Las cosas habían vuelto otra vez a la normalidad. Aunque la afirmación era muy relativa: los «Backfire» continuaban descendiendo a través del claro sobre Islandia, y esa tarde habían atacado otro convoy y hundido once buques mercantes en el proceso. Todos los convoyes que se dirigían al Este estaban desviándose hacia el Sur, prefiriendo alargar bastante el viaje a Europa para reducir así la amenaza aérea. Tan graves habían sido las pérdidas hasta ese momento (casi sesenta buques hundidos) que una modificación de las rutas llevándolas más al Sur significaba por lo menos que los bombarderos soviéticos sólo podrían cargar un misil en vez de dos.
Ya empezaba a notarse la tensión en todos. Hacía una semana que la tripulación de Morris soportaba una intensa actividad, cuatro horas en servicio, cuatro horas libres. Las normas de sueño habían quedado sin efecto. Los hombres no hacían las comidas adecuadas. Los requerimientos cruciales de mantenimiento interrumpían las cuotas de sueño adjudicadas a los tripulantes. Y, por encima de todo, estaba el conocimiento de que, en cualquier momento, podían ser atacados por un avión o un submarino. Los trabajos aún se cumplían, pero Morris notó que sus hombres empezaban a dar muestras de brusquedad y mal carácter. Muchos estaban tropezando constantemente en los umbrales de las puertas, signo seguro de fatiga. Pronto vendrían errores más graves. La relación entre fatiga y errores era tan segura como peligrosa. En uno o dos días más, Morris confiaba en que se establecería por sí misma una sólida rutina, algo para que sus hombres tuvieran a qué ajustarse. Había señales de esto, y los suboficiales le decían que no debía preocuparse. Pero él se preocupaba.
—Puente, aquí Combate. Contacto sonar, posible submarino, marcación cero cero nueve.
—Aquí empezamos de nuevo —dijo el oficial a cargo del comando. Era la vigésimo cuarta vez, en ese viaje, que los tripulantes de la fragata Pharris debían correr a ocupar sus puestos de combate.
Esta vez se necesitaron tres horas. No había aviones «Orion» disponibles para ellos, y las escoltas enviaron al aire a sus helicópteros para buscar al submarino, dirigidos todos por Morris y el personal de su CIC. El comandante de este submarino conocía realmente su oficio. Ante la primera sospecha de que lo habían detectado (tal vez su propio sonar había captado un helicóptero que sobrevolaba, o el ruido hecho por una sonoboya al caer al agua) se sumergió profundamente y comenzó una confusa serie de cortas y rápidas carreras y detenciones, pasando de arriba abajo de la capa y trabajando duro para romper el contacto…, pero hacia el convoy. Este submarino no estaba interesado en huir. Aparecía y desaparecía en el control táctico, siempre acercándose pero sin revelar nunca su posición en forma lo bastante clara como para dispararle.
—Se fue otra vez —dijo pensativamente el oficial de lucha antisubmarina.
Una sonoboya lanzada diez minutos antes había captado una señal débil; se mantuvo durante dos minutos, y luego se perdió.
—Este tipo es preciso.
—Y está demasiado cerca —dijo Morris.
Si el submarino seguía con rumbo Sur, estaba ahora en el borde del alcance del sonar activo de la fragata. Hasta ese momento, la Pharris no se había revelado. El comandante del submarino sabría que algunos buques de superficie andaban por allí cerca debido a la presencia de los helicópteros, pero era poco probable que hubiese sospechado la presencia de una fragata a sólo diez millas al Sur de su posición.
Morris miró al oficial de lucha antisubmarina.
—Actualice nuestro perfil de temperaturas.
Treinta segundos después dejaron caer un sensor batitermográfico. El instrumento medía la temperatura del agua y la transmitía a una pantalla en la sala de sonar. La temperatura del agua era la condición ambiental más importante que afectaba el rendimiento del sonar. Los buques de superficie la controlaban periódicamente, pero un submarino podía hacerlo en forma continua… una ventaja más que tenía el submarino.
—¡Ahí está! —exclamó Morris. Ahora el gradiente es mucho más marcado y este tipo está explotando eso. Se mantiene fuera del canal profundo y probablemente hace sus carreritas sobre la capa y no debajo de ella, como nosotros esperábamos. Muy bien…
Los helicópteros continuaron lanzando sonoboyas, y los breves indicios que recogían eran de un blanco que se dirigía al Sur, hacia la fragata Pharris. Morris esperó diez minutos.
—Puente, aquí Combate, timón a la izquierda; caiga a nuevo rumbo cero uno uno —ordenó Morris, apuntando con su buque a la posición estimada del submarino.
La fragata navegaba a cinco nudos, avanzando silenciosamente en un mar calmo. El personal de la Central de Informaciones de Combate observaba en el indicador de rumbo del mamparo posterior cómo iban cambiando lentamente el primitivo rumbo Este.
La pantalla de presentación táctica estaba inutilizada. La abundancia de breves informes de las sonoboyas —muchos de los cuales eran probablemente señales falsas— confundían a la computadora para generar una exacta estimación de la posición del submarino, y daba así resultados que cubrían más de cien millas cuadradas. Morris se acercó al marcador gráfico en la esquina posterior de la ala.
—Creo que está exactamente aquí —dijo, dando unos golpecitos en la carta náutica—. ¿Comentarios?
—¿A poca profundidad? Eso es contrario a la doctrina —observó el oficial de lucha antisubmarina. Los informes de Inteligencia de la flota decían que los submarinistas soviéticos se ajustaban estrictamente a la doctrina.
—Vamos a averiguarlo. Búsqueda yanqui.
