29. REMEDIOS

ALFELD, REPÚBLICA FEDERA ALEMANA

Como estaba previsto, el puente duró menos de una hora. Durante ese tiempo Alekseyev había logrado que cruzara un batallón completo de infantería mecanizada, y aunque las fuerzas de la OTAN lanzaron un par de furiosos contraataques sobre su cabeza de puente, los tanques que él había colocado en la orilla este pudieron rechazarlos con fuego directo.

Ahora la OTAN había recobrado el aliento, y estaba reuniendo su artillería. Los cañones pesados empezaron a golpear su cabeza de puente y los tanques que se encontraban del lado soviético del río; para empeorar las cosas, los botes de asalto habían quedado detenidos por increíbles atascamientos de tránsito en el camino entre Sack y Alfeld. Los cañones pesados alemanes estaban cubriendo el camino, y las tierras que lo flanqueaban, con minas lanzadas por la artillería, cada una de las cuales era lo bastante potente como para destrozar la oruga de un tanque o las ruedas de un camión. Los zapadores barrían constantemente los caminos, usando ametralladoras pesadas para hacer detonar las minas, pero eso llevaba tiempo, y no lograban detectarlas todas antes de que explotaran bajo las ruedas de algún vehículo muy cargado. Las pérdidas de camiones y tanques ya eran bastante graves en sí mismas; pero eran peor aún las obstrucciones de tránsito que causaba cada uno de esos vehículos inmovilizados.

El puesto de mando de Alekseyev estaba en una tienda de fotografía que daba al río. A cada paso, sus botas hacían crujir los fragmentos del vidrio destrozado del escaparate. Con los binoculares exploró la orilla opuesta y se angustió por sus hombres, que trataban de rechazar a las tropas y tanques situados en las colinas por encima de ellos. A pocos kilómetros, todos los cañones móviles del Octavo Ejército se desplazaban velozmente para brindar apoyo de fuego a su división de tanques, y él y Sergetov les ordenaron contraatacar a los cañones de las baterías de la OTAN.

—¡Aviones enemigos! —gritó un teniente.

Alekseyev estiró el cuello y vio una manchita en el Sur, la cual creció rápidamente hasta transformarse en un caza alemán «F-104». Líneas trazadoras amarillas surgieron de los cañones antiaéreos y lo borraron del cielo antes de que pudiera atacar, pero instantáneamente apareció otro; este disparaba su propio cañón e hizo explotar a un cañón antiaéreo. Alekseyev lanzó una maldición cuando el cazabombardero logró penetrar, arrojó dos bombas en la otra orilla del río y escapó como un rayo. Las bombas cayeron lentamente, retardadas por pequeños paracaídas; y luego, a unos veinte metros sobre el suelo pareció que llenaban el aire de niebla. Alekseyev se arrojó al suelo de la tienda en el momento en que detonaba la nube de vapor explosivo producida por las bombas de combustible-aire. La onda de choque fue aterradora, y sobre su cabeza se quebró en pedazos una caja de exposición de productos, que lo cubrió con una lluvia de trozos de vidrio.

—¿Qué diablos fue eso? —chilló Sergetov, ensordecido por el cambio de presión; luego, mirando hacia arriba, dijo—: ¡Usted está herido, camarada general!

Alekseyev se pasó la mano por la cara. Cuando la miró, vio que estaba roja. Los ojos le ardían, y se echó el contenido de la cantimplora sobre el rostro, para limpiarse los ojos cubiertos de sangre. El mayor Sergetov colocó un vendaje sobre la frente del general. Lo hizo con una sola mano, y Alekseyev lo notó.

—¿Qué le ha pasado?

—¡Caí sobre unos malditos vidrios! Quédese quieto, camarada general; está sangrando como una vaca degollada.

En ese momento apareció un teniente general. Alekseyev lo reconoció: era Viktor Beregovoy, el segundo en el mando del Octavo Ejército.

—Camarada general, tiene orden de regresar al mando. Yo estoy aquí para remplazarlo.

—¿Qué demonios está diciendo? —rugió Alekseyev—. La orden viene del comandante en jefe del Teatro Oeste, camarada. Yo soy general de blindados, puedo desenvolverme bien aquí. Si me permite decirlo, su actuación ha sido brillante. Pero a usted lo necesitan en otra parte.

—¡No será hasta que haya terminado!

—Camarada general, si usted quiere que este cruce tenga éxito, necesitamos más apoyo aquí. ¿Quién puede resolver mejor ese apoyo, usted o yo? —preguntó razonablemente Beregovoy.

Alekseyev lanzó un suspiro de resignada resignación. El hombre estaba en lo cierto…, pero, por primera vez, Pavel Leonodovich Alekseyev había conducido, ¡realmente conducido!, hombres al combate, y lo había hecho bien. Él lo sabía… ¡lo había hecho bien!

—No hay tiempo para discutir. Usted tiene su misión y yo la mía —dijo el hombre.

—¿Conoce bien la situación?

—Al dedillo. Atrás hay un vehículo que lo llevará de regreso al mando.

Alekseyev se apretó el vendaje de la cabeza (Sergetov no lo había atado bien) y caminó hacia la parte posterior de la tienda. Encontró un tremendo agujero en el lugar donde había estado la puerta. Allí lo esperaba un carro de infantería «BMD», con el motor en marcha. Subió y se encontró con un enfermero, que se agachó de inmediato sobre él y se puso a trabajar. Mientras el vehículo se alejaba, el general sintió cómo disminuía el combate. Fue el sonido más triste que oyera en su vida.

