—Tenga cuidado, Pasha.
—Como siempre, camarada general —sonrió Alekseyev—. Vamos, capitán.
Sergetov siguió a su superior ligeramente atrás y a un lado. A diferencia de su previa salida al frente, ambos hombre iban con mallas metálicas para proteger el cuerpo. El general llevaba sólo una pistola en el cinturón y su cartera portafolios para mapas, pero el capitán, que ahora era guardaespaldas además de oficial de Estado Mayor, tenía una pequeña pistola ametralladora checoslovaca colgada del hombro. Ese día el general era un hombre diferente, notó el capitán. En el primer viaje de Alekseyev al frente, se había mostrado cauteloso, casi indeciso en sus actitudes. Al militar más joven no se le había ocurrido que, por más antiguo en jerarquía que fuera Alekseyev, nunca había estado antes en combate, y se había acercado a esa terrible lucha con la misma aprensión que hubiera podido sentir un soldado sin experiencia. Sin embargo, ya no era lo mismo. Había olido el humo. Ahora sabía si las cosas marchaban bien o no. El cambio era notable. Su padre tenía razón, pensó Sergetov; era un hombre para tener en cuenta.
En el helicóptero se unió a ellos un coronel de la fuerza aérea. El «Mi-24» despegó en la oscuridad, mientras su escolta de cazas lo cubría en lo alto.
No era mucha la gente que apreciaba la importancia de la grabadora de videotapes. Un aspecto útil y conveniente para el hogar, sin duda; pero hasta que un capitán de la Real Fuerza Aérea holandesa no demostró su brillante idea, hacía dos años, no se había probado su utilidad en el campo de batalla, en ejercicios secretos en Alemania primero y luego en el oeste de los Estados Unidos.
Los aviones de exploración por radar de la OTAN mantenían sus posiciones de costumbre, a gran altura sobre el Rin. Las aeronaves «E-3A Sentry», más conocidas como «AWAC», y las más pequeñas y menos conocidas «TR-1», cumplían sus misiones volando en aburridos círculos o en líneas rectas, a bastante distancia del frente de batalla. Sus funciones eran similares, pero distintas.
El «TR-1», una modernizada versión del venerable «U-2», buscaba vehículos en tierra.
Inicialmente, el «TR-1» había resultado poco menos que un fracaso, porque detectaba demasiados vehículos; muchos de ellos eran reflectores de radar inmóviles, colocados en todas partes por los soviéticos. Los comandantes de la OTAN se veían inundados de informaciones demasiado desordenadas, que no se podían utilizar. Entonces fue cuando llegó la grabadora de vídeo. La información recogida por el avión se grababa en su totalidad en videotapes, puesto que constituían un medio conveniente para almacenamiento de datos; pero las grabadoras construidas para el sistema de la OTAN tenían algunas características operativas. El capitán holandés pensó en llevar su aparato personal a su oficina, y demostró cómo, empleando el avance rápido o el retroceso rápido, se podía usar la información de radar para ver no sólo a dónde iban las cosas, sino también de dónde habían venido. La ayuda del ordenador lo hizo más fácil al eliminar todos los elementos que no se movían más de una vez cada dos horas —borrando así los señuelos rusos para los radares—, y con eso quedó completada la flamante herramienta de Inteligencia.
Haciendo varias copias de cada tape, un grupo de más de cien expertos en Inteligencia y en control de tráfico examinaba constantemente la información. Algunos la interpretaban directamente como inteligencia táctica. Otros buscaban doctrina. Muchos camiones que se movían de noche desde y hacia las primeras líneas del frente no podían significar otra cosa que idas y venidas a los depósitos de munición y combustible. Los numerosos vehículos que se desprendían de un convoy divisional y se desplegaban en línea paralela al frente, revelaban artillería en preparación para un ataque. Era imprescindible, lo aprendieron por experiencia, hacer llegar en seguida la información a los comandantes del frente, para que pudieran hacer uso de ella.
En Lammersdorf, un teniente belga estaba terminando de preparar un tape que hacía ya seis horas que había sido obtenido, y su informe se envió por línea terrestre a los comandantes adelantados de la OTAN. Decía que sobre la Autobahn-7 habían trasladado por lo menos tres divisiones al Norte y al Sur. Los soviéticos atacarían con centro en Bad Salzdetfurth, antes de lo esperado. De inmediato llevaron el frente unidades de reserva de los Ejércitos belga, alemán y norteamericano, y las unidades aéreas aliadas entraron en alerta para operaciones de apoyo terrestre en una importante batalla. La lucha en ese sector ya había sido terriblemente cruel. Las fuerzas alemanas que cubrían la zona situada al sur de Hannover se encontraban disminuidas a menos de un cincuenta por ciento de su potencial, y la batalla que aún no había comenzado estaba tomando ya el cariz de una carrera, pues ambos bandos trataban de poner reservas en el punto de ataque antes que el otro.
—Treinta minutos —dijo Alekseyev a Sergetov. Cuatro divisiones de infantería mecanizadas estaban en línea, cubriendo un frente de menos de veinte kilómetros. Detrás de ellas, una división de tanques se hallaba en espera para explotar la primera brecha en las líneas alemanas. El objetivo era el pueblo de Alfeld, sobre el río Leine. El pueblo dominaba dos carreteras que la OTAN utilizaba para trasladar unidades y abastecimientos al Norte y al Sur, y su captura abriría una brecha en las líneas de la OTAN, permitiendo que los grupos soviéticos operacionales de maniobra irrumpieran en la retaguardia de la OTAN.
—Camarada general, ¿cómo están progresando las cosas, en su opinión? —preguntó el capitán en voz baja.
—Pregúnteme dentro de unas horas —respondió el general.
El valle del río, a sus espaldas, era todavía terreno cubierto por un derroche de tropas y armas. Estaban a sólo treinta kilómetros de la frontera…, y ellos habían confiado en que los tanques del Ejército Rojo alcanzaran Holle en dos días solamente. Alekseyev frunció el ceño, preguntándose quién habría sido el genio de Estado Mayor que calculó ese desarrollo en tiempo. Una vez más habían pasado por alto el factor humano. La moral y el espíritu de lucha de los alemanes era algo que él jamás había visto. Recordó los relatos de su padre sobre las batallas a través de Ucrania y Polonia, pero nunca los creyó del todo. Ahora sí lo hizo. Los alemanes disputaban cada palmo de tierra en su país como lobos que defienden sus cachorros, retirándose solamente cuando se veían forzados a hacerlo, contraatacando en toda oportunidad, agotando la sangre de las unidades rusas en avance, para lo cual empleaban cuantas armas podían.
La doctrina soviética había pronosticado pérdidas. La batalla de movimientos sólo podía efectuarse mediante un costoso ataque frontal que provocara primero una apertura en las líneas del frente… pero los Ejércitos de la OTAN negaban esa apertura a los soviéticos. Sus perfeccionadas armas, disparadas desde posiciones preparadas y seguras, iban deshaciendo a cada ola atacante. Sus operaciones aéreas en la retaguardia soviética minaban las fuerzas de unidades antes de que pudieran enviarlas a la batalla decisiva, y practicaban tiro al blanco contra las piezas de artillería de apoyo, a pesar de todas las medidas de engaño.
El Ejército Rojo avanzaba, se recordó Alekseyev, y la OTAN estaba pagando su propio precio.
Sus reservas también sufrían un marcado desgaste. Las fuerzas alemanas no usaban su movilidad como lo hubiera hecho Alekseyev, atándose con demasiada frecuencia a determinadas situaciones geográficas en vez de pelear con operaciones de movimiento. Por supuesto, pensó el general, ellos no tenían mucho terreno para negociar a cambio de tiempo. Miró su reloj.