El oficial especialista dio las órdenes de inmediato. La búsqueda yanqui significaba conectar el sonar activo de la fragata y martillar el agua para controlar al submarino. Morris estaba arriesgando. Si el submarino se hallaba tan cerca como él pensaba, le estaba proporcionando gratuitamente la posición de su propio buque e invitándolo a que le lanzara un ataque con misiles, y sus sistemas de defensa de punto estaban mal equipados para detenerlo. El operador de sonar observaba intensamente su pantalla. Las cinco primeras emisiones ping no mostraban nada mientras la onda del sonar barría de Oeste a Este. La siguiente pintó un punto brillante en la pantalla.
—Contacto…, contacto positivo de sonar, trayectoria directa, marcación cero uno cuatro, distancia once mil seiscientos metros. Evaluado como probable submarino.
—Clávenlo —ordenó Morris.
El impulsor de combustible sólido del ASROC entró en combustión, levantándose violentamente del buque y describiendo en el cielo una curva, seguido por una estela de humo gris pálido. El cohete se quemó por completo en tres segundos. Estaba a trescientos metros de altura cuando el torpedo se separó del impulsor e inició su lento descenso hacia el agua, retardado por un paracaídas.
—Ha cambiado de rumbo, señor —avisó el operador de radar—. El blanco está virando y aumentando de velocidad. Yo…, ahí está el pescado, ya tenemos el torpedo en el agua y está haciendo emisiones activas. Cayó bastante cerca.
El oficial de acción táctica estaba ignorando esto. Tres helicópteros convergían en ese momento sobre el punto de detección del blanco. Había una buena probabilidad de que el torpedo errara, y ahora la tarea consistía en no dejar escapar el contacto. Morris ordenó un giro a la derecha, permitiendo que el sonar pasivo de arrastre de la fragata pudiera captar y aferrar al submarino, que se desplazaba ahora velozmente para evadir el torpedo, produciendo elevado ruido. Llegó el primer helicóptero y dejó caer una sonoboya.
—Dos hélices y ruido de cavitación. Suena como un «Charlie» a máxima velocidad, señor —informó un suboficial—. Creo que el torpedo puede tenerlo aferrado.
Automáticamente, el torpedo pasó de «ping y escucha» a ping continuado, a la caza del submarino que describía velozmente un arco en busca de mayor profundidad. El torpedo perdió momentáneamente al submarino cuando este atravesó la capa del gradiente térmico, pero luego volvió a localizarlo cuando él también penetró en aguas profundas y más frías, y fue cerrando rápidamente la distancia. El submarino soltó un artefacto emisor de ruidos, para perturbar al torpedo, pero funcionó defectuosamente. Cargaron otro en el lanzador. Demasiado tarde. El torpedo hizo impacto en el submarino sobre su hélice de babor y explotó.
—¡Bravo! —gritó un suboficial sonarista—. Tenemos detonación de cabeza de guerra. ¡Acabamos con el maldito!
—Tenemos impacto. Tenemos detonación —confirmó la tripulación de un helicóptero—. Quede atento. Los motores del blanco no se han detenido del todo… Hay ruidos de propulsión adicional… golpeteo metálico. Están soplando. Están soplando los tanques. Sube… está subiendo. Hay burbujas en la superficie. ¡Cristo Santo, lo tenemos ahí!
La proa del «Charlie» partió la superficie a seis millas de la fragata. Tres helicópteros volaron en círculo, como lobos, sobre la nave herida y la Pharris viró hacia el Norte para acercarse al blanco, sin que su cañón de trece centímetros dejara de apuntarle. Pero no fue necesario. La escotilla de proa se abrió y empezaron a salir los hombres apresuradamente. Aparecieron otros en la torreta y todos saltaron al agua mientras la sala de máquinas del submarino se inundaba rápidamente. Alcanzaron a salir diez hombres antes de que la nave empezara a deslizarse hacia atrás y desapareciera bajo la superficie. Se vio un hombre más entre las olas unos segundos después, pero nada más.
Los helicópteros arrojaron chalecos salvavidas a los que estaban en el agua. Uno de los helicópteros, que tenía una grúa de rescate, logró izar a dos náufragos antes de que la fragata llegara a la escena. Morris supervisó la operación desde el puente. Sin pérdida de tiempo descendieron al agua el bote de motor y efectuaron un fácil rescate. Los tripulantes rusos estaban aturdidos y no resistieron. Los helicópteros guiaron el bote hasta cada hombre, buscando cuidadosamente en la zona, por si había otros. Recogieron a los once y el bote regresó a la fragata para ser izado de nuevo. El suboficial contramaestre de la Pharris supervisó la operación, con un alférez de pie y en silencio junto a él.
Nadie había considerado seriamente esa posibilidad. En teoría, el impacto de un torpedo en un submarino debía destruirlo por completo. Prisioneros, pensó Morris para sí. ¿Qué diablos se supone que debo hacer con prisioneros? Tenía que decidir dónde alojarlos, cómo tratarlos. Cómo interrogarlos… ¿Había a bordo alguien que hablara ruso? El comandante entregó el control a su oficial ejecutivo y apretó el paso hacia popa.
Ya estaban allí algunos tripulantes armados, que sostenían torpemente sus fusiles «M-14» mientras miraban hacia abajo, con enorme curiosidad, el bote que iban a subir. Aseguraron los cables del torno a los puntos de amarre para levantarlo, y el marinero del cabrestante empezó a elevarlo.
El grupo de los soviéticos no causaba demasiada impresión; muchos de ellos permanecían en estado de conmoción a raíz de su virtual escape de la muerte. Morris contó tres oficiales; uno de los cuales era probablemente el comandante. Susurró una rápida orden al contramaestre Clarke.
El suboficial hizo dar unos pasos atrás al grupo armado, y sacó el silbato del bolsillo. Cuando el bote quedó asentado en su lugar, hizo un toque de tres notas y saludó al comandante soviético rindiendo honores como si llegase un dignatario.
La reacción del ruso fue de completo asombro. Morris se adelantó para ayudarle a salir del bote.
—Bien venido a bordo, comandante. Yo soy el capitán de fragata Morris, de la Marina de los Estados Unidos.
