24. VIOLACIÓN

USS PHARRIS

Morris no saludó con el brazo al avión que pasaba en vuelo bajo, aunque hubiera querido hacerlo. Aquel patrullero naval francés significaba que ya se encontraban dentro del radio de acción de la cobertura aérea con base en tierra. Un comandante de submarinos rusos tendría que ser muy valiente para estar dispuesto a arriesgarse allí, con una cortina de submarinos diésel franceses pocas millas al norte de la ruta del convoy y varios aviones patrulleros «ASW» que formaban una sombrilla tricolor sobre el convoy.

Los franceses habían enviado también un helicóptero para recoger a los submarinistas rusos. Los llevaban a Brest para someterlos a un interrogatorio completo por parte de los tipos de Inteligencia de la OTAN. Morris no les envidiaba el viaje. Iban a ser prisioneros de los franceses, y él no tenía duda alguna de que la Marina francesa estaría de muy mal humor después de la pérdida de uno de sus portaaviones. Habían enviado también las cintas de sus conversaciones grabadas por los tripulantes de la fragata. Los rusos habían hablado mucho entre ellos, ayudados por la bebida de los suboficiales, y quizá sus conversaciones susurradas tuvieran algún valor.

Pronto entregarían el convoy a una fuerza mixta de escolta franco-británica y ellos se harían cargo de un grupo de cuarenta buques mercantes que viajarían con destino a Estados Unidos. Morris estaba de pie en el alerón del puente, y cada cinco minutos más o menos se volvía para mirar a las dos medias siluetas (y una completa) que el contramaestre había pintado en ambos lados del puente de navegación.

—No tendría sentido que algún imbécil dejara de verlas por estar del otro lado del buque —había observado muy seriamente el contramaestre.

Sus tácticas «ASW» habían funcionado bastante bien. Con la fragata Pharris, como piquete exterior de sonar y un fuerte apoyo de los «Orion», habían interceptado todos menos uno de los submarinos rusos que se acercaron. Existió mucho escepticismo en ese sentido, pero las tácticas habían dado buen resultado, a Dios gracias. Aunque tenían que ser mejores aún.

Morris sabía que las cosas irían poniéndose cada vez más difíciles. Para el primer viaje, los soviéticos no habían podido poner en combate contra ellos más que una parte de sus submarinos, los cuales estaban ahora apresurándose por el estrecho de Dinamarca. La fuerza de submarinos de la OTAN que trataría de bloquear el pasaje ya no contaba con la línea SOSUS para proporcionarle los vectores de intercepción, ni con aviones «Orion» para golpear sobre los contactos que los submarinos no pudieran alcanzar. Iban a hundir submarinos soviéticos; pero…, ¿hundirían los suficientes? ¿Cuánto mayor sería la amenaza esta semana? Al ver su ruta de regreso a los Estados Unidos, Morris notó que se iban a sumar casi quinientas millas a la travesía, desviándose bastante lejos hacia el Sur; en parte por los «Backfire»; pero ahora más para disminuir la amenaza de los submarinos. Dos peligros para preocuparse. Su buque estaba equipado para combatir solamente con uno de ellos.

Habían perdido un tercio del convoy principalmente por los aviones. ¿Podrían continuar soportando eso? Se preguntó cómo lo estarían tomando las tripulaciones de los buques mercantes.

Se estaba acercando bastante al convoy, y alcanzaba a ver la fila de buques que navegaba más al Norte. En el horizonte, un enorme buque portacontenedores les dirigía señales con un destellador. Morris levantó sus binoculares para leer el mensaje.

«GRACIAS POR NADA, MARINA DE GUERRA». Una de las preguntas estaba contestada.

USS CHICAGO

—Bueno…, allí están —dijo McCafferty.

El trazo aparecía casi blanco en la pantalla, un grueso trazo que representaba un ruido de banda ancha, con una marcación de tres dos nueve. No podía ser otra cosa que la fuerza de tareas soviéticas navegando hacia Bodo.

—¿A qué distancia? —preguntó McCafferty.

—Por lo menos dos zonas de convergencia, jefe, tal vez tres. La señal aumentó de intensidad hace apenas cuatro minutos.

—¿Puede contar vueltas de palas de hélices, de algo?

—No, señor —respondió el sonarista moviendo la cabeza—. Por el momento no es más que un montón de ruidos no diferenciados. Hemos tratado de aislar unas pocas frecuencias distintas; pero incluso esas se oyen muy mezcladas. Tal vez más tarde, pero por ahora todo lo que tenemos es un tropel atronador.

McCafferty asintió. La tercera zona de convergencia se hallaba todavía a cien o más millas. Y con esa separación las señales acústicas perdían definición hasta el punto de que su marcación hacia el blanco era sólo una estimación aproximada. La formación rusa podía encontrarse varios grados a izquierda o derecha de lo que ellos pensaban y, a esa distancia, significaba una diferencia que se medía en millas. Se dirigió a la sala de control.

—Llévenos cinco millas hacia el Oeste, a veinte nudos —ordenó McCafferty.

Era una jugada, aunque no muy grande. Cuando llegaron a la posición en que se hallaban, habían encontrado condiciones del agua extraordinariamente buenas, y la pequeña maniobra significaba el riesgo de perder el contacto temporalmente. Por otra parte, si lograba información precisa sobre la distancia, tendría un cuadro táctico mejor que los capacitaría para efectuar un informe más sólido sobre el contacto…, y hacerlo por radio UHF antes de que la formación soviética se acercara lo suficiente como para interceptar la transmisión del submarino. Mientras navegaba velozmente hacia el Oeste, McCafferty observaba las indicaciones del batitermógrafo. En tanto la temperatura del agua no cambiara, seguiría conservando ese buen canal de sonido. No cambió, El submarino disminuyó rápidamente la velocidad y McCafferty volvió al compartimiento del sonar.

—Muy bien, ¿dónde están ahora?

—¡Los tenemos! Exactamente allí, marcación tres tres dos.

—Oficial ejecutivo, haga la localización y ordene que efectúen un informe de contacto.

Diez minutos después el informe era enviado vía satélite. La respuesta ordenaba al Chicago que atacara: BUSQUE A LOS PESCADOS.

ISLANDIA

La granja estaba a unos cinco kilómetros; por suerte, cuesta abajo, a través de pastos altos y ásperos. Era una típica casa de campo islandesa, con blancas paredes estucadas, con contrafuertes de vigas de madera dura, adornos pintados en contrastante rojo vivo y un tejado muy alto y de pronunciado ángulo que parecía salido de un cuento de los hermanos Grimm. Había unos graneros grandes y separados, pero más bajos, y con techos de paja. Las praderas que descendían hasta el río estaban punteadas por cientos de ovejas grandes, de extraño aspecto, cubiertas con espesas capas de lana y dormidas en la hierba a casi un kilómetro de la casa.

—Aquí termina el camino —dijo Edwards, plegando el mapa—. Y no nos vendría mal un poco de comida. Caballeros, vale la pena correr el riesgo; pero nos acercaremos con cuidado. Seguiremos esta pendiente hacia la derecha y mantendremos esa cresta entre nosotros y la granja hasta que lleguemos a unos quinientos metros más o menos.

—Muy bien, señor —aceptó el sargento Smith.

Los cuatro hombres se sentaron con esfuerzo para acomodarse una vez más sus equipos. Habían estado caminando casi sin parar durante dos días y medio, y ahora se encontraban a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Reykjavik. Lo que hubiera sido un avance modesto sobre caminos llanos, representaba un esfuerzo matador para hacerlo a través del campo, en particular porque tenían que mantenerse en constante vigilancia para no ser avistados por los helicópteros que ahora patrullaban continuamente.

Hacía seis horas que habían consumido sus últimas raciones. Las bajas temperaturas y el agotador esfuerzo físico conspiraban para agotar las pocas energías de sus cuerpos, y así tuvieron que rodear y ascender montañas de seiscientos metros de altura que flanqueaban las costas de Islandia como postes de una cerca.

Varias cosas los mantenían en movimiento. Una era que la división soviética aerotransportada que ellos habían visto llegar expandiera sus límites y los sorprendiera y capturara. Nadie soportaba la idea de encontrarse en cautiverio de los rusos. Pero peor que esto era el miedo al fracaso. Tenían una misión, y no existe celador más exigente que las propias expectativas fijadas por uno mismo. Además, estaba el orgullo. Edwards debía dar el ejemplo a sus hombres, un principio que recordaba de Colorado Springs. Los infantes de Marina, por supuesto, no podían permitir que un «lavador de aviones» los superara. Así, sin pensar conscientemente en ello, los cuatro hombres lograban vencer las dificultades del terreno… Todo en nombre del orgullo.

