20. LA DANZA DE LOS VAMPIROS

USS NIMITZ

Durante las últimas doce horas, Toland había estado terriblemente ocupado. La información sobre Islandia entraba con lentitud, en partes confusos y de uno en uno. Todavía no tenía lo suficiente como para formarse un cuadro claro y preciso. Las órdenes del grupo habían sido cambiadas, aunque sólo después de demasiadas horas de indecisión. La misión de reforzar Islandia fracasó por completo. Durante las diez últimas horas, el grupo de batalla había estado navegando con rumbo Este absoluto, buscando la cobertura aérea propia que podrían brindarle Inglaterra y Francia. Alguien había resuelto que si los infantes de marina no podían ir a Islandia, podrían tener un útil empleo en Alemania. Bob había confiado en que los desviarían hacia Noruega, donde ya estaba en posición una brigada anfibia de infantes de Marina, pero llevarlos hasta allá podía resultar difícil. Durante casi veinte horas se había desencadenado una furiosa batalla aérea sobre el Norte de Noruega, con fuertes pérdidas para ambos lados. Los noruegos habían iniciado la guerra con apenas unos cien aviones de combate modernos. Estaban gritando para conseguir ayuda, pero hasta el momento no había ayuda para nadie.

—No solamente están dando una paliza a los noruegos —observó Toland—. Los están empujando hacia el Sur. La mayor parte de los ataques son sobre las bases del Norte, y no les dan respiro.

Chip asintió.

—Tiene sentido. Eso les da a sus «Backfire» capacidad para atacarnos más directamente. Acorta el tiempo.

—Ah.

Toland reunió sus papeles y se dirigió otra vez hacia el sector de los almirantes. Esta vez fue más fácil.

—Muy bien, capitán —dijo el almirante Baker—. Empiece con las áreas periféricas.

—En el Pacífico no parece estar sucediendo nada todavía. Es evidente que los soviéticos aplican mucha presión diplomática sobre el Japón. La misma historia que han dado al resto del mundo…, todo es una confabulación alemana.

—Hipócritas infames.

—Así es, almirante, pero la patraña está tan bien ideada que Grecia se niega a cumplir sus tratados internacionales, y un montón de países del tercer mundo se lo creen angelicalmente. De cualquier manera, los rusos están dejando trascender que devolverán las islas Sakhalin si acceden a jugar a la pelota…, o las convertirán en un infierno si se niegan. Resultado final: Japón no permitirá bases en su territorio para lanzar ofensivas sobre la Unión Soviética. Lo que tenemos en Corea lo necesitan allá. El único grupo de portaaviones que tenemos en el Pacífico Occidental se halla centrado en el Midway. En este momento están bien adentro en el mar, y no tendrán la iniciativa de acercarse solos a Kamchatka. Hay cierta actividad aérea en el sur del mar de China, al oeste de las Filipinas, pero nada importante todavía. En la bahía Cam Rahn parece que no hay buques soviéticos. De modo que el Pacífico está tranquilo, pero eso no va a durar mucho.

—En el océano Indico, alguien lanzó un ataque con misiles contra Diego García, probablemente un submarino. No provocó grandes daños, pues casi todo lo que había allí salió al mar hace cinco días, pero fue una llamada de atención. En el último informe, su escuadrón del océano Indico estaba en quince Norte, noventa Este, muy lejos de nuestra gente, y con rumbo Sur.

—En el flanco sur de la OTAN no hay ninguna actividad. Los turcos no piensan atacar a Rusia por su propia cuenta, y Grecia se mantiene a un lado de lo que llama «esta disputa germano-rusa». De manera que Iván también tiene seguro el flanco Sur, y parece muy feliz de poder mantenerlo así. Hasta este momento los rusos sólo están luchando en Europa Occidental y contra instalaciones norteamericanas elegidas en otras zonas. Van diciendo, a cuantos estén dispuestos a escucharlos, que ni siquiera desean pelear contra nosotros. Incluso han garantizado la seguridad de los turistas y comerciantes norteamericanos que se encuentren en la Unión Soviética. Supuestamente los están sacando a todos por avión a través de la India. Hemos infravalorado aquí el aspecto político, señor. Hasta ahora está trabajando en favor de ellos.

—Bien. En Europa sus operaciones comenzaron con veinte o treinta ataques de comandos «Spetznaz» en diversos lugares de Alemania. Los derrotaron en su mayor parte, pero en dos sitios ellos tuvieron éxito. El puerto de Hamburgo está bloqueado. Hundieron un par de buques mercantes en el canal principal, y el grupo que lo hizo pudo huir limpiamente. Intentaron hacer lo mismo en Bremen; bloquearon parcialmente un canal e incendiaron tres buques en una de las terminales de contenedores. Este grupo no pudo escapar. Los otros ataques fueron contra depósitos de armas nucleares, puestos de comunicaciones, y uno muy grande contra un agrupamiento de tanques. Nuestra gente estaba lista para recibirlos. Tuvimos pérdidas, pero en la mayoría de los casos, esos comandos «Spetznaz» no sobrevivieron.

—El Ejército soviético atacó al Oeste ayer poco antes del amanecer. La buena noticia aquí es que la fuerza aérea hizo algo realmente admirable. Ese nuevo caza «Stealth», del que se habían oído rumores, ya está en servicio en escuadrones, y lo usaron para causar un pandemónium detrás de las líneas rusas. La fuerza aérea dice que tiene la superioridad aérea, o algo muy cerca de ella, de modo que Iván debe de haber recibido un golpe muy fuerte. Cualquier cosa que hayan hecho, el ataque inicial ruso no fue tan poderoso como se esperaba. Están avanzando, pero hasta media noche, nada más que quince kilómetros y, en dos posiciones se han quedado detenidos por completo. Hasta ahora, nada se ha oído de armas nucleares o químicas. Se informan fuertes pérdidas de ambos lados, especialmente en el norte de Alemania, donde más extenso ha sido en el Canal de Kiev con ataques aéreos o aerotransportados, no estamos seguros, pero parte de él está bajo control ruso. Esa situación es un poco confusa. También en el Báltico hay mucha actividad. Los rápidos submarinos de ataque de las Marinas alemana y danesa dicen haber logrado muchos daños sobre un ataque combinado de la Unión Soviética y Alemania del Este; pero de nuevo las cosas son bastante confusas.

Toland continuó ahora con la situación en Noruega:

—Las amenazas directas contra nosotros son los submarinos y los aviones. Los submarinos de Iván han estado bastante ocupados. Tenemos informes de veintidós buques mercantes hundidos. El peor fue el Ocean Star, un transatlántico de pasajeros de bandera panameña que regresaba de un crucero por el Mediterráneo. Se hallaba a ochocientas millas al noroeste de Gibraltar cuando recibió un impacto de misil, de naturaleza desconocida, pero probablemente de un «Juliet». Se incendió y hubo una enorme cantidad de bajas. Dos fragatas españolas están navegando hacia el lugar en misión de búsqueda y rescate.

—Tenemos información sobre tres submarinos que se encuentran cerca de nuestra ruta, un «Echo», un «Tango» y un «Foxtrot». Podría haber más, pero los informes de Inteligencia sitúan a la mayoría de ellos al sur y al oeste de nosotros. Cuando neutralizaron a Islandia, perdimos la línea del SOSUS Groenlandia-Islandia-Reino Unido, y eso permitirá que los submarinos de Iván tengan un acceso más fácil al Atlántico Norte. SACLANT está despachando submarinos para bloquear los espacios descubiertos. Tendrán que moverse muy de prisa; poseemos informes de numerosos submarinos soviéticos que se dirigen al Estrecho de Dinamarca.

—¿Cuántos submarinos hemos eliminado? —preguntó Svenson.

—Lajes y Brunswick reclaman cuatro destrucciones totales. Los «P-3» empezaron bien. La mala noticia es que hay un «Orion» desaparecido, y otro transmitió que estaba recibiendo fuego de misiles lanzados por un submarino. Se está evaluando ahora esto último y esperamos algo en firme para el mediodía. De todos modos, la mayor amenaza para nosotros parecen ser por ahora los aviones, no los submarinos. Aunque eso podría cambiar mañana.

—Un día cada vez. Ahora veamos Islandia —ordenó Baker.

—Los informes que recibimos ayer eran correctos. Evidentemente una unidad de tamaño aproximado al de un regimiento entró por el mar, y el resto de su división fue aerotransportada, empezando alrededor de las dos de la tarde. Debemos suponer que en estos momentos ya están todos allá.

—¿Cazas? —preguntó Svenson.

—Ninguno informado, pero es posible. Islandia tiene cuatro pistas operables…

—Está equivocado, Toland, son tres —dijo secamente Baker.

—Perdón, señor, cuatro. La gran base es Keflavik. Cinco calles de aterrizaje, dos de ellas tienen más de tres mil metros de largo. Esas pistas las construimos nosotros para usarlas con los «B-52», y tienen instalaciones completas. Iván las ha tomado virtualmente intactas. Planificaron sus ataques en forma deliberada para no provocar cráteres en las pistas. Segundo, tienen el aeropuerto civil de Reykjavik. Allí la pista más larga mide unos dos mil metros, suficiente para aviones de combate, y está rodeada por la ciudad. Atacar ese lugar significa correr el riesgo de producir muchas bajas entre la población civil. En la zona Norte de la isla está Akureyri, una angosta faja consolidada. Y la cuarta, almirante, es la antigua Keflavik, a unos tres kilómetros al Sureste de la actual base de la OTAN. En los mapas aparece como inoperable, pero yo he conocido un hombre que estuvo dos años en Islandia: esa pista es utilizable, especialmente por aviones preparados para el despegue y aterrizaje en terreno áspero, como nuestro «C-130». El personal de la base la aprovecha para correr allí con sus coches deportivos y especiales. Él cree que también pueden salir desde allí aviones de combate. Finalmente, todas las ciudades de esa isla tienen pequeñas pistas de grava para su línea aérea local. El «MiG-23» y varios otros aviones de caza rusos pueden operar desde pistas y terrenos pedregosos, y podrían utilizar cualquiera de los que hemos mencionado.

