer esfuerzo de la Fuerza Aérea para eliminar Keflavik con los «B-52» había resultado un desastre. Los siguientes, con «FB-111», más pequeños y rápidos, habían hostigado a los rusos; pero no pudieron poner completamente fuera de servicio a Keflavik. El Mando Aéreo Estratégico no estaba dispuesto a dividir sus efectivos de bombarderos en número suficiente para alcanzar ese objetivo. Todavía no se había efectuado con éxito una misión contra las principales instalaciones de depósitos de combustible. Se hallaban demasiado cerca de una zona densamente poblada, y las fotos de satélites revelaban que todavía se encontraban civiles allí. Naturalmente.

—Debemos conseguir que la Fuerza Aérea intente otra operación con los «B-52» —sugirió uno de los pilotos de combate—. Se aproximan igual que antes; pero… —Trazó un esquema con algunos cambios en el perfil del ataque—. Ahora que tenemos con nosotros a nuestros Maricones, todo puede salir muy bien.

—Si usted quiere mi ayuda, capitán, por lo menos podría ser un poco más correcto al hablar. —Quedó muy claro que al piloto del «Prowler» que estaba en la sala no le gustó que llamaran con ese apodo a su avión de cuarenta millones de dólares—. Yo puedo anular los radares de esos «SAM» desde un poco más lejos; no se olviden que el «SA-11» tiene el apoyo de un buscador de rayos infrarrojos. Si ustedes se ponen dentro de los quince kilómetros de los lanzadores, ellos tienen todas las probabilidades de bajar del cielo a sus «Tomcat» como si los estuvieran fumando.

Los pilotos sabían que lo realmente horrible de los «SA-11» era que casi no dejaban estela de humo y por eso resultaba muy difícil detectarlos, y era más difícil evadir un «SAM» que no pudieran ver.

—Nos mantendremos lejos de Mr. SAM. Esta es la primera vez, caballeros, que tenemos las probabilidades de nuestro lado.

Los pilotos de combate empezaron a organizar un plan. Ahora tenían sólida inteligencia sobre cómo operaban en combate los cazas rusos. Los soviéticos poseían buenas tácticas, pero eran también previsibles. Si los aviones norteamericanos podían ingeniarse en presentar una situación para la cual los rusos no estaban entrenados, sabrían cómo iba a reaccionar Iván ante ella.

STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

Alekseyev nunca había esperado que fuera fácil, pero tampoco se había imaginado que las fuerzas aéreas de la OTAN llegarían a tener el control del cielo nocturno. Cuatro minutos después de medianoche, un avión no detectado por el radar había destruido la estación transmisora de radio para el cuartel general del comandante en jefe del Oeste.

Sólo habían tenido tres estaciones alternativas, cada una de ellas a más de diez kilómetros del búnker subterráneo. Ahora poseían una, además de un transmisor móvil que ya había sufrido una vez un bombardeo. Los cables del teléfono subterráneo todavía se podían usar, desde luego, pero los avances que penetraban en territorio enemigo habían hecho poco confiables las comunicaciones telefónicas. Con demasiada frecuencia, los cables tendidos por las tropas del cuerpo de señales quedaban destruidos por ataques aéreos o vehículos mal conducidos.

Necesitaban los enlaces de radio, y la OTAN los eliminaba sistemáticamente. Hasta habían intentado un ataque sobre el mismo complejo del búnker… la posición simulada, situada exactamente entre dos transmisores, había sido atacada por ocho cazabombarderos y regada generosamente con napalm, munición racimo y bombas de alto explosivo con espoletas retardadas. Si el ataque se hubiera producido sobre el verdadero complejo, decían los expertos en armamento, podría haber habido bajas. Un tanto a favor de la capacidad de nuestros ingenieros. Se suponía que los bunkers podrían resistir un impacto cercano de una cabeza de guerra nuclear.

Alekseyev tenía ahora una división combatiente completa al otro lado del Leine… Los restos de una división, se corrigió a sí mismo. Las dos divisiones blindadas de refuerzo estaban tratando de cruzar en ese momento; pero durante la noche habían bombardeado los puentes recién tendidos junto con las divisiones que avanzaban. Los refuerzos de la OTAN estaban empezando a llegar; durante sus avances por los caminos habían sufrido ataques aéreos, aunque produciendo tremendas pérdidas a los cazabombarderos soviéticos. Las tácticas…, no, los aficionados discuten las tácticas. Los soldados profesionales estudian la logística, pensó Alekseyev. La clave para que él pudiera lograr el éxito residiría en su capacidad para mantener puentes sobre el río Leine y para mover con eficacia el tránsito por los caminos que conducían a Alfeld. El sistema de control de tránsito ya había fracasado dos veces antes de que Alekseyev enviara un grupo de coroneles para que manejaran las cosas.

