—Sé que eso fue un caza, y tenían que ser más de uno —dijo Edwards.
Estaba lloviendo de nuevo, probablemente por última vez. Hacia el sudoeste las nubes habían empezado a abrirse, y sobre el horizonte se veía un asomo de cielo claro. Edwards permanecía sentado inmóvil, cubierto con su casco y su manta, contemplando cielo y tierra a la distancia.
—Creo que tiene razón, señor —respondió Smith.
El sargento se hallaba nervioso. Llevaba casi veinticuatro horas en lo alto de aquella colina, mucho tiempo para mantenerse en una misma posición en terreno hostil. El momento mejor para haberse marchado habría sido durante los fuertes chaparrones, que limitaban la visibilidad a unos pocos cientos de metros. Pronto el cielo estaría claro otra vez, y no se oscurecería de nuevo por bastante tiempo. Tal vez como se presentaban las cosas, seguirían sentados en lo alto de la colina, con sus mantas camufladas que los mantenían secos en parte y abatidos por completo.
Una fuerte lluvia que caía en esos momentos al Norte les impedía ver Reykjavik, y apenas podían distinguir HAFNARFJORDUR un poco hacia el Oeste; eso preocupaba al sargento, que quería saber lo que estaba haciendo Iván. ¿Qué pasaría si detectaran la radio de Edwards y empezaban a hacer triangulaciones sobre ella? ¿Y si salían las Patrullas?
—¿Teniente?
—¿Sí, sargento?
—De un lado tenemos esas líneas telefónicas, y del otro, esos cables de energía eléctrica…
—¿Quiere hacer volar algo? —sonrió Edwards.
—No, señor, pero Iván va a empezar a patrullar muy pronto a fin de vigilarlas, y este no es un buen lugar para que los nuestros nos encuentren.
—Se supone que tenemos que observar e informar, sargento —dijo Edwards sin convicción.
—Sí, señor.
Edwards consultó su reloj. Eran las diecinueve cincuenta y cinco Zulú. Doghouse podía querer hablar con ellos, aunque todavía no los había llamado. Sacó la radio de la mochila, armó la antena con empuñadura de pistola yse colocó los auriculares. A las diecinueve cincuenta y nueve la encendió y empezó a recibir la onda portadora del satélite.
—Doghouse llamando a Beagle. Doghouse llamando a Beagle. ¿Me recibe? Cambio.
—Vaya, qué les parece.
Movió la llave del transmisor para conectarlo.
—Recibido, estamos aquí, Doghouse.
—¿Algo nuevo para informar?
—Negativo, a menos que quiera saber sobre la lluvia. La visibilidad ha disminuido. No podemos ver mucho.
El oficial de guardia en comunicaciones, en Doghouse, observó la carta del tiempo. De modo que realmente estaba lloviendo allá. No había podido convencer a su jefe de que se podía confiar en Beagle. Edwards había contestado todas las preguntas con que lo habían probado los tipos de contrainteligencia. Hasta habían usado un analizador de emoción en la voz, sobre las cintas grabadas de sus respuestas. La aguja había permanecido clavada durante la última contestación sobre su amiga. Eso no había sido fingido. Les habían transmitido por facsímil copias de la parte de interés de su legajo personal. Quinto en orden de mérito de su clase en Colorado Springs. Muy bueno en los estudios de matemáticas e ingeniería, y sobresaliente en los de posgrados sobre meteorología. Durante su permanencia en Colorado Springs había ido perdiendo agudeza visual hasta empeorar lo suficiente como para que no le permitieran volar. Lo consideraban tranquilo e introvertido, pero era evidentemente apreciado por sus compañeros de clase. No se trataba de uno de esos tipos guerreros, decía el perfil psicológico. ¿Cuánto tiempo duraría el muchacho?
Estaba volando un «MiG-29». Los otros se hallaban en los refugios que los norteamericanos acababan de construir cerca del final de la pista once. La misión del caza era doble. Por un lado, avión de patrulla aérea de combate para el caso de que detectaran la proximidad de un ataque aéreo; pero, lo que era más importante aún, lo estaban siguiendo con suma atención los controladores del radar terrestre que necesitaba calibración. El terreno irregular de Islandia producía problemas en el rendimiento de los radares y, al igual que con los misiles superficie-aire, los propios instrumentos habían sufrido bastante en el viaje a bordo del Fucik. El caza volaba en círculos alrededor del aeropuerto mientras los operadores de radar comprobaban si lo que les decían sus instrumentos era correcto.
Todos los aviones de caza se encontraban repletos de combustible y armados, y sus pilotos descansaban cerca de ellos en camastros. En esos momentos, los auxiliares estaban cargando combustible en el bombardero «Badger» que había proporcionado a los cazas apoyo electrónico y de navegación. Pronto partiría nuevamente para traer con él nueve más. El destacamento de la fuerza aérea estaba terminando con rapidez su tarea de limpiar la zona útil para el vuelo. Todas las calles de aterrizaje y despegue, menos una, habían quedado ya libres de fragmentos y obstáculos. Los restos de los aviones norteamericanos fueron retirados del pavimento con topadoras. La tubería principal de combustible se hallaría reparada en una hora, según decían los ingenieros.
—Un día de mucho trabajo —comentó el mayor al comandante de los cazas.
—Todavía no ha terminado. Voy a sentirme mejor cuando llegue el resto del regimiento —observó el coronel con voz tranquila—. Ya deberían habernos atacado.
—¿Cómo espera que nos ataquen?
El coronel se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo. Si realmente se propusieran cerrar esta pista, usarían una cabeza nuclear.
—¿Siempre es tan optimista, camarada coronel?
Faltaba una hora para el ataque. Los dieciocho bombarderos «B-52H» habían despegado de Luisiana hacía ya diez horas y aterrizado para reabastecer de combustible en la base de la Fuerza Aérea de Sondrestrom, en la costa oeste de Groenlandia. Unos ochenta kilómetros delante de ellos volaba un avión de interferencia electrónica «Raven EF-111» y cuatro «F-4 Phantom» creados para ataques a las defensas.
El proceso de calibración del radar estaba a la mitad, aunque lo hecho era la parte más fácil. El caza que aterrizara pocos minutos antes había estado volando en círculos ovales como los de una pista de hipódromo, desde el norte absoluto pasando por el horizonte oeste hasta el sur absoluto con respecto a Keflavik. La zona del oeste de la base, aunque no exactamente llana, sólo tenía unas lomas rocosas de muy poca altura. Después venía la parte difícil, comprobar la cobertura del radar en el arco oriental, sobre el centro montañoso de Islandia, una colección de montañas que iban aumentando de altura hacia el elevado pico central de la isla, Otro «Fulcrum» despegó de la pista para iniciar su tarea; su piloto se preguntaba cuánto tiempo le llevaría fijar en el mapa los ángulos muertos, zonas oscuras para la cobertura del radar debido a los valles profundos y escarpados y que un avión atacante podría usar para ocultar su aproximación a Keflavik.
Los oficiales de radar estaban rastreando lugares de dificultades probables en sus mapas topográficos cuando uno de los operadores gritó una alarma. Sus limpias pantallas de radar acababan de convertirse en un embrollo debido a poderosas interferencias electrónicas. Sólo podía significar una cosa.
Las bocinas de alarma sonaron en los refugios de los cazas en el extremo de la pista once. Los pilotos de los aviones, que habían estado dormitando o jugando al dominó, se pusieron de pie de un salto y corrieron hacia sus máquinas.
El oficial de la torre levantó el teléfono de pista para dar una alerta más exacta a los cazas; luego, llamó al comandante de la batería de misiles:
—¡Ataque aéreo inminente!
Por toda la base, los hombres corrían para entrar en acción. Los mecánicos y auxiliares de tierra de los aviones de combate oprimieron los arrancadores incorporados de cada avión poniendo en marcha los motores jet, aun antes de que los pilotos terminaran de instalarse en las cabinas. La batería «SAM» encendió sus sistemas de búsqueda y control de fuego mientras los vehículos de lanzamiento hacían girar sus misiles hasta la posición de disparo.
Apenas debajo del horizonte del radar, dieciocho bombarderos «B-52H» acababan de conectar sus sistemas de interferencia ECM[45]. Estaban desplegados en seis grupos de tres aviones cada uno. El primero pasó rozando la cumbre del Monte Snaefells, a unos cien kilómetros al norte de Keflavik, y el resto se aproximaba en semicírculo, ocupando todo el lado oeste del compás y convergiendo sobre el blanco detrás de una pared de ruido electrónico producido por sus propios sistemas y los de apoyo del «Raven EF-111».