Ed miró brevemente a su alrededor y pudo ver la expresión de incredulidad en las caras de sus hombres. Pero su actitud no dio resultado. El ruso dijo algo en su propio idioma; o no hablaba inglés o tuvo la astucia de fingir que no lo hacía. Alguien, y no él, tendría que hacerse cargo del interrogatorio. Morris ordenó al contramaestre que continuaran. Llevaron abajo a los rusos para un control médico. Por el momento los mantendrían bajo guardia en la enfermería. El contramaestre volvió muy apurado.
—Jefe, ¿qué diablos fue todo eso? —preguntó el suboficial segundo contramaestre Clarke.
—Probablemente les han dicho que nosotros les dispararíamos en la cabeza. Una vez leí un libro donde decía que la técnica más efectiva…, oiga, estaba ese alemán, el tipo especializado en sacarle información a nuestra gente en la Segunda Guerra Mundial, ¿sabía? Era bueno en eso, y lo que hacía era tratar decentemente a los nuestros. Diablos, lo invitaron y ayudaron para que viniera después de la guerra, y ahora es ciudadano norteamericano. Separe los oficiales de los suboficiales, y los suboficiales antiguos de los más modernos. Manténganlos separados. Y asegúrese de que estén cómodos. Denles de comer, ofrézcanles cigarrillos, hagan que se sientan seguros. Si usted supiera de alguien que tenga una botella a bordo, consígala y ofrezca a nuestros huéspedes un par de tragos. Que todos tengan ropas nuevas. Nosotros nos quedaremos con las suyas. Envíelas todas a la cámara de oficiales. Veremos si tienen algo de valor. Asegúrese de que los traten bien y, a lo mejor, logramos que uno o dos de ellos nos larguen todo lo que sepan.
—Comprendido, jefe.
El suboficial salió meneando la cabeza. Por lo menos, esta vez podría pintar un submarino entero en el puente de navegación.
Morris volvió al puente. Ordenó que los hombres abandonaran la situación de puestos de combate y que la fragata regresara a su posición de patrullaje. Después llamó por radio al comandante de la escolta y le informó sobre los prisioneros.
—Pharris —contestó el comandante—. Le ordeno que pinte una «A» dorada en su lanzador ASROC. Felicitaciones a todos a bordo, Ed. Ustedes son los campeones en esta operación. Volveré a llamarle con relación a los prisioneros. Cambio y corto.
El comandante se dio cuenta y vio que la guardia del puente no se había retirado. Todos habían oído al comandante por la radio. La fatiga había desaparecido, y las sonrisas que dirigieron a Morris significaron para él más que las palabras de su jefe.
Alekseyev revisó el material de Inteligencia que tenía sobre el escritorio. Su jefe estaba en Moscú asistiendo a una conferencia de alto nivel, pero esta información era, debía de ser, se corrigió, un poco diferente de lo que estaba escuchando su comandante.
—¿Las cosas no van bien en Alemania? —preguntó el capitán Sergetov.
—No. Tendríamos que haber alcanzado las afueras de Hamburgo a la hora H + 36. Un día y medio, según lo establecido en el plan. En cambio, todavía no hemos llegado del todo allí, y el Tercer Ejército de Choque ha sufrido terribles pérdidas por los aviones de la OTAN. —Hizo una pausa, mirando el mapa—. Si yo fuera el comandante de la OTAN, contraatacaría de nuevo, allí mismo.
—Tal vez no pueden hacerlo. El primer contraataque fue rechazado.
—A costa de una división de tanques destrozada y sesenta aviones. Es preferible no tener victorias como esa. El cuadro en el Sur es apenas un poco mejor. Las fuerzas de la OTAN están cambiando espacio por tiempo, y lo están haciendo muy bien. Sus fuerzas terrestres y de aviación táctica se encuentran operando sobre las mismas bases de instrucción y entrenamiento que han empleado desde hace treinta años. Nuestras pérdidas se acercan al doble de las estimadas, y no podemos mantener eso.
Alekseyev se inclinó hacia atrás. Se reprendió a sí mismo por ser derrotista. Se debía, sobre todo, a su deseo de hallarse presente en las acciones. Estaba seguro, como lo habría estado cualquier general, de que él hubiera podido hacer mejor las cosas.
—¿Y qué hay de las pérdidas de la OTAN?
—Graves, creemos. Ellos han sido notablemente pródigos en sus gastos de armamento. Los alemanes han apostado demasiado a la defensa de Hamburgo, y tiene que estar costándoles mucho. En su lugar, si yo no pudiera contraatacar, me retiraría. Una ciudad no merece que se destruya el equilibrio de un ejército. Aprendimos esa lección en Kiev…
—Perdón, camarada general, ¿y qué dice de Stalingrado?
—Fue una situación algo diferente, capitán. Es notable, sin embargo, cómo puede repetirse la historia —murmuró Alekseyev, estudiando el mapa en la pared; movió la cabeza; Alemania Occidental tenía demasiado en lo referente a comunicaciones por carretera para que eso diera resultado—. Los informes de la KGB dicen que la OTAN tiene dos semanas de abastecimiento de municiones, como máximo tres. Ese será el factor decisivo.
—¿Y nuestros propios abastecimientos y combustible? —preguntó el joven capitán.
La respuesta fue una mirada ceñuda.
Por lo menos había agua. Los arroyos estaban alimentados por los glaciares formados en el centro de la isla; agua que había caído en forma de nieve hacía más de mil años, mucho antes de la contaminación atmosférica, y había quedado comprimida y convertida en hielo. Cuando finalmente se derretía para llenar los arroyos entre las rocas, volvía a ser agua de cristalina pureza y maravilloso gusto, aunque sin valor alguno en cuanto al aspecto nutritivo. También era fría como el hielo y costaba encontrar vados para cruzar.
—Sólo tenemos raciones para un día, teniente —observó Smith cuando terminaron de comer.
—Sí, tendremos que pensar en eso.
