El sargento James Smith era un encargado de compañía, lo que significaba que era el portador de los mapas de su comandante. Edwards dio gracias al enterarse, aunque se habría sentido mucho menos complacido si hubiese sabido lo que pensaba Smith sobre lo que estaban haciendo, y acerca de quién era el líder de ese grupo. Se supone que un encargado de compañía debe también llevar con él un hacha, pero como en Islandia hay una casi absoluta falta de árboles, la suya había quedado en el alojamiento de la compañía y ahora estaría quemada y reducida a una cabeza sin mango. Caminaron en silencio hacia el Oeste, con los ojos mortificados por el sol bajo, sobre el horizonte; pasaron dos kilómetros de campo de lava, testimonio mudo del origen volcánico de Islandia.
Caminaban de prisa, sin detenerse para descender. El mar estaba a sus espaldas y, mientras ellos pudieran verlo, los hombres que estuviesen en la costa también podrían verlos a ellos. Cada nubecita de polvo que levantaban con las botas les hacía sentirse más vulnerables; y el soldado García, que marchaba a retaguardia de la pequeña unidad, periódicamente se volvía y caminaba unos cuantos metros hacia atrás para asegurarse de que nadie los seguía. Los otros miraban hacia delante, a los lados y arriba. Estaban seguros de que Iván había pensado en llevar con ellos uno o dos helicópteros. Pocas cosas hay que hagan sentir a un hombre tan desnudo como un avión lleno de ojos.
El terreno era casi totalmente árido. Aquí y allá unas pocas y pequeñas ramitas luchaban para abrirse camino hacia el sol entre las rocas, pero la mayor parte del suelo era tan yermo como la superficie de la luna. Edwards recordó que los astronautas de la «Apollo» se habían entrenado en algún lugar de Islandia justamente por esa razón. Los vientos moderados en la superficie barrían las colinas que estaban trepando, levantando pequeñas cantidades de polvo que hacían estornudar de tanto en tanto al teniente. Ya se estaba preguntando qué harían cuando se les acabaran las raciones. Ese no era lugar donde pudieran vivir de la Naturaleza. Hacía apenas unos pocos meses que estaba en Islandia, y no había tenido una sola oportunidad de recorrer el campo. Cruza un puente solo cada vez, se dijo Edwards. La gente cultiva sus propios alimentos en todas partes. Tiene que haber granjas en los alrededores y podrás encontrarlas en los mapas.
—¡Helicóptero! —gritó García.
El soldado tenía un extraordinario par de ojos, notó Edwards. Todavía no podía oírlo, pero allá estaba sobre el horizonte, entrando desde el mar.
—Todo el mundo a tierra. Déjeme ver con los anteojos, sargento.
Edwards extendió la mano mientras se sentaba. Smith se agachó junto a él, con los binoculares pegados a la cara.
—Es un «Hip», señor. Transporte de tropas.
Le entregó los prismáticos.
—Le tomo la palabra —replicó Edwards, y alcanzó a ver la fea figura a unos cinco kilómetros tal vez, con rumbo sureste hacia Hafnarfjibrdur—. Parece que va en dirección a los muelles. Vinieron de un buque. Desean entrarlo a puerto y querrán explorar y asegurar primero el sector.
—Es razonable —coincidió el sargento Smith.
Edwards siguió al helicóptero hasta que desapareció detrás de unos edificios. Menos de un minuto después volvió a subir y ahora puso rumbo al Noroeste. El teniente miró con atención al horizonte.
—Parece que hay un buque allá lejos.
Kherov retrocedió despacio hacia la mesa de la carta con el médico del ejército a su lado. Las bombas seguían equilibrando casi la entrada y salida de agua. El Fucik estaba hundido medio metro en la proa. Seguían instalando bombas de incendio portátiles cerca de las sentinas para extraer más agua de mar y lanzarla por el costado, a través del agujero que había hecho el misil norteamericano. Kherov sonrió tristemente para sí. El médico del ejército lo seguía por todas partes. El general lo había obligado prácticamente a punta de pistola para que permitiera que el médico le aplicara morfina y una botella de plasma sanguíneo. Se sentía agradecido por la primera… El dolor todavía estaba allí, pero no tan fuerte como al principio. El contenedor de plasma era una maldita molestia, porque el médico debía sostenerlo en todo momento mientras él se movía dentro del puente de mando. Pero sabía que lo necesitaba. Kherov quería seguir con vida durante unas horas más… y quién sabe, pensó, si el médico del regimiento es hábil, tal vez hasta podría vivir…
Había cosas más importantes a mano. Había estudiado las cartas de ese puerto, pero nunca estuvo allí. No tenía piloto. No habría remolcadores de puerto, y los pequeños remolcadores de barcazas que llevaba en la popa de su buque serían inútiles para atracar en el muelle.
El helicóptero describió varios círculos sobre su buque después de terminar su primer viaje. Era un milagro que pudiera volar, pensó el capitán, cuando al que se hallaba estacionado a su lado lo habían destrozado los cañones de los aviones en sus pasadas. Los mecánicos lograron extinguir rápidamente aquel fuego y rodear al segundo helicóptero con una cortina de agua. Necesitaron hacer algunas reparaciones menores, pues había alrededor de una docena de perforaciones en el recubrimiento metálico; pero allí estaba, sobrevolando unos metros más atrás de la superestructura, aterrizando lenta y trabajosamente en el aire turbulento.
—¿Cómo se siente, capitán? —inquirió el general.
—¿Cómo?
Una valiente sonrisa que no pudo ser contestada por otra igual. El general sabía que él debía haber llevado físicamente al capitán al puesto médico de emergencia de su cirujano militar, pero entonces, ¿quién entraría el buque a puerto? El capitán Kherov estaba muriendo ante sus ojos. El médico lo había manifestado con toda claridad. Existía hemorragia interna. No se podía esperar que el plasma y los vendajes solucionaran eso.
—¿Pudieron sus hombres alcanzar los objetivos?
—Me informan que continúa cierta lucha en la base aérea, pero pronto quedará bajo control. El primer grupo en el muelle principal dice que no hay nadie aquí. Estará asegurado, mi capitán. Ahora debería descansar un poco.
Kherov agitó la cabeza como un borracho.
—Muy pronto tendré ese descanso. Quince kilómetros más. Estamos entrando demasiado rápido, en realidad. Los norteamericanos todavía pueden tener algunos aviones volando hacia nosotros. Tenemos que llegar al muelle y descargar todo su equipo antes de mediodía. He perdido demasiados hombres de mi dotación como para fracasar ahora.
—Tenemos que informar esto —dijo Edwards con calma. Se quitó la mochila y la abrió. Antes había observado cómo un hombre operaba la radio, y además vio que sobre un costado del equipo estaban pintadas algunas instrucciones. Las seis partes de la antena calzaron fácilmente en el soporte. Después enchufó el cable de sus auriculares y conectó la radio.
