El vuelo de ida fue bastante malo. Habían viajado a bordo de un bombardero ligero que marchaba veloz a muy baja altura, entrando en un aeropuerto militar al este de Berlín; no iban más de cuatro miembros del Estado Mayor en cada avión. Todos llegaron a salvo, pero Alekseyev se preguntaba cuánto había en ello de eficiencia y cuánto de suerte. Era claramente visible que los aviones de la OTAN habían visitado recientemente ese aeropuerto, y el general ya tenía sus dudas sobre lo que le habían dicho sus colegas de la Fuerza Aérea con respecto a su capacidad para controlar el cielo incluso durante las horas de luz. Desde Berlín, un helicóptero llevó a su grupo hasta el puesto adelantado de mando del comandante en jefe del Oeste, en las afueras de Stendal. Alekseyev fue el primer oficial superior que llegó al complejo del búnker subterráneo, y no le gustó lo que vio. Los oficiales de Estado Mayor que se encontraban presentes estaban demasiado preocupados por lo que hacían en esos momentos las fuerzas de la OTAN, y no lo suficientemente preocupados por lo que se suponía que el Ejército Rojo les debería estar haciendo a ellas. No habían perdido la iniciativa, pero su primera impresión fue que el peligro era real. Alekseyev localizó al oficial de operaciones del comando y empezó a reunir información sobre cómo estaba marchando la campaña. Su comandante llegó media hora más tarde e inmediatamente hizo pasar a Alekseyev a su oficina.
—¿Qué hay, Pasha?
—Tengo que ver el frente en seguida. Tenemos tres ataques en desarrollo. Necesito saber cómo están evolucionando. El contraataque alemán en Hamburgo fue rechazado, otra vez, pero ahora no tenemos las fuerzas para explotarlo. En este momento la zona septentrional se halla estacionaria. Hasta ahora nuestra máxima penetración alcanza a poco más de cien kilómetros. La planificación en tiempo se ha ido completamente al diablo; las pérdidas son mucho más altas de lo previsto…, en ambos bandos, pero peor en el nuestro. Hemos menospreciado el poder de las armas antitanques de la OTAN, y esto ha sido grave. A nuestra artillería le ha resultado imposible anularlas de manera suficiente como para que nuestras fuerzas puedan lograr una ruptura importante. El poder aéreo de la OTAN nos está castigando duramente, en especial de noche. Los refuerzos no llegan a las primeras líneas tan bien como lo esperábamos. Todavía tenemos la iniciativa en la mayoría de las zonas, pero a menos que logremos una ruptura, eso no puede durar muchos días más. Tenemos que encontrar un punto débil en las líneas de la OTAN y lanzar pronto un importante ataque coordinado.
—¿La situación de la OTAN?
Alekseyev se encogió de hombros.
—Sus fuerzas están totalmente en el campo. Vienen más refuerzos desde los Estados Unidos, pero por lo que nos han dicho nuestros prisioneros, no andan tan bien como ellos esperaban. Mi impresión es que su despliegue tiene muy poca profundidad en muchas zonas, aunque todavía no hemos podido identificar ningún sector débil de cierta consideración. Si podemos hacerlo y explotarlo, creo que lograremos romper el frente y lanzar una penetración con varias divisiones. No es posible que ellos sean fuertes en todas partes. Las exigencias alemanas de defensa adelantadas obligan a las fuerzas de la OTAN a tratar de detenernos en todas partes. Nosotros cometimos el mismo error en 1941. Y nos costó muy caro. A ellos tiene que estar ocurriéndoles lo mismo.
—¿Cuándo quiere visitar el frente?
—Antes de una hora. Llevaré conmigo al capitán Sergetov…
—¿El hijo del hombre del Partido? Si le pasa algo, Pasha…
—Es un oficial del Ejército soviético, quienquiera que sea su padre. Lo necesito.
—Muy bien. Infórmeme continuamente dónde está. Que venga la gente de operaciones. Tenemos que tener el control de esta choza.
Alekseyev ordenó poner a su disposición un nuevo helicóptero de ataque «Mi-24» para efectuar el reconocimiento. A mayor altura, una escuadrilla de ágiles cazas «MiG-21» escoltaban al general mientras el helicóptero volaba casi rasante sobre las copas de los árboles. Renunció al asiento, prefiriendo agacharse junto a las ventanillas para ver todo lo que pudiera. Una vida entera de servicios militares no lo habían preparado para la destrucción que comprobó en los campos que pasaban bajo él. Parecía que en todos los caminos había un tanque o un camión quemado. Los principales cruces de carreteras habían merecido la particular atención del poder aéreo de la OTAN. Se veía un puente completamente destruido e, inmediatamente detrás, una compañía de tanques, que seguramente esperaba su reparación, había sido arrasada. Los restos quemados de aviones, vehículos y hombres transformaban el bonito y pintoresco paisaje alemán en un vertedero de chatarra de armas de alta tecnología. Cuando cruzaron la frontera y entraron en Alemania Occidental, las cosas empeoraron. Habían luchado por cada uno de los caminos, por cada una de las pequeñas villas. Contó once tanques destruidos en los alrededores de una de esas aldeas, y se preguntó cuántos otros habrían tenido que retirar del campo de batalla para enviarlos a reparar. El poblado estaba casi totalmente destruido por el fuego de artillería y los incendios resultantes. Vio un solo edificio que aún parecía habitado. Cinco kilómetros hacia el Oeste se repetía la misma historia, y Alekseyev comprendió que se había perdido un regimiento entero de tanques en un avance de diez kilómetros por un solo camino. Empezó a ver material de la OTAN: un helicóptero alemán de ataque, sólo identificable por el rotor de cola, que emergía de un círculo de cenizas; unos cuantos tanques y vehículos de infantería. En ambos bandos, los orgullosos transportes de tropa, fabricados con las mejores técnicas y los mayores gastos, estaban diseminados en el terreno como basura arrojada desde la ventanilla de un automóvil. El general sabía que los soviéticos podían disponer de repuestos, pero ¿cuántos más?
El helicóptero aterrizó al borde de un bosque. Entre los árboles de la primera línea Alekseyev vio que había cañones antiaéreos que los siguieron hasta que tocaron el suelo. Él y Sergetov saltaron a tierra, pasando agachados debajo del rotor principal, que aún giraba, y corrieron hacia los árboles. Allí encontraron un grupo de vehículos de mando.
—Bien venido, camarada general —dijo un coronel del Ejército Rojo, que tenía pintada la cara.
—¿Dónde está el comandante de la división?
—Estoy yo al mando. El general murió anteayer por fuego de la artillería enemiga. Tenemos que cambiar la posición del puesto de mando dos veces al día. Están haciéndose cada vez más hábiles para localizarnos.
—¿Su situación? —preguntó secamente Alekseyev.
—Los hombres están agotados, pero todavía pueden pelear. No tenemos apoyo aéreo suficiente y los aviones de la OTAN no nos dejan descansar de noche. Tenemos aproximadamente la mitad de nuestro potencial de combate nominal, excepto en artillería. Allí ha descendido un tercio. Los norteamericanos han cambiado sus tácticas con nosotros. Ahora, en vez de atacar las formaciones de tanques de vanguardia, envían primero sus aviones contra nuestros cañones. Anoche sufrimos graves pérdidas. Justo cuando estábamos lanzando un ataque de regimiento, cuatro de sus cazabombarderos casi nos aniquilan un batallón de cañones móviles. El ataque fracasó.
—¿Qué pasa con la cobertura? —preguntó Alekseyev con energía.
—Pregúntele a la madre del diablo por qué no funciona —le replicó el coronel—. Evidentemente, sus aviones radar pueden seguir los movimientos de los vehículos en tierra… Hemos intentado perturbación electrónica, hemos intentado con señuelos. Unas veces da resultado, otras no. El puesto de mando divisional ha recibido dos ataques. Los comandantes de mis regimientos son mayores y los de mis batallones, capitanes. Una táctica de la OTAN es buscar a los comandos de unidades, y los muy hijos de puta son buenos para eso. Cada vez que nos acercamos a un poblado, mis tanques tienen que luchar a través de un enjambre de misiles. Hemos intentado suprimirlos con cohetes y artillería, pero no hay tiempo para aplastar a todos los edificios que están a la vista…, no llegaríamos nunca a ninguna parte.