—Usted está lleno de buenas noticias —observó el comandante del grupo aéreo del Nimitz, designado como el CAG—. ¿Y qué nos dice de los otros servicios de la base, como el de combustible?

—El depósito de combustible de la base quedó destruido durante el ataque, pero el parque de combustible situado fuera de ella, no lo fue, ni tampoco la nueva terminal de Hakotstanguer. A menos que alguien se lo quite, hemos dejado a los rusos combustible suficiente como para operar durante meses.

—¿Qué grado de solidez tiene todo esto? —quiso saber Baker.

—Tenemos un informe directo de una tripulación de un «P-3» naval que reconoció los daños inmediatamente después del ataque. La RAF envió dos pájaros de reconocimiento para observación visual. El primero obtuvo buenas tomas de Keflavik y sus alrededores. El segundo nunca volvió, se desconocen las razones.

—Misiles superficie-aire.

Ahora el CAG parecía francamente desolado. Toland asintió.

—Una buena apreciación. Las fotos muestran vehículos que confirman la presencia de una división reforzada soviética de infantería. La radio de Islandia y la TV no están en el aire. Los británicos informan que han hecho contacto con radioaficionados que se encuentran en la costa islandesa pero no se escucha absolutamente nada que se origine en el extremo Suroeste de la isla. Allí es donde está la mayor parte de la población, y parece que se halla completamente dominada por los soviéticos. Estamos recibiendo alguna información de Inteligencia, pero no puede durar.

—Lo que usted nos está diciendo es que no podemos esperar advertencia alguna de ataques aéreos desde Noruega, y que hemos perdido nuestra valla de defensa antisubmarina en Islandia. ¿Qué otras posibilidades tenemos? —preguntó Svenson.

—Es evidente que tenemos algo. Me han dicho que espere posibles advertencias de ataques aéreos de algo cuyo nombre código es «Realtime». Si sale de Kola una gran fuerza de aviones soviéticos, nosotros tendríamos que saberlo.

—¿Qué es «Realtime»? —preguntó el CAG.

—No me lo han explicado.

—Un submarino —sonrió débilmente Baker—. Que Jesús lo proteja cuando transmita. Bueno, Iván envió ayer sus bombarderos contra Islandia. ¿Alguien ha pensado a dónde vendrán hoy?

—Para el caso de que alguien quiera saberlo, mi apreciación oficial de inteligencia es: exactamente aquí —dijo Toland.

—Siempre es agradable tener una opinión profesional —dijo incisivamente el CAG—. Tendríamos que poner rumbo Norte y atacar a esos rusos —por experiencia y entrenamiento, el CAG era un piloto de ataque—, pero no podemos hacerlo hasta que nos ocupemos de los «Backfire». ¿De qué magnitud es la fuerza que nos amenaza?

—Yo supongo que no tendrán el apoyo de las unidades de la fuerza aérea. Con la aviación naval soviética solamente, tenemos seis regimientos de aviones de ataque, tres de «Backfire» y tres de «Badger». Un regimiento de «Badgers» para interferencia electrónica. Un regimiento de pájaros «Bear» de reconocimiento. A eso deberá agregarle algunos aviones cisternas. Cada regimiento tiene veintisiete aviones. Eso hace un total de ciento sesenta aviones de ataque, y cada uno de ellos puede llevar dos o tres misiles aire-superficie.

—Esos «Badger» van a tener que esforzarse mucho para llegar aquí. El viaje redondo debe de tener unos buenos seis mil kilómetros, aunque corten a través de Noruega. Son unos pájaros viejos y cansados —dijo el CAG—. ¿Y qué hay de sus satélites?

Toland consultó su reloj.

—Dentro de cincuenta y dos minutos, un RORSAT [42] hará un pasaje sobre nosotros. Además, ya nos detectaron hace doce horas.

—Espero que la fuerza aérea intervenga pronto junto con sus satélites antisatélites —dijo con calma Svenson. Si Iván puede calcular y controlar bien los pasajes de ese satélite de inteligencia, no necesita enviar esos malditos «Bear». Pueden calcular fácilmente nuestra ruta, y para ellos sólo es un vuelo de cuatro horas hasta donde nos encontramos.

—¿Y si intenta un cambio de rumbo cuando esté pasando por aquí arriba? —preguntó el CAG.

—No tiene objeto —replicó Baker—. Llevamos diez horas con rumbo Este. Ellos no pueden ignorar eso, y no podemos navegar a más de veinte nudos. Podemos hacerles errar su cálculo en unas ochenta millas. ¿Cuánto tiempo tardan en cubrir esa distancia?

Toland notó que Svenson y el CAG no compartían esa decisión, pero ninguno de ellos discutió el punto. Le habían dicho que Baker no era un hombre con quien se pudiera discutir, y se preguntó si esa era o no una buena condición en un comandante combatiente.

COLINA 152, ISLANDIA

Edwards sintió cierto consuelo por haber pronosticado acertadamente la llegada de un frente frío. Había empezado exactamente a tiempo, justo después de medianoche. Si pudo haber algo que empeorara aún más la situación, fue esa lluvia fría y constante. Ahora los chaparrones eran intermitentes, con un techo de nubes grises a seiscientos metros sobre sus cabezas, que se desplazaban velozmente impulsadas por un viento de treinta nudos hacia el centro montañoso de Islandia.

—¿Dónde están los cazas? —preguntó Edwards.

Barrió con sus binoculares el aeropuerto de Reykjavik, pero no pudo encontrar a los seis aviones de combate que él había avistado y de los cuales informara la tarde anterior. También se habían ido todos los de transporte. Vio un helicóptero soviético y algunos tanques. Muy poco tránsito en las calles y caminos que alcanzaba a enfocar. Ciertamente no era mucho para un lunes por la mañana. ¿No tendrían que estar marchando hacia sus barcas los pescadores comerciales?

—¿Alguien los vio despegar? —preguntó.

—No, señor. El tiempo que tuvimos anoche fue tan malo que toda la Fuerza Aérea rusa podría haber entrado y salido. —El sargento Smith también estaba irritado, especialmente con el mal tiempo—. Podrían estar en esos hangares… a lo mejor.

La noche anterior, alrededor de las once, habían observado una raya luminosa como la que deja un cohete recién disparado, pero si a algo había sido apuntado, se perdió detrás de un fuerte chaparrón. Edwards no había informado sobre eso, preguntándose a medias si no habría sido un relámpago.

—¿Qué es aquello? No es un tanque. García, mírelo bien a unos…, quinientos metros al Oeste de la terminal.

El teniente le entregó los anteojos de campaña.

—Bueno. Es una especie de vehículo semioruga. Parece que tiene algún tipo de…, no, no es un cañón, son tres. Un lanzador de cohetes, puede ser.

—Misiles superficie-aire —comentó el sargento—. ¿Cuánto quieren apostar a que eso es lo que vimos disparar anoche?

—Es hora de llamar a casa.

Edwards empezó a preparar su radio.

—¿Cuántos lanzadores y de qué tipo? —preguntó Doghouse.

—Vemos un lanzador, es muy posible que tenga tres misiles. No conocemos de qué tipo. Y no sabría la diferencia de todos modos. Puede ser que hayan lanzado un misil anoche a eso de las once, hora local.

—¿Por qué diablos no nos lo dijo? —preguntó Doghouse gritando.

—¡Porque no sabía qué era eso! —Edwards también gritó—. ¡Maldito sea! ¡Les estamos informando todo lo que vemos, y ustedes ni siquiera nos creen la mitad de lo que les decimos!

—Tranquilícese, Beagle. Le creemos. Comprendo que es duro. ¿Está ocurriendo alguna otra cosa?

—Dice que sabe que es duro —informó Edwards a sus hombres—. No veo mucha actividad de ninguna clase, Doghouse. Todavía es temprano, pero esperábamos ver tránsito civil en las calles.

—Comprendido. Muy bien, Edwards, vamos a ver ahora, bien rápido; ¿cuál es el segundo nombre de su padre?

—No tiene segundo nombre —contestó Edwards—. ¿Qué…?

—¿El nombre de su barco?

—Annie Jay. ¿Qué diablos es esto?

—¿Qué le pasó a su amiga Sandy?

Fue como una puñalada en las tripas. El tono de su voz contestó por él.

—¡Váyase a la mierda!

—Comprendido —respondió la voz—. Lo siento, teniente, pero era necesario que usted pasara por esa prueba. Todavía no tenemos órdenes para usted. A decir verdad, nadie ha decidido qué hacer con ustedes. Quédense quietos y eviten los contactos. Sigue el mismo horario de transmisiones. Si los agarran y quieren obligarles a hacer triquiñuelas con la radio, empiece todas las comunicaciones con nuestro código de llamada y diga que todo está perfecto. ¿Me comprendió? Todo perfecto.

—Entendido. Si me oye decir eso, sabrá que algo anda mal. Cambio y corto.

KEFLAVIK, ISLANDIA

El mayor que mandaba el destacamento de la fuerza aérea se sentía verdaderamente a gusto, aunque hacía más de treinta horas que estaba levantado. Keflavik era una magnífica base y los paracaidistas la habían capturado casi intacta. Y lo que era más importante, los norteamericanos, muy previsores, habían almacenado todo el equipo de mantenimiento en refugios dispersos por la base; y ese material había sobrevivido. Mientras observaba desde la dañada torre de control, media docena de camiones barredores estaban despejando de restos la calle de aterrizaje nueve. Treinta minutos más y quedaría en condiciones seguras de empleo. Ocho camiones de combustible a presión esperaban llenos y listos cerca de las pistas, y hacia el final del día, la tubería de combustible ya estaría reparada. Entonces, esto se habría convertido ya en una verdadera base aérea soviética, completamente funcional.

—¿Cuánto falta para que lleguen nuestros cazas?

—Media hora, camarada mayor.

—Que empiece a funcionar el radar.

