25. PENOSAS CAMINATAS

ISLANDIA

Después de pasar la pradera volvieron a lo que el mapa llamaba páramo. Durante los primeros mil metros se extendía a nivel, luego empezó a subir paulatinamente exigiéndoles un verdadero esfuerzo para trepar el Glymsbrekkur, una elevación de doscientos metros. Tan pronto te abandonan tus piernas, pensó Edwards. La lluvia no había perdido intensidad y la escasa luminosidad que tenían para guiarse les obligaba a marchar muy despacio. Encontraban sueltas muchas de las rocas en que intentaban apoyarse al caminar. Pisar en algunos sitios era traicionero, y un mal paso podía ser fatal. Las constantes torceduras les habían hinchado los tobillos, y los borceguíes con sus cordones bien apretados no parecían ya ayudarles en ese terreno tan desigual.

Después de seis días internados en la isla, Edwards y sus infantes de Marina estaban empezando a comprender qué era la fatiga. Con cada paso sus rodillas cedían unos dos centímetros más, haciendo que el paso siguiente aumentara el esfuerzo, para compensar. Las correas de sus mochilas se clavaban en sus hombros. Tenían los brazos cansados de llevar las armas y de ajustarse constantemente las correas. Sus cuellos cedían, y era un esfuerzo más levantar la cabeza para mirar hacia arriba y alrededor; debían estar siempre alerta ante una posible emboscada.

A sus espaldas, el resplandor del incendio de la casa desapareció detrás de una cresta, la primera cosa buena que había ocurrido. Ningún helicóptero todavía, ningún vehículo que investigara el fuego. ¡Qué bien! Pero ¿cuánto duraría eso? ¿Cuánto tardarían en echar de menos a la patrulla? Todos ellos se lo preguntaban.

Todos, excepto Vidgis. Edwards caminaba unos pasos delante de ella, oyendo su marcada respiración, escuchando sus posibles sollozos, queriendo decirle algo, pero sin saber qué. ¿Había hecho lo correcto? ¿Era asesinato? ¿Era oportunidad? ¿Era justicia? ¿Acaso importaba? Tantas preguntas… las apartó a un lado. Tenían que sobrevivir. Eso era lo que importaba.

—Tomaremos un descanso —dijo—. Diez minutos.

El sargento Smith comprobó dónde estaban los otros y luego se sentó al lado de su oficial.

—Hemos avanzado bien, teniente. Calculo de seis a ocho kilómetros en las dos últimas horas. Creo que podemos aflojar un poco.

Edwards sonrió tristemente.

—¿Por qué no nos detenemos del todo y construimos una casa por aquí?

Smith soltó una risita en la oscuridad.

—Lo oí, jefe.

El teniente estudió brevemente el mapa y levantó la vista para ver hasta dónde coincidía con lo que alcanzaba a ver.

—¿Qué le parece si rodeamos este pantano por la izquierda? El mapa muestra una caída de agua aquí, la Skulafoss. Puede ser un lindo cañón profundo, Tal vez tengamos suerte y encontremos una caverna o algo parecido. Si no es profundo, ningún helicóptero entraría allí, y tendremos sombras para ocultarnos. ¿Cinco horas?

—Más o menos —asintió Smith—. ¿Hay que cruzar caminos?

—No se ven más que senderos.

—Me gusta. —Smith se volvió a la muchacha, que los observaba sin pronunciar palabra, sentada con la espalda apoyada en una roca—. ¿Cómo se siente, señora? —preguntó, amable.

—Cansada.

Su voz decía más que eso, pensó Edwards. No había allí ninguna emoción, ninguna en absoluto. Se preguntó si era bueno o malo. ¿Qué debía hacerse por las víctimas de crímenes graves? Sus padres asesinados frente a sus ojos, su propio cuerpo brutalmente violado… ¿Qué pensamientos estaban pasando por aquella cabeza? «Hay que hacerle pensar en otra cosa», decidió.

—¿Conoces bien esta zona? —preguntó el teniente.

—Mi padre pesca aquí. Yo vengo con él muchas veces.

Inclinó la cabeza hacia atrás, ocultándola en las sombras. Su voz se quebró y empezó a sollozar despacito.

Edwards quería rodearla con su brazo, decirle que las cosas estaban bien ahora, pero temía que resultara peor. Además, ¿quién podía creer que las cosas estaban bien ahora?

—¿Cómo andamos en cuanto a comida, sargento?