—¿Qué necesita?
—Apoyo aéreo, y mucho. Consígame el apoyo para romper todo lo que se me opone, ¡y yo le daré su maldita ruptura!
Diez kilómetros detrás del frente había una división de tanques que estaba esperando la ruptura del frente que debía realizar esa misma unidad… Pero ¿cómo podía explotar una ruptura que nunca se hacía?
—¿Su situación de abastecimiento?
—Podría ser mejor, pero estamos recibiendo suficiente aquí en primera línea como para abastecer a lo que nos queda…, no sería suficiente para proveer a una división intacta.
—¿Qué está haciendo ahora?
—Dentro de una hora exactamente vamos a lanzar un ataque con dos regimientos. Otra población, llamada Bieben. Estimamos el potencial enemigo como de dos batallones de Infantería reducidos, apoyados por tanques y artillería. El pueblo domina un cruce de caminos que necesitamos. El mismo que tratamos de tomar anoche. Este ataque debería tener éxito. ¿Quiere observarlo?
—Sí.
—Entonces será mejor que lo llevemos adelante. Olvide el helicóptero a menos que quiera morir. Además —el coronel sonrió—, yo puedo emplearlo para apoyar el ataque. Le daré un semioruga de infantería para que lo lleve al frente. Será peligroso allá, camarada general —advirtió el coronel.
—Magnífico. Usted puede protegernos. ¿Cuándo salimos?
El mar calmo significaba que la fragata Pharris había vuelto a la navegación normal. La mitad de la tripulación estaba siempre en servicio mientras la nave mantenía su posición al norte del convoy. El sonar de arrastre corría detrás del buque, y el helicóptero se hallaba alistado sobre la cubierta de vuelo; sus tripulantes dormitaban en el hangar. Morris también dormía, roncando en su sillón de cuero del puente, ante la diversión de sus hombres. De manera que también los oficiales lo hacían. Los alojamientos de los tripulantes a menudo resonaban como una convención de venta de sierras a cadena.
—Señor, mensaje de CINCLANTFLT.
Morris levantó la vista para mirar al oficinista y firmó el recibo del formulario del mensaje. Un convoy que viajaba hacia el Este y se encontraba al norte de ellos a ciento cincuenta millas, estaba siendo atacado. Morris caminó hacia la mesa de la carta para comprobar distancias. Los submarinos que se hallaban allá no constituían amenaza alguna para él. Así de simple. Él tenía sus propias preocupaciones, y su mundo se había encogido para abarcarlos solamente a ellos. Faltaban aún otras cuarenta horas para Norfolk, donde se reabastecerían de combustible, recargarían la munición que habían consumido y zarparían de nuevo en menos de veinticuatro horas.
—¿Qué diablos es eso? —dijo en voz alta un marinero señalando una larga y baja estela de humo blanco que se extendía a pocos metros del agua.
—¡Es un misil! —respondió el oficial de guardia—. ¡Ocupar puestos de combate! Señor, eso era un misil crucero dirigido hacia el Sur, una milla al frente de nosotros.
Morris dio un salto para incorporarse en su sillón y parpadeó para aclararse los ojos.
—Haga señales al convoy. Den energía al radar. Disparen el chaff.
Corrió hacia la escala que lo conducía a la CIC. La alarma del buque ya estaba lanzando su estridente nota antes de que él llegara allí. A popa, dos cohetes chaff «Super-RBOC» cruzaron el aire y explotaron, rodeando a la fragata con una nube de hojuelas de aluminio.
—Cuento cinco misiles en esta dirección general —dijo un operador de radar—. Uno viene hacia nosotros. Marcación cero cero ocho, distancia siete millas, velocidad quinientos nudos.
—Puente, todo timón a la derecha, caiga a cero cero ocho —ordenó el oficial de acción táctica—. Atentos para disparar más chaff. Acción aérea de proa, fuego libre.
El cañón de trece centímetros giró ligeramente y soltó varios disparos, ninguno de los cuales se acercó siquiera al misil que se aproximaba.
—Distancia dos millas y acercándose —informó el radarista.
—Disparen otros cuatro «Super-RBOC».
Morris oyó el ruido del lanzamiento de los cohetes. El radar mostraba el chaff como una nube opaca que envolvía al buque.
—CIC —llamó un vigía—, lo veo. Viene hacia aquí a estribor por la proa… pero va a cerrar, tengo un cambio de marcación. Allá…, allá va, pasó hacia atrás. Falló por unos doscientos metros.
El chaff había confundido al misil. Si su cerebro hubiera tenido la capacidad de pensar, se habría sorprendido por el hecho de que no había chocado contra nada. En cambio, al volver a salir al cielo limpio, el buscador del radar simplemente trató de encontrar otro blanco. Halló uno, quince millas al frente, y cambió el rumbo para dirigirse hacia él.
—Sonar —ordenó Morris—, controle en marcación cero cero ocho. Allá hay un submarino armado con misiles.
—Estoy mirando, señor. No se ve nada en esa marcación.
—Un misil de vuelo rasante sobre el mar a quinientos nudos. Ese es un submarino clase «Charlie», tal vez a unas treinta millas de aquí —dijo Morris—. Que vaya el helicóptero. Yo voy a subir.
El comandante llegó al puente justo a tiempo para ver la explosión en el horizonte. Aquello no era un carguero. La bola de fuego sólo podía significar un buque de guerra cuya santabárbara había estallado por obra de un misil, quizás el mismo que acababa de errar con ellos. ¿Por qué ese otro buque no había podido detenerle? Siguieron tres explosiones más. El ruido viajó lentamente a través del mar, llegando a la Pharris como el sonido profundo de un enorme timbal. El helicóptero «Sea Sprite» de la fragata despegaba en ese momento, y se dirigió velozmente hacia el Norte con la esperanza de encontrar al submarino soviético cerca de la superficie. Morris ordenó que su buque redujera la velocidad a cinco nudos; una velocidad menor permitiría un mejor rendimiento de su sonar. Todavía nada. Volvió al CIC.
El helicóptero lanzó una docena de sonoboyas. Dos de ellas mostraron algo, aunque el contacto se desvaneció y ya no volvió a establecerse. Pronto apareció un «Orion» que reinició la búsqueda, pero el submarino había escapado limpiamente, después de que sus misiles hundieran un destructor y dos buques mercantes. Así sin más —pensó Morris—. Sin la menor advertencia.
—Ataque aéreo otra vez —dijo el comandante—. ¿Realtime? —preguntó Toland, refiriéndose al agente de Inteligencia.
—No, otro agente que tenemos en Noruega. Estelas de condensación a gran altura, con rumbo Sudoeste. He contado veinte, más o menos. Tipo de avión desconocido. Tenemos un «Nimrod» que está patrullando ahora al norte de, Islandia. Si son «Backfire», y si se reúnen con un grupo de aviones cisterna, tal vez consigamos algo. Veremos si su idea da resultado, Bob.
Cuatro interceptores «Tomcat» estaban listos, estacionados en la línea de prueba. Dos de ellos se hallaban armados con misiles. El otro par llevaba depósitos suplementarios exteriores, diseñados para transferir combustible en vuelo a otros aviones. La distancia calculada para realizar con éxito una intercepción significaba un vuelo redondo de tres mil doscientos kilómetros, por lo que solamente dos aviones podían alcanzarla, y haciendo un esfuerzo hasta el límite máximo.
El «Nimrod» volaba en círculos, unos trescientos kilómetros al este de la tierra de Jan Mayen. La isla noruega había sido objeto de varios ataques que lograron destruir su radar, aunque hasta ese momento los rusos no habían lanzado una ofensiva terrestre como se esperaba. El avión británico de patrullaje estaba erizado de antenas, pero no llevaba armamento propio. Si los rusos enviaban aviones de combate como escoltas de la fuerza de bombarderos y cisternas, el patrullero no podría hacer otra cosa que huir. Un grupo de tripulantes escuchaba en las bandas que usaban los rusos para comunicarse de avión a avión; otro, en las frecuencias de radar.