Edwards recogió sus restos de comida. Y García reunió los de todos para enterrarlos. De haber existido una forma de cubrir sus huellas en la tierra, Smith los habría obligado a hacer eso también.
No era fácil. Mientras Edwards armaba su radio, escuchó algunos murmullos de insultos en español y el ruido de una pala plegable que golpeaba contra las rocas sueltas que constituían el suelo en lo alto de la Colina 482.
—Doghouse; aquí Beagle; nos estamos quedando sin comida, cambio.
—Lamento oír eso, Beagle. Tal vez les hagamos llegar algunas pizzas.
—Gracioso, hijo de puta —dijo Edwards sin apretar la tecla del transmisor—. ¿Qué quiere que hagamos ahora?
—¿Alguien los ha descubierto?
—Estamos vivos, ¿no? Negativo.
—Dígame qué puede ver.
—Muy bien. Al pie de la colina, hacia el Norte y a unos tres kilómetros, hay un camino de grava. Algo que parece una granja…, campos labrados… pero no puedo decirles qué hay sembrado. Otra granja de ovejas hacia el Oeste; la pasamos cuando veníamos hacia aquí. Muchas ovejas. Hace diez minutos vimos un camión en el camino; iba en dirección oeste. Hoy no hemos visto volar nada todavía, pero supongo que eso va a cambiar. Los únicos civiles que vimos estaban junto a sus casas; ni siquiera hemos descubierto pastores con sus ovejas, y la granja que está hacia el Norte no tiene actividad visible. No hay nada, repito, cero, de tránsito civil en los caminos. Iván ha clausurado totalmente esta isla, Doghouse, realmente clausurada. Eso es más o menos todo lo que alcanzamos a observar. Dígales a esos chóferes de «Vark» que hicieron un trabajo perfecto en la planta eléctrica. No quedó nada más que un agujero en el suelo. Desde entonces no hemos vuelto a ver ni una sola bombilla encendida.
—Comprendido, Beagle. Muy bien; sus órdenes ahora son marchar en dirección al Norte, hacía Hvammsfjördur. Tienen que hacer un amplio rodeo por el Este para evitar todas estas bahías que estoy viendo. Queremos que estén allá dentro de diez días. Repito, diez días, doce como máximo. Pueden hacerlo tranquilos. Eviten contactos con cualquiera que sea. Continúen el programa normal de enlaces e informen todo lo que vean que les parezca de interés. Deme su comprendido.
—Comprendido, Doghouse; quiere que estemos a la vista de Hvammsfjördur para fines de la próxima semana, y mantengamos la rutina de enlaces de radio acostumbrada. ¿Alguna otra cosa?
—Tengan cuidado. Cambio y corto.
—¿Hvammsfjördur? —preguntó Smith—. Eso está a ciento sesenta kilómetros en línea recta.
—Ellos quieren que hagamos un rodeo hacia el Este para evitar contactos.
—Trescientos kilómetros…, caminando sobre esta mierda. —El gesto ceñudo de Smith habría podido partir una roca—. ¿A fines de la semana que viene? ¿Diez u once días?
Edwards asintió tontamente. No sabía que aquello estaba tan lejos.
—Va a ser un poco duro, señor Edwards. —El sargento sacó de su bolsa un mapa a gran escala—. Ni siquiera tengo cartas de toda la línea de costa. Maldito sea. Mire, teniente, los acantilados y los ríos en esta isla llegan desde el centro como los rayos de una rueda, ¿ve? Eso quiere decir que tendremos que subir y bajar mucho, y estas no son colinas bajitas. Todos los lugares bajos tienen caminos y, por supuesto, no podemos seguir por los caminos, ¿no es así? —movió la cabeza.
Edwards forzó una sonrisa.
—¿No pueden hacerlo? Yo creí que los infantes de Marina siempre estaban en buena forma.
Smith era un hombre que corría ocho kilómetros todas las mañanas. Y no recordaba haber visto en ningún momento a este torpón de la fuerza aérea corriendo por el campo.
—Está bien, señor Edwards. Dicen que nadie se ahogó nunca en sudor. Arriba, infantes de Marina, tenemos órdenes de hacer una pequeña excursión.
Rodgers y García intercambiaron miradas. El tono con que había pronunciado señor no era exactamente una muestra de afecto por un oficial; pero Smith suponía que la insubordinación sólo quedaba configurada cuando el superior sabía que lo estaban insultando.
Tardaron bastante en armar los helicópteros. El enorme transporte «AN-22» había llevado dos helicópteros de ataque «Mi-24»; considerable carga, incluso para aquel monstruo cuatrimotor. Otro vuelo de «IL-76» había trasladado a los técnicos y tripulaciones de vuelo para armarlos, abastecerlos y volarlos. El plan tenía un importante fallo, pensó el general. Aquel único helicóptero que sobreviviera al ataque con cañones durante el primer día, se hallaba ahora dañado y, por supuesto, la parte estropeada no estaba incluida en la carga preparada con anterioridad. Debían haber tenido más helicópteros. Se encogió de hombros con gesto elocuente. Ningún plan era perfecto. Les traerían otros helicópteros, algunos radares móviles más y unos cuantos lanzadores «SAM». Los norteamericanos parecían tener intenciones de hacerles muy difícil su ocupación de Islandia, y él necesitaba equipamiento para poder contrarrestarlo…
Además, estaban esos hijos de puta de la KGB. Tenemos que pacificar la isla, decían. Como si Islandia no fuera ya suficientemente pacífica. No se había producido ningún incidente de resistencia activa hasta ese momento, ni uno solo, pensó el general, recordando sus servicios durante un año en Afganistán. Comparado con aquel infierno montañoso, esto era por sí mismo el paraíso. ¡Pero eso no era suficiente para la KGB! Bárbaros nekulturny. Habían tomado mil rehenes, y sólo después se dieron cuenta de que no había espacio suficiente en la cárcel para encerrarlos. Entonces mis paracaidistas deben custodiar a esos pobres e inofensivos desgraciados desaprovechando una compañía entera de soldados. Él tenía órdenes de cooperar con el contingente local de la KGB. Por supuesto, uno no cooperaba con la KGB…, era dominado por ella. Había oficiales de la KGB con patrullas móviles, para aconsejar, según decían ellos.
