04. «MASKIROVA I».

MOSCÚ, URSS

El ministro de Asuntos Exteriores entró en escena por la izquierda, como hacia siempre, y se dirigió al atril caminando con un paso vivo que contradecía sus setenta años. Tenía al frente una multitud de periodistas ordenados por los guardias soviéticos en sus respectivos grupos; los de la Prensa escrita, acompañados de sus fotógrafos, hacían garabatos en las agendas; los de los medios visuales, instalados frente a sus lámparas de arco portátiles. El ministro de Asuntos Exteriores odiaba aquellas malditas cosas, y odiaba a la gente que se hallaba frente a ellos. La Prensa occidental, con su falta de educación, siempre fisgoneando, siempre tanteando, siempre haciendo preguntas y exigiendo respuestas que él no necesitaba dar ni siquiera a su propia gente. «Qué extraño es —pensó, mientras levantaba la vista de sus notas— que a menudo tuviera que hablar más abiertamente a estos espías extranjeros a sueldo que a los miembros del Comité Central del partido». Espías, eso eran exactamente…

Se podían manipular, por supuesto, siempre que lo hiciera un hombre hábil, con una colección cuidadosamente preparada de informaciones falsas…, que era precisamente lo que él estaba a punto de hacer. Pero en general eran una amenaza, porque nunca dejaban de hacer lo que fuera que hiciesen. Era algo que el ministro de Asuntos Exteriores jamás olvidaba, y el motivo por el cual no los menospreciaba. Tratar con ellos siempre significaba un riesgo potencial. Aun cuando se estuviera manipulándolos podían ser peligrosos en su búsqueda de información. Si al menos lo entendiese así el resto del Politburó.

—Señoras y señores —comenzó hablando en inglés—. Voy a hacer una breve declaración y lamento no poder responder preguntas esta vez. Se entregará un folleto a cada uno de ustedes cuando salgan…, es decir, creo que en ese momento ya estarán listos. —Hizo una seña a un hombre que se hallaba al fondo del salón, que asintió moviendo exageradamente la cabeza. El ministro de Asuntos Exteriores ordenó sus papeles durante un momento y comenzó a hablar con la precisa dicción de quien conoce el tema:

—El Presidente de los Estados Unidos ha pedido, con frecuencia «hechos y no palabras», en la búsqueda del control de las armas estratégicas. Como ustedes saben, y ante la decepción del mundo entero, las negociaciones sobre armamento, que aún continúan en Viena, no han logrado progresos significativos desde hace más de un año y cada una de las partes acusa de ello a la otra. Es bien conocido por todos los pueblos del mundo amantes de la paz que la Unión Soviética nunca ha deseado la guerra, y que solamente un loco podría considerar siquiera la confrontación atómica como una opción política viable en nuestro moderno mundo del contragolpe, la lluvia radiactiva y el «invierno nuclear».

—Maldito… —murmuró Patrick Flynn, jefe de la agencia «AP».

Los soviéticos apenas admitían el «invierno nuclear» y nunca habían mencionado el concepto en un marco tan formal. Sus antenas ya empezaban a crisparse ante lo que fuese que pudiera estar en el aire.

