Fue el tránsito el que tuvo la culpa. El sobre llegó según lo prometido a la correspondiente oficina de correos, y la llave de la casita indicada funcionó como él esperaba. Que intervenga el mínimo de personal. El mayor protestó por tener que exponerse él de esa manera y en forma abierta, pero no era la primera vez que había tenido que trabajar con la KGB, y necesitaba esa información actualizada si quería tener alguna posibilidad de éxito en su misión. Además —sonrió brevemente—, los alemanes están tan orgullosos de su servicio postal…
El mayor dobló el sobre tamaño folio y lo metió en el bolsillo de su chaqueta antes de abandonar el edificio. Sus ropas eran todas de origen alemán, lo mismo que las gafas de sol que se puso mientras abría la puerta. Miró la acera en ambas direcciones, buscando alguien que pudiera haberlo seguido. Nada. El oficial de la KGB le había prometido que en la casa de seguridad estaría absolutamente a salvo; que nadie tenía la menor sospecha de que se encontraba allí. Tal vez. El taxi lo esperaba al otro lado de la calle. Él tenía prisa. Los automóviles se habían detenido en la calzada y decidió cruzar directamente en vez de caminar hasta la esquina. El mayor era de Rusia y no estaba acostumbrado al revuelto tránsito europeo, donde se espera que los peatones también cumplan las reglamentaciones. Se hallaba a cien metros del policía de tráfico más próximo, y los conductores alemanes cercanos notaron que el agente del orden estaba de espaldas. Debió haber sido una sorpresa tan grande para el mayor como para los turistas norteamericanos comprobar que, al volante de un vehículo, los disciplinados alemanes no tenían nada de eso. El mayor descendió del bordillo sin mirar, justo en el momento en que la circulación empezaba a moverse.
En ningún momento alcanzó a ver al «Peugeot» que aceleraba. No iba a gran velocidad, sólo a veinticinco kilómetros por hora. Lo suficientemente rápido. El mayor quedó inconsciente antes de saber qué le había pasado; sus piernas sobresalían hacia la calle y una de las ruedas traseras del «Peugeot» pasó sobre ellas y le destrozó ambos tobillos. Las heridas en la cabeza eran espectaculares. Se había cortado una arteria importante, y la sangre corría por la acera mientras él permanecía inmóvil con la cara apoyada en el suelo. El auto se detuvo de inmediato y su conductora saltó afuera para ver qué había hecho. Se oyó un grito de un niño que jamás había visto tanta sangre, y un cartero corrió hasta la esquina para llamar al oficial de policía que estaba dirigiendo el tráfico, mientras otro hombre entraba en una tienda para llamar a una ambulancia. El tránsito detenido permitió al chófer del taxi abandonar su vehículo y acercarse. Quiso arrimarse más, pero ya había media docena de personas agachadas sobre el cuerpo.
—Er ist tot —observó uno de ellos.
El accidentado estaba tan pálido como para hacer pensar que así era. El mayor estaba sufriendo una profunda conmoción. Otro tanto ocurría a la conductora del «Peugeot», de cuyos ojos ya estaban brotando lágrimas y cuya respiración entrecortada se confundía con sus sollozos. Intentaba decir a todo el mundo que el hombre había bajado de la acera justo delante de su coche y que no había tenido oportunidad de frenar. Hablaba en francés, lo que hacía aún más difíciles las cosas.
Abriéndose camino entre los espectadores, el taxista se había acercado ya como para tocar el cuerpo. Tenía que quitarle aquel sobre…, pero en ese momento llegó el policía.
—¡Alle zurück! —ordenó, recordando sus viejas instrucciones, poner las cosas bajo control.
Esas enseñanzas lo habían capacitado para resistir el instinto de mover el cuerpo. Era una herida en la cabeza y quizá también en el cuello, y en esos casos no había que moverlos; sólo podía hacerlo un Experten. Uno de los presentes gritó que él ya había llamado a una ambulancia. El policía asintió secamente y esperó que llegara pronto. Confeccionar informes sobre accidentes de tráfico era un acto mucho más rutinario que estar observando un hombre inconsciente, ¿o muerto?, que sangraba ensuciando toda la acera. Un momento después levantó la vista aliviado al ver que un teniente, un supervisor más antiguo, se abría paso hasta allí.
—¿Ambulancia?
—En camino, Herr teniente. Mi nombre es Dieter, Gunther, agente de tráfico. Mi puesto está en la esquina.
—¿Quién guiaba el coche? —preguntó el teniente.
La conductora se irguió todo lo que pudo y empezó a repetir jadeando toda la historia en francés. Un testigo, que había presenciado el accidente, la interrumpió.
—Este señor bajó de la acera sin mirar. La señora no tuvo posibilidad de frenar. Yo soy banquero, y salí de la oficina de correos detrás de él. Trató de cruzar por donde no debía y bajó a la calle sin mirar la circulación. Mi tarjeta.
El banquero entregó al teniente su tarjeta comercial.
—Gracias, doctor Miller. ¿No tiene objeciones para hacer una declaración?
