—Al principio pensamos que simplemente se había salido del camino y caído por el precipicio. Encontramos esto en el vehículo. —El mayor de la Policía de campaña mostró la parte superior de una botella de vodka destrozada—. Pero el enfermero que recogió sus efectos descubrió esto otro.
El mayor levantó la sábana engomada que cubría el único cuerpo despedido del vehículo cuando este se estrelló contra las rocas. La herida de una puñalada en el pecho era inconfundible.
—Y usted dice que los islandeses son tan pacíficos como las ovejas, camarada general —observó irónicamente el coronel de la KGB.
El mayor continuó:
—Es difícil reconstruir exactamente lo que sucedió. A poca distancia había una granja, y la casa se quemó hasta los cimientos. Encontramos dos cadáveres entre los restos. Ambas personas habían sido asesinadas con armas de fuego.
—¿Quiénes eran? —preguntó el general Andreyev.
—Es imposible la identificación. Por lo único que supimos que les habían disparado fue por el orificio de bala en el esternón, de manera que probablemente lo hicieron desde muy poca distancia. Los hice revisar por uno de nuestros médicos militares. Un hombre y una mujer, como de mediana edad. Según un funcionario del Gobierno local, la granja estaba ocupada por una pareja casada y con una hija, edad… —el mayor buscó entre sus notas— veinte años. A la hija no la han encontrado.
—¿Qué pasó con la patrulla?
—Iban hacia el Sur por el camino de la costa cuando desaparecieron…
—¿Nadie vio los incendios? —preguntó vivamente el coronel de la KGB.
—Esa noche llovía con fuerza. Tanto el vehículo que se quemó como la casa de la granja estaban debajo del horizonte para las patrullas cercanas de observación. Como usted sabe, las condiciones de los caminos han trastornado nuestros horarios de patrullaje, y las montañas interfieren las transmisiones de radio. Por eso, cuando la patrulla tardó en regresar, no se consideró anormal. El vehículo no se puede ver desde el camino, y como resultado de eso, no los descubrieron hasta que el helicóptero voló sobre él.
—Los otros, ¿cómo murieron? —quiso saber el general.
—Cuando el vehículo se incendió, las granadas de los soldados estallaron, con los resultados lógicos, Excepto este sargento, no hay forma de saber cómo murieron. Por lo que hemos visto, no faltan las armas. Todos los fusiles estaban allí, aunque no se han encontrado algunos elementos: un estuche de mapas y otras cosas menores. Es probable que las explosiones las despidieran lejos del vehículo y cayeran al mar, aunque lo dudo.
—¿Conclusiones?
—Camarada general, no hay mucho en que basarse, pero yo deduzco que la patrulla visitó la casa de la granja, «liberó» esta botella de vodka, probablemente mató a tiros a las dos personas que vivían allí, e incendiaron la casa. La hija ha desaparecido. Estamos rastreando la zona en busca de su cadáver. En algún momento después de ocurrido todo, alguna partida armada sorprendió a la patrulla y la mató. Entonces quisieron hacer aparecer sus muertes como un accidente con el vehículo. Debemos suponer que hay por lo menos una banda suelta de combatientes de la resistencia.
—No estoy de acuerdo —manifestó el coronel de la KGB—. No hemos tenido informes exactos sobre todas las tropas enemigas. Creo que sus «combatientes de la resistencia» deben de ser personal de la OTAN que escapó cuando tomamos Keflavik. Ellos tendieron una emboscada a nuestros hombres; luego, asesinaron a la gente de la granja con la esperanza de irritar a la población local.
El general Andreyev intercambió una furtiva mirada con el mayor de su Policía de campaña. El comandante de la patrulla había sido un teniente de la KGB. El chekista había insistido en que algunos de sus hombres acompañaran a las patrullas móviles. Justo lo que le faltaba, pensó el general. Ya era bastante malo que sus magníficos paracaidistas fueran destinados a servicio de guarnición, siempre destructor de la disciplina y la moral de la unidad; pero ahora debían ser carceleros también y, en algunos casos, a las órdenes de carceleros. De modo que el joven y arrogante oficial de la KGB (él nunca había conocido uno que fuera humilde) pensó en divertirse un poco. ¿Dónde estaba la hija? Por cierto, la respuesta a este misterio se encontraba en ella. Pero el misterio no era lo más importante, ¿o sí?
—Creo que deberíamos interrogar a los habitantes locales, para ver qué saben —declaró el oficial de la KGB.
—No hay «habitantes», camarada —respondió el mayor—. Mire bien su mapa. Esta es una granja aislada. El vecino más cercano se halla a siete kilómetros.
—Pero…
—Quién mató a estos infelices y por qué, carece de importancia. Tenemos enemigos armados allá —dijo Andreyev—. Este es un asunto militar y no algo para nuestros colegas de la KGB. Ordenaré que un helicóptero revise toda la zona alrededor de la granja. Si encontramos ese grupo de resistencia, o lo que sea, los trataremos como a cualquier banda de enemigos armados. Usted podrá interrogar a todos los prisioneros que podamos capturar, camarada coronel. Además, por el momento, cualquier oficial de la KGB que acompañe a nuestras patrullas de seguridad lo hará en calidad de observador, no de comandante. No podemos arriesgar a sus hombres en situaciones de combate, para las cuales no han sido entrenados como es debido. Bien. Permítame hablar con mi oficial de operaciones para ver cómo podemos organizar la búsqueda. Camaradas, hicieron muy bien en informarnos de este asunto para nuestra consideración. Pueden retirarse.