El avión de caza ruso que acababa de despegar tomó altura; el piloto mantenía apagado su radar mientras exploraba visualmente el cielo, esperando información de intercepción procedente del radar instalado en tierra. Sus camaradas todavía estaban rodando fuera de sus refugios; iniciaban la carrera de despegue y abandonaban en seguida el suelo. El avión que había aterrizado unos minutos antes fue hasta un puesto de carga de combustible. Su piloto gesticulaba e insultaba a los hombres de tierra, que se esforzaban por llenar el depósito. Con las prisas, derramaron más de treinta litros de combustible sobre el ala. Asombrosamente no se encendieron, y una docena de hombres corrieron con extintores de CO2 para evitar una explosión: el caza estaba cargado al completo.
Edwards estiró el cuello al oír el ruido, el zumbido característico de los aviones jet de caza. Vio una oscura estela de humo que se acercaba desde el Este, y las siluetas pasaron a menos de un kilómetro y medio. Las figuras parecían pesadas por la carga exterior de armamento, y las punteras de ala dobladas hacia arriba hacían fácil la identificación.
—¡Son «F-4»! —gritó entusiasmado—. ¡Son gente nuestra!
Eran jets «Phantom» de la Guardia Aérea Nacional de Nueva York, configurados como «Wild Weasel SAM-killers»[46].. Mientras la atención de los rusos se concentraba en el ataque convergente de los bombarderos, ellos se aproximaron en vuelo casi rasante sobre los cerros y pegándose al suelo en los valles, aprovecharon las irregularidades del terreno para evitar que los detectaran al acercarse. En cada avión el hombre del asiento trasero, contó los radares de misiles y eligió los blancos más peligrosos. Cuando se encontraban a unos quince kilómetros de Keflavik, se elevaron por sorpresa hasta la altura apropiada y dispararon una ráfaga de misiles antirradar «Standard ARM».
Los rusos fueron cogidos desprevenidos. Empeñados en dirigir su fuego de misiles a los bombarderos, no esperaron un ataque de dos partes. No detectaron los misiles que ya se les habían lanzado. Tres de los «ARM» alcanzaron sus blancos destruyendo a dos radares de búsqueda y un vehículo de lanzamiento. Un comandante de lanzamiento dio una vuelta completa a su vehículo y lo apuntó a mano contra el nuevo atacante. Los «Phantom» interfirieron su radar de control de fuego y dejaron atrás una serie de nubes de chaff, cuando se hallaban a una altura de diez metros sobre el suelo. Mientras cada piloto volaba hacia la zona de blancos que le habían asignado, realizó simultáneamente una rápida inspección visual. Uno de ellos vio un lanzador «SAM» intacto y a él se dirigió, dejando caer latas de bombas, racimos «Rockeye» que cayeron cortas pero se liberaron más de cien pequeñas bombas y fragmentos en toda la zona. El lanzador «SA-11» explotó inmediatamente; sus operadores jamás supieron qué había pasado. A mil metros de distancia, detrás del lanzador, había un vehículo móvil con un cañón antiaéreo. «El Phantom» lo atacó con su propio cañón, dañándolo totalmente antes de pasar rozando y cruzar el resto de la península para escapar nuevamente al mar, dejando una nube de chaff y bengalas en su estela. Había sido una perfecta misión Weasel hasta la última letra. Los cuatro aviones desaparecieron antes de que los operadores soviéticos de los misiles fueran capaces de reaccionar. Los dos «SAM» que alcanzaron a disparar explotaron sin causar daños en nubes de señuelos chaff. La batería había perdido dos tercios de sus vehículos de lanzamiento y todos sus radares de búsqueda. Tres de los cañones móviles también estaban destruidos o dañados. Los bombarderos se hallaban a unos treinta kilómetros de distancia apenas, y sus poderosos sistemas de interferencia «ECM» ahogaban a los radares soviéticos en ruidos electrónicos.
Pero no podían anular a los radares de los cañones móviles. El nuevo sistema tenía un radar para el cual ellos no estaban equipados; pero no importaba. Esos cañones habían sido diseñados para trabajar con pequeños aviones de caza, y cuando sus radares trataron de aferrarse a los enormes bombarderos se encontraron con un blanco tan grande que sus señales de radar variaban de un lugar a otro. Las computadoras no podían decidir cuál era la distancia al blanco y continuaron reciclándose automáticamente, y tornando inútil todo el conjunto electrónico. Los operadores de los cañones no se cansaron de insultar y cambiaron el control de fuego a la posición manual, usando sus ojos para apuntar a los inmensos blancos que se acercaban.
Los bombarderos se elevaron de pronto a doscientos sesenta metros, esperando poder evitar lo peor del fuego de cañones y escapar sin pérdidas. No los habían prevenido sobre la posible presencia de aviones de caza. Su misión consistía en destruir Keflavik antes de que los cazas pudieran aterrizar allí.
Ahora fueron los soviéticos quienes dieron la sorpresa. Los «Fulcrum» picaron desde el sol sobre los bombarderos. Sus radares de control de fuego resultaron casi innecesarios al acercarse; pero la mitad de sus misiles eran guiados por el sistema infrarrojo, y los bombarderos norteamericanos desprendían suficiente calor como para atraer la atención de un ciego hacia una estufa.
La escuadrilla de tres aviones que atacaba con rumbo sur no los vio venir. Dos de ellos explotaron en el aire al recibir impactos directos de misiles. El tercero pidió por radio cubierta aérea a los cazas propios y comenzó a efectuar maniobras evasivas violentas…, demasiado violentas. Tardó mucho en sacar el avión de la segunda picada y se desintegró contra el suelo al norte de Keflavik en una bola de fuego visible desde la posición de Edwards a cincuenta kilómetros de distancia.
Los pilotos rusos estaban viviendo el sueño de un cazador. Los ocho aviones tenían sus blancos individuales, y se separaron para atacar cada uno el suyo antes de que Keflavik recibiera demasiados impactos de bombas. Los tripulantes de los bombarderos se habían lanzado contra sus blancos. Era demasiado tarde para escapar, y lo único que podían hacer era rogar que sus cazas volvieran y los salvaran.
Los cañones emplazados en tierra se unieron al combate. Dispararon con punterías hechas con miras abiertas, un joven sargento hizo blanco en un bombardero en el instante en que dejaba caer su mortífera carga. El compartimiento de bombas recibió una docena de proyectiles, y la pesada aeronave desapareció del cielo en una explosión ensordecedora que sacudió el suelo y averió además a otro «B-52». Los operadores de un lanzador de misiles lograron cambiar el sistema de control de su arma a la posición secundaria infrarroja, y dispararon un solo cohete a un bombardero. Le dieron instantes después de lanzar las bombas. El ala del bombardero estalló en llamas y el avión empezó a perder altura en dirección al Este dejando atrás un verdadero río de humo negro.
Edwards y su grupo observaron cómo se aproximaba a su colina: un monstruo herido cuya ala derecha desprendía una estela de combustible encendido. El piloto estaba tratando de mantener la altura para que su tripulación pudiera lanzarse; pero los cuatro motores del lado derecho no funcionaban y el ala incendiada se quebró. El bombardero pareció vacilar en el aire y luego cayó rodando hacia la ladera oeste de la Colina 152. Ninguno de los tripulantes pudo escapar. Edwards no tuvo que dar ninguna orden. En cinco segundos, sus hombres habían recogido sus cosas y ya estaban corriendo hacia el Noroeste.
Los bombarderos restantes se hallaban todos sobre el blanco y pidiendo ayuda a gritos a sus cazas escolta. Ocho lograron lanzar con éxito sus cargas de bombas antes de virar y alejarse de la zona. Los cazas soviéticos ya habían informado la destrucción de cinco, y las tripulaciones supervivientes estaban desesperadas por escapar del inesperado peligro. Los rusos se quedaron sin misiles, e intentaron atacar con sus cañones, lo cual era peligroso para ellos. Los «B-52» tenían sus artilleros de cola y uno de los «Fulcrum» resultó averiado por fuego de ametralladora y tuvo que abandonar el combate.
El elemento final de confusión fue el regreso de los «Phantom» norteamericanos. Cada uno de ellos sólo llevaba tres misiles «Sparrow», todos los cazas soviéticos recibieron los avisos de alarma de sus sistemas de defensa. Los «Fulcrum» se dispersaron frente a los doce «Sparrow» que los atacaban y picaron para pegarse al suelo. Cuatro de ellos terminaron su picada justo sobre el grupo de Edwards y pasaron luego muy bajo sobre un «B-52» estrellado al este de Hafrarfjúrdur. Cuando volvieron a tomar altura el cielo estaba otra vez limpio. A los «Phantom» les quedaba poco combustible. No pudieron continuar su ataque y viraron para regresar sin haber logrado destruir un solo avión. Los bombarderos que aún quedaban se hallaban ahora ocultos a salvo en medio de la nube de interferencia electrónica. Los soviéticos volvieron a formar y regresaron a Keflavik.
La primera impresión que tuvieron fue mala. Un total de doscientas bombas habían caído dentro del perímetro de la base aérea, y nueve de ellas dieron en las pistas de aterrizaje. Pero la pista once estaba intacta. Mientras ellos observaban, el solitario «Fulcrum» abandonó el suelo y ascendió rugiendo; su piloto temblaba de ira exigiendo un vector hacia el blanco. Le ordenaron patrullar mientras el resto del escuadrón aterrizaba para reabastecerse de combustible.