—Claro que no. Puedo ir directamente a la Comisaría si usted lo desea.
—Perfecto.
El teniente rara vez contaba con alguien tan elegante y bien dispuesto.
El taxista se mantuvo de pie al borde del grupo. Era un experimentado oficial de la KGB que ya había visto antes operaciones que salían mal, pero esto era…, absurdo. Siempre aparecía algo nuevo que podía arruinar una operación, con mucha frecuencia el detalle más simple, la cosa más tonta. ¡Este orgulloso comando paralizado por una francesa de mediana edad al volante de un sedán! ¿Por qué no había mirado a los malditos coches? Debí haber buscado algún otro que recogiera el sobre y mandar al diablo las condenadas instrucciones del Departamento de Seguridad, insultó mentalmente detrás de una cara impasible. Órdenes del Centro de Moscú: que intervenga un mínimo de personal. Cruzó la calle caminando para volver a su taxi y se preguntó cómo haría para explicar esto a su control. Los errores jamás eran culpa del Centro.
En seguida llegó la ambulancia. El sargento retiró el billetero de la víctima del bolsillo de su pantalón. Era un tal Siegfried Baum (bravo, pensó el teniente, un judío) del distrito de Altona, Hamburgo. La conductora del auto era francesa. Resolvió que tendría que viajar en la ambulancia hasta el hospital, con la víctima. Un accidente «internacional»: habría trabajo extra de papeles. El teniente lamentó no haberse quedado en el Gasthaus de la acera de enfrente y haber terminado su cerveza después del almuerzo. Vaya por su devoción al servicio. Además, estaba preocupado por su posible movilización…
El personal de la ambulancia trabajó rápidamente. Pusieron un collar cervical alrededor del cuello de la víctima y llevaron un tablero rígido antes de darle la vuelta para colocarlo en la camilla. Inmovilizaron las piernas rotas en la parte inferior con tablillas de cartón duro. Todo el procedimiento llevó seis minutos controlados por el reloj del teniente; luego él subió a la ambulancia y dejó a tres oficiales de policía a cargo de los trámites restantes y para despejar la escena del accidente.
—¿Está muy mal?
—Tiene probable fractura de cráneo. Ha perdido mucha sangre. ¿Qué sucedió?
—Bajó de la acera sin mirar.
—Idiota —comentó el auxiliar médico—. Como si no tuviésemos bastante trabajo.
—¿Vivirá?
—Depende de la herida de la cabeza —el hombre de la ambulancia se encogió de hombros—. Los cirujanos empezarán a ocuparse de él antes de una hora. ¿Sabe cómo se llama? Tengo que llenar un formulario.
—Baum, Siegfried. Kaisertrasse 17, Distrito de Altona, Hamburgo.
—Bueno, dentro de cuatro minutos estará en el hospital —el sanitario le tomó el pulso e hizo una anotación—. No parece judío.
—Tenga cuidado al decir esas cosas —le advirtió el teniente.
—Mi mujer es judía. La presión arterial le está bajando rápidamente.
El hombre de la ambulancia dudó si debía empezar con suero intravenoso, pero resolvió no hacerlo. Mejor dejar que los cirujanos tomaran la decisión.
—Hans, ¿avisaste por radio?
—Ja, ellos saben qué les llevamos —contestó el chófer—. ¿No está Biegler de guardia hoy?
—Así lo espero.
El conductor tomó velozmente una curva cerrada a la izquierda mientras la sirena de dos tonos seguía despejando el tránsito delante de ellos. Un minuto después detuvo el «Mercedes» y retrocedió hasta el sitio de recepciones de emergencia. Un médico y dos enfermeros ya estaban esperando.
Los hospitales alemanes son sumamente eficientes. En diez minutos la víctima —ahora el paciente—, estaba entubado para mantener abiertas las vías respiratorias, inyectado para colocarle una unidad de sangre 0 positiva y una botella de fluidos intravenosos, y llevado en una camilla hasta neurocirugía para una inmediata intervención del profesor Anton Ziegler. El teniente tuvo que permanecer en la sala de emergencia con el profesional de guardia.
—Entonces, ¿quién era? —preguntó el joven médico.
El policía le dio la información.
—¿Un alemán?
—¿Le parece extraño? —preguntó el teniente.
—Bueno, cuando llegó la llamada de radio, y dijeron que también venía usted, supuse que esto era…, bueno, algo delicado, como si el herido fuera un extranjero.
—La mujer que guiaba el auto es francesa.
—Ah, eso explica todo. Yo creí que el extranjero era él.
—¿Por qué?
—Por el trabajo que tiene en la dentadura. Me di cuenta cuando lo entubé. Tiene varias cavidades reparadas con acero inoxidable…, un trabajo descuidado.
—Tal vez vino de la Zona Oriental —observó el teniente. El médico recepcionista lanzó un bufido.
—¡Ningún alemán pudo haber hecho ese trabajo! Un carpintero lo habría realizado mejor.
El médico llenó rápidamente el formulario de admisión.
—¿Qué me quiere decir?