—Calculo que tenemos latas para cuatro días. Revisé bastante bien toda la casa, señor —susurró Smith—. Conseguí un par de cañas de pescar y algunos anzuelos. Con un poco más de tiempo, creo que podremos alimentarnos nosotros mismos. Hay muchos arroyos con peces por aquí, tal vez en ese mismo lugar adónde vamos. Salmones y truchas. Yo nunca pude permitirme el lujo de hacerlo, pero he oído decir que pescar es muy divertido. Usted dijo que su padre era pescador, ¿no?

—Capturaba langostas…, bastante parecido. ¿Por qué dijo que no podía permitirse el lujo…?

—Cobran doscientos dólares diarios para venir a pescar aquí —explicó Smith—. Eso no se puede pagar con el sueldo de un sargento, ¿sabe? Pero, si cobran tanto, es porque tiene que haber toneladas de peces en el agua, ¿no es cierto?

—Suena razonable —coincidió Edwards—. Es hora de moverse. Cuando lleguemos a esa montaña, nos acostaremos un buen rato y todo el mundo podrá descansar.

—Brindaré por eso, jefe. Podría hacernos llegar tarde a…

—¡Al diablo con eso! Llegaremos tarde. Las reglas de juego han cambiado un poco. Es posible que Iván nos esté buscando. De ahora en adelante vamos a tomarlo con calma. Si a nuestros amigos del otro lado de la radio no les gusta…, lo lamento mucho. Vamos a llegar tarde allá, pero llegaremos.

—Tiene razón, jefe. ¡García! Tome la punta. Rodgers, cubra la puerta de atrás, Cinco horas más, infantes; después, dormiremos.

USS PHARRIS

El agua vaporizada le golpeaba la cara, y para Morris era un placer. El convoy de buques en lastre navegaba contra un vendaval de cuarenta nudos. El mar tenía una horrible tonalidad verde con sectores de espuma batida, y de las crestas blancas se desprendían gotas que cruzaban el aire volando horizontalmente. Su fragata remontaba las abruptas laderas de interminables olas gigantescas de más de seis metros, y luego caía otra vez en una sucesión que llevaba ya seis horas, El movimiento de la nave era brutal. Cada vez que la proa bajaba pronunciadamente, era como si se hubieran clavado los frenos en un auto. Los hombres se agarraban de los puntales y se afirmaban con las piernas abiertas para compensar el continuo movimiento. Los que se hallaban en sitios descubiertos, como Morris, se habían colocado chalecos salvavidas y chaquetas con capuchones. Por lo general, muchos de sus tripulantes más jóvenes habrían estado sufriendo bastante con ese tiempo (hasta los marinos profesionales deseaban evitarlo), pero en esos momentos la mayoría de ellos dormía. La fragata había vuelto a la normal condición-3 de navegación, lo cual permitía que los hombres se pusieran al día con sus horas de descanso.

Aquel tiempo hacía casi imposible el combate. Los submarinos quedaban convertidos en plataformas de un solo sensor. Casi todos ellos detectaban a los blancos mediante el sonar, pero los atronadores ruidos del mar agitado borraban los que producían normalmente los buques y que eran escuchados por los submarinos. Un comandante de submarino extremadamente belicoso podía intentar situarse a profundidad de periscopio para poder operar con su radar de búsqueda, pero eso significaba correr el riesgo de quedar sometido a bruscos cambios de posición del buque y perder momentáneamente el control, algo que ningún comandante de submarino nuclear podía aceptar de buen grado. Cualquier submarino tendría que embestir prácticamente a un buque para detectarlo, y no eran pocas las probabilidades de que ello ocurriera. Tampoco tenían que preocuparse por los ataques aéreos en esas circunstancias. La superficie almenada del mar bastaría seguramente para confundir a la cabeza buscadora de un misil ruso.

Por su parte, el sonar montado en la proa era totalmente inútil, ya que subía y bajaba en un arco de seis metros, y por momentos se levantaba hasta quedar completamente fuera del agua. El sonar de arrastre iba detrás del buque en aguas más tranquilas, unas cuantas decenas de metros bajo la superficie; teóricamente podría funcionar bastante bien; pero, en la práctica, un submarino tendría que estar navegando a muy altas velocidades para que su ruido se distinguiera de los de superficie, y aun así, combatir contra un blanco en esas condiciones no era empresa fácil. Su helicóptero se mantenía inmovilizado en el buque. Despegar podría haber sido posible, pero aterrizar en esas condiciones era una imposibilidad absoluta. Un submarino habría tenido que hallarse dentro del alcance de un torpedo «ASROC» (cinco millas) para estar vulnerable ante la fragata, pero hasta eso era sólo una débil posibilidad. Siempre podían llamar un «P-3 Orion» (había dos operando con el convoy). Morris no envidiaba lo más mínimo a sus tripulantes, que estarían saltando violentamente entre las nubes a menos de trescientos metros.