Debía apuntar la antena en forma de flor a un satélite en el meridiano de los treinta grados, pero no tenía un compás que le dijera dónde estaba eso. Smith desdobló un mapa y eligió un punto notable del terreno en esa dirección general. Edwards apuntó hacia allí la antena y la paseó lentamente barriendo el cielo hasta que oyó el sonido distintivo de la onda portadora del pájaro de comunicaciones.
Edwards giró el botón de frecuencias hasta un canal preseleccionado y apretó la llave de transmisión.
—A cualquiera que escuche en esta frecuencia, aquí Mike Edwards, primer teniente, Fuerza Aérea de los Estados Unidos, transmitiendo desde Islandia. Por favor, informe si me recibe. Cambio.
No pasó nada. Edwards volvió a leer las instrucciones para asegurarse de que estaba haciendo las cosas bien, y transmitió de nuevo tres veces el mismo mensaje.
—Al que transmite en esta frecuencia, por favor identifíquese. Cambio —respondió al fin una voz.
—Edwards, Michael D., primer teniente, Fuerza Aérea Estados Unidos, número de serie 328-61-4030. Soy el oficial de meteorología agregado al Escuadrón 57 de Caza Interceptora de Keflavik. ¿Con quién hablo? Cambio.
—Si usted no sabe eso, compañero, no pertenece a esta red. Retírese, la necesitamos para tráfico oficial —contestó fríamente la voz.
Edwards se quedó mirando durante varios segundos enmudeciendo de ira hasta que finalmente explotó.
—¡Escúcheme, imbécil! El tipo que sabía operar con esta maldita radio está muerto, y yo soy todo lo que les queda a ustedes. Un ataque ruso aéreo y terrestre destruyó hace siete horas casi toda la base de Keflavik. La zona está llena de Bandidos, hay un buque ruso que está entrando en el puerto de HAFNARFJORDUR en este momento, ¡y usted me habla de malditos juegos de palabras! Vamos a ponernos de acuerdo, caballero. ¡Cambio!
—Recibido y comprendido. Quede atento. Tenemos que verificar quién es usted.
Ni el más mínimo asomo de remordimiento.
—Maldito sea; esta cosa trabaja con baterías. ¿Quiere que se me agoten mientras usted revisa un archivo?
Una nueva voz entró en el circuito.
—Edwards, habla el oficial jefe de la guardia de comunicaciones. Apague su radio. Podrían localizarlo. Nosotros haremos la verificación y lo llamaremos dentro de tres cero minutos a partir de este momento. ¿Comprendido? Cambio.
Eso era más razonable. El teniente contempló su reloj.
—Comprendido. Volveremos dentro de treinta minutos. Corto. —Edwards apagó el equipo—. Sigamos caminando. No sabía que podían rastrearnos con esto.
Lo bueno era que la radio había estado emitiendo menos de dos minutos, y ya se habían puesto en marcha otra vez.
—Sargento, vamos a esta Colina 152. Desde allá arriba podremos ver muy bien, y tendremos agua en el camino.
—Es agua caliente, señor, llena de azufre. No se puede beber esa mierda, usted me comprende.
—Como le parezca. —Edwards empezó a alejarse con un trote lento. Cierta vez, cuando era chico, había tenido que llamar para avisar sobre un incendio. Aquella vez le creyeron. ¿Por qué no ahora?
Kherov sabía que él iba a terminar el trabajo que los norteamericanos habían comenzado. Entrar su buque al puerto a dieciocho nudos era más que imprudente. Allí el lecho del mar era de roca, no de barro, y un roce del buque podía fácilmente abrir un rumbo o destrozar completamente el fondo. Pero temía más aún otro ataque aéreo, y estaba seguro de que en ese momento se acercaba una escuadrilla de cazas norteamericanos cargados con misiles y bombas que, a última hora, lo despojarían del éxito en la misión más importante de su vida.
—¡A la vía! —gritó.
—Timón a la vía —repitió el timonel.
Kherov se había enterado minutos antes de que su primer oficial estaba muerto, a causa de las heridas recibidas en el primer ataque de cañoneos de los aviones. Su mejor timonel había muerto gritando ante sus ojos, junto con muchos otros de sus tripulantes experimentados. Sólo contaba con un hombre capacitado para seguir visualmente la línea de costa y establecer con acierto la posición. Pero el muelle ya estaba a la vista, y él iba a depender del ojo de un marinero.
—Lento a media fuerza —ordenó.
El timonel transmitió la orden a la sala de máquinas con el telégrafo.
—Timón todo a la derecha.
Observó cómo caía lentamente la proa hacia la derecha. Estaba de pie sobre la línea central del puente, alineando con cuidado la bandera de proa con el muelle. No había nadie instruido para trabajar con los cabos de amarre. Se preguntó si los soldados podrían hacerlo.
El buque tocó fondo. Kherov cayó al suelo jurando en voz alta con dolor y furia a la vez. Había calculado mal la aproximación. El Fucik trepidó mientras se deslizaba sobre el fondo rocoso. No había tiempo para controlar la carta. Cuando cambiara la marea, las fuertes corrientes arremolinadas del puerto convertirían su amarre en una pesadilla imposible.
—Timón al otro lado.
Un minuto después el buque estaba otra vez completamente a flote. El capitán ignoró las alarmas de inundación que sonaban detrás de él. El casco estaba perforado, o quizá las uniones dañadas se habían abierto más. No importaba. El muelle se hallaba a unos mil metros apenas. Era una construcción sólida, hecha de piedra.
—A la vía. Paren máquinas.
El buque estaba desplazándose demasiado rápido para detenerse. Los soldados que esperaban en el muelle se dieron cuenta y comenzaron a retroceder lentamente, apartándose del borde; temían que se destrozase cuando el buque chocara. Kherov gruñó, divertido en parte. Adiós a los cabos de amarre. Ochocientos metros.
—Máquinas todo atrás.
Seiscientos metros. La tremenda mole del buque se estremeció cuando las máquinas se esforzaron para disminuir la velocidad. Enfiló hacia el muelle en un ángulo de treinta grados, con la velocidad reducida ahora a ocho nudos. Kherov caminó hacia el tubo de intercomunicación con la sala de máquinas.
—Cuando yo lo ordene, detengan por completo las máquinas, bajen la palanca manual para abrir los picos de lluvia contra incendio y evacuen la sala de máquinas.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el general.
—No podemos amarrar al muelle —respondió Kherov—. Sus soldados no saben cómo usar los cabos, y muchos de mis marineros están muertos. —El amarradero que Kherov había elegido tenía exactamente medio metro menos de profundidad que el calado de su buque; volvió al tubo intercomunicador—. ¡Ahora, camaradas!