El chekista quería permanecer allí, pero, KGB o no, era sólo un coronel, y el general estaba ejerciendo sus legítimas prerrogativas como comandante.
Una hora después, un helicóptero de ataque «Mi-24» despegó para registrar la zona en las proximidades de la granja incendiada.
—¿Otra vez? —preguntó Toland.
—No es día de fiesta, capitán —replicó el comandante—. Hace veinte minutos despegaron de sus bases dos regimientos de «Backfire». Si queremos sorprender a sus cisternas tenemos que movernos con inteligencia.
En pocos minutos, dos «EA-6B Prowlers», diseñados para descubrir e interferir las señales enemigas del radar y de radio, estaban trepando hasta la altura prefijada, con un rumbo general Noroeste. Bautizado con equívoco cariño como el Queer [51], el «EA-6B» tenía una característica extraordinaria y sumamente llamativa: el techo de sus habitáculos tenía aplicaciones de oro verdadero, para proteger de la radiación electromagnética a algunos instrumentos de a bordo muy sensibles. A medida que los aviones iban ascendiendo, sus pilotos y oficiales de electrónica ya estaban trabajando en sus jaulas doradas.
Dos horas después detectaron su presa, transmitiendo a las bases las marcaciones de las señales… y cuatro «Tomcat» iniciaron el despegue en la pista de Stornoway.
Los «Tomcat» volaban a una altura de diez mil ochocientos metros describiendo circuitos con forma de pista de hipódromo, que cubrían al Norte y al Sur la ruta prevista de los aviones cisterna soviéticos. Sus poderosos radares de búsqueda de misiles guiados estaban apagados. En cambio, barrían el cielo con su cámara de televisión incorporada, que podía identificar aviones a distancias que alcanzaban hasta sesenta y cinco kilómetros. Las condiciones eran ideales: cielo claro con pocas y altas nubes cirros; los cazas no dejaban estelas de condensación que pudieran prevenir de su presencia a otros aviones. Los pilotos viraban sin cesar con sus aviones mientras observaban alternadamente y en ciclos que se repetían cada diez segundos hacia fuera y a lo lejos sobre el horizonte y luego hacia el interior de sus cabinas para controlar el instrumental.
—Vaya, mire aquí… —dijo el comandante del escuadrón a su operador de armamento.
El primer teniente que ocupaba el asiento posterior del «Torncat» centró la cámara de televisión en la aeronave.
—A mí me parece que es un «Badger».
—No creo que esté solo. Vamos a esperar.
—De acuerdo.
El bombardero se hallaba a más de sesenta kilómetros. Pronto aparecieron otros dos, junto con algo más pequeño.
—Ese es un caza. ¿Así que tienen escoltas de cazas que llegan tan lejos? Cuento un total de seis blancos. —El operador de armamento se ajustó las correas de los hombros, luego activó sus controles de los misiles—. Todo el armamento en posición de armado y listo. ¿Primero los cazas?
—Primero los cazas, ilumínelos —indicó el piloto, y oprimió el interruptor de su radio—. Dos, aquí Líder, tenemos cuatro cisternas y un par de cazas en un rumbo aproximado de cero ocho cinco, sesenta kilómetros al oeste de mi posición. Vamos a atacarlos ya. Acérquese. Cambio.
—Comprendido. Voy allá, Líder. Cambio y corto.
El Dos puso su interceptor en un viraje cerrado y empujó a tope los aceleradores. El radar del Líder se activó. Ya tenían identificados a los dos cazas y a los cuatro aviones cisterna. Los dos primeros misiles «Phoenix» iban a dirigirlos a los cazas.
—¡Dispare! Los dos misiles cayeron de sus puntos de sostén y entraron en ignición, precediendo al «Tomcat» hacia los blancos.
Los cisterna rusos habían detectado el radar «AWG-9» del caza y ya estaban intentando maniobras evasivas. Sus cazas de escolta aceleraron al máximo y activaron sus radares de guiado de misiles; pero descubrieron que todavía se hallaban fuera del alcance de sus proyectiles con respecto a los cazas atacantes. Ambos encendieron sus equipos de perturbación electrónica y empezaron a sacudir sus aviones arriba y abajo mientras se acercaban con la esperanza de poder realizar sus propios disparos. No tenían combustible suficiente para escapar, y su misión consistía en mantener alejados de sus aviones cisterna a los cazas enemigos.
Los misiles «Phoenix» cruzaban el aire a «Mach 5», y llegaron a sus blancos en poco menos de un minuto. Uno de los pilotos soviéticos no vio el misil y se transformó en el cielo en una bola roja y negra. El otro sí lo vio y mandó a fondo la palanca un segundo antes de que el misil explotara. Estuvo a punto de errar, pero los fragmentos penetraron en el ala de babor del caza. El piloto luchó para recuperar el control, mas el aparato comenzó a caer inevitablemente.