La tormenta significaba para todos un descanso en la batalla; ambos bandos reponían energías para los próximos encuentros. A los rusos les sería más fácil. Sus aviones de gran autonomía permanecerían en tierra para el mantenimiento necesario, y sus submarinos, navegando a ciento veinte metros de profundidad, podían mantener cómodamente sus guardias de sonar.

—¿Café, jefe?

El contramaestre Clarke salió del puente de navegación; llevaba en sus manos una taza cubierta con un plato para protegerla del agua salada.

—Gracias. —Morris tomó la taza y bebió la mitad—. ¿Cómo lo está pasando la tripulación?

—Demasiado cansados para vomitar, señor —rio Clarke—. Duermen como bebés. ¿Cuánto tiempo más va a durar esta mierda?

—Doce horas; después, esperamos que aclare. Detrás de esto hay un sistema de alta presión.

El informe meteorológico con el pronóstico a largo plazo acababa de llegar de Norfolk. El seguimiento de la tormenta mostraba que estaba desplazándose hacia el Norte. Para las próximas dos semanas se estimaba que habría en general buen tiempo. Maravilloso.

El suboficial se inclinó hacia fuera por la borda para controlar cómo aguantaban el rigor los distintos equipos instalados en la cubierta de proa. Cada tercera o cuarta ola, la fragata hundía con fuerza la proa, recibiendo ocasionalmente agua sobre la cubierta. Esta agua golpeaba violentamente contra un montón de cosas, y era responsabilidad del suboficial hacerlas arreglar. Como muchas de las asignadas al tormentoso Atlántico, la fragata Pharris estaba provista de planchas que aumentaban la altura de la proa y contrarrestaban el agua vaporizada, colocadas en ocasión de los últimos trabajos de mantenimiento que le efectuaran. Eso reducía, pero no eliminaba enteramente, el problema conocido por todos los marinos desde que el hombre salió por primera vez al mar: el océano tratará por todos los medios de destruirte si tú le faltas al respeto que él exige. El ojo experimentado de Clarke captó cien detalles antes de que les diera la espalda.

—Parece que esta vez está capeando bien.

—Diablos, me conformaría con tener esto durante todo el camino de regreso —dijo Morris después de terminar su café—. Cuando haya pasado, sin embargo, tendremos que volver a juntar a muchos de los mercantes.

Clarke movió la cabeza, asintiendo. Mantener las posiciones no era precisamente fácil con un tiempo así.

—Hasta ahora, todo bien, señor. Todavía no se ha soltado nada grande.

—¿Cómo va «la cola»?

—No hay problema, señor. Tengo un hombre vigilando el sonar de arrastre. Tiene que aguantar bien, a menos que debamos aumentar mucho la velocidad.

Ambos sabían que no la aumentarían. Navegaban a diez nudos, y la fragata no podía hacerlo mucho más rápido en ese mar, cualquiera que fuese el motivo.

—Me voy a popa, señor.

—Muy bien. Arriba ese ánimo.

Morris miró hacia lo alto para comprobar que sus vigías estuvieran todavía alerta. Con muchas o pocas probabilidades, había peligro a su alrededor. De todas clases.

STORNOWAY, ESCOCIA

—Andoya. Después de todo, no iban a Bodo —dijo Toland mientras analizaba detenidamente las fotografías de satélite de Noruega.

—¿Cuántos hombres le parece que habrán puesto en tierra?

—Por lo menos una brigada, comandante. Tal vez una división reducida. Aquí se ve un montón de vehículos oruga, y muchos «SAM» también. Ya están situando aviones de caza en el aeropuerto. Los próximos serán bombarderos…, quizá ya se encuentren allá en estos momentos. Estas tomas son de hace tres horas.

La fuerza naval rusa ya había puesto proa de regreso al Fiordo Kola. Ahora podrían reforzar por aire. Se preguntó qué habría pasado al regimiento noruego que debía haber estado en ese lugar.

—Sus bombarderos livianos «Blinder» pueden alcanzarnos desde allí. Y estos bastardos pueden entrar y salir a velocidades sónicas; será tremendamente difícil interceptarlos.

Los soviéticos habían lanzado ataques sistemáticos contra las estaciones de radar de la RAF distribuidas en la costa escocesa. Algunos de esos ataques los hicieron con misiles aire-superficie; otros, con misiles crucero lanzados desde submarinos. Hasta habían realizado un ataque con cazabombarderos apoyados por aviones de perturbación electrónica en gran número…, pero ese ataque les había resultado bastante costoso.