—Deberíamos haber elegido un sitio mejor —murmuró Alekseyev.

—¿Cómo dice, camarada general? —preguntó Sergetov.

—En Alfeld hay un solo camino bueno. —El general sonrió irónicamente—. Tendríamos que haber hecho nuestra ruptura en una población que tuviera por lo menos tres.

Ambos observaron cómo se movían las fichas de madera sobre la línea que había en el mapa. Cada ficha representaba un batallón. Las unidades de misiles y cañones antiaéreos se encolumnaban en el corredor que se extendía al norte y al sur de ese camino, el cual debía ser constantemente barrido para limpiarlo de las minas sembradas a distancia, que la OTAN estaba usando por primera vez en cantidad.

—La división blindada 29 ha sido bastante maltratada —suspiró el general.

Sus tropas. Podrían haber logrado una rápida ruptura… de no haber sido por los aviones de la OTAN.

—Las dos divisiones de refuerzo van a completar la maniobra —predijo Sergetov, confiado.

Alekseyev pensó que tenía razón. A menos que alguna otra cosa anduviera mal.

NORFOLK, VIRGINIA

Morris ocupó un sillón al otro lado del escritorio del comandante de las fuerzas navales de superficie de la flota del Atlántico de los Estados Unidos. Era un almirante de tres estrellas, que había pasado toda su carrera en lo que a él le gustaba llamar «la verdadera Armada»: fragatas, destructores y cruceros. Esos pequeños buques grises no tenían el romántico atractivo de la aviación ni el misterio de los submarinos, pero en esos momentos constituían la clave para que los convoyes pudieran cruzar el Atlántico.

—Iván ha cambiado de táctica con nosotros, y lo ha hecho con una rapidez de todos los diablos, mucho mayor de lo que creímos que era capaz. Ahora están atacando a los escoltas. El ataque a su fragata fue deliberado; usted no tropezó con él en su camino. Probablemente él lo estaba esperando.

—¿Están tratando de disminuir la cantidad de escoltas?

—Sí, pero con particular interés en los buques con colas. Nosotros les hemos causado graves pérdidas en su fuerza de submarinos, aunque no los suficientes; pero les hemos hecho daño. Los sistemas de los remolcadores están ya solucionados. Iván se ha ocupado de eso y ahora está tratando de eliminarlos. Está buscando también los buques SURTASS, pero esa es una tarea más difícil. Hundimos tres submarinos que intentaron acercarse a ellos.

Morris asintió. Los Buques de Superficie de Sonares de Arrastre (SURTASS) eran clípers atuneros modificados, que arrastraban cables con enormes sonares pasivos. No los había en número suficiente como para proporcionar cobertura a más de la mitad de las rutas de los convoyes, pero suministraban excelente información al cuartel general de ASW en Norfolk.

—¿Por qué no envían «Backfire» tras los buques?

—Nosotros también nos hemos preguntado eso. Evidentemente, los rusos no creen que valen lo suficiente como para desviar hacia ellos tanto esfuerzo. Además, dentro de ellos, tenemos instalada una capacidad electrónica mucho mayor de lo que cualquiera pudiera creer. No son fáciles de localizar por radar.

El almirante no siguió dando detalles del tema, pero Morris se preguntó si la tecnología stealth (sobre la cual la Marina trabajaba hacía años) no habría sido empleada en la fuerza SURTASS. «Si los rusos estaban limitando sus capacidades para localizar y hundir con submarinos a los buques atuneros —pensó—, tanto mejor».

—Voy a proponerle para una condecoración, Ed. Usted se ha portado muy bien. Tengo solamente tres comandantes que lo han superado, y a uno de ellos lo mataron ayer. ¿Qué gravedad tienen sus daños?

—Puede llegar a ser una pérdida total, señor. Fue un «Victor». Recibimos un impacto en la proa. Se abrió un rumbo en la quilla, y…, se partió la proa, señor. Perdimos todo lo que se encontraba delante del lanzador de «ASROC». Hubo muchas averías por la conmoción, pero la mayor parte ya están reparadas. Antes de que vuelva a navegar, tendremos que hacerle construir una proa nueva.

El almirante asintió. Ya había visto los informes sobre los daños.