La primera batalla tuvo resultados mixtos. Los norteamericanos perdieron la mitad de su fuerza de bombardeo en pago por haber dañado tres de las cinco pistas de aterrizaje de Keflavik. Los soviéticos sufrieron la destrucción de la mayor parte de su batería de «SAM» para obtener ganancias muy reducidas, pero Keflavik seguía todavía operable. El personal logístico ya estaba corriendo en busca del equipamiento de reparación de pistas que los norteamericanos habían abandonado. Cerca del extremo de cada una de ellas había montañas de grava, y una media docena de refugios contenían mallas de acero. El equipo pesado de topadoras limpiaría de escombros y rellenaría con ellos los agujeros, los nivelaría y luego los cubriría con grava y mallas de acero. Keflavik había sufrido daños, pero sus pistas estarían utilizables antes de la medianoche.
—Creo que esta vez es cierto, señor —dijo en voz baja el oficial de lucha antisubmarina.
La línea de caracteres coloreados en la presentación del sonar pasivo había durado siete minutos. La marcación iba cambiando lentamente hacia atrás, como si el contacto estuviese navegando en dirección al convoy, pero no hacia la fragata Pharris.
La fragata avanzaba a doce nudos, y sus sistemas Prairie/Masker estaban en funcionamiento. Ese día eran mejores las condiciones para el sonar. Una definida variación de gradiente térmico a sesenta metros de profundidad formaba una capa que impedía la utilización del sonar de superficie. La Pharris podía descolgar por debajo de ella su equipo de sonar de arrastre, y las temperaturas inferiores del agua allá abajo formaban un excelente canal de sonido. Y lo mejor era que la capa actuaba en ambas direcciones. El sonar de un submarino tendría tantas dificultades para penetrar las capas de gradiente térmico como un sonar de superficie. La Pharris sería virtualmente indetectable para un submarino que se encontrara debajo de la capa.
—¿Cómo se ve? —preguntó el oficial de acción táctica.
—Está afirmándose —respondió el especialista de lucha antisubmarina—. Siempre el problema de la distancia. Dadas las condiciones del agua y el rendimiento conocido de nuestro sonar, su mejor indicación nos dará una distancia de contacto de cinco a catorce millas en rumbo directo, o hacia el interior de la primera zona de convergencia. Eso predice de diecinueve a veintitrés millas…
Una zona de convergencia es una jugarreta de la física. El sonido que viaja por el agua se irradia en todas direcciones. El ruido que se desplazaba hacia abajo era gradualmente desviado por la temperatura y la presión del agua en una serie de curvas, que se levantaban hacia la superficie para volver a desviarse hacia abajo una vez más. Si bien la fragata podía oír ruidos a una distancia de unas catorce millas náuticas, la zona de convergencia tenía la forma de una corona (el área entre dos círculos concéntricos), una masa de agua con la forma de una cámara de automóvil que empezaba a diecinueve millas y terminaba a veintitrés. La separación con respecto al submarino era desconocida; pero probablemente no sería mayor de veintitrés millas. Eso resultaba ya demasiado cerca. El submarino podía atacarlos, a ellos o al convoy que custodiaban, con torpedos o con misiles superficie-superficie, una tecnología en la cual los soviéticos eran precursores.
—¿Recomendación, caballeros? —preguntó Morris.
El oficial de acción táctica fue el primero en hablar.
—Pongamos arriba el helicóptero para la solución cercana, y consigamos que un «Orion» trabaje en la lejana.
—Suena bien —coincidió el oficial de lucha antisubmarina.
En menos de cinco minutos, el helicóptero de la fragata se hallaba a cinco millas lanzando sonoboyas del tipo «Lofar». Al dar en el agua, estos equipos que constituían verdaderos sonares pasivos en miniatura desplegaban un transductor de sonar no direccional, a una profundidad prefijada. En este caso, todos quedaron encima de la capa del gradiente térmico para determinar si el blanco se encontraba cerca. La información fue transmitida a la central de informaciones de combate de la Pharris: nada. Sin embargo, el sonar pasivo todavía mostraba un submarino, o algo que sonaba como un submarino. El helicóptero empezó a tomar distancias, lanzando sonoboyas a medida que se alejaba.
Después llegó el «Orion». La aeronave de cuatro motores recorrió en vuelo bajo el rumbo determinado por la marcación del blanco según lo informado por la fragata. El «Orion» llevaba más de cincuenta sonoboyas, y en seguida comenzó a lanzarlas en pares, tanto arriba como debajo de la capa térmica.
—Recibo una señal débil de la número seis y una mediana de la número siete —informó un operador de sonar en cuya voz se apreciaba entusiasmo.
—Comprendido, solicito confirmación —dijo el coordinador táctico en el «Bluebird-Tres» y aunque hacía seis años que estaba actuando en la especialidad de lucha antisubmarina, también se mostró excitado—. Vamos a empezar a hacer pasadas con el MAD [47].
—¿Quiere que nuestro helicóptero intervenga con usted?
—Afirmativo; pero dígale que se mantenga bajo.
Segundos después, el helicóptero «SH-2F Sea Sprite» de la fragata aceleró con rumbo norte; su detector de anomalías magnéticas colgaba mediante un cable de un soporte en el costado derecho de la aeronave. En lo esencial, era un magnetómetro sumamente sensible que podía detectar perturbaciones en el campo magnético de la tierra causadas por un elemento metálico de grandes proporciones…, como el casco de acero de un submarino.
—La señal del número seis es ahora medianamente fuerte. La del número siete se mantiene mediana.
El grupo de hombres de localización interpretó esto como una indicación de que el submarino se dirigía hacia el Sur.
—Puedo darle una cifra de distancia para trabajar —dijo el ASW al TAO [48]— Cuarenta y dos a cuarenta y cinco mil metros; marcación tres cuatro cero a tres tres seis.
La fragata transmitió esto en el acto al «Orion». Mientras los observaban en el radar, el «P-3C» dividió en cuartos la zona, volando trayectos precisos a través de los sectores de océano definidos por la información del sonar de la Pharris como posibles situaciones del submarino. Un sistema de computadoras exploraba las líneas a medida que se extendían hacia el Sur.
—Pharris, aquí Bluebird. Nuestra información indica que no hay submarinos propios en la zona. Por favor confirme, cambio.
—Recibido, Bluebird, comprendido. Confirmamos que no existen informes sobre elementos propios en la zona.
Morris lo había comprobado personalmente media hora antes.
—La intensidad de la señal aumenta en el número seis. Y ahora tenemos una señal débil en el número cinco. El número siete se va desvaneciendo. —En esos momentos el técnico luchaba ya por mantenerse profesionalmente impasible.
—La distancia se afirma. Velocidad estimada del blanco unos ocho nudos, distancia cuarenta y tres mil metros.
—¡Ruido breve! ¡Ruido breve! —gritó el operador de sonar del buque.
Desde el punto de marcación del blanco había llegado un ruido metálico fugaz. Una escotilla que se cerraba, una herramienta que se caía, una puerta de tubo de torpedo que se abría…, algo había provocado ese sonido decididamente causado por un hombre.
—Confirmo ruido mecánico pasajero, recibido desde las boyas cinco y seis —informó inmediatamente el avión.
—Confirmado —contestó el oficial de acción táctica de la Pharris—. También lo escuchamos en el sonar de remolque. Esta vez evaluamos el contacto como submarino, positivamente.
—De acuerdo —replicó el «Orion»—. Clasificación positiva submarino rojo… ¡Operador del MAD! ¡Operador del MAD! ¡Largue el humo! Tenemos un contacto en el MAD.
Una figura grande en forma de espina apareció en la presentación del MAD. Instantáneamente uno de los tripulantes accionó una llave para dejar caer un marcador de humo, y el avión se cerró en un escarpado viraje a la derecha para volar en círculo sobre el punto de contacto.
—¡Localizado!
El oficial de acción táctica marcó la posición en su pantalla de situación táctica con una gran letra V.
El helicóptero se acercó velozmente al punto de contacto mientras el «Orion» volvía a virar.
—¡Operador del MAD! —gritó su operador de sistemas, y el helicóptero lanzó su propia bomba de humo, ligeramente al Sudoeste de la que había lanzado el «Orion».
Ahora estaban transmitiendo la información a los directores de ataque con torpedos y cohetes antisubmarinos de la fragata. Ninguno de ellos tenía siquiera la distancia para calcular el lanzamiento al blanco; pero eso podría cambiar muy pronto.
—Paciencia —murmuró Morris en su sillón de la CIC, y luego dijo en voz alta—: Tómense tiempo, muchachos. Vamos a aferrar bien a este tipo antes de dispararle.