Cuando la artillería rusa comenzó su bombardeo de preparación, una sábana de fuego surgió de los bosques que se extendían debajo de él. Después fueron los lanzadores de cohetes múltiples, y el cielo de la mañana se encendió con los trazos ígneos. Alekseyev reguló el enfoque de sus binoculares. Pocos segundos después pudo ver las explosiones anaranjadas y blancas de los impactos en las líneas de la OTAN. Estaba demasiado lejos del frente de combate para divisar los detalles, pero una zona que se hallaba a muchos kilómetros se iluminó como los carteles de neón tan populares en Occidente. Se oyó un rugido en lo alto, y el general contempló los primeros elementos de los cazas de ataque terrestre en veloz desplazamiento hacia el frente.
—Gracias, camarada general —respiró, aliviado, Alekseyev.
Contó por lo menos treinta cazabombarderos «Sukhoi» y «MiG», todos ellos acercándose al suelo mientras se dirigían a la línea de combate. Su cara se arrugó en una decidida sonrisa cuando entró en el búnker de mando.
—Los elementos de vanguardia ya están avanzando —anunció un coronel.
Encima de una mesa improvisada con rústicas tablas apoyadas sobre caballetes, habían extendido los mapas tácticos, y sobre ellos hacían diversas marcas con lápices de cera. Las flechas rojas empezaron su marcha hacia una serie de líneas azules. Los que hacían los cálculos eran tenientes, y llevaban auriculares telefónicos que los comunicaban con las jefaturas de determinados regimientos. Los oficiales que estaban en enlace con unidades de reserva se mantenían de pie alejados de la mesa y fumaban cigarrillos mientras observaban la marcha de las flechas. Detrás de ellos, el comandante del Octavo Ejército de infantería, también de pie, contemplaba en silencio cómo se iba desarrollando su plan de ataque.
—Se encuentra moderada resistencia. Se recibe fuego de artillería y de tanques —dijo el teniente.
Unas explosiones sacudieron el puesto de mando. A dos kilómetros de distancia, una escuadrilla de «Phantom» alemanes acababa de atacar un batallón de cañones móviles.
—Tenemos cazas enemigos arriba —dijo el oficial de defensa aérea, con atraso.
Algunos miraron con aprensión el techo de madera del refugio. Alekseyev no lo hizo. Una bomba explosiva de la OTAN los mataría a todos en un abrir y cerrar de ojos. Si bien le gustaba mucho su puesto como segundo comandante del Teatro, le habría gustado más volver atrás, a los días en que mandaba una división combatiente. Aquí, sólo era un observador, y él sentía la necesidad de empuñar las riendas con sus propias manos.
—La artillería informa intenso fuego de contrabatería y ataques aéreos. Nuestros misiles están atacando a los aviones enemigos en la zona de retaguardia de la división de infantería mecanizada 57 —continuó el oficial de defensa aérea—. Intensa actividad aérea sobre el frente.
—Nuestros cazas atacan a los aviones de la OTAN —informó el oficial de la aviación frontal, y alzó la vista con expresión de ira—. ¡Hay misiles propios superficie-aire que están derribando a nuestros cazas!
—¡Oficial de defensa aérea! —gritó Alekseyev—. Ordene a sus unidades que identifiquen a sus blancos.
—Tenemos cincuenta aviones sobre el frente. ¡Nosotros solos podemos hacernos cargo de los cazas de la OTAN! —insistió el aviador.
—Comunique a todas las baterías «SAM» que no disparen sobre blancos que se encuentren por encima de los mil metros —ordenó Alekseyev.
Lo había discutido la noche anterior con su comandante de la aviación frontal. Los pilotos de los «MiG» iban a mantenerse en altura después de efectuar sus corridas de ataque, dejando a las baterías de cañones y misiles en libertad para combatir solamente a los aviones de la OTAN que constituyeran una amenaza inmediata para las unidades de tierra. ¿Por qué sufrían la agresión de sus propios aviones?
A nueve mil metros de altura sobre el Rin, dos aviones radar «E-3A» de la OTAN luchaban por sus vidas. Estaba desarrollándose una decisiva ofensiva soviética, con dos regimientos de interceptores «MiG-23» que cruzaban el cielo como cohetes en dirección a ellos. Los controladores de a bordo llamaron pidiendo ayuda, lo cual provocó su distracción para eludir el ataque, y sustrajo aviones de combate de otras misiones. Descuidando su propia seguridad, los rusos venían hacia el Oeste a más de mil millas por hora, con un fuerte apoyo de interferencias electrónicas. Aviones jets norteamericanos «F-15 Eagle» y «Mirage» franceses convergieron hacia la zona, llenando el aire de misiles. No fue suficiente. Cuando los «MiG» se acercaron a menos de cien kilómetros, los «AWAC» apagaron sus radares y picaron hacia tierra para eludir el ataque. Los cazas de la OTAN, sobre Bad Salzdetfurth, quedaron solos. Por primera vez los soviéticos habían conseguido la superioridad aérea sobre un importante campo de batalla.
—El regimiento 143 de infantería informa que han logrado romper las líneas alemanas —dijo un teniente; no levantó la vista, pero extendió la flecha de la que era responsable— las unidades enemigas se retiran en desorden.
—El 145 de infantería comunica —informó el oficial de exploración que se hallaba junto al anterior—. La primera línea de la resistencia alemana ha cedido, las unidades enemigas en retirada… El regimiento continúa hacia el Sur a lo largo de la línea del ferrocarril. Los alemanes no se reagrupan ni intentan volver al frente.
El general comandante del Octavo Ejército de infantería echó una triunfal mirada a Alekseyev.
—¡Que se ponga en movimiento esa división de tanques!
Las dos disminuidas brigadas alemanas que cubrían ese sector habían sufrido demasiado, convocadas en varias ocasiones para detener demasiados ataques. Con sus hombres exhaustos y sus armas anuladas, no tuvieron otra alternativa que correr huyendo del enemigo, con la esperanza de recomponer una nueva línea en los bosques detrás de la autopista 243. En Hackenstedt, a cuatro kilómetros de allí, la división de tanques número 20 empezó a moverse por la carretera. Con sus trescientos grandes tanques «T-80», apoyados por otros varios cientos de carros de asalto de infantería, se abrió a izquierda y derecha de la ruta secundaria y adoptó su formación de ataque en columnas de regimiento. La división 20 de tanques era el grupo de maniobras operacionales del Octavo Ejército de infantería. Desde que comenzó la guerra, el Ejército soviético había estado tratando de penetrar con alguna de estas poderosas unidades hasta la retaguardia de la OTAN. Ahora era posible.
—Muy bien hecho, camarada general —dijo Alekseyev. La mesa de marcaciones mostraba una ruptura general. Tres de las cuatro divisiones mecanizadas de infantería atacantes habían logrado irrumpir a través de las líneas alemanas.
Los «MiG» consiguieron derribar a uno de los «AWAC» y tres cazas «Eagle», al precio de diecinueve de los suyos, en una furiosa batalla aérea que duró quince minutos. El «AWAC» superviviente volvió a tomar altura, a ciento treinta kilómetros detrás del Rin, y sus operadores de radar se hallaban trabajando para restablecer el control de la batalla aérea sobre Alemania central, mientras los «MiG» volaban velozmente de regreso a casa a través de una nube de misiles superficie-aire de la OTAN. Con un costo tremendo, habían cumplido una misión para la cual no habían recibido siquiera una mínima explicación previa.