Abajo, el jefe de máquinas dio las órdenes. El ayudante maquinista detuvo por completo las máquinas diesel y corrió hacia la escalerilla de escape. El jefe tiró de la palanca de emergencia para el sistema de apagado de incendios y lo siguió, después de haber contado para asegurarse de que no quedara allí ninguno de sus hombres.
—¡Todo timón a la derecha!
Un minuto después, la proa del Julius Fucik chocó contra el muelle a una velocidad de cinco nudos. Se arrugó como si hubiera estado construida con papel, y todo el buque rotó hacia la derecha, golpeando su banda contra las rocas con una lluvia de chispas color naranja. El impacto terminó de abrir el fondo de la nave a la altura de las sentinas de estribor. Instantáneamente sus bodegas más bajas se inundaron, y el buque se apoyó en seguida en el fondo del amarradero, pocos centímetros más abajo que su quilla plana. El Julius Fucik jamás volvería a navegar. Pero había logrado su objetivo.
Kherov hizo una seña al general.
—Mis hombres van a desplegar las dos pequeñas lanchas de remolque que tenemos en la popa. Dígales que retiren dos barcazas y las coloquen entre la popa y el extremo del muelle. Mis hombres les enseñarán cómo asegurar bien las barcazas para que no zafen de su lugar. Después, utilice su equipo de aparejos para llevar sus vehículos del elevador a las barcazas y luego de las barcazas al muelle.
—Podemos hacer eso fácilmente. Ahora, camarada capitán, usted irá a ver a mi médico del regimiento. No voy a permitir más discusiones.
El general llamó a su ayudante y ambos hombres ayudaron a descender al capitán. Tal vez hubiera tiempo todavía.
—¿Decidieron ya quién soy yo? —preguntó Edwards malhumorado. Otra cosa realmente molesta era la marcada demora motivada por el tiempo de viaje de la señal hacia y desde el satélite.
—Afirmativo. El problema es, ¿cómo sabemos que se trata realmente de usted?
El oficial tenía en la mano un télex en el que le confirmaban que un primer teniente Michael Edwards, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, había sido designado efectivamente como oficial de meteorología del Escuadrón 57 de Caza Interceptora, información que con toda facilidad podría haber estado en manos rusas antes del ataque.
—Mire, inservible, yo estoy en posición en la Colina 152, al este de HAFNARFJORDUR, ¿de acuerdo? Un helicóptero ruso anda dando vueltas por aquí, y un maldito barco enorme acaba de entrar en el puerto. Se halla demasiado lejos para ver la bandera, pero no me imagino que ese hijo de puta venga de Nueva York, ¿sabe? Los rusos han invadido esta roca. Hicieron pedazos a Keflavik y tienen tropas por todas partes.
—Descríbame el buque.
Edwards ajustó los binoculares junto a sus ojos.
—Negro, superestructura blanca. Letras mayúsculas grandes en el costado. No puedo distinguirlas bien. Líneas-Algo. La primera palabra empieza por L. Es algún tipo de buque portabarcazas. Ahora hay una lancha remolcando una barcaza alrededor del buque.
—¿Ha visto tropas rusas?
Edwards pensó un momento antes de contestar.
—No. Sólo oí informes por radio de los infantes de Marina en Keflavik. Los estaban rebasando. Desde ese momento no se oyó más la radio. Veo gente en el muelle, pero no puedo decir qué son.
—Está bien, vamos a comprobar eso. Por el momento le sugiero que busque un lugar seguro para esconderse y que se mantenga en silencio de radio. Si tenemos que comunicarnos con usted, emitiremos cada hora, a la hora en punto. Si usted necesita hablarnos, estaremos aquí. ¿Comprendido?
—Recibido, comprendido. Cambio y corto. —Edwards apagó el equipo—. No lo creo.
—Nadie sabe qué demonios está pasando, teniente —observó Smith—. ¿Por qué habrían de saberlo ellos? Por todos los diablos…, nosotros tampoco.
—¡Eso no es cierto! —Edwards volvió a guardar la radio—. Si esos idiotas me escucharan, podrían mandarnos algunos cazabombarderos para que hicieran volar a ese buque en menos de dos horas. Santo Dios, qué grande es. ¿Qué cantidad de equipo pueden embarcar en una cosa así de grande ustedes los infantes de Marina?
—Mucha —dijo Smith en voz baja.
—¿Usted cree que intentarán desembarcar más tropas?
—Se supone, señor. No pueden haber atacado Keflavik con ese…, supongo que es un batallón, como máximo. Esta roca donde estamos es muy grande. Que me vaya al infierno si no me gustaría tener más tropas que eso para conservarla… Claro, yo no soy más que un simple sargento.
El general pudo por fin ponerse a trabajar. Su primera tarea fue embarcarse en el único helicóptero que quedaba en servicio, el cual operaba ahora desde el muelle, con el regocijo de sus pilotos al ver al buque semihundido. Dejó una compañía de infantería para dar seguridad a la zona del puerto, envió otra compañía al aeropuerto de Reykjavik para reforzarlo y empleó la última para sacar del buque todo el equipo de la división. Luego voló hacia Keflavik para comprobar personalmente la situación.
Pudo ver que la mayoría de los incendios todavía estaban ardiendo. El depósito de combustible para aviones más próximo a la base se encontraba en llamas; pero los tanques principales de almacenamiento a cinco kilómetros de distancia parecían intactos y, como alcanzó a ver, ya se hallaban bajo custodia de varios hombres y un vehículo de asalto «BMD». El jefe del regimiento de asalto se reunió con él en una pista de aterrizaje que no había sufrido daños.
—¡La base aérea de Keflavik está tomada, camarada general! —informó orgulloso.
—¿Cómo anduvo todo?
—Fue duro. Los norteamericanos se desorganizaron; uno de los misiles dio en su puesto de mando; pero no se rindieron fácilmente. Nosotros tenemos diecinueve muertos y cuarenta y tres heridos. Hemos dado cuenta de la mayor parte de los infantes de Marina y otras tropas de seguridad, y aún estamos contando los otros prisioneros.
—¿Cuántos hombres armados escaparon?
—Ninguno, que sepamos. Es demasiado pronto para saberlo, por supuesto, porque es indudable que algunos murieron en los incendios. —El coronel hizo un movimiento con la mano cubriendo desde la zona de la base destrozada hacia el Este—. ¿Cómo está el buque? Oí que recibió un impacto de misil.
—Y nos atacaron con cañones unos cazas norteamericanos. El buque se halla amarrado al muelle y en este momento están descargando el equipo. ¿Podemos usar estas pistas? Yo…
—Van a darme el informe ahora.