—Tiene un trabajo dental muy pobre. Extraño. Está muy bien vestido. En buen estado físico. Judío. Pero tiene un trabajo dental miserable —el médico se sentó—. Vemos muchas cosas extrañas, por supuesto.
—¿Dónde están sus efectos personales?
El teniente era un tipo naturalmente curioso; esa era una de las razones por las cuales se había hecho policía después de prestar servicios en la Bundeswehr. El médico atravesó la sala e indicó al oficial una habitación donde una empleada del hospital había inventariado los efectos personales para guardarlos con seguridad.
Encontraron las ropas cuidadosamente acomodadas; la chaqueta y la camisa separadas para que sus manchas de sangre no ensuciaran nada más. Habían puesto a un lado, para registrarlos, un juego de llaves, algunas monedas y un sobre de tamaño grande. La empleada estaba completando otro formulario, cuidando de anotar lo que había llegado con el paciente.
El policía cogió el sobre de papel manila. Lo habían despachado desde Stuttgart la tarde del día anterior. Un sello de diez marcos. Siguiendo un impulso, sacó un cortaplumas y lo abrió. Ni el médico ni la empleada objetaron nada. Después de todo, era un oficial de Policía.
En el interior había un sobre grande y otros dos más pequeños. Abrió primero el mayor y extrajo el contenido. Era un diagrama. Parecía bastante común, hasta que vio que se trataba de un documento del Ejército Alemán sellado Geheim. Secreto. Después observó el membrete: Lammersdorf. Tenía en sus manos un mapa de una jefatura de comunicaciones de la OTAN, a menos de treinta kilómetros dé donde él se encontraba. El teniente de Policía era capitán de la reserva del Ejército Alemán, y estaba habilitado como oficial de Inteligencia. ¿Quién era Siegfried Baum? Abrió los otros sobres. Después se dirigió al teléfono.
El jefe de transporte llegó exactamente a su hora. Una suave brisa los saludó desde el mar cuando Toland emergió por la puerta de carga, Había allí un par de marineros para dirigir las llegadas. A Toland le señalaron un helicóptero que se hallaba a unos cien metros, con su rotor ya dando vueltas. Caminó vivamente hacia la máquina, junto con otros cuatro hombres. Cinco minutos después estaba en el aire; su primera visita a España había durado exactamente once minutos. Nadie intentó iniciar una conversación. Toland miró por una de las pequeñas ventanillas.
Estaba sobre aguas azules, volando evidentemente hacia el suroeste. Se hallaban a bordo de un helicóptero Sea King antisubmarino. El suboficial de la tripulación era también operador de sonar, y estaba manipulando su aparato, seguramente haciendo alguna clase de prueba. Las paredes interiores de la aeronave no tenían tapizado. Hacia atrás se hallaban depositadas las sonoboyas, y el transductor del sonar estaba insertado en su compartimiento en el suelo. Con todo eso, el helicóptero quedaba lleno, la mayor parte de su espacio ocupado por armas e instrumental de sensores. Hacía media hora que estaba en el aire cuando la aeronave empezó a descender en círculos. Dos minutos después, aterrizaron en el USS Nimitz.
La cubierta de vuelo era calurosa, llena de ruidos y hedía a combustible jet. Un tripulante de cubierta los llevó hacia una escalerilla que descendía hasta la pasarela que rodeaba la cubierta, y a un pasadizo debajo de ella. Allí encontraron aire acondicionado y relativo silencio, aislados de las operaciones de vuelo que continuaban arriba.
—¿Capitán de corbeta Toland? —llamó un cabo oficinista.
—Aquí.
—Por favor, señor, venga comnigo.
Toland siguió al marino a través de una conejera de compartimientos debajo de la cubierta de vuelo, hasta que finalmente le indicaron una puerta abierta.
—Usted debe de ser Toland —observó un oficial con aspecto de agotado.
—Debo de ser…, a menos que los cambios de uso horario hayan hecho algo.
—¿Quiere primero las buenas noticias o las malas?
—Las malas.
—Muy bien, tendrá una litera. Los camarotes no alcanzan para todos nosotros, los tipos de Inteligencia. Aunque no debería tener mucha importancia. Hace tres días que no duermo…, una de las razones por las que usted está aquí. La buena noticia es que acaban de darle otro galón. Bienvenido a bordo, capitán de fragata. Yo soy Chip Bennett. —El oficial mostró a Toland una hoja de télex—. Parece que el comandante en jefe del Atlántico lo aprecia mucho. Es bueno tener amigos en las alturas.
El mensaje anunciaba simplemente que el capitán de corbeta Robert A. Toland, III, de la Reserva de Marina de Guerra de los Estados Unidos, había sido promovido a capitán de fragata de la reserva, lo que le daba derecho a usar los tres galones dorados correspondientes al nuevo grado, pero no a cobrar todavía el sueldo de esa jerarquía.
—Creo que es un paso en la dirección correcta. ¿Qué voy a tener que hacer aquí?