Los «Tornado» de la RAF pudieron derribar a la mitad de los atacantes, especialmente en el vuelo de regreso. Los bombarderos bimotores «Blinder» podían lanzar sus pesadas cargas de bombas después de aproximarse muy bajo y a gran velocidad. Esa era quizá la causa por la que Iván había querido Andoya, pensó Toland. Estaba perfectamente situada para ellos. Fácil de apoyar desde sus propias bases instaladas más al Norte, y justo un poco lejos para que los cazabombarderos con base en Escocia pudieran atacarlos sin tener muchos aviones cisterna disponibles.

—Podemos llegar allá —dijo el norteamericano—, pero eso significa llevar la mitad de nuestros aviones de ataque cargados con tanques exteriores suplementarios.

—No lo creo probable. Es difícil que los liberen de la fuerza de reserva.

El comandante movió negativamente la cabeza.

—Entonces tenemos que empezar a realizar un patrullaje intenso sobre las Feroes, y eso evitará que molestemos demasiado a Islandia. —Toland miró a los que rodeaban la mesa—. ¿No les encanta cuando un plan sale redondo? ¿Cómo hacemos para quitarles la iniciativa a esos hijos de puta? Estamos siguiendo su juego. Reaccionamos a sus acciones, y no hacemos lo que nosotros queremos hacer. Así es como se pierde, amigos. Iván ha mantenido en tierra a sus «Backfire» debido a ese frente de tormenta que está cruzando el Atlántico central. Mañana volverán a volar, después de un día entero de descanso, y saldrán a atacar a nuestros convoyes. Si no podemos golpear Andoya, llevar a cabo ninguna acción en Islandia, ¿qué diablos vamos a hacer? ¿Quedarnos aquí sentados y preocuparnos por defender Escocia?

—Si dejamos que Iván establezca superioridad aérea sobre nosotros…

—Si Iván puede destruir los convoyes, ¡nosotros perdemos esta maldita guerra! —sentenció Toland.

—Es verdad. Tiene mucha razón, Bob. El problema es, ¿cómo atacamos a los «Backfire»? Parece que están volando hacia el Sur, directamente sobre Islandia. Muy bien, conocemos la zona de tránsito, pero esa zona está protegida por «MiG», muchacho. Terminaríamos enviando cazas para que pelearan contra cazas.

—Entonces, vamos a intentar algo indirecto. Atacaremos a los cisternas que están usando.

Estaban presentes los pilotos de cazas y dos oficiales de operaciones de los escuadrones. Todos ellos habían escuchado en silencio los diálogos de los tipos de Inteligencia.

—¿Y cómo diablos vamos a encontrar a sus cisternas? —preguntó ahora uno de ellos.

—¿Usted cree que pueden reabastecer en vuelo treinta o más bombarderos sin ningún contacto de radio? —preguntó Toland—. Yo he escuchado por satélite operaciones con aviones tanque rusos, y sé que conversan entre ellos. Digamos que podemos poner un avión allá arriba que haga escucha, y descubra dónde están reabasteciendo. ¿Por qué no enviarles algunos «Tom» para que los intercepten en su ruta de regreso?

—¿Derribarlos después de que ellos hayan dado el combustible para el ataque…? —reflexionó uno de los pilotos de caza.

—No podré evitar el ataque de hoy, digamos, pero esos bastardos quedarán paralizados para el de mañana. Si tenemos éxito aunque sea una vez, Iván tendrá que cambiar sus planes de operaciones, tal vez enviando cazas junto con ellos. Aunque sólo fuera eso, por lo menos los tendríamos a ellos reaccionando ante nosotros, para variar.

—Y quizá nos alivie bastante la presión que tenemos —dijo el comandante—. Muy bien, vamos a ocuparnos de ello.

ISLANDIA

El mapa no insinuaba siquiera lo duro que sería aquello. El río Skula había cavado una serie de gargantas a través de los siglos. El río estaba alto, y las caídas originaban nubes de agua pulverizada que formaban un arco iris con el sol de la mañana. Edwards sintió fastidio. Hasta entonces siempre le habían gustado los arco iris, pero este en particular significaba que las rocas que ellos tendrían que trepar estarían húmedas y resbaladizas, Calculó que sería un descenso de sesenta metros hasta un suelo de granito y cantos rodados. Luego le pareció mucho más.

—¿Alguna vez ha practicado la escalada de rocas, teniente? —preguntó Smith.

—No, nada como esto. ¿Y usted?