El radiooperador del coronel le alcanzó el radioteléfono. El coronel habló durante un minuto más o menos. Un grupo de cinco hombres del personal de la Fuerza Aérea había acompañado a la segunda ola y estaba ahora evaluando las instrucciones de la base.
—Camarada general, los sistemas de radio y de radar de la base están destruidos. Las pistas de aterrizaje y despegue se encuentran cubiertas de escombros y otros restos, y me dicen que necesitarán algunas horas para barrerlas hasta que queden limpias. La tubería de combustible aparece cortada en dos partes. Afortunadamente no se incendió. Por el momento, tendremos que usar los camiones del aeropuerto para trasladar combustible. Parecen estar todos intactos…, ellos recomiendan que el puente aéreo llegue a Reykjavik. ¿Lo hemos tomado ya?
—Sí, y está intacto. ¿Alguna esperanza de obtener información sobre los aviones norteamericanos?
—Desgraciadamente, no, camarada. Los aviones quedaron muy dañados por los misiles. Y los que no se quemaron por el ataque fueron incendiados por sus tripulaciones. Como dije antes, pelearon duro.
—Muy bien. Enviaré el resto de sus dos batallones con su equipo tan pronto como tengamos organizadas las cosas. Necesitaré el tercero en el muelle, por el momento. Establezca su perímetro. Comience la limpieza, necesitamos estas pistas lo antes posible. Reúna a los prisioneros Y que se dispongan para partir. Esta noche los sacaremos de aquí en vuelo. Deberán ser tratados correctamente.
Tenía órdenes muy precisas al respecto. Los prisioneros son valores positivos.
—Como usted diga, camarada general. Y por favor envíeme algunos ingenieros para que podamos reparar esa tubería de combustible.
—¡Buen trabajo, Nikolay Gennadyevich!
El general volvió corriendo al helicóptero. Solamente diecinueve muertos. Él había esperado un número mucho mayor. Hacer desaparecer el centro de comando de la infantería de Marina había sido un verdadero golpe de suerte. En pocos minutos su «Hip» regresó al muelle; el equipo ya estaba en parte descargado. Habían puesto a las barcazas del buque unas puertas de carga, como buques de desembarco en miniatura, lo que permitía que los vehículos rodaran directamente para salir. Ya habían empezado a organizar las unidades en el muelle y en los lugares cercanos. Sus oficiales del estado mayor estaban completamente a cargo de todo, comprobó el general. Hasta ese momento, la «Operación Gloria Polar» era un triunfo total.
Cuando aterrizó el «Hip», se reabasteció de combustible de una manguera extendida desde el buque. El general se acercó a su oficial de operaciones.
—El aeropuerto de Reykjavik también está tomado y asegurado, camarada general, y en él tenemos instalaciones completas de carga de combustible. ¿Quiere que el puente aéreo se dirija allá?
El general pensó durante unos instantes. El aeropuerto de Reykjavik era pequeño, pero él no quería esperar a que el de Keflavik, más grande, estuviera despejado, para hacer venir sus refuerzos.
—Sí. Envíe al comando la palabra código: quiero que el puente aéreo comience de inmediato.
—Tanques. —García tenía los binoculares—. Un grupo de tanques, y todos tienen la estrella roja. Van hacia el Oeste por la ruta 41. Esto tendrá que convencerlos, señor.
Edwards tomó los anteojos de campaña. Podía ver los tanques, pero no las estrellas.
—¿De qué clase son? No parecen verdaderos tanques.
Ahora era el turno de Smith.
—Esos son «BMP»… tal vez «BMD». Es un vehículo de asalto de infantería. Lleva un pelotón de hombres y un cañón de setenta y tres milímetros. Son rusos, eso es seguro, teniente. He contado once de esos hijos de puta y tal vez veinte camiones con hombres adentro.
Edwards conectó la radio y transmitió de nuevo. García tenía razón. Esto consiguió interesarlos.
—Bien, Edwards, ¿a quiénes tiene con usted?
Edwards le fue dando los nombres de sus infantes de Marina.
—Pudimos escabullirnos antes de que los rusos entraran a la base.
—¿Dónde están ustedes ahora?
—En la Colina 152, cuatro kilómetros al este de Harfnarflórdur. Tenemos visibilidad en todo el terreno hasta el puerto. Hay vehículos rusos que se desplazan hacia el Oeste, en dirección a Keflavik, y algunos camiones no sabemos de qué clase, que van por la carretera 41 hacia el Noroeste, en dirección a Reykjavik. Miren, muchachos, si ustedes pudieran pegar un silbido para llamar a un par de «Aardvark», tal vez podríamos hundir ese buque antes de que termine de descargar —dijo el teniente con tono de urgencia.
—Me temo que los «Vark» están un poquito ocupados en este momento, amigo. En caso de que nadie se lo haya dicho, ya empezó la guerra en Alemania. La Tercera Guerra Mundial tuvo el puntapié inicial hace diez horas. Estamos tratando de conseguir un pájaro de reconocimiento para la zona donde ustedes están, pero eso podría llevar cierto tiempo. Nadie ha resuelto tampoco qué hacer con ustedes. Por ahora, tendrán que arreglárselas como puedan.
—Mierda, no… —replicó Edwards, mirando a sus hombres.
—Está bien, Edwards. Use la cabeza, evite contacto con el enemigo. Si entiendo bien todo esto, ustedes son las únicas «tropas propias» que tenemos allá por el momento. Se supone que van a querer que sus informes sigan viniendo. Observe e informe. Ahorre la carga de batería que tiene. Pórtese bien y manténgase frío, amigo. Les va a llegar ayuda, pero puede tardar un poco. Esperen donde están. Pueden escucharnos cada hora, a la hora en punto. ¿Tiene un buen reloj?
Mientras tanto, pensó el oficial de comunicaciones, trataremos de encontrar la forma de saber si tú eres realmente quien dices ser, y si no te han puesto una pistola rusa en la cabeza.
—Recibido; tengo el reloj en hora Zulú. Estaremos escuchando, cambio y corto.
—Más tanques —dijo Smith—. ¡Diablos, qué actividad hay en ese barco!
El general no pensó nunca que las cosas marcharían tan bien. Cuando vio aquel misil «Harpoon» que se acercaba, tuvo la seguridad de que su misión iba a ser un fracaso.
La tercera parte de sus vehículos ya habían salido del buque y se hallaban en camino hacia sus destinos previstos. Ahora, esperaba que trajeran por aire el resto de su división. Después vendrían más helicópteros. Por el momento, estaba rodeado por cien mil islandeses cuya amistad no podía esperar. Un grupo de personas en actitud hostil estaba observándolo desde el lado opuesto del puerto, y él ya había enviado un pelotón de soldados para que los alejara. ¿Cuánta gente estaría haciendo llamadas telefónicas? ¿Estaría todavía intacta la estación transmisora de mensajes telefónicos por satélite? ¿Podrían estar llamando a los Estados Unidos para decirles lo que sucedía en Islandia? Tantas cosas de qué preocuparse.