BASE LANGLEY DE LA FUERZA AÉREA, VIRGINIA

No había nada mejor que una «Cruz de Vuelo Distinguido» para hacer feliz a una persona que volaba, y ella se preguntó si podría llegar a ser la primera mujer piloto de la Fuerza Aérea en tener una. «Y si no —decidió la mayor Nakamura—, ¿qué diablos me importa?». Tenía el videotape de la cámara de su cañón, donde se veían los tres «Badger», y un piloto naval que había conocido en Gran Bretaña, antes de tomar el vuelo de Stateside, la había calificado como «un piloto endemoniadamente bueno para ser una asquerosa representante de la Fuerza Aérea». Después de lo cual, ella le había recordado que si los estúpidos pilotos navales la hubieran escuchado, tal vez su base aeronaval no estaría ahora en un taller de chapa y pintura. «Game, set y match —sonrió—, ganados por la mayor Amelia Nakamura, de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos».

Ya habían trasladado todos los «F-15» que se podían llevar al otro lado del Atlántico, y ahora ella tenía otro trabajo. Solamente cuatro de los «Eagle» del escuadrón 48 de caza interceptora estaban todavía en Langley. El resto se hallaba distribuido a lo largo de la Costa Este, y eso incluía a los dos pilotos capacitados para operar con los misiles antisatélite «ASAT». Tan pronto como se enteró, llamó por teléfono e informó al mando espacial que ella era el piloto de «Eagle» que había trabajado en el perfil de vuelo de la operación «ASAT», y argumentó que para qué sustraer de la línea un piloto de combate cuando ella podía desempeñar muy bien esa misión.

Revisó hasta asegurarse de que el feo misil estuviera convenientemente enganchado en la estructura del avión. Lo habían retirado del almacenamiento de seguridad y luego lo reexaminaron los distintos especialistas. Buns meneó la cabeza. Se había hecho una sola prueba real del sistema antes de que todo el proyecto quedara paralizado. Una prueba con éxito, es verdad, pero sólo una. Ella confiaba en que todo saliera bien. La Marina realmente necesitaba ayuda de los asquerosos miembros de la Fuerza Aérea. Además, aquel piloto de «A-6» era precioso.

La mayor Nakamura terminó su vuelta completa de inspección alrededor del avión tomándose el tiempo que quiso, pues el blanco aún no estaba sobre el océano Indico; luego, ajustó las correas que la aseguraban al «Eagle», recorrió con la vista todos los instrumentos y palancas, graduó el asiento y, finalmente, introdujo en el sistema de navegación inercial del avión los números pintados en la pared del refugio de la aeronave, de manera que el caza sabría dónde estaba.

Cuando terminó, empezó a poner en marcha los motores. Su casco de vuelo la protegió del aullido penetrante de los dos «Pratt» y «Whitney». Las agujas indicadoras del instrumental de motores giraron hasta las posiciones correctas. Desde tierra, el jefe de mecánicos examinaba cuidadosamente el avión; luego le hizo señas para que comenzara a rodar y sacara el avión del refugio. Allí fuera había seis personas, de pie detrás de la línea roja de advertencia para proteger los oídos del ruido. Siempre es agradable tener público, pensó ella, ignorando a todos.

—«Eagle». Uno-Cero-Cuatro listo para el rodamiento —informó a la torre.

—Uno-Cero-Cuatro, comprendido. Autorizado —contestó el operador de la torre—. Viento de los dos cinco tres, a doce nudos.

—Entendido. Uno-Cero-Cuatro rodando.

Buns bajó el techo de la cabina. El jefe de mecánicos se puso en posición militar e hizo un perfecto saludo a la mayor. Nakamura lo contestó con aire triunfal, avanzó ligeramente los aceleradores y el caza «Eagle» partió hacia la cabecera de pista como una cigüeña tullida. Un minuto después estaba en el aire, y una suave y sedosa sensación de pura potencia la envolvía cuando apuntó su «Eagle» hacia el cielo.

El «Kosmos 1801» estaba completando el segmento sur de su trayectoria, girando alrededor del estrecho de Magallanes para dirigirse luego al Norte sobre el Atlántico. Su órbita lo iba a llevar a trescientos veinte kilómetros de la costa de los Estados Unidos. En la estación de control terrestre, los técnicos se preparaban para conectar el poderoso radar de exploración sobre el mar. Estaban seguros de que un grupo de batalla de portaaviones norteamericanos se hallaba en el mar, pero no habían podido localizarlo. Tres regimientos de «Backfire» esperaban la información que les permitiría repetir la hazaña cumplida en el segundo día de guerra.

Nakamura acomodó su caza debajo de la cola del avión tanque, y el operador de la manguera de reabastecimiento de combustible en vuelo introdujo hábilmente el extremo en el lomo del fuselaje del caza. Cuatro mil quinientos kilos de combustible pasaron a sus tanques en pocos minutos, y cuando ella desconectó, una pequeña nube de vapor de queroseno escapó en el cielo.

—Gulliver, aquí Uno-Cero-Cuatro, cambio —llamó Buns por la radio.

—Uno-Cero-Cuatro, aquí Gulliver —respondió un coronel en el compartimiento de pasajeros de un «LearJet» que volaba a doce mil metros de altura.

—Combustible completo y listo para iniciar. Todos los sistemas a bordo sin novedad. Orbitando en Punto Sierra. Listo para comenzar trepada de intercepción. En espera.

—Entendido, Uno-Cero-Cuatro.

La mayor Nakamura mantenía su «Eagle» en un círculo de pequeño radio. No quería malgastar una sola gota de combustible cuando iniciara el ascenso, Se movió con la mayor delicadeza para acomodarse en el asiento, algo que para ella era una violenta demostración de emoción cuando volaba, y se concentró en su avión. Mientras los ojos iban de uno a otro instrumento del tablero, se dijo que debía controlar la respiración.