—Teóricamente se supone que usted debe ser mi auxiliar, pero estamos tan sobrecargados de información en este momento que vamos a repartir las responsabilidades. Voy a dejar que usted se haga cargo de los informes de la mañana y de la noche para el comandante del grupo de batalla. Eso lo hacemos a las siete de la mañana y a las ocho de la tarde. Al contralmirante Samuel B. Baker, Jr. Hijo de P. Es un ex nuclear. Le gusta todo rápido y limpio, con notas a pie de página y fuentes de obtención, en el escrito que lee después. No duerme casi nunca. Su puesto de combate estará en el CID, con el oficial de operaciones tácticas del grupo. —Walter se frotó los ojos—. ¿Y qué diablos está pasando en este mundo chiflado?
—¿Qué parece? —contestó Toland.
—Algo nuevo acaba de llegar. Hoy retiraron de la plataforma de lanzamiento, en Kennedy, el transbordador espacial Atlantis; supuestamente por un fallo de las computadoras, ¿cierto? Tres diarios han publicado una historia diciendo que la retiraron para remplazar la carga. Iban a poner en órbita tres o cuatro satélites comerciales de comunicaciones. En cambio, ahora la carga será de satélites de reconocimiento.
—Creo que la gente está empezando a tomar esto en serio.
«Siegfried Baum» se despertó seis horas después y vio a tres hombres que vestían ropas de cirujano. El efecto de la anestesia todavía le pesaba, y sus ojos no podían enfocar bien.
—¿Cómo se siente? —le preguntó uno de ellos en ruso.
—¿Qué me ha pasado? —El mayor respondió en ruso. Ach so.
—Lo atropelló un automóvil y ahora está en un hospital militar —mintió el hombre. Se encontraban todavía en Aachen, cerca de la frontera germano belga.
—Que…, yo iba saliendo hacia…
La voz del mayor era la de un borracho, pero se interrumpió bruscamente. Sus ojos trataron de enfocar mejor.
—Ya terminó todo para usted, mi amigo —ahora el hombre que hablaba cambió al alemán—. Sabemos que es un oficial soviético, y ha sido hallado en posesión de documentos secretos del gobierno. Dígame, ¿cuál es su interés en Lammersdorf?
—No tengo nada que decir —contestó «Baum», en alemán.
—Ya es un poquito tarde para eso —le advirtió el interrogador, volviendo a emplear el ruso—. Pero vamos a facilitarle las cosas. El cirujano nos ha dicho que ahora ya podemos probar una medicina nueva con usted, y entonces nos dirá todo lo que sabe. Compréndalo bien. Nadie es capaz de resistir esta forma de interrogación. Usted tendría que considerar también su posición —dijo el hombre con severidad—. Es un oficial del Ejército de un gobierno extranjero, ilegalmente aquí en la República Federal, viajando con papeles falsos y en posesión de documentos secretos. Como mínimo, podemos enviarlo a prisión para toda la vida. Pero, teniendo en cuenta lo que está haciendo su gobierno en estos momentos, no nos interesan las medidas «mínimas». Si usted coopera, vivirá; y probablemente un tiempo después lo devolvamos a la Unión Soviética para canjearlo por un agente alemán. Además, diremos que obtuvimos de usted toda la información mediante el empleo de drogas; esto no podría producirle daño alguno. Si usted no coopera, morirá por las heridas recibidas en un accidente automovilístico.
—Yo tengo familia —dijo en voz baja el mayor Andre Chernyavin, tratando de recordar sus obligaciones.
La combinación del miedo con el aturdimiento producido por la droga provocaba una total confusión en sus emociones. No podía saber que le habían colocado una ampolla de pentotal sódico en el frasco gotero intravenoso, que ya estaba produciendo efectos y debilitando sus funciones cerebrales más elevadas. Pronto perdería la capacidad de comprender las consecuencias a largo plazo de sus actos. Sólo importaría el aquí y el ahora.
—Nada les pasará a ellos —prometió el coronel Weber, un oficial del Ejército asignado al Bundesnachrichtendienst, que había interrogado a muchos agentes soviéticos—. ¿Usted cree que castigamos a las familias de todos los espías que capturamos? Pronto no vendría nadie a espiarnos.
Weber dejaba que su voz se fuera suavizando. Las drogas ya estaban produciendo su efecto y, como la mente del extranjero se hallaba ya sumida en la confusión, podía actuar con amabilidad, extrayéndole la información con halagos y engaños. Lo gracioso era que quien le había instruido sobre cómo hacer esto había sido un psiquiatra, pensó. A pesar de tantas películas sobre brutales interrogadores alemanes, él jamás había sido preparado para obtener informaciones por la fuerza. Qué lástima, pensó. De haberlo necesitado alguna vez habría sido justamente ahora. La mayor parte de la familia del coronel vivía en las afueras de Kulmbach, a pocos kilómetros de la frontera.
—Capitán Iván Mikhailovich Sergetov presentándose de acuerdo con lo ordenado, camarada general.
—Siéntese, camarada capitán.
El parecido con su padre era notable, pensó Alekseyev. Bajo y fornido. El mismo orgullo en los ojos, la misma inteligencia. Otro hombre joven en pleno camino ascendente.