—Va a llover —anunció Smith.

—Sí, será una buena cubierta —respondió Edwards, y se quedó sentado—. Esperaremos la lluvia. Cristo, nunca pensé que trabajar a la luz del día podía ser tan difícil. Es extraño no tener un sol que baje del horizonte.

—Dígamelo a mí… Y yo ni siquiera cuento con un cigarrillo —gruñó Smith.

—¿Lluvia otra vez? —preguntó el infante García.

—Hay que acostumbrarse —repuso Edwards—. En junio llueve diecisiete días de promedio y, hasta ahora, este ha sido un año lluvioso. ¿Por qué creen que el pasto ha crecido tanto?

—¿Le gusta este lugar? —preguntó García, tan asombrado como para olvidar el «señor». Islandia tenía muy poco en común con Puerto Rico.

—Mi padre era un pescador de langostas que trabajaba en Eastpoint, Maine. Cuando yo era chico, salía en la lancha todas las veces que podía, y era siempre así.

—¿Qué vamos a hacer ahora cuando lleguemos a esa casa, señor?

Smith les hizo volver a lo más importante.

—Pedir comida…

—¿Pedir? —García quedó sorprendido.

—Pedir. Y pagarla, en efectivo. Y sonreír. Y decir: «Gracias, señor» —respondió Edwards—. No olviden sus buenos modales, muchachos, a menos que quieran que él llame por teléfono a Iván diez minutos después de que nos vayamos.

Miró a los hombres que lo rodeaban. La idea los calmó a todos.

Empezaron a caer las primeras gotas. Dos minutos después llovía copiosamente, limitando la visibilidad a unos pocos cientos de metros. Venciendo su fatiga, Edwards se puso de pie, obligó a sus hombres a que hicieran lo mismo y todos iniciaron el descenso por la colina mientras el sol, desde lo alto de las nubes, descendía en el cielo del Noroeste y se ocultaba detrás de otra colina. Como probablemente tendrían que treparla al día siguiente, ellos ya la consideraban una montaña. Tenía un nombre pero ninguno pudo pronunciarlo. Cuando se hallaban a unos trescientos metros de la casa, la oscuridad alcanzó el máximo de ese día, y la visibilidad había quedado reducida a unos ochenta metros.

—Viene un automóvil.

Smith fue el primero que vio el reflejo de los faros. Los cuatro hombres se arrojaron al suelo e instintivamente apuntaron sus fusiles a los puntos que aparecían en el horizonte.

—Tranquilos, muchachos. Este sendero se abre del camino principal y esos faros podrían ser solamente…, ¡mierda!

Edwards se interrumpió. Los faros no habían doblado siguiendo la curva de la autopista costera. Habían seguido por el camino que conducía a la granja. ¿Era un coche particular o un vehículo militar con los faros encendidos?

—Será mejor que se dispersen y se mantengan atentos.

Smith se quedó con Edwards, y los dos infantes descendieron la colina unos cincuenta metros.

Edwards estaba acostado boca abajo, con los codos apoyados en la hierba húmeda y los binoculares junto a los ojos. No creía que pudieran verlo. El camuflaje de los uniformes de Infantería de Marina los hacía prácticamente invisibles a la luz del día, mientras no se movieran bruscamente. En la oscuridad eran sombras transparentes.

—Parece una pick-up, cuatro por cuatro, algo así. Los faros están muy altos sobre el suelo y se mueve demasiado para ser un vehículo oruga —pensó Edwards en voz alta.

Los faros se acercaron despacio; pero directamente a la granja, y se detuvieron. Se abrieron las puertas del vehículo, bajaron unos hombres y uno de ellos quedó frente a los faros antes de que otro los apagara.

—¡Maldito seas! —dijo Smith con un gruñido.

—Ajá, parecen cuatro o cinco rusos. Que vengan aquí García y Rodgers, sargento.

—Bien.

Edwards mantuvo los binoculares enfocados hacia la casa. No había luces eléctricas encendidas. Pensó que esa zona recibía la electricidad desde Artum, y él había visto cómo las bombas borraban del mapa a la planta. Pero había cierta iluminación interior, quizá velas, o alguna lámpara de queroseno. «En realidad, se parecía mucho a lo que ocurría en casa —se dijo Edwards—; nuestra electricidad se cortaba bastante a menudo, por las tormentas del Noroeste o por hielo en los cables». La gente de esa casa tenía que estar durmiendo. Granjeros trabajadores; acostarse temprano, levantarse temprano…, lo consume a uno y le embota el cerebro, pensó Edwards. Observó a los rusos a través de las lentes; contó cinco, que rodeaban la casa. Como ladrones, pensó. Están buscando a…, ¿nosotros? Si nos estuvieran buscando serían más de cinco tipos en un cuatro por cuatro. Es interesante. Tienen que estar saqueando…, pero ¿qué pasará si alguien…? Santo Dios, nosotros sabemos que hay quien vive allí. Alguien encendió esa lámpara. ¿Qué se proponen?

—¿Qué pasa, señor? —preguntó Smith.

—Parece que tenemos cinco rusitos. Están espiando, mirando por las ventanas y…, ¡uno dio una patada a la puerta y entró! No me gusta lo que está sucediendo, muchachos, yo…

Un grito confirmó su apreciación, un grito de mujer, que rasgó el aire a través de la lluvia y les hizo percibir el terror de alguien, helando hasta los huesos a esos hombres que ya estaban sintiendo frío.

—Muchachos, acerquémonos un poco. Hemos de quedarnos juntos y mantenernos atentos.

—¿Por qué vamos a acercarnos ahora, señor? —preguntó de pronto Smith.

—Porque lo digo yo. —Edwards guardó sus anteojos de campaña—. Síganme.

Se encendió otra luz en la casa y pareció que se movía de un lado a otro. Edwards caminó rápidamente, manteniéndose tan agachado que le dolía la espalda. En dos minutos se hallaba a pocos metros del camioncito que había llegado, y a no más de veinte de la puerta principal de la casa.

—Señor, se está descuidando un poco —le recordó Smith.

—Sí, bueno, si no me equivoco, ellos también. Apuesto…

Se oyó un ruido de vidrios que se rompían. Un disparo en la semioscuridad, seguido de un agudo aullido que congelaba la sangre…, y un segundo disparo, y un tercero. Después hubo un penetrante grito.

—¿Qué diablos está pasando allí? —preguntó García con voz muy áspera.

Una ronca voz masculina gritó algo en ruso. Se abrió la puerta de enfrente y salieron cuatro hombres. Hablaron entre sí durante un momento y luego se dividieron en dos parejas, dirigiéndose a izquierda y derecha hacia las ventanas laterales; allí se detuvieron y se pusieron a mirar hacia dentro. En ese instante llegó otro grito agudo, y ya fue perfectamente claro lo que estaba ocurriendo.

—Esos hijos de puta… —observó Smith.

—Sí —coincidió el teniente Edwards—. Volvamos un poco hacia atrás y pensemos unos minutos en esto.

Los cuatro hombres retrocedieron unos cincuenta metros y se unieron.

—Creo que es hora de que hagamos algo. ¿Alguien está en desacuerdo? —preguntó Edwards; Smith se limitó a asentir, interesado en el cambio de actitud de Edwards—. Muy bien, vamos a tomarnos tiempo y hacer las cosas bien, Smith, usted vendrá conmigo y nos acercaremos por la izquierda. García y Rodgers lo harán por la derecha. Lleven a cabo un rodeo amplio y entren muy despacio. Diez minutos. Si pueden agarrarlos vivos, está bien. Si no, clávenlos. Trataremos de no hacer ruido. Pero si tienen que disparar, asegúrense de que el primer tiro acabe con ellos. ¿Entendido?

Edwards miró a su alrededor para comprobar que no hubiera más rusos. Ninguno. Los cuatro hombres se quitaron las mochilas, consultaron sus relojes y se pusieron en movimiento, arrastrándose por la hierba mojada.

Hubo otro grito, pero fue el último. Edwards se alegró de que no lo hubiera… no quería distraerse. Se arrastraban con mucha lentitud, haciendo un tremendo esfuerzo que iba dejando sin fuerzas sus brazos. Edwards y Smith siguieron un largo camino, alrededor de un tractor y otros aparatos de labranza. Cuando llegaron al claro, había un solo hombre al lado de la casa. ¿Dónde está el otro?, se preguntó el teniente. ¿Qué hacemos ahora? Debes seguir ajustado al plan. Todos están dependiendo de ti.