—Sí, excepto que practicamos mucho más el ascenso. Esto debe de ser bastante más fácil, No se preocupe demasiado por resbalar. Estas botas se adhieren bastante bien. Sólo ha de asegurarse de que apoya el pie en algo sólido, ¿de acuerdo? Tómelo con calma y despacito. Deje que García muestre el camino. Ya me está gustando este lugar, jefe. ¿Ve ese laguito debajo de la caída de agua? Hay peces, y no creo que nadie nos encuentre nunca dentro de ese agujero.

—Muy bien, usted vigile a la muchacha.

—Bueno. García, vaya al frente. Rodgers, cubra la retaguardia.

Smith se cruzó el fusil en la espalda mientras se acercaba a Vidgis.

—Señora, ¿cree que podrá bajar bien por aquí? —Le tendió la mano.

—He estado antes aquí.

Estuvo a punto de sonreír, hasta que recordó quién la había llevado allí, y cuántas veces. No cogió la mano de Smith.

—Eso es bueno, señorita Vidgis. A lo mejor usted puede enseñarnos un par de cosas. Tenga cuidado, ahora.

Podría haberles resultado bastante fácil de no haber sido por las pesadas mochilas. Cada uno de los hombres llevaba una carga de veinticinco kilos. El peso agregado y la fatiga afectaban el equilibrio, con el resultado de que, si alguien los observaba desde lejos, podría haber confundido a los infantes de Marina con un grupo de mujeres viejas que estaba cruzando una calle con hielo. Era un plano descendente de unos cincuenta grados, en algunas partes casi vertical, con algunos senderos marcados por desgaste en el suelo, tal vez por los ciervos salvajes que habitaban allí. Por primera vez el cansancio trabajaba en favor de ellos. De haber estado más frescos quizás habrían intentado moverse con mayor rapidez; pero en el estado en que se encontraban, cada hombre cerca de su límite, temían más a su propia debilidad que a las rocas. Tardaron más de una hora, pero llegaron abajo con nada más grave que algunos cortes en las manos y unas cuantas contusiones en otras partes del cuerpo.

García cruzó el río hasta la ribera oeste, donde la pared del cañón era más vertical, y acamparon en una especie de palco rocoso a unos tres metros sobre el nivel del agua. Edwards miró su reloj. Hacía más de dos días que se hallaba en movimiento continuado. Cincuenta y seis horas. Cada uno encontró para sí un lugar en medio de las sombras más densas.

Primero comieron. Edwards vació una lata de algo, sin preocuparse de saber qué era. Por sus eructos dedujo que había sido pescado. Smith dejó que los dos soldados durmieran primero, y ofreció a Vidgis su propio saco de dormir. La muchacha se durmió agradecida, casi tan rápidamente como los infantes. Edwards vigilaba, sorprendido de que aún le quedara algún vestigio de energía.

—Este es un buen lugar, jefe —murmuró al fin el sargento, dejándose caer pesadamente junto a su oficial—. ¿Fuma?

—No fumo. Creí que se le habían acabado.

—Así era. Pero el padre de la chica fumaba, y conseguí unos cuantos paquetes.

Smith encendió un cigarrillo sin filtro con un encendedor «Zippo» que tenía grabados el globo y el ancla del cuerpo de Infantería de Marina. Aspiró profundamente.

—¡Cristo! ¿No es maravilloso esto?

—Supongo que podemos quedarnos aquí todo un día para descansar.

—A mí me parece muy bien. —Smith se echó hacia atrás—. Usted resiste bastante bien, teniente.

—Yo era corredor en la academia de la fuerza aérea, Diez mil metros, algunas maratones, cosas de esas…

Smith le dirigió una mirada triste.

—¿Quiere decir que yo he estado tratando de ganarle en el terreno a un tipo que sabe correr?

—Le ha estado ganando a un maratonista en este maldito terreno.

Edwards se masajeaba los hombros. Se preguntó si el dolor que le habían producido las correas de su mochila se le pasaría alguna vez. Sentía las piernas como si alguien las hubiera golpeado con un bate de béisbol. Se apoyó hacia atrás y ordenó descansar a todos los músculos de su cuerpo. El suelo rocoso no ayudaba, pero no podía acumular energía siquiera para buscar un sitio mejor. Recordó algo.

—¿No tendría que haber alguien haciendo guardia?

—Pensé en eso —dijo Smith. También él se hallaba recostado hacia atrás, con el casco caído sobre los ojos—. Creo que sólo por esta vez podemos olvidarlo. La única forma de que alguien nos descubra es que un helicóptero se mantenga volando justo sobre este lugar. El camino más próximo pasa a dieciséis kilómetros de aquí. Aprovechemos. ¿Qué le parece, señor?

Edwards no oyó la pregunta.

KIEV, UCRANIA

—Iván Mikhailovich, ¿tiene preparadas sus maletas? —preguntó Alekseyev.