—Me ha dicho su padre que usted es un distinguido estudiante de idiomas del Medio Oriente.
—Sí, camarada general.
—¿Ha estudiado también a la gente que los habla?
—Eso forma parte del programa, camarada. —El joven Sergetov sonrió—. Hasta hemos tenido que leernos el Corán. Es el único libro que la mayoría de ellos lee en toda su vida y, por lo tanto, un factor importante para comprender a los salvajes.
—¿Entonces, no le gustan los árabes?
—No en particular. Pero nuestro país debe hacer negocios con los suyos. Y yo me llevo bastante bien con ellos. Mi clase tendrá oportunidad de reunirse con diplomáticos de países políticamente aceptables para practicar nuestro aprendizaje de idiomas. Especialmente con Libia y también con representantes del Yemen y Siria.
—Usted ha actuado tres años con tanques. ¿Podemos derrotar a los árabes en una batalla?
—Los israelíes lo han hecho con toda facilidad, y ellos no tienen ni una fracción de nuestros recursos. El soldado árabe es un campesino analfabeto, pobremente instruido y mal conducido por oficiales incompetentes.
Un joven que tiene todas las respuestas. ¿Y tal vez puede explicarme Afganistán?, pensó Alekseyev.
—Camarada capitán, usted va a estar incorporado a mi estado mayor personal durante las futuras operaciones contra los Estados del golfo Pérsico. Voy a confiar en usted para toda la tarea idiomática, y para ayudar en nuestras apreciaciones de inteligencia. Entiendo que usted se está preparando para ser diplomático. Eso es muy útil para mí. Siempre me gusta tener una segunda opinión sobre la información de Inteligencia que nos envían la KGB y la GRU [19]. No es que desconfíe de nuestros camaradas especialistas en Inteligencia, usted me comprende. Simplemente me gusta tener a alguien que piense con la mentalidad «Ejército» para que revise la información. La circunstancia de que usted ha prestado servicios en tanques es doblemente valiosa para mí. Una pregunta más: ¿Cómo están reaccionando a la movilización los reservistas?
—Con entusiasmo, desde luego —replicó el capitán.
—Iván Mikhailovich, supongo que su padre le habló de mí. Yo escucho atentamente la palabra de nuestro Partido, pero los soldados que se preparan para una batalla necesitan conocer la verdad descarnada, para que podamos convertir en realidad los deseos del Partido.
El capitán Sergetov advirtió con cuánto cuidado había elegido las palabras.
—Nuestra gente está enojada, camarada general. Se hallan enfurecidos por el atentado en el Kremlin, el asesinato de los niños. Creo que «entusiasmo» no es una gran exageración.
—¿Y usted, Iván Mikhailovich?
—Camarada general, mi padre me anunció que usted me haría esa pregunta. Me dijo que le asegurara que él no tenía conocimiento anticipado de aquello, y que lo importante era salvaguardar a nuestro país, de manera que nunca más sean necesarias tragedias similares.
Alekseyev no contestó de inmediato. Quedó helado al tener la confirmación de que Sergetov le había leído el pensamiento tres días antes, y pasmado ante el hecho de que hubiera confiado a su hijo tan enorme secreto. Pero era bueno saber que él no se había equivocado al juzgar al hombre del Politburó. Se podía confiar en él. ¿Quizá también en su hijo? Evidentemente, Mikhail Eduardovich lo piensa así.
—Camarada capitán, estas son cosas que tienen que ser olvidadas. Ya tenemos bastante de qué ocuparnos. Usted trabajará abajo en el vestíbulo, en la oficina veintidós. Hay mucho trabajo que lo está esperando. Puede retirarse.
—Es todo un fraude —informó Weber al canciller cuatro horas más tarde. El helicóptero en el que había volado hasta Bonn todavía no había dejado siquiera el suelo—. Todo el asunto del atentado con la bomba es un fraude cruel y deliberado.
—Sabemos eso, coronel —respondió el canciller malhumorado. En ese momento hacía ya dos días completos que se mantenía despierto tratando de luchar a brazo partido con la repentina crisis germano-rusa.
—Herr canciller, el hombre que tenemos ahora en el hospital es el mayor Andre Ilych Chernyavin. Entró en el pais por la frontera checoslovaca hace dos semanas con un juego separado de papeles falsos. Es oficial de las fuerzas soviéticas Spetznaz [20], sus Sturmtruppen de élite. Quedó gravemente herido en un accidente automovilístico: el muy imbécil bajó de la acera sin mirar y justo delante de un auto; llevaba con él un diagrama completo de la base de comunicaciones de la OTAN en Lammersdorf. Los puestos de seguridad de esa estación se cambiaron hace sólo un mes. Este documento no tiene más de dos semanas. También llevaba los horarios de guardias y una lista de los oficiales que las harían…, ¡y eso sólo tiene tres días en vigencia! Él y un grupo de diez hombres pasaron por la frontera checoslovaca y luego recibieron sus órdenes operativas, las cuales consisten en atacar la base exactamente a la medianoche un día después de recibir la señal de alerta. También existe una señal de cancelación para el caso de que cambien los planes. Tenemos ambas señales.