Los soviéticos habían cargado la mayor parte del equipo requerido para una base aérea más adelantada en una de las barcazas del Fucik. Un radar móvil de largo alcance estaba operando ya, situado un poco al Oeste de la intersección de las pistas principales, y había además un furgón desde el cual los controladores de tierra podían dirigir operaciones de intercepción a blancos que se aproximaran. Tres camiones cubiertos, cargados de repuestos y misiles aire-aire se hallaban también en la base y, un día antes, habían llegado en vuelo trescientos hombres de mantenimiento. Una batería completa de misiles «SA-11» custodiaba las pistas, además de ocho cañones antiaéreos móviles y un pelotón de infantes armados con los «SAM» lanzables desde el hombro para usar contra los incursores en vuelo bajo, El único inconveniente se había producido con los cohetes «SAM», pero pocas horas antes habían llegado por vía aérea los de repuesto Y ya los habían cargado en los vehículos de lanzamiento. Cualquier avión de la OTAN que entrara en Islandia bailando el vals se encontraría con una dura sorpresa, como lo había descubierto la noche anterior un «Jaguar» de la real fuerza aérea, derribado del cielo de Reykjavik antes de que su piloto pudiera reaccionar.

—La calle nueve ha quedado operativa —informó el radiooperador.

—¡Excelente! Ahora que trabajen en la uno ocho. Quiero que todas las calles de aterrizaje estén operables para la tarde.

COLINA 152, ISLANDIA

—¿Qué es eso?

Esta vez, para variar, Edwards lo vio primero. Las amplias alas plateadas de un bombardero «Badger» entraban y salían de la capa de nubes más bajas. Después algo más. Era más pequeño, y volvió a desaparecer dentro de las nubes.

—¿Eso era un caza?

—Yo no vi nada, señor.

García había estado mirando en dirección contraria. Oyeron el ruido sobre sus cabezas, el característico aullido de los turboejes con potencia reducida.

El teniente ya era un maestro para poner en operación la radio.

—Doghouse, aquí Beagle, las cosas se están pudriendo. ¿Me recibe?

—Recibido, Beagle, comprendido. ¿Qué puede informarnos?

—Tenemos aviones en vuelo sobre nosotros, con rumbo al Oeste, probablemente hacia Keflavik. Quede atento.

—Los oigo, pero no veo nada.

García devolvió los anteojos.

—Vi un bimotor, probablemente un bombardero, y otro avión, mucho más pequeño, tipo caza. Se oyen ruidos de aviones arriba, pero existe una capa cerrada de nubes a seiscientos metros. No hay más observaciones visuales.

—¿Dice que van hacia Keflavik?

—Afirmativo. El bombardero volaba con rumbo Oeste y en descenso.

—¿Alguna posibilidad de que ustedes se acerquen caminando a Keflavik para ver qué está ocurriendo allá?

Edwards mantuvo silencio durante un segundo. ¿Ese hijo de puta no era capaz de leer un mapa? Aquello significaría caminar cincuenta kilómetros sobre terreno desnudo.

—Negativo. Repito, negativo: no hay posibilidad. Cambio.

—Comprendido, Beagle. Lo siento. Recibí órdenes de preguntar. Vuelva a llamar cuando tenga una nueva cuenta. Lo están haciendo muy bien, muchachos. Manténganse allí. Cambio y corto.

—Preguntaban si queríamos caminar hasta Keflavik —anunció Edwards mientras se quitaba los auriculares—. Dije que no.

—Estuvo muy bien, señor —observó Smith.

Por lo menos los oficiales de la fuerza aérea no eran totalmente idiotas.

KEFLAVIK, ISLANDIA

El primer «MiG-29 Fulcrum» aterrizó en Keflavik un minuto después. Rodó siguiendo un jeep de la base y se detuvo cerca de la torre.

El mayor que estaba al mando de ella lo esperaba allí para saludarlo.

—¡Bienvenido a Keflavik!

—Excelente. Muéstreme dónde hay un cuarto de baño —replicó el coronel.

El mayor lo invitó a su propio jeep —los norteamericanos habían dejado atrás varios jeep y más de trescientos automóviles particulares— y lo llevó hasta la torre. Las radios norteamericanas habían quedado destruidas, pero la plomería estaba hecha con material más duro.

—¿Cuántos?

—Seis —contestó el coronel—. Un maldito «F-16» noruego nos interceptó en Hammersfest y derribó a uno antes de que nosotros supiéramos que estaba allí. Otro abortó con problemas de motor, y un tercero tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia en Akureyri. ¿Hay gente nuestra allá?

—Todavía no. Tenemos solamente un helicóptero. Hoy deben venir más. —Estacionaron junto a la puerta—. Adentro, segunda puerta a la derecha.

—Gracias, camarada mayor. —El coronel estuvo de vuelta en tres minutos—. Este es el aspecto nada encantador de volar aviones de caza. Por una cosa o por otra, nunca advertimos sobre esto a nuestros cadetes.

—Aquí tiene café. Los ocupantes anteriores fueron muy amables con nosotros. —El mayor destapó un termo norteamericano; el coronel tomó la taza y lo saboreó como si hubiese sido un delicioso coñac, mientras observaba los aterrizajes de sus cazas—. Tenemos los misiles listos para ustedes, y podemos reabastecer todos los aviones con nuestros camiones de combustible. ¿Cuándo pueden volver a salir?

—Yo preferiría que mis hombres tuvieran por lo menos dos horas para comer y descansar. Y quiero que dispersen esos aviones después que los carguen de combustible. ¿Los han atacado ya?

—Solamente dos aviones de reconocimiento, y derribamos a uno. Sí, tenemos suerte…

—La suerte es para los tontos. Los norteamericanos van a atacarnos hoy. Yo lo haría.

USS NIMITZ

—Tenemos una nueva fuente de inteligencia en Islandia; el nombre clave es Beagle —informó Toland; estaban en ese momento en la central de informaciones de combate—. Ha contado más de ochenta aviones de transporte que entraron anoche en Reykjavik, y por lo menos diez cazas con ellos. Esa capacidad de transporte aéreo es suficiente para transportar toda una división y algo más. Doghouse, en Escocia, dice que poseen un informe no confirmado sobre cazas soviéticos que están aterrizando ahora.

—Tienen que ser de largo alcance. «Foxhound», o tal vez «Fulcrum» —dijo el CAG—. Parece que les están sobrando. Bueno, nosotros no teníamos intenciones de visitar ese lugar por ahora. Aunque podríamos tener un problema con ellos si hacen escolta a los bombarderos.

—¿Alguna noticia sobre el apoyo de «E-3» del Reino Unido? —preguntó Baker a Svenson.

—Parece que no hay ninguna.

—Toland, ¿cuándo espera que lleguen nuestros amigos?

—El RORSAT debe pasar por allí arriba dentro de veinte minutos. Ellos probablemente querrán la información antes de despegar. Después de eso, podrían despegar a cualquier hora, almirante. Si los «Backfire» reabastecen en vuelo y continúan a máxima potencia, dos horas. En el peor de los casos. Más probable sería de cuatro a cinco horas.

—¿CAG?

El comandante del grupo aéreo parecía tenso.

—Cada portaaviones tiene en el aire un avión radar «Hummer», y un par de «F-14 Tomcat» cada uno. Dos «Tomcat» más sobre las catapultas, listos para salir con previo aviso de cinco minutos, otro «Hummer» y un cisterna. El resto de los cazas están alistados para subirlos en quince minutos al techo, cargados de combustible y armamento. Las tripulaciones de vuelo ya han tenido las reuniones previas aclaratorias. Un «Buscador» sobre la formación, el resto listo para salir a más de quince. Los «A-7» tienen cargadas las estaciones exteriores. Estamos listos. El Foch tiene sus «Crusader» a más quince. Buenos pájaros, pero de patas cortas. Cuando llegue el momento los usaremos para cobertura aérea local.

KIROVSK, URSS

El satélite de reconocimiento oceánico por radar, llamado RORSAT, pasó sobre la formación a las tres y diez de la mañana. Su transmisor de radar detectó la formación y sus cámaras captaron sus estelas. Cinco minutos después, la información estaba en Moscú. Y transcurrido un cuarto de hora, en cuatro bases aéreas militares agrupadas alrededor de la ciudad de Kirovsk en la Península Kola, las tripulaciones de los aviones recibían la información de detalle en la reunión final previa al vuelo. Las tripulaciones estaban en silencio, no menos tensas que sus objetivos norteamericanos. Los dos bandos reflexionaban sobre las mismas cosas. Este era el ejercicio que ambos habían practicado durante más de quince años. Millones de horas de planificación, estudios y simulaciones estaban a punto de ser puestos a prueba.

Los «Badger» despegaron primero, impulsados por sus dos motores «Mikulin». Cada despegue era un verdadero esfuerzo. Los bombarderos estaban tan cargados hasta el límite de peso que los controladores de la torre acompañaban mentalmente y hacían fuerza para que cada uno de los aviones subiera y se afirmara en el aire calmo de la mañana. Después del ascenso ponían rumbo Norte, adoptando una formación abierta, un poco al norte de Múrmansk, antes de virar al Oeste y pasar cerca del cabo Norte; finalmente efectuaban un nuevo viraje lento a la izquierda para quedar enfrentados al Atlántico Norte.

A veinte millas de la costa del norte de Rusia, el USS Narwhal rondaba bajo la superficie de un mar color gris pizarra. Era el submarino más silencioso de la flota de los Estados Unidos, una plataforma especializada en búsqueda de Inteligencia, que pasaba más tiempo sobre las costas soviéticas que algunos buques de la propia Marina rusa.

Levantaron sus tres delgadas antenas de ESM, y el periscopio de búsqueda, de un millón de dólares. Los técnicos de a bordo escucharon las conversaciones entre los aviones por radios de baja potencia, mientras iban formando. Tres especialistas uniformados de inteligencia y un civil de la Agencia de Seguridad Nacional evaluaron la magnitud del ataque y decidieron que era un riesgo muy grande que merecía emitir un mensaje de alarma. Levantaron un mástil adicional y lo apuntaron a un satélite de comunicaciones situado a treinta y ocho mil kilómetros de distancia. La transmisión comprimida duró menos de un quinceavo de segundo.