—Ha llegado el momento de efectuar considerables reducciones en las armas estratégicas. Nosotros hemos presentado numerosas propuestas, serias y sinceras, para una verdadera reducción de armamentos y, a pesar de ello, los Estados Unidos han continuado el desarrollo y despliegue de sus armas desestabilizadoras y abiertamente ofensivas: el misil «MX Peacekeeper», tan cínicamente llamado así; el avanzado «Trident D-5», misil balístico de lanzamiento desde el mar; dos variedades separadas de misiles crucero cuyas características conspiran para que la verificación del control de armamento sea casi imposible; y, por supuesto, la llamada Iniciativa de Defensa Estratégica, que llevará armas ofensivas al espacio. Estos son los hechos de los Estados Unidos. —Levantó la vista de sus notas y continuó con ironía—: Y a través de todo eso, las piadosas palabras de los Estados Unidos piden hechos a la Unión Soviética. A partir de mañana, veremos de una vez por todas si sus palabras deben ser creídas o no. A partir de mañana vamos a ver qué diferencia tan grande existe entre las frases de paz norteamericanas y los hechos soviéticos para la paz. Mañana, la Unión Soviética pondrá sobre la mesa, en Viena, una propuesta para reducir los arsenales existentes de armas nucleares estratégicas y tácticas en un cincuenta por ciento; esta reducción deberá ser completada en un periodo de tres años a partir de la ratificación del acuerdo, sujeto a la verificación en el lugar por parte de equipos de inspección integrados por terceros, cuya composición será acordada por todos los signatarios. Por favor, fíjense que estoy diciendo «todos los signatarios». La Unión Soviética invita al Reino Unido, a la República Francesa, y —levantó la vista— a la República Popular de China, a unirse a nosotros en la mesa de negociaciones.

La exposición de flashes le obligó a apartar la vista por un momento.

—Señoras y señores, por favor… —Sonrió escudando sus ojos con la mano junto a la cara—. Estos viejos ojos ya no están en condiciones de soportar una agresión así, y no he memorizado mi discurso…, ¡a menos que ustedes quieran que continúe en ruso!

Hubo una oleada de risas y luego unos cuantos aplausos por el chiste. El viejo bastardo estaba poniendo realmente en funcionamiento su encanto, pensó Flynn, tomando notas con furia. Esto era dinamita en potencia. Se preguntó qué vendría después y, sobre todo, quería saber cuál era la redacción exacta de la propuesta. Flynn había estado presente como periodista en anteriores conferencias sobre armamento, y sabía demasiado bien que las descripciones generales de las propuestas podían distorsionar groseramente los detalles exactos de los verdaderos temas a negociar. Los rusos no podían ser tan abiertos… Simplemente, no podían serlo.

—Para continuar —el ministro de Asuntos Exteriores parpadeó a fin de aclarar su vista—, hemos sido acusados de no hacer nunca un gesto de buena fe. La falsedad del cargo es manifiesta, aunque esta malvada ficción continúa en Occidente. Pero no más. Ya nadie tendrá motivo para dudar de la sinceridad de la búsqueda del pueblo soviético de una paz duradera y justa.

—Hoy mismo, como un signo de buena fe con el que desafiamos a que nos igualen los Estados Unidos y otras naciones interesadas, comenzaremos a retirar del servicio activo en la Unión Soviética toda una clase de submarinos nucleares lanza misiles. Occidente conoce estos submarinos como pertenecientes a la clase «Yankee». Nosotros les llamamos de otra manera, naturalmente —dijo con una sonrisa de ingenuidad que motivó otra oleada de risas de cortesía—. Veinte de esas naves están actualmente en servicio, y cada una de ellas lleva doce misiles balísticos lanzables desde el mar. Todos los miembros activos de la clase se hallan asignados a la flota soviética del Norte, con base en la península de Kola. A partir de hoy, empezaremos a desactivar estas naves a razón de una por mes. Como ustedes saben, la desactivación completa de una máquina tan compleja como un submarino lanzamisiles requiere los servicios de un astillero, pues el compartimento de misiles debe ser retirado físicamente del cuerpo de la nave; de modo que estos buques no se pueden desarmar por completo de la noche a la mañana. Sin embargo, para que la honestidad de nuestras intenciones sea innegable, invitamos a los Estados Unidos a hacer una de estas dos cosas:

—Primera: permitiremos que un grupo elegido de seis oficiales navales norteamericanos inspeccione las veinte naves para verificar que los tubos de sus misiles han sido llenados con lastre de cemento, y que sólo falta retirar las salas de misiles completas de todos los submarinos. En reciprocidad, pediríamos que se permitiera una visita de inspección semejante a los astilleros norteamericanos por parte de un grupo igual de oficiales soviéticos, en fecha que se convendría más adelante.