—Apóyeme.

Smith quedó pasmado.

—Déjeme a mí, señor, Yo…

—Apóyeme —susurró Edwards. Dejó en el suelo su «M-16» y sacó su cuchillo de combate.

El soldado ruso facilitó las cosas. Estaba de puntillas, absorto en lo que sucedía dentro de la casa. Cuando se hallaba a tres metros de él, Edwards se incorporó y se acercó paso a paso. En un momento dado se dio cuenta de que su blanco le llevaba una cabeza completa en altura… ¿Cómo podía capturar vivo a ese monstruo?

No tuvo que hacerlo. Debió haberse producido una interrupción en el interior de la granja. El soldado soviético bajó de un salto y buscó en su bolsillo un paquete de cigarrillos; luego giró un poco para encender uno con el fósforo que tenía en la mano ahuecada. Captó a Edwards con el rabillo del ojo, y en ese instante el teniente norteamericano se lanzó hacia delante con su cuchillo y lo clavó en la garganta del fornido ruso. El hombre empezó a gritar, pero Edwards lo hizo caer al suelo y le puso la mano en la boca mientras volvía a hundirle el cuchillo. Edwards giró la cabeza del hombre en un sentido y el cuchillo en el otro. La hoja se incrustó en algo duro y la víctima quedó exánime.

Edwards no sintió nada; sus emociones estaban sumergidas en un torrente de adrenalina. Limpió el cuchillo en sus pantalones y se subió al cadáver del ruso para mirar hacia dentro. Lo que vio le hizo contener el aliento.

—¡Oigan, muchachos! —susurró García.

Dos soldados rusos se volvieron para enfrentarse a un par de «M-16». Ellos habían dejado sus fusiles en el vehículo. García les dirigió órdenes con gestos y con su fusil, y ambos hombres se arrojaron al suelo, boca abajo y con brazos y piernas abiertas. Rodgers los cacheó y luego caminó dando la vuelta por el frente para informar.

—Los agarramos vivos a los dos, señor.

Se sorprendió al ver a su teniente «lavador de aviones» con sangre en las manos.

—Voy a entrar —dijo Edwards a Smith. El sargento asintió.

—Yo lo cubriré desde aquí. Rodgers, usted apóyelo.

El teniente avanzó a través de la puerta entreabierta. La estancia estaba desierta y a oscuras. El ruido de respiraciones agitadas llegaba desde un rincón oculto de la habitación, junto con un pálido reflejo de luz. Edwards se acercó al ángulo de la pared…, y se encontró frente a frente con un ruso que estaba desabrochándose los pantalones. No había tenido tiempo para nada.

Edwards clavó el cuchillo junto con la empuñadura de nudillos de bronce para empujar la hoja hasta el fondo. El hombre lanzó un grito, se levantó sobre las puntas de sus pies y empezó a caer hacia atrás mientras trataba desesperadamente de quitarse el cuchillo. Edwards lo sacó y volvió a hundirlo, cayendo sobre el hombre en una posición grotescamente sexual. Las manos del paracaidista intentaron apartarlo, pero el teniente sintió que las fuerzas abandonaban a su víctima mientras él se adelantaba todavía un poco más para volver a apuñalarlo en el pecho. Se movió una sombra; Edwards levantó la vista y vio a un hombre que se adelantaba dando traspiés, con una pistola…, y la habitación explotó con un ruido ensordecedor.

—¡Quieto, hijo de puta! —gritó Rodgers, con su «M-16» apuntando al pecho del hombre, mientras los oídos de todos seguían zumbando por el ruido atronador de la cerrada descarga de tres tiros—. ¿Está bien, jefe?

Era la primera vez que lo llamaban así.

—Sí.

Edwards se puso de pie, dejando que Rodgers lo precediera para hacer levantar al ruso. El hombre estaba desnudo de cintura para abajo, y los pantalones caídos le sujetaban los tobillos. El teniente recogió la pistola que el soviético había dejado caer y miró hacia abajo, al hombre que acababa de apuñalar. No había duda de que estaba muerto. Su rostro eslavo y bien parecido se hallaba desencajado por la sorpresa y el dolor; la blusa de su uniforme se veía empapada y ennegrecida por la sangre. Los ojos podrían haber sido de mármol, a juzgar por la falta de vida que se apreciaba en ellos.

—¿Está bien, señora? —preguntó Rodgers, girando apenas la cabeza.

Edwards la vio por segunda vez, tendida sobre el suelo de madera. Una bonita muchacha. Tenía destrozado su camisón de lana, que apenas le cubría un pecho, y el resto de su pálido cuerpo, ya enrojecido y lastimado en varias partes, había quedado descubierto, a la vista de todos. Detrás de ella, en la cocina, Edwards vio las piernas inmóviles de otra mujer. Entró de inmediato y pudo ver un hombre y su perro, también muertos. Cada uno de los cuerpos tenía un solo círculo rojo en el pecho.

Entró también Smith. Miró todo y luego dirigió la vista a Edwards. El tipo tenía garra.

—Voy a inspeccionar la planta alta. Arriba ese ánimo, jefe.

Rodgers hizo caer al ruso al suelo de un puntapié y le apoyó la bayoneta en medio de la espalda.

—¡Si te mueves, te corto por la mitad! —rugió el infante.

Edwards se inclinó sobre la muchacha rubia. Estaba empezando a hinchársele la cara por los golpes que había recibido en la mejilla y la mandíbula, y respiraba en medio de estremecimientos. Calculó que tendría unos veinte años. Su camisón estaba completamente desgarrado. Edwards miró a su alrededor y, quitando el mantel de la mesa del comedor, la envolvió con él.

—¿Estás bien? Vamos, estás con vida, preciosa, Estás a salvo. Ahora estás bien.

Al principio, los ojos de la chica parecían mirar en diferentes direcciones, luego pudo enfocarlos sobre la figura del joven teniente. Edwards se sintió sobrecogido por la expresión que vio en ellos. Tocó la mejilla de la muchacha con toda la suavidad que pudo.

—Ven, vamos a levantarte del suelo. Nadie te hará daño. Ahora ya no.

Ella empezó a temblar tan violentamente, que daba la impresión de que toda la casa de pronto lo haría también. Edwards le ayudó a levantarse, cuidando de envolverle el cuerpo con el mantel.

—Arriba no hay nada, señor. —Smith regresaba trayendo una bata—. ¿No quiere ponerle esto a la señora? ¿Le hicieron alguna otra cosa?

—Mataron a su padre y a su madre. Y a un perro. Supongo que también iban a matarla a ella…, cuando terminaran. Sargento, empiece a organizar las cosas. Registre a los rusos, consiga comida, y cualquier otra cosa que parezca útil. Apresúrese, Jim. Hemos de hacer un montón de cosas. ¿Tiene elementos de primeros auxilios?

—Sí, jefe. Aquí están.

Smith le tendió un pequeño paquete de vendas y antisépticos y luego volvió hacia la puerta para ayudar a García.

—Iremos arriba para limpiarte.

Edwards envolvió los hombros de la muchacha con su brazo izquierdo y la ayudó a subir la empinada escalera de viejos peldaños de madera. Se sintió afectivamente atraído por ella. Tenía unos hermosos ojos azules patéticamente faltos de vida, aunque aun así captaban la luz de una manera tal que seguramente llamarían la atención de cualquier hombre. Como acaba de suceder, pensó Edwards. Medía sólo tres centímetros menos que él, y tenía una piel pálida, casi transparente. Su cuerpo estaba ligeramente deformado por un bulto no muy pronunciado en el abdomen, y Mike se imaginaba muy bien qué era eso, pues el resto de su figura era perfecta. Y hacía pocos minutos la había violado un ruso, preparando el ambiente para continuar con ello toda la noche. Mike lo pensaba con rabia; una vez más ese infame delito había intervenido en su vida. Había una pequeña habitación en lo alto de la retorcida escalera.

Ella entró y se sentó en la cama de una plaza.

—¿Qqqq…, qqui…, quién…? —tartamudeó penosamente.

—Somos norteamericanos. Escapamos de Keflavik cuando los rusos atacaron. ¿Cómo te llamas?

—Vidgis Agustdottir.

Había apenas un ligero signo de vida en su voz. Vidgis, la hija de Agust, muerto en la cocina. Se preguntó cuál sería el significado de Vidgis, seguro que no era lo bastante bonito.