USS NIMITZ

Automáticamente, el mensaje fue retransmitido a cuatro estaciones de comunicaciones separadas, y antes de treinta segundos estaba en el mando de SACLANT. Cinco minutos después, Toland tuvo en sus manos el formulario amarillo del mensaje. Fue en seguida a ver al almirante Baker y le entregó el mensaje:

04:18 «REALTIME». ENVÍA ALARMA ATAQUE AÉREO DESPEGUE 04:00 RUMBO OESTE DESDE KOLA ESTIMADOS MAS DE CINCO REGIMIENTOS.

Baker miró su reloj.

—Trabajaron rápido. ¿CAG?

El comandante del grupo aéreo contempló el formulario y se dirigió al teléfono.

—Lancen los «más cinco», llamen de regreso a los aviones patrulleros cuando lleguen a la posición y pongan otros dos «Tomcat» y un «Hummer» a «más cinco». Quiero que los aviones que regresen vuelvan a alistarse inmediatamente. Reserve una catapulta para los cisternas. —Se apartó del teléfono para volver—. Con su permiso, señor, propongo poner otro par de «F-14» y otro «Hummer» en vuelo dentro de una hora, y todos los cazas en «más cinco». A las seis de la madrugada salen el resto de los cazas con el apoyo de los cisternas. Los encontraremos con todo lo que tenemos a unas doscientas millas de aquí, y les daremos una buena patada en el culo.

—Muy bien. ¿Comentarios?

Svenson miró pensativamente la localización general. Ya estaban trazando círculos para representar el mayor avance posible de los bombarderos soviéticos.

—¿Los británicos reciben la misma alarma?

—Sí, señor —respondió Toland—. Y también los noruegos. Con suerte, uno u otro podría hacer contacto con los atacantes y darles un mordisco. Tal vez seguirlos.

—Buena idea, pero no confíe en ella. Si yo estuviera a cargo del ataque, me iría muy lejos hacia el Oeste y viraría sobre Islandia. —Svenson volvió a mirar la marcación—. ¿Usted cree que «Realtime» habría emitido una alarma por «Bear-D»?

—Señor, mi información es que les permiten emitir sólo por tres regimientos o más. Diez o veinte «Bears» no serían suficientes. Hasta podrían no haberlo notado.

—Entonces en este momento es probable que tengamos allá una bandada de «Bears», que no emiten nada, limitándose a volar por ahí y a escuchar nuestras señales de radar.

Toland asintió con un movimiento de cabeza. El grupo de batalla era un círculo de buques con un radio de treinta millas. Los portaaviones y los transportes de tropas iban en el centro, rodeados por nueve buques escolta armados con misiles y otros seis especializados en lucha antisubmarina. Ninguno de ellos llevaba encendido transmisor alguno. En cambio, recibían toda la información electrónica de los dos aviones de exploración aérea «E-2C», conocidos coloquialmente como los «Hummers», que se hallaban en vuelo y cubrían con sus radares un círculo de un diámetro de más de cuatrocientas millas.

El drama que se estaba jugando era mucho más complejo que el más intrincado de los juegos. Más de una docena de factores variables podían actuar interrelacionados, y sus permutaciones podían ser miles. El alcance de detección del radar dependía de la altura y, en consecuencia, de la distancia del horizonte, más allá del cual ni los ojos ni el radar eran capaces de ver. Un avión podía eludir, o por lo menos demorar, la detección volando casi rasante sobre las olas. Pero esto implicaba severas penalidades en el consumo de combustible y, por lo tanto, en el radio de acción.

Tenían que localizar el grupo de batalla sin haber sido detectados antes por ellos. Los rusos sabían donde estaba el grupo de portaaviones, pero iba a moverse durante las cuatro horas que tardaban los bombarderos en llegar allí. Sus misiles necesitaban información precisa para «engancharse» en el blanco primario del ataque aéreo, los dos portaaviones norteamericanos y el francés; de lo contrario, la misión sería inútil.

Colocar a los cazas en posición para interceptar a los bombarderos incursores dependía de un exacto pronóstico de su velocidad y rumbo. Su misión: localizarlos y atacarlos antes de que pudieran encontrar a los portaaviones.

Para ambos bandos, una elección fundamental era emitir o no emitir, usar o no sus transmisiones de radar. Cualquier elección acarreaba beneficios y riesgos, y no existía «la mejor» solución al problema. Casi todos los buques norteamericanos estaban equipados con poderosos radares de búsqueda aérea que podían localizar a los bombarderos a doscientas o más millas. Pero esas señales de radar se podían detectar a distancias aún mayores, generando una señal de retorno que potencialmente permitiría a los soviéticos situar a la formación en un punto, y luego converger sobre ella desde todas las direcciones del compás.

El juego consistía en esconderse y buscar, jugando sobre un millón de millas cuadradas de océano. El que perdía, moría.

ATLÁNTICO NORTE

Los aviones soviéticos de reconocimiento de bombardeo «Bear-D» estaban pasando por el sur de Islandia. Eran diez, y cubrían un frente de mil seiscientos kilómetros. Las monstruosas aeronaves impulsadas por motores de hélice volaban cargadas de equipos electrónicos y tripuladas por hombres que tenían años de entrenamiento y experiencia para localizar grupos de portaaviones norteamericanos. En el morro, en la cola y en las puntas de las alas, las antenas sensoras ya estaban actuando, tratando de descubrir señales de los transmisores de radar norteamericanos. Podían definir con precisión el punto de origen de esas señales, fijarlas en los mapas con todo cuidado, pero debían mantenerse siempre fuera del radio estimado de detección. Su mayor temor consistía en que los norteamericanos no utilizaran ningún radar, o que encendieran y apagaran los equipos con intervalos y posiciones imprevisibles; se daba entonces la peligrosa posibilidad de que los «Bear» tropezaran de golpe con buques y aviones armados. El «Bear» tenía veinte horas de autonomía; pero a cambio de ello, carecía virtualmente de capacidad combativa. Era demasiado lento para huir de un interceptor y no tenía la más mínima posibilidad de luchar contra él. Una amarga broma de los tripulantes decía: «Hemos encontrado la fuerza de batalla enemiga. ¡Dosvidania, Rodina!». Pero formaban un orgulloso grupo de profesionales. Los bombarderos de ataque dependían de ellos…, al igual que su país.

Cuando se hallaban a mil trescientos kilómetros al norte de Islandia, los «Badgers» alteraron el rumbo y tomaron uno ocho cero, sur absoluto, a quinientos nudos. Habían eludido a los todavía peligrosos noruegos, y no se creía que los ingleses llegaran hasta allí. Estos tripulantes mantenían una nerviosa vigilancia a través de las ventanillas, a pesar de que disponían de sensores electrónicos completamente operativos y en constante búsqueda. Se esperaba en cualquier momento un ataque contra Islandia con cazabombarderos tácticos, y los tripulantes de los bombarderos soviéticos sabían que cualquier piloto de caza de la OTAN que mereciera su denominación, se desprendería en el acto de sus cargas de bombas para tener oportunidad de trenzarse en un combate aire-aire con un blanco tan indefenso como esos viejos «Badger» de hacía más de veinte años. Habían llegado al término de su vida útil. En sus alas comenzaban a aparecer fisuras. Los álabes de las turbinas de sus motores jet estaban ya gastados, lo que reducía el rendimiento y la eficacia del combustible.

Detrás de ellos, a poco más de trescientos kilómetros, los bombarderos «Backfire» estaban terminando sus operaciones de reabastecimiento de combustible en vuelo. Aviones cisterna habían acompañado a los «Tu-22M», y después de completar sus tanques pusieron rumbo hacia el Sur, ligeramente al oeste de la ruta de los «Badgers». Con un misil «AS-6 Kingfish» colgando debajo de cada ala, también los «Backfire» eran potencialmente vulnerables, pero el «Backfire» podía volar a un elevado número de Mach y tenía grandes probabilidades de sobrevivir, aun después de enfrentarse a la oposición de determinados cazas enemigos. Sus tripulantes constituían la élite de la Aviación Naval Soviética, bien pagados y mimados por la sociedad; sus comandantes les habían recordado en las reuniones previas a los vuelos que ahora había llegado el momento de retribuir.

Los tres grupos de aviones volaban hacia el Sur a la óptima velocidad de crucero y sus tripulantes controlaban el consumo de combustible, las temperaturas de los motores y muchos otros indicadores, para ese largo vuelo sobre el agua.

USS NIMITZ

Toland salió a respirar un poco de aire fresco. Era una hermosa mañana; arriba, las nubes como algodones comenzaban a teñirse ligeramente de color rosado, por el sol que se levantaba en el horizonte. El Saratoga y el Foch se veían a distancia, a unas ocho millas más o menos, y su tamaño impresionaba incluso desde lejos. Más cerca, el Ticonderoga cortaba las olas de un metro y medio, y sus misiles pintados de blanco se veían en sus lanzadores dobles. Unos cuantos destelladores transmitían señales luminosas. De no ser por ellas, los buques a la vista sólo eran sombras grises y silenciosas que esperaban. La cubierta del Nimitz estaba llena de aviones. En todas partes había interceptores «F-14 Tomcat». Dos de ellos estaban enganchados en las catapultas, en medio de la nave, a sólo treinta metros de donde él se encontraba. Sus dos tripulantes dormitaban. Los aviones de combate llevaban misiles de largo alcance «Phoenix». Los bombarderos de ataque estaban equipados con tanques exteriores en vez de armas. Los emplearían para reabastecer en vuelo a los cazas, capacitándolos para permanecer dos horas más en el aire. Los auxiliares de cubierta, con sus camisas multicolores, corrían de un lado a otro revisando y volviendo a revisar sus aviones. El portaaviones empezó a virar a babor, hasta quedar frente al viento del Oeste, preparándose para lanzar los aviones. Toland miró su reloj: las cinco y cincuenta y ocho. Hora de volver a la CIC. El portaaviones pasaría dentro de dos minutos a situación de alarma general de combate. El oficial de guardia de Inteligencia respiró profundamente una vez más el aire puro y se preguntó si sería la última.