—General, el puente aéreo ya está en camino. El primer avión despegó hace diez minutos con escolta de cazas. Deberían empezar a llegar dentro de cuatro horas —informó su oficial de comunicaciones.
—Cuatro horas.
El general levantó la vista desde el puente del buque hacia el cielo azul claro. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los norteamericanos reaccionaran y le enviaran un escuadrón de cazabombarderos? Señaló hacia su oficial de operaciones:
—Tenemos demasiados vehículos estacionados en el muelle. Tan pronto como termine de reunirse cada grupo de hombres como para formar un pelotón, sáquenlos de aquí y llévenlos a sus objetivos. No hay tiempo para esperar grupos de compañías. ¿Qué hay del aeropuerto de Reykjavik?
—Tenemos una compañía de infantería en posición, y otra a veinte minutos de marcha. No hay oposición. Los controladores aéreos civiles y la gente de mantenimiento del aeropuerto están todos bajo vigilancia de guardias. Una patrulla que atravesó Reykjavik informó que hay muy poca actividad en las calles. El personal de nuestra Embajada nos ha comunicado que una estación de radio del gobierno ha recomendado a la gente que permanezca en sus casas, y la mayoría parece aceptarlo.
—Diga a la patrulla que tome las instalaciones de comunicaciones telefónicas. Dejen tranquilas y en libertad a las estaciones de radio y televisión, ¡pero tomen las comunicaciones telefónicas!
Se volvió en el momento en que el pelotón de paracaidistas llegaba hasta el grupo que se había reunido ahora en el extremo opuesto del puerto. Estimó que serían unas treinta personas. Los ocho soldados se acercaron rápidamente después de bajar del camión, con los fusiles empuñados en posición. Un hombre caminó en dirección al pelotón agitando furiosamente los brazos. Le dispararon y el hombre cayó. El resto del grupo corrió.
El general gritó maldiciendo.
—¡Averigüe quién hizo eso!
McCafferty regresó a la central de ataque después de una breve visita a su pequeño cuarto de baño privado. El café siempre lo mantiene a uno despierto, pensó, ya sea por la cafeína o por la molestia de andar siempre con la vejiga llena. Las cosas ya no estaban marchando bien. Quienquiera que hubiese sido el genio que resolvió ordenar a los submarinos norteamericanos que salieran del mar de Barents con la esperanza de evitar un «incidente», había conseguido sacarlos limpiamente del paso. Justo a tiempo para que comenzara la guerra, gruñó el comandante, olvidando que la idea no le había parecido tan mala en aquel momento.
De haberse ceñido al plan, tal vez ya hubiera podido hincar el diente en la Marina soviética. En cambio, alguien había caído en el pánico, por el despliegue de los nuevos submarinos balísticos soviéticos y, hasta el momento, según lo que él sabía, el resultado era que nadie había logrado nada de nada. Los submarinos soviéticos que abandonaron en tropel el fiordo Kola no habían navegado hacia el Sur para entrar al mar de Noruega, como se esperaba. El sonar de largo alcance de McCafferty había detectado posibles ruidos de submarinos muy lejos hacia el Norte y con rumbo al Oeste, antes de desaparecer. Pues bien, pensó, ¿Iván está enviando sus submarinos hacia el estrecho de Dinamarca? La línea del SOSUS entre Islandia y Groenlandia podría hacer que esa idea les saliera muy cara.
El USS Chicago navegaba a ciento cincuenta metros, un poco al norte del paralelo 69, a unas cien millas al oeste de las rocosas costas de Noruega. La colección de submarinos diesel noruegos estaba más adentro, custodiando sus propias costas. McCafferty lo comprendía, pero no le gustaba.
Hasta ese momento, nada había salido bien, y McCafferty estaba preocupado. Era lo previsto, y él era capaz de superarlo. Podía basarse en su pensamiento. Sabía lo que su submarino podía hacer, y tenía una idea bastante acertada de lo que podían hacer los submarinos rusos. Él poseía capacidades superiores, pero algún ruso siempre podía tener más suerte. Esto era la guerra. Un ambiente completamente distinto, ya no juzgado por árbitros y libros de reglamentos. Ahora los errores no serían cuestión de una crítica escrita de su comandante de escuadrón. Y por ahora, la suerte parecía estar del otro lado.
Miró a los hombres que se hallaban a su alrededor. Tenían que estar pensando las mismas cosas, estaba seguro, pero todos ellos dependían de él. Los tripulantes de su submarino eran esencialmente extensiones físicas de su propia mente. Él era el control central de toda esa entidad colectiva conocida como el USS Chicago y, por primera vez, la tremenda responsabilidad lo conmocionó. Si él cometía errores, todos esos hombres morirían. Y él, también moriría…, con la conciencia de que les había fallado.
No puedes pensar así, se dijo el comandante. Esto acabará contigo. Es mejor tener una situación de combate en la que pueda limitar mis pensamientos a lo inmediato. Consultó el reloj. Bien.
—Llévenos arriba, a profundidad de periscopio —ordenó—. Ya es hora de comprobar si no hay órdenes y vamos a intentar un barrido de ESM para ver qué está sucediendo.
El procedimiento no era tan simple. El submarino ascendió e hizo girar bruscamente el instrumento. Un avión sonar se asegurara de que no había buques alrededor.
—Arriba la antena ESM.
Un técnico en electrónica apretó el botón para levantar el mástil con la antena de su receptor de banda ancha. El tablero se iluminó en el acto.
—Hay muchas fuentes electrónicas, señor. Tres equipos de búsqueda de banda J, y otras cosas. Muchas conversaciones en VHF y UHF. Los grabadores en marcha.
Era de esperar, pensó McCafferty. Pero las probabilidades de que haya alguien aquí para darnos caza son bastante bajas.
—Arriba el periscopio.
El comandante apuntó las lentes del periscopio de búsqueda en ángulo hacia arriba para explorar el cielo tratando de hallar algún avión cercano, y dio una rápida vuelta completa alrededor del horizonte. Notó algo extraño, y tuvo que modificar hacia abajo el ángulo de las lentes para ver qué era.
Había una baliza de señalización, de humo verde, a menos de doscientos metros de distancia. McCafferty se encogió e hizo girar bruscamente el instrumento. Un avión multimotor estaba saliendo de la bruma…, y volaba directamente hacia ellos.
El comandante estiró la mano y dio vuelta a la rueda del periscopio para hacer bajar el instrumento.