Fue una espera larga y nerviosa. Dos horas después de la alarma de ataque, se oyó una transmisión mutilada. La interpretaron como una advertencia a un piloto de «Backfire» que estaba aproximándose a un avión cisterna. Localizaron la marcación, y el «Nimrod» viró hacia el Este, esperando poder obtener otra marcación cruzada en la próxima transmisión semejante. Pero no detectó ninguna. Sin una posición en firme, los cazas tenían muy pocas posibilidades de interceptar. Los mantuvieron en tierra. Decidieron que la próxima vez habría un par de patrulleros allá arriba.
La llamada de radio llegó justo después del almuerzo. McCafferty llevó su submarino a profundidad de antena y recibió órdenes de dirigirse a Faslane, la base de submarinos de la Marina Real Británica, en Escocia. Desde que perdieron comunicación con la fuerza soviética de superficie, no habían detectado ni un solo contacto positivo. Era una locura. Todas las informaciones de preguerra recibidas por McCafferty le habían dicho que debía esperar un «ambiente rico en blancos». Hasta ese momento solamente era rico en frustraciones. El oficial ejecutivo ordenó sumergirse de nuevo a una profundidad de crucero mientras McCafferty empezaba a redactar su informe de patrullaje.
—Usted está bastante expuesto aquí —observó el capitán, agachándose detrás de la torreta.
—Eso es muy cierto —aceptó el sargento Mackall.
Su tanque «Abrams M-1» estaba enterrado en la falda de una colina y su caflón sobresalía apenas de la tierra, detrás de una fila de arbustos. Mackall miró hacia abajo, a lo largo de un valle no muy profundo, hasta una fila de árboles a mil quinientos metros. Allí estaban los rusos, observando los cerros con poderosos anteojos de campaña, y él esperaba que no pudieran distinguir la rechoncha y amenazadora figura del gran tanque de batalla. Mackall se hallaba en una de las tres posiciones de fuego preparadas, un agujero en la pendiente del terreno, cavado por las topadoras de los ingenieros, ayudados en los últimos días por los granjeros locales alemanes, que se habían dedicado al trabajo con entusiasmo. La parte mala de las noticias era que la próxima línea de esas posiciones requería atravesar quinientos metros de campo abierto. Hacía apenas seis semanas que habían planeado algo allí. El sargento adivinaba que esa cosecha no seria muy abundante.
—A Iván debe de encantarle este tiempo —observó Mackall.
El cielo estaba completamente cubierto, con nubes a cuatrocientos metros de altura. Cualquier apoyo aéreo que esperara tendría apenas cinco segundos para adquirir sus blancos y atacarlos, antes de verse obligado a apartarse violentamente del campo de batalla.
—¿Qué puede darnos, señor?
—Puedo llamar a cuatro «A-10», tal vez algunos pájaros alemanes —contestó el capitán de la Fuerza Aérea. Él exploraba a su vez el terreno desde una perspectiva distinta. ¿Cuál era la mejor forma de que entraran y salieran los aviones de ataque contra blancos terrestres? El primer ataque ruso contra esa posición había sido rechazado, pero él podía ver todavía los restos de dos aviones de la OTAN que habían caído en el esfuerzo—. Tendríamos que tener también tres helicópteros.
Eso sorprendió a Mackall… y le preocupó. ¿Qué clase de ataque estaban preparando allí?
—Muy bien. —El capitán se puso de pie y se volvió en dirección a su vehículo blindado de comando—. Cuando usted escuche «Zulu, Zulu, Zulu», significa que el apoyo aéreo está a menos de cinco minutos. Si ve algunos vehículos «SAM» o cañones antiaéreos, por amor de Dios, elimínelos. A los «Warthog» les han dado realmente fuerte, sargento.
—Cuento con eso, capitán. Y ahora será mejor que me mande mudar rápido, porque pronto vamos a tener fuegos artificiales.
Una cosa que Mackall había aprendido era cuánta importancia tenía un buen oficial adelantado de control aéreo, y este había sacado al sargento y sus hombres de una situación verdaderamente grave, tres días antes. Observó al oficial que corría cincuenta metros hasta el vehículo que lo esperaba con el motor en marcha. La puerta trasera todavía no estaba cerrada cuando el conductor arrancó bruscamente y empezó a zigzaguear bajando la cuesta y cruzando el campo sembrado en dirección al puesto de mando.
La compañía B, del primer escuadrón del regimiento 11 de caballería blindada, había contado en cierto momento con once tanques. De los originales se habían perdido cinco y los remplazados sólo fueron dos. Del resto, todos tenían algún daño, mayor o menor. Su jefe de pelotón había muerto en el segundo día de la guerra, dejando a Mackall al mando del pelotón de tres tanques, que cubrían casi un kilómetro de frente. Metida entre sus tanques había una compañía de infantería alemana (hombres de la Landwehr, equivalente local de la Guardia Nacional), granjeros y propietarios de tiendas en su mayoría, hombres que peleaban para defender no sólo su país, sino sus propios hogares. También ellos habían sufrido graves pérdidas. La «compañía» no tenía más efectivos que dos pelotones. Seguramente los rusos saben qué poca profundidad tiene nuestro despliegue, pensó Mackall. Todo el mundo estaba enterrado… a bastante profundidad. El poder de la artillería rusa había provocado conmoción, a pesar de todas las advertencias de preguerra que habían tenido.
—Los norteamericanos estarán encantados con esto. —El coronel hizo un gesto señalando las nubes bajas—. Sus malditos aviones llegan como balas, demasiado bajo para nuestros radares, y de esa manera prácticamente no tenemos forma de verlos antes de que abran fuego.
—¿Le han producido mucho daño?
—Compruébelo usted mismo. —El coronel hizo un ademán, señalando al campo de batalla, donde se veían los restos quemados de quince tanques—. Ese cazabombardero norteamericano que entró en vuelo bajo fue el que hizo esto… el «Thunderbolt». Nuestros hombres le llaman la Cruz del Diablo.
—Pero ustedes derribaron dos aviones ayer —objetó Sergetov.
—Sí, y de cuatro cañones autopropulsados, sólo uno sobrevivió al esfuerzo. El mismo cañón derribó a los dos; fue el sargento primero Lupenko. Voy a recomendarle para una condecoración. Será póstuma… el segundo avión se estrelló justo sobre su vehículo. Mi mejor artillero —dijo amargamente el coronel.
A dos kilómetros de allí, los restos de un «Alphajet» alemán parecían un adorno carbonizado sobre lo que había quedado de un cañón autopropulsado «ZSU-30». No cabían dudas de que había sido algo deliberado, pensó el coronel; ese alemán había querido matar unos cuantos soviéticos más antes de morir. Un sargento tendió a su coronel los auriculares de un equipo de radio. El oficial escuchó durante medio minuto antes de emitir unas pocas palabras que subrayó con un rápido movimiento de cabeza afirmativo.
—Cinco minutos, camaradas. Todos mis hombres están en posición. ¿Quieren seguirme, por favor?
El puesto de mando había sido apresuradamente construido con tierra y leños, con una cubierta de un metro de espesor. Había veinte hombres amontonados dentro de él, hombres de Comunicaciones para los dos regimientos en el ataque. El tercer regimiento de la división esperaba para explotar la ruptura y preparar el camino a fin de que la división blindada de reserva penetrara hasta la retaguardia del enemigo. Eso en caso de que, se recordó Alekseyev, todo marchara de acuerdo a lo planificado.
No se veían tropas ni vehículos enemigos, desde luego. Estarían en los bosques en lo alto de la colina, a menos de dos kilómetros, profundamente enterrados. Vio que el comandante de la división hacía un movimiento de cabeza al jefe de su artillería, el cual levantó un teléfono de campaña y pronunció tres palabras:
—Comiencen el fuego.
Pasaron varios segundos hasta que el ruido les llegó. Todos los cañones de la división, más una batería adicional de la división de tanques, hablaron como una sola y espantosa voz, y el trueno resonó a través de los campos. Las granadas describían arcos en la altura; al principio cayeron cortas con respecto a la línea de la cumbre que se levantaba al frente, después se fueron acercando. Lo que antes había sido una suave colina cubierta con exuberantes pastizales, se convirtió en una escabrosa superficie parda de tierra desnuda y humo.
—Creo que van en serio, sargento —dijo el auxiliar de carga, bajando y ajustando su escotilla.