El coordinador táctico del «Orion» estuvo de acuerdo, esforzándose por relajarse y tomarse el tiempo que fuera necesario. El «P-3» y el helicóptero hicieron otra carrera de MAD, de Norte a Sur, y ambos obtuvieron la línea del rumbo del blanco. Después efectuaron otra carrera de Este a Oeste. Al principio, ambos erraron; pero en la segunda carrera lo detectaron. El contacto ya no era algo. Ahora era una cosa definida, un submarino conducido por un hombre. El control de la operación pasaba ya exclusivamente al coordinador táctico del «Orion». El gran avión patrullero seguía describiendo círculos a tres kilómetros de distancia mientras el helicóptero se alineaba para la pasada final. El piloto controló cuidadosamente la presentación táctica en su pantalla, después clavó los ojos en el compás giroscópico.
El helicóptero inició la última pasada de MAD, con el «Orion» detrás de él a tres kilómetros.
—¡Operador MAD, operador MAD, afuera el humo!
Cayó el último marcador de humo, una bengala verde que flotaba en la superficie. El «Sea Sprite» se inclinó violentamente a la derecha para despejar el área mientras el «Orion» entraba volando bajo. El piloto observó la inclinación del humo para deducir la deriva causada por el viento mientras él se alineaba sobre el blanco. Las compuertas de alojamiento de bombas del «P-3C» se abrieron. Un solo torpedo «Mk-46 ASK» estaba armado para lanzamiento.
—¡Torpedo fuera!
El torpedo cayó limpiamente y su paracaídas de frenado salió por la cola y se abrió para asegurarse de que el arma entrara en el agua con la punta hacia abajo. El «Orion» lanzó además una sonoboya adicional, esta vez una DIFAR direccional.
—Señal fuerte, marcación uno siete nueve.
El torpedo se sumergió a sesenta metros antes de iniciar su búsqueda circular. Su sonar de alta frecuencia se conectó en forma automática cuando alcanzó la profundidad de búsqueda. Las cosas empezaron a suceder rápidamente.
El submarino había ignorado por completo la actividad que se desarrollaba por encima de él. Era un antiguo «Foxtrot». Demasiado viejo y demasiado ruidoso para operaciones de primera línea; sin embargo estaba allí, esperando alcanzar al convoy que, según le informaron, se hallaba hacia el Sur de su posición. Su operador de sonar había notado e informado una posible caída de un objeto en el agua, sobre ellos, pero el comandante estaba ocupado buscando la posición del convoy al que le habían ordenado acercarse. El sonar de orientación del torpedo cambió la situación. Instantáneamente, el «Foxtrot» pasó a velocidad máxima, virando a la izquierda con gran brusquedad, en una maniobra de evasión previamente calculada. El ruido en repentino aumento de la rotación de sus hélices resultó inconfundible para varias sonoboyas y el sonar táctico de la Pharris.
El torpedo estaba en posición de emitir y escuchar, usando ambos sonares, el activo y el pasivo, para encontrar su blanco. Cuando completó su primer círculo, los receptores pasivos que llevaba instalados en la punta oyeron los ruidos del submarino y quedaron automáticamente atraídos hacia ellos. Pronto las emisiones pings del sonar activo empezaron a reflejarse desde la popa del submarino mientras este serpenteaba a izquierda y derecha tratando de escapar. El torpedo pasó automáticamente a emisiones activas pings continuadas, aumentando a máxima velocidad al encontrarse orientado irremisiblemente hacia su blanco…, como el despiadado robot que era.
Los operadores de sonar del avión y de la fragata tuvieron las mejores imágenes de lo que estaba pasando. Mientras observaban, las líneas de marcación del submarino y del torpedo empezaron a converger. A quince nudos, el «Foxtrot» era demasiado lento para escapar del torpedo que se desplazaba a cuarenta nudos. El submarino inició una serie de violentos virajes mientras el torpedo lo perseguía. El «Mk-46» erró su primer intento de impacto por seis metros, e inmediatamente giró para un nuevo intento. Entonces, el comandante del submarino cometió un error. En vez de continuar su vuelta a la izquierda, la invirtió, con la esperanza de confundir al torpedo atacante. Y se cruzó directamente en su trayectoria…
Exactamente encima de ellos, la tripulación del helicóptero vio que el agua parecía saltar, luego se llenó de espuma, y finalmente la onda expansiva de la explosión llegó a la superficie.
—Tenemos detonación de cabeza de guerra —informó el piloto.
Un momento después, su operador de sistemas lanzó una sonoboya pasiva. El sonido les llegó en menos de un minuto.
El «Foxtrot» estaba muriendo. Oyeron los ruidos del aire soplado a sus tanques de lastre y de la potencia máxima de sus motores eléctricos; sus hélices luchando por superar el peso del agua que entraba en el casco, para poder impulsar el submarino hasta la superficie. De pronto, los ruidos del motor cesaron. Dos minutos después oyeron el chirrido metálico de los mamparos interiores que se destrozaban por la presión del agua mientras el sumergible caía por debajo de la profundidad de destrucción por aplastamiento.
—Aquí Bluebird. Anotamos una destrucción total. ¿Puede confirmar? Cambio.
—Comprendido, Bluebird —respondió el oficial de lucha antisubmarina—. Escuchamos ruidos de aire soplado y desgarramientos metálicos. Confirmamos su destrucción.
Los tripulantes gritaron vivas, olvidando el decoro que debía acompañar al servicio de la CIC.
—¡Muy bien! Uno menos de quien preocuparse. Haremos un buen informe de ustedes sobre su ayuda en esta destrucción, Pharris. Buen trabajo de sus sonaristas y del helicóptero. Cambio y corto.
El «Orion» aumentó la potencia y regresó a su posición de patrullaje, delante del convoy.
—¡Su ayuda…! ¡Mierda! —protestó el oficial de lucha antisubmarina—. Ese contacto lo hicimos nosotros. Y podríamos haber lanzado el torpedo sobre el submarino con la misma facilidad con que él lo hizo.
Morris le tocó el hombro y ambos subieron la escala hasta el puente de navegación. Los tripulantes que se hallaban allí eran todo sonrisas. El suboficial contramaestre pronto pintaría la mitad de un submarino rojo cerca de la puerta del puente de navegación. Todavía no se les había ocurrido la idea de que habían ayudado a matar cien hombres jóvenes no muy diferentes de ellos mismos, que vieron interrumpirse sus vidas por la aplastante presión del Atlántico Norte.
—¿Qué es aquello? —gritó un vigía—. ¡Posible explosión por el través de estribor!
Morris alzó sus binoculares y corrió hacia la puerta abierta. El vigía estaba señalando.
Una columna de humo negro se elevaba hacia el cielo desde la posición donde navegaba el convoy. Alguien más acababa de lograr su primera destrucción total.
Toland nunca había visto trabajar tantos soldadores juntos. Bajo la supervisión del oficial ejecutivo y tres expertos en control de averías, varios tripulantes estaban usando soldadores de acetileno para cortar las partes dañadas de la cubierta de vuelo del Nimitz y sus columnas de acero de soporte. Lo que pareció ya bastante malo resultó peor después de una detenida y cuidadosa inspección.
Seis de los enormes recuadros debajo de la cubierta de vuelo habían sufrido deterioros, y los daños se extendían hasta dos cubiertas más abajo. La tercera parte del suelo del hangar estaba quemada. Casi toda la red de abastecimiento de combustible de los aviones y el sistema íntegro de elevadores para armamento tenían que ser reparados. La Central de Informaciones de Combate había desaparecido, y con ella todas las computadoras y equipos de comunicaciones necesarios para que la nave pudiera intervenir en combate. Los mecanismos de los cables de frenado iban a tener que ser remplazados en su totalidad. El radar principal de búsqueda tampoco existía. Y la lista continuaba.
Algunos remolcadores empujaron al portaaviones herido para hacerle entrar en la dársena oceánica de Southampton, tarea doblemente difícil por la inclinación de diez grados que tenía la nave. Desde el enorme casco del portaaviones caía el agua como de un acantilado, casi una catarata, mientras más agua penetraba por abajo a las sentinas. Ya estaban a bordo un experto de alta jerarquía en materia de reparaciones, perteneciente a la Marina Real, y el jefe del astillero de reparaciones navales Vosper, inspeccionando los daños de la parte inferior y catalogando los materiales necesarios para poner al buque en condiciones de operar. El capitán de navío Svenson observaba el lanzamiento de los cabos hacia el muelle para asegurar la nave. Toland pudo notar que estaba indignado. De sus hombres, había quinientos muertos comprobados, otros trescientos heridos, y la cuenta aún no había terminado de completarse. Las pérdidas más serias se habían producido entre el personal auxiliar que prestaba servicios en la cubierta de vuelo, muchos de cuyos refugios habían sido destruidos por los dos misiles soviéticos. También ellos tendrían que ser remplazados antes de que el Nimitz pudiera zarpar y pelear nuevamente.
—Toland, usted deberá viajar a Escocia.
—¿Perdón, señor?