—¡Inmersión! ¡Todo adelante! ¡Profundidad doscientos cuarenta metros! ¿De dónde diablos salió?
Las máquinas del submarino estuvieron a punto de explotar. El nerviosismo y la suma de órdenes hicieron que los hombres que llevaban los mandos empujaran al tope los controles.
—¡Torpedo en el agua, a estribor! —gritó un sonarista. La reacción de McCafferty fue inmediata.
—¡Todo timón a la izquierda!
—¡Todo timón a la izquierda, comprendido!
El indicador de velocidad estaba en diez nudos y subía rápidamente. Pasaron en el descenso la línea de los treinta metros.
—Marcación del torpedo uno siete cinco relativo. Está buscando el blanco. Todavía no nos tiene.
—Disparen un señuelo de ruido.
Veintiún metros hacia popa, desde la sala de control, enviaron una lata de quince centímetros mediante un lanzador especial. En seguida empezó a producir toda clase de ruidos para atraer el torpedo.
—¡Señuelo afuera!
—Timón quince grados a la derecha. —McCafferty estaba más calmo ahora, pues había practicado antes ese juego—. Nuevo rumbo: uno uno cero. Sonar, quiero marcaciones exactas a ese torpedo.
—Comprendido. Marcación al torpedo dos cero seis, pasando de babor a estribor.
El Chicago seguía descendiendo y estaba ahora a sesenta metros. El submarino llevaba un ángulo de veinte grados abajo. Los operadores de los planos de profundidad y la mayor parte de los técnicos habían tenido que sujetarse a sus asientos con los cinturones para no deslizarse. Los oficiales y algunos otros tripulantes que tenían que circular se agarraban de pasamanos y montantes.
—Control, sonar. Parece que el torpedo sigue una trayectoria circular. Ahora está pasando de estribor a babor, con marcación uno siete cinco. Sigue buscando el blanco todavía, pero no creo que nos tenga.
—Muy bien. Continúe informándome así. —McCafferty tuvo que trepar hacia atrás para ir a la sala de marcación—. Parece que hizo un mal lanzamiento.
—Puede ser —dijo el navegador asintiendo—. ¿Pero cómo diablos…?
—Tiene que haber sido una pasada con MAD. El detector de anomalías magnéticas. ¿Estaba funcionando la cinta grabadora? No lo tuvo el tiempo suficiente para identificarlo. —McCafferty observó. Ahora estaban a una milla y media del lugar donde se encontraban cuando lanzaron el torpedo—. Sonar, informe sobre el pescado.
—Marcación uno nueve cero, casi exactamente a popa. Sigue haciendo círculos y parece que está bajando un poco. Creo que a lo mejor el señuelo lo atrajo y el torpedo está tratando de dar con él.
—Todo adelante, dos tercios.
Ya es hora de disminuir la velocidad, pensó McCafferty. Habían pasado el punto inicial de cálculo, y la tripulación del avión necesitaría unos minutos para evaluar su ataque, antes de iniciar una nueva búsqueda. En ese tiempo, ellos estarían ya dos o tres millas más alejados, debajo de la capa y produciendo muy poco ruido.
—Comprendido, todo adelante dos tercios. Nivelando a doscientos cincuenta metros.
—Podemos empezar a respirar de nuevo, señores —dijo MacCafferty.
Su propia voz no era tan tranquila como él hubiera deseado. Por primera vez notó algunas manos temblorosas. Es como un accidente de automóvil, pensó. Uno sólo tiembla cuando ya está a salvo.
—Timón quince grados a la izquierda. Nuevo rumbo: dos ocho cero.
Si el avión efectuaba un nuevo lanzamiento no era conveniente navegar en línea recta. Pero ya deberían estar bastante seguros. Todo el episodio, comprobó, no había durado más de diez minutos.
El comandante se adelantó hasta el mamparo anterior y rebobinó el vídeo, luego empezó a pasarlo normalmente. Se vio el periscopio cuando aparecía en la superficie, la primera búsqueda rápida…, después el humo del marcador de señalización. Y luego apareció el avión; McCafferty inmovilizó la imagen.
El avión parecía un «Lockheed P-3 Orion».
—¡Ese es uno de los nuestros! —exclamó el electricista de turno.
El comandante se adelantó hacia el sonar.
—El pescado está desvaneciéndose, señor. Quedó atrás, y probablemente está tratando de atacar al señuelo, Me parece que cuando cayó al agua empezó a virar en dirección equivocada, alejándose de nosotros, quiero decir.
—¿Cómo suena?
—Muy parecido a uno de nuestros «Mark-46» —el jefe de sonaristas se estremeció—, ¡realmente sonaba como un cuarenta y seis!
Rebobinó su propia cinta grabada y la conectó al altavoz. El ruido chillón del pescado de dos hélices era suficiente como para poner los pelos de punta. McCafferty asintió y volvió en dirección a popa.
—Está bien; puede haber sido un «P-3» noruego. Y también podría haber sido un «May» ruso. Son muy parecidos y cumplen exactamente la misma tarea. Muy buen trabajo, señores. Vamos a alejarnos de esta zona.
El comandante se felicitó a sí mismo por su actuación. Acababa de realizar una evasión al primer ataque que recibía en la guerra… ¡hecho por un avión propio! Pero lo había evadido. No toda la suerte estaba del otro lado. ¿O sí?
Morris estaba dormitando en su silla en el puente y preguntándose qué significaba en la vida. Tardó unos cuantos segundos en darse cuenta de que no estaba trabajando con ningún papel, su pasatiempo normal por las tardes.
Tenía que transmitir informes de posición cada cuatro horas, informes de contacto cuando tuviera alguno. Hasta ese momento no los había tenido; pero ese manoseo de papeles de rutina que le consumía casi todo su tiempo, era cosa del pasado. ¡Qué pena, pensó, que fuera necesaria una guerra para aliviarlo de eso! Hasta casi podía imaginarse a sí mismo empezando a disfrutar de ella.
El convoy seguía navegando a veinte millas de distancia hacia el Sudeste con respecto a su buque. La fragata Pharris era el piquete exterior de sonar. Su misión consistía en detectar, localizar y atacar a cualquier submarino que intentara acercarse al convoy. Para hacer eso, la fragata se adelantaba (hacía una carrera a máxima velocidad de tanto en tanto, y luego se iba quedando lentamente para permitir que su sonar trabajara con la máxima eficiencia). Si el convoy hubiera continuado a veinte nudos en línea recta, aquella maniobra habría sido casi imposible. Pero las tres columnas de buques mercantes avanzaban zigzagueando, haciendo las cosas un poco más fáciles en todo sentido. Excepto para los marinos mercantes, para quienes ocupar posiciones de combate era algo tan extraño como marchar.