—Sí, camarada general.

—El comandante en jefe del Oeste ha desaparecido. Se hallaba en camino desde el Tercer Ejército de choque hacia su puesto de comando adelantado, y desapareció. Se cree que pueden haberlo matado en un ataque aéreo. Vamos a hacernos cargo nosotros.

—¿Así, sin más?

—No tanto —dijo enojado Alekseyev—. ¡Tardaron treinta y seis horas en decidir que probablemente estaba muerto! El muy maniático acababa de relevar al comandante del Tercero de choque, después desapareció, y su segundo no podía decidir qué hacer. Un ataque que debían haber lanzado, nunca se hizo; y los malditos alemanes contraatacaron…, ¡mientras nuestros hombres seguían esperando órdenes! —Alekseyev meneó la cabeza como para despejarla y continuó un poco más tranquilo—: Bueno, ahora vamos a tener soldados a cargo de la campaña, en vez de un tratante de putas políticamente confiable.

Sergetov notó una vez más la vena puritana de su superior. Era uno de los pocos rasgos que coincidía exactamente con la política del Partido.

—¿Nuestra misión? —preguntó el capitán.

—Mientras el general se hace cargo del puesto de mando, usted y yo vamos a recorrer las divisiones adelantadas para asegurarnos de cuál es la situación en el frente. Lo siento, Iván Mikhailovich, me temo que este no es el puesto seguro que le prometí a su padre.

—Hablo buen inglés, además del árabe —replicó el hombre más joven.

Alekseyev ya lo había comprobado antes de escribir las órdenes de transferencia. El capitán Sergetov había sido un buen oficial de campaña, pero luego lo persuadieron para que dejara el uniforme con la promesa de llevar una vida cómoda cumpliendo tareas en el Partido.

—¿Cuándo nos vamos?

—Salimos en vuelo dentro de dos horas.

—¿Con la luz del día? —se sorprendió el capitán.

—Parecería que el viaje por aire es más seguro de día. La OTAN pretende que domina el cielo de noche. Nuestra gente dice lo contrario, pero a nosotros nos llevan con luz diurna. Saque usted sus propias conclusiones, camarada capitán.

BASE DOVER DE LA FUERZA AÉREA, DELAWARE

Un avión de transporte «C-5A» se hallaba estacionado frente a su hangar, en espera. Dentro de la cavernosa estructura, un grupo de cuarenta hombres (la mitad oficiales de uniforme naval y la otra mitad civiles vestidos con los monos de «General Dynamics») trabajaba en misiles «Tomahawk». Mientras unos retiraban las grandes ojivas antibuque y las remplazaban con una cosa diferente, la tarea de los otros era más difícil. Estaban sustituyendo los sistemas de guía de los misiles; los habituales dispositivos para la caza de buques se retiraban, colocando en su lugar sistemas apropiados para tierra. Los hombres sabían que se usaban para misiles con cabezas nucleares empleados contra blancos terrestres. Las cajas de guiado eran nuevas, recién salidas de fábrica. Había que comprobarlas y calibrarlas. Una tarea delicada. Aunque los sistemas ya estaban certificados por el fabricante, la rutina de tiempo de paz ya no se cumplía, había sido suplantada por una urgencia que todos sentían pero que nadie sabía a qué obedecía. La misión era un secreto absoluto.

Delicados instrumentos electrónicos alimentaban con información preprogramada a los dispositivos de guiado, y otros monitores examinaban las órdenes generadas por los ordenadores de a bordo. Había sólo la cantidad suficiente de hombres como para controlar tres misiles por vez, y cada control requería poco más de una hora. Ocasionalmente, alguno de ellos levantaba la vista para observar al enorme transporte Galaxy, todavía en espera, cuya tripulación se paseaba entre uno y otro viaje a la oficina meteorológica. Cuando cada misil quedaba certificado, le hacían una marca con un lápiz graso junto a la letra «F» del código, sobre la cabeza de guerra, y el arma de forma de torpedo era cuidadosamente cargada dentro de su contenedor de lanzamiento. Casi un tercio de los sistemas de guiado fueron descartados y remplazados. Varios habían fallado completamente, pero los problemas con la mayoría eran sumamente pequeños, aunque lo bastante graves como para que se resolviera su cambio después de su reparación. Los técnicos e ingenieros de «General Dynamics» se extrañaban. ¿Qué clase de blanco requería tanta precisión?

En total, el trabajo llevó veintisiete horas, seis más de lo esperado. Aproximadamente la mitad de los hombres abordaron el avión, que despegó veinte minutos después con destino a Europa. Todos durmieron en los asientos echados hacia atrás, demasiado cansados para preocuparse por los peligros que podían esperarles en su destino, dondequiera que fuese.