Los radares del comando espacial detectaron al satélite soviético no bien pasó la panza de América del Sur. Los ordenadores compararon su rumbo y velocidad con los de la información conocida, las relacionaron con la posición del caza de Nakamura y un ordenador escupió sus órdenes, que fueron retransmitidas al «LearJet».

—Uno-Cero-Cuatro, tome rumbo dos cuatro cinco.

—Virando ya. —La mayor puso su máquina en viraje escarpado—. Tengo rumbo dos cuatro cinco.

—Atento…, atento… ¡inicie!

—Comprendido.

Buns empujó los aceleradores hasta los topes y encendió bruscamente los posquemadores. El «Eagle» dio un salto hacia delante como un caballo espoleado, acelerando y pasando «Mach 1» en segundos. En seguida llevó hacia atrás la palanca, poniendo el «Eagle» en un ángulo de trepada de cuarenta y cinco grados mientras seguía aumentando la velocidad y entrando en un cielo cada vez más oscuro. Ella no miraba fuera. Tenía los ojos clavados en los indicadores de su cabina: el interceptor tenía que mantener un perfil de vuelo especifico durante los dos minutos siguientes. A medida que el «Eagle» surcaba el espacio como un cohete, la aguja del altímetro giraba con rapidez en el cuadrante de su instrumento. Quince mil metros, veinte mil, veinticinco mil, veintisiete mil. Ya se veían las estrellas en el cielo casi negro, pero Nakamura no reparó en ellas.

—Vamos, bebé, encuentra a ese hijo de puta… —pensaba en voz alta.

Debajo del avión, la cabeza buscadora del misil «ASAT» empezó a actuar, buscando en el cielo la huella de calor infrarrojo del satélite soviético. En el panel de instrumentos de Buns parpadeó una luz.

—¡Misil en seguimiento! Repito: misil en seguimiento. Equipo de secuencia de autolanzamiento activado. Altura, veintiocho mil cuatrocientos metros… ¡desprendido!, ¡misil desprendido!

Sintió que el avión daba un salto cuando el pesado misil se soltó. De inmediato llevó atrás los aceleradores para disminuir la potencia, y también la palanca para poner el caza en un viraje cerrado. Controló el estado de los medidores de combustible. La trepada con posquemadores había vaciado casi los tanques; pero tenía lo suficiente para llegar a Langley sin necesidad de volver a reabastecerse en vuelo. Ya había virado para regresar, cuando se dio cuenta de que no había visto al misil. De todas maneras, no importaba. Nakamura viró al Oeste, dejando que el «Eagle» se estabilizara en una suave picada que terminaría sobre la costa de Virginia.

A bordo del «LearJet», una cámara siguió al misil en su ascenso. El motor cohete de combustible sólido se mantuvo encendido durante treinta segundos; después, la cabeza de guerra se separó. El Vehículo Miniatura de Orientación (MHV), un sensor de calor infrarrojo empotrado en su achatada cara anterior, había detectado y «adquirido» el blanco desde hacía un buen rato. El reactor nuclear que tenía a bordo el satélite soviético despedía al espacio un intenso calor, y la huella infrarroja que dejaba rivalizaba con la del sol. Cuando su cerebro de microchips computó el rumbo de intercepción, el MHV efectuó una mínima alteración de rumbo, y la distancia entre la cabeza de guerra y el satélite fue disminuyendo a pasmosa velocidad. El satélite orbitaba en dirección al Norte, a veintiocho mil novecientos kilómetros por hora, y el MHV se dirigía hacia el Sur a más de dieciséis mil, convertido en un kamikaze de alta tecnología. Entonces…

—¡Cristo! —dijo el oficial superior que viajaba en el «LearJet» mientras parpadeaba y apartaba la vista de la pantalla de televisión, pues muchos kilos de acero y cerámica acababan de convertirse en vapor—. ¡Objetivo destruido; repito: objetivo destruido!

La imagen televisiva estaba conectada con el mando especial, donde una presentación de radar la reforzaba. El macizo satélite era ahora una nube de basura orbitante en continua expansión.

—Blanco eliminado —dijo con calma una voz.

LENINSK, KAZAKH, U.R.S.S

La pérdida de la señal del «Kosmos 1801» quedó registrada pocos segundos después de haber sido borrado del cielo. No fue sorpresa para los expertos espaciales rusos, ya que el «1801» había agotado sus impulsores de maniobra hacía varios días, por lo que resultaba un blanco fácil. En el complejo del cosmódromo de Baikonur ya estaba colocado en su plataforma de lanzamiento otro cohete «F-1M». Una secuencia abreviada de cuenta regresiva para el lanzamiento comenzaría antes de dos horas…, pero, en adelante, la capacidad de la Marina soviética para localizar convoyes y flotas de combate estaba en peligro.

BASE LANGLEY DE LA FUERZA AÉREA, VIRGINIA

—¿Qué? —preguntó Buns mientras saltaba al bajar de su caza interceptor.

—Destruido. Lo tenemos en tape —dijo otro mayor—. Funcionó todo bien.

—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en lanzar otro que lo sustituya? —¡Un derribo más y seré un as!

—Creo que ya tienen uno en plataforma. Doce a veinticuatro horas. No se puede saber cuántos repuestos tienen listos.

Nakamura asintió. La Fuerza Aérea disponía de un saldo total de seis cohetes «ASAT». Quizá fueran suficientes, quizá no…, un éxito no determinaba que se hubiera de confiar totalmente en el arma. Se dirigió a la jefatura de escuadrón, en busca de un café con rosquillas.

STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

—¡Por todos los diablos, Pasha! —rugió el comandante en jefe del teatro de operaciones del Oeste—. Yo no tengo un segundo comandante de cuatro estrellas para que se ponga a jugar a comandante de división. ¡Mírenlo! ¡Le podrían haber cortado la cabeza!