Detrás de los cazas, los aviones cisterna se separaron; dos pusieron rumbo al Norte, el otro par hacia el Sur. El «Tomcat». Líder se hizo cargo del par del Norte y derribó a ambos con sus dos «Phoenix» restantes. El segundo avión, acelerando desde el Norte, disparó dos misiles; hizo blanco con el primero y erró el segundo. El misil había sido confundido con el equipo de interferencia del «Badger». El «Tomcat» continuó acercándose y disparó otra vez. Para entonces ya se hallaba bastante cerca como para seguirlo visualmente. El misil «AIM-54» voló en línea recta y explotó a sólo tres metros de la cola del «Badger». Los fragmentos al rojo penetraron en el interior del bombardero y provocaron la detonación de los vapores residuales de sus depósitos de reabastecimiento de combustible. El bombardero soviético desapareció en medio de un inmenso relámpago color naranja.
Los cazas barrieron el cielo con sus radares, con la esperanza de encontrar más blancos para los misiles que aún les quedaban. Había otros seis «Badger» a ciento sesenta kilómetros, pero los primeros cisterna ya les habían advertido el peligro y ahora se alejaban con rumbo Norte. Los «Tomcat» no tenían combustible suficiente para perseguirlos. Viraron iniciando el regreso a casa y una hora después aterrizaron en Stornoway con los depósitos casi vacíos.
—Cinco derribos confirmados y uno con daflos —informó a Toland el comandante del escuadrón—. Dio resultado.
—Por esta vez.
Sin embargo, Toland estaba complacido. La Marina de los Estados Unidos acababa de realizar su primera misión ofensiva. Ahora, a la próxima. Terminaba de entrar la información sobre el ataque de los «Backfire». Habían operado un convoy frente a las Azores, y un par de «Tomcat» se hallaba esperando a trescientos kilómetros al sur de Islandia para interceptarlos en el vuelo de regreso.
—Nuestras pérdidas han sido espantosas —dijo el general de la Aviación frontal soviética.
—Informaré a nuestras tropas mecanizadas de la gravedad de sus pérdidas —replicó fríamente Alekseyev.
—Hemos perdido casi el doble de lo calculado.
—¡También nosotros! Pero por lo menos nuestras tropas terrestres están luchando. Yo presencié un ataque. Ustedes enviaron cuatro aviones de ataque. ¡Cuatro!
—Me informaron sobre ese ataque. Había un regimiento entero asignado, más de veinte, además de sus propios helicópteros de ofensiva. Los cazas de la OTAN están atacándonos diez kilómetros detrás del frente. Mis pilotos deben pelear arriesgando sus vidas simplemente para llegar adonde están sus tanques…, y entonces, ¡con demasiada frecuencia, los atacan nuestros propios misiles tierra-aire!
—Explíquese —ordenó el superior de Alekseyev.
—Camarada general, los aviones con radares de búsqueda de la OTAN no son blancos fáciles… están demasiado bien protegidos. Con su radar en el aire, ellos pueden dirigir a sus cazas contra los nuestros de manera que están en condiciones de lanzar sus ataques con misiles, manteniéndose fuera del alcance visual. Cuando nuestros pilotos se dan cuenta de que los están atacando, deben evadir, ¿no? ¿Acaso sus tanques se quedan quietos para facilitar el tiro a sus enemigos? A veces, esto significa que ellos deben desprenderse de sus bombas para poder maniobrar. Finalmente, cuando consiguen llegar a la zona de combate, frecuentemente les disparan nuestras propias unidades de misiles, que no se paran a distinguir entre amigo o enemigo.
Era una vieja historia, y no meramente un problema soviético.
—¿Usted nos está diciendo que la OTAN tiene el dominio del aire? —preguntó Alekseyev.
—No, no es así. Ninguno de los dos bandos lo tiene. Nuestros misiles superficie-aire les niegan la posibilidad de controlar el aire sobre la línea de batalla, y sus cazas… ayudados por sus misiles superficie-aire, ¡y los nuestros…!, nos la niegan a nosotros. El cielo sobre el campo de batalla no pertenece a nadie.
Excepto a los muertos, pensó el general de la fuerza aérea.
Alekseyev recordó lo que había visto en Bieben, y se preguntó si todo aquello era correcto.
—Tenemos que hacer mejor las cosas —dijo el comandante del Teatro—. El próximo ataque en masa que lancemos contará con el apropiado apoyo aéreo, aunque para ello tengamos que sacar cazas de todas las unidades del frente.
—Estamos tratando de tener más aviones en el frente usando maniobras de engaño. Ayer intentamos provocar que los cazas de la OTAN acudieran a una posición equivocada. Estuvo a punto de funcionar, pero cometimos un error. Ese error ya ha sido identificado.
—Mañana a las seis atacaremos al sur de Hannover. Quiero doscientos aviones de apoyo a mis divisiones en la línea del frente.
—Los tendrá —accedió el general de la fuerza aérea.
Alekseyev observó al aviador cuando se marchaba.
—¿Qué le parece, Pasha?
—Es algo para empezar… si es que los doscientos aviones de combate consiguen llegar.
—También tenemos nuestros helicópteros.
—Yo vi lo que ocurría a los helicópteros en un ambiente dominado por misiles. Cuando yo creía que iban a forzar un paso a través de las líneas alemanas, la combinación de «SAM» y cazas estuvo a punto de aniquilarlos. Tienen que exponerse demasiado para disparar sus misiles. El valor de los pilotos es notable, pero el valor solo no es suficiente. Hemos desestimado el poder de fuego de la OTAN… o quizá sería mejor decir que hemos sobrevalorado nuestra capacidad para neutralizarlo.