SKULAFOSS, ISLANDIA

Edwards ya se había sentado, antes de saber por qué. Smith y sus infantes de Marina fueron todavía más rápidos; ya estaban de pie, con sus armas en la mano y corriendo en busca de cubierta. Sus ojos recorrían el borde rocoso de su pequeño cañón mientras Vidgis continuaba gritando. Edwards dejó su fusil y se le acercó.

La reacción automática de los infantes de Marina había sido la de suponer que ella hubiese visto algún peligro allá arriba. Edwards, instintivamente, comprendió otra cosa. Los ojos de la muchacha miraban sin ver en dirección a las rocas desnudas que tenía a pocos metros, y sus manos apretaban con fuerza los bordes de su saco de dormir. Cuando él llegó hasta donde la joven se encontraba, había dejado de gritar. Esta vez Edwards no se detuvo a pensar. Pasó un brazo sobre sus hombros y le atrajo la cabeza contra la suya.

—Está a salvo, Vidgis, está a salvo.

—Mi familia —dijo ella, con el pecho agitado mientras recuperaba el aliento—. Mataron a mi familia. Y después…

—Sí, pero usted está con vida.

—Los soldados, ellos…

La muchacha evidentemente se había aflojado las ropas para dormir más cómoda. Se apartó de Edwards y volvió a ceñírselas. Casi sin tocarla, el teniente la envolvió con el saco de dormir.

—No volverán a hacerte daño. Recuerda todo lo que ocurrió. No volverán a hacerte daño.

Vidgis lo miró a la cara. Él no supo cómo interpretar su expresión. El dolor y la pena eran evidentes, pero había algo más allí, y Edwards no conocía lo suficiente a la muchacha como para saber qué estaba pensando.

—El que mató a mi familia. Usted mata…, mató a él.

Edwards asintió.

—Todos han muerto. Ya no pueden hacerte daño.

—Sí.

Vidgis bajó la mirada hacia el suelo.

—¿Está bien? —preguntó Smith.

—Sí —contestó Edwards—. Tuvo una pesadilla.

—Ellos vuelven —dijo Vidgis—. Ellos vuelven otra vez.

—Señora, ellos no van a volver nunca más para hacerle daño a usted. —Smith le cogió el brazo a través del saco de dormir—. Nosotros la protegeremos. Nadie le hará daño mientras se halle con nosotros. ¿Comprende?

La muchacha asintió nerviosamente.

—Muy bien, señorita Vidgis. Ahora, ¿por qué no trata de dormir un poco? Nadie le hará nada mientras nosotros estemos por aquí. Si nos necesita, puede llamarnos.

Smith se alejó. Edwards empezó a levantarse, pero la mano de Vidgis salió de la bolsa de dormir y le asió el brazo.

—Por favor, no se vaya. Yo…, miedo, miedo estar sola.

—Muy bien. Me quedaré con usted. Acuéstese y duerma un poco.

Cinco minutos después ella cerró los ojos y comenzó a respirar regularmente. Edwards trataba de no mirarla. Si la muchacha despertaba de golpe y veía los ojos de él sobre ella…, ¿qué podía pensar? Y quizá tuviera razón, admitió Edwards para sí. De haberla encontrado dos semanas antes en el club de oficiales de Keflavik…, él era un hombre joven, sin compromisos, y ella evidentemente una mujer joven y libre. Su principal pensamiento después del segundo trago habría sido llevarla a su alojamiento. Un poco de música suave. Qué hermosa habría estado allá, quitándose con coquetería sus ropas de moda, bajo la tenue luz que se filtraba entre las cortinas. En cambio, la había conocido completamente desnuda, con cortes y contusiones en su piel expuesta. Tan extraño era todo ahora. Sin pensarlo, Edwards sabía que si otro hombre intentaba ponerle las manos encima, él lo mataría sin vacilar, y no podía llegar a pensar en cómo sería para él tomar a la muchacha…, su único pensamiento probable si la hubiera encontrado en la calle. «¿Y si yo no hubiera resuelto entrar en su casa? —se preguntaba— Ahora ella estaría muerta, junto con sus padres». Probablemente, alguien los habría hallado pocos días después…, así como ellos habían descubierto a Sandy. Y esa (Edwards lo sabía muy bien) era la razón por la cual había matado al teniente ruso y disfrutado con el lento viaje de ese hombre hasta el infierno. Una lástima que nadie como él lo hubiera visto…

Smith le hacía señas con los brazos. Edwards se levantó silenciosamente y se acercó.