—Necesitábamos una ruptura. El comandante de división de tanques murió, y su segundo era demasiado joven. Yo he logrado la ruptura.

—¿Dónde está el capitán Sergetov?

—Mayor Sergetov —corrigió Alekseyev—. Se portó muy bien como ayudante mío. Se cortó en una mano y lo están atendiendo. Bueno, ¿qué refuerzos tenemos en avance hacia el Octavo Ejército?

Ambos generales se adelantaron hasta un gran mapa.

—Estas dos divisiones de tanques ya llevan en camino diez o doce horas. ¿Qué grado de firmeza tiene su cabeza de puente?

—Podría ser mayor —admitió Alekseyev—. Había tres puentes allí; pero alguien se volvió loco y empezó a lanzar cohetes a la población, con lo que arruinó dos de ellos. Quedó uno sólo. Nos las arreglamos para hacer cruzar un batallón mecanizado, junto con algunos tanques, antes de que los alemanes pudieran destruirlo. Tienen mucho apoyo de artillería, y cuando yo salí de allá, estaban a punto de llegar botes de asalto de infantería y equipos para construcción de puentes. El hombre que me relevó tratará de reforzar tan pronto como pueda hacer cruzar efectivos considerables.

—¿Oposición?

—Débil, pero el terreno está de parte de ellos. Yo estimaría un regimiento más o menos; los restos de otras unidades de la OTAN. Algunos tanques, pero principalmente infantería mecanizada. También ellos tienen mucho apoyo de artillería. Cuando yo vine hacia aquí las fuerzas estaban muy igualadas. Nosotros tenemos mayor potencia de fuego, pero casi toda está atrapada dentro de nuestro lado del Leine. Es una carrera para ver quién puede recibir más rápido los refuerzos.

—Después que usted partió, la OTAN lanzó aviones en la zona. Nuestra gente está tratando de mantenerlos atrás, pero la OTAN parece tener prioridad en el aire.

—No podemos esperar a la noche. Esos bastardos tienen superioridad aérea en el cielo nocturno.

—¿Hacerlo ahora?

Alekseyev asintió con un movimiento de cabeza, pensando en las bajas que estaba provocando para «su» división.

—Tan pronto como podamos reunir los botes de asalto. Hay que expandir a dos kilómetros la cabeza de puente y luego completar el cruce. ¿Qué está enviando la OTAN a ese frente?

—Según lo que se logró interceptar en la radio, se han identificado dos brigadas en camino. Una británica y otra belga.

—Enviarán más. Ellos deben de saber lo que podemos obtener si explotamos esto. Tenemos en reserva al Primer Ejército blindado…

—¿Comprometer aquí la mitad de nuestras reservas?

—No se me ocurre mejor lugar.

Alekseyev hizo unos gestos señalando el mapa. La ofensiva contra Hannover había sido detenida cuando se hallaban a la vista de la ciudad. Los grupos de ejército del Norte habían llegado hasta las afueras de Hamburgo, a costa de tener que destripar las formaciones del Tercer Ejército blindado de choque.

—Con suerte, podremos penetrar con todo el Primero hasta la retaguardia del enemigo. Eso nos llevará hasta el Weser por lo menos… y tal vez al Rin.

—Un juego ambicioso, Pasha —suspiró el comandante en jefe del teatro Oeste; pero allí las probabilidades eran mejores que cualquier otra cosa en el mapa, y si el despliegue de las fuerzas de la OTAN tenía tan poca profundidad como decían los especialistas de Inteligencia, tendrían que derrumbarse en algún lugar, ¿por qué no allí?—. Muy bien, comience a impartir las órdenes.

FASLANE, ESCOCIA

—¿Cómo son sus fuerzas «ASW»? —preguntó el comandante del USS Pittsburgh.

—Considerables. Estimamos que Iván tiene dos importantes grupos de lucha antisubmarina, uno centrado en el Kiev, el otro en un crucero de la clase «Kresta». Además hay cuatro grupos más pequeños, compuestos cada uno de ellos por una fragata de la clase «Krivak» y cuatro o seis fragatas de patrullaje, de las clases «Grisha» y «Mirka». A eso debe agregarse una gran colección de aviones «ASW» y, finalmente, unos veinte submarinos, la mitad nucleares, la mitad convencionales —contestó el oficial que tenía a cargo la exposición previa a la operación.

—¿Por qué no dejamos que se queden con el mar de Barents? —murmuró Todd Simms, del USS Boston.

Esa sí que es buena idea, coincidió en silencio Dan McCafferty.

—¿Siete días para llegar allá? —preguntó Pittsburgh.

—Sí, eso nos da mucha libertad de acción para resolver cómo entrar a la zona. ¿Capitán Little?

El comandante del HMS Torbay ocupó el podio. James Little no llegaba al metro ochenta; pero era muy ancho de hombros y su cabeza estaba coronada por una rojiza mata de pelo revuelto. Cuando habló, lo hizo con firme seguridad.

—Hemos estado desarrollando una campaña a la que denominamos «Keypunch». Su objetivo es evaluar qué defensas «ASW» tiene Iván operando en el mar de Barents… y también, por supuesto, eliminar a cualquier soviético que se interponga en nuestro camino… —Sonrió; el Torbay tenía en su haber cuatro hundimientos—. Iván ha instalado una barrera desde la isla Bear hasta la costa de Noruega. La zona inmediata alrededor de la isla Bear es un compacto campo minado. Iván ha estado colocando esas cosas desde que tomó la isla mediante un asalto de paracaidistas hace dos semanas. Al sur de esa zona, hasta donde hemos podido determinar, la barrera está formada por algunos pequeños campos minados y submarinos diesel de la clase «Tango», respaldados por grupos móviles de «ASW» y submarinos nucleares de la clase «Victor-III». Su propósito parece que no es tanto el de hundir, sino más bien el de alejar a quien pretenda acercarse. Cada vez que nuestros submarinos han dirigido un ataque a esa barrera, la respuesta ha sido vigorosa.