El general Andreyev estaba empezando a preocuparse. Sus paracaidistas de primera no eran aptos para ser buenos carceleros. Si les hubiera ordenado tratar bien a los islandeses habría sido una cosa; pero, en cambio, sus órdenes los obligaban a ser rudos, lo que generaba hostilidad. Había oído vitorear a algunas personas cuando llegaron los últimos bombarderos norteamericanos. Absurdo, pensó el general. Ellos habían perdido la energía eléctrica; pero nosotros no habíamos perdido nada…, y ellos se alegraban. A causa de las órdenes de la KGB. Qué estupidez. Una oportunidad perdida. Consideró la posibilidad de protestar esas órdenes a su comando central en Moscú, pero ¿hasta qué punto? Un oficial que mostrara su disgusto por la KGB era un oficial a quien le disgustaba el Partido mismo.
Despertó de sus cavilaciones con el penetrante aullido de los motores del helicóptero al ponerse en marcha. El primero de los «Mi-24 Hinds» estaba girando su rotor, probando los motores. Un oficial corrió hacia él.
—Camarada general, con su permiso, estamos listos para un vuelo de prueba. Vamos a hacerlo livianos, desarmados. Cargaremos las armas cuando volvamos.
—Muy bien, capitán, observen las cimas de las colinas alrededor de Keflavik y Reykjavik. ¿Cuánto tardarán para disponer el segundo? —preguntó Andreyev.
—Dos horas.
—Excelente, Buen trabajo, camarada capitán.
Un minuto después, el pesado helicóptero de ataque empezaba a ascender.
—¡A tierra y muy quietos! —gritó García.
No llegó a acercarse a ellos, pero pudo verlo lo suficiente.
—¿De qué clase?
—«Hind». Es un pájaro de ataque, como el «Cobra». Malas noticias, teniente. Lleva ocho hombres y una maldita carga de cohetes y cañones. Y ni se les ocurra dispararle. Esa bestia está blindada como un podrido tanque.
El «Mi-24» voló en círculo sobre la colina que ellos acababan de abandonar y luego desapareció con rumbo sur para observar otra colina.
—Creo que no nos ha visto —dijo Edwards.
—Y vamos a tratar de que siga así. Mantenga la radio guardada por un rato, teniente. Podemos hacer la llamada después, cuando nos hayamos alejado bastante, ¿de acuerdo?
Edwards asintió con un movimiento de cabeza. Recordaba una clase sobre helicópteros rusos en la Academia de la Fuerza Aérea:
—No tememos a los rusos —citaban las declaraciones de un afgano—, pero les tenemos miedo a sus helicópteros.
Aquella tarde, el coronel Ellington se despertó a las seis.
Se afeitó y salió; el sol aún estaba alto en el cielo del atardecer. Se preguntaba qué misión irían a darles esa noche. No era un hombre de carácter amargado, pero haber perdido en una semana casi un cuarto de sus tripulantes, hombres con quienes llevaba trabajando dos años enteros, era algo difícil de aceptar. Había pasado demasiado tiempo desde sus experiencias en Vietnam, y ya no recordaba cuánto pueden doler las pérdidas. Sus hombres no podían quedarse un día para lamentar y llorar las muertes de sus compañeros y calmar sus penas, por más que lo necesitaran mucho. Sus períodos de descanso estaban cuidadosamente calculados. Las órdenes les daban ocho horas para dormir por día… Como los cazadores nocturnos, ellos sólo dormían durante el día.
Sin embargo, el balance era positivo. Estaba seguro de ello. Todas las noches, los «Frisbees» verdes y negros despegaban hacia uno u otro blanco especial, y los rusos aún no habían hallado la forma de contrarrestarlos. Las cámaras montadas en cada avión para registrar los ataques traían de regreso imágenes que los oficiales de Inteligencia apenas podían creer. Pero a qué precio.
En fin. El coronel se recordó a sí mismo que una sola salida diaria era una carga mucho más liviana que la que estaban soportando otras tripulaciones, y que los pilotos de apoyo directo experimentaban pérdidas iguales a las suyas. Esa noche lo esperaba otra misión. Ordenó a su cerebro que sólo se ocupara de eso.
Las reuniones previas a la operación duraron una hora. Aquella noche iban a volar diez aviones: dos a cada uno de los cinco blancos seleccionados. Como comandante, él atacaría el más difícil. El reconocimiento aéreo indicaba que Iván tenía un depósito de combustible adelantado (hasta entonces no detectado) al oeste de Wittenberg, que estaba apoyando la ofensiva sobre Hamburgo y que los alemanes querían que se eliminara. El piloto que tenía como pareja iría con «Durandals», y él lo seguiría con «Rockeyes». No habría aviones de apoyo esta vez, y el coronel no quiso que fueran con él aviones de perturbación electrónica. Dos de sus aparatos perdidos habían tenido ese apoyo, y la perturbación lo único que logró fue alertar a las defensas.