ATLÁNTICO NORTE

—¡… Contacto! —dijo el técnico por el intercomunicador del «Bear»—. Las señales indican un transmisor de radar aerotransportado norteamericano, del tipo de portaaviones.

—¡Deme una marcación! —ordenó el piloto.

—Paciencia, camarada mayor.

El técnico hizo un ajuste en su tablero. Los interferómetros de su radio tomaban el tiempo a las señales a medida que llegaban a las antenas instaladas por todo el avión.

—Sudeste —dijo—. La marcación a la señal es de uno tres uno. Fuerza de la señal, uno. Está muy distante. La marcación no cambia nada. Recomiendo que mantengamos rumbo constante por ahora.

Piloto y copiloto intercambiaron miradas, pero no hablaron. En alguna parte, lejos hacia su izquierda, se hallaba un avión radar norteamericano «E-2C Hawkeye». Con dos pilotos, un oficial de intercepción con radar y dos operadores de radar, podía controlar la batalla aérea para más de cien aviones enemigos, podía dirigir contra ellos un interceptor armado con misiles, pocos segundos después de la detección. El piloto se preguntó qué exactitud tendría su información sobre el radar del «Hawkeye». ¿Y si hubieran detectado ya al «Bear»? Él sabía cuál era la respuesta. Su primer aviso vendría cuando se oyera el radar de control de fuego de un «F-14 Tomcat» norteamericano orientado directamente hacia él. El «Bear» mantuvo el rumbo uno ocho cero mientras el oficial de localización seguía el cambio de marcación en la señal de radar. En diez minutos más podrían llegar a tener una posición bastante exacta. Si alcanzaban a vivir todo ese tiempo. No romperían el silencio de radio hasta que no tuvieran esa posición.

—La tengo —informó el controlador—. La distancia estimada al contacto es de seiscientos cincuenta kilómetros, posición cuarenta y siete grados, nueve minutos norte; treinta y cuatro grados, cincuenta minutos oeste.

—Transmítalo —ordenó el piloto.

Una antena direccional de alta frecuencia instalada sobre el timón de dirección en la cola giró dentro de su alojamiento y emitió la información al comandante de la operación de ataque, cuyo avión comando «Bear» se hallaba ciento sesenta kilómetros detrás de los fisgones.

El comandante de la operación comparó la información que acababa de recibir con la del satélite de reconocimiento. Ahora tenía dos datos de información. La posición de los norteamericanos tres horas antes era sesenta millas al sur del cálculo del «Hawkeye». Probablemente los norteamericanos tenían dos de ellos en vuelo, al noreste y al noroeste de la formación. Esa era la doctrina normal de la flota. Por lo tanto, el grupo de portaaviones estaba justo por… aquí. Los «Badger» ya volaban hacia ese sitio. Encontrarían la cobertura norteamericana de radar en un par de horas. Bien, se dijo. Todo está marchando según lo planeado.

USS NIMITZ

Toland observó en silencio el control de aviones. Las imágenes de radar de los «Hawkeye» se estaban transmitiendo al portaaviones mediante enlace digital de radio, permitiendo seguir absolutamente todo al comandante del grupo de batalla. La misma información iba al jefe de defensa aérea del grupo, a bordo del Ticonderoga, y a todos los otros buques equipados con el Sistema de Datos Tácticos Navales. Eso incluía a los buques franceses, equipados desde hacía mucho tiempo para operar junto a la Marina de los Estados Unidos. Hasta ese momento, no había nada que ver, excepto los rastros de los aviones militares y comerciales que transportaban hombres y materiales a través del océano, y funcionarios y empleados de regreso a los Estados Unidos. Todos ellos habían empezado a desviarse hacia el Sur. Advertidos de que era posible una batalla aérea, los pilotos de los «DC-10» y «C-5A» se apartaban prudentemente del camino, aunque ello representara tener que aterrizar para reabastecerse en la ruta hacia sus destinos.

Los cuarenta y ocho «Tomcat» interceptores estaban ya en su mayoría en las posiciones asignadas, separados entre sí y formando una línea de casi quinientos kilómetros. Cada par de «Tomcat» tenía un avión cisterna en espera. Los pájaros de ataque, «Corsariod» e «Intruder», llevaban grandes depósitos de combustible con sus mangueras y embudos; y los «Tomcat», uno tras otro, estaban ya empezando a completar sus depósitos de combustible tomándolo de aquellos. Los «Corsario» empezaron en seguida a regresar a sus portaaviones para volver a cargar. Podían mantener este procedimiento durante horas. Los aviones que habían permanecido en los portaaviones estaban situados en las cubiertas para poder despegar de inmediato. Si llegaba un ataque aéreo, serían lanzados en el acto con las catapultas para eliminar el peligro de incendio que representaba cualquier avión.

Toland había visto antes esto, pero no podía dejar de asombrarse. Todo funcionaba con la misma fluidez que un ballet. Los aviones volaban perezosamente en sus posiciones de patrullaje, trazando amplios círculos en el aire. Los portaaviones navegaban velozmente, con rumbo este ahora, a treinta nudos, para recuperar la distancia perdida durante el lanzamiento. Los buques de desembarco de infantería de Marina Saipan, Ponce y Newport, sólo podían navegar a veinte nudos y, esencialmente, estaban indefensos. Al este del grupo, los aviones antisubmarinos «S-3A Viking», del portaaviones, y «P-3C Orion» con base en tierra, estaban patrullando en busca de submarinos soviéticos. Dependían del comandante de lucha antisubmarina del grupo, que se hallaba a bordo del destructor Caron. Hasta ese momento no había nada para que nadie pudiera desahogar su frustración. La vieja historia que conocen todos los hombres que han combatido. Esperen.

ATLÁNTICO NORTE

El comandante de la fuerza que atacaba estaba acumulando información rápidamente. Ya tenía las posiciones de cuatro «Hawkeyes» norteamericanos. Apenas habían terminado de rastrear a los dos primeros cuando apareció el segundo par, hacia fuera y al sur del primero. Sin proponérselo, los norteamericanos le habían proporcionado un cuadro bastante exacto de dónde estaba el grupo de batalla, y la lenta y constante deriva hacia el Este de los «Hawkeyes» le indicaba el rumbo y la velocidad. Sus «Bear» se encontraban ahora describiendo un amplio semicírculo alrededor de los norteamericanos, y los «Badger» se hallaban treinta minutos al norte de la cobertura de radar norteamericana, cuatrocientas millas al norte de la posición estimada de los buques.

—Transmita al Grupo A: «Formación enemiga en las coordenadas de la parrilla 456/810, velocidad veinte, rumbo uno cero cero. Ejecute Plan Ataque A, a 0615 hora Zulú». Envíe lo mismo al Grupo B. El control táctico del Grupo B pasa al Coordinador del Equipo Este.

La batalla había comenzado.

Las tripulaciones de los «Badger» intercambiaron miradas de alivio. Habían detectado las señales norteamericanas de radar quince minutos antes, y sabían que cada kilómetro hacia el Sur significaba una mayor probabilidad de que se encontraran con una nube de cazas enemigos. A bordo de cada avión, el navegador y el bombardero trabajaron rápidamente para alimentar con información de ataque a los misiles «Kelt» colgados debajo de cada ala.

Mil trescientos kilómetros hacia el sudoeste, las tripulaciones de los «Backfire» adelantaron ligeramente sus aceleradores, siguiendo un rumbo que los llevaba al punto indicado por el comandante de la operación. Después de haber descrito un lejano círculo alrededor de la formación norteamericana, ahora pasarían a ser controlados por el oficial de ataque que se hallaba a bordo del primer «Bear» que hiciera contacto electrónico con los «Hawkeye». Tenían un dato firme sobre la posición de la formación de la OTAN; pero necesitaban coordenadas más precisas si debían localizar y atacar a los portaaviones. Estas tripulaciones no se hallaban aliviadas, pero sí excitadas. Ahora venía la parte de desafío. Ese plan de batalla estaba formulado desde hacía un año, y lo habían practicado, sobre tierra exclusivamente, cinco veces. Cuatro de las cuales había tenido éxito.

A bordo de los ochenta bombarderos «Badger», los pilotos controlaban sus relojes, contando los segundos que faltaban para las seis y cuarto Zulú.

—¡Lancen!

El «Badger» líder se anticipó ocho segundos. Primero uno, después el segundo, los «Kelt» con sus formas de pequeños aviones cayeron libres de sus pilones de sostén más de cien metros antes de que sus motores turbojet llegaran a su máxima potencia. Orientados por un piloto automático, los «Kelt» volvieron a tomar altura y ascendieron hasta diez mil metros. Volaban con rumbo sur a seiscientos nudos de velocidad indicada. Los tripulantes de los bombarderos observaron cómo se alejaban sus pájaros durante uno o dos minutos; después, cada uno de los aviones viró suave y elegantemente para regresar a casa; su misión estaba cumplida. Seis «Badger-J», equipados para interferencia electrónica, continuaron hacia el Sur. Iban a mantenerse unos sesenta kilómetros detrás de los «Kelt». Sus tripulaciones estaban nerviosas pero confiadas. No sería fácil para los radares norteamericanos superar sus poderosos equipos de interferencia y, en último caso, pronto tendrían muchos blancos de que ocuparse.

Los «Kelt» continuaban avanzando, en vuelo recto y nivelado. Tenían su propio equipo electrónico, que actuaba automáticamente al recibir los impulsos de los sensores que llevaban instalados en la cola sobre los timones de dirección. Cuando entraron en el arco teórico de alcance de los radares de los «Hawkeye», los ingenios alojados en el morro de los aviones se encendieron de inmediato.

USS NIMITZ

—¡Contactos radar! Designación Raid-1, marcación tres cuatro nueve; distancia cuatro seis cero millas. Contactos numerosos, cuento uno cuatro cero contactos, rumbo uno siete cinco, velocidad seiscientos nudos.