Mackall se acomodó el casco y el micrófono mientras miraba hacia fuera por las pequeñas aberturas de observación. Las gruesas planchas blindadas impedían casi completamente la entrada de ruidos, pero cuando el terreno se estremeció debajo de ellos, el temblor se transmitió a través de las orugas y la suspensión y sacudió al tanque; cada uno de los tripulantes pensó para sus adentros en la fuerza que se necesitaba para mover un vehículo de sesenta toneladas. Así era como había muerto el teniente… uno entre mil disparos de un cañón pesado había colocado una granada exactamente en su torreta y se había abierto camino a través del blindaje superior más débil, para explotar dentro del tanque.
A derecha e izquierda del tanque de Mackall, los alemanes de la guardia territorial, casi todos de mediana edad, se encogían aterrorizados en sus estrechos y profundos agujeros; sus emociones oscilaban entre el miedo y la furia ante lo que les estaba ocurriendo a ellos, a su país… y a sus hogares.
—Buen plan de fuego, camarada coronel —dijo Alekseyev con calma. Un ruido agudo y penetrante pasó sobre sus cabezas—. Ahí está su apoyo aéreo.
Cuatro cazabombarderos rusos describieron un viraje para entrar en vuelo paralelo a la cumbre de la colina y dejaron caer sus cargas de napalm. Cuando viraban para regresar a las líneas rusas, uno de ellos explotó en pleno vuelo.
—¿Qué fue eso?
—Probablemente un «Roland» —contestó el coronel—. La versión occidental de nuestro cohete «SA-8». Ahora vamos nosotros. Un minuto.
Cinco kilómetros detrás del puesto de mando, dos baterías de lanzacohetes móviles dispararon simultáneamente sus armas en una lámina continuada de fuego. La mitad llevaban cabezas de guerra de alto explosivo, la otra mitad, humo.
Treinta cohetes cayeron en el sector de Mackall y treinta en el valle frente a él. El impacto de los explosivos sacudió violentamente su tanque, y pudo oír los golpes metálicos de los fragmentos que chocaban contra su blindaje. Pero fue el humo lo que más le atemorizó. Eso significaba que Iván se aprestaba a avanzar. Desde treinta puntos separados se levantaron oleadas de humo formando al instante una nube que envolvió todo el terreno hasta donde llegaba la vista. Mackall y su artillero activaron sus visores de imágenes térmicas.
—Búfalo, aquí Seis —llamó el comandante de compañía por el circuito de mando—. Responda.
Mackall escuchó atentamente. Los once vehículos estaban intactos, protegidos por sus profundas fosas. Otra vez bendijo a los ingenieros, y a los granjeros alemanes, que habían cavado los refugios. No se transmitieron más órdenes. No se necesitaban.
—Enemigo a la vista —informó el artillero.
El visor térmico medía las diferencias de temperatura y pudo penetrar casi toda esa extensión de un kilómetro y medio cubierta por el humo. Y el viento estaba del lado de ellos. Una brisa de dieciséis kilómetros por hora impulsaba a la nube hacia atrás, haciéndola plegarse sobre el Este. El sargento primero Terry Mackall suspiró profundamente y empezó a trabajar.
—Tanque blanco, a las diez. ¡Sabot[50]! ¡Fuego!
El artillero orientó su arma a la izquierda y centró la retícula de la mira en el tanque de batalla soviético más cercano. Con los pulgares apretó el botón del láser y un delgado rayo de luz rebotó en el tanque. La información de distancia apareció en su mira: 1,310 metros. El ordenador de control de fuego registraba la distancia al blanco y su velocidad, y elevaba el cañón. Medía también la dirección y velocidad del viento, la densidad y la humedad del aire, su temperatura y la de las propias granadas del tanque; y todo lo que tenía que hacer el artillero era poner el blanco en el centro de su mira. Toda la operación requirió menos de dos segundos, y los dedos del artillero presionaron a fondo en los disparadores.
Una lengua de fuego de doce metros desde la boca del cañón aniquiló los arbustos plantados dos años antes por algunos boy scouts alemanes. El cañón de ciento cinco milímetros del tanque se movió bruscamente hacia atrás en retroceso, arrojando la vaina usada de aluminio. La granada se abrió en el aire, el sabot cayó libre del proyectil: una especie de dardo de cuarenta milímetros hecho de tungsteno y uranio que cruzaba el aire a casi mil seiscientos por segundo.
El proyectil dio en el blanco menos de un segundo después, en la base de la torreta del cañón. En el interior, un artillero ruso estaba levantando una granada para su propio cañón cuando el núcleo de uranio atravesó el blindaje protector. El tanque ruso explotó; su torreta se levantó casi diez metros en el aire.
—¡Batido! —dijo Mackall—. Tanque blanco, a las doce. ¡Sabot! ¡Fuego!
Los tanques ruso y norteamericano dispararon casi al mismo tiempo, pero la granada del ruso subió demasiado, errando al encubierto «M-1» por casi un metro. El ruso tuvo menos suerte.
—Es hora de irse —anunció Mackall—. ¡Derecho atrás! En dirección a la posición de alternativa.
El conductor ya tenía acoplada la marcha atrás, y presionó en el control del acelerador. El tanque dio un tirón hacia atrás, luego giró hacia la derecha y avanzó cincuenta metros hasta la otra posición previamente preparada.
—¡Maldito humo! —juró Sergetov. El viento lo traía de vuelta contra sus caras, y no podían saber qué estaba ocurriendo. La batalla se hallaba ahora en manos de capitanes, tenientes y sargentos. Todo lo que podían ver eran las bolas de fuego de color naranja producidas por los vehículos que explotaban, y no había forma de saber de quién eran. El coronel que mandaba las fuerzas tenía puestos los auriculares de su radio y no dejaba de ladrar órdenes a los comandantes de las subunidades.
En menos de un minuto, Mackall llegó a su posición de alternativa que había sido cavada en sentido paralelo a la línea de la cresta, y su maciza torreta debió orientarse hacia la izquierda. Ahora podía ver a la infantería, desmontada y corriendo delante de sus carros de asalto. La artillería aliada, tanto alemana como norteamericana, comenzó a desintegrar sus filas, pero no lo bastante rápido…
—Blanco… tanque con antena, que acaba de salir de la fila de árboles.
—¡Lo tengo! —contestó el artillero.
Vio un tanque principal de batalla, ruso, «T-80», con una gran antena de radio que se proyectaba desde la torreta. Ese tenía que ser un comandante de compañía…, tal vez un comandante de batallón. Hizo fuego.
El tanque ruso giró exactamente en el momento en que la granada salía de la boca del cañón. Mackall observó la trayectoria que erraba por muy poco al compartimiento del motor.
—¡Quiero un buen disparo! —gritó el artillero por el intercomunicador.
—¡Listo!
—Vuelve a virar, madre…
El tanque ruso, conducido por un experimentado sargento, avanzaba zigzagueando a través del valle. Cambiaba de dirección cada cinco segundos, y en ese instante se desvió otra vez hacia la izquierda…
El artillero disparó su granada. El tanque dio un salto por el retroceso y la vaina golpeó con un elang en la parte posterior de la torreta. El casco cerrado del vehículo ya apestaba con el olor a amoníaco del propulsor.
—¡Batido! ¡Buen tiro, Woody!
El proyectil hizo impacto en el tanque ruso entre las dos ruedas traseras y destruyó su motor diesel. En seguida los tripulantes empezaron a lanzarse al exterior, «escapando» hacia un terreno que hervía de fragmentos de granadas.
Mackall ordenó a su conductor que se moviera otra vez. Cuando llegaron a la siguiente posición de fuego, los rusos estaban a menos de quinientos metros. Efectuaron dos disparos más, que destrozaron un carro de combate de infantería y dañaron la oruga de un tanque.
—Búfalo, aquí Seis; empezar a trasladarse a «Línea Bravo»… ejecuten.
Como jefe de pelotón, Mackall fue el último en salir. Vio a sus dos tanques compañeros mientras rodaban descendiendo la ladera abierta de la colina. También cambiaba de posición la infantería, en sus vehículos blindados o a la carrera. La artillería propia cubría la cresta con munición explosiva o de humo para enmascarar la retirada. Su tanque dio un salto hacia delante obedeciendo a los mandos; aceleró a cincuenta kilómetros por hora y avanzó hasta la siguiente línea de defensa antes de que los rusos pudieran ocupar la cresta de la colina que ellos habían dejado atrás. El fuego de la artillería estaba sobre ellos, y dos transportes de personal alemanes explotaron.