—Ese hombre entró en Alemania mucho antes…
El canciller estaba sorprendido a pesar de si mismo. El asunto era tan irreal.
—Exactamente. Todo coincide, Herr canciller. Por alguna razón Iván va a atacar a Alemania. Hasta este momento, todo ha sido un fraude, destinado a cogernos con la guardia baja. Aquí tengo una transcripción completa de nuestra entrevista con Chernyavin. Él tiene conocimiento de otras cuatro operaciones Spetznaz, todas ellas consistentes con un ataque en gran escala a través de nuestras fronteras. Ahora está en nuestro hospital militar de Koblenz bajo rigurosa vigilancia. Tenemos también un vídeo de su confesión.
—¿No existe la posibilidad de que todo esto sea una especie de provocación rusa? ¿Por qué no trajeron esos documentos cuando cruzaron la frontera?
—La reconstrucción de la estación de Lammersdorf significó que hubieron de corregir la información que tenían. Como usted sabe, nosotros hemos estado aumentando las medidas de seguridad en nuestras estaciones de comunicaciones de la OTAN desde el último verano, y nuestros amigos rusos también deben de haber estado poniendo al día sus planes de ataque. El hecho de que hayan logrado obtener esos documentos, algunos de ellos de sólo pocos días de vigencia, es alarmante en extremo. En cuanto a cómo ocurrió que pudiésemos echar mano a este hombre. —Weber explicó las circunstancias del accidente—. Tenemos todas las razones para creer que el accidente fue auténtico, no provocado. La conductora, una tal Madame Anne-Marie LeCourte, es una representante de modas. Vende vestidos para algún diseñador de Paris; no es probable que sea la máscara de una espía soviética. ¿Y para qué hacer semejante cosa? ¿Acaso esperan ellos que nosotros lancemos un ataque contra la República Democrática Alemana basado en esto? Primero nos acusan de bombardear el Kremlin, ¿y después tratan de provocarnos? No es lógico. Lo que tenemos aquí es un hombre cuya misión es preparar el camino para una invasión soviética a Alemania paralizando las comunicaciones de la OTAN inmediatamente antes de comenzar las hostilidades.
—Pero hacer semejante cosa…, aun en el caso de que ese ataque se halle planeado…
—Los soviéticos están ebrios con los grupos de «operaciones especiales», una lección de Afganistán. Estos hombres se encuentran muy bien entrenados, son muy peligrosos. Y es un plan muy astuto. La identificación judía, por ejemplo. Los bastardos apuestan a nuestra sensibilidad con los judíos, ¿no es así? Si al individuo lo detiene un oficial de Policía, puede hacer una fortuita observación sobre cómo tratan los alemanes a los judíos, ¿y qué haría un joven policía? Probablemente pedirle disculpas y permitirle que se marchara. —Weber sonrió frunciendo el ceño; había sido un detalle muy bien pensado, y tenía que admirarlos—. Lo que no pudieron prever fue lo inesperado. Hemos tenido suerte. Y ahora deberíamos hacer uso de esa suerte. Herr canciller, esta información debe ir en seguida al alto mando de la OTAN. Por el momento, tenemos en observación su casa de seguridad. Podríamos estar dispuestos a atacarla. Nuestros guardias de frontera, GSG-9 [21], están listos para la misión, pero quizá debería ser una operación de la OTAN.
—Primero debo reunirme con mi gabinete. Después hablaré por teléfono con el Presidente de los Estados Unidos y con los otros jefes de la OTAN.
—Discúlpeme, canciller, pero no hay tiempo para eso. Con su permiso, antes de una hora entregaré una copia del vídeo al oficial de enlace de la CIA, y también a los británicos y los franceses. Los rusos van a atacarnos. Es mejor alertar primero a los servicios de Inteligencia, que dispondrán lo necesario para su conversación con el Presidente y con quien sea. Debemos movernos de inmediato, herr canciller. Esta es una situación de vida o muerte.
El canciller bajó la vista y miró fijamente su escritorio.
—De acuerdo, coronel. ¿Qué propone hacer con este Chernyavin?
Weber ya había tomado medidas en ese terreno.
—Murió por las heridas recibidas en el accidente automovilístico. Aparecerá esta noche en los noticiarios de televisión y en los diarios. Naturalmente, lo pondremos a disposición de nuestros aliados para nuevos interrogatorios. Estoy seguro de que la CIA y otros querrán verlo antes de la medianoche.
El canciller de la República Federal alemana miró fijamente a través de las ventanas de su oficina de Bonn. Recordaba su servicio en las fuerzas armadas cuarenta años antes: un asustado adolescente con un casco que casi le cubría los ojos.
—Está sucediendo de nuevo. ¿Cuántos morirán esta vez?
—Ja.
—¡Dios mio! ¿Cómo irá a ser?