—Hizo bien en salvarla, Ed. Muy bien. La Pharris no lo necesita a usted, por el momento. Quiero tenerlo aquí, con mi gente de operaciones. Hemos de cambiar las tácticas también. Deseo que usted revise toda la información que poseen en Inteligencia y Operaciones, y me sugiera algunas ideas.

—Para empezar, podríamos detener a esos malditos «Backfire».

—Estamos trabajando en eso.

La respuesta contenía tanta confianza como escepticismo.

EL PASAJE WINDWARD

Hacia el Este se hallaba Haití, en la isla La Española. Hacia el Oeste, Cuba. Completamente oscurecidos, con los sistemas de radares encendidos y colocados en la posición de espera, los buques navegaban en formación de combate, escoltados por destructores y fragatas. Los misiles estaban en posición en los lanzadores, apuntados hacia babor; y los controladores de lanzamiento sudaban en los puestos de combate a pesar del aire acondicionado.

No esperaban que hubiera problemas. Castro había dado su palabra al Gobierno norteamericano en el sentido de que no tenía parte alguna en esto, y estaba resentido por el hecho de que los soviéticos no le hubieran informado de sus planes. Sin embargo, era diplomáticamente importante que la flota norteamericana cruzara el pasaje en la oscuridad, de manera que los cubanos pudieran decir, sin falsear la verdad, que no habían visto nada. Como señal de buena fe, Castro había alertado también a los norteamericanos sobre la presencia de un submarino soviético en el estrecho de Florida. Que lo tuvieran como vasallo, era una cosa; pero que utilizaran a su país como base para una guerra sin habérsele informado, ya era demasiado.

Los marinos no sabían nada de esto; solamente confiaban en que no se esperaba una oposición grave. Pero lo tomaban con reserva y cumplieron todos los informes de Inteligencia. Sus helicópteros habían sembrado una hilera de sonoboyas y sus receptores de radar «ESM» escuchaban por si se oía la señal pulsante de algún radar de fabricación soviética. En lo alto, los vigías apuntaban al cielo sus grotescos anteojos para mirar estrellas, buscando aviones que podrían estar atacándolos visualmente…, lo que no les habría resultado demasiado difícil.

A veinticinco nudos, todos los buques dejaban una estela de espuma que parecía fluorescente como el neón en la oscuridad.

El comandante de una de las fragatas se hallaba sentado en su sillón en la central de informaciones de combate de su nave. A su izquierda estaba la mesa de la carta de navegación; frente a él (se había sentado mirando hacia atrás) el joven oficial de acción táctica observaba su pantalla de exploración. Se sabía que los cubanos tenían baterías de misiles superficie-superficie desplegadas en las líneas de sus costas como las fortalezas de la Antigüedad. En cualquier momento, los buques podrían detectar un hervidero de vampiros que se acercaban. Hacia proa, su lanzador simple de misiles estaba cargado y apuntando, lo mismo que su cañón de tres pulgadas, El café fue un error, pero él tenía que mantenerse alerta, El precio fue un agudo dolor de estómago. Tal vez debería hablar con el enfermero, pensó, y en seguida lo descartó encogiéndose de hombros. No había tiempo para eso. Hacía tres meses que trabajaba todo el día a fin de tener listo su buque para la acción, corriendo para lograr las pruebas de aceptación y dirigiendo constantemente las tareas, haciendo trabajar duro a sus hombres y a su buque, pero trabajando él más que nadie. Era muy orgulloso para admitir que exigía demasiado, aun a sí mismo.

Se produjo en el momento en que terminaba su tercera taza de café. Por toda advertencia, sintió un dolor tan fuerte y sorpresivo como si le hubieran lanzado un puñal. El comandante se dobló y vomitó sobre el piso de baldosas de la CIC. Un marinero lo limpió en seguida, y estaba demasiado oscuro para ver que había sangre en la baldosa. A pesar de los dolores, no podía dejar su puesto. De pronto sintió frío, por la pérdida de sangre. El comandante tomó nota mentalmente para suspender el café durante unas horas. Quizá viera al médico cuando fuera posible. Si es que llegaba a ser posible. Iban a estar tres días en Norfolk. Entonces podría descansar un poco. Sabía que necesitaba ese descanso. La fatiga que había estado acumulando durante tantas jornadas lo golpeaba ahora. El comandante movió la cabeza. Suponía que el vómito le haría sentirse mejor.