—¡Zulu, Zulu, Zulu!
—¡Deme un vehículo! —ordenó Alekseyev.
—No puedo permitirlo. No puedo dejar que un general…
—¡Deme un maldito vehículo! Tengo que observar esto —repitió Alekseyev.
Un minuto después, Sergetov y él se unían al coronel en un vehículo blindado de comando «BMP», que corría hacia las posiciones que las tropas de la OTAN acababan de abandonar.
Encontraron un hoyo donde se habían refugiado dos hombres… hasta que un cohete cayó a un metro.
—¡Dios! ¡Hemos perdido veinte tanques aquí! —dijo Sergetov, mirando hacia atrás.
—¡Abajo!
El coronel empujó a ambos hombres al interior del hoyo ensangrentado. Una tormenta de granadas de la OTAN cayó sobre la cresta de la colina.
—¡Allá hay un cañón «Gatling»! —dijo el artillero.
Un cañón antiaéreo motorizado ruso apareció en lo alto de la colina. Un momento después, un proyectil «HEAT» lo hizo explotar como si hubiera sido un juguete de material plástico. Su blanco siguiente fue un tanque ruso que descendía por la ladera que ellos habían abandonado.
—¡Arriba ese ánimo, vienen aviones propios! —Mackall se encogió, esperando que el piloto pudiera distinguir cabras de ovejas…
Alekseyev observó cómo el bimotor cazabombardero picaba para entrar en el valle. El morro del avión desapareció detrás de una masa de fuego cuando el piloto disparó su cañón antitanque. Cuatro tanques explotaron ante sus ojos mientras el «Thunderbolt» parecía detenerse en el aire para virar luego bruscamente hacia el Oeste, con un misil que lo perseguía. El «SA-7» quedó corto.
—¿La Cruz del Diablo? —preguntó.
El coronel respondió asintiendo, y Alekseyev comprendió de dónde venía el nombre. Desde cierto punto de vista, el caza norteamericano parecía realmente un estilizado crucifijo ortodoxo ruso.
—Acabo de llamar al regimiento de reserva. Es posible que ya los tengamos vencidos —dijo el coronel.
¿Esto —pensó incrédulo Sergetov— es un ataque con éxito?
Mackall vio caer un par de misiles antitanque dentro de las líneas rusas. Uno erró, el otro dio en el blanco. Llegó más humo desde ambos lados cuando las tropas de la OTAN se retiraron otros quinientos metros. La población que estaban defendiendo ya se hallaba a la vista. El sargento contó mentalmente un total de cinco blancos destruidos por su tanque. Aún no había sufrido daño alguno, pero eso no duraría. La artillería propia participaba plenamente en la lucha. La infantería rusa se había reducido a la mitad de los efectivos que él había visto al principio, y sus vehículos oruga se quedaban atrás, tratando de llegar a las posiciones de la OTAN con sus propios misiles. Cuando apareció el tercer regimiento, las cosas parecían estar marchando razonablemente bien.
Cincuenta tanques llegaron a la cumbre de la colina, frente a él. Un «A-10» hizo una veloz pasada baja hacia el enemigo y destruyó dos tanques; luego fue bruscamente borrado del cielo por un «SAM». Los restos incendiados cayeron a trescientos metros de donde él se encontraba.
—Tanque blanco, a la una. ¡Fuego! —El «Abrams» se balanceó hacia atrás al efectuar el disparo—. Batido. —Atención, atención— llamó el comandante de compañía. —Helicópteros enemigos se acercan desde el Norte. Diez «Mi-24 Hind» llegaron tarde; pero, en una especie de justificación, batieron un par de tanques en menos de un minuto. Entonces aparecieron unos jets «Phantom» alemanes, y atacaron a los helicópteros con misiles aire-aire y cañones, en una confusa refriega que de pronto incluyó también misiles superficie-aire. El cielo quedó cruzado por estelas de humo y de pronto no hubo más aviones a la vista.
—¡Esto se ha atascado! —dijo Alekseyev.
Acababa de aprender una importante lección: los helicópteros de ataque no pueden esperar sobrevivir frente a aviones de caza enemigos. Justo cuando él pensaba que los «Mi-24» iban a establecer una diferencia decisiva, se habían visto forzados a retirarse ante la aparición de los cazas alemanes. El apoyo de la artillería estaba cediendo. Los artilleros de la OTAN contraatacaban a los cañones soviéticos con eficacia, ayudados por los aviones cazabombarderos. Tendría que conseguir más apoyo aéreo de primera línea.
—¡Diablos, que se ha atascado! —replicó el coronel, y transmitió por radio nuevas órdenes a los batallones que ocupaban su flanco izquierdo.
—Parece un vehículo comando, a las diez, sobre la cresta de la colina.
—Es un tiro largo, yo…
¡Uuaaang! Un proyectil chocó en el frente de la torreta y se desvió.
—Tanque, a las tres, se acerca…
El artillero intentó operar con los controles y no pasó nada. Inmediatamente buscó la barra manual. Mackall atacó al blanco con su ametralladora; las balas rebotaban en el «T-80», que seguía avanzando no se sabía de dónde. El artillero continuaba tirando frenéticamente de la palanca cuando otro proyectil hizo impacto en su blindaje. El conductor le ayudó, haciendo girar el vehículo y rezando para que pudieran devolver el fuego.
El ordenador no funcionaba, dañado por la conmoción del primer impacto. El «T-80» estaba a menos de mil metros cuando el artillero pudo apuntarle. Disparó un proyectil «HEAT», y erró. El auxiliar de carga metió con fuerza otro en la recámara. El artillero trabajó con sus controles y disparó de nuevo. Impacto.
—Hay más detrás de ese —advirtió el artillero—. Búfalo Seis, aquí tres uno, vienen «bandidos» desde nuestro flanco. Necesitamos refuerzos aquí. —Llamó por radio Mackall; luego, se dirigió al conductor—: ¡Atrás por la izquierda, rápido!
El conductor no necesitaba estímulo. Se agachó, mirando hacia fuera por los pequeños prismas visores, y echó bruscamente hacia atrás la palanca del acelerador, haciéndole recorrer toda su carrera. El tanque retrocedió y giró por la izquierda mientras el artillero intentaba apuntar a otro blanco…, pero la estabilización automática tampoco funcionaba. Tenían que permanecer inmóviles para disparar con exactitud, y quedarse quietos significaba la muerte.
Entró volando muy bajo otro «Thunderbolt», y lanzó bombas racimo sobre la formación rusa. Otros dos tanques soviéticos quedaron detenidos, pero el cazabombardero se alejó echando humo. El fuego de la artillería se unía ahora para frenar la maniobra soviética.
—¡Por amor de Dios, deténgase un momento para que pueda tirar contra alguno de esos hijos de puta! —gritó el artillero.
El tanque se detuvo de inmediato. Disparó, e hizo blanco en la oruga de un «T-72».
—¡Recarguen! Un segundo tanque se unió al de Mackall, cien metros a su izquierda. Estaba intacto, y disparó rápidamente tres veces, obteniendo dos impactos. Entonces reapareció un helicóptero soviético y lanzó un misil que causó la explosión del tanque del comandante de compañía. Otro misil, un «Stinger» disparado desde el hombro, derribó al helicóptero mientras la infantería alemana volvía a desplegarse. Mackall vio pasar por la derecha y la izquierda de su torreta un par de misiles «HOT» antitanque, en busca de la avanzada soviética. Ambos abatieron sus blancos.
—Tanque con antena, directo al frente. —Lo tengo a la vista. ¡Sabot!
El artillero hizo girar la torreta de nuevo a la derecha. Elevó el cañón para usar la mira de combate y disparó.
—¡Capitán Alexandrov! —gritó por el micrófono el comandante de la división.
La transmisión del comandante del batallón se había interrumpido de repente. El coronel estaba usando demasiado su radio. A dieciséis kilómetros de allí, una batería alemana de cañones móviles de ciento cincuenta y cinco milímetros determinó la posición por las comunicaciones radiales y efectuó veinte rápidos disparos.