Morris bebía una «Coca-Cola». Era una tarde calurosa y prefería consumir cafeína fresca.
—Mensaje del Talbot, señor —informó el oficial de guardia en el puente.
Morris se levantó y caminó hacia el alerón de estribor del puente con sus binoculares. Se enorgullecía de ser capaz de leer las señales de Morse casi tan rápidamente como sus especialistas en comunicaciones y señaleros: INFORMAN ISLANDIA ATACADA Y NEUTRALIZADA POR FUERZAS SOVIÉTICAS X PREVIA AMENAZA AÉREA Y SUBMARINA MAS GRAVE X.
—Más buenas noticias, jefe —comentó el oficial de guardia.
—Sí.
—¿Cómo pudieron hacerlo? —se preguntó en voz alta Chip.
—Cómo no importa un cuerno —replicó Toland—. Tenemos que llevar esto al jefe.
Hizo una rápida llamada telefónica y partió hacia el sector de los almirantes.
Estuvo a punto de perderse. El Nimitz tenía más de dos mil compartimientos. El almirante sólo ocupaba uno de ellos, y Toland había estado allí una vez nada más. Encontró un centinela de infantería de Marina junto a la puerta. El comandante del portaaviones, capitán de navío Svenson, ya estaba allí.
—Señor, tenemos un mensaje FLASH de que los soviéticos han atacado y neutralizado Islandia. Pueden tener tropas allí.
—¿Tienen aviones? —preguntó Svenson de inmediato.
—No lo sabemos. Están tratando de lograr que un satélite de reconocimiento haga una observación, probablemente los británicos, pero nosotros no tendremos buena información por lo menos hasta después de seis horas. El último pasaje de un satélite nuestro fue hace dos horas, y no habrá otro hasta dentro de nueve.
—Está bien, dígame ahora lo que tenga —ordenó el almirante.
Toland comenzó a desarrollar la sintética información recibida en el mensaje desde Norfolk.
—Por lo que sabemos, no fue un plan muy ortodoxo, pero parece haber tenido éxito.
—Nadie dijo nunca que Iván fuera estúpido —comentó amargamente Svenson—. ¿Y qué hay de nuestras órdenes?
—Nada todavía.
—¿Qué efectivos de tropas tienen en Islandia? —preguntó el almirante.
—No dicen nada de eso, señor. La tripulación del «P-3» observó dos viajes de cuatro hovercraft. A cien hombres por carga, eso significa ochocientos hombres; por lo menos un batallón, o lo que es más probable, un regimiento. El buque es lo suficientemente grande como para transportar toda la carga de materiales y equipos de una brigada completa, y algo más. Dice en uno de los libros de Gorshkov que esta clase de buque es particularmente útil para operaciones de desembarco.
—Es demasiado para que pueda resistir un MAU, señor —dijo Svenson.
El MAU (Unidad anfibia de infantería de Marina) estaba integrado por un batallón reforzado.
—¿Con tres portaaviones para respaldarlos? —dijo bufando enojado el almirante Baker, aunque en seguida adoptó una actitud pensativa—. Podría tener razón. ¿Cómo incide esto en la amenaza aérea para nosotros?
—Islandia tenía un escuadrón de «F-15» y un par de aviones «AWAC». Una importante protección para nosotros…, ahora desaparecida. Hemos perdido la capacidad de reacción rápida sobre ataques aéreos, desgaste y combate, y seguimiento de tanques —a Svenson no le gustaba nada de todo esto—. Deberíamos ser capaces de controlar a esos «Backfire» con nuestros propios medios, pero habría sido mucho más fácil con la participación de esos «Eagle».
Baker bebía café.
—Nuestras órdenes no han cambiado.
—¿Qué otra cosa está pasando en el mundo? —preguntó Svenson.
—Están golpeando fuerte a Noruega, pero todavía no hay detalles. Lo mismo con respecto a Alemania. Se supone que la fuerza aérea ha causado fuertes pérdidas a los soviéticos, pero tampoco hay detalles. Todavía es demasiado pronto para tener una apreciación sustantiva de Inteligencia sobre lo que está ocurriendo.
—Si Iván ha conseguido suprimir a los noruegos y neutralizar completamente a Islandia, la amenaza aérea contra este grupo de batalla se ha duplicado, por lo menos —dijo Svenson—. Tengo que empezar a hablar con mi grupo aéreo.
El comandante se marchó. El almirante Baker quedó en silencio durante unos minutos. Toland debía permanecer en su sitio. Aún no tenía autorización para retirarse.
—¿Sólo atacaron a Keflavik?
—Sí, señor.
—Averigüe qué otra cosa tiene allí y tráigame el informe.
—Sí, señor.
Mientras Toland caminaba de regreso hacia la cueva de Inteligencia, reflexionó sobre lo que había dicho a su esposa. El portaaviones es el buque mejor protegido de toda la flota. Pero el comandante estaba preocupado…
Ya casi estaban considerando aquello como si fuera su casa. Por lo menos, la posición era fácilmente defendible.
Nadie podía acercarse a la Colina 152 sin ser visto, y eso significaba tener que cruzar un campo de lava y luego trepar una empinada y árida cuesta. García encontró un pequeño lago a un kilómetro de allí, evidentemente formado por el deshielo de las nieves del invierno que habían tardado en fundirse. El sargento Smith comentó que habría sido perfecta para mezclar con bourbon…, si hubieran tenido bourbon.
Estaban hambrientos, pero todos llevaban raciones para cuatro días, y era un banquete comer habas y jamón en lata. Edwards aprendió un nuevo y nada delicado nombre para ese artículo.
—¿Alguno de ustedes sabe cocinar una oveja? —preguntó Rodgers.
Había un gran rebaño a algunos kilómetros al sur de su posición.
—¿Cocinarla con qué? —preguntó Edwards.
—¡Ah! —Rodgers miró a su alrededor; no había un solo árbol a la vista—. ¿Cómo es que no hay árboles?
—Rodgers sólo lleva aquí un mes —explicó Smith—. Muchacho, no sabes lo que es un día de viento hasta que no hayas pasado un invierno en este lugar. La única forma en que aquí puede crecer un árbol es plantándolo en cemento. He visto vientos lo suficientemente fuertes como para arrancar un diablo y medio del camino.
—Aviones. —García, que tenía los binoculares, señaló hacia el Noroeste—. Muchos.
Edwards cogió los anteojos de campaña. Eran apenas puntos, pero fueron tomando forma.
—Yo cuento seis, grandes, parecidos a los «C-141»…, mi entonces tienen que ser «IL-76», creo. Tal vez algunos cazas también. Sargento, consiga papel y lápiz… tenemos que llevar la cuenta.