Apoyó la lámpara sobre la mesita de noche y abrió el paquete. La piel de la muchacha estaba cortada a lo largo de la línea de la mandíbula, y Edwards limpió la herida con desinfectante. Tenía que dolerle, pero ella no hizo el menor gesto. El resto de su cuerpo, él había podido verlo, sólo estaba amoratado por algunos golpes, y había también rasguños en la espalda, producidos por el pavimento de madera dura. La muchacha había luchado furiosamente para defenderse y debió recibir una docena de puñetazos. Por cierto, no era virgen. Podía haber sido peor, pero la ira de Edwards iba en aumento. Un rostro tan bonito…, profanado, bueno, él ya había tomado una decisión.

—No puedes quedarte aquí. Tenemos que marcharnos en seguida. Y tú tendrás que marcharte también.

—Pero…

—Lo siento. Yo comprendo…, quiero decir, cuando los rusos atacaron, perdí algunos amigos yo también. No es lo mismo que tu madre y tu padre; pero… ¡Santo Dios! —Las manos de Edwards temblaron en medio de su frustración mientras tropezaba intentando palabras sin sentido—. Lamento que no hayamos llegado antes.

¿Qué es eso que dicen algunas feministas? ¿Qué la violación es el crimen que emplean los hombres para subyugar a todas las mujeres? Entonces, ¿por qué quieres ir abajo…? Edwards sabía que en las obras podía haber algo casi tan satisfactorio. Le cogió la mano y ella no resistió.

—Tendremos que marcharnos. Te llevaremos donde podamos. Debes tener familia por aquí, o amigos. Te llevaremos con ellos y te cuidarán. Pero no puedes quedarte aquí. Si lo haces, seguramente te matarán. ¿Comprendes?

Vio entre las sombras que su cabeza asentía nerviosamente.

—Sí. Por favor…, por favor, déjeme sola. Tengo que estar sola durante unos minutos.

—Está bien. —Le acarició de nuevo la mejilla—. Si necesitas algo, llámanos.

Edwards volvió a la planta baja. Smith se había hecho cargo de la situación. Había tres hombres de rodillas, con los ojos vendados, amordazados y con las manos atadas a la espalda. García estaba de pie junto a ellos. Rodgers se hallaba en la cocina. Smith parecía estar clasificando algunas cosas sobre la mesa.

—Muy bien, ¿qué tenemos aquí?

Smith miró a su oficial con algo parecido al afecto.

—Bueno, señor, tenemos un teniente ruso con el asunto todavía húmedo. Un sargento muerto y dos vivos. El teniente tenía esto, señor.

Edwards tomó el mapa y lo desplegó.

—¡Vaya! ¡Qué bonito! —El mapa estaba cubierto de marcas y garabatos.

—Tenemos otro par de binoculares, una radio…, ¡lástima que no podamos usarla! Algunas raciones. Parece mierda, pero es mejor que nada. Hicimos las cosas bien, jefe. Embolsamos cinco rusos y gastamos solamente tres tiros.

—¿Qué necesitamos llevar, Jim?

—Comida, jefe, nada más. Es decir, podríamos llevarnos un par de fusiles de ellos; con eso tendríamos el doble de cargas de munición, ¿sabe? Pero ya llevamos una impedimenta bastante pesada…

—Y no estamos aquí para pelear en una guerra, sino solamente para hacer un poco de exploración. De acuerdo.

—Creo que tendríamos que coger algunas ropas, jerseys y cosas así. ¿Vamos a llevar a la señora con nosotros?

—Tenemos que hacerlo.

Smith asintió.

—Sí, es lógico. Espero que le guste caminar, señor. Parece que se halla en buenas condiciones físicas, excepto que está embarazada. Cuatro meses, calculo.

—¿Embarazada? —García se dio vuelta—. ¿Violó a una mujer embarazada? —Murmuró una frase en español.

—¿Alguno de ellos dijo algo? —preguntó Mike.

—Ni una palabra, señor —respondió García.

—Jim, vaya a ver a la chica y tráigala aquí abajo. Se llama Vidgis. Tenga paciencia con ella.

—No se preocupe, señor.

Smith subió la escalera.

—El teniente es el que todavía lo tiene colgando, ¿no?

García asintió y Edwards dio la vuelta para enfrentarse a él. Tuvo que quitarle la mordaza y la venda. El hombre tendría aproximadamente su misma edad. Estaba sudando.

—¿Habla inglés? —le preguntó.

El teniente movió la cabeza, negando.

—Spreche Deutsch.

Edwards había estudiado alemán durante dos años en la escuela secundaria, pero de pronto comprendió que no deseaba hablar con ese hombre. Ya había resuelto matarlo, y no quería hablar con alguien a quien estaba a punto de matar…, podría perturbarle la conciencia. Él no quería que su conciencia le recordara esto, pero lo observó durante un minuto o dos, examinando qué clase de persona haría lo que él había hecho. Esperaba descubrir algo monstruoso, pero no fue así. Levantó la vista. Smith estaba ayudando a Vidgis a bajar la escalera.

—Tiene un buen equipo, jefe. Buenas ropas de abrigo; sus botas están ablandadas. Espero que podamos conseguirle una cantimplora, un capote y una mochila de campaña. Voy a dejarle que lleve un cepillo y esas cosas de mujeres, señor. Conseguiré un poco de jabón para nosotros también, y tal vez una maquinilla de afeitar.

—Tenemos mucho camino por delante, sargento. Vidgis —dijo Edwards, captando la atención de ella—, vamos a partir en seguida.

Se volvió para mirar al ruso.

—Leutmant. ¿Wofür? ¿Warum? ¿Por qué…? ¿Por qué hizo todo esto? No por mí. Por ella.

El hombre supo lo que le esperaba. Se encogió de hombros.

—Afganistán.

—Jefe, son prisioneros —dijo de pronto Rodgers—. Quiero decir…, señor, usted no puede…

—Caballeros, de acuerdo con el Código de Justicia Militar, se le acusa de un delito de violación y dos asesinatos. Estos son crímenes capitales —dijo Edwards, principalmente para calmar su conciencia por los otros dos—. ¿Tiene algo que decir en su defensa? ¿No? Se le declara culpable. Queda sentenciado a muerte.

Con la mano izquierda, Edwards empujó hacia atrás la cabeza del teniente. Su mano derecha lanzó hábilmente el cuchillo al aire y le hizo dar vuelta; luego lo apartó a un lado para tomar impulso y con toda la violencia de su rencor golpeó al hombre con el pomo en la laringe. Se oyó en la habitación un ruido sorprendentemente alto, y Edwards lo tiró hacia atrás de un puntapié.

Fue horrible presenciarlo, y duró varios minutos. La laringe del teniente había quedado fracturada en el acto, y su hinchazón bloqueaba la tráquea. Imposibilitado de respirar, movía el torso desesperadamente de lado a lado mientras su rostro se oscurecía. Todos los que estaban en la habitación y podían verlo, no dejaron de mirar. Si alguien sintió piedad por él, nadie lo demostró. Finalmente, dejó de moverse.

—Siento mucho que no hayamos llegado antes, Vidgis; pero esta cosa ya no hará más daño a nadie.

Edwards esperaba que su psicología de aficionado diera resultado. La muchacha volvió a subir la escalera, probablemente a lavarse, pensó él. Había leído que, después de ser violada, una de las cosas que una mujer quería hacer era bañarse, como si existiera un estigma visible de que había sido víctima de la lujuria de algún animal.

Edwards se volvió hacia los dos que quedaban. No había forma de que ellos pudieran manejar prisioneros, y ya tenía una buena excusa con sólo considerar cuáles habían sido sus intenciones. Pero estos dos todavía no habían abusado de la muchacha, y…

—Yo me haré cargo, señor —dijo en voz baja García.

El soldado estaba de pie detrás de los rusos, que continuaban arrodillados. Uno de ellos hacía algunos ruidos, pero, aunque no hubiese estado amordazado, ninguno de los norteamericanos sabía una palabra de ruso. No tenían la menor probabilidad. García descargó un golpe desde un lado, clavando el cuchillo hasta el mango en el cuello del primero; luego hizo lo mismo con el otro. Ambos hombres cayeron. Todo terminó con gran rapidez. El soldado y el teniente fueron a la cocina a lavarse las manos.

—Muy bien, vamos a cargarlos otra vez en el cuatro por cuatro y llevamos el vehículo hasta el camino principal. Veremos si podemos simular un accidente e incendiarlo. Busquen algunas botellas de bebida fuerte. Haremos parecer como que hubieran estado borrachos.