La pantalla táctica principal exploraba electrónicamente los contactos, y un par de planchas de plástico mostraban otra presentación visual.

—Así que…, aquí vienen —dijo Baker con calma—. Exactamente a tiempo. ¿Comentarios?

—Yo…

Toland no tuvo oportunidad.

La presentación de la computadora quedó en blanco.

—Base Clipper, aquí «Hawk-Tres». Estamos recibiendo algunas interferencias —informó el oficial jefe de control desde el avión—. Hemos localizado seis, quizá siete, aviones de interferencia, con marcación tres cuatro cero a cero tres cero. Equipos muy poderosos. Estimamos que tenemos interferencias de proximidad, pero no de acompañamiento. En este momento se pierden los contactos. Estimamos que vamos a superarlas dentro de diez minutos. Solicito libre empleo armamento y autorización adoptar vectores intercepción.

Baker lanzó una mirada a su oficial de operaciones aéreas.

—Que empiecen ya las cosas.

Operaciones Aéreas asintió y empuñó un micrófono.

—«Hawk-Tres», aquí Base Clipper. Armamento libre. Repito. Armamento libre. Delegación autoridad otorgada. Mande por mí algunos bombarderos al agua. Cambio y corto.

Svenson frunció el entrecejo mirando la pantalla.

—Almirante, las cubiertas de vuelo están quedando casi vacías. Recomiendo cerrar la formación ya —un movimiento de cabeza fue la respuesta afirmativa—. Flota Clipper, aquí Base Clipper, caiga a la izquierda a dos siete cero. Lancen todos los aviones restantes. Ejecuten.

Cumpliendo la orden, la formación hizo un viraje a la izquierda de ciento ochenta grados. Los buques que aún no tenían misiles en sus lanzadores se apresuraron e hicieron la rectificación correspondiente. Los radares de control de fuego se apuntaron hacia el Norte, pero quedaron en posición de espera. Treinta comandantes y capitanes distintos esperaban la orden para activarlos.

ATLÁNTICO NORTE

Estaba enfurecida. Claro, pensaba, soy suficientemente buena para volar. Soy suficientemente buena para ser instructora de pilotos para el «Eagle». Piloto de pruebas de ingeniería, oficial ayudante de proyecto para el programa ASAT… Soy suficientemente buena para invitarme a Houston… ¿Pero acaso me dejan volar en combate? No. ¡Estamos en guerra y yo no soy nada más que una maldita piloto de ferry!

—Mierda.

El nombre de la muchacha era Amy Nakamura. Tenía el grado de mayor de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, y había reunido tres mil horas de vuelo en jet, dos tercios de las cuales en «F-15». De poca estatura y maciza como muchos pilotos de caza, solamente su padre le había dicho alguna vez que era guapa. Él también la llamaba Bunny. Cuando sus compañeros pilotos lo descubrieron, el sobrenombre quedó reducido en seguida a Buns. Ella y tres hombres estaban trasladando cuatro cazas «Eagle» nuevos a Alemania, donde otros (¡hombres!), los usarían apropiadamente. Cada uno de los aviones llevaba depósitos suplementarios para realizar el vuelo en una sola y larga etapa y, para defensa propia, un solo misil «Sidewinder» además de la carga normal de munición para el cañón de veinte milímetros. ¡Los rusos dejaron que las mujeres volaran en combate en la Segunda Guerra Mundial!, pensó. ¡Un par de ellas hasta llegaron a ser ases!

—¡Eh, Buns, mira a tu derecha, a las tres! —gritó el hombre que volaba a su lado.

Nakamura tenía una vista fenomenal, pero apenas pudo creerlo.

—Dime tú lo que ves, Butch.

—¿«Badger»…?

—Podridos «Tu-16 Badger»… ¡tallyho! ¿Dónde diablos está la Marina?

—Cerca. ¡Trata de comunicarte, Buns!

—Fuerza de Tareas Navales, Fuerza de Tareas Navales, aquí vuelo ferry de la Fuerza Aérea Golf-Cuatro-Nueve. Volamos hacia el Este con cuatro Foxtrot-Uno-Cinco. Tenemos contacto visual con formación bombarderos rusos, posición…, mierda, ¿me escuchan, cambio?

—¿Quién diablos es ese? —preguntó en voz alta un tripulante de un «Hawkeye».

El técnico en comunicaciones contestó:

—Golf-Cuatro-Nueve, necesitamos verificación. Noviembre Cuatro Whisky.

Podía ser un ruso haciendo triquiñuelas con la radio. La mayor Nakamura juraba para sus adentros mientras recorría con el dedo la lista de claves de comunicaciones. ¡Aquí está!

—Alfa Seis Hotel.

—Golf-Cuatro-Nueve, aquí Hawk-Uno naval, dígame su posición. Le advierto, estamos atrayendo a todos los «Badger». Será mejor que se vaya. Deme su comprendido.

—Ni lo sueñe, marino. Tengo contacto visual con más de tres «Badger». Con rumbo norte, posición cuarenta y nueve norte, treinta y tres este.

—¿Rumbo norte? —dijo el oficial de intercepción—. Golf, aquí Hawk-Uno. Confirme su contacto visual. Repita su contacto visual.

—Hawk-Uno, aquí Golf; ahora tengo una docena de «Badger», repito bombarderos Tango-Uniform-Uno-Seis, visual, al sur de mi posición, con rumbo hacia mí y acercándose rápido. Vamos a combatir. Corto.

—No tengo nada en el radar, jefe —dijo el operador—. Eso está muy lejos de aquí hacia el Norte.

—¿Entonces de qué diablos está hablando ese?

La mayor Amelia Buns Nakamura estiró el brazo sin mirar, para ajustar los controles de lanzamiento de misil y el HUD en la posición táctica. Después giró la llave para conectar su radar de interposición aérea. Su sistema IFF [43] interrogó al blanco para eliminar la posibilidad de que fuera un avión propio, y la respuesta fue negativa. Era suficiente.

—Frank, lleva tu sección hacia el Este. Buitch, sígueme. Todos vigilen situación combustible. ¡Ataquen!

Los pilotos de los «Badger» estaban bastante relajados, ahora que la parte más peligrosa de su misión había quedado detrás de ellos. No vieron a los cuatro cazas norteamericanos hasta que estaban a menos de dos mil metros de distancia, confundidos perfectamente en el cielo claro de la mañana gracias a los colores rojo, amarillo y azul de su pintura.

Buns eligió el cañón para la primera pasada y disparó doscientos proyectiles hacia la cabina de pilotaje de un «Badger». El bombardero bimotor quedó instantáneamente fuera de control y se invirtió como una ballena muerta. Uno. La mayor lanzó encantada un fuerte alarido, tiró de la palanca para levantar el «Eagle» en un looping de cinco grados, y luego pisó sobre el blanco siguiente. Ahora los soviéticos estaban alertados, y el segundo «Badger» intentó huir en picado. No tenía la menor probabilidad. Nakamura disparó su «Sidewinder» desde una distancia muy reducida y siguió con la vista la trayectoria del misil hasta que explotó dentro del motor izquierdo y causó el desprendimiento del ala. Dos. Otro «Badger» se hallaba delante, a unos cinco kilómetros. Paciencia, se dijo. Tienes una gran ventaja en velocidad. Casi olvidó que el bombardero ruso llevaba armamento en la cola. Un sargento soviético se encargó de recordárselo. Erró, pero ella se llevó un susto de todos los diablos. El «Eagle» entró bruscamente en un viraje de seis grados a la izquierda y se cerró en un rumbo paralelo antes de enfrentar el blanco. La descarga siguiente de su cañón provocó la explosión total del «Badger», y ella tuvo que picar para evitar una colisión con los restos. El combate duró en total noventa segundos, pero Buns estaba empapada de sudor.

—Butch, ¿dónde estás?

—¡Bajé a uno, Buns! ¡Bajé a uno!

El «Eagle» dio un salto hacia arriba para formar junto al otro.

Nakamura miró a su alrededor. De pronto el cielo estaba limpio. ¿A dónde se habían ido todos?

—Naval Hawk-Uno, aquí Golf. ¿Me escucha? Cambio.

—Afirmativo, Golf.

—Muy bien, naval. Acabamos de borrar cuatro, repito, cuatro, «Badger» para ustedes.

—¡Que sean cinco, Buns! —informó en ese instante el otro jefe de sección.

—Algo anda mal, señor —el operador de radar del HawkUno se inclinó sobre su pantalla—. Esos bichos aparecen Dios sabe de dónde, y dicen que bajaron algunos, tienen que ser tres, a seiscientos kilómetros de donde estamos.

—Base Clipper, aquí Hawk-Uno. Acabamos de hacer contacto con un ferry de la fuerza aérea en vuelo hacia el Este. Dicen haber derribado cuatro «Badger» que iban con rumbo norte, a varios cientos de kilómetros al norte de nosotros. Repito, los «Badger» con rumbo norte.

Las cejas de Toland se levantaron.

—Probablemente algunos tuvieron que volverse —observó Baker—. Esto está cerca de su límite de combustible, ¿no es así?

—Sí, señor —respondió Operaciones Aéreas, y no pareció muy feliz con su propia respuesta.

—Anulamos las interferencias —informó el operador de radar—. Hemos vuelto a captar los blancos.

Los «Kelt» habían continuado su vuelo, con absoluta independencia del furor desatado cerca de ellos. Sus imágenes en el radar les hacían aparecer como «Badger» de treinta y tres metros. Sus propios equipos de interferencia estaban actuando, y lograban oscurecerlos en las pantallas de los radares, y los controles del piloto automático empezaron a ordenarles saltos de cien metros hacia arriba, abajo, derecha e izquierda, como podría haberlo hecho un avión que trataba de evitar un misil. Los «Kelt» habían sido en una época verdaderos misiles, pero al retirarlos seis años atrás de la primera línea de servicio, sus cabezas de guerra fueron sustituidas por depósitos adicionales de combustible, quedando relegados a un papel de simuladores de blancos, misión que estaban cumpliendo ahora admirablemente.