VIRGINIA BEACH, VIRGINIA

Morris encontró su casa vacía. Por sugerencia suya, su esposa se había ido a Kansas, con su familia. No tenía sentido que ella y los niños se quedasen allí preocupándose por él. Ahora estaba arrepentido de haberles dicho eso. Morris necesitaba la compañía, le hacía falta un abrazo, ansiaba ver a sus hijos. No había pasado un minuto desde que abriera la puerta, cuando ya se encontraba junto al teléfono. Su mujer sabía lo ocurrido a su buque, pero lo había ocultado a los niños. Tardó dos minutos en convencerla de que él estaba realmente bien, en casa y sin heridas. Después habló con los chicos y, por último, se enteró de que no podrían conseguir un vuelo para regresar a casa. Todas las líneas aéreas estaban ocupadas, o bien llevando hombres y abastecimientos al exterior, o con pasaje completo hasta mediados de agosto. Ed comprendió que no era razonable hacer viajar a su familia en automóvil todo el trayecto desde Salinas hasta Kansas City, para esperar en las listas de pasajeros condicionales. Las despedidas fueron duras.

Pero lo que seguía era aún más duro. El capitán de fragata Edward Morris se puso su uniforme blanco y sacó de su cartera la lista de familias a las que tenía que visitar. Todos habían recibido ya las comunicaciones oficiales, pero otro de los deberes inherentes al comandante era efectuar esas visitas personalmente. La viuda de su oficial ejecutivo vivía a poco más de quinientos metros. Su oficial ejecutivo había sido un hombre hábil para el asado, recordó Morris. ¿Cuántos fines de semana pasaron en el patio de ellos contemplando cómo se doraba la carne sobre el fuego? ¿Qué le diría ahora a la mujer? ¿Qué les diría al resto de las viudas? ¿Qué les diría a los niños?

Morris caminó hacia su coche y sintió la burla de la matrícula: FF-1094. No todos los hombres tenían que llevar con ellos su fracaso de un lado a otro. La mayoría eran lo bastante afortunados como para dejarlo atrás. Mientras ponía en marcha el motor, Morris se preguntó si alguna vez podría dormir sin el temor de revivir aquel horrible momento sobre el puente de su buque.

ISLANDIA

Por primera vez, Edwards había superado al sargento en su propio juego. A pesar de toda su cacareada experiencia con la caña de pescar, Smith no había logrado sacar nada después de una hora de esfuerzo, y entregó disgustado la caña a Mike. Diez minutos después, Edwards pescó una trucha de dos kilos.

—Qué suerte de mierda —gruñó Smith.

Habían tardado once horas en cubrir los últimos diez kilómetros. Comprobaron que el único camino que debían cruzar tenía mucho tránsito. A cada momento pasaba algún vehículo hacia el Norte o el Sur. Los rusos estaban usando ese camino de grava como principal medio para viajar por tierra hasta la costa norte de Islandia. Edwards y su grupo esperaron seis horas escondidos entre las rocas de otro campo de lava, observando y aguardando el momento apropiado para cruzar. Dos veces habían visto helicópteros «Mi-24» patrullando la zona, pero ninguno de ellos se acercó. No vieron patrullas terrestres, y Edwards concluyó que Islandia era demasiado grande para que las fuerzas soviéticas pudieran controlarla. Las tropas enemigas estaban concentradas en un arco que se extendía al norte y al sur de la península de Reykjavik. Transmitió esa información por radio a Escocia y pasó diez minutos describiendo la simbología rusa.

El tránsito disminuyó al anochecer, lo que les permitió cruzar el camino a la carrera. Se encontraban sin alimentos, en otra zona de lagos y arroyos. Era suficiente, decidió Edwards. Tenían que descansar de nuevo y empezaron a pescar para prepararse algo que comer. El siguiente tramo de su viaje iba a mantenerlos bien alejados de cualquier sector habitado.

Apoyó su fusil y el resto del equipo junto a una roca y cubrió todo con su chaqueta camuflada. Vidgis se hallaba a su lado. Casi no se había apartado de él en todo el día. Smith y los infantes de Marina ya habían encontrado sitios para descansar, mientras su teniente hacía la mayor parte del trabajo.

La población de insectos locales había aparecido con todas sus fuerzas. El suéter evitaba que la mayoría de ellos se posaran sobre su piel, pero la cara atraía a muchos. Intentó ignorarlos. Algunos insectos se acercaban a la superficie del arroyo, y las truchas los perseguían. Cada vez que Edwards veía agitarse el agua, lanzaba el anzuelo hacia ese lugar. La caña se inclinó de nuevo.