—Se ha modificado la organización del ala aérea, que ha quedado dividida. Los cazas y los «Hawkeye» van a ir al Norte. Iván ha estado golpeando la línea septentrional de radares de los británicos, y sus cazas han recibido una paliza tratando de ayudar a los noruegos. Los «Tomcat» ya están en camino, y vamos a bajar sus misiles al muelle para que los británicos puedan llevarlos al Norte por avión. Yo quiero que usted vaya a operar con las tripulaciones de los cazas para evaluar qué se propone Iván con sus «Badger», y tal vez ayudar a nuestra gente a eliminar algunos de esos bastardos. Los aviones de ataque, por ahora, van a unirse a la reserva aérea táctica de la OTAN.
—¿Cuándo debo partir?
Toland reflexionó. No tenía que preparar ningún equipaje. Los «Kingfish» también se habían hecho cargo de eso. Su primera orden de operaciones consistía en telegrafiar a su familia que estaba bien.
—Doghouse, aquí Beagle, ¿se puede saber qué diablos ha pasado?
—Beagle, estoy autorizado para informarle que acaba de lanzarse un ataque contra Keflavik.
—¡No me diga! ¿Está bromeando? Un «B-52» se estrelló hace un rato en nuestra maldita colina. ¿No le dijo nadie que yo había informado sobre los cazas?
—Su información se evaluó como no confirmada, y no la retransmitieron, Beagle. Yo no estuve de acuerdo con esto. Continúe su informe.
—Vi cuatro, repito, cuatro aviones monoplaza soviéticos con una configuración de dos derivas y timones de dirección. No estoy seguro de qué tipo de aviones son, pero tienen cola doble: ¿recibió eso?
—Doble timón, recibido. Confirme que vio cuatro.
—Uno dos tres cuatro, Doghouse. No les puedo informar que desfilen sobre mi cabeza. Pero si vuelven a enviar aquí bombarderos sin escolta, no me echen a mí las culpas.
—¿Hay supervivientes en el accidente que presenció?
—Negativo. No hubo paracaídas, y no existía forma de que ninguno pudiera haber sobrevivido. Además vi una bola de fuego en el horizonte, pero no estoy seguro de lo que era. ¿Cómo les fue a los «Weasel»?
—No puedo decírselo, Beagle, pero gracias por el aviso de los «SAM».
—¿Tiene instrucciones para mí?
—En estos momentos están evaluando de nuevo su situación. Volveré dentro de una hora.
—Que sean dos, amigo. Tenemos que movernos un poco, antes de que los bandidos manden una patrulla hacia este lado. Cambio y corto.
Los infantes de Marina estaban a su alrededor, con las armas listas, alerta ante la posible aparición de una patrulla o un helicóptero (o ambas cosas), que tenían que estar dirigiéndose hacia allí. Edwards se quitó bruscamente los auriculares y acondicionó la radio.
—Bien…, ¡…qué bien! —murmuró—. A moverse, señores.
Habían trotado un kilómetro desde su primer hogar, alejándose hacia el Este y metiéndose en un territorio deshabitado en esa parte de la isla. Smith los conducía manteniéndolos sobre las faldas de las colinas, evitando las crestas y cumbres que podían destacar sus siluetas contra un cielo que iba aclarando. Había un lago hacia la izquierda, con muchas casas sobre su costa oeste. Tenían que conducirse con mucho cuidado. No había forma de saber si alguien los veía e informaba a otros sobre su paso. Cruzaron corriendo por debajo de las líneas de alta tensión, desplazándose al Sur para mantenerse detrás de una cresta que los ocultara de la vista de la mayoría de las casas. Al cabo de una hora, llegaron al campo de lava de Holmshraum, un increíble conjunto de rocas que se alzaba junto a la autopista 1, una de las dos principales vías de comunicación de Islandia. Pasaban por ella vehículos en ambas direcciones. Muchos llevaban soldados.
—¿Qué vamos a hacer ahora, señor? —preguntó con marcado énfasis Smith.
—Bueno, sargento, aquí tenemos un buen escondite. Diablos, aunque estuviera a cincuenta metros, nadie podría vernos aquí metidos en esta mierda. Creo que nos conviene esperar a que oscurezca más y pasarnos al Norte de la ruta. Después que la hayamos pasado, la población es cada vez más escasa…, por lo menos, eso es lo que dice el mapa. Tendríamos que estar bastante seguros una vez que nos hayamos alejado de los centros poblados.
—¿Qué dirán de eso nuestros amigos de la radio?
—Será mejor que lo averigüemos.
Edwards consultó su reloj. Se había pasado casi dos horas. Doghouse estaba molesto con él.
—¿Por qué no usaba la radio?
—Acabamos de movernos ocho kilómetros. Tal vez usted habría preferido que esperásemos cerca y contáramos cuántos eran los rusos que inspeccionaban el accidente. Escúcheme bien, nosotros estamos solos aquí, y eso mete un poco de miedo, ¿sabe?
—Comprendido, Beagle. Tenemos órdenes para usted. ¿Posee un mapa de la zona en la que se encuentran?
—Afirmativo, escala uno por cincuenta mil.
—Está bien, quieren que se traslade a Grafarholt. Hay una montaña. Deberán buscar un lugar seguro cerca de allí y esperar escondidos nuevas instrucciones.
—Oiga, Doghouse, antes de seguir adelante. ¿Qué pasará si Iván empieza a jugar con receptores direccionales y trata de descubrir la posición de nuestras transmisiones?
—Está bien, ya era hora de que preguntara eso. La radio que usted tiene es banda lateral única, UFIF (ultra alta frecuencia) codificada. Eso significa que dispone de miles de canales, y no es nada probable que ellos puedan captar uno. Segundo, usted tiene una antena direccional. Cuando transmita, asegúrese de que haya una montaña entre usted y ellos. La UHF se propaga solamente en la línea visual, de modo que por ese lado puede tener absoluta seguridad. ¿Está contento ahora?
—Algo ayuda.
—¿Cuánto tiempo tardará en llegar a esa montaña?
Edwards miró el mapa. Unos siete kilómetros. Dos cómodas horas de marcha en tiempo de paz, quizá tres o cuatro no tan cómodas, teniendo en cuenta cómo era el terreno allí. Tendrían que esperar un poco de oscuridad, dar rodeos alrededor de algunos poblados… y había esa otra pequeña cosa para preocuparse…
—Doce horas, como mínimo.
—Recibido, comprendido, Beagle. Doce horas. Muy bien. Cuando hayan pasado, volveremos a llamarlo. ¿Algo más que informar?
—Cierta actividad en la ruta que corre debajo de nosotros. Algunos camiones, del tipo del ejército, pintados de verde. Un montón de vehículos de personal, cuatro por cuatro. Pero nada blindado.
—Muy bien. Tómense tiempo y manténganse seguros. Su misión es evitar el contacto e informar. Aquí estaremos si nos necesita. Cambio y corto.
En Doghouse, al norte de Escocia, el oficial de comunicación se echó hacia atrás en su sillón giratorio.
—Ese chico suena un poco nervioso —comentó el oficial de Inteligencia mientras saboreaba su té.
—No es como la gente del SAS, ¿verdad? —preguntó otro.
—No seamos demasiado impacientes —dijo un tercero—. Es inteligente, tiene algo de atleta, y tuvo presencia de ánimo como para escapar cuando llegó la ocasión. Parece un poquito tenso, pero considerando su situación, eso es comprensible, me parece.
El primero señaló el mapa.
—¿Doce horas para hacer esa corta distancia?
—Cruzando terreno abierto y montañoso, con una maldita división entera de paracaidistas dando vueltas en camiones y vehículos especiales, y con un sol que nunca se pone, ¿qué diablos esperas de esos cuatro hombres? —preguntó el cuarto, un hombre vestido con ropas civiles, que había sido gravemente herido mientras actuaba en el Regimiento 22 del SAS—. Si ese chico tuviera algún sentido común, ayer habría abandonado todo. Es un perfil psicológico interesante. Si consigue llegar a esa montaña a tiempo para nosotros, creo que nos servirá muy bien.
El convoy se había dispersado. Morris miró la pantalla del radar: era un amplio anillo de buques, que empezaban ahora a virar otra vez hacia el Este para reunirse de nuevo. Los rusos habían hundido un mercante, otro estaba seriamente averiado y volvía penosamente al Oeste. Tres fragatas estaban tratando de localizar al submarino que había producido los daños. La Gallery había logrado un posible contacto y disparado contra él un torpedo, pero sin resultado. Cuatro helicópteros lanzaban sonoboyas, con la esperanza de volver a detectarlo, y media docena de sonares se encontraban efectuando emisiones activas, pero hasta ese momento todo hacía parecer que el submarino había logrado evadirse de las furiosas escoltas.
—Hizo una hermosa aproximación —observó gruñendo el oficial de acción táctica—. Su única estupidez fue atacar la última parte del convoy.