El capitán observaba el costado de babor de su buque desde el ala del puente. Los remolcadores empujaban la última barcaza hacia el elevador de popa y luego se retiraban en retroceso. El elevador subía unos pocos metros y la barcaza quedaba colocada en su lugar sobre los carritos que esperaban en las vías que iban de proa a popa. El primer oficial del Julius Fucik supervisaba el proceso de carga desde la estación de control de cabrestantes del buque y se comunicaba por medio de su transmisor con otros hombres, repartidos en los sectores de popa de la nave. El elevador igualó el nivel de la tercera cubierta de carga, que quedó expuesta al abrirse la amplia puerta de acceso. Unos tripulantes sujetaron cables a los carritos y los aseguraron rápidamente.
Los cabrestantes tiraron de la barcaza para hacerla entrar en la tercera cubierta de carga, la más baja, del buque portabarcazas de desembarco. Cuando los carritos se encontraron sobre las marcas pintadas, la puerta a prueba de agua se cerró y se encendieron las luces para permitir a los hombres encargados que aseguraran firmemente la barcaza en su sitio. Perfectamente cumplido, pensó el primer oficial. Todo el procedimiento de carga había quedado completado en sólo once horas, casi un récord. Se dedicó a supervisar las tareas de aseguramiento para el mar de toda la parte posterior de la nave.
—La última barcaza estará completamente amarrada en treinta minutos —informó el suboficial al primer oficial, quien a su vez transmitió la información al puente.
El capitán Kherov apretó las teclas de su teléfono que lo comunicarían con la sala de máquinas.
—Debe estar listo para responder al telégrafo de aquí a media hora.
—Muy bien.
El ingeniero de máquinas colgó.
En el puente, el capitán se volvió hacia su pasajero de mayor jerarquía, un general paracaidista que se había puesto la chaqueta azul de oficial del buque.
—¿Cómo están sus hombres?
—Algunos ya tienen mareo de mar —rio el general Andreyev.
Los habían llevado a bordo en el interior de las barcazas completamente cerradas; excepto al general, desde luego, junto con toneladas de carga militar.
—Le agradezco que haya autorizado a mis hombres a caminar por la cubierta inferior.
—Yo estoy a cargo de un buque, no de una prisión. Espero que no estropeen nada.
—Se les ha dicho —le aseguró Andreyev.
—Muy bien. Tendremos muchos trabajos para darles dentro de unos pocos días.
—¿Sabe que este es mi primer viaje en barco?
—¿De verdad? No tema, camarada general. Es mucho más cómodo que viajar en avión…, ¡y después saltar de él! —El capitán rio—. Este es un buque grande y navega muy bien, incluso con una carga tan liviana.
—¿Carga liviana? —preguntó el general—. Usted tiene a bordo más de la mitad del equipo de mi división.
—Podemos llevar mucho más de treinta y cinco mil toneladas métricas de carga. Su equipamiento es voluminoso, pero no tan pesado.
Era un nuevo concepto para el general, que habitualmente debía hacer los cálculos para trasladar el equipo por avión.
Abajo, más de mil hombres del Regimiento de Infantería de Ataque Aerotransportada 2340, se arremolinaban y caminaban de un lado a otro bajo el control de sus oficiales y suboficiales. Excepto unos ratitos durante la noche, deberían permanecer allí abajo hasta que el Fucik dejara atrás el Canal de la Mancha. Lo toleraban sorprendentemente bien. Aunque estaban amontonados con las barcazas y los equipos, los cavernosos espacios de carga eran mucho más amplios que las cabinas de los aviones militares de transporte a los que se hallaban acostumbrados. Los miembros de la dotación del barco estaban colocando planchas desde la parte superior de una barcaza hasta otra, de modo que pudieran disponer de más lugar para dormir y no ocuparan los grasientos lugares de trabajo que los marineros debían vigilar. Poco tiempo después iban a explicar a los oficiales de los regimientos todo lo relativo a los sistemas de la nave, especialmente lo referente a lucha contra el fuego. Se insistió en el cumplimiento del reglamento que prohibía fumar; pero los marineros profesionales no querían arriesgar. Estaban sorprendidos ante el humilde comportamiento de los jactanciosos paracaidistas. Comprendieron que hasta las más destacadas tropas de élite podían sentirse acobardadas en un ambiente nuevo y desconocido. Fue una observación placentera para marinos mercantes.
Tres remolcadores empezaron a tirar de los cabos que colgaban por los costados del buque, alejándolo lentamente del muelle. Se unieron otros dos en cuanto la nave se halló en espacio abierto y empujaron la proa enfrentándola al mar para salir de la terminal de Leningrado. El general contempló cómo el capitán controlaba el procedimiento, corriendo de un ala del puente a la otra con un joven oficial a remolque, dando órdenes al timón cuando pasaba. El capitán Kherov tenía cerca de sesenta años, y más de dos tercios de su vida habían transcurrido en el mar.
—¡Timón a la vía! —ordenó—. Lento adelante.
El timonel repitió ambas órdenes en menos de un segundo, según comprobó el general. No está mal, pensó, recordando los torpes comentarios que había escuchado de tanto en tanto sobre los marinos mercantes.