—¡Pesqué otra! —gritó entusiasmado.

La cabeza de Smith se asomó, se sacudió con fastidio y volvió a desaparecer entre los árboles, a cincuenta metros de allí.

Edwards nunca había practicado esa clase de pesca. Toda su experiencia era la recogida en la lancha de su padre, pero los principios eran bastante parecidos. Dejó que la trucha tirara del sedal, aunque no demasiado, sólo lo suficiente como para que se cansara, mientras Edwards trabajaba arriba y abajo con la caña, atrayendo al pez hasta las rocas. De pronto resbaló sobre una y cayó en el agua de la playa; pero logró mantener la caña en alto. Luchando para ponerse de pie, dio un paso atrás, con sus pantalones de fajina, negros y húmedos, pegados a las piernas.

—Esta sí que es grande.

Se volvió para ver cómo reía Vidgis. La muchacha lo observó mientras él trabajaba con el pez, y empezó a acercarse una vez más. Un minuto después, agarró rápidamente el hilo y sacó la trucha del agua.

—Tres kilos, esta —dijo Vidgis, y la mantuvo en alto.

Cuando tenía diez años, Mike había capturado un albacora de cincuenta kilos, pero esa trucha marrón le pareció mucho más grande. Recogió el sedal mientras Vidgis caminaba hacia él. Cinco kilos de pescado en veinte minutos —pensó—. Todavía podríamos vivir de la Naturaleza.

El helicóptero apareció sin ningún aviso. El viento soplaba del Oeste. Probablemente había estado patrullando el camino en el sector este y se hallaba a menos de mil quinientos metros antes de que ellos oyeran el ruido tartamudeante de su rotor de cinco palas que se acercaba.

—¡Quieto todo el mundo! —chilló Smith.

Los infantes de Marina estaban con buena cubierta, pero Mike y Vidgis se hallaban en terreno abierto.

—Oh, Dios —respiró profundamente Edwards, y terminó de recoger el hilo—. Quita el pez del anzuelo. Tranquilízate.

Ella lo miró mientras el helicóptero se acercaba; temerosa de volverse en dirección a la máquina. Las manos le temblaban al quitar el anzuelo a la trucha, que aún se agitaba.

—Todo saldrá bien, Vidgis.

Rodeó con el brazo la cintura de la muchacha y caminó lentamente, alejándose del arroyo. Ella le apretó el cuerpo contra el suyo. Edwards sintió una conmoción mayor que la del helicóptero ruso. Era más fuerte de lo que él había imaginado, y su brazo fue un contacto agradable y cálido.

El helicóptero estaba a menos de quinientos metros, volando hacia ellos hacia abajo, y el cañón multitubo apuntando directamente a Mike y Vidgis.

No tenía ninguna posibilidad de llegar a tiempo, comprendió Edwards. Su fusil se hallaba a unos quince metros, debajo de su chaqueta camuflada. Si él corría para llegar allí, ellos sabrían por qué, Sintió que se le aflojaban las piernas mientras veía acercarse la muerte.

Lenta y cuidadosamente, Vidgis movió la mano en la que sostenía el pescado. Con dos dedos tomó la mano que Mike tenía en su cintura y la deslizó hacia arriba, hasta apoyarla sobre su pecho izquierdo. Después levantó el pescado tan alto como pudo por sobre su cabeza. Mike dejó caer la caña y se inclinó para tomar la otra trucha. Vidgis siguió sus movimientos y se las arregló para mantener la mano de él en su lugar. Mike levantó su pescado mientras el «Mi-24» se mantenía en el aire, detenido a unos cincuenta metros de distancia. Su rotor levantaba un círculo de agua pulverizada del pantano que había allí cerca.

—Que se vaya —dijo Mike con voz áspera y entre dientes.

—A mi padre le encanta pescar —dijo el primer teniente, mientras operaba los controles para que el helicóptero se mantuviera en vuelo estacionario.

—A la mierda con el pescado —le espetó el artillero—. Lo que yo quiero es cazar a una de esas. ¡Mira dónde tiene puesta la mano ese hijo de puta!

Probablemente ellos ni siquiera saben lo que está sucediendo —pensó—. O, si lo saben, tienen suficiente sentido común para no hacer nada al respecto. Es bueno ver que a algunas personas no las ha afectado la locura que está azotando al mundo…

El piloto bajó la vista para controlar sus indicadores de combustible.

—Parecen bastante inofensivos. Tenemos menos de treinta minutos de combustible. Es hora de volver.