Alekseyev oyó llegar las granadas y saltó al interior de una cueva cavada por los alemanes, arrastrando consigo a Sergetov. Cinco segundos después, la zona quedó totalmente cubierta de ruido y humo.
El general asomó la cabeza y vio al coronel aún de pie, dando órdenes por radio. Detrás de él, el vehículo comando se incendiaba, y con él las radios. Cinco hombres habían muerto y otra media docena gritaba de dolor por las heridas recibidas. Alekseyev observó fastidiado un hilo de sangre en el dorso de su mano.
Mackall destruyó un tanque más, pero fueron los alemanes los que detuvieron el ataque, usando para ello sus últimos misiles «HOT». El comandante ruso que quedaba perdió el valor cuando vio la destrucción de la mitad de los tanques del batallón. Los supervivientes conectaron sus generadores de humo para cubrirse, y se retiraron rodeando la colina hacia el Sur. La artillería continuaba acosándolos. Por el momento, la batalla terrestre había terminado.
—Mackall, ¿qué está sucediendo? —preguntó el oficial ejecutivo de la compañía.
—¿Dónde está el Seis?
—Hacia su izquierda.
Mackall miró y vio que el tanque del comandante de la compañía estaba ardiendo. De manera que era ese…
—Solamente nosotros, señor. ¿Qué queda?
—Cuento cuatro.
Dios mío, pensó el sargento.
—Si me dan un regimiento de la división de tanques, puedo hacerlo. ¡No les queda nada! —insistió el coronel, que tenía sangre en la cara, por una herida superficial.
—Voy a hacerlo. ¿Cuánto tiempo necesita para continuar el ataque? —preguntó Alekseyev.
—Dos horas. Me hacen falta para reagrupar mis fuerzas.
—Muy bien. Tengo que volver al comando. La oposición enemiga fue más dura de lo que usted esperaba, camarada coronel. Por otra parte, sus fuerzas actuaron muy bien. Ordene a su sección de Inteligencia que trabaje más. ¡Reúna a sus prisioneros e interróguelos con todo rigor! Alekseyev se marchó seguido de Sergetov.
—¿Peor de lo que yo esperaba? —preguntó el capitán, cuando ya se encontraban en el interior del vehículo—. Deben haber tenido casi un regimiento para hacernos frente.
Alekseyev se encogió de hombros.
—No podemos cometer esa clase de errores con frecuencia y esperar tener éxito. Avanzamos cuatro kilómetros en dos horas, pero el costo fue tremendo. ¡Y esos hijos de puta de la fuerza aérea! ¡Tengo mucho que decirles a los generales de nuestra aviación frontal cuando los vea!
—Después de eso, usted es el nuevo oficial ejecutivo de la compañía —dijo el teniente; habían sobrevivido cinco tanques, uno de los cuales tenía ambas radios destrozadas—. Usted cumplió muy bien, realmente muy bien.
—¿Cómo les fue a los alemanes? —preguntó Mackall a su nuevo jefe.
—Pérdidas por un cincuenta por ciento, e Iván nos hizo retroceder cuatro kilómetros. No podemos sobrevivir a muchas acciones como esta. Puede ser que nos lleguen refuerzos dentro de una hora. Creo que convencí al regimiento de que Iván realmente quiere conquistar este lugar. Vamos a recibir ayuda. Y lo mismo los alemanes. Prometieron otro batallón para el anochecer, y quizás uno más cuando amanezca. Lleve su tanque para cargar combustible y munición. Nuestros amigos pueden volver pronto.
—Han realizado un ataque menor y dos bastante grandes para tomar esta población. Y todavía no la tienen, señor.
—Otra cosa. Hablé de usted con el jefe del regimiento. El coronel dice que a partir de ahora usted ha pasado a ser oficial.
El tanque de Mackall tardó diez minutos en llegar al lugar de reabastecimientos. La carga de combustible duró diez minutos más, mientras los exhaustos tripulantes se proveían de una nueva colección de granadas. El sargento quedó sorprendido al saber que debía regresar al frente con cinco granadas menos.
—Lo han herido, Pasha.
El hombre más joven negó con la cabeza.
—Me raspé la mano cuando bajaba del helicóptero. La dejaré sangrar un rato más para castigarme por mi torpeza.
Alekseyev se sentó frente a su comandante y se bebió una cantimplora entera de agua, de un litro. Estaba avergonzado por su ligera herida y decidió mentir respecto a ella.
—¿Cómo fue el ataque?
—La oposición…, feroz. Nos habían dicho que podíamos esperar dos batallones de infantería con tanques. Yo aprecio que el verdadero potencial enemigo fue de un maldito regimiento, y tenían posiciones muy bien presentadas. Aun así, estuvimos a punto de lograr la ruptura. El coronel comandante tenía un buen plan, y sus hombres pelearon con toda la garra que se podía esperar. Les obligamos a retirarse hasta estar a la vista del objetivo. Quiero sacar un regimiento de tanques de los OMG para el próximo ataque.
—No estamos autorizados a hacer eso.
—¿Qué? —Alekseyev quedó pasmado.
—Los Grupos de Maniobras Operacionales deben permanecer intactos hasta que se logre la ruptura. Órdenes de Moscú.
—Con un regimiento más podríamos hacerlo. ¡El objetivo estaba a la vista! Hemos desgastado una división de infantería mecanizada para llegar hasta allí, y perdimos la mitad del potencial de otra. Podemos ganar esta batalla y lograr la primera ruptura importante en las líneas de la OTAN… ¡pero tenemos que actuar ahora!
—¿Está completamente seguro?
—Sí, pero debemos movernos rápido. Los alemanes tienen que haberse dado cuenta de la situación a que se ha llegado en esta batalla. Ellos también intentarán obtener refuerzos. El regimiento de vanguardia de la división blindada número 30 se encuentra a una hora del frente. Si podemos conseguir que se pongan en marcha dentro de treinta minutos, intervendrán en el próximo ataque. En realidad, deberíamos hacer avanzar a toda la división. Esta oportunidad no va a durar mucho.
—Muy bien. Llamaré a STAVKA para solicitar el permiso.
Alekseyev se echó hacía atrás y cerró los ojos. La estructura de comando soviética: para apartarse del Plan, ¡hasta un comandante de teatro tenía que solicitar permiso! Pasó más de una hora hasta que los genios de Estado Mayor de Moscú examinaron los mapas. Liberaron al regimiento de vanguardia de la división 30, y le ordenaron unirse a la división de infantería mecanizada en el siguiente ataque. Pero llegaron tarde, y el ataque tuvo que retrasarse noventa minutos.
El subteniente Terry Mackall —todavía usaba las insignias de sargento y estaba demasiado cansado para ocuparse de su cambio de grado— se preguntó qué importancia tendría para el comando esta pequeña batalla de tanques. Llegaron dos batallones de tropas regulares alemanas en vehículos semioruga, relevando a los agotados hombres de la Landwehr, que se retiraron a retaguardia para preparar posiciones defensivas dentro y alrededor del pueblecito. Una compañía de tanques «Leopard» y dos pelotones de «M-1» reforzaron la posición, con un coronel alemán al mando del conjunto. Llegó en un helicóptero e inspeccionó todas las fuerzas de la posición defensiva. Era un tipo bajito, de aspecto recio y cara de pocos amigos; tenía algunas vendas en la cabeza y una boca apretada que difícilmente podía sonreír. Mackall recordó que si Iván lograba irrumpir por allí, podría quedar en condiciones de flanquear a las fuerzas británicas y alemanas que habían frecuentado el avance de la penetración rusa en los suburbios de Hannover. Eso era lo que hacía que la batalla fuera tan importante para los alemanes.
Los «Leopard» alemanes tomaron las posiciones frontales, aliviando a los norteamericanos. Era ahora una compañía entera, de nuevo con catorce tanques. El comandante de la compañía dividió la fuerza en dos partes; Mackall quedó a cargo de un grupo del Sur. Encontraron la última línea de refugios cavados, justo al sudeste de la población. Mackall asumió a conciencia su nuevo comando: controló a pie cada una de las posiciones y conferenció con los comandantes de los tanques. Los alemanes estaban muy bien preparados. Hicieron trasplantar arbustos frente a todas las posiciones en que faltaban. Habían evacuado a casi todos los civiles que vivían allí, aunque unas cuantas personas se resistían a abandonar las casas que ellas mismas habían construido. Una de ellas llevó comida caliente a los tripulantes de los tanques, pero los hombres de Mackall no tuvieron tiempo para comerla. El artillero reparó dos conexiones sueltas y el ordenador de control de fuego. El auxiliar de carga y el conductor trabajaron en una de las orugas. Antes de que terminaran empezaron a caer proyectiles de artillería.