El capitán volvió a reunirse con él.
—Bueno, lo peor ya quedó atrás.
—Pero tuvo ayuda para eso —comentó el general.
—¡Vaya ayuda! Los que gobiernan estos malditos remolcadores son borrachos. Provocan daños en los buques con bastante frecuencia.
El capitán se acercó a la carta marina. Que bueno: canal recto y profundo hasta el Báltico. Podía aflojarse un poco. Se dirigió a su sillón en el puente, se sentó y pidió:
—¡Té!
En seguida apareció un camarero con varias tazas en una bandeja.
—¿No hay bebidas alcohólicas a bordo? —Andreyev estaba sorprendido.
—No, a menos que sus hombres las hayan traído, camarada general. No tolero el alcohol en mi buque.
—Ya lo creo —el primer oficial se unió a ellos—. Todo asegurado a popa, las medidas para mar especial están tomadas. Vigías en sus puestos. La inspección de cubierta se está realizando.
—¿Inspección de cubierta?
—Normalmente, en cada cambio de guardia, controlamos que no haya escotillas abiertas, camarada general —explicó el primer oficial—. Con sus hombres a bordo lo comprobaremos cada hora.
—¿No confía en mis hombres?
El general estaba ligeramente ofendido.
—¿Usted confiaría en uno de nosotros a bordo de su Avión? —replicó el capitán.
—Tiene razón, por supuesto. Discúlpeme, por favor. —Andreyev sabía reconocer a un profesional cuando lo veía—. ¿Puede designar unos pocos de sus hombres para enseñar a mis oficiales jóvenes y sargentos lo que necesitan aprender?
El primer oficial sacó del bolsillo unos cuantos papeles.
—Las clases comenzarán dentro de tres horas. En dos semanas, sus hombres serán buenos marinos.
—Nos hallamos preocupados en especial respecto al control de averías —dijo el capitán.
—¿Eso le preocupa?
—Naturalmente. Estamos entrando en el peligro, camarada general. También me gustaría ver qué pueden hacer sus hombres para la defensa del buque.
El general no había pensado en eso. La operación había sido montada con demasiada rapidez para su gusto, sin que tuviera oportunidad de instruir a sus hombres en sus obligaciones en el buque. Consideraciones de seguridad. Bueno, ninguna operación llegaba nunca a estar completamente planificada, ¿verdad?
—Ordenaré a mi comandante antiaéreo que se reúna con usted cuando usted lo disponga —hizo una pausa—. ¿Qué clase de daño puede absorber este buque y sobrevivir?
—No es un buque de guerra, camarada general. —Kherov sonrió misteriosamente—. Sin embargo, usted notará que casi toda nuestra carga está en barcazas de acero. Esas barcazas tienen paredes dobles, con un metro de espacio entre ellas, lo que hasta puede ser mejor que la compartimentación en un buque de guerra. Con suerte, espero no tener que comprobarlo. Lo que más me preocupa es el fuego. Si podemos lograr una buena preparación en la lucha contra incendios, tal vez podamos sobrevivir por lo menos a un impacto de misil, y tal vez a dos o tres.
El general asintió pensativo.
—Mis hombres estarán disponibles para usted cada vez que lo desee.
—Tan pronto como dejemos atrás el Canal. —El capitán se levantó y consultó de nuevo la carta de navegación—. Lamento que no podamos ofrecerle un crucero de placer. Tal vez el viaje de regreso.
El general alzó su taza.
—Brindo por eso, camarada. Mis hombres están a su disposición hasta que llegue el momento. ¡Éxito!
—Sí. ¡Éxito!
El capitán Kherov alzó también su taza, deseando casi que hubiera sido un vaso de vodka, para brindar adecuadamente por su misión. Estaba listo. Desde su juventud en los barreminas de la armada, no había tenido ocasión de servir directamente al Estado, y estaba resuelto a ver que su misión se cumplía con éxito.
—Buenas tardes, mayor.
En una ala muy vigilada del hospital militar, el jefe de la estación de Bonn de la CIA se sentó con sus homólogos británico y francés y un par de traductores.
—¿Vamos a hablar de Lammersdorf? —preguntó.
Sin que los alemanes lo supieran, los británicos tenían un expediente sobre las actividades del mayor Chernyavin en Afganistán, que incluía una fotografía, mala pero reconocible, del hombre recordado por el Mujadín como el Demonio de Kandahar. El general Jean-Pierre de Ville, de la DGSE francesa, condujo el interrogatorio por ser quien mejor hablaba el ruso. En esos momentos, Chernyavin ya era un hombre quebrado. Su único intento de resistencia quedó destruido al escuchar la cinta grabada de su confesión inducida por las drogas. Hombre muerto para sus propios compatriotas, el mayor repetía lo que estos hombres ya sabían, pero tenían que oírlo personalmente. Tres horas más tarde, los despachos de prioridad FLASH [22] salieron hacia tres capitales occidentales, y los representantes de los tres servicios de seguridad prepararon documentos informativos para sus contrapartes en los demás países de la OTAN.