—Dentro del Barents, las cosas no son muy diferentes. Esos pequeños grupos cazadores y matadores pueden ser tremendamente peligrosos. Yo personalmente tuve un encuentro con un «Krivak» y cuatro «Grisha». Cerca de las costas tienen helicópteros y aviones de ala fija, para apoyo directo, y fue una experiencia de lo más desagradable. Encontramos también varios campos minados nuevos. Parece que los soviéticos los están sembrando casi al azar, en aguas profundas hasta de cien brazas. Por último, parece que también han instalado cierta cantidad de trampas. Una de ellas nos costó el Trafalgar. Colocan un pequeño campo minado y en su interior ponen un señuelo productor de ruidos, que suena exactamente igual a un «Tango» cuando usa su schnorkel para tomar aire para sus motores diesel. Por lo que hemos podido deducir, el Trafalgar entró para atacar al «Tango» y chocó directamente con una mina. Es algo para no olvidar, caballeros.

Hizo una pequeña pausa para permitir que esa información duramente obtenida calara hondo en su audiencia.

—Bien —continuó—. Lo que queremos que hagan ustedes, muchachos, es poner rumbo hacia el Nor-noroeste, en dirección al borde del pack de hielo de Groenlandia; y luego al Este, siguiendo el borde del pack hasta la depresión Svyatana Anna. Dentro de cinco días, tres de nuestros submarinos van a desatar un verdadero pandemonio sobre la barrera, apoyados por nuestros propios aviones «ASW» y algunos cazas, si podemos obtenerlos. Eso tendrá que captar la atención de Iván y atraer hacia el Oeste sus fuerzas móviles. Entonces ustedes podrían continuar penetrando hacia el Sur, en dirección a su objetivo. La ruta es un enorme rodeo, por supuesto, pero eso les permite usar sus sonares de arrastre durante el mayor tiempo posible y, además, podrían navegar a velocidades relativamente altas junto al borde del pack de hielo sin que los detecten.

McCafferty pensó en eso, El borde del pack de hielo era un sector muy ruidoso: había billones de toneladas de hielo en constante movimiento.

—El HMS Spectre y el HMS Superb han explorado toda la ruta. Solamente encontraron patrullajes menores. Vieron dos «Tangos» en la zona; pero nuestros muchachos tenían órdenes de no combatir. —Ese detalle indicó a los norteamericanos lo importante que era esa misión—. Estarán esperándolos, de modo que deberán cuidarse de no atacar a nadie en el camino.

—¿Cómo saldremos? —preguntó Todd Sim.

—Todo lo rápido que puedan. En ese momento, nosotros tendremos por lo menos un submarino más para ayudarles. Se mantendrán aproximadamente doce horas delante de ustedes, de acuerdo con su velocidad estimada de avance, eliminando cualquier oposición que encuentren. Una vez que alcancen el pack de hielo, quedarán librados a su propia suerte. Nuestros muchachos se quedarán allá solamente el tiempo necesario para que ustedes alcancen el pack de hielo. Después de eso, tienen otras tareas que cumplir. Esperamos que los grupos «ASW» de Iván saldrán tras ustedes… No es para sorprenderse, ¿verdad? Nosotros trataremos de mantener presión al sur de la isla Bear, para aferrar cuantos podamos; pero, en este caso, la mejor defensa de ustedes será la velocidad.

El comandante del USS Boston asintió. Su velocidad de escape era mucho mayor que la velocidad de caza de los rusos.

—¿Alguna pregunta? —dijo el comandante de la flota de submarinos del Atlántico oriental—. Buena suerte, entonces. Les daremos todo el apoyo que podamos.

McCafferty revisó su documentación sobre la exposición para controlar con respecto a las órdenes de fuego, después se metió las órdenes de operaciones en el bolsillo trasero de su pantalón. «Operación Doolittle». Simms y él salieron juntos. Sus submarinos se hallaban en el mismo muelle. Fue un viaje corto y en silencio. Cuando llegaron vieron que estaban cargando misiles «Tomahawk»; en el caso del Chicago, en el interior de los doce tubos verticales instalados delante del casco presurizado en la proa del submarino. El Boston era un buque más antiguo, y había tenido que descargar alguno de sus torpedos para hacer lugar a aquellos. A ningún comandante de submarino le hace feliz la descarga de torpedos.

—No te preocupes, yo te respaldaré —dijo McCafferty.

—Espero que lo hagas. Parece que ya casi ha terminado. Habría sido bueno tomar una cerveza más, ¿no es cierto? —bromeó Simms.

—Te veré cuando volvamos.

Simms y McCafferty se estrecharon las manos. Un minuto después ambos estaban abajo, controlando los detalles finales para volver al mar.

USS PHARRIS

El helicóptero Sikorsky Sea King apenas cabía en la plataforma de la fragata, calculada para aeronaves más pequeñas, pero en caso de heridos graves, las reglas tenían cierta flexibilidad. Los diez peores casos, todas las quemaduras profundas y miembros fracturados, fueron cargados a bordo después del abastecimiento de combustible, y Morris los vio despegar y alejarse a tierra. El comandante de lo que quedaba de la USS Pharris se puso de nuevo la gorra y encendió un cigarrillo. Todavía no sabía con certeza qué había salido mal con ese «Victor». De alguna manera, el comandante ruso se había autotrasplantado de un lugar a otro.

—Hundimos a tres de esos hijos de puta, señor. —El suboficial Clarke apareció al lado de Morris—. A lo mejor este solamente tuvo suerte.