—He puesto a García de guardia. Creo que será mejor que volvamos a ser infantes de Marina. Si aquello hubiera sido una cosa real, ahora estaríamos todos convertidos en carne fría, teniente.

—Todavía estamos todos demasiado cansados para movernos.

—Sí, señor. ¿La señora está bien?

—Ha pasado por momentos muy duros. Cuando se despierte…, diablos, no sé. Tengo miedo de que pueda caer en una crisis entre nosotros.

—Tal vez. —Smith encendió otro cigarrillo—. Es joven. Puede recuperarse si le damos la oportunidad.

—¿Darle algo para hacer?

—Lo mismo que nosotros, jefe. Usted es mejor para hacer que para pensar.

Edwards miró el reloj. En realidad había alcanzado a dormir seis horas antes de que ocurriera todo eso. Aunque tenía las piernas endurecidas, se sentía mejor de lo que hubiera pensado. Sabía que era una ilusión. Necesitaba por lo menos otras cuatro horas y un buen desayuno antes de sentirse listo para marchar.

—No nos iremos de aquí hasta las once, más o menos. Quiero que todo el mundo duerma un poco más y que podamos comer algo decente antes de salir.

—Es razonable, ¿cuándo va a llamar por radio?

—Tendría que haberlo hecho hace rato; es que no quiero tener que trepar esas malditas rocas.

—Teniente, yo no soy más que un pesado sin muchas luces, pero…, en vez de hacer eso, ¿por qué no camina corriente abajo unos ochocientos metros? Así podría dirigir su antena de satélite, ¿no?

Edwards se volvió para mirar hacia el Norte. Si caminaba más o menos esa distancia se reduciría el ángulo al satélite y también la altura a trepar… ¿Por qué no pensé en eso? Porque como todo buen graduado de la Academia de la Fuerza Aérea, tú piensas en términos de arriba-abajo, y no hacia los lados. El teniente movió la cabeza, enojado, notando la ligera sonrisa del sargento antes de levantar la radio y empezar a bajar por el rocoso suelo del cañón.

—Ha tardado mucho, Beagle —dijo Doghouse de inmediato—. Repita su situación.

—Doghouse, las cosas están terribles. Tuvimos un encuentro con una patrulla rusa.

En dos minutos, Edwards explicó todo lo sucedido.

—Beagle, ¿ha perdido su maldito juicio? Usted tiene órdenes de evitar, repito, evitar todo contacto con el enemigo. ¿Cómo sabe ahora que alguien no se ha enterado de que ustedes se hallan ahí? ¡Cambio!

—Están todos muertos. Empujamos el vehículo a un precipicio y lo incendiamos. Hicimos parecer que había sido un accidente, igual que en la televisión. Ya pasó todo, Doghouse. No tiene sentido seguir preocupándonos por eso. Ahora estamos a diez kilómetros de donde ocurrió. Estoy haciendo descansar a mis hombres por el resto del día. Continuaremos nuestra marcha hacia el Norte esta noche. Esto puede llevar más tiempo de lo esperado por ustedes. El terreno está más accidentado que el diablo, pero haremos todo lo que podamos. No tengo nada más que informar. No podemos ver mucho desde donde estamos.

—Muy bien. Sus órdenes siguen sin cambios y, por favor, no quiera jugar de nuevo al caballero…, informe si ha comprendido.

—Comprendido. Cambio y corto.

Edwards sonrió para sí mientras guardaba la radio. Cuando regresó hasta donde se hallaban los otros, vio que Vidgis se estremecía en sueños. Se acostó a su lado, cuidando de dejar un buen espacio entre ambos.

ESCOCIA

—¡Maldito cowboy… John Wayne rescatando a los colonizadores de los malditos pieles rojas!

—Nosotros no estábamos allí —dijo el hombre con el parche en el ojo, tocándoselo brevemente—. Es un error juzgar a un hombre desde mil quinientos kilómetros. Él estaba allí, él vio lo que pasaba. Lo que interesa ahora es, ¿qué nos dice esto sobre los soldados de Iván?

—Los soviéticos no tienen exactamente antecedentes ejemplares en cuanto a su trato con civiles —observó el primero de los hombres.

—Las tropas paracaidistas soviéticas son famosas por su férrea disciplina —replicó el segundo, que había sido mayor, miembro del «SAS» y, al quedar físicamente disminuido, tenía un alto cargo en el grupo de Ejecución de Operaciones Especiales, el SOE—. Conductas como estas no son indicativas de tropas bien disciplinadas. Eso puede ser muy importante más adelante. Por el momento, como les dije antes, este muchacho está resultando muy efectivo, por cierto.

Lo dijo sin el menor signo de autosuficiencia.