—Y lo estaban, señor.

Rodgers sostenía en la mano una botella de licor claro. Edwards lanzó una breve mirada a la botella, pero desechó la idea…

—Tiene sentido. Si no me equivoco, estos tipos eran los guardias del cruce de caminos en la carretera principal…, o tal vez solamente una patrulla. Yo no creo que ellos puedan tener guardias en todos los cruces de la isla. Con un poquito de suerte solamente, sus jefes ni se van a imaginar que nosotros tuvimos algo que ver en esto.

Es bastante difícil —pensó—, pero ¡qué diablos!

—Jefe —dijo Smith—. Si quiere hacer eso, tenemos que…

—Lo sé. Usted y Rodgers quédense aquí y prepárense. Si ven algo más que podamos llevar, pónganlo en las mochilas. En cuanto volvamos, saldremos disparados.

Edwards y García cargaron los cadáveres en la parte posterior del camión, teniendo cuidado de separar los equipos de combate. Descargaron los capotes impermeables, cuyos diseños de camuflaje eran casi idénticos a los suyos, y unos pocos elementos más que no serían echados de menos; después, condujeron rápidamente el camión hacia el camino.

La suerte estaba con ellos. No había un puesto de guardia permanente en el cruce de caminos, tal vez porque el de la granja no llevaba a ninguna parte. Los rusos probablemente habían constituido un equipo de patrullaje, y eligieron la granja para tomarse un pequeño descanso informal. Después de recorrer unos doscientos metros se encontraron con que el camino principal bordeaba un pronunciado precipicio. Detuvieron allí el vehículo y colocaron los cuerpos en los asientos. García vació un recipiente de gasolina en la parte posterior y entre los dos empujaron el camión hasta el borde, con la puerta trasera abierta. En el momento en que el vehículo superaba el borde, García lanzó al interior una granada rusa. Ninguno de los dos hombres quiso admirar su trabajo. Corrieron casi ochocientos metros para llegar en seguida a la granja. Todo estaba listo.

—Tenemos que incendiar la casa, señorita Vidgis —estaba explicando Smith—. Si no lo hacemos, con toda seguridad los rusos querrán saber qué pasó aquí. Sus padres se hallan muertos; pero estoy seguro de que ellos habrían querido que usted salve su vida, ¿de acuerdo?

Ella se hallaba todavía demasiado conmocionada como para ofrecer algo más que una resistencia simbólica. Rodgers y Smith habían retirado los cadáveres llevándolos arriba, a su propio dormitorio. Habría sido mejor enterrarlos; pero realmente no había tiempo.

—Pongámonos en marcha, muchachos —ordenó Edwards; pues debían estar ya en movimiento, ya que alguien tenía que estar viniendo para investigar el camión incendiado y era probable que usaran un helicóptero—. García, usted cuide a la señorita. Smith, en la retaguardia. Rodgers, tome la punta. Tenemos que poner diez kilómetros entre nosotros y este lugar en las próximas tres horas.

Smith esperó diez minutos antes de arrojar su granada al interior de la casa. El queroseno que había volcado en la planta baja se inflamó de inmediato y se elevaron grandes llamaradas.

USS CHICAGO

Ahora el contacto era mucho mejor. Habían clasificado a uno de los buques como un destructor misilístico de la clase «Kashin», y la cuenta de revoluciones de las palas de sus hélices indicaba una velocidad de veintiún nudos. Los elementos líderes de la formación soviética se hallaban ya a una distancia de treinta y siete millas. Parecían ser dos grupos, la formación anterior abierta en forma de abanico y haciendo de cortina a la segunda. McCafferty ordenó que levantaran el mástil ESM. Mostró gran actividad, pero él no esperaba otra cosa.

—Arriba el periscopio.

El contramaestre actuó sobre el anillo de operación y luego bajó las empuñaduras a su posición y dio unos pasos atrás. McCafferty barrió rápidamente el horizonte. Después de diez segundos, dobló hacia arriba las empuñaduras y bajaron el periscopio a su pozo.

—Va a ser un día muy movido, señor —dijo el comandante; siempre informaba dentro de lo posible todo lo que estaba ocurriendo a su personal de la central de ataque, pues cuanto más supieran, mejor podrían cumplir sus tareas—. Vi un par de «Bear-F», uno hacia el Norte y el otro en el Oeste. Los dos se hallaban bastante lejos, pero pueden apostar a que están lanzando sonoboyas. Oficial ejecutivo, llévenos otra vez abajo, a ciento cincuenta metros, velocidad cinco nudos. Vamos a dejar que ellos vengan hacia nosotros.

—Control, aquí sonar.

—Aquí control; adelante —contestó McCafferty.

—Estamos recibiendo algunas sonoboyas activas hacia el Noroeste. Contamos seis, todas muy débiles. —El suboficial sonarista leyó las marcaciones hacia las fuentes de las señales—. Todavía no hay emisiones de sonares activos que vengan de la formación blanco, señor.

—Muy bien. —McCafferty dejó el micrófono en su soporte. La profundidad del Chicago iba aumentando rápidamente: la inmersión se producía en un ángulo de quince grados. El comandante observó la indicación del batitermógrafo. A sesenta y cinco metros la temperatura del agua empezó a descender marcadamente: en veinte metros había bajado doce grados. Eso era bueno, una poderosa capa debajo de la cual podrían esconderse, y agua fría en profundidad para permitir un buen rendimiento de sonar para sus propios sensores.

Dos horas antes había ordenado retirar un torpedo de uno de sus tubos y remplazarlo con un misil «Harpoon». Eso le dejaba solamente un torpedo listo para uso instantáneo si encontraba un blanco submarino, pero en cambio le proporcionaba una salva de tres misiles para lanzar a los buques de superficie, además de sus «Tomahawk». Estaba ya en condiciones de disparar con muchas probabilidades de lograr impactos, pero McCafferty no quería atacar sin saber exactamente a qué. No tenía sentido gastar un misil en una pequeña nave patrullera cuando había allí un crucero y un portaaviones que lo estaban esperando. Primero quería identificar blancos específicos. No sería fácil, pero él sabía que las cosas fáciles no eran los submarinos clase «688». Se dirigió al compartimiento de sonar. El suboficial lo vio de reojo.

—Jefe, es posible que tenga una marcación sobre el Kirov. Acabo de recibir seis pings de un sonar de baja frecuencia. Creo que es él, con una marcación cero tres nueve. Ahora estoy tratando de aislar las características de sus máquinas. Y si…, bueno, están cayendo algunas sonoboyas más hacia la derecha.

La presentación de la pantalla mostraba nuevos puntos luminosos bastante a la derecha del primer cordón, con un considerable espacio entre los dos.

—¿Le parece que las está lanzando como insignias de grado, suboficial? —preguntó McCafferty.

Obtuvo una sonrisa y un movimiento de cabeza asintiendo como respuesta. Si los soviéticos estaban repartiendo sus sonoboyas en líneas que formaban ángulos a izquierda y derecha de la formación, podía significar que sus buques habían puesto proa directamente hacia el Chicago. El submarino no necesitaría efectuar maniobra alguna para interceptarlos. Podía permanecer tan quieto como una tumba abierta.

—Parece que las están alternando por encima y por debajo de la capa, señor. Con una separación entre sí bastante marcada, además.

El suboficial encendió un cigarrillo sin apartar sus ojos de la pantalla. El cenicero que tenía a su lado estaba colmado de colillas.

—Vamos a separarlo en la localización. Buen trabajo, Barney.

El comandante dio unos golpecitos en el hombro al sonarista y volvió a la central de ataque. El grupo de seguimiento de control de fuego ya estaba rastreando los nuevos contactos. Parecía algo así como un intervalo de poco más de dos millas entre las sonoboyas. Si los soviéticos estaban alternándolas arriba y abajo de la capa, había muchas probabilidades de que él pudiera filtrarse entre dos de ellas. El otro interrogante era la posible presencia de boyas pasivas, que no podía detectar.

McCafferty se hallaba de pie junto al pedestal del periscopio, observando cómo trabajaban sus hombres mientras introducían información en los ordenadores de control de fuego, respaldados por otros hombres que usaban marcaciones sobre papel y calculadoras de mano. El panel de control de armamento estaba iluminado por los indicadores que mostraban su situación de listos. El submarino se encontraba en condiciones de combate inmediato.