—Hemos estado atacando posiciones preparadas desde que comenzó esta guerra. Una vez que logremos la ruptura hacia campo abierto…
—Sí. Una campaña móvil reducirá nuestras pérdidas y nos permitirá una lucha más pareja. Tenemos que lograr esa ruptura. —Alekseyev consultó el mapa; poco después del amanecer del día siguiente, un ejército (cuatro divisiones mecanizadas, apoyadas por una división de tanques) se lanzaría contra las líneas de la OTAN—. Y el mejor lugar parece ser aquí. Yo quiero ir al frente otra vez.
—Como desee, Pasha. Pero tenga cuidado. A propósito, el médico me dice que el corte en su mano fue de un fragmento de granada. Se ha hecho acreedor a una condecoración.
—¿Por esto? —Alekseyev miró el vendaje—. Me he hecho cortaduras peores afeitándome. No quiero ninguna medalla por ello; sería un insulto a nuestras tropas.
Estaban descendiendo una ladera rocosa cuando apareció el helicóptero a tres kilómetros de ellos. Volaba bajo, a unos cien metros sobre la cresta de la colina, y se movía lentamente hacia donde estaban. Los infantes de Marina se arrojaron de inmediato cuerpo a tierra y se arrastraron a lugares donde podían esconderse en las sombras. Edwards avanzó unos pasos hacia Vidgis y la empujó también a tierra. Tenía puesto un suéter con diseños blancos que podía distinguirse con facilidad. El teniente se quitó su chaqueta de campaña y cubrió a Vidgis con ella; le mantuvo la cabeza baja para mantener la capucha sobre su pelo rubio.
—No te muevas. Nos están buscando.
Edwards levantó fugazmente la cabeza para ver dónde estaban sus hombres. Smith le hizo señas de que la bajara. Lo hizo, pero mantuvo los ojos abiertos para poder mirar de medio lado al helicóptero. Era otro «Hind». Pudo distinguir los racimos de cohetes que colgaban de unas pequeñas Y anchas alas en los costados del fuselaje. Por las dos puertas abiertas del compartimiento de pasajeros se veía un pelotón de infantes, con sus armas listas, mirando hacia abajo.
—Oh, mierda.
El ruido de los motores turbo-reactor aumentó cuando el «Hind» estuvo más cerca, y el enorme rotor principal de cinco alas agitó el aire revolviendo y levantando el polvo volcánico que cubría toda la planicie que acababan de cruzar. La mano de Edwards apretó la empuñadura de pistola del «M-16», y con el pulgar deslizó hacia fuera la corredera del seguro. El helicóptero se acercaba volando casi de costado; sus cohetes apuntaban hacia las tierras llanas a espaldas de los infantes de Marina. Edwards alcanzó a ver las ametralladoras en el morro del «Hind», una especie de cañón rotativo parecido al pequeño cañón norteamericano que dispara cuatro mil tiros por minuto. Contra eso, no tendrían la más mínima probabilidad.
—Vete a otro lado, hijo de puta —dijo Mike entre dientes.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Vidgis.
—Tranquilízate. No te muevas. «Oh, Dios, no dejes que nos vean…».
—¡Allá! ¡Mire allá, a la una! —dijo el artillero desde el asiento anterior del helicóptero.
—Bueno…, después de todo, parece que esta misión no ha sido inútil —contestó el piloto—. ¡Adelante!
El artillero centró los aparatos de puntería y armó la ametralladora, colocando el selector para una descarga de cinco disparos. Su blanco se hallaba satisfactoriamente inmóvil, y él apretó la cola del disparador.
—¡Le di!
Edwards dio un salto al oír el ruido. Vidgis no se movió. El teniente cambió ligeramente la posición de su fusil para apuntarla en dirección al helicóptero, que voló hacia el Sur, desapareciendo detrás de la loma. Vio tres cabezas que se levantaban. ¿A qué le habían disparado? El ruido de los motores fue cambiando mientras el helicóptero aterrizaba no muy lejos de allí.
El artillero había herido al animal con tres balas, produciendo poco daño en la carne comestible. Esos cuarenta kilos eran suficientes para alimentar al pelotón y a los tripulantes del helicóptero. El sargento paracaidista cortó el cuello del ciervo con su cuchillo de combate y luego se preparó para retirar las vísceras. Los ciervos de esa zona no eran nada comparados con los animales que su padre solía cazar en Siberia, pero por primera vez en tres semanas podría comer un poco de carne fresca, y eso bastaba para que su aburrida misión hubiera valido la pena. Cargaron el cuerpo del animal en el «Hind». Dos minutos después empezó a tomar altura en círculos y puso rumbo a Keflavik.
Ellos observaron la partida; el tartamudeo del ruido del rotor iba disminuyendo en la brisa.
—¿Qué fue todo eso? —preguntó Edwards a su sargento.
—A mí no me gusta nada, jefe. Creo que debemos irnos pronto de aquí. Seguro que ellos estaban buscando algo, y yo apostaría que era a nosotros. Vamos a mantenernos cerca de lugares que tengan alguna cubierta.
—De acuerdo, Jim. Usted delante. Edwards volvió adonde estaba Vidgis.
—¿Es seguro ahora?
—Se han ido. Déjate puesta la chaqueta. Es más difícil que te vean con ella.