—Su control de fuego no estuvo tan bien —dijo Morris—. Dicen que habían detectado cinco pescados en el sonar. Piensen que puede haber tenido tres blancos. Dos impactos para destruir uno de ellos, y un roce en otro, al que solamente causó averías. Los demás erraron limpiamente. No fue un trabajo tan malo…, para después de almorzar. ¿Qué está haciendo ahora ese submarino, señores?
—¿Cuánto quieren apostar a que es un viejo submarino nuclear? —preguntó el oficial de acción táctica—. Sus sistemas de control de fuego no corresponden a la última palabra, ni pueden navegar a demasiada velocidad sin descubrirse. Apenas pudo hacer la intersección y atacar a dos buques. Cuando se dispersaron, careció de capacidad para perseguirlos sin delatar su posición, y es demasiado listo para eso.
—¿Entonces qué hizo? —preguntó el oficial de lucha antisubmarina.
—Estaba muy cerca cuando lanzó. Se sumergió dentro del convoy a bastante profundidad. Aprovechó el fuerte ruido de todos los otros buques para esconder el suyo, y finalmente pudo alejarse a salvo…
—Hacia el Norte. —Morris se inclinó sobre la pantalla—. La mayoría de los mercantes iban hacia el Noreste cuando recibieron la orden de dispersión. Él probablemente fue hacia el Norte para perseguirlos, y tal vez tenga la esperanza de lograr otro impacto más tarde. ¿Qué clase de enemigo les parece que tenemos?
—Inteligencia dice que en esta zona había tres «Foxtrot» y un «November», y tal vez otro nuclear. El que hundimos nosotros era probablemente un «Foxtrot». No tiene velocidad para perseguir el convoy. —El oficial de lucha antisubmarina levantó la vista—. Pero un «November» sí la tendría. Nuestro enemigo no es un nuclear moderno. Todavía estaría atacando. Seguramente es un «November».
—Muy bien, digamos que vino hacia el Norte a seis o siete nudos, después viró al Este con la esperanza de encontrarnos de nuevo mañana, por ejemplo. ¿Dónde estaría ahora?
—Ahora…, aquí, señor —dijo el oficial de lucha antisubmarina, señalando un punto quince millas detrás de la fragata—. No podemos retroceder para buscarlo.
—No, pero podemos hacer escucha para detectarlo, si es que intenta cogernos en una trampa.
Morris pensó intensamente. El convoy cambiaría su rumbo a uno dos cero al cumplirse la próxima hora, para dirigirse más hacia el Sur, alejándose de la amenaza repentinamente intensificada de los bombarderos soviéticos de largo alcance. Necesitarían más tiempo para restablecer la formación y situarse en las posiciones adecuadas. Eso permitiría al submarino cortar camino y acercarse al blanco. Con todo el zigzagueo que estaban haciendo los mercantes, su velocidad de avance efectiva era de sólo dieciséis nudos aproximadamente, y un «November» podría intentar alcanzarlos.
—Quiero que los operadores pongan particular atención en este sector. Nuestro amigo podría intentar volver.
—¿Y si llamamos un «P-3»? —preguntó el oficial táctico.
Morris movió negativamente la cabeza.
—Ellos quieren mantener su posición delante. La principal amenaza todavía está al frente. Nosotros, las fragatas, tenemos que preocuparnos por los que pueden perseguirnos; por lo menos hasta que dispongamos de un contacto concreto. Yo creo que este tipo nos va a perseguir y podría intentar obtener un informe de contacto.
—Buenas noticias —dijo el oficial naval—. Nuestros bombarderos informan haber hundido tres portaaviones, dos cruceros y dos destructores.
Alekseyev y su jefe intercambiaron una mirada: sus colegas de azul se pondrían insufribles ahora.
—¿Cuánto tiene de firme esa evaluación? —preguntó el comandante en jefe del teatro Sudoeste.
—Antes del ataque había cuatro buques tipo portaaviones fotografiados. El pasaje siguiente del satélite, ocho horas después del ataque, muestra sólo uno. Faltaban también dos cruceros y dos destructores. Finalmente, tenemos informes de Inteligencia sobre muchos aviones del tipo de portaaviones que aterrizaron en bases aeronavales francesas, en Bretaña. Nuestros submarinos no pudieron hacer contacto con la formación…, al parecer uno de ellos fue hundido, desgraciadamente; pero nuestra primera batalla aeronaval fue un éxito aplastante. Nosotros les cerraremos el Atlántico, camaradas —predijo el capitán.
—Probablemente necesitaremos que esté cerrado —dijo Alekseyev cuando el capitán se hubo marchado.
Su jefe gruñó para apoyarlo. Las cosas no estaban saliendo bien en Alemania. La fuerza aérea soviética había recibido golpes mucho más fuertes que lo temido y, como resultado de eso, la campaña terrestre estaba ya sumamente atrasada con respecto a lo planificado. En el segundo día de guerra, los primeros objetivos sólo se habían podido lograr en una de las zonas del ejército, que estaba sufriendo intensos contraataques veinte kilómetros al este de Hamburgo. Las pérdidas de tanques habían sido un cincuenta por ciento mayores de lo previsto, y la superioridad aérea se hallaba en peligro: muchas unidades informaban sobre ataques aéreos recibidos mucho más graves que lo esperado. Hasta el momento, solamente la mitad de los puentes sobre el Elba habían podido ser remplazados, y los puentes de pontones no resistían todo el peso de las cargas admitidas por los puentes fijos que habían tenido que sustituir. Los ejércitos de la OTAN todavía no habían alcanzado el punto máximo de su fuerza. Los envíos norteamericanos seguían llegando por aire, uniéndose a los grupos adelantados. El primer escalón soviético estaba siendo desangrado, y el segundo escalón aún se hallaba en gran parte atrapado detrás del Elba.
—Creo que no vamos a tener más oscuridad que esta —dijo Edwards.
El grado de luminosidad era lo que los meteorólogos y marinos llaman crepúsculo náutico. La visibilidad no llegaba a quinientos metros, con el sol apenas debajo del horizonte en el Noroeste. El teniente se puso su mochila y se levantó. Sus infantes de Marina hicieron lo mismo, con el entusiasmo de un chico que va caminando a la escuela.
Descendieron por una suave ladera del río Sudura, más bien un arroyo ancho, pensó Edwards. El campo de lava proporcionaba una buena cobertura. El terreno estaba lleno de rocas, algunas hasta un metro de altas. Era un escenario en el que las cosas parecían perder sus formas, y los movimientos podían permanecer inadvertidos para cualquier observador casual. Edwards confió en que no hubiera nada más que eso allá lejos. Había divisado algunas patrullas soviéticas, en su mayor parte camiones militares, que pasaban por la zona con intervalos de unos treinta minutos. No vieron posiciones fijas. Naturalmente, habían instalado destacamentos en la estación de energía hidroeléctrica de Burfell, algo más lejos hacia el Este siguiendo la Ruta 1. Nadie la había bombardeado todavía; las luces seguían brillando en algunas de las casas que se veían más abajo.
Las rocas se fueron haciendo cada vez más pequeñas y el terreno cambió para convertirse en una pradera con vestigios de hierbas. Seguramente habrían andado ovejas por allí, poco tiempo antes, pues el olor era inconfundible y la hierba estaba muy corta. Instintivamente los hombres se agacharon para dirigirse hacia un camino de grava. Allí las casas y graneros estaban diseminados en forma irregular. Eligieron un sector en el que la distancia entre edificaciones era por lo menos de unos quinientos metros, con la esperanza de que la penumbra y sus uniformes de camuflaje los hicieran invisibles para cualquier observador. En la parte abierta no había nadie. Edwards detuvo a su grupo y miró atento a través de sus binoculares hacia las casas más cercanas. En algunas de ellas, aunque se encontraran encendidas las luces, no se veía a nadie fuera. Tal vez los rusos hubieran impuesto un toque de queda…, con la amenaza de que cualquiera que fuese visto en movimiento sería fusilado. Feliz idea.
Las márgenes del río caían a pico unos seis metros hasta el nivel del agua, y estaban cubiertas por rocas desgastadas en años de erosión durante las épocas de las crecidas. Smith bajó primero mientras los otros esperaban cuerpo a tierra con las armas listas junto al borde de la margen sur. El sargento se movió despacio al principio, tanteando la profundidad del agua antes de cruzar rápidamente con el fusil en alto. Edwards quedó sorprendido cuando lo vio pasar tan velozmente al otro lado y subir a la orilla. El sargento agitó el brazo y el resto de los hombres lo siguió. Edwards descubrió en seguida por qué el sargento había cruzado la corriente con tanta rapidez. El agua, que les llegaba hasta la cintura, estaba fría como el hielo, lo mismo que la mayoría de los ríos y arroyos de Islandia, alimentados por los glaciares. Contuvo la respiración y cruzó todo lo de prisa que pudo, sosteniendo sobre su cabeza el fusil y la radio. En un minuto se halló en lo alto de la margen opuesta.