—Vamos arriba, a sesenta metros. Escucharemos sobre la capa durante unos minutos.

La maniobra dio resultado en seguida.

—Tengo un rumbo directo a los blancos —informó el suboficial sonarista.

Ahora pudieron detectar y seguir la energía del sonido irradiado directamente por los buques soviéticos, sin depender del efecto físico de las zonas de convergencia.

McCafferty se ordenó a sí mismo tranquilizarse. Pronto tendría bastante trabajo.

—Señor, estamos casi en tiempo para otro lanzamiento de sonoboyas. Lo han estado haciendo con intervalos aproximados de quince minutos, y esta puede estar cerca.

—Estoy recibiendo otra vez ese sonar «Horse-Jaw», señor —advirtió el sonarista—. Con marcación tres dos cero esta vez. Señal débil. Clasificamos este contacto como el crucero Kirov. Un momento…, hay otro. Tenemos un sonar activo de frecuencia media con marcación tres tres uno, maniobrando de izquierda a derecha. Clasificamos este contacto como un crucero «Kresta-II ASW».

—Me parece que tiene razón —dijo el oficial de búsqueda—. La marcación tres dos cero se aproxima a nuestra marcación sobre un par de buques de cortina, pero a mayor distancia de eso, probablemente es un contacto diferente. Tres tres uno concuerda con el buque central de la cortina. Tiene sentido. El «Kresta» sería el comandante de la cortina, y el buque insignia estaría navegando bastante detrás de él. Pero necesitamos algún tiempo para resolver las distancias.

El comandante ordenó que su submarino se mantuviera encima de la capa, en condiciones de inmersión urgente en materia de segundos. Ahora el despliegue táctico estaba evolucionando. Tenía una marcación sobre el Kirov con la que podía trabajar. Casi tan buena como para disparar, aunque todavía precisaba información de distancia. Parecía que hubiese un par de escoltas entre él y el crucero y, a menos que tuviera una buena estimación de distancia, cualquier misil que lanzara al buque insignia soviético podía atacar un destructor o una fragata por error.

Entretanto, la solución en el director de ataque graduó los «Harpoon» para que volaran directamente hacia lo que él creía que era el crucero de batalla Kirov.

El Chicago empezó a zigzaguear a derecha e izquierda sobre su rumbo. Cada vez que el submarino cambiaba su posición, las marcaciones de los contactos de su sonar lo hacían también. El grupo de seguimiento podía usar las desviaciones del submarino con respecto a su propio rumbo como una línea de base para calcular las distancias a los diversos contactos, Era un procedimiento sencillo (un ejercicio de trigonometría de escuela secundaria); sin embargo, llevaba tiempo, porque debía estimar la velocidad y el rumbo de los blancos móviles. Ni siquiera el apoyo del ordenador permitía acelerar mucho el proceso, y uno de los contramaestres se enorgullecía de su capacidad para emplear una regla circular de cálculos y disputar una carrera al ordenador para obtener la solución del problema.

La tensión parecía crecer gradualmente y por momentos se estabilizaba. Los años de entrenamiento estaban dando resultados ahora. Recibían la información, la examinaban y actuaban en consecuencia, todo en materia de segundos. De pronto, los tripulantes parecían formar parte física de los equipos que estaban operando, con sentimientos anulados, emociones sumergidas y sólo el sudor de sus frentes traicionaba las apariencias y los mostraba como hombres que eran, y no máquinas. Dependían por completo de sus operadores de sonar. La energía del sonido era su única indicación sobre lo que estaba sucediendo, y cada nuevo informe de marcación desataba una furiosa actividad. Estaba claro que sus blancos también zigzagueaban, lo que hacía aún más difíciles los cálculos de distancias.

—¡Control, aquí sonar! ¡Sonoboya activa cerca, a babor! Debajo de la capa, creo.

—Todo timón a la derecha; todo adelante dos tercios —ordenó en el acto el oficial ejecutivo.

McCafferty se acercó al sonar y enchufó un par de auriculares. Los pings se oían tensos, pero…, distorsionados, pensó. Si la boya estaba debajo del gradiente de temperatura, las señales que irradiaba hacia arriba no podrían detectar su submarino…, probablemente.

—¿Fuerza de la señal? —preguntó.

—Intensa —repuso el suboficial—. Podrían habernos captado. Quinientos metros más lejos y nos pierden con toda seguridad.

—Muy bien, pero no pueden controlarlas a todas al mismo tiempo.

El oficial ejecutivo alejó al Chicago unos mil metros antes de volver al rumbo inicial. Allá arriba, ellos lo sabían, estaba un avión «ASW Bear-F» armado con torpedos autoorientables y tripulantes cuya misión era escuchar las señales de la sonoboya. ¿Qué efectividad tendrían las boyas y los hombres? Eso era algo que ellos ignoraban. Pasaron tres tensos minutos y nada ocurrió.

—Todo adelante, un tercio, caiga a la izquierda a tres dos uno —ordenó el oficial ejecutivo.

Estaban cruzando ahora la línea de boyas. Entre ellos y su blanco había tres líneas más de boyas. Tenían casi determinada la distancia a tres de las escoltas, pero todavía no al Kirov.

—Muy bien, muchachos, los «Bear» están detrás de nosotros. Una cosa menos de qué preocuparse. ¿Distancia al próximo buque? —preguntó el oficial de aproximación.

—Veintiséis mil metros. Creemos que es un «Sovremenny». El Kresta se encuentra a unos cinco mil metros al este de él. Está operando con emisiones de sonar activo, de casco y de profundidad variable.

McCafferty asintió. El sonar de profundidad variable estaría debajo de la capa y tenía pocas probabilidades de detectarlos. El sonar de casco era el que merecería su atención, pero todavía no sería problema por un rato. «Estupendo —pensó el comandante—, las cosas están saliendo bastante de acuerdo con lo planificado…».

—¡Control, sonar, torpedos en el agua, marcación tres dos cero! Señal débil. Repito, torpedos en el agua, tres dos cero, cambiando la marcación…, además, muchos sonares activos acaban de encenderse. Estamos recibiendo ruidos de hélices aumentados de todos los contactos.

McCafferty estaba ya en la sala de sonar antes de que terminara el informe.

—¿La marcación del torpedo cambia?

—¡Sí! Se mueve de izquierda a derecha… Cristo, me parece que alguien está atacando a los rusos. ¡Impacto!

El suboficial apoyó el dedo contra la pantalla. Exactamente en la marcación al Kirov se vio una serie de tres manchas luminosas. La presentación pareció enloquecerse de golpe. Las que indicaban buques se iluminaban con más brillo cuando estos aumentaban la velocidad de sus máquinas, y cambiaban de dirección cuando ellos comenzaban a maniobrar.

—Explosión secundaria en este contacto… ¡A la mierda! Ahora hay un montón de explosiones en el agua. Cargas de profundidad, tal vez; algo está haciendo revolver el agua hacia arriba. Hay otro torpedo… lejos, su marcación cambia de derecha a izquierda.

La presentación en la pantalla era ya demasiado compleja para que McCafferty pudiera seguirla. El suboficial amplió la escala de tiempo para permitir una interpretación más fácil, pero solamente él y sus experimentados operadores eran capaces de comprenderla.

—Jefe, da la impresión de que alguien ha caído sobre ellos y lanzado un ataque. Lograron tres impactos sólidos en el Kirov, y ahora están tratando de terminar con él. Estos dos buques parecen estar convergiendo sobre algo. Yo… otro torpedo en el agua, no sé de quién. ¡Dios, mire todas esas explosiones!

McCafferty se dirigió hacia popa.

—¡Altura de periscopio, ya!

El Chicago tomó un ángulo ascendente y tardó un minuto en alcanzar el nivel.

El comandante vio lo que podría haber sido un mástil en el horizonte, y una columna de humo negro, en dirección tres dos cero. Estaban operando más de veinte radares junto con numerosas comunicaciones de radio.

—Abajo el periscopio. ¿Tenemos solución para algún blanco?

—No, señor —respondió el oficial ejecutivo—. Cuando empezaron a maniobrar, toda nuestra información se fue al diablo.

—¿A qué distancia nos encontramos de la próxima línea de sonoboyas?

—A dos millas. Estamos en posición de cruzar cincuenta metros. Todo un claro.

—Vamos a una profundidad de doscientos cincuenta metros. Todo adelante; llévenos allá dentro.