Pero esto era sólo el comienzo. Ahora que el ataque inicial había tenido éxito, se ponía en marcha la parte más difícil de la batalla. Los generales y coroneles que comandaban el ataque tenían que hacer avanzar rápidamente a sus unidades, cuidando de mantener intactas las formaciones mientras la artillería se desplazaba dando saltos hacia el Sudoeste para proveer continuo apoyo a los regimientos que se adelantaban. La división de tanques tenía la prioridad, pues debía llegar a las próximas posiciones alemanas sólo minutos después de las tropas de infantería, a fin de alcanzar Alfeld antes de la caída de la noche. Las unidades de policía de campaña establecieron puntos preplanificados de control de tránsito, y dirigían a las unidades por caminos cuyos carteles indicadores habían sido retirados por los alemanes. El proceso no era tan fácil como podrían haber supuesto. Las unidades no estaban intactas. Algunos de los comandantes habían muerto, muchos vehículos se hallaban averiados, y los daños en los caminos demoraban el tráfico muy por debajo de los promedios normales de avance.
Por su parte, las tropas alemanas estaban tratando de reorganizarse. Las unidades de retaguardia se quedaban atrás en cada curva del camino, preparándose para lanzar sus misiles antitanque contra la entusiasta vanguardia soviética que avanzaba rápidamente. Eso costó un alto precio en cuanto a comandantes de unidades. Los aviones aliados también estaban reorganizándose, y los cazabombarderos que atacaban en vuelo bajo empezaron a hostigar a las unidades soviéticas en terreno abierto.
Cruzando la quebrada línea de batalla, una brigada alemana de tanques entró en la localidad de Alfeld, y diez minutos después lo hizo un regimiento motorizado belga. Los alemanes siguieron hacia el Noroeste por el camino principal, observados por ciudadanos a quienes acababan de ordenar que evacuaran sus casas.
—No hay suerte, ¿eh? —preguntó Todd Simms, comandante del USS Boston.
—Ninguna —confirmó McCafferty.
Hasta el mismo viaje de entrada a Faslane había sido desafortunado. La nave de guardia en el corredor de tránsito de seguridad, el HMS Osiris, se había colocado en posición de ataque y ellos no lo habían detectado. Si hubiese sido un submarino ruso en vez del diesel británico, a estas alturas McCafferty muy bien podría haber estado muerto.
—Tuvimos nuestra buena oportunidad contra ese grupo anfibio. Las cosas iban saliendo a la perfección, ¿sabes? Los rusos habían desplegado sus líneas de sonoboyas afuera, y nosotros las pasamos limpiamente, y teníamos a nuestros blancos alineados para el ataque con misiles… supongo que les habríamos lanzado primero los misiles, y luego los torpedos…
—Eso me suena muy bien —coincidió Simms.
—Y entonces llega alguien y lanza su propio ataque con torpedos. Arruinó todo. Nosotros le enviamos tres «Harpoon», pero cuando lo hacíamos nos vio un helicóptero y… ¡bingo!, todos los hijos de puta se nos vinieron encima. —McCafferty abrió la puerta del club de oficiales—. ¡Necesito un trago!
—¡Diablos, sí! —rio Simms—. Después de unas cuantas cervezas, todo parece mejor. Bueno… siempre pasan cosas de esas. La suerte cambia, Danny. —Simms se inclinó sobre la barra—. Dos bien fuertes.
—Como usted diga, capitán.
Un camarero de chaqueta blanca les sirvió dos jarras de cerveza, oscura y tibia. Simms recogió la cuenta y llevó a su amigo a una mesa apartada en un rincón. En el extremo opuesto del salón parecían estar celebrando algo.
—Danny, no debes lamentarte, cálmate. No es culpa tuya si Iván no te envió ningún blanco, ¿verdad?
McCafferty bebió un largo trago. A tres kilómetros y medio de allí, el Chicago se reaprovisionaba. Iban a estar dos días en puerto. El Boston y otro submarino clase «688» estaban amarrados en el mismo muelle, y dos más llegarían un poco más tarde ese mismo día. Debían prepararlos para una misión especial, pero todavía no sabían de qué se trataba. Mientras tanto, los oficiales y demás tripulantes empleaban su breve tiempo libre para respirar aire fresco y calmar un poco los nervios.
—Tienes razón, Todd, como siempre.
—Bueno. Toma algunas galletitas saladas. Parece que hay una buena fiesta allá. ¿Qué te parece si vamos a ver? Simms cogió su cerveza y caminó hasta el extremo del salón.
Se encontraron con una reunión de oficiales submarinistas, lo que no era ninguna sorpresa; pero sí lo era el centro de toda la atención. Un capitán noruego, rubio y de unos treinta años, que evidentemente hacía varias horas que había dejado de estar sobrio. Tan pronto como terminó una jarra de cerveza, un capitán de fragata británico le ofreció otra.
—¡Tengo que encontrar al hombre que nos salvó! —insistía el noruego en voz alta, turbada por la borrachera.
—¿Qué pasa? —preguntó Simms.
Hicieron las presentaciones. El oficial británico era el comandante del HMS Oberon.
—Este es el muchachito que hizo volar al Kirov hasta Múrmansk —dijo—. Repite toda la historia cada diez minutos. Ahora iba a empezar de nuevo.
—Hijo de puta —dijo McCafferty.
¡Ese era el tipo que había hundido su blanco! El noruego se puso a hablar otra vez.
—Hacemos nuestra aproximación lentamente. Ellos vienen directamente —eructo— hacia nosotros, y nosotros nos movemos muy despacio. Yo pongo periscopio arriba, ¡y allá está! Cuatro mil metros, veinte nudos, él va a pasar a menos de quinientos metros a estribor. —El jarro de cerveza iba regando el suelo—. ¡Abajo periscopio! Arne… ¿dónde te has metido, Arne? Oh, está borracho en la mesa. Arne es oficial de armamento. Preparó cuatro torpedos para disparar. Tipo treinta y siete, torpedos norteamericanos.
Hizo un gesto para señalar a los siete oficiales norteamericanos que se habían unido al grupo.
¡Cuatro «Mark-37»! McCafferty se estremeció de sólo pensarlo.
—Kirov está muy cerca ahora. ¡Arriba periscopio! Mismo rumbo, igual velocidad, distancia ahora dos mil metros… yo disparo… ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! Vuelvo a cargar y sumerjo profundo.
—¡Usted es el tipo que arruinó mi aproximación! —gritó McCafferty.
El noruego casi pareció sobrio por un momento.
—¿Quién es usted?
—Dan McCafferty, del USS Chicago.
—¿Usted estaba allí?
—Sí.
—¿Usted disparó misiles?
—Sí.
—¡Héroe! —El comandante del submarino noruego corrió hacia McCafferty y casi lo derribó al envolverlo en un sofocante abrazo de oso—. ¡Usted salva a mis hombres! ¡Usted salva a mi buque!
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Simms.
—Ah, las presentaciones —dijo otro oficial naval británico—. El capitán Bjorn. Johannsen, del submarino de Su Majestad noruega, Kobben. El capitán Daniel McCafferty, del USS Chicago.
—Después que nosotros atacamos Kirov, ellos nos rodean como lobos. Kirov explota entero…
—¿Cuatro pescados? No lo dudo —aprobó Simms.
—Rusos vienen a nosotros con crucero, dos destructores —continuó Johannsen, ahora completamente sereno—. Nosotros, ah…, evadir, sumergir, pero ellos nos encuentran y disparan sus cohetes «RBU»… muchos, muchos cohetes. Mayoría lejos, algunos cerca. Nosotros recargamos y disparamos contra crucero.
—¿Le dieron?
—Un impacto; averiado, pero no se hunde. Esto lleva, no estoy seguro, diez minutos, quince. Estábamos muy ocupados en esos momentos.