La guerrera era dos números más grande que la medida de Edwards, y sobre el menudo cuerpo de Vidgis parecía una carpa. Ella estiró los brazos todo lo que pudo, en un esfuerzo para sacar las manos de las mangas, y, por primera vez desde que Edwards la conocía, Vidgis Agustdottir sonrió.
—Todo adelante un tercio —ordenó el oficial ejecutivo.
—Todo adelante un tercio, comprendido —respondió el suboficial de guardia en el puente, y movió la palanca del telégrafo hacia arriba desde la posición Adelante Toda Máquina, y un momento después el puntero interior también cambió—. Sala de máquinas responde todo adelante un tercio.
—Muy bien.
La fragata disminuyó la velocidad, terminando la corrida de veinticinco nudos, e inició otra maniobra de suave deriva, para permitir que el sonar de arrastre percibiera la presencia de algún submarino hostil. Morris se hallaba en su sillón del puente, revisando los mensajes recibidos desde tierra. Se restregó los ojos y encendió otro «Pall Mall».
—Puente —llamó la voz urgente de un vigía—. ¡Estela de periscopio por la proa a babor! ¡A media distancia al horizonte, por la proa a babor!
Morris sacó sus binoculares y miró a través de ellos. No vio nada.
—¡A sus puestos de combate! —ordenó el oficial ejecutivo.
El gong de alarma sonó un segundo después, y los fatigados y aburridos hombres corrieron una vez más hacia sus puestos. Morris se colgó del cuello los binoculares y bajó corriendo la escala hacia su propio puesto de combate en la CIC.
El sonar lanzó una docena de emisiones activas para medición de distancia hacia babor mientras Morris ocupaba su puesto. Nada. El helicóptero despegó cuando la fragata maniobraba virando al Norte para permitir que su sonar de arrastre detectara el posible contacto.
—Contacto de sonar pasivo, evaluado como posible submarino con marcación cero uno tres —comunicó el operador del dispositivo de remolque—. Ruidos de vapor, suena como un posible nuclear.
—Yo no tengo nada allí —dijo el operador del sonar activo.
Morris y su oficial de lucha antisubmarina examinaron la tabla de condiciones del agua. Había una capa térmica a sesenta metros. El sonar pasivo estaba debajo de ella y podía muy bien detectar un submarino que las emisiones ping activas no podían alcanzar. El vigía pudo haber visto cualquier cosa, desde el chorro de una ballena —era la época de aparcamiento de las gibosas— hasta una franja de espuma…, o la estela con apariencia de pluma dejada por un periscopio. Si era un submarino, tuvo tiempo de sobra para meterse debajo de la capa. El blanco estaba cerca para reflejar una emisión activa en el fondo, y demasiado lejos para que el sonar lo castigara directamente a través de la capa.
—Menos de cinco millas —dijo el ASW—. Más de dos. Si esto es un submarino, estamos frente a uno bueno. —Mejor. ¡Pongan el helicóptero sobre él ahora mismo!
Morris examinó la localización. El submarino podía haber oído su fragata mientras efectuaba el recorrido a veinticinco nudos. Ahora, con velocidad reducida, y con el sistema «Prairie/Masker» en operación, la Pharris sería muy difícil de descubrir…, por lo que a la solución de control de fuego del submarino la habrían tirado por la ventana. Pero Morris tampoco tenía una solución, y el submarino estaba peligrosamente cerca. Transmitieron por radio un informe urgente de contacto al comandante de la escolta, a veinte millas de ellos.
El Sea Sprite lanzó una serie de sonoboyas siguiendo un determinado diseño. Pasaron varios minutos.
—Tengo una señal débil de la numero seis y una mediana de la número cuatro —dijo el suboficial encargado del sistema.
Morris observó el indicador. Según eso, el contacto se hallaba a menos de tres millas.
—Lance algunas activas —ordenó.
Detrás de él, el oficial de armamento del buque mandó armar los lanzadores de «ASROC» y torpedos. A tres millas, el helicóptero hizo un viraje y cruzó sobre la zona del blanco, dejando caer boyas «CASS» esta vez, que enviaran emisiones ping activas, no direccionales.
—Contacto, fuerte contacto en la boya nueva. Clasificado como posible submarino.
—Lo tengo, marcación cero uno cinco… este es un submarino… clasificado como contacto positivo de un submarino —dijo el hombre del sonar de remolque—. Acaba de aumentar la potencia. Algunos ruidos de cavilación. Submarino de una sola hélice, tal vez de clase «Victor»: la marcación cambia rápidamente, de izquierda a derecha.
El sonar activo todavía no lo tenía, a pesar de sus pings de máxima potencia, que seguían la correcta línea de marcación; el submarino estaba decididamente debajo de la capa.
Morris hubiera querido maniobrar, pero decidió no hacerlo. Un brusco giro habría provocado que se curvara su sonar de arrastre, inhabilitándolo durante varios minutos. Entonces él tendría que depender de las sonoboyas solamente, y Morris confiaba más en su sonar de remolque que en las sonoboyas.
—La marcación al contacto es ahora cero uno cinco y estable… el nivel de ruido ha descendido un poco.
El operador señaló su pantalla. Morris quedó sorprendido. La marcación del contacto había estado cambiando rápidamente primero, ¿y ahora se había estabilizado?