Examinó con atención los mapas topográficos. El terreno era llano. No había mucho para esconderse detrás, ni de montañas ni colinas; pero en cambio podía volar casi rasante, a la altura de las copas de los árboles, y eso era tan bueno como lo otro. Se aproximaría desde el Este, por detrás del blanco. Había un viento del Oeste, de veinte nudos, y si él entraba desde sotavento, los defensores no podrían oírlo hasta el propio lanzamiento de las bombas…, probablemente. Harían la maniobra de escape de la zona hacia el Sur. Total de duración de la misión: sesenta y cinco minutos. Hizo los cálculos para la carga del combustible necesario, con el cuidado de siempre y teniendo en cuenta la resistencia aerodinámica de las bombas. Para afinar el cálculo de combustible, sumó cinco minutos de vuelo con posquemador en caso de combate aire-aire, y diez minutos de permanencia en circuito, en Bitburg antes de aterrizar. Satisfecho, salió a tomar el desayuno. Cada vez que mordía su tostada, su mente recorría la futura misión como una película, tratando de prever todo hecho, todo obstáculo, todo emplazamiento de misiles superficie-aire, que debería evitar. A veces, sin pensarlo mucho, incluía algo inesperado. ¿Qué efecto podría tener sobre la misión una escuadrilla de cazas en vuelo bajo en el blanco? ¿Qué aspecto tendría el blanco al acercarse? Si tenía que hacer una segunda pasada de bombardeo, ¿desde qué dirección? El mayor Eisly comió en silencio con su comandante, reconociendo esa mirada en blanco que había en su rostro, y recorriendo mentalmente su propia lista de control.
Entraron volando directamente en Alemania del Este unos ochenta kilómetros antes de virar hacia el norte en Rathenow. Había dos aviones soviéticos «Mainstay» arriba, a una buena distancia desde la frontera, y rodeados de ágiles interceptores «Flanker». Manteniéndose bien fuera del alcance efectivo del radar ruso, los dos aviones volaban muy bajo y en formación cerrada. Cuando debían cruzar alguna de las principales carreteras, lo hacían siempre en un rumbo divergente del que los llevaba hacia su blanco. Evitaban ciudades, pueblos e instalaciones conocidas del enemigo, donde pudiera haber defensas de misiles superficie-aire. Los sistemas de navegación inercial mostraban su recorrido real en un mapa presentado electrónicamente en el panel de instrumentos del piloto. La distancia al blanco se acortó rápidamente mientras el avión viraba en una amplia curva hacia el Oeste.
Pasaron como un rayo sobre Wittenberg, a quinientos nudos. Las cámaras infrarrojas permitían ver vehículos de carga de combustible en los caminos que los llevaban a la zona del blanco… ¡Ahí está! Se veían por lo menos veinte camiones cisterna debajo de los árboles, tomando combustible de los depósitos subterráneos.
—Blanco a la vista. Ejecute de acuerdo al plan.
—Entendido —respondió Shade-Dos—. Los tengo visualizados.
El Duque rompió a la izquierda, dejando libre el camino para que su compañero efectuara la primera carrera de bombardeo. El avión de Shade-Dos era el único que habían dejado con las parrillas adecuadas para cargar las voluminosas bombas para blancos resistentes.
—¡Dios mío!
La pantalla del Duque mostraba un lanzador «SA-11» exactamente en su trayectoria de vuelo, con sus misiles apuntados al Noroeste. Uno de sus aviones había conocido, en forma trágica, que el «SA-11» tenía un orientador infrarrojo de un poder que nadie había sospechado. El coronel apartó su avión del lanzador con un violento viraje a la derecha, preguntándose dónde estaría el resto de los vehículos de la batería de misiles.
El Shade-Dos pasó casi rasante sobre el blanco. El piloto lanzó sus cuatro bombas y continuó con rumbo oeste. El fuego de cañones y ametralladoras cruzó el cielo sobre su estela. Demasiado tarde.
Las bombas de fabricación francesa «Durandal» se desprendieron de las parrillas eyectoras y se dispersaron. Una vez libres, apuntaron hacia abajo y se encendieron unos cohetes para acelerar las bombas directamente contra el suelo. Estaban diseñadas para romper pistas de cemento y eran ideales para estos depósitos subterráneos de combustible. Las bombas no explotaron al hacer impacto. Su cuerpo de acero duro se clavó en la superficie y penetró un par de metros antes de detonar. Tres de ellas lo hicieron en depósitos de combustible subterráneo. Las «Durandal» explotaron hacia arriba, rompiendo y abriendo una salida para que el combustible ardiente surgiera al aire.
Fue lo más parecido a una explosión nuclear. Tres columnas blancas de fuego hendieron el aire como cohetes, se expandieron y dejaron caer combustible encendido en cientos de metros. Todos los vehículos que se hallaban en la planta quedaron envueltos en fuego, y sólo pudieron escapar con vida los hombres próximos a los límites del perímetro afectado. Unos depósitos de goma para combustible explotaron pocos segundos después y un río de gasolina y diesel inflamados corrió entre los árboles. En cuestión de segundos, diez hectáreas de bosques quedaron transformadas en una bola de fuego que se elevó velozmente hacia el cielo mientras persistían numerosas explosiones secundarias. El avión de Ellington se estremeció violentamente al pasar la onda expansiva.
—¡Diablos! —dijo en voz baja.
Según el plan, él debería usar sus bombas racimo para provocar incendios en las aberturas producidas por las «Durandal».
—No creo que sean necesarias las «Rockeye», Duque —observó Eisly.
Ellington parpadeó tratando de borrar los puntos luminosos en sus ojos mientras viraba para alejarse, manteniéndose todo lo bajo que pudo. Se encontró volando justo a lo largo de un camino.
El comandante en jefe soviético del Teatro del Oeste ya estaba furioso, y lo que vio hacia el Este no ayudó para evitarlo. Terminaba de conferenciar con el comandante del Tercer Ejército de Choque en Zarrentin, quien le informó de que el ataque se había atascado nuevamente a la vista de Hamburgo. Indignado por el hecho de que su más poderosa fuerza blindada hubiera fracasado en el logro de su objetivo, acababa de relevar en el acto al comandante y estaba regresando ahora a su propio puesto de mando. Y entonces vio lo que no podía ser otra cosa que uno de sus tres principales depósitos de combustible elevándose incendiado en el cielo claro. El general se puso de pie y lanzó un juramento, a la vez que hacía a un lado el panel del techo de su vehículo blindado. Cuando estaba parpadeando con sus ojos deslumbrados, una masa negra dio la impresión de aparecer en el borde inferior de la bola de fuego.