—¡Tallyho!

El primer escuadrón de doce «Tomcat» se encontraba en ese momento a doscientos cuarenta kilómetros. Los «Kelt» aparecían claramente en el radar, y los oficiales de intercepción, en el asiento trasero de cada avión de combate, establecieron rápidamente los rumbos hacia los blancos. Los «Kelt» se aproximaban a lo que habría sido normalmente la distancia apropiada para lanzamiento de misiles…, si hubieran sido los bombarderos que todos creían que eran.

Los «Tomcat» lanzaron una descarga de misiles de un millón de dólares «AIM-54C Phoneix», a una distancia de doscientos veinte kilómetros. Los misiles viajaron despidiendo llamaradas hacia sus blancos, dirigidos por los radares de los cazas. En menos de un minuto, los cuarenta y ocho misiles habían derribado treinta y nueve blancos. El primer escuadrón se retiró cuando llegó el segundo a la posición de lanzamiento.

USS NIMITZ

—Almirante, aquí hay algo que anda mal —dijo Toland en voz baja.

—¿Qué podrá ser?

A Baker le gustaba cómo estaban marchando las cosas. Las señales de los bombarderos enemigos iban desapareciendo de su pantalla, del modo que lo habían previsto los juegos de guerra.

—Los rusos están entrando estúpidamente, señor.

—¿Y qué?

—¡Hasta ahora los soviéticos no han sido nunca tan estúpidos! Almirante, ¿por qué los «Backfire» no están volando supersónicos? ¿Por qué un grupo de ataque? ¿Por qué una dirección?

—Restricciones de combustible —respondió Baker—. Los «Badger» se hallan en el límite de su radio de acción, tienen que entrar directamente.

—¡Pero no los «Backfire»!

—El rumbo es correcto, la cuenta de ataque también.

Baker meneó la cabeza y se concentró en el cálculo táctico.

El segundo escuadrón de cazas acababa de realizar su lanzamiento. Imposibilitados de hacer disparos de frente, la exactitud y efectividad de sus misiles se resintió en parte. Derribaron treinta y cuatro blancos con cuarenta y ocho misiles. Los blancos localizados habían sido ciento cincuenta y siete.

Los escuadrones tercero y cuarto de «Tomcat» llegaron juntos y lanzaron otro grupo. Terminados los últimos misiles «Phoenix», quedaban todavía diecinueve blancos. Los dos escuadrones de caza se colocaron en posición para combatir a los blancos restantes con sus cañones.

—Base Clipper, aquí Jefe SAM —Vamos a tener algunas filtraciones. Recomiendo que empecemos a encender los radares SAM.

—Comprendido, Jefe SAM. Permiso concedido —contestó el coordinador de operaciones tácticas del grupo.

ATLÁNTICO NORTE

—Tengo radares de búsqueda aérea, con marcación cero tres siete —informó el oficial de Medidas de Apoyo Electrónico (ESM) del «Bear»—. Nos han detectado. Recomiendo que nosotros también iluminemos.

El «Bear» puso en funcionamiento su radar «Big Bulge».

USS NIMITZ

—Nuevo contacto de radar. Designación Raid-2…

—¿Qué? —exclamó Baker. Y en seguida llegó una llamada de los cazas.

—Base Clipper, aquí Líder Slugger. Tengo contacto visual con mi blanco. —El comandante del escuadrón estaba tratando de examinar el blanco a través de su cámara de TV de largo alcance; cuando habló de nuevo, era evidente la aflicción en su voz—: Atención, atención, no era un «Badger». ¡Hemos estado disparando contra misiles «Kelt»!

—Raid-2 está formado por sesenta y tres aviones, marcación dos uno siete, distancia uno tres cero millas. Tenemos un radar «Big Bulge» siguiendo a la formación —dijo el anunciador de la CIC.

Toland se encogió cuando localizaron los nuevos contactos.

—Almirante, nos han engañado.

El oficial de operaciones tácticas del grupo estaba pálido mientras se ajustaba los auriculares y abría el micrófono:

—Alerta Aérea Roja. ¡Fuego libre! El eje de ataque es dos uno siete. Todos los buques procedan lo necesario para desenmascarar baterías.

Todos los «Tomcat» se habían alejado atraídos por el combate, dejando a la formación prácticamente desnuda. Los únicos aviones de combate que volaban sobre la formación eran los ocho «Crusader» del Foch, retirados del inventario norteamericano hacía ya mucho tiempo. Respondiendo a una lacónica orden de sus portaaviones, encendieron los posquemadores y partieron como cohetes hacia el Sudoeste en busca de los «Backfire». Demasiado tarde.

El «Bear» ya tenía una imagen clara de las formaciones norteamericanas. Los rusos no podían determinar el tipo de buque; pero les era posible distinguir los grandes de los pequeños, e identificar al crucero misilístico Ticonderoga por sus emisiones características de radar. Los portaaviones tenían que estar muy cerca de él. El «Bear» retransmitió la información a sus camaradas. Un minuto después, los sesenta bombarderos «Backfire» lanzaron sus ciento cincuenta misiles «AS-6 Kingfish» y viraron hacia el Norte con máxima potencia militar. El «Kingfish» no era nada parecido al «Kelt». Impulsado por un motor cohete de combustible líquido, aceleró a novecientos nudos e inició su descenso; su cabeza orientada por radar lo llevaba a una zona preprogramada del blanco, de diez millas de amplitud. Todos los buques del centro de la formación tenían asignados varios misiles.

—¡Vampiro, vampiro! —gritó el anunciador de la CIC, a bordo del Ticonderoga—. Nos han lanzado numerosos misiles. ¡Fuego libre!

El oficial de lucha antiaérea del grupo ordenó que se colocara el sistema de armas «Aegis» del crucero en posición totalmente automática. El Tico estaba diseñado y construido pensando exactamente en esa situación. Su poderoso sistema de radar/computadora identificó inmediatamente como hostiles a los misiles que se aproximaban y asignó a cada uno de ellos una prioridad de destrucción. La computadora trabajaba absolutamente sola, libre para disparar según su electrónica voluntad a cualquier cosa definida como amenaza. Los números, símbolos y vectores desfilaban a través de la pantalla táctica principal. Los lanzadores dobles de misiles, de proa y de popa, apuntaban a los primeros blancos y esperaron las órdenes para disparar. El «Aegis» es una obra de arte, el mejor sistema SAM ideado hasta la fecha, pero tenía una debilidad importante: el Tico sólo llevaba noventa y seis misiles superficie-aire «SM-2»; y los «Kingfish» atacantes eran ciento cuarenta. La computadora no había sido programada para resolver eso.

A bordo del Nimitz, Toland sintió que el portaaviones se inclinaba pronunciadamente al iniciar un violento cambio de rumbo con sus máquinas aceleradas al máximo para impulsar la enorme nave de guerra a más de treinta y cinco nudos. Sus buques escolta Virginia y California, de propulsión nuclear, también estaban siguiendo en sus radares a los «Kingfislí», con sus propios misiles apuntados sobre sus lanzadores.

Los «Kingfish» se encontraban a dos mil cuatrocientos metros de altura y a ciento sesenta kilómetros de distancia, cubriendo mil seiscientos metros en cuatro segundos. Cada uno de ellos había escogido ya un blanco, eligiendo el más grande dentro de sus campos de detección. El Nimitz era el mayor de los buques más cercanos, con sus escoltas misilísticos hacia el Norte.

El Tico lanzó sus primeros cuatro misiles cuando los blancos alcanzaron una distancia de ciento cincuenta y nueve kilómetros. Los cohetes salieron al aire acompañados de una explosión y dejando una estela de humo gris pálido. Apenas habían abandonado los rieles de lanzamiento cuando las plataformas ya estaban verticales y giradas para recibir las nuevas cargas. El promedio de lanzamiento del crucero podía ser de un misil cada dos segundos. Tan sólo tres minutos después, sus depósitos de misiles estaban vacíos. El crucero apareció en la base de un enorme arco de humo gris. Las únicas defensas que le quedaban eran las de su sistema de cañones.

Los «SAM» volaban velozmente hacia sus blancos con una velocidad de acercamiento de más de tres mil kilómetros por hora, dirigidos por las ondas reflejadas de los propios radares de control de fuego del buque. A una distancia de ciento cincuenta metros de sus blancos, las cabezas de guerra detonaron. El sistema «Aegis» fue sumamente efectivo. Poco más del sesenta por ciento de los blancos fueron destruidos. Quedaban ahora ochenta y dos misiles atacantes dirigidos a un total de ocho buques.

Otros buques equipados con misiles se unieron al combate. En algunos casos se enviaron dos o tres hacia el mismo blanco, que, por lo general, quedó destruido. El número de «vampiros» atacantes descendió a setenta, después a sesenta, pero esa cantidad no decrecía lo bastante rápido. Todos conocían ahora la identidad de los blancos. Pusieron en funcionamiento poderosos equipos de interferencia. Los buques iniciaron una serie de violentas maniobras, como una extraña danza estilizada, prestando poca atención al mantenimiento de sus posiciones relativas. Las probables colisiones en el mar eran ahora la preocupación menor que tenían todos. Cuando los «Kingfish» llegaron a una distancia de treinta kilómetros, todos los buques de la formación empezaron a disparar cohetes chaff [44], que llenaron el entorno con millones de fragmentos aluminizados «Mylar», los cuales quedaron flotando en el aire, creando docenas de nuevos blancos entre los cuales deberían elegir los misiles que se aproximaban. Algunos de los «Kingfish» perdieron el verdadero blanco que hasta ese momento los había atraído y empezaron a cazar fantasmas «Mylar». Dos de ellos se perdieron, y eligieron nuevos blancos en uno de los flancos lejanos de la formación.

La imagen del radar en el Nimitz se oscureció de repente. Los que habían sido diferenciados puntos luminosos que señalaban las posiciones de los buques en la formación, se convirtieron en nubes sin forma. Solamente los misiles se mantenían constantes: eran una V invertida, con vectores lineales que indicaban dirección y velocidad. La última ola de «SAM» destruyó tres más. La cuenta de los vampiros llegaba ahora a cuarenta y uno. Toland contó cinco que se dirigían al Nimitz.