El helicóptero hizo otra pasada más. Una nueva sonoboya registró el contacto, pero el equipo «MAD» no confirmó la presencia de un submarino y el contacto empezaba a desvanecerse. El nivel de ruido siguió cayendo. Morris observó que la posición relativa del contacto pasaba hacia atrás. ¿Qué diablos estaba haciendo este personaje?
—¡Periscopio a estribor, por la proa! —informó el anunciador.
—Error de posición, señor…, a menos que estemos mirando un señuelo de ruido —dijo el operador.
El oficial de lucha antisubmarina cambió la orientación del sonar activo y los resultados fueron inmediatos.
—¡Marcación del contacto tres cuatro cinco, distancia mil quinientos metros!
Una brillante señal se destacaba en la pantalla del sonar.
—¡Adelante a toda máquina! —gritó Morris; de alguna manera el submarino había evadido al sonar de arrastre; luego subió cruzando la capa de gradiente térmico y sacó su periscopio, pues no había dudas de lo que eso significaba—. ¡Todo timón a la derecha!
—Efectos hidrofónicos… ¡torpedos en dirección hacia aquí, marcación tres cinco uno!
Instantáneamente, el oficial de armamento ordenó lanzar un torpedo antisubmarino con esa misma marcación, ya que tenía la esperanza de que pudiera interferir la acción del submarino atacante. Si los torpedos del ruso eran guiados por cable, tendría que cortar esos cables para poder maniobrar su submarino y evadir el disparo norteamericano de respuesta.
Morris trepó corriendo la escala hacia el puente. El submarino había roto el contacto de algún modo y maniobrado para tomar una posición de disparo. La fragata cambió rumbo y velocidad en un intento de inutilizar la solución obtenida por control de fuego del submarino.
—¡Veo uno! —dijo el oficial ejecutivo, señalando por encima de la proa.
El torpedo soviético dejaba una visible estela blanca en la superficie. Morris la vio, algo que él no había esperado. La fragata viraba rápidamente.
—Puente, veo dos torpedos, marcación constante tres cinco cero y distancia decreciente —dijo el oficial de acción táctica, hablando muy de prisa—. Ambos emiten pings contra nosotros. El nixie [52] está operando.
Morris levantó un teléfono.
—Informe de la situación al comandante de la escolta.
—Ya lo hice, jefe. Vienen hacia aquí otros dos helicópteros.
La fragata Marris estaba navegando ahora a veinte nudos y aumentando la velocidad, volviendo su popa a los torpedos. Su helicóptero se hallaba detrás de la señal, y hacía frenéticas corridas con su detector de anomalías magnéticas, tratando de localizar al submarino soviético.
La estela del torpedo cruzó sobrepasando la proa de la fragata mientras esta mantenía aplicado a fondo el timón. Hubo una explosión atrás. Cuando el primer «pescado» ruso chocó con el torpedo señuelo nixie, se levantó una columna de agua blanca hasta treinta metros de altura. Pero sólo habían lanzado un nixie. Y allí había otro torpedo.
—¡Todo timón a la izquierda! —ordenó Morris al suboficial de guardia—. Combate, ¿qué pasa con el contacto?
La fragata navegaba ahora a veinticinco nudos.
—No estoy seguro, señor. Las sonoboyas tienen nuestro torpedo, pero nada más.
—Vamos a recibir un impacto —dijo el oficial ejecutivo. Señaló una estela blanca en el agua, a menos de doscientos metros de la nave. Seguramente había errado a la fragata en su primer intento y ahora regresaba para el segundo. Los torpedos autoguiados siguen buscando hasta que se quedan sin combustible.
Morris no pudo hacer nada. El torpedo se acercaba por la proa a babor. Si él viraba a la derecha, no haría otra cosa que presentar al pescado un blanco más grande. Debajo de él, el lanzador de «ASROC» giró hacia la izquierda orientándose en dirección a la posible posición del submarino, pero sin tener orden de disparar; todo lo que podía hacer el operador era apuntar. La estela blanca seguía acercándose. Morris se inclinó sobre la barandilla mirándola fijamente con todo su odio, mientras se extendía como un dedo próximo a tocar la proa. Ya no era posible que errara.
—No debe quedarse así, señor. —La mano del contramaestre Clarke agarró con fuerza el hombro de Morris y le obligó a arrojarse al suelo. Estaba tratando de hacer lo mismo con el oficial ejecutivo, cuando el torpedo dio contra la nave.
El impacto levantó a Morris treinta centímetros del pavimento de acero. No oyó la explosión, pero un instante después volvió a sentirse en el aire y se vio acometido por una masa de agua blanca que lo arrojó contra un montante. Su primer pensamiento fue que había saltado por la borda. Se levantó, y vio a su oficial ejecutivo… sin cabeza, desplomado contra la puerta del puente de navegación. El alerón del puente había sido arrancado, el grueso blindaje metálico estaba perforado por los fragmentos. Los ventanales habían desaparecido. Lo que vio después era aún peor.