Las máquinas del Chicago cobraron vida y aceleraron el submarino a treinta nudos. El oficial ejecutivo llevó la nave a doscientos cincuenta metros, pasando por debajo de una sonoboya colocada para búsqueda en poca profundidad. McCafferty se mantenía junto a la mesa de la carta; sacó un lápiz del bolsillo e inconscientemente empezó a morder el extremo de plástico mientras observaba cómo el avance de su submarino en ese rumbo lo acercaba cada vez más a la formación enemiga. El rendimiento del sonar cayó virtualmente a cero con la alta velocidad; pero pronto resonaron en todo el casco de acero los sonidos de baja frecuencia producidos por explosiones de munición. El Chicago navegó durante veinte minutos en un ligero zigzagueo para evitar las sonoboyas rusas, mientras los hombres de control de fuego seguían actualizando sus soluciones.

—Muy bien, todo adelante un tercio y volvamos a profundidad de periscopio —dijo McCafferty—. Grupo de seguimiento, atentos para abrir fuego.

La imagen del sonar se aclaró rápidamente. Los soviéticos continuaban frenéticos dando caza a quienquiera que fuese el que había atacado a su buque insignia. Uno de los trazos de buques había desaparecido completamente… Por lo menos un buque ruso hundido o averiado. Las explosiones se transmitían en el agua, interrumpidas por el sonido de los torpedos, que las ocultaban mientras se desplazaban hacia los blancos. Todo estaba lo suficientemente cerca como para ser motivo de real preocupación.

—Observación de tiro. ¡Arriba el periscopio!

El periscopio de búsqueda se deslizó hacia arriba. McCafferty lo empuñó y barrió el horizonte.

—Yo… ¡Cristo!

El monitor de TV mostró un «Bear» a la derecha, a unos ochocientos metros y con rumbo Norte, hacia la formación. Pudo ver siete buques, especialmente los topes de sus mástiles, pero un destructor de la clase «Sovremenny» estaba semihundido, a unas cuatro millas aproximadamente. El humo que había visto antes ya no existía. El agua resonaba con el ruido de los sonares rusos.

—Levante el radar, dele potencia y quede atento.

Un suboficial apretó el botón para levantar el radar de búsqueda de superficie del submarino; activó el sistema, pero lo mantuvo en la posición de espera.

—Ahora, energía y dos barridas —ordenó el comandante. Allí había verdaderamente peligro. Los soviéticos detectarían casi con seguridad el radar del submarino y tratarían de atacarlo.

El radar permaneció activado por un total de doce segundos. «Pintó» en la pantalla un grupo de veintiséis blancos, dos de ellos muy juntos y más o menos donde él esperaba que hubiera estado el Kirov. El operador de radar leyó marcaciones y distancias, que introdujeron en el director de control de fuego «Mk-117» y fueron retransmitidos a los misiles «Harpoon», que se encontraban en los tubos de torpedos, dándoles rumbo al blanco y la distancia a la cual debían encender sus cabezas buscadoras. El oficial de armamento controló el estado de las luces, luego eligió los dos blancos más propicios para los misiles.

—¡Listo!

—Inunden tubos. —McCafferty observó al operador del panel de armamento que comenzaba la secuencia de lanzamiento—. Abriendo puertas exteriores.

—Solución controlada y válida —dijo con calma el oficial de armamento—. Secuencia de fuego: dos, uno, tres.

—¡Disparen! —ordenó McCafferty.

—Fuego dos. —El submarino se estremeció cuando el poderoso impulso del aire comprimido eyectó el arma del tubo, a lo que siguió el ruido del agua llenando el vacío—. Fuego uno… fuego tres. Fuego con dos, uno y tres, señor. Las puertas de tubos de torpedos, cerradas; bombeando para vaciar y recargar.

—Recarguen con «Mark-48». ¡Prepárense para disparar «Tomahawk»! —dijo McCafferty.

Los hombres de control de fuego cambiaron los controles del director de ataque para activar los misiles montados a proa.

—¡Arriba el periscopio!

El contramaestre hizo girar la rueda de mando. McCafferty dejó que subiera por completo. Pudo ver la estela de humo del último «Harpoon», y justo detrás de ella…

McCafferty cerró de golpe las empuñaduras del periscopio y dio un paso atrás.

—¡Un helicóptero hacia aquí! ¡Inmersión urgente, todo adelante, velocidad máxima!

El submarino se sumergió velozmente. Un helicóptero soviético antisubmarinos había visto el lanzamiento del misil y volaba hacia ellos con toda su potencia.

—Todo timón a la izquierda.

—¡Todo timón a la izquierda, comprendido!

—Pasando por treinta metros. Velocidad, quince nudos —informó el oficial ejecutivo.

—Allí está —dijo McCafferty, y los pings del sonar activo del helicóptero resonaron a través de todo el casco—. Timón todo al otro lado. Disparen un equipo de ruido.

El comandante ordenó que llevaran el submarino a un rumbo general Este y redujeran la velocidad mientras atravesaban la capa. Con suerte, los soviéticos confundirían el equipo emisor de ruido con los sonidos de cavitación del submarino y lo atacarían, mientras el Chicago escapaba indemne.

—Control, sonar, viene hacia aquí un destructor, marcación tres tres nueve. Suena como un «Sovremenny»… torpedo en el agua, atrás, Tenemos un torpedo en el agua con marcación de dos seis cinco.

—Timón veinte grados a la derecha. Todo adelante dos tercios. Caiga a nuevo rumbo un siete cinco.

—Control, sonar, nuevo contacto, hélices dobles, acaba de empezar con sonar de baja frecuencia, probablemente un «Udaloy», la cuenta de hélices dice veinticinco nudos, marcación tres cinco uno y constante. Marcación del torpedo cambiando, se dirige hacia atrás y pierde intensidad.

—Muy bien —asintió McCafferty—, el helicóptero lanzó sobre el aparato de ruidos. Ya no tenemos que preocuparnos por este. Todo adelante un tercio, vamos a profundidad trescientos metros.

Al «Sovremenny» no le temía demasiado, pero el «Udaloy» era otra cosa completamente distinta. El nuevo destructor soviético llevaba un sonar de baja frecuencia que podía penetrar la capa bajo ciertas condiciones, además de dos helicópteros, y un torpedo impulsado por cohete a larga distancia, que era superior al «ASROC» norteamericano.

¡Ba-uahh! El sonido de un sonar de baja frecuencia. Los había detectado en el primer intento. ¿Daría la posición del Chicago al «Udaloy»? ¿O lo impediría el recubrimiento de goma del submarino?

—Marcación del blanco tres cinco uno. La cuenta de hélice se ha reducido, indica una velocidad de diez nudos —informó el sonar.

—Bien, ha disminuido la velocidad para buscarnos. Sonar, ¿qué fuerza tiene ese ping?

—Límite inferior de la gama de detección, señor. Probablemente logró un retorno de nosotros. El contacto está maniobrando, ahora la marcación es tres cinco tres. Sigue emitiendo pings, pero su sonar está iluminado en búsqueda de Oeste a Este, lejos de nosotros. Hay otro helicóptero que se halla emitiendo activo, señor, marcación cero nueve ocho. Está debajo de la capa, pero bastante débil.

—Oficial ejecutivo, llévenos al Oeste. Trataremos de virar alrededor de ellos hacia la dirección del mar y aproximarnos a sus anfibios desde el Oeste.

McCafferty volvió a la sala de sonar. Estaba tentado de atacar al «Udolay», pero no podía lanzar un torpedo a esa profundidad sin usar una peligrosa cantidad de sus reservas de aire comprimido. Además, su misión consistía en destruir a los buques comando, no a los escoltas. De todos modos, su grupo de control de fuego tuvo lista una solución para el caso de que el hundimiento del destructor ruso se convirtiera en una necesidad.

—¡Santo Dios, qué revoltijo! —suspiró el suboficial—. Las cargas de profundidad en el Norte van disminuyendo un poco. Las marcaciones sobre estos contactos se estabilizan. O han vuelto a tomar su rumbo básico, o se están alejando. No puedo decir cuál de las dos cosas. Oh, oh…, están cayendo más sonoboyas. —El dedo del suboficial mostró los nuevos puntos luminosos, en una línea continua…, que apuntaba hacia el Chicago—. La próxima va a caer muy cerca, señor.

McCafferty metió la cabeza en la central de ataque.

—Viren hacia el Sur y pasen a dos tercios.

La sonoboya siguiente cayó en el agua directamente sobre ellos. Su cable desplegó el transductor debajo de la capa e inició automáticamente las emisiones de pings.

—¡Seguro que nos agarraron, jefe!