—Yo también. Nosotros entramos rápido, siguiendo el radar. Había tres buques donde pensamos que se hallaba el Kirov.
—Kirov estaba hundido… ¡explotado! Lo que usted ve era crucero y dos destructores. Entonces usted dispara misiles, ¿sí?
Los ojos de Johannsen echaban chispas.
—Tres «Harpoon». Un helicóptero vio el lanzamiento y vino sobre nosotros. Evadimos, y nunca supimos si los misiles habían abatido algo.
—¿Abatido? ¡Ah! Déjeme decirle —gesticuló Johannsen—. Nosotros muertos, sin baterías. Tenemos daños ahora, no podemos correr. Nosotros evadir ya cuatro torpedos, pero ellos tienen ahora a nosotros. Sonar tiene a nosotros. Destructor dispara «RBU» a nosotros. Primero tres fallan; pero ellos tienen a nosotros. Entonces… ¡Buum! ¡Buum! ¡Buum! Muchos más. Destructor vuela. Otro averiado, pero no hundir, creo. Nosotros escapamos. —Johannsen abrazó de nuevo a McCafferty y ambos derramaron sus cervezas; el norteamericano no había visto nunca a un noruego que demostrara tanta emoción, ni siquiera por su esposa—. Mi tripulación viva por usted, ¡Chicago! Lo invito a un trago. Invito a todos sus hombres a un trago.
—¿Usted está seguro de que hundimos ese destructor?
—Usted no hunde… —dijo Johannsen—, mi buque muerto, mis hombres muertos, yo muerto. Usted hunde.
Hundir un destructor no es exactamente tan bueno como hundir un crucero de batalla de propulsión nuclear, se dijo McCafferty, pero era mucho mejor que nada. «Y averías a otro —se recordó a sí mismo—. Y quién sabe, a lo mejor ese se hundió en el viaje de regreso a casa».
—No fue tan miserable, Dan —comentó Simms.
—¡Hay gente —exclamó el comandante del HMS Oberon— que tiene toda la maldita suerte del mundo!
—¿Sabes, Todd? —dijo el comandante del USS Chicago—, esta cerveza es bastante buena.
La ceremonia fúnebre seria para dos hombres solamente. Otros catorce habían desaparecido y se daban por muertos; pero, con todo, Morris se consideraba afortunado. Veinte marineros tenían heridas de mayor o menor gravedad. El antebrazo quebrado de Clarke, cierta cantidad de fracturas de tobillos por la conmoción del impacto del torpedo, y media docena de quemaduras por las roturas de tuberías de vapor. Sin contar las heridas y cortes menores por los trozos de vidrio que habían volado.
Morris leyó toda la ceremonia en el manual, con voz carente de emoción mientras se refería a aquellas palabras sobre la esperanza segura y cierta de que el mar devolvería algún día a sus muertos… Obedeciendo una orden, los marineros inclinaron las mesas de la cámara. Los cuerpos, envueltos en bolsas plásticas y lastrados con acero, se deslizaron por debajo de las banderas y cayeron directamente al agua. Había tres mil metros de profundidad allí, un largo último viaje para su oficial ejecutivo y el auxiliar artillero de tercera clase, de Detroit. Siguió el saludo con fusiles, pero no hubo toques de rendición de honores. No había nadie a bordo que supiera tocar el clarín, y la grabadora estaba rota. Morris cerró el libro.
—En descanso y a sus puestos.
Doblaron cuidadosamente las banderas y las llevaron a sus cofres. Bajaron las mesas a la cámara de oficiales y los montantes volvieron a sus sitios. La fragata USS Pharris seguía siendo nada más que media nave, que serviría únicamente para desguace y aprovechamiento de chatarra. Morris lo sabía.
El remolcador Papago la llevaba hacia atrás a poco más de cuatro nudos. Tres días hasta la costa. Habían puesto rumbo a Boston, el puerto más cercano, y no a una base naval. La razón era bastante clara: las reparaciones durarían más de un año, y la Marina no quería ocupar una de sus instalaciones propias de reparación con algo que requiriera tanto tiempo. Solamente aquellos buques que se podían reparar para empleo útil en la guerra recibían rápida atención. Hasta la misma continuación de su mando en la Pharris era una broma. El remolcador tenía una dotación de reserva, muchos de ellos expertos en salvamento en la vida civil. Tres se hallaban a bordo para vigilar el cable de remolque y «aconsejar» a Morris sobre lo que debía hacer. Sus consejos eran realmente órdenes, aunque muy corteses.
Había muchas cosas para mantener ocupada a su tripulación. Los mamparos delanteros necesitaban constante vigilancia y atención. Ya habían comenzado las reparaciones en la planta de máquinas. Solamente trabajaba una caldera, que entregaba vapor para mover los turbogeneradores y proveer energía eléctrica. La segunda caldera exigía por lo menos otro día de trabajo. Su principal radar de búsqueda aérea estaría en servicio en las próximas cuatro horas, según decían. La antena para el satélite se hallaba ya reparada y ajustada. Cuando llegaran a puerto, si es que llegaban, todo lo que había a bordo susceptible de ser reparado por la tripulación, estaría reparado. Eso realmente no importaba, pero una tripulación ocupada, como decía siempre la Marina, es una tripulación feliz.
En términos prácticos, significaba que los tripulantes, a diferencia de su comandante, no tenían que preocuparse por los errores que pudieran haberse cometido, por las vidas que se perdieran debido a ellos, ni por quién fuera el responsable.
Morris se dirigió a la Central de Informaciones de Combate. La tripulación táctica estaba volviendo a proyectar la cinta y el registro en papeles del encuentro con el «Victor», tratando de descubrir qué había pasado.
—Yo no sé. —El operador de sonar se encogió de hombros—. A lo mejor eran dos submarinos, no uno solo. Es decir… está aquí, ¿cierto? Este rastro brillante que se ve ahí…, después, al cabo de un par de minutos, el sonar activo lo detecta.
—Fue un solo submarino —dijo Morris—. Llegar de aquí hasta allá es una carrera de unos cuatro minutos, a veinticinco nudos.
—Pero nosotros no lo oímos, señor, y no apareció en la pantalla. Además, cuando lo perdimos iba con rumbo para el otro lado.
El sonarista rebobinó la cinta de vídeo para volver a pasarla.
—Ajá.
Morris volvió al puente, repitiendo todo mentalmente una vez más. Ahora ya tenía memorizada la secuencia completa. Salió al alerón del puente. Los deflectores de vapor de agua estaban todavía perforados, y había una débil mancha de sangre en el sitio donde murió el oficial ejecutivo. Alguien debía volver a pintarlo, ese mismo día. El suboficial Clarke tenía toda clase de grupos de trabajo en funcionamiento. Morris encendió un cigarrillo y clavó la vista en el horizonte.
El helicóptero fue la última advertencia que necesitaban. Edwards y su grupo caminaban en dirección Noreste. Atravesaron una zona de muchos lagos pequeños, cruzaron un camino de grava después de esperar una hora para ver cómo era el tránsito allí (no lo había), y empezaron a caminar a través de una serie de pantanos.
Ahora Edwards ya había llegado a una confusión total respecto al terreno. La mezcla de rocas desnudas, praderas con pastos, campos de lava, y ahora un pantano de agua dulce, hizo que se preguntara si Islandia no sería el lugar donde Dios había puesto todo lo que le había sobrado después de construir el mundo. Aunque resultaba evidente que había hecho un cálculo muy justo de la cantidad de árboles, porque allí no había ninguno, y su mejor cubierta eran los pastos que llegaban a la altura de las rodillas y sobresalían del agua. Tenía que ser un pasto resistente, pensó Edwards, ya que ese pantano había estado congelado no hacía mucho tiempo. Todavía se hallaba muy frío, y a los pocos minutos de entrar, a todos les dolían las piernas. Resistieron el sufrimiento. La alternativa era viajar sobre tierras desnudas y ligeramente elevadas; pero, teniendo en cuenta los helicópteros que merodeaban, debían desecharla.