El torpedo había dado en la fragata unos metros detrás del sonar montado en la proa, que ya se hallaba completamente caída hacia delante; la quilla estaba agrietada por la explosión. La cubierta superior de proa había quedado al nivel del agua, y el horrible crujido del metal le dijo que todo ese sector estaba a punto de separarse de su buque. Morris se levantó tambaleándose, entró en el puente y de un manotón empujó la palanca del telégrafo a «Paren Máquinas», sin advertir que los ingenieros ya lo habían hecho. La inercia del buque seguía impulsándolo. Mientras Morris miraba, la proa se torció hacia estribor, diez grados con respecto al rumbo, y el montaje del cañón quedó a flor de agua; sus operadores trataban de retirarse hacia popa. Debajo del montaje había otros hombres. Morris sabía que estaban muertos, esperaba que hubiera sido una cosa instantánea y que no se estuvieran ahogando, atrapados en una jaula de acero que se hundía. Sus hombres. ¿Cuántos tenían sus puestos de combate delante del lanzador de «ASROC»?
En ese momento se desprendió la proa. Treinta metros del buque se separaron del resto con intensos chirridos metálicos. Morris vio que la proa giraba y chocaba contra la parte posterior del buque mientras daba vueltas en el agua como un pequeño témpano. Hubo algún movimiento en una puerta estanca que se esforzaba por liberarse, y lo conseguía; saltó al agua y nadó para alejarse de la proa que se bamboleaba en el mar.
Los tripulantes del puente estaban con vida, todos ellos habían sufrido cortes por los vidrios, pero se hallaban en sus puestos. El contramaestre Clarke echó una rápida mirada al puente de navegación y luego corrió abajo para ayudar en control de averías. Los grupos de especialistas ya corrían hacia delante con mangueras de incendio y equipos para soldar, y en la central del control de averías los hombres examinaban el tablero indicador de fallas para comprobar la verdadera gravedad de la inundación. Morris cogió un teléfono y llamó a la central.
—¡Informe de control de daños!
—La entrada de agua llega hacia atrás hasta la cuaderna treinta y seis, pero creo que el buque flotará…, por un rato al menos. No hay incendios. Estoy esperando otros informes.
Morris hizo otra llamada telefónica.
—Combate, transmita por radio al comandante de la escolta que hemos recibido un impacto y necesitamos ayuda.
—Ya está hecho, señor. La fragata Gallery viene hacia aquí. Parece que el submarino logró huir. Todavía lo están buscando. Aquí también tenemos algunos daños por el impacto. No funciona ninguno de los radares. Tampoco tenemos el sonar de proa. El «ASROC» ha quedado fuera de servicio. Pero la cola todavía trabaja y también los montajes de «Mark-32». Espere… el comandante de la escolta nos envía un remolcador, señor…
—Muy bien, queda usted en el control. Yo voy abajo a ver los daños.
Queda usted en el control, pensó Morris. ¿Cómo se controla un buque que no se mueve? Un minuto después estaba junto a un mamparo, observando a los hombres que trataban de apuntalarlo con una viga de madera.
—Este ha quedado bastante firme, señor, el siguiente hacia delante tiene filtraciones como un maldito colador, no hay forma de arreglarlo todo. Cuando se soltó la proa debió de haberlo torcido y aflojado en muchas partes.
El oficial asió por el hombro a un marinero y le ordenó buscar otros elementos de reparación en el depósito de popa.
—¿Aguantará este?
—No sé. Clarke está controlando el fondo. Tendremos que soldar algunos parches y refuerzos. Deme unos diez minutos más y le diré si el buque seguirá flotando o no.
Apareció Clarke. Respiraba agitadamente.
—Encima de los depósitos ha cedido el mamparo, y además hay una pequeña grieta. Está filtrando bastante, las bombas no funcionan y apenas pueden mantener el nivel. Creo que podemos apuntalarlo, pero tenemos que darnos prisa.
El oficial de control de averías condujo de inmediato a los soldados abajo. Llegaron dos tripulantes con una bomba portátil. Morris les ordenó que bajaran.
—¿Cuántos hombres han desaparecido? —preguntó Morris al suboficial Clarke, que se sujetaba el brazo de una manera extraña.
—Todos los muchachos consiguieron salir del montaje de trece centímetros, pero no he visto a nadie de debajo de la cubierta. Mierda, me parece que yo también me he roto algo. —Clarke miró su brazo derecho y meneó la cabeza con fastidio—. No creo que muchos tipos hayan podido salir de la proa, señor. Las puertas estancas quedaron un poco retorcidas, tienen que estar atascadas.
—Que le vean ese brazo —ordenó Morris.
—Bah, ¡al diablo el brazo, jefe! Usted me necesita.
El hombre tenía razón. Morris volvió a subir y Clarke lo siguió.
Al llegar al puente, Morris llamó por teléfono a ingeniería. El ruido que alcanzaba a oír contestó su primera pregunta.
El ingeniero imponía su voz sobre el silbido del escape de vapor.
—Daño por impacto, señor. Tenemos algunas cañerías de vapor rotas en la caldera número uno. Tengo la impresión de que la número dos todavía puede trabajar; pero he abierto las válvulas de seguridad en las dos, por las dudas. Los generadores diesel están en buenas condiciones. Aquí tengo algunos hombres heridos. Voy a enviarlos fuera. Yo… está bien, está bien. Acabamos de hacer un control en la caldera número dos. Tiene algunas pérdidas menores, pero podemos arreglarlas en seguida. El resto, parece estar todo bastante bien. Puedo tener todo sin novedad en quince minutos.
—Nos hace falta. —Morris colgó el teléfono.