Alekseyev quería estar allí. Tenía enlace telefónico con la división, y podía escuchar en el circuito de mando divisional. El coronel. —Alekseyev quería ascenderlo a general si el ataque tenía éxito— se quejaba de que los habían obligado a esperar demasiado tiempo. Pidió y obtuvo una misión de reconocimiento sobre las líneas enemigas. Uno de los aviones desapareció. El piloto del otro informó que había movimientos, pero no pudo establecer una estimación de fuerzas; había estado muy ocupado para evitar los misiles superficie-aire. El coronel temía que se hubiera producido un fuerte incremento en el potencial enemigo, pero sin pruebas cabales no podía justificar un nuevo aplazamiento ni la demanda de más refuerzos.
Mackall también observaba a distancia. La última línea de colinas estaba a más de un kilómetro y medio de su posición. En el espacio intermedio existió en algún tiempo una granja, pero ahora estaba cubierto en gran parte por pequeños árboles, como si la tierra hubiera quedado exhausta. Las fuerzas se hallaban organizadas en dos pelotones de tres tanques cada uno. Como comandante, su tarea consistía en mantenerse detrás de ellos y dirigirlos por radio.
Veinte minutos después de que la radio informara de un fuerte avance ruso, Mackall empezó a ver movimientos. Los vehículos semioruga alemanes de transporte de personal comenzaron a descender la colina en dirección al poblado. En el Norte aparecieron algunos helicópteros soviéticos, pero esta vez una batería de «Roland» escondida en la población los atacó de inmediato y consiguió derribar a tres, que explotaron en el aire antes de poder retirarse de la zona. Después venían los «Leopard» alemanes. Mackall los contó y notó que faltaban tres tanques. La artillería de la OTAN comenzó a batir las cumbres de las colinas, y los caflones soviéticos disparaban granadas sobre los campos que rodeaban a los tanques norteamericanos. Entonces aparecieron los rusos.
—Búfalo, todas las unidades cesen el fuego. Repito, todo el mundo cese el fuego —ordenó el comandante de compañía por la radio.
Mackall vio que los alemanes pasaban en retirada a través de la población. Así que eso es lo que ha planificado ese cochino alemán hijo de puta —pensó—. Precioso…
—¡Los tenemos en retirada! —informó el coronel a Alekseyev por el circuito de mando.
Sobre la mesa de mapas, frente al general, se cambiaron las posiciones de las siluetas representativas de las unidades y los oficiales de localización dibujaron nuevas marcas con lápices blandos. En la carta de situación pintaron con color rojo un claro entre las líneas alemanas.
Los tanques soviéticos de vanguardia estaban ahora a quinientos metros del poblado, y avanzaban velozmente por el claro de dos kilómetros que había entre los tanques de la compañía B. El coronel alemán dio la orden al comandante de tanques norteamericano.
—Búfalo, aquí Seis…, —¡a ellos!
Doce tanques dispararon simultáneamente y destruyeron nueve blancos.
—Woody, busque antenas —ordenó Mackall a su artillero.
Usaba sus visores prismáticos para no perder de vista a sus subordinados mientras el artillero giró a la derecha, buscando los tanques soviéticos de retaguardia.
—¡Allí hay uno! ¡Carguen una granada «HEAT»! Blanco tanque. Distancia dos mil seiscientos…
El tanque se tambaleó lateralmente. El artillero observó el arco de la munición trazadora a través del aire a lo largo de su trayectoria de más de dos kilómetros…
—¡Batido!
La segunda salva de los «M-1» destruyó ocho tanques; luego empezaron a explotar otros al recibir misiles antitanque lanzados desde la población. Los rusos habían quedado con carros de combate medio enterrados en sus flancos, frente a una población que hervía de misiles antitanques; el coronel alemán les tenía preparada una verdadera emboscada; y los rusos, en la persecución, habían caído en ella. Los tanques «Leopard» ya estaban saliendo por derecha e izquierda desde detrás del poblado para coger a los rusos en campo abierto. El oficial de control aéreo trajo a sus cazabombarderos sobre las posiciones de la artillería soviética una vez más. Los cazas soviéticos los atacaron, pero mientras lo hacían no podían intervenir en la batalla terrestre. Por último, un escuadrón de helicópteros alemanes «Gazelle» armados con misiles sumó su ataque contra los blancos en tierra. Los tanques soviéticos conectaron sus lanzadores de humo y trataron desesperadamente de atacar al enemigo, pero los norteamericanos estaban hundidos en profundas posiciones; y los lanzamisiles alemanes, escondidos en la población, cambiaban hábilmente de posición después de cada disparo.
Mackall modificó la situación de sus pelotones llevando uno a la izquierda y el otro a la derecha. Su propio artillero localizó y abatió un segundo tanque de mando y luego los alemanes encerraron a la formación rusa desde el Norte y el Sur. Aunque todavía estaban superados en número, los alemanes tomaron a los rusos desestabilizados y barrieron la columna de tanques con sus grandes cañones de ciento veinte milímetros. El comandante soviético ordenó a sus helicópteros que volvieran para que les abrieran una ruta de escape. Así lo hicieron, y lograron sorprender y destruir tres tanques alemanes antes de que los misiles comenzaran a derribarlos otra vez. De pronto, ya fue demasiado. Mientras Mackall observaba, la fuerza soviética giró en redondo y se retiró hacia las montañas, con los alemanes en su persecución. Llevaron el contraataque hasta el límite, y Mackall sabía que nadie era capaz de hacer eso tan bien como los alemanes. Cuando finalmente recibió órdenes de moverse, la posición inicial de defensa estaba de nuevo en propias manos. La batalla había durado apenas algo más de una hora. Dos divisiones soviéticas blindadas quedaban diezmadas en el camino a Bieben.
Los tripulantes abrieron las escotillas para permitir que entrara aire fresco en la sofocante torreta. Quince vainas utilizadas entrechocaban en el suelo. El ordenador de control de fuego estaba otra vez fuera de servicio; pero Woody había destruido otros cuatro tanques, dos de ellos mandados por oficiales soviéticos. El comandante de compañía se le acercó en un jeep.
—Tres tanques dañados —informó Mackall—. Será necesario sacarlos de aquí para repararlos. —Su rostro se iluminó en una amplia sonrisa—. ¡Estos nunca nos van a quitar ese pueblo!
—Aquellos regulares de la Bundeswehr marcaron la diferencia —asintió el teniente—. Muy bien, empiece a llevar a su gente para reabastecimiento.
—Ah, sí. La última vez que volví traje cinco tiros de menos.
—Están reduciendo la provisión de munición. No nos llegan con la rapidez que calculábamos.
Mackall lo pensó un momento y no le gustó nada.
—¡Que alguien les diga a esos podridos marinos que, si ellos cumplen con lo suyo, nosotros podemos parar a esos hijos de puta!
Morris nunca había visto Hampton Roads tan concurrido. Por lo menos sesenta buques mercantes fondeados se balanceaban amarrados a sus anclas, junto con una reforzada fuerza de escolta que se preparaba para sacarlos al mar. También se encontraba allí el Saratoga; le faltaba el mástil principal y sobre el muelle estaban preparando otro para sustituirlo, mientras se efectuaban reparaciones en los daños menos visibles producidos por el ataque sufrido. Numerosos aviones volaban en círculo sobre el sector, y varios buques tenían sus radares encendidos… no fuera que algún submarino soviético hubiese podido acercarse a la costa y lanzar un misil crucero sobre el conjunto de buques.
La fragata Pharris estaba amarrada al muelle de carga de combustible, cargando fuel-oil para sus calderas y combustible jet para su helicóptero. El único «ASROC» empleado ya había sido repuesto, al igual que los seis cohetes de chaff. Aparte de eso, lo único que faltaba subir a bordo era comida. Ed Morris entregó su informe de patrullaje a un mensajero que lo llevaba a su comandante de escuadrón. Habría ido él en persona, pero no disponía de tiempo. Debían zarpar en doce horas.