McCafferty ordenó otro cambio de rumbo hacia el Oeste y un nuevo aumento a máxima velocidad para salir de la zona. Tres minutos después cayó un torpedo al agua, lanzado por el «Udaloy» o dejado caer por el «Bear», no podían saberlo. El torpedo empezó a buscarlos desde una distancia de una milla, pero viró, alejándose. Una vez más, su recubrimiento anecoico de goma los había salvado. Detectaron frente a ellos un sonar de profundidad de un helicóptero. McCafferty viró al Sur para esquivarlo, sabiendo que lo estaban obligando a alejarse de la flota soviética, pero incapacitado de hacer nada por el momento. Ahora eran dos los helicópteros que andaban detrás de él y, para un submarino, derrotar dos sonares de profundidad no era un simple ejercicio. Estaba claro que el propósito no era tanto encontrarlo como alejarlo, y él no podía maniobrar con la velocidad suficiente como para sobrepasarlos. Después de dos horas de intentarlo, se desprendió por última vez. La fuerza soviética se había desplazado más allá del alcance del sonar, su último rumbo informado los llevaba al Sudeste, hacia Andoya.

McCafferty lanzó por lo bajo un juramento. Había hecho todo bien, atravesó las defensas exteriores soviéticas, y tenía una idea clara de cómo meterse por debajo de la cortina de destructores. Pero alguien había llegado allí primero, probablemente había atacado al Kirov (¡su blanco!), y producido un tremendo alboroto que le impidió aproximarse. Sus tres «Harpoon» tal vez habían encontrado blancos a menos que Iván los hubiera derribado…, pero él ni siquiera había podido comprobar sus impactos. Si es que habían hecho impactos. El comandante del USS Chicago escribió su informe de contacto para que lo transmitieran al comandante de submarinos de la flota del Atlántico, Y se preguntó por qué las cosas estaban ocurriendo de esta manera.

STORNOWAY, ESCOCIA

—Es una distancia bastante grande —dijo el piloto de caza.

—Sí —asintió Toland—. Según nuestro último informe, el grupo navegaba con rumbo Sudeste para evitar el ataque de un submarino. Suponemos que ahora han vuelto a un rumbo general Sur, pero no sabemos dónde están. Los noruegos enviaron su último «RF-5» para efectuar un reconocimiento, y el avión desapareció. Tenemos que atacarlos antes de que llegue a Bodo. Y, para atacarlos, necesitamos todos sus «Tomcat» para escolta en el ataque de mañana.

—Estaré listo en una hora.

El piloto se marchó.

—Que tenga suerte, muchacho —dijo en voz baja.

Era el tercer intento para localizar desde el aire a la fuerza soviética de invasión. Después que desapareciera el avión noruego de reconocimiento, los británicos habían tratado de lograrlo con un «Jaguar». También ese avión había desaparecido. La solución obvia era enviar un «Hawkeye» junto con el ataque para realizar una búsqueda por radar, pero los británicos no permitían que los «E-2» se alejaran demasiado de sus costas. Las estaciones de radar del Reino Unido habían soportado un terrible ataque, y necesitaban a los «Hawkeye» para defensa local.

—No suponíamos que fuera tan difícil —observó Toland.

Tenían ahora una brillante oportunidad para atacar a la flota soviética. Una vez localizada, podían llevar el ataque contra la fuerza al amanecer del día siguiente. Los aviones de la OTAN entrarían por sorpresa con sus misiles aire-superficie. Pero la distancia extrema que debían recorrer los aviones no les permitía perder tiempo en la búsqueda. Debían conocer la situación del blanco antes del despegue. Los noruegos habrían tenido que ocuparse de eso, pero los planes de la OTAN no previeron el virtual aniquilamiento, en una semana, de toda la Real Fuerza Aérea Noruega. Los únicos triunfos tácticos importantes de los soviéticos los habían obtenido en el mar, y realmente habían sido triunfos, pensó Toland. Mientras la guerra terrestre en Alemania estaba evolucionando hacia un estancamiento motivado por la paridad en materia de alta tecnología, hasta ese momento las jactanciosas Marinas de la OTAN se veían superadas en maniobra y en planificación por sus supuestamente incapaces adversarios soviéticos. La toma de Islandia había sido una obra maestra como operación. La OTAN todavía estaba tratando de hallar la manera de restablecer la barrera Groenlandia-Islandia-Reino Unido con submarinos previstos para cumplir otras misiones. Los «Backfire» rusos entraban profundamente en el Atlántico Norte, atacando todos los días un convoy, y la principal fuerza submarina soviética ni siquiera había llegado allí todavía, La combinación de ambas fuerzas podía cerrar por completo el Atlántico, pensó Toland. Entonces sí que los ejércitos de la OTAN perderían seguramente, a pesar de su brillante desempeño hasta el momento.

Tenían que evitar que los rusos tomaran Bodo en Noruega. Si se establecían allí, los aviones soviéticos podrían atacar Escocia, drenando recursos al frente germano e impidiendo todo esfuerzo para interceptar a las fuerzas de bombardeo que se dirigían al Atlántico, Toland meneó la cabeza. Una vez que localizaran a la fuerza rusa, la golpearían hasta hacerla pedazos, Disponían de las armas adecuadas y la doctrina adecuada. Podían lanzar sus misiles desde fuera del alcance de los «SAM» rusos, tal como lo estaba haciendo Iván con los convoyes. Ya era hora de que cambiaran las cosas.

El avión cisterna despegó primero, seguido media hora después por el caza. Toland y su contraparte británica se sentaron en la central de Inteligencia a dormitar una siesta, sin prestar atención a la máquina teletipo que golpeteaba en un rincón. Si entraba algo importante, los jóvenes oficiales de guardia les avisarían, y los oficiales más antiguos también tenían que dormir.

—¿Eeeh?

Toland se sobresaltó cuando el suboficial le tocó en el hombro.

—Está entrando, señor…, su «Tomcat» está llegando, capitán. —El sargento de la RAF tendió a Bob una taza de café—. Está a quince minutos del aterrizaje. Pensé que usted querría refrescarse un poco.

—Gracias, sargento.

Toland se pasó una mano sobre la cara sin afeitar y decidió no hacerlo. El comandante se afeitó, en especial para preservar el aspecto que correspondía a un bigote de la RAF.

El «F-14» entró con elegancia, llevando sus motores completamente reducidos y las alas extendidas, como agradecido por la posibilidad de aterrizar en algo más que un portaaviones. El piloto rodó hasta un refugio de cemento y descendió rápidamente. Unos técnicos ya estaban retirando el rollo de película de la cámara exterior.

—No hay nada de la flota, señores —dijo de inmediato.

El oficial del radar de intercepción llegó detrás del piloto.

—¡Dios, qué cantidad de cazas allá arriba! —exclamó—. No había visto tanta actividad desde la última vez que pasé por la escuela de ataque.

—Y yo bajé a uno de esos «Bandidos», además. Pero no hay señales de la flota. Cubrimos la costa desde Orland hasta Skagen antes de volver; no había ni un solo buque de superficie visible.

—¿Está seguro?

—Puede observar mi película, señor. Ninguna observación visual, nada en infrarrojo, ninguna emisión de radar que no fueran las de los aviones, nada, pero un montón de cazas. Empezamos a encontrarlos un poco al sur de Stoke y contamos…, ¿cuántos fueron, Bill?

—Siete escuadrillas, principalmente «MiG-23», creo. En ningún momento los vimos, pero captamos un montón de radares «High-Lark». Uno de los tipos se acercó demasiado y tuve que dispararle un «Sparrow». Vimos el resplandor. Fue un derribo difícil. De todas maneras, señores, nuestros amigos no están yendo hacia Bodo, a menos que sea en submarino.

—¿Usted volvió desde Skagen?

—Nos quedamos sin película, y teníamos poco combustible. La oposición de los cazas en realidad empezó a captarse al norte de Bodo. Si quiere mi opinión, creo que debemos controlar Andoya, pero necesitamos algo más para hacerlo, el «SR-71», quizá. Yo no creo que pueda entrar y salir de allí si no es con un posquemador. Y tendría que recargar combustible muy cerca del lugar, si deseara intentarlo, porque…, como le dije, allá están operando los cazas, y hay muchísimos.

—La cosa se ha puesto difícil —dijo el comandante—. Nuestros aviones no tienen autonomía para un ataque tan lejos sin un apoyo masivo de aviones cisterna, y la mayor parte de nuestros cisternas están cumpliendo misiones en otro sitio.