La fragata Pharris flotaba muerta en el agua. Con las válvulas de seguridad abiertas, el vapor escapaba en el interior de la enorme y compleja estructura, produciendo un sonido penetrante y penoso que parecía el grito de dolor del buque. La elegante proa de clíper de la fragata se había transformado en una cara plana y chata de metal desgarrado, con cables colgantes. El agua que rodeaba al buque estaba sucia a causa del petróleo derramado de los depósitos de combustible rotos. Por primera vez Morris notó que la nave estaba inclinada con un ángulo de caída hacia popa; cuando él se paró bien derecho, el buque quedaba mal alineado. Sabía que tenía que esperar otro informe de control de averías. Igual que con la víctima de un accidente, el diagnóstico dependía de las tareas de los médicos, y no se les podía apremiar ni molestar. Cogió el teléfono y llamó a la CIC.
—Combate, aquí Puente. ¿Qué se sabe del contacto con el submarino?
—El helicóptero de la fragata Gallery lanzó sonoboyas sobre él, pero el torpedo terminó su carrera sin encontrar nada. Parece que se alejó hacia el Noreste, aunque no hemos recibido nada desde hace cinco minutos. Ahora hay un «Orion» en la zona.
—Dígales que controlen dentro de nuestra formación. Este personaje no va a escapar, a menos que tenga que hacerlo. Puede estar entrando hacia nuestro convoy, y no saliendo. Dígaselo al comandante de la escolta.
—Comprendido, señor.
No acababa de colgar el teléfono, cuando sonó de nuevo.
—Aquí el comandante.
—Va a seguir flotando, señor —dijo apresuradamente el oficial de control de daño—. Ahora estamos poniendo un parche en el mamparo. No quedará muy sólido, pero las bombas extractoras pueden superar la entrada de agua. A menos que tengamos otro percance, podremos llevarlo a casa. ¿Están enviándonos el remolcador?
—Sí.
—Si van a remolcarnos, señor, será mejor que lo hagan desde popa. No quiero pensar que tengamos que navegar con mar gruesa.
—Muy bien. —Morris miró a Clarkt—. Que vaya un grupo de hombres a popa. Vamos a amarrar allí el remolque. Ordene que lancen la lancha ballenera para buscar supervivientes. Yo he visto por lo menos un hombre en el agua. Y póngase ese brazo en cabestrillo.
—Usted gana, señor.
Clarke se retiró hacia popa.
Morris se dirigió a la CIC y encontró una radio que funcionaba.
—X-Ray Alfa, aquí Marris —llamó al comandante de la escolta.
—Informe su condición.
—Recibimos un impacto a proa; perdimos todo ese sector hasta el lanzador «ASROC». Nos es imposible maniobrar. Puedo mantener el buque a flote, a no ser que encontremos mal tiempo. Ambas calderas están sin presión en este momento, pero podríamos volver a disponer de potencia en menos de diez minutos. Tenemos bajas, aunque no sé todavía cuántas ni de qué gravedad. Comandante, el impacto que sufrimos fue de un submarino nuclear, probablemente un «Victor». Si no me equivoco, se dirige ahora hacia ustedes.
—Lo hemos perdido, pero estaba alejándose —dijo el comandante.
—Empiece a buscar dentro, señor —urgió Morris—. Este individuo se nos acercó como para pelear a punta de cuchillo y actuó muy bien contra nosotros. No creo que vaya a escapar durante mucho tiempo, es demasiado bueno para eso, maldito sea.
El comandante reflexionó un momento.
—Está bien, lo tendré en cuenta. La fragata Gallery está navegando hacia ustedes. ¿Qué otra ayuda necesitan?
—Ustedes necesitan a la Gallery más que nosotros. Envíenos simplemente el remolcador —respondió Morris. Sabía que ese submarino no iba a regresar para darle el golpe de gracia. Ya había cumplido esa parte de su misión. Ahora, trataría de hundir algunos mercantes.
—Comprendido. Avíseme si necesita algo más. Buena suerte, Ed.
—Gracias, señor. Cambio y corto.
Morris ordenó a su helicóptero que lanzara una doble línea de sonoboyas que rodearan en círculo su buque, por las dudas. Luego el Sea Sprite encontró tres hombres en el agua, uno de ellos muerto. La lancha ballenera los izó, dejando que el helicóptero volviera a reunirse con el convoy. Lo asignaron a la Gallery, que ocupó la posición de la Pharris mientras el convoy tomaba rumbo en ángulo hacia el Sur.
Abajo, los soldados trabajaban con sus equipos, hundidos hasta la cintura en agua salada, mientras luchaban para sellar las grietas en los mamparos estancos de la fragata, tarea que duró nueve horas. Luego, las bombas extrajeron todo el agua de los compartimientos inundados.
Antes de que terminaran, el remolcador de flota Papago se acercó a la cuadrada popa de la fragata. El suboficial Clarke supervisó la operación de pasar y asegurar el robusto cable de remolque. Una hora después el remolcador llevaba a la fragata con un rumbo general Este, a cuatro nudos, y hacia atrás, para proteger la proa dañada. Morris ordenó que su sonar de arrastre se fijara a la proa y lo dejaron caer para llevarlo detrás de la nave y contar así con cierta capacidad de defensa. Apostaron varios vigías más de lo acostumbrado para que observaran el mar en busca de periscopios. Sería un lento y peligroso viaje de regreso a casa.