¿Qué es eso?, se preguntó Ellington. Su pantalla de TV le mostraba cuatro vehículos blindados en columna cerrada… ¡Uno de ellos era un lanzador «SAM»! Colocó en la posición de «Armado» el control de lanzamiento de bombas y dejó caer sus cuatro racimos «Rockeye»; de inmediato viró hacia el Sur. Las cámaras montadas en la cola para registro de ataques filmaron lo que siguió.
Las «Rockeye» se abrieron esparciendo sus bombitas a través del camino. Explotaron al hacer impacto.
El comandante en jefe del Oeste tuvo la muerte de un soldado. Su último acto fue empuñar una ametralladora y abrir fuego contra el avión. Cuatro de las bombas pequeñas cayeron a pocos metros de su vehículo. Sus fragmentos atravesaron el blindaje liviano y mataron a todos los que se encontraban en el interior, aun antes de que explotara su depósito de combustible, agregando una nueva bola de fuego a un cielo que todavía no había vuelto a la oscuridad.
El submarino salía lentamente a la superficie, describiendo espirales ascendentes para permitir que su sonar controlara toda la zona mientras la nave alcanzaba la profundidad de antena. Hasta ese momento había tenido mala suerte, consideraba McCafferty, lo que no le alentaba a asumir riesgos. Cuando el submarino se niveló debajo de la superficie, subió primero el mástil de ESM, husmeando posibles señales electrónicas hostiles; luego, el periscopio de búsqueda. El comandante hizo un rápido barrido por el cielo, y a continuación por la superficie. Su oficial ejecutivo observaba atentamente la pantalla de televisión para respaldar las observaciones del jefe. Todo se veía despejado. Había un mar moderado, con olas de metro y medio, y el cielo estaba decorado con nubes en cúmulo, signo de buen tiempo. En resumen, un hermoso día. Excepto por la guerra.
—Muy bien, transmita —ordenó McCafferty.
Sus ojos aún no habían abandonado el periscopio, al que hacía girar constantemente, modificando el ángulo de las lentes arriba y abajo, buscando eventuales problemas. Un suboficial levantó la antena de UHF, y la luz de «listo para transmitir» parpadeó en la sala de radio, hacia popa de la central de ataque.
Un mensaje de radio por frecuencia extremadamente baja y con su indicativo, QZB, los había llamado a la superficie. El radiooperador encargado conectó el transmisor, pulsó QZB por la banda de emisión de UHF por satélite, y esperó una respuesta. No la hubo. Echó una mirada a su vecino y repitió el procedimiento. El satélite tampoco captó la señal. El suboficial lanzó un profundo suspiro y transmitió QZB por tercera vez. Dos segundos después, la impresora instalada en el rincón posterior de la sala empezó a escribir automáticamente una respuesta en clave. El oficial de comunicaciones apretó una tecla de mando de la máquina de cifrado, y el texto claro empezó a aparecer en otra impresora. ULTRA SECRETO.
DE: COMSUBLANT (Comando Fuerza Submarinos Atlántico).
A: USS CHICAGO.
1: INFORMO IMPORTANTE GRUPO ANFIBIO FLOTA ROJA PARTIÓ KOLA JUNIO 19 11:50Z. COMPOSICIÓN FUERZA MAS 10 ANFIBIOS CON MAS 15 ESCOLTA COMBATE INCLUYENDO KIROV, KIEV, ESTE GRUPO FUERTE REPITO FUERTE APOYO AÉREO ANTISUBMARINO. SE ESPERA TAMBIÉN APOYO A ESTE GRUPO ANTISUBMARINO BUQUES SUPERFICIE Y SUBMARINOS FLOTA ROJA. RUMBO GENERAL OESTE, ALTA VELOCIDAD.
OBJETIVO EVALUADO ESTE GRUPO BODO. DIRÍJASE A SU MEJOR VELOCIDAD A 70N 16W ATAQUE Y DESTRUYA. INFORME CONTACTO SI ES POSIBLE ANTES ATAQUE. HAY TRAFICO EN ZONA OTROS BUQUES SUPERFICIE OTAN. APOYO AÉREO POSIBLE PERO NO REPITO NO PROBABLE POR AHORA.
AMPLIARÉ POSICIÓN ESTE GRUPO COMO SEA POSIBLE.
McCafferty leyó el mensaje sin comentarios y luego lo entregó al navegante.
—¿Cuánto tardaremos en llegar allí a quince nudos?
—Unas once horas. —El navegante tomó un compás de puntas secas y trabajó con él en la carta—. A menos que vuelen, llegaremos allá mucho antes que ellos.
—¿Joe?
El comandante miró a su oficial ejecutivo.
—Me gusta. Justo en la curva de las cien brazas, y las condiciones del agua son un poco difíciles allá, con esa corriente del Golfo que entra tan cerca, y agua fría que llega desde los fiordos. Ellos no van a querer acercarse demasiado a las costas por los submarinos diesel noruegos, y no querrán internarse mucho en el mar por los nucleares de la OTAN. Si tuviera que hacer una apuesta, diría que van a venir directos a nosotros.
—Muy bien, llévenos a doscientos sesenta metros y ponga rumbo este. Abandonen puestos de combate. Que todo el mundo vaya a comer y a descansar.
Diez minutos después, el Chicago navegaba a quince nudos con rumbo cero ocho uno. A bastante profundidad, pero en aguas relativamente cálidas debido a la corriente oceánica que nace en el golfo de México y continúa hasta el mar de Barents, el submarino se desplazaba en condiciones de sonar que harían imposible su detección por buques de superficie. La presión del agua impedía los ruidos de cavitación. Sus motores podían impulsar el submarino a esa velocidad con sólo una fracción de su potencia máxima, evitando la necesidad de las bombas del reactor, cuya agua de enfriamiento circulaba por corrientes de convección naturales, y eso eliminaba la mayor fuente de radiación de ruidos. El Chicago se hallaba en su elemento; una sombra silenciosa que se movía a través de negras aguas.