Arriba, las últimas armas defensivas ya estaban siguiendo a los blancos. Eran los cañones «Gatling» de veinte milímetros, equipados con radar, que podían causar la explosión de los misiles atacantes a una distancia inferior a los dos mil metros. Diseñados para operar en forma totalmente automática, los dos cañones de popa del portaaviones levantaron sus tubos en ángulo y empezaron a seguir la trayectoria del primer par de «Kingfish». La pieza de al lado de babor disparó primero; el cañón de seis tubos hizo un ruido similar al de un enorme cierre de cremallera. Su sistema de radar captó y siguió el blanco y siguió a los proyectiles recién disparados, ajustando la puntería para que ambos se encontraran.

El primer «Kingfish» explotó a ochocientos metros del cuarto de babor del Nimitz. Los mil kilogramos del explosivo provocaron el balanceo del buque. Toland lo sintió, preguntándose si la nave no habría sido afectada. A su alrededor, el personal de la Central de Informaciones de Combate se concentraba nerviosa en su tarea. Una de las trayectorias de los blancos desapareció de la pantalla. Quedaban cuatro.

El siguiente «Kingfish» se dirigía a la proa del buque, pero los cañones anteriores lo hicieron explotar, aunque demasiado cerca. Muchos fragmentos barrieron la cubierta del portaaviones y mataron a una docena de mecánicos y auxiliares que estaban expuestos.

El número tres se dejó atraer por una nube de señuelo de los chaff y cayó directamente al mar a unos ochocientos metros detrás del buque. Su cabeza de guerra causó fuertes vibraciones en la nave y levantó una columna de agua de trescientos metros de altura.

Los misiles cuarto y quinto llegaban desde atrás, a menos de treinta metros uno de otro. Los cañones de popa los captaron pero no pudieron decidir a cuál de ellos atacar primero. Su mecanismo automático puso el radar en la posición «Reset» (volver a programar) y, con toda petulancia, no atacó a ninguno de los dos. Con un segundo de diferencia entre uno y otro, ambos misiles hicieron impacto, uno en la esquina de popa de la cubierta de vuelo, del lado de babor, el otro sobre el cable de frenado número dos.

Toland fue lanzado a cinco metros y se golpeó contra una consola de radar. Después vio una pared de llamas rosadas que llegaron a lamerlo brevemente. Luego vinieron los ruidos. Primero, el trueno de la explosión. A continuación los gritos. El mamparo posterior de la CIC ya no estaba allí; en su lugar sólo se veía una masa de fuego. A seis metros de donde él se hallaba había hombres envueltos en llamas, que gritaban y se tambaleaban ante sus ojos. El único pensamiento de Toland era huir. Saltó hacia la puerta estanca. Milagrosamente pudo abrirla con la mano y corrió hacia estribor. Los sistemas contra incendio del portaaviones ya estaban funcionando, mojando todo con lluvias de agua salada. Eso le hizo arder la piel cuando salió, con el pelo y el uniforme chamuscados, hacia la pasarela de la cubierta de vuelo. Un marinero le dirigió una manguera cuya fuerza estuvo a punto de hacerle caer por la borda.

—¡Fuego en la CIC! —jadeó Toland.

—¡Dónde diablos no hay! —gritó el marinero.

Toland cayó de rodillas y miró hacia el costado del buque. Recordaba que el Foch había estado al norte de ellos. Ahora había una enorme columna de humo. Mientras observaba, hicieron estallar el último «Kingfish» a treinta metros sobre la cubierta del Saratoga. El portaaviones parecía no haber sufrido daños. A unos cinco kilómetros estaba el Ticonderoga. La superestructura del buque se hallaba destrozada y en llamas; un cohete había explotado a pocos metros. En el horizonte, una bola de fuego anunció la destrucción de un buque más… Dios mío, pensó Toland, ¿no será el Saipan? Llevaba dos mil infantes de Marina a bordo…

—¡Corra hacia proa, imbécil! —le gritó uno de los hombres que combatían el fuego.

Otro hombre salió a la pasarela.

—Toland, ¿está bien?

Era el capitán Svenson, con la camisa desgarrada y el pecho sangrando por media docena de heridas.

—Sí, señor —respondió Bob.

—Vaya al puente. Dígales que pongan el viento por el través de estribor. ¡Muévase!

Svenson subió de un salto a la cubierta de vuelo. Toland hizo otro tanto y corrió hacia proa. La cubierta estaba llena de espuma contra incendio, resbaladiza como aceite. Toland corrió imprudentemente y cayó varias veces antes de alcanzar la isla del portaaviones. Llegó al puente en menos de un minuto.

—¡El comandante dice que pongan el viento por el través de estribor! —dijo Toland sin aliento.

—¡Ya está por el maldito través! —le espetó el oficial ejecutivo; el suelo del puente estaba lleno de vidrios rotos—. ¿Cómo está el comandante?

—Vivo. A popa, combatiendo el incendio.

—¿Y quién diablos es usted? —preguntó el oficial ejecutivo.

—Toland, Inteligencia del grupo. Yo estaba en la CIC.

—Entonces es un bastardo con suerte. El segundo de esos pájaros hizo impacto a cincuenta metros de usted. ¿El comandante salió ileso? ¿Algún otro?

—No sé. Está ardiendo todo como el infierno.

—Parece que a usted le tocó una parte, capitán.

Bob sentía la piel de la cara como si se hubiera afeitado con un trozo de vidrio. Las cejas se deshacían al tocarlas.

—Quemaduras superficiales, creo. Me pondré bien. ¿Qué quiere que haga para colaborar?

El oficial ejecutivo señaló el distintivo naval que tenía Toland.

—¿Puede llevar el mando del buque? Muy bien, hágalo. De cualquier manera no queda nada para mandar. Yo voy atrás para hacerme cargo del incendio. Las comunicaciones no funcionan, el radar no funciona, pero las máquinas están en buenas condiciones y el casco también, señor Bice, tiene la guardia del puente. El señor Toland tiene el mando —anunció el oficial ejecutivo y se marchó.

Toland jamás había comandado nada mayor que «Boston Whaler» en los últimos diez años, y ahora tenía un portaaviones averiado. Tomó un par de binoculares y miró a su alrededor para ver qué buques navegaban cerca. Lo que contempló lo dejó helado.

El Saratoga era el único buque que parecía intacto, pero, cuando lo observó por segunda vez pudo notar que el mástil de radar estaba torcido. El Foch se hallaba mucho más bajo de lo que debía estar, y ardía de proa a popa.

—¿Dónde se encuentra el Saipan?

—Voló como los fuegos artificiales —replicó el capitán Bice—. ¡Santo Dios, había dos mil quinientos hombres a bordo! El Tico destruyó un misil muy cerca sobre cubierta. El Foch recibió tres impactos, parece que está perdido. Dos fragatas y un destructor también perdidos… ¡así como lo oye! ¡Perdidos! ¿Quién metió la pata? ¿Usted estaba en la CIC, no? ¿Quién metió la pata?

Los ocho «Crusader» franceses estaban entrando en contacto con los «Backfire». Los bombarderos rusos habían encendido los posquemadores y volaban casi a la misma velocidad que los cazas. Los pilotos del portaaviones oyeron cómo desaparecía del aire su buque, y estaban enardecidos a consecuencia de lo que había sucedido; ya no eran los profesionales fríos que operaban aviones desde los buques. Sólo diez «Backfire» se hallaban dentro de su alcance. Los «Crusader» derribaron a seis de ellos con sus misiles y averiaron a dos más antes de verse obligados a interrumpir el combate.

El USS Caron —el más importante de los buques no dañados— siguió a los rusos con sus radares, pidiendo a los británicos que los interceptaran con sus cazas en el viaje de regreso. Pero los rusos lo habían previsto y efectuaron un amplio rodeo pasando muy lejos hacia el oeste de las Islas Británicas; se encontraron con sus aviones cisterna a seiscientos cincuenta kilómetros al oeste de Noruega.

Los soviéticos ya estaban evaluando los resultados de su misión. La primera batalla importante entre modernos portaaviones y bombarderos armados con misiles ya tenía un ganador y un perdedor. Ambos bandos sabían cuál era cada uno.

El incendio en el Nimitz quedó apagado en menos de una hora. Sin aviones a bordo, los combustibles no abundaban en la nave, y sus posibilidades de lucha contra el fuego eran equivalentes a las de una gran ciudad. Toland llevó el buque de nuevo a un rumbo general este, El Saratoga estaba recibiendo aviones, los reabastecía y los enviaba a tierra menos a los cazas. Tres fragatas y un destructor quedaron atrás en la zona para recoger supervivientes, mientras los grandes buques ponían rumbo a Europa.

—Máquinas todo adelante —ordenó Svenson desde su sillón en el puente—. Toland, ¿se siente bien?

—No me quejo.

No tenía sentido hacerlo; el hospital del buque estaba más que lleno con cientos de casos de heridos graves. Aún no se había hecho una cuenta de las bajas, y Toland no quería pensar en eso.

—Usted tenía razón —dijo el comandante, con voz apagada y un tono de indignación—. Usted tenía razón. Lo presentaron demasiado fácil, y nosotros caímos en la trampa.

—Habrá otro día, comandante.

—¡… Maldito si tiene razón! ¡Ya lo creo que lo habrá! Hemos puesto rumbo a Southampton. Vamos a ver si los británicos pueden arreglar una cosa grande como esta. Mi gente todavía está ocupada a popa. ¿Cree que puede llevar el comando un rato más?

—Sí, señor.

El Nimitz y sus escoltas nucleares navegaban a velocidad máxima, cerca de cuarenta nudos, y pronto dejaron atrás la formación. Una maniobra temeraria, adelantarse, demasiado rápido para las patrullas antisubmarinas; pero cualquier submarino habría tenido que moverse realmente muy aprisa para alcanzarlos.