La resistencia de Vidgis sorprendió a todos. Mantenía el mismo ritmo que los infantes de Marina, sin quejarse ni retrasarse. «Una verdadera muchacha de campo —pensó Edwards—; todavía gozaba de las ventajas físicas de una niñez al aire libre, ocupada en pastorear las ovejas de la familia y trepar esas malditas montañas».
—Bueno, muchachos, tómense diez minutos —gritó Edwards.
—Todos se apresuraron a buscar un lugar seco para desplomarse. Por lo general, encontraban rocas. ¡Rocas en un pantano!, pensó Edwards. García se hizo cargo de la guardia, con los binoculares robados a los rusos. Smith encendió un cigarrillo. Edwards miró a su alrededor y vio que Vidgis se había sentado a su lado.
—¿Cómo te sientes?
—Muy cansada —dijo ella con una ligera sonrisa—. Pero no tan cansada como usted.
—¿Ah, sí? —rio Edwards—. Tal vez deberíamos apretar el paso.
—¿A dónde vamos?
—A Hvammsfjórdur. No me dijeron para qué. Calculo otros cuatro o cinco días. Queremos evitar todos los caminos que podamos.
—Para protegerme a mí, ¿sí? Edwards negó con la cabeza.
—Para protegernos todos nosotros. No queremos pelear con nadie. Hay demasiados rusos por todas partes para ponernos a jugar a los soldados.
—Entonces, ¿yo no los daño… este, los molesto, para otras cosas importantes? —preguntó Vidgis.
—Para nada. Estamos muy felices de tenerte con nosotros. ¿A quién no le gustaría un paseo por el campo con una chica hermosa? —dijo Edwards con galantería. ¿Había sido hábil decir eso?
Ella le lanzó una mirada extraña.
—Usted cree yo bonita…, después de…
—Vidgis, aunque te hubiera atropellado un camión… sí, eres muy hermosa. Ningún hombre podría cambiar eso. Lo que te ocurrió no fue culpa tuya. Cualesquiera hayan sido los cambios que eso produjo, son interiores, no exteriores. Y yo sé que a alguien debes gustarle.
—¿Por mi bebé? Error. Él encuentra otra muchacha. Esto no es importante, todas mis amigas tienen bebés.
Se encogió de hombros.
Ese estúpido hijo de puta, pensó Edwards. Recordó que en Islandia no se consideraba un estigma ser hijo natural. Como nadie usaba apellido (la mayoría de los islandeses tenía un primer nombre seguido por un patronímico), era imposible saber la diferencia entre los legítimos y los ilegítimos. Además, a los islandeses parecía importarles un bledo que alguien fuera lo uno o lo otro. Las muchachas jóvenes solteras tenían hijos, los cuidaban bien y eso era todo. Pero ¿quién sería capaz de abandonar a esa chica?
—Bueno, en lo que a mí respecta, Vidgis, nunca he conocido una muchacha más bonita que tú.
—¿De verdad?
Tenía el pelo hecho un desastre, sucio y enmarañado, debió admitir Edwards para sus adentros; la cara y las ropas estaban cubiertas de tierra y de barro, aunque todo eso podía cambiar en unos instantes con una ducha caliente que revelara su hermosura. Pero la belleza surge del interior, y él estaba empezando a apreciar a la persona que ella era por dentro. Le pasó la mano por la mejilla.
—Cualquier hombre que diga otra cosa es un idiota.
Se volvió y pudo ver que el sargento Smith se acercaba.
—Hora de marchar, a menos que quiera que se nos pongan las piernas tiesas, teniente.
—Muy bien, quiero hacer otros doce o quince kilómetros. Al otro lado de la montaña que estamos rodeando hay caminos y granjas. Tendremos que mirar bien esa zona antes de intentar cruzarla. Además, voy a llamar desde allá.
—De acuerdo, jefe. ¡Rodgers! Tome la punta y tuerza un poquito hacia el Oeste.
El traslado que seguía al avance no había sido fácil. El Octavo Ejército de infantería llevaba su puesto de mando adelantado inmediatamente detrás de las tropas de vanguardia y tan cerca de ellas como era posible. Su comandante, como Alekseyev, creía que era necesario mantener los ojos y oídos todo lo próximos al frente que pudiera. El viaje en los carros blindados de infantería (era demasiado peligroso usar helicópteros) requirió cuarenta minutos, durante los cuales Alekseyev observó un par de terribles ataques aéreos sobre las columnas rusas.
Refuerzos alemanes y belgas se habían unido a las acciones, y los mensajes de radio interceptados indicaban que había también unidades norteamericanas y británicas en el camino. Por su parte, Alekseyev había perdido más unidades rusas. Lo que había empezado como un ataque relativamente simple de un ejército mecanizado, iba convirtiéndose en una batalla mayor. Lo tomó como un buen signo. La OTAN no estaría empeñando esfuerzos si no considerara que la situación era peligrosa. La tarea de los soviéticos consistía ahora en lograr los resultados deseados antes de que los refuerzos entraran en acción.
El general que dirigía la división de tanques número 20 estaba en el puesto de mando. Lo habían instalado en una escuela secundaria, un edificio nuevo, con mucho espacio disponible, que tendría que servir hasta que pudieran preparar un búnker subterráneo. El ritmo del avance era menos rápido, en parte por las dificultades del control de tráfico y en parte por los alemanes.
—Derecho por ese camino hasta Sack —dijo el comandante del Octavo Ejército al jefe de los tanques—. Mis tropas de infantería tendrían que haberlo despejado para cuando ustedes lleguen allá.
—Cuatro kilómetros hasta Alfeld. Sí, pero asegúrese de que podrán apoyarnos cuando crucemos el río.
El general se puso el casco y salió. «Todo resultaría bien», pensó Alekseyev. Este general había cumplido una excelente tarea cuando trasladó su división al frente en un orden casi perfecto.
Segundos después oyó una tremenda explosión. Los vidrios de las ventanas saltaron en pedazos; alrededor de él cayeron trozos de techo. La Cruz del Diablo había vuelto una vez más.
Alekseyev corrió hacia fuera y se encontró con una docena de vehículos blindados que estaban en llamas. Mientras miraba, se lanzó de un flamante tanque «T-80» toda su tripulación. Un instante después el vehículo se incendió, el fuego llegó a los nichos donde se hallaba acondicionada la munición, y una columna de llamas se levantó hacia el cielo como un pequeño volcán.
—¡El general ha muerto! ¡El general ha muerto! —gritó un sargento, señalando un carro de infantería «BMD», del cual nadie había escapado con vida.
Alekseyev oyó a sus espaldas los insultos que profería el comandante del Octavo Ejército.
—El segundo comandante de esa división de tanques es un coronel muy nuevo.
Pavel Leonidovich tomó una rápida y conveniente decisión.
—No, camarada general. ¿Por qué no yo?
Sorprendido, el comandante lo miró fijo; luego recordó la reputación de Alekseyev como comandante de tanques, y la de su padre. También tomó una rápida decisión por su cuenta.
—La veinte de tanques es suya. Ya conoce la misión.
Otro carro de asalto de infantería se adelantó. Alekseyev y Sergetov subieron y el conductor aceleró hacia el puesto de mando divisional. Pasó media hora antes de que se detuvieran. Alekseyev vio filas de tanques estacionados detrás de la línea de árboles. El bombardeo de la artillería aliada estaba cayendo bastante cerca, pero él lo ignoró. Sus comandantes de regimiento se encontraban reunidos. Rápidamente, el general impartió las órdenes respecto a objetivos y horarios.