Duró varias horas. Los cazas aterrizaron primero y rodaron de inmediato a la zona de reabastecimiento de combustible; después rodaban hacia una de las pistas más cortas. Entraba un avión cada tres minutos, y Edwards no pudo evitar sentirse impresionado. El «IL-76», designado por los países de la OTAN con el nombre código de «Candid», tenía un diseño tosco, nada elegante, como su contraparte americana. Los pilotos aterrizaban, se detenían y salían de la pista de aterrizaje norte-sur para entrar en la pista de rodaje, como si lo hubieran practicado durante meses…, como Edwards se inclinó a sospechar que lo habían hecho. Descargaban frente al edificio terminal del aeropuerto, luego se dirigían al área de carga de combustible y despegaban, coordinando perfectamente las operaciones con los aviones que iban a aterrizar. En el ascenso posterior al despegue pasaban muy cerca de la colina, tan cerca que Edwards pudo copiar unos cuantos de los números pintados en la cola. Cuando la suma llegó a cincuenta, conectó la radio.
—Aquí Edwards transmitiendo desde la Colina 152. Dígame si me recibe. Cambio.
—Recibido, comprendido. —La voz contestó en el acto—. De ahora en adelante su nombre código es Beagle. Nosotros somos Doghouse. Continúe su informe.
—Entendido, Doghouse. Tenemos un puente aéreo en marcha. Hemos contado cincuenta, cinco cero, aviones soviéticos de transporte tipo India-Lima-Siete-Seis. Están entrando en Reykjavik, descargan y vuelven a despegar hacia el Noreste.
—Beagle, ¿está seguro?, repito, ¿está seguro de su cuenta?
—Respuesta afirmativa, Doghouse. Después de despegar pasan sobre nuestras cabezas mientras ascienden, y estamos llevando un registro con papel y lápiz. No hay duda, cinco-cero aviones. —Smith levantó su hoja—. Ahora ya son cincuenta y tres aviones y la operación continúa. También tenemos seis monoplazas haciendo espera al final de la pista cuatro. No conozco el tipo, pero seguro como el diablo que parecen aviones de caza. ¿Recibió todo, Doghouse?
—Recibí cincuenta y tres transportes y seis posibles cazas. Muy bien, Beagle, tenemos que llevar arriba esta información en seguida. Quede atento y mantendremos el programa de transmisión que acordamos. ¿Es segura su posición?
Esa sí que es una buena pregunta, pensó Edwards.
—Entendido, Doghouse. No podemos hacer otra cosa que quedarnos. Cambio y corto. —Se quitó los auriculares—. ¿Estamos seguros, sargento?
—Por supuesto, teniente, nunca me he sentido más seguro desde que estuve en Beirut.
—Una hermosa operación, camarada general —dijo el embajador, radiante.
—Su apoyo fue muy valioso —mintió el general entre dientes.
La Embajada soviética en Islandia tenía más de sesenta miembros, casi todos tipos de la Inteligencia de una o de otra clase. En vez de hacer algo útil, como incautarse del servicio telefónico, se habían puesto sus uniformes y estaban acorralando a las figuras políticas locales. Muchos de los miembros del antiguo parlamento de Islandia, el Althing, habían sido arrestados. Era necesario, acordó el general, pero las formas habían sido demasiado violentas: uno de ellos había muerto en el proceso y otros dos habían recibido heridas. Es mejor ser amables con ellos, pensaba. Esto no era Afganistán. Los islandeses no tenían tradición guerrera, y un acercamiento más pacífico y bondadoso podía dar mejores resultados. Pero ese aspecto de la operación estaba bajo control de la KGB, que ya tenía su gente colocada entre el personal de la Embajada.
—Con su permiso, aún tengo muchas cosas que hacer.
El general regresó al Fucik y subió por la escala. Habían surgido problemas al descargar un batallón de misiles de la división. El impacto del «Harpoon» en el buque había dañado las barcazas que contenían ese equipo. Las puertas recientemente instaladas para desembarco se habían atascado y tuvieron que ser aflojadas con soldadores. El general se encogió de hombros. Hasta ese momento, «Gloria Polar» había sido una operación para el libro de texto. No estaba mal para gente sin experiencia. La mayor parte de su equipo mecanizado —doscientos vehículos blindados y muchos camiones— ya se habían unido a sus tropas y dispersado. El batallón de «SA-11» era todo lo que quedaba.
—Malas noticias, camarada general —le informó el comandante del batallón de cohetes superficie-aire.
—¿Tengo que ponerme a esperarlas? —preguntó malhumorado el general. Había sido un día muy largo.
—Tenemos tres cohetes en servicio.
—¿Tres?
—Estas dos barcazas sufrieron daños cuando el misil norteamericano explotó en el buque. El impacto causó algunos destrozos. Pero lo más grave fue la acción del agua que usaron para apagar los incendios.
—Esos son misiles portátiles —protestó el general—, ¡los diseñadores podrían haber imaginado que iban a recibir humedad!
—Pero no con agua salada, camarada. Esta es la versión para el ejército, no para la armada, y no están protegidos contra la corrosión del agua salada. Los hombres que lucharon contra los incendios lo hicieron con todo entusiasmo, y la mayor parte de los cohetes quedaron empapados. El encablado exterior de control y las cabezas de radares en el morro de los misiles sufrieron daños. Mis hombres han probado electrónicamente todos los cohetes. Tres funcionan perfectamente. Quizá podamos limpiar y reparar cuatro más. El resto está perdido. Tenemos que pedir que nos envíen más por avión.
El general dominó su mal carácter. Así que…, una nimiedad en la que nadie había pensado. A bordo de los buques, los incendios se combaten con agua salada. Deberían haber pedido la variedad naval de esos cohetes. Siempre la culpa era de las pequeñas cosas.
—Divida sus lanzadores según lo planificado. Ponga en posición todos los misiles utilizables en el aeropuerto de Reykjavik, y los que piensa que pueden arreglarse en Keflavik. Yo ordenaré que nos envíen cohetes de repuesto. ¿Algún otro daño?
—Aparentemente no. Las antenas de los radares estaban cubiertas con plástico, y el instrumental dentro de los vehículos no sufrió porque los vehículos estaban perfectamente cerrados. Si recibimos nuevos cohetes, mi batallón está completamente listo. Podremos partir dentro de veinte minutos. Lo siento, camarada.
—No es culpa suya. ¿Sabe a dónde tiene que ir?
—Dos de mis comandantes de batería ya han revisado las rutas.
—Excelente. Continúe, camarada coronel.
El general trepó por la escala hasta el puente buscando a su oficial de comunicaciones. En el término de dos horas, un avión cargado con cuarenta misiles superficie-aire «SA-11», estaba despegando del aeropuerto de Múrmansk, Kilpyavr, con destino a Islandia.