El helicóptero bajó la cola y, por un terrible momento, Edwards pensó que pudiera estar disponiéndose a aterrizar. Luego viró rápidamente y se alejó hacia el Sudoeste. Uno de los soldados que viajaba en la cabina posterior los saludó con el brazo. Vidgis le respondió de la misma manera. Ambos permanecieron inmóviles hasta que el helicóptero desapareció. Sus manos bajaron, y el brazo izquierdo de la muchacha mantuvo apretado el de él contra ella. Edwards no se había dado cuenta de que Vidgis no usaba sostén. Tenía miedo de volver la mano, miedo de parecer que quería propasarse. ¿Por qué habría hecho ella eso? ¿Para ayudar a engañar a los rusos…, para darle confianza a él, o a ella misma? Parecía no tener importancia que hubiera dado resultado. Los infantes de Marina aún estaban escondidos. Ellos dos se encontraban allí de pie, solos, y la mano izquierda de él parecía quemarle mientras la cabeza le daba vueltas tratando de decidir qué hacer.

Vidgis actuó por él. La mano de Edwards se deslizó hasta apartarse cuando ella giró hasta colocarse de frente y enterró la cabeza en su hombro. Aquí estoy, con la muchacha más bonita que he conocido en mi vida en una mano —pensaba Edwards—, y un maldito pescado en la otra. Eso se resolvió fácilmente; Edwards dejó caer el pescado, pasó ambos brazos alrededor de Vidgis y la apretó con fuerza.

—¿Estás bien?

Ella levantó la cabeza y lo miró a la cara.

—Creo que si.

Había solamente una palabra para lo que él sentía hacia la muchacha que tenía en sus brazos. Edwards sabía que no era ese el momento, ni el lugar, pero la mirada y la palabra permanecían allí. La besó suavemente en la mejilla. La sonrisa con que ella le respondió tuvo más peso que todos los encuentros apasionados de su vida.

—Discúlpenme, amigos —dijo el sargento Smith desde pocos metros de distancia.

—Sí. —Edwards se separó—. Empecemos a movernos antes de que decidan volver.

USS CHICAGO

Las cosas marchaban bien. Los «P-3C Orion» norteamericanos y los «Nimrod» británicos estaban patrullando la ruta hacia el pack de hielo. Habían obligado a los submarinistas a que dieran un rodeo por el Este alrededor de la sospecha de un submarino ruso, pero eso era todo. Iván estaba enviando a la mayoría de sus submarinos al Sur, aparentemente en la confianza de que el mar de Noruega se hallaba bajo su control. Otras seis horas hasta el pack.

El Chicago navegaba ahora a velocidad reducida, una vez terminado su turno a la cabeza de la procesión de submarinos que se desplazaba como un «tren de carga». Su equipo de sonar buscaba en las negras aguas el ruido revelador de algún submarino ruso. No oían otra cosa que el lejano fragor del pack de hielo.

El grupo de seguimiento exploró la posición de los otros submarinos norteamericanos. McCafferty se alegró al comprobar que tenían dificultad para hacerlo, aun con el mejor equipo norteamericano de sonar. Si ellos tenían dificultad, lo mismo les ocurriría a los rusos. Su tripulación parecía encontrarse en magnífica forma. Los tres días en puerto habían hecho mucho. La cerveza del comandante noruego, más la noticia acerca de lo que había logrado aquel «Harpoon» en el único ataque real del Chicago, habían contribuido todavía más. Él ya había explicado a la dotación sobre la misión que estaban cumpliendo ahora. Aceptaron en silencio todo lo que les informó, e hicieron un par de bromas referidas a la vuelta a casa…, al mar de Barents.

—Ese era el Boston, jefe —dijo el oficial ejecutivo—. Ahora nosotros somos el furgón de cola.

McCafferty volvió a examinar la carta de navegación. Todo se veía normal, pero él comprobó una vez más. Con tantos submarinos que navegaban en la misma ruta, el riesgo de colisión era grande. Un suboficial de guardia revisó la lista de los submarinos hermanos que ya habían sobrepasado al Chicago. El comandante se mostró satisfecho.

—Todo adelante, dos tercios —ordenó.

El timonel repitió la orden y giró el dial del anunciador.

—Sala de máquinas responde, todo adelante dos tercios.

—Muy bien. Timón a la izquierda diez grados. Nuevo rumbo tres cuatro ocho.

El Chicago aceleró a quince nudos, ocupando su posición al final de la columna mientras el tren de carga avanzaba hacia el Ártico.