Todos aquellos hombres conocían bien su misión, lo cual hablaba a favor del general muerto hacía una hora. La división estaba perfectamente organizada y cada parte del plan de ataque quedó confirmada. Alekseyev comprobó de inmediato que tenía un buen Estado Mayor de combate. Los puso a trabajar mientras los jefes de unidades se reintegraban a las suyas respectivas.
Su primer puesto de mando para la batalla se encontraba a la sombra de un árbol muy alto. Su padre no habría podido desear nada mejor. Alekseyev sonrió. Se reunió con el oficial de Inteligencia de la división.
—¿Cómo está la situación?
—Un batallón de tanques alemanes contraataca sobre este camino en dirección al Este, desde Sack. Deberían ser contenidos, y en todo caso nuestros vehículos se desplazarán hacia el Sudoeste, por detrás de ellos. La vanguardia de las tropas mecanizadas de infantería ya está en el interior de la localidad, e informan resistencia menor solamente. Nuestros elementos más adelantados ya se hallan en marcha y deberían encontrarse allá en una hora.
—¿Oficial de defensa aérea?
—Los «SAM» y los cañones antiaéreos móviles están inmediatamente detrás de los primeros escalones. Tenemos también cubierta aérea propia. Dos regimientos de «MiG-21» permanecen en alerta para defensa aérea, pero no nos han asignado todavía aviones cazabombarderos para ataques a superficie. Esta mañana les dieron una paliza, —aunque también la recibió el otro bando. Derribamos doce aviones de la OTAN antes del mediodía.
Alekseyev asintió, dividiendo la cifra por tres, como había aprendido.
—Permítame, camarada general. Soy el coronel Popov, su oficial político divisional.
—Muy bien, camarada coronel. Mi contribución al Partido está pagada hasta fin de año y, con suerte, voy a vivir para volver a pagarla. Si tiene algo importante que decir, ¡dígalo pronto!
Si había algo que Alekseyev no necesitaba para nada en ese momento, era un zampolit.
—Cuando capturemos Alfeld…
—Si capturamos Alfeld, le entregaré las llaves de la ciudad. Por ahora, déjeme cumplir con mi trabajo. ¡Puede retirarse!
Probablemente quería permiso para fusilar a los fascistas sospechosos. Como general de cuatro estrellas, Alekseyev no podía ignorar a los oficiales políticos, aunque por lo menos podía ignorar a quienes no habían alcanzado la jerarquía de general. Se adelantó en dirección a las cartas tácticas. De un lado, como antes, unos tenientes mostraban el avance de sus (¡sus!), unidades. Del otro, los oficiales de Inteligencia reunían cuanta información tenían sobre la oposición enemiga. Cogió por el hombro al oficial de operaciones.
—Quiero que ese regimiento de punta se sitúe exactamente detrás de las tropas de infantería mecanizada. Si necesitan alguna ayuda, désela. Quiero esa ruptura, y quiero que sea hoy. ¿Qué artillería hemos empleado?
—Dos batallones de cañones pesados ya están listos.
—Bien. Si esos infantes tienen blancos para ellos, averígüelo, y empecemos a castigarlos desde ahora. Este no es un momento para sutilezas. La OTAN sabe que nos encontramos aquí, y nuestro peor enemigo es el tiempo. El tiempo trabaja a favor de ellos, no de nosotros.
El oficial de operaciones se reunió con el comandante de artillería, y dos minutos después sus cañones de ciento cincuenta y dos milímetros estaban disparando contra el frente. Alekseyev decidió que tendría que hacer otorgar una medalla al fallecido ex comandante de la vigésima de tanques; el hombre merecía una recompensa de alguna clase por la evidente buena preparación que él tanto apreciaba en su personal.
—Se aproxima ataque aéreo enemigo —dijo un oficial de marcaciones.
—Tanques enemigos emergen de los bosques al este de Sack, se estima la fuerza en un batallón. Intenso fuego de artillería en apoyo de los alemanes.
Alekseyev sabía que ahora tenía que confiar en sus coroneles. La época en que un general podía observar toda la batalla y controlarla había pasado hacía mucho tiempo. Sus oficiales de Estado Mayor hacían sus pequeñas marcas en la carta. Los alemanes deberían haber esperado —pensó el general—; deberían haber dejado que la división penetrara en punta de lanza y luego atacar a su columna de abastecimiento. Aquello había sido tonto; era la primera vez que veía a un comandante alemán cometer un error táctico. Tal vez se tratara de un oficial joven sustituto de algún superior muerto o herido, o tal vez un hombre cuyo hogar se hallaba cerca. Cualquiera que fuera la razón, había sido un error y Alekseyev se beneficiaba con él. Sus dos regimientos de tanques de vanguardia tuvieron pérdidas, pero desorganizaron el contraataque alemán en diez furiosos minutos.
—Dos kilómetros… los primeros elementos se hallan ahora a dos kilómetros de Sack. Oposición de artillería solamente. Unidades propias a la vista. Las tropas de infantería de Sack informan resistencia menor. El pueblo está prácticamente despejado. ¡Exploradores adelantados comunican que el camino a Alfeld está abierto!
—Rodeen Sack —observó Alekseyev—. El objetivo es Alfeld sobre el Lein.
Era un equipo improvisado, sin experiencia. Infantería mecanizada norteamericana y el escuadrón líder de tanques de una brigada británica reforzaban los restos de alemanes y belgas aplastados ese día por cinco divisiones soviéticas. Disponían de poco tiempo. Los ingenieros de combate trabajaban furiosamente con sus topadoras blindadas a fin de cavar refugios para los tanques, mientras los soldados de infantería hacían hoyos de tirador para sus armas anticarro. Una nube de polvo en el horizonte era toda la alerta que necesitaban. Les informaron que una división de tanques avanzaba hacia ellos, y que los civiles aún no habían evacuado el pueblo. A unos treinta kilómetros, volaba en círculo un escuadrón de aviones de ataque a tierra, esperando la señal de llamada.
—¡Enemigo a la vista! —transmitió por radio un vigía instalado en la torre de una iglesia.
Segundos después, el fuego de la artillería empezaba a castigar a las columnas soviéticas de vanguardia, Los operadores de los misiles antitanques retiraron las cubiertas de sus pantallas de puntería y cargaron las primeras armas. Prometía ser una larga tarde. Los tanques «Challenger» del tercer regimiento real de tanques se metieron en sus agujeros, con las escotillas cerradas y ajustadas, mientras los artilleros colocaban en el cero de sus miras los blancos todavía distantes. Las cosas estaban demasiado confusas, y no habían tenido tiempo para establecer allí una firme cadena de mando. Un norteamericano fue el primero que disparó. El misil «TOW-2» partió velozmente, arrastrando los cables de control que parecían telarañas, mientras recorría los cuatro kilómetros que le separaban de un tanque «T-80»…
—Los elementos avanzados se hallan ahora bajo fuego de misiles enemigos —informó un oficial de cálculos.
—¡Aplástenlos! —ordenó Alekseyev a su comandante de artillería.
En menos de un minuto, los lanzadores de cohetes múltiples de la división llenaron el cielo con estelas de fuego. Los disparos de la artillería de tubos contribuyeron a la carnicería desatada en la línea de batalla. Y entonces la artillería de la OTAN se unió a la lucha con toda su potencia.
—El regimiento de punta está sufriendo pérdidas.