Smith comentó riendo en la oscuridad.
—Creo que esto nos despertó a todos.
—Casi se me congelan las pelotas, sargento —se quejó Rodgers.
—Todo parece despejado en adelante —dijo Edwards—. Más allá de esta pradera hay otro arroyo, después la ruta principal, un camino secundario y tendremos que subir una montaña para llegar a un nuevo campo de lava. En marcha.
—Está bien, teniente.
Smith se puso de pie y empezó a caminar. Los demás lo siguieron con intervalos de cinco metros. Este pequeño hijo de puta está apurado, ¿eh?
Allí el terreno era satisfactoriamente llano, la hierba era alta hasta las rodillas. Avanzaban con rapidez, manteniéndose agachados y con las armas listas contra el pecho mientras se desviaban un poco hacia el Este para evitar el poblado de Holmur. El arroyo siguiente era menos profundo que el Sudura, aunque no menos frío. Se detuvieron después de cruzarlo; estaban a menos de doscientos metros de la autopista. De nuevo fue Smith el primero en avanzar, esta vez completamente doblado hasta la cintura y moviéndose en cortas carreras seguidas de pausas, en las que se arrodillaba para examinar el campo una y otra vez. Los hombres que iban detrás de él imitaron sus movimientos con exactitud, y el grupo volvió a reunirse entre pastos altos, a cincuenta metros de la autopista.
—Muy bien —dijo Smith—. Cruzaremos de uno en uno, con un minuto de separación. Yo voy primero. Me voy a detener a unos quince metros del otro lado, entre aquellas rocas. Cuando ustedes crucen, no se detengan ni pierdan tiempo; corran y manténganse agachados, y lleguen hasta donde yo estaré. Si ven venir algo, salgan de la autopista, corran lo más lejos que puedan y arrójense al suelo. No podrán verlos sí se quedan acostados quietos. Tómense las cosas con calma. ¿De acuerdo?
Todos, incluido Edwards, asintieron con movimientos de cabeza. El sargento era tan hábil como parecía por sus palabras. Después de una última mirada para asegurarse de que nada se movía en dirección a ellos, corrió atravesando la autopista con todos sus pertrechos golpeándole el cuerpo. Esperaron un minuto y entonces lo siguió García. Al cabo de otro minuto se lanzó Rodgers. Edwards contó hasta sesenta y saltó hacia delante. El teniente se sintió asombrado y aterrado, al comprobar el esfuerzo que significaba. El corazón le latía con fuerza cuando alcanzó el borde de la calzada, Y quedó paralizado en el centro. Se acercaban desde el Norte las luces de los faros de algún vehículo. Edwards permaneció quieto, mirando cómo se iban aproximando.
—¡Mueva el culo, teniente! —la voz del sargento le impresionó.
El teniente movió la cabeza como para desentumecerse y corrió hacia el lugar de donde llegaba el grito del sargento, sujetándose el casco con una mano.
—¡Vienen unas luces! —jadeó.
—A la mierda… Tranquilícese, señor. Muchachos, vamos a separarnos. Busquen un buen lugar para esconderse y quédense inmóviles. ¡Y fíjense bien en que las armas tengan puesto el seguro! Usted quédese conmigo, señor.
Los dos infantes de Marina corrieron, uno a la izquierda y otro a la derecha, a ocultarse entre altos matorrales y desaparecieron de la vista tan pronto como se quedaron quietos. Edwards estaba en el suelo junto al sargento Smith.
—¿Cree que me vieron?
La oscuridad impidió que notara la expresión de enojo que acompañó la respuesta de Smith:
—Probablemente, no. No vuelva a paralizarse en medio del camino, señor.
—No lo haré. Lo siento, sargento, esto no es exactamente lo mío.
—No tiene más que escuchar y aprender lo que le decimos. ¿De acuerdo? —susurró Smith—. Nosotros somos infantes de Marina. Vamos a cuidarlo muy bien.
Las luces se acercaban lentamente, pasando casi debajo de ellos y continuando hacia el Norte. El conductor no confiaba en el suelo deteriorado. Así, el camino norte-sur se dividía en una bifurcación a izquierda y derecha hacia la Ruta 1. Vieron que se trataba de un camión militar; las luces eran rectangulares, con cintas adheridas a los faros instalados en la enorme fábrica soviética de «Karna River», construida en su mayor parte con ayuda de Occidente.
El camión se paró.
Edwards contuvo su reacción, pero su mano se apretó sobre la culata plástica de su fusil. ¿Y si alguien los hubiera visto cruzar el camino y telefoneado a los rusos?
La mano de Smith se movió para empujar hacia abajo el fusil del teniente.
—Tenemos que tener cuidado con eso, teniente —susurró Smith.
Los diez hombres del camión descendieron y se dispersaron entre los pastos, alejándose unos quince o veinte metros del camino. Edwards no hubiera podido decir si llevaban armas o no. Todos se detuvieron y, casi al unísono, se abrieron la bragueta para orinar. Edwards miró sorprendido y estuvo a punto de lanzar una carcajada. Cuando terminaron, volvieron al camión, que arrancó de inmediato y tomó el ramal oeste de la bifurcación hacia la ruta principal, alejándose en medio del ruido del mal silenciado motor diesel. Los infantes de Marina volvieron a reunirse después que las luces traseras del camión se hundieron en el horizonte.
—¡Qué lástima! —sonrió Rodgers en la semioscuridad—. ¡Podría haberle hecho volar el pito a alguno de esos tipos!
—Estuvieron bien, muchachos —dijo Smith—. ¿Listo para seguir, teniente?
—Sí.
Avergonzado por sus torpezas, el teniente dejó a Smith que los condujera. Cruzaron el camino de grava y unos cien metros más allá se encontraron en otro campo de lava, trepando entre las rocas que cubrían el terreno yermo. Los pantalones de sus uniformes de faena estaban húmedos y se les pegaban a las piernas, aunque comenzaban a secarse lentamente por la brisa fría del Oeste.
—Nuestro amigo, el «November», no tiene revestimiento anecoico —dijo en voz baja el oficial de lucha antisubmarina, señalando la pantalla—. Creo que ese es él, corriendo para alcanzar al convoy.
—Tenemos explorado este trazo a unos cuarenta y seis mil metros —dijo el oficial de acción táctica.
—Que despegue el helicóptero —ordenó Morris.
Cinco minutos después, el helicóptero de la fragata Pharris iba a toda velocidad hacia el sudoeste, y el «Bluebird-Siete», otro «P-3C Orion», se acercaba desde el Este al punto establecido. Ambas aeronaves volaban bajo, esperando sorprender al submarino que había hundido uno de los del rebaño y averiado seriamente a otro. Probablemente los rusos habían cometido un error al aumentar su velocidad. Tal vez tenían órdenes de seguir al convoy y transmitir por radio información para uso de otros submarinos. Quizá lo quería alcanzar para atacarlo de nuevo. Cualquiera que fuese el motivo, las bombas de su reactor se movían mucho y producían ruidos que el casco no podía contener. Había levantado el periscopio, y eso dio al avión la posibilidad de detectarlo con sus propios radares de exploración. El helicóptero estaba más cerca, y su piloto se comunicó con el coordinador táctico del «Orion». Si las cosas iban bien, este podría ser un ataque de libro de texto.
—Muy bien, Bluebird, ahora estamos a cinco kilómetros del contacto. Dígame su posición.
—Nos encontramos tres kilómetros detrás de ustedes, Papa-Uno-Seis. ¡Ilumine!
El operador de sistemas levantó la pequeña cubierta de la llave de contacto del radar y la pasó de la posición de espera a Activo. Instantáneamente comenzó a producirse la radiación de energía desde el transmisor del radar colgado debajo de la nariz del helicóptero.
—¡Contacto! ¡Tenemos un contacto radar con marcación uno seis cinco, distancia once mil metros!
—¡Larguen el equipo MAD!
El piloto adelantó los aceleradores para acercarse rápidamente al contacto.
—Nosotros también lo tenemos —dijo el coordinador táctico en seguida.
El suboficial que se hallaba junto a él armó un torpedo, colocándole una profundidad inicial de búsqueda de treinta metros.
Se encendieron las luces anticolisión del helicóptero; eran unos destellos rojos que brillaban en la oscuridad. Carecía ya de lógica ocultar su aproximación. El submarino tenía que haber detectado sus señales de radar y ahora estaría intentando una violenta inmersión en busca de profundidad. Pero eso llevaba más tiempo del que disponía.
—¡Operador MAD, operador MAD, afuera el humo! —gritó el operador de sistemas.
El humo era invisible en la oscuridad, pero la corta llama verde formaba una intensa baliza que no podía dejar de verse. El helicóptero se inclinó hacia la izquierda y viró, dejando libre el camino al «Orion», que se encontraba ahora a sólo quinientos metros detrás de él.