El estado de ánimo de la dotación cambió ligeramente, notó McCafferty. Ahora tenían una misión. Una misión peligrosa, pero para la cual se habían estado preparando. Se cumplían las órdenes con tranquilidad y precisión. En la cámara de oficiales, sus especialistas tácticos revisaban procedimientos de búsqueda, detección y ataque, memorizados desde hacía tiempo, y se hicieron un par de ejercicios en una computadora. Se examinaron las cartas para prever lugares probables de condiciones meteorológicas especialmente malas en las que pudiera esconderse. En la sala de torpedos, dos cubiertas debajo de la central de ataque, unos marineros efectuaban comprobaciones electrónicas en los misiles «Harpoon» y el torpedo pintado de verde «Mk-48». Una de las armas mostró un fallo electrónico y un par de torpedistas se apresuraron a dejar al descubierto un panel de inspección para remplazar un componente. Se hicieron pruebas similares en los misiles «Tomahawk», en sus tubos verticales de lanzamiento instalados en la proa. Finalmente el grupo de control de armamento realizó un ejercicio simulado por computadora a través del director de ataque «Mk-117», para asegurarse de que estaba en condiciones perfectas de operación. En el término de dos horas estuvieron seguros de que todos los sistemas de a bordo se hallaban funcionando dentro de las limitaciones esperadas. Los tripulantes intercambiaban esperanzadas sonrisas. Después de todo, razonaban, no era culpa de ellos que ningún ruso hubiera sido lo suficientemente tonto como para cruzárseles en su camino, ¿verdad? Acaso muy pocos días antes ¿no habían prácticamente tocado las playas (¡en Rusia!), sin que los detectaran? El Viejo era un verdadero Profesional, ¿no?
La cena fue sumamente incómoda, por no decir otra cosa. Los tres oficiales rusos se sentaron al final de la mesa, sin dejar de pensar en los dos guardias armados que tenían a tres metros, y en el cocinero (en la despensa de la cámara) que hacía alarde de un gran cuchillo siempre a la vista. Servía a los oficiales un muchacho imberbe de unos diecisiete años que miró a los rusos frunciendo el entrecejo en forma manifiesta mientras ofrecía la ensalada.
—Bien —planteó Morris cordialmente—, ¿alguno de ustedes habla inglés?
—Yo lo hablo —contestó uno de ellos—. Mi comandante me ha instruido para que le dé a usted las gracias por rescatar a nuestros hombres.
—Diga a su comandante que la guerra tiene reglas, y también las tiene el mar. Por favor, dígale también que mostró gran pericia en su aproximación.
Morris se sirvió un poco de condimento «Thousand Island» en la lechuga mientras traducían el mensaje. Sus oficiales se mantenían atentos mirando a sus huéspedes. Morris tuvo cuidado de desviar la mirada. Su comentario produjo el efecto deseado. En el extremo opuesto de la mesa hubo un rápido cambio de palabras.
—Mi comandante pregunta cómo nos encontró. Nosotros, ¿cómo dicen ustedes?, escapamos de sus helicópteros, ¿no?
—Sí, lo hicieron —respondió Morris—. No comprendimos su plan de maniobras.
—¿Entonces cómo nos encontró?
—Yo sabía que el «Orion» los había atacado antes y que ustedes navegaban a gran velocidad para alcanzarnos. El ángulo de su ataque era previsible.
El ruso meneó la cabeza.
—¿Qué ataque es este? ¿Quién atacó a nosotros? —Se volvió hacia su comandante y habló durante treinta segundos.
Hay otro «Charlie» allá abajo, pensó Morris, si él no nos está mintiendo. Tendríamos que tener alguien que hablara ruso para que conversara con los tripulantes. Maldito sea, ¿por qué no lo tengo?
—Mi comandante dice que usted está equivocado en esto. Nuestro primer contacto con ustedes fue con helicópteros. No esperábamos que su buque estuviera aquí. ¿Esta es táctica nueva?
—No, lo hemos practicado desde hace algunos años.
—¿Cómo encuentra a nosotros entonces?
—¿Usted sabe lo que es sonar de arrastre? Primero los detectamos con él, unas tres horas antes de que les disparásemos.
Los ojos del ruso se abrieron enormes.
—¿Su sonar tan bueno como eso?
—A veces.
Después que lo tradujeron al comandante ruso, este habló algo que pareció una severa orden, y la conversación cesó. Morris se preguntó si sus radiotécnicos ya habrían colocado micrófonos en el alojamiento de los rusos. Tal vez lo que dijeran entre ellos fuera de utilidad para Inteligencia de la flota. Hasta entonces, él continuaría en su propósito de hacer que se sintieran cómodos.
—¿Cómo es la comida a bordo de un submarino soviético?
—No igual que esta —respondió el navegante después de conferenciar con su jefe—. Buena, pero no igual. Tenemos comidas diferentes. Más pescado, menos carne de vaca. Bebemos té, no café.
Ed Morris vio que sus prisioneros consumían sus platos uno tras otro sin ocultar su gusto. Ni siquiera los tipos de nuestros submarinos comen suficientes verduras frescas, se recordó. Un suboficial entró en la cámara y esperó junto a la puerta. Era el encargado de los radiooperadores. Morris le hizo señas para que se acercara.
El hombre entregó a Morris un formulario de mensaje de radio. EL TRABAJO ESPECIAL YA ESTA HECHO, decía, y Morris notó que el suboficial se había tomado el trabajo de imprimirlo en ese tipo de hoja de mensajes, de manera que nadie sospechara lo que significaba. El alojamiento de los rusos ya tenía instalados los correspondientes micrófonos. Morris autorizó al suboficial para que se retirara y se guardó el formulario en el bolsillo. Su contramaestre había descubierto de forma milagrosa dos botellas de bebida fuerte (probablemente en los camarotes de los suboficiales más antiguos, aunque Morris prefirió no preguntarlo) que esa misma noche irían a parar a manos de los rusos. Él esperaba que la bebida les soltara la lengua.