Alekseyev observaba el mapa en silencio. Allí no había espacio para ninguna maniobra de engaño. Ni tiempo. Sus hombres tenían que pasar a través de las líneas enemigas a la mayor velocidad posible, a fin de apoderarse de los puentes sobre el Leine, lo cual significaba que las tripulaciones de los primeros tanques iban a tener fuertes bajas. La ruptura les costaría un precio muy alto, pero había que pagarlo.
Doce cazabombarderos belgas «F-16» barrieron el frente en vuelo bajo a quinientos nudos, lanzando toneladas de bombas racimo sobre el regimiento soviético de vanguardia, destrozando cerca de treinta tanques y una veintena de carros de asalto de infantería, a menos de un kilómetro de las líneas aliadas. Un hervidero de misiles cubrió el cielo detrás de ellos, y los cazas monomotores viraron al Oeste, casi rozando el suelo en su intento de evadir. Tres de ellos se precipitaron a tierra, cayendo sobre las tropas de la OTAN y aumentando así la tremenda matanza ya iniciada por el fuego soviético. El comandante de los tanques británicos vio que carecía del poder de fuego para detener el ataque soviético. Lo que tenía no era suficiente. Había llegado el momento de retirarse mientras su batallón fuera todavía capaz de pelear. Alertó a sus compañías para que estuvieran listas para iniciar el retroceso y trataran de pasar el aviso a sus unidades vecinas. Pero las tropas que rodeaban Alfeld provenían de cuatro ejércitos diferentes, con distintos idiomas y frecuencias de radio. No habían tenido tiempo de establecer exactamente quién estaba en el mando general. Los alemanes no querían retirarse. Todavía no habían evacuado totalmente el pueblo, y las tropas alemanas no pensaban desertar de sus posiciones hasta que sus compatriotas no se encontraran completamente a salvo al otro lado del río. Los norteamericanos y los belgas empezaron a desplazarse cuando el coronel británico lo indicó, pero no los alemanes, y el resultado fue el caos en las líneas de la OTAN.
—Observadores adelantados informan que algunas unidades enemigas se están retirando sobre la derecha, repito, unidades enemigas parecen estar desprendiéndose en el sector norte de la población.
—Mueva hacia el Norte al segundo regimiento, que den un rodeo y avancen hacia los puentes, todo lo rápido que puedan. ¡Olviden las pérdidas y carguen para tomar esos malditos puentes! Oficial de operaciones, mantengan la presión sobre todas las unidades enemigas. Queremos atraparlos de este lado y terminar con ellos, si podemos —ordenó Alekseyev—. Sergetov, venga conmigo. Tengo que ir al frente.
El ataque había desgarrado el corazón de su regimiento de vanguardia; Alekseyev lo sabía, pero había valido la pena. Para llegar a los puentes, las fuerzas de la OTAN tendrían que hacer avanzar sus unidades a través de un pueblo destrozado, y el hecho de que las unidades aliadas en el sector norte se retiraran primero era un regalo de los dioses. Ahora, con un regimiento fresco, él podría sobrepasarlos y, si tenían suerte, tomar intactos los puentes. Eso tendría que supervisarlo personalmente. Alekseyev y Sergetov subieron a un vehículo semioruga, que se dirigió hacia el Sudeste para alcanzar al regimiento que estaba efectuando la maniobra. Detrás de ellos, el oficial de operaciones empezó a transmitir nuevas órdenes a través de la red de radio de la división.
A cinco kilómetros de allí, al otro lado del río, una batería de cañones alemanes de ciento cincuenta y cinco milímetros estaba esperando esa oportunidad. Habían permanecido en silencio, aguardando que sus expertos en intercepción de radio descubrieran la posición del mando provisional. Rápidamente los artilleros alimentaron sus ordenadores de control de fuego con los datos del blanco, mientras otros cargaban las granadas de alto poder explosivo. Todos los cañones de la batería apuntaron a la misma posición calculada. La tierra tembló cuando comenzaron el fuego rápido.
En menos de dos minutos cien granadas cayeron sobre el mando divisional y alrededor de él. La mitad del personal del Estado Mayor de combate murió de inmediato; casi todos los demás resultaron heridos.
Alekseyev miró los auriculares de su radio. Era la tercera vez que la muerte lo rozaba. Eso fue culpa mía. Debí haber impedido la localización de los transmisores. No debo volver a cometer ese error… ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!
Las calles de Alfeld estaban atascadas con vehículos civiles. Los norteamericanos, en sus semiorugas «Bradley», evitaron por completo el pueblo, apresurándose para descender hacia la orilla derecha del río Leine y poder cruzar en orden al otro lado. Una vez allí, tomaron posiciones sobre las colinas que dominaban el río, y se prepararon para cubrir el cruce de las otras tropas aliadas. Los siguientes fueron los belgas. Solamente había sobrevivido un tercio de sus tanques, y con ellos cubrieron el flanco sur de la orilla opuesta del río, esperando poder detener a los rusos antes de que lograran cruzar. La Staatspolizei alemana había detenido el tránsito de civiles para permitir que pasaran las unidades blindadas; pero esto cambió cuando la artillería soviética empezó a disparar en el aire cerca del río. Los rusos lo hacían con la intención de paralizar el tránsito, y lo consiguieron. Los civiles que tardaron en obedecer las órdenes de abandonar sus viviendas pagaban ahora su error. La artillería causó poco daño a los vehículos de combate, pero destruyó totalmente los automóviles y camiones civiles. En minutos, las calles de Alfeld quedaron obstruidas con coches averiados e incendiados. La gente los dejó, desafiando el fuego para correr hacia los puentes, y los tanques que intentaban cubrir la distancia hasta el río encontraron el camino bloqueado. Su única posibilidad era pasar sobre los cuerpos civiles inocentes y hasta se dio la orden de proceder; pero los conductores no pudieron hacerlo. Los artilleros hicieron rotar sus torretas para enfrentarse a la retaguardia, y empezaron a combatir con los tanques rusos que ya estaban entrando en la población. El humo de los edificios que ardían flotaba en el aire reduciendo el campo visual de unos y otros. Los cañones abrían fuego contra blancos vistos fugazmente, las granadas caían en cualquier parte, y las calles de Alfeld se convirtieron en un matadero de combatientes y no combatientes.
—¡Allá están! —señaló Sergetov. Tres puentes de carreteras principales se extendían de uno a otro lado del Leine. Alekseyev empezó a dar órdenes, pero no eran necesarias. El comandante de regimiento ya tenía conectado su micrófono y estaba dirigiendo por radio a un batallón de tanques con apoyo de infantería para que avanzaran hasta la orilla oeste, siguiendo el mismo camino, todavía relativamente abierto, que habían usado los norteamericanos.
Desde la orilla opuesta del río, los vehículos de combate norteamericanos iniciaron el fuego con misiles y cañones ligeros, y destruyeron media docena de tanques; el resto del regimiento se empleó en un fuego directo, mientras Alekseyev personalmente pedía artillería sobre las cimas de las colinas.
En Alfeld, la batalla había llegado a una sangrienta paralización. Los tanques británicos y alemanes tomaron posiciones en intersecciones ocultas por los restos de autos y camiones destrozados, y fueron retirándose lentamente hacia el río mientras peleaban para dar tiempo a los civiles. La infantería rusa trató de combatirlos con misiles, pero sucedió que los escombros caídos en las calles rompieron en muchos casos los cables de control de dirección, motivando que los misiles perdieran el sistema de guiado y explotaran sin causar daños. Los fuegos de artillería de los aliados y los rusos redujeron el pueblo a ruinas.