—¿Sabe leer el pensamiento, suboficial?

—Perdone, señor. Usted quería que le informara acerca de varias cosas. Las bombas ya casi han achicado todo. Yo diría que estamos haciendo agua a razón de unos treinta y cinco litros por hora en la grieta del rincón inferior de estribor; casi no vale la pena hablar de eso. El mamparo está aguantando, y tenemos gente que lo vigila constantemente. Lo mismo que el cable de remolque. Esos tipos del remolcador saben lo que hacen. El jefe de máquinas informa que las dos calderas están completamente reparadas. El Prairie Masker se encuentra operando. El Sea Sparrow está en servicio de nuevo, para el caso de que lo necesitemos, pero los radares todavía no funcionan.

Morris hizo un movimiento de cabeza, asintiendo.

—Gracias, suboficial. ¿Cómo están los hombres?

—Ocupados. Bastante silenciosos. Enojados.

—Esa es una ventaja que tienen ellos sobre mí —pensó Morris—. Están ocupados.

—Si me permite decirlo, jefe, a usted lo veo muy cansado —dijo Clarke.

El contramaestre estaba preocupado por su comandante, pero ya había hablado más de lo que debía.

—Ya vamos a tener todos un buen descanso dentro de poco.

SUNNYVALE, CALIFORNIA

—Estamos viendo el lanzamiento de un pájaro —informó el oficial de guardia al mando de Defensa Aeroespacial de los Estados Unidos de América del Norte (NORAD)—. Está saliendo del cosmódromo de Baikonur con un rumbo de uno cinco, indicando una probable inclinación orbital de sesenta y cinco grados. Las características de su rastro dicen que es un «SS-11 ICBM» o un cohete especial tipo «F-1».

—¿Sólo uno?

—Exacto, un pájaro nada más.

Muchos oficiales de la Fuerza Aérea se habían puesto de repente muy tensos. El misil llevaba un rumbo que lo pondría en órbita directa sobre la zona central de los Estados Unidos en cuarenta o cincuenta minutos. El cohete en cuestión podía ser una de varias cosas. El misil ruso «SS-9», como muchos de sus equivalentes norteamericanos, era ya obsoleto y lo habían adaptado como cohete impulsor para colocación de satélites en órbita. A diferencia de los norteamericanos, lo habían diseñado originariamente como un sistema de bombardeo de órbita fraccionario (FOBS), un misil que podía poner una cabeza nuclear de veinte megatones en una trayectoria de vuelo que imitaba a la de un inofensivo satélite.

—Motor impulsor extinguido… Muy bien, vemos separación e ignición de la segunda etapa —dijo el coronel por teléfono. Los rusos quedarían espantados si supieran qué buenas son nuestras cámaras, pensó—. La trayectoria de vuelo continúa igual que antes.

El NORAD ya había transmitido en forma urgente una alarma a Washington. Si esto era un ataque nuclear, la autoridad nacional de mando estaba lista para reaccionar. Eran muchos los estudios de situación que comenzaban con la explosión de una gran cabeza de guerra a alturas orbitales sobre el país blanco, motivando daños electromagnéticos en gran escala a los sistemas de comunicación. El «SS-9 FOBS» estaba hecho a la medida para eso.

—Segunda etapa extinguida…, hay ignición de una tercera etapa. ¿Usted recibe nuestro cálculo de posición, NORAD?

—Afirmativo —respondió el general que se encontraba debajo del monte Cheyenne.

La señal del satélite de advertencia temprana estaba en enlace con el mando del NORAD, y un grupo de vigilancia de treinta personas contenía el aliento, observando la imagen del impulsor espacial que se desplazaba a través de la proyección del mapa. Dios mío, no permitas que sea un ataque nuclear…

En Australia, un radar con base en tierra detectó el vehículo, mostrando la tercera etapa en ascenso, y la extinguida segunda etapa que caía en el océano Indico. Su información también se comunicaba por satélite con Sunnyvale y el monte Cheyenne.

—Eso parece un desprendimiento de pantalla protectora —dijo el hombre de Sunnyvale.

La imagen del radar mostraba cuatro nuevos objetos que aleteaban separándose de la tercera etapa. Probablemente era la cubierta de aluminio protectora que se necesitaba para vuelo atmosférico, pero resultaba un peso innecesario para un vehículo espacial. Todos empezaron a respirar con mayor regularidad. Un ingenio de retorno necesitaba esa cubierta protectora; pero un satélite no. Después de cinco tensos minutos, era la primera buena noticia. Los «FOBS» no hacían eso.

Un avión «RC-135» de la Fuerza Aérea ya estaba despegando en la base Tinker de la Fuerza Aérea, en Oklahoma, con sus motores acelerados a tope por su tripulación, que apuraba al convertido «707» de línea aérea para que tomara altura. El techo de lo que antes había sido el compartimiento de pasajeros, tenía una gran cámara telescópica que se usaba para inspeccionar los vehículos espaciales soviéticos. Más atrás, unos técnicos activaban los complicados sistemas de seguimiento empleados para fijar la cámara en su lejano blanco.

—Consumido —anunciaron en Sunnyvale—. El vehículo ha alcanzado la velocidad orbital. Las cifras iniciales parecen definir un apogeo de doscientos cincuenta kilómetros y un perigeo de doscientos treinta y ocho.

Tendrían que afinar esos números, pero el NORAD y Washington necesitaban algo sin demora.

—¿Su evaluación? —preguntó el NORAD a Sunnyvale.

—Todo concuerda con un lanzamiento de satélite de reconocimiento oceánico por radar. El único cambio es que la trayectoria de entrada en órbita fue en dirección general sur, en vez de norte.