Las poderosas luces de búsqueda del «P-3C» se encendieron, mostrando la acusadora estela dejada por el ahora invisible periscopio. El contacto del MAD había sido exactamente encima del blanco, notó de inmediato el piloto. Las puertas del compartimiento de bombas del «Orion» se abrieron y el torpedo cayó hacia las negras aguas junto con una sonoboya.
—¡Contacto sonar positivo, evaluado como un submarino! —dijo por el intercomunicador un operador de la consola del sonar; las líneas de tono que aparecían en su pantalla eran exactamente lo que representaba a un «November» lanzado a gran velocidad, y el torpedo ya estaba dándole caza con sus emisiones de sonar activo en forma continua—. El torpedo se acerca rápidamente al blanco… Todo va bien, Tacco [49], está cerca… cerca… ¡Impacto!
El trazado del sonido del torpedo se unió al del submarino y en la presentación tipo cascada, en la pantalla, apareció una brillante mancha. El operador del «Orion» cambió la sonoboya de activa a pasiva, grabando el fragor sostenido de la explosión de la cabeza de guerra del torpedo. El ruido de las hélices del submarino cesó, y otra vez se oyó el sonido del aire soplado, que terminó muy pronto, cuando el sumergible inició su última inmersión hacia las profundidades.
—¡Lo destruimos, lo hundimos! —gritó exultante el coordinador táctico.
—Confirmo el hundimiento —dijo Morris por la radio—. Buen trabajo, Bluebird. ¡Fue realmente una reacción rápida!
—Recibido, comprendido, Pharris. ¡Gracias, señor! Muy buen trabajo con el helicóptero y la detección, muchachos. Han conseguido otro informe de ayuda. Diablos, creo que nos vamos a quedar cerca de ustedes por un buen rato, comandante, parece que acapara toda la acción. Cambio y corto.
Morris fue hasta un rincón y se sirvió una taza de café. Así que…, ellos sólo habían ayudado a hundir un par de submarinos soviéticos…
El oficial de acción táctica se mostró menos entusiasta.
—Terminado con un viejo y ruidoso «Foxtrot», y un «November» que cometió una estupidez. ¿No creen que pudo haber tenido órdenes de seguirnos e informar, y por eso lo hundimos?
—Es posible —asintió Morris—. Si Iván induce a sus comandantes a hacer cosas como esa es que le gusta centralizar el control, pero puede cambiar si se da cuenta de que le está costando submarinos. Nosotros aprendimos esa lección cierta vez.
McCafferty tenía su propio contacto. Hacía ya más de una hora que venían detectándolo; los operadores de sonar luchaban para distinguir ruidos indeterminados de una discreta señal en sus presentaciones visuales. Pasaron su información al grupo de seguimiento de control de fuego, cuatro hombres que se alternaban en inclinarse sobre la mesa de la carta de navegación en el extremo posterior de la central de ataque.
La tripulación ya estaba murmurando, McCafferty lo sabía. Primero el incendio en el astillero antes de su entrada en servicio. Después, los había sacado del mar de Barents fuera de oportunidad. Luego, el ataque por un avión propio. ¿Sería el Chicago un submarino con mala suerte?, se preguntaban. Los oficiales y suboficiales harían todo lo posible para apartar esos pensamientos, pero también los tenían, ya que los marinos creen en la suerte, una fe institucional de todos los submarinistas. Si usted no tiene suerte no nos sirve, dijo una vez un famoso almirante de submarinos. McCafferty había oído esa historia con mucha frecuencia. Hasta ese momento, él había sido un hombre sin suerte.
El comandante se acercó a la mesa de la carta.
—¿Qué está pasando?
—No mucho en cuanto a cambio de marcación. Debe de hallarse muy lejos de aquí, jefe, como en la tercera zona de convergencia. Tal vez ochenta millas. No puede estar acercándose a nosotros. Habríamos perdido la señal en el momento de salir de la zona.
El oficial ejecutivo también mostraba la tensión producida por las operaciones de la semana anterior.
—Señor, si yo tuviera que arriesgar una apreciación, diría que estamos siguiendo un submarino nuclear. Probablemente uno ruidoso. Las condiciones acústicas son muy buenas, de manera que tenemos que considerar tres zonas de convergencia. Y apostaría que él está haciendo igual que nosotros, patrullando una posición determinada. Diablos, es posible que esté yendo y viniendo en un circuito tipo hipódromo, lo mismo que nosotros hacemos. A eso se deberían los cambios mínimos de marcación.
El comandante frunció el ceño. Este era el único contacto real que había tenido desde que comenzó la guerra. Estaba cerca del borde norte de su zona de patrullaje, y el blanco se hallaba probablemente justo al otro lado de este borde. Seguirlo significaba abandonar el grueso del sector que le habían asignado y dejarlo desprotegido…
—Vamos tras él —ordenó McCafferty—. Timón diez grados a la izquierda; caiga a la izquierda hasta nuevo rumbo tres cinco uno. Todo adelante dos tercios.
El Chicago viró rápidamente hacia un rumbo general norte y aceleró hasta quince nudos, su máxima velocidad «silenciosa». A quince nudos el submarino sólo emitía una reducida intensidad de ruidos. El riesgo de la contradetección era mínimo, ya que aun a esa velocidad sus sonares podían detectar un blanco a diez millas. Sus cuatro tubos estaban cargados con un par de torpedos «Mk-48» y dos misiles antibuque «Harpoon». Tanto si se trataba de un submarino como de un buque de superficie, el Chicago podría hacerse cargo de él.
—Sale al aire temprano, Beagle —replicó Doghouse.
Edwards estaba sentado entre dos rocas con la espalda apoyada en una tercera y la antena sostenida sobre la rodilla. Esperaba estar apuntando en la dirección correcta y segura. Los rusos, pensaba, eran fuertes sobre todo a lo largo de la costa desde Reykjavik hasta Keflavik, bastante al oeste de la dirección del satélite. Pero había casas y fábricas debajo de él, y si disponían de un puesto de escucha allá abajo…
—Teníamos que haber llegado aquí antes de que hubiera demasiada luz —explicó el teniente.
Habían corrido el último kilómetro mientras el sol se levantaba detrás de ellos. Edwards se sintió algo reconfortado al comprobar que los infantes de Marina jadeaban mucho más que él.
—¿Cuál es su grado de seguridad?
—Hay algún movimiento en el camino debajo de nosotros, pero bastante lejos, tal vez un kilómetro y medio.
—Muy bien. ¿Alcanza a ver la estación transformadora de electricidad al sudoeste de ustedes?
Edwards tomó con una mano los binoculares para intentarlo. El sitio figuraba en el mapa con el nombre de Artum. Allí se hallaban los transformadores eléctricos principales para la red de energía en esa parte de la isla. Los tendidos de alta tensión entraban desde el Este, y los cables de alimentación salían desde ese punto en forma radial.
—Sí, la veo.
—¿Cómo andan las cosas, Beagle?
Edwards casi dice que todo andaba muy bien, pero se detuvo.
—Podridas. Las cosas se están poniendo podridas.
—Comprendido, Beagle. Mantenga un ojo sobre esa estación eléctrica. ¿Hay algo alrededor de ella?
—Quede atento. —Edwards apoyó la antena y miró el lugar con más detenimiento—. ¡Ajá! Veo un vehículo blindado que apenas se distingue a la vuelta de una esquina sobre el lado oeste. Tres…, no, cuatro hombres armados en el sector abierto. No veo nada más.
—Muy bien, Beagle. Mantenga la vigilancia sobre ese lugar. Avísenos si aparecen por allí algunos misiles tierra-aire. También queremos información si ve aviones de caza. Empiece a llevar registros sobre cuántos camiones y hombres de tropa se divisan, y a dónde se dirigen. No olvide escribir todo. ¿Comprendido?
—Comprendido. Escribimos todo y después lo informamos.
—Bien. Está haciendo todo muy bien, Beagle. Sus órdenes consisten en observar e informar —les recordó Doghouse—. Eviten contactos. Si ven tropa enemiga que se dirige hacia ustedes, escóndanse. No se preocupen por llamarnos; escóndanse lo mejor que puedan e informen después. Ahora corten la comunicación por un rato.
—Comprendido. Cambio y corto.
Edwards acondicionó de nuevo la radio. Ya sabía manejarla con los ojos cerrados.
—¿Qué hay que hacer, teniente? —preguntó Smith. El teniente gruñó.
—Nos quedamos quietos sentados y observando aquella planta de electricidad que hay allá.
—¿Piensa que van a pedirnos que apaguemos algunas luces?
—Hay demasiada tropa allá abajo, sargento —replicó Edwards.
Se desperezó y abrió su cantimplora. García estaba de guardia en lo alto de un montículo a su derecha, y Rodgers se había dormido.
—¿Qué tenemos de desayuno?
—Bueno, si usted tiene mantequilla de cacahuete y galletas, se lo cambio por mis melocotones.
Edwards rasgó para abrirlo el envase de la Ración-C e inspeccionó el contenido.
—Trato hecho.