Alekseyev observó cómo avanzaban sus tropas hacia el primer puente. Al sur de su posición, el comandante del regimiento de vanguardia estaba furioso por sus pérdidas. Habían quedado destruidos más de la mitad de sus tanques y vehículos de asalto. La victoria estaba a su alcance, pero ahora sus tropas se hallaban detenidas otra vez por calles obstruidas y un encarnizado fuego. Vio que los tanques de la OTAN se retiraban despacio y, pensando enfurecido que escapaban, pidió la intervención de la artillería.
Alekseyev se sorprendió cuando el fuego de la artillería cambió de blanco, pasando del centro de la población a la orilla del río. Se sintió molesto cuando advirtió que no era fuego de artillería de tubos, sino cohetes. Mientras observaba, las explosiones comenzaron a aparecer por todas partes en los terrenos próximos al río. Después las vio en el propio río, en rápida sucesión. El ritmo de fuego aumentaba a medida que más y más lanzadores apuntaban al blanco, y ya era demasiado tarde para que él pudiera detenerlos. El más lejano de los puentes fue el primero. Le cayeron tres cohetes al mismo tiempo y se partió. Alekseyev vio horrorizado que más de cien civiles se precipitaban a las agitadas aguas. Aunque su horror no era por las pérdidas de vidas…, ¡él necesitaba ese puente! Otros dos cohetes cayeron en el puente central. No se derrumbó, pero el daño producido era suficientemente grave como para impedir que lo usaran los tanques. ¡Imbéciles! ¿Quién era responsable de esto? Se volvió hacia Sergetov.
—Llame de inmediato a los ingenieros. Que vengan al frente unidades de construcción de puentes y botes de asalto. Tienen prioridad absoluta. Después, quiero todos los misiles superficie-aire y baterías de cañones antiaéreos que pueda encontrar. Cualquiera que se interponga en su camino, será fusilado. Asegúrese de que los oficiales de control de tránsito estén enterados. ¡Vaya!
Los tanques soviéticos y la infantería habían alcanzado el único puente que quedaba intacto. Tres vehículos de infantería cruzaron velozmente hasta el otro lado y, mientras buscaban cubierta, los recibieron con intenso fuego los belgas y norteamericanos. Los siguió un tanque. El «T-80» cruzó rugiendo, alcanzó la orilla opuesta y explotó por el impacto de un misil. Le siguió otro, y luego un tercero. Ambos llegaron a la orilla del lado oeste. Entonces emergió un «Chieftain» británico desde detrás de un edificio y siguió a los tanques soviéticos en el cruce. Alekseyev vio asombrado cómo el inglés corría exactamente en medio de los dos soviéticos, ninguno de los cuales lo había visto. Un misil norteamericano cayó justo a su espalda y se clavó en tierra, levantando una nube de polvo. Otros dos «Chieftain» aparecieron en la cabeza del puente. Uno explotó por un tiro a bocajarro de un «T-80», el otro devolvió el disparo un segundo más tarde y acabó con el tanque ruso. Mientras Alekseyev recordaba un cuento de su niñez sobre un valiente campesino que se hallaba en un puente, el tanque británico atacó y destruyó dos tanques soviéticos, y luego sucumbió bajo una cortina de fuego directo. Otros cinco vehículos soviéticos cruzaron rápidamente el puente.
El general levantó su radiotransmisor y marcó para llamar al mando del Octavo Ejército.
—Aquí Alekseyev. Tengo una compañía al otro lado del Leine. Necesito apoyo. Hemos logrado la ruptura. Repito: ¡Hemos logrado la ruptura del frente alemán! Quiero apoyo aéreo y helicópteros para atacar a las unidades de la OTAN que se encuentran al norte y al sur del puente 439. Necesito dos regimientos de infantería para ayudar en el cruce del río. Si me dan apoyo, podría tener toda mi división en la otra orilla hacia la medianoche.
—Le daré todo lo que tengo. Mis unidades de puentes están en camino.
Alekseyev se apoyó contra el costado de su «BMP». Desenganchó la cantimplora y bebió un largo trago observando a su infantería que trepaba los cerros bajo fuego. Ya habían cruzado dos compañías completas. Y ahora el fuego aliado estaba tratando de destruir el único puente que quedaba. Él tenía que poner al otro lado por lo menos un batallón entero si quería mantener esa cabeza de puente durante algo más de varias horas.
—Encontraré al hijo de puta que abrió fuego contra mis puentes —se prometió el general.
—Los botes de asalto y los puentes vienen para acá, camarada general —informó Sergetov—. Tienen primera prioridad, y los oficiales de control de tránsito del sector ya lo saben. Hay dos baterías de «SAM» que iniciaron el traslado, y encontré tres cañones antiaéreos móviles a pocos kilómetros de aquí. Dicen que pueden llegar dentro de quince minutos.
—Muy bien.
Alekseyev apuntó sus binoculares hacia la margen opuesta.
—Camarada general, nuestros carros de infantería son anfibios. ¿Por qué no cruzamos el río con ellos?
—Fíjese en la orilla, Vanya. —El general le pasó los anteojos.
Hasta donde se podía ver, la orilla opuesta tenía un borde de piedra y cemento para evitar la erosión. Sería difícil, si no imposible, que los vehículos oruga pudieran trepar eso. ¡Malditos alemanes por semejante idea!
Además, no le gustaría intentarlo con menos de un regimiento.
—Ese puente es todo lo que tenemos, y no puede durar mucho más. Con la mejor de las suertes, pasarán algunas horas antes de que hayamos podido tender los puentes de asalto. Las tropas que se encuentran al otro lado tendrán que valerse por sí mismas durante ese tiempo. Pasaremos por el puente todas las tropas y los vehículos que podamos, y después reforzaremos con los botes de asalto de infantería en cuanto lleguen. Según el libro, este tipo de cruce con botes de asalto debe hacerse bajo cubierta de humo, o de noche. Yo no quiero esperar hasta la noche, y necesito que los cañones disparen granadas explosivas y no las inocuas. Tenemos que vulnerar el reglamento, Vanya. Afortunadamente, el libro lo autoriza. Usted se ha conducido muy bien, Iván Mikhailovich. A partir de ahora tiene el grado de mayor. No me lo agradezca…, se lo ha ganado.
—No erramos mucho. Si los hubiéramos visto cinco minutos antes, podríamos haber eliminado unos cuantos. Pero…
El piloto del «Tomcat» se encogió de hombros. Toland asintió. Los cazas tenían órdenes de mantenerse fuera de la cobertura del radar soviético.
—¿Sabe? Es gracioso. Tres de ellos estaban volando en una bonita formación cerrada. Yo los capté con mi sistema de televisión desde ochenta kilómetros de distancia. Ellos no tenían ningún modo de saber que nosotros estábamos allí. Si hubiéramos tenido más autonomía podríamos haberlos seguido en todo el viaje de regreso hasta su casa. Como aquella jugarreta que nos hicieron los alemanes hace mucho tiempo: mandaron un pájaro justo detrás de varios aviones que regresaban de una misión de ataque, y en cuanto terminaron de aterrizar tiró unas cuantas bombas.
—Nunca podríamos hacer pasar nada a través de su IFF —replicó Toland.
—Es cierto, pero conoceríamos la hora de llegada a sus bases dentro de los… diez minutos. Eso tiene que ser de utilidad para alguien.
El capitán Toland dejó su taza en la mesa.
—Sí, tiene razón.
Decidió que transmitiría esa idea al comandante del Atlántico oriental.
No cabía error alguno. Decididamente, las primeras líneas de la OTAN habían sido quebradas al sur de Hannover. Tomaron dos brigadas de las peligrosamente débiles reservas terrestres de la OTAN y las enviaron a Alfeld. A menos que taparan ese agujero, Hannover se perdería y, con ella, toda la zona de Alemania situada al este del Weser.