Aquello tenía perfecto sentido, como todos sabían. Cualquier clase de cohete lanzado sobre el Polo suponía peligros que no todos querían contemplar.

Treinta minutos después, ya estaban seguros. Los tripulantes del «RC-135» obtuvieron buenas fotografías del nuevo satélite soviético. Antes de que hubiera completado su primera órbita fue clasificado como un «RORSAT». El nuevo satélite de reconocimiento oceánico por radar iba a ser un problema para la Marina, pero no algo que terminara con el mundo. La gente de Sunnyvale y del monte Cheyenne mantuvieron su vigilancia.

ISLANDIA

Siguieron un sendero que rodeaba la colina. Vidgis les informó que era uno de los lugares favoritos de los turistas. Un pequeño glaciar en el sector norte de la montaña alimentaba a media docena de arroyos, que descendían hasta un amplio valle donde se veían muchas granjas. Tenían un excelente punto de observación. Casi todo lo que veían estaba debajo de ellos, incluyendo varios caminos que pudieron vigilar casi constantemente. Eso les daba buenas ventajas. Edwards consultó sobre la conveniencia de cortar directamente a través del valle hacia su objetivo, o mantenerse sobre el terreno escabroso del lado este.

—Me gustaría saber qué clase de estación de radio es esta —dijo Smith.

Había una torre a unos diez o doce kilómetros hacia el Oeste.

Mike miró a Vidgis, pero ella respondió encogiéndose de hombros. No acostumbraba a escuchar la radio.

—No es fácil decirlo desde esta distancia —observó Edwards—. Pero tal vez haya algunos rusos allí.

Desplegó su gran mapa. Esa parte de la isla mostraba muchos caminos, pero la información debía tomarse con reservas. Solamente dos tenían pavimentos aceptables. El resto figuraban como «estacionales»… ¿Qué significaba eso exactamente?, se preguntaba Edwards. De estos, unos estaban bien conservados y otros no; pero el mapa no decía cuáles eran. Todas las tropas soviéticas que ellos habían visto en tierra conducían vehículos tipo jeep, no los carros de infantería semioruga que habían observado el día de la invasión. Pero un buen conductor en un vehículo con tracción en las cuatro ruedas podía ir a casi cualquier parte. Quién sabe cómo serían de buenos los rusos para conducir jeeps sobre terrenos accidentados… Tantas cosas para preocuparse, pensaba Edwards.

Apuntó los anteojos de campaña sobre la zona que se extendía al Oeste. Vio despegar un avión biturbohélice de línea aérea desde un pequeño aeródromo. Te habías olvidado de eso, ¿verdad? Los rusos están usando esos saltamontes para llevar sus tropas de un lado a otro…

—Sargento, ¿qué opina usted?

No vendrá mal tener una decisión profesional.

Smith hizo una mueca. Había que elegir entre el peligro físico y el agotamiento físico. Vaya una elección —pensó— Creíamos que para eso estaban los oficiales.

—Si fuera yo, tendría por lo menos algunas patrullas allá abajo, teniente. Hay muchos caminos, necesitan puntos de control para poder vigilar a la gente del lugar. Supongamos que esa radio es para orientación de la navegación. Habrá guardia. Si fuera una radio común, también tendría guardia. Todas esas granjas…, ¿qué clase de granjas son, señorita Vidgis?

—Ovejas, algunas vacas lecheras. Patatas —contestó ella.

—Entonces, cuando los rusitos están libres de servicio, algunos andarán merodeando para conseguir un poco de comida fresca en lugar de sus porquerías en lata. Nosotros también lo haríamos. No me gusta mucho, teniente.

Edwards asintió.

—Muy bien, vamos hacia el Este. Ya nos queda poca comida.

—Siempre habrá peces.

FASLANE, ESCOCIA

El Chicago lideraba la procesión. Un remolcador de la Real Marina británica le había ayudado a apartarse del muelle, y el submarino norteamericano iba saliendo por el canal a seis nudos. Estaban aprovechando un claro en la cobertura del satélite soviético. Pasarían por lo menos seis horas antes de que otro satélite ruso estuviera allí arriba. Detrás de McCafferty iban el Boston, el Pittsburgh, el Providence, el Key West y el Groton, con intervalos de dos millas.

—¿Qué profundidad tenemos? —preguntó McCafferty por el intercomunicador.

—Ciento sesenta metros.

Era hora. McCafferty ordenó bajar a los vigías. Las únicas naves a la vista se hallaban detrás. El Boston era claramente visible: su torre negra y los planos dobles de inversión se deslizaban sobre el agua como un ángel de la muerte. Bastante buena comparación, pensó. El comandante del USS Chicago hizo una inspección final del puesto de control en lo alto de la torre; luego bajó por la escala cerrando tras él la escotilla. Otros siete metros y llegó a la central de ataque, donde cerró otra escotilla, haciendo girar la rueda de ajuste hacia el tope.

—Panel en orden y cerrado —informó el oficial ejecutivo, iniciando la letanía oficial de control hasta llegar a la conclusión de que el submarino estaba listo para la inmersión. Los submarinistas inventaron las listas de control mucho antes de que los aviadores las descubrieran. McCafferty inspeccionó personalmente los paneles de situación, y lo mismo hicieron, furtivamente, otros de la tripulación de la central de ataque. Todo estaba como debía estar.

—Inmersión. Llévenos a sesenta metros —ordenó McCafferty.

Llenaron el submarino los fuertes ruidos de chorros de agua y aire, y el delgado casco negro inició el descenso.

McCafferty repasó la carta en su mente. Sesenta y cuatro horas hasta el pack de hielo y cambio de rumbo al Este. Cuarenta y tres horas a Svyatana y cambio de rumbo al Sur. Y entonces venía la parte realmente difícil.