Era otro convoy de veinte nudos, que partiría a los puertos franceses de Le Havre y Brest, con equipo pesado y munición.
Morris recibió el informe de Inteligencia de la flota. Las cosas habían empeorado. Veinte submarinos de la OTAN ocupaban ahora posiciones en el pasaje Groenlandia-Islandia-Reino Unido, tratando de compensar la pérdida de la línea SOSUS. Ellos informaban haber destruido un considerable número de submarinos soviéticos, pero aclaraban también que algunos habían logrado pasar; y Morris estaba seguro de que por cada filtración conocida, había otras cuatro o cinco desconocidas.
El primer convoy había gozado prácticamente de un viaje gratis. Aquellos pocos submarinos soviéticos que se hallaban en el Atlántico en esos momentos, estaban muy diseminados y se veían forzados a navegar a altas velocidades para cazar a sus blancos en el convoy. Ahora ya no. Se suponía que habría aproximadamente sesenta en el Atlántico, y por lo menos la mitad de propulsión nuclear. Morris repasó las cifras, pensó en el inventario soviético, en cuántos hundidos informaba la OTAN, y se preguntó si la cantidad de sesenta no sería una estimación optimista.
Además, estaban los «Backfire». El convoy debería tomar una ruta desviada hacia el Sur, agregando dos días completos al tiempo normal de cruce, pero obligando a los bombarderos soviéticos a estirarse hasta el límite de su combustible. También, treinta minutos antes de cada pasaje de satélite, el convoy invertiría el rumbo dirigiéndose momentáneamente hacia el Oeste, con la esperanza de que los soviéticos orientasen entonces sus bombarderos y submarinos hacia posiciones equivocadas.
Un par de grupos de portaaviones de combate se hallaba en el mar y, de ser posible, les brindaría apoyo. Estaba claro que querían hacer caer a los «Backfire» en una trampa.
Los grupos de portaaviones navegarían siguiendo un curso evasivo, tratando por todos los medios de evitar la detección de satélites. Morris sabía que esto era posible, un, simple ejercicio de geometría, pero determinaba serias limitaciones en la libertad de acción de los portaaviones…, y el hecho de que los grupos de portaaviones se encontraran en la zona haría necesario que se les asignaran algunos de los aviones de patrullaje antisubmarino, quitándoselos así al convoy que dependía en gran parte de ellos. Era una solución de compromiso, aunque toda la vida, y por cierto cualquier operación de guerra, constituía una serie de soluciones de compromiso.
Morris encendió un cigarrillo sin filtro. Hacía varios años que había abandonado el hábito, pero al promediar su primer viaje de ida en operación de guerra, se encontró en el almacén del buque comprando una caja de cigarrillos libres de impuestos, para fumar «en el mar». El riesgo extra para su salud, juzgó, no era más que incidental. Los rusos ya habían hundido nueve destructores y fragatas, dos de los buques con todos sus hombres.
Edwards había aprendido a odiar esas curvas de nivel, representadas por líneas de color óxido, que aparecían en sus mapas. Cada una de ellas anunciaba un cambio de veinte metros. Trató de efectuar el cálculo en su cabeza, pero no llegó más allá de sesenta y cinco coma seis pies, por cada una de las malditas líneas marrón rojizas, las cuales estaban a veces separadas por algo así como tres milímetros. Otras, se hallaban tan juntas que el teniente casi esperaba encontrarse con una verdadera pared. Recordó una visita que había hecho a Washington D. C., y aquella vez en que él y su padre habían pasado en actitud de burla junto a la fila en que los turistas esperaban el ascensor para subir a lo lalto del monumento a Washington; ellos prefirieron hacer a pie los ciento cincuenta metros de altura, por la escalera de caracol, hasta el puesto de observación. Ahora él estaba haciendo la misma subida cada noventa minutos más o menos, excepto que esta vez no tenía escalones lisos regulares, ni los esperaba ningún ascensor en lo alto para hacer más descansado el descenso… ni un taxi para volver al hotel.
Subieron diez curvas de nivel —doscientos metros o seiscientos cincuenta y seis pies— en las siguientes tres horas después de haber levantado campamento; según el mapa, cruzaron desde la división administrativa de segundo orden Skorradalshreppur, hasta la división administrativa de segundo orden Lundarreykjadashreppur. No había grandes carteles verdes de autopista para señalar esa circunstancia; los islandeses eran lo bastante inteligentes como para saber que por allí sólo viajaban los que vivían en la zona, y por lo tanto no hacía falta poner indicaciones. Mientras caminaban entre dos pantanos, tuvieron la recompensa de dos kilómetros de terreno relativamente llano. Estaba sembrado de rocas y cenizas de una elevación que parecía ser un volcán extinto, a unos seis kilómetros de allí.
—Descansemos un poco —dijo Edwards.
Se sentó junto a una roca alta para poder apoyar la espalda contra ella, y se sorprendió al ver que Vidgis se le acercaba. Se sentó frente a él, a un metro.
—¿Cómo estás hoy? —preguntó.
Notó que ahora ya había vida en los ojos de la muchacha. ¿Tal vez se hubieran ido los demonios que la habían despertado la noche anterior? «No —pensó—, jamás se irán del todo… pero para sufrir pesadillas hay que estar vivo, y quizá fueran desapareciendo con el tiempo. Con el tiempo, uno puede recobrarse de cualquier cosa, excepto del crimen».
—No he dicho a usted gracias por mi vida.
—No podíamos quedarnos allí y dejar que te mataran —dijo Edwards, preguntándose si no era una mentira.
Si los rusos hubieran matado a las tres personas de la casa, ¿él los habría atacado, o habría esperado sin otro propósito que saquear el lugar después de que se fueran? Era el momento de la verdad.
—No lo hice sólo por ti.
—Yo no comprendo.
Edwards sacó su cartera del bolsillo y la abrió, dejando a la vista una fotografía de cinco años atrás.
—Esta es Sandy, Sandra Miller. Crecimos en la misma manzana y cursamos juntos toda la escuela. Tal vez algún día nos hubiésemos casado —dijo en voz baja; o tal vez no, admitió para sus adentros; pues la gente cambia—, yo ingresé en la Academia de la Fuerza Aérea, y ella en la Universidad de Connecticut, en Hartford. En octubre de su segundo año, ella desapareció. La violaron y asesinaron. La encontraron una semana después en una zanja. El tipo que lo hizo…, nunca probaron que fue él quien mató a Sandy, pero violó a otras dos chicas en la escuela. Bueno, ahora el tipo se halla en un hospital para enfermos mentales. Dicen que estaba loco, que no era realmente responsable. Así que algún día el doctor dirá que se encuentra curado y lo dejarán salir, pero Sandy seguirá muerta. —Edwards bajó la vista hacia las rocas—. Yo no pude hacer nada. No soy policía, y estaba a tres mil kilómetros de distancia. Pero esta vez, no. —Su voz no demostraba emoción alguna—. Esta vez fue diferente.
—¿Usted amar a Sandy? —preguntó Vidgis.
«¿Cómo contestar eso?», se preguntó Mike. Realmente, parecía que sí, cinco años antes, ¿verdad? Pero ¿habría dado resultado? Tú no has sido exactamente un célibe durante estos últimos cinco años, ¿no es así? Pero nunca fue lo mismo, ¿verdad? Miró la fotografía, tomada tres días antes de que asesinaran a Sandy. Le había llegado a Colorado Springs después de la muerte de ella, aunque en ese momento él no lo supiera. Su pelo oscuro y largo hasta los hombros, la inclinación de la cabeza, la traviesa sonrisa que precedía a una risa contagiosa…, todo perdido.
—Sí. —Ahora había ya emoción en su voz.
—¿Usted hace por ella entonces?
—Sí —mintió Edwards, lo hice por mí.
—Yo no sé su nombre.
—Mike. Michael Edwards.
—Usted hace eso por mí, Michael. Gracias por mi vida.
Aparecieron los primeros indicios de una sonrisa. Ella colocó su mano sobre la de él. Era suave y tibia.