STENDAL, REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

La batalla de Alfeld estaba convirtiéndose en una cosa viviente que devoraba hombres y tanques como un lobo devora conejos. Alekseyev se irritaba por el hecho de encontrarse a doscientos kilómetros de la división blindada que ahora consideraba como suya. No podía quejarse de su relevo…, lo que hacía peores las cosas para él. El nuevo comandante había logrado cruzar el río con éxito, poniendo otros dos regimientos de infantería mecanizada sobre la orilla opuesta, y ahora se estaban construyendo tres puentes de sectores a través del Leine…, o al menos estaba en marcha un entusiasta intento para construirlos, a pesar del tremendo fuego de artillería de las unidades de la OTAN.

—Hemos creado una «asamblea obligatoria», Pasha —dijo el comandante en jefe del Oeste, fijando su vista en la carta de situación.

Alekseyev asintió con un movimiento de cabeza. Lo que había empezado como un ataque limitado estaba transformándose rápidamente en el punto focal de todo el frente de guerra. Otras dos divisiones blindadas soviéticas se hallaban ahora en las proximidades de la zona de combate, y se acercaban velozmente al Leine. Se sabía que tres brigadas de la OTAN se desplazaban en la misma dirección, junto con artillería. Ambos bandos estaban retirando aviones tácticos de otras zonas; para destruir la cabeza de puente y para apoyarla. El terreno en el frente no daba a los operadores de «SAM» tiempo suficiente para distinguir entre amigo y enemigo. Los rusos tenían muchos más misiles superficie-aire, de manera que habían establecido en Alfeld una zona de fuego libre. Cualquier cosa que volara era automáticamente un blanco para los misiles rusos, mientras que los aviones soviéticos se mantenían alejados de allí, trabajando para localizar y destruir la artillería de la OTAN y los refuerzos. Todo esto iba contra la doctrina de preguerra…, otra jugada, pero esta vez favorable, juzgó Alekseyev, dadas sus experiencias en el frente. Era una lección importante, que no se había recalcado demasiado en la instrucción: los comandantes superiores tenían que ver con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo pudimos olvidar eso, alguna vez?, se preguntó Pasha.

Pasó la mano por el vendaje que tenía en la frente. Alekseyev padecía un espantoso dolor de cabeza. Un médico había tenido que darle doce puntos de sutura en la herida, los cuales iban a dejarle una cicatriz, según le había dicho. Su padre tenía varias de esas cicatrices, todas lucidas con orgullo. Él aceptaría la condecoración de esta.

—¡Hemos tomado la sierra al norte de la población! —llamó el comandante de la división blindada 20—. ¡Desalojamos a los norteamericanos!

Alekseyev tomó el teléfono.

—¿Cuánto tardarán los puentes?

—Tendríamos que tener uno listo dentro de media hora. El apoyo de artillería de ellos estaba cediendo. Nos mandaron al diablo una unidad de puentes; pero podremos terminar este. Tengo ya un batallón de tanques alineados. Los «SAM» están actuando muy bien. Desde donde estoy puedo apreciar los restos de cinco aviones. Veo…

El general se interrumpió con un ruido atronador.

Alekseyev no podía hacer otra cosa que mirar fijamente el receptor del teléfono. Su puño se cerró con furia sobre el auricular.

—Discúlpeme. Eso estuvo cerca. La sección final del puente ya está rodando. Esos ingenieros han tenido unas pérdidas terribles, camarada general. Merecen una atención particular. El mayor al mando de la unidad lleva ya tres horas de exposición. Quiero que le den la Estrella de Oro.

—Entonces, la tendrá.

—Bien, bien…, la sección del puente ya está fuera del camión y en el agua. Si nos dan diez minutos para anclar el extremo, pasaré de inmediato esos tanques que usted quiere. ¿Cuánto falta para que lleguen mis refuerzos?

—Los elementos de vanguardia estarán ahí poco después de la puesta del sol.

—¡Excelente! Ahora debo irme. Volveré cuando empecemos a pasar los tanques.

Alekseyev devolvió el teléfono a un joven oficial. ¡Era como escuchar por radio un partido de hockey!

—¿El próximo objetivo, Pasha?

—Hacia el Noroeste en dirección a Hameln, y más allá. Tal vez podamos cortar los grupos de ejércitos del Norte de la OTAN. Si ellos empiezan a retirar las fuerzas que rodean Hamburgo, ¡iremos a un ataque general y las perseguiremos hasta el canal de la Mancha! Creo que hemos logrado la situación que estábamos deseando.

BRUSELAS, BÉLGICA

En el Cuartel General de la OTAN, los oficiales de Estado Mayor observaban idénticos mapas y llegaron a las mismas conclusiones, con menos entusiasmo. Las reservas eran peligrosamente bajas…, pero no había alternativa. Hombres y armas convergían sobre Alfeld en cantidades siempre crecientes.

PANAMÁ

El tránsito de buques de la Armada de los Estados Unidos era el más intenso que se había observado en muchos años. Los cascos grises usaban los sistemas de compuertas, impidiendo que se moviera el tráfico que se dirigía al Oeste. Todo se hacía con gran urgencia. Había helicópteros que trasladaban a los pilotos del canal desde y hacia los buques; se vulneraban las restricciones de velocidad, sin prestar atención a los problemas de erosión en Gaillard Cut. Los buques que necesitaban abastecerse de combustible lo hacían tan pronto como salían del canal en las compuertas Gatun, y luego formaban una barrera antisubmarina en Bahía Limón. El tránsito de la formación desde el Pacífico hasta el Atlántico duró doce horas, en implacables condiciones de seguridad. Una vez finalizado, partieron hacia el Norte con una velocidad de flota de veintidós nudos. Tenían que cruzar el pasaje Windward de noche.