—Segunda: si los Estados Unidos no estuvieran dispuestos a permitir la verificación recíproca de la reducción de armas, nosotros autorizaremos como alternativa que otro grupo de seis oficiales realice este servicio; estos oficiales serán de un país, o países, designados por mutuo acuerdo de los Estados Unidos y la Unión Soviética dentro de los próximos treinta días. En principio, para la Unión Soviética sería aceptable un grupo procedente de países neutrales, como Suecia o la India, señoras y señores, ha llegado el momento de poner fin a la carrera de armamento. Yo no voy a repetir la florida retórica que hemos estado oyendo durante las dos últimas generaciones. Todos conocemos la amenaza que representan estas espantosas armas para las naciones. Que nadie vuelva a decir que la Unión Soviética no ha hecho cuanto estaba en su mano para reducir el peligro de guerra. Gracias.

La sala quedó de repente en silencio, excepto por el sonido de los pequeños motores eléctricos que accionaban las cámaras fotográficas. Los representantes de la Prensa occidental asignados a sus agencias en Moscú figuraban entre los mejores de su profesión. Uniformemente brillantes, uniformemente ambiciosos y uniformemente cínicos sobre lo que encontraban en Moscú y las condiciones a que estaban sometidos para desempeñar su trabajo, quedaron todos pasmados y en silencio.

—Maldito —murmuró Flynn, al cabo de diez segundos.

—No puedo menos que admirar tu modesto juicio, viejo —aprobó William Calloway, corresponsal de «Reuter»—. ¿No fue tu Wilson quien habló de los pactos abiertos a los que se había llegado abiertamente?

—Si, mi abuelo hizo la crónica de esa conferencia de paz. ¿Recuerdas qué bien resultó? —comentó Flynn haciendo una mueca y observando la salida del ministro de Asuntos Exteriores, que sonreía a las cámaras—. Vamos a ver el folleto. ¿Quieres volver en el auto conmigo?

—Si a las dos cosas.

Era un día terriblemente frío en Moscú. A los lados de la carretera se habían acumulado montones de nieve. El cielo tenía un color azul cristalino. Y la calefacción del automóvil no funcionaba. Flynn conducía mientras su amigo leía el folleto en voz alta. El proyecto del tratado ocupaba diecinueve páginas. El corresponsal de «Reuter» era un londinense que había empezado como cronista de noticias policiales, pasando luego a cubrir tareas en todo el mundo. Flynn y él se habían encontrado y conocido muchos años atrás en el famoso «Hotel Caravelle», en Saigón, y compartieron copas y cintas de máquinas de escribir de un lado a otro durante más de dos décadas. Frente al invierno ruso, recordaban el agobiante calor de Saigón con algo semejante a la nostalgia.

—Esto me parece muy justo —dijo Calloway pensativo, y su aliento daba un fantasmal apoyo a sus palabras—. Proponen una desaceleración eliminando muchas armas existentes, permitiendo a ambas partes remplazar plataformas de lanzamiento obsoletas hasta que cada una alcance un total de cinco mil cabezas de guerra proyectables; ese número deberá permanecer invariable durante cinco años, después del periodo de reducción de tres años. Hay una propuesta separada para negociar el retiro total de los misiles «pesados» y sustituirlos por misiles móviles, pero limitar los vuelos de prueba de los misiles a un número fijo por año… —Pasó esa página y recorrió rápidamente las restantes—. ¿No hay nada en el proyecto de tratado sobre las investigaciones de ustedes en la guerra de las galaxias…? ¿No lo mencionó el ministro en su declaración? Patrick, mi viejo amigo, como tú dices, esto es dinamita. Podría haber sido escrito en Washington. Llevará meses resolver todos los puntos técnicos, pero esta es una propuesta condenadamente seria…, y condenadamente generosa.

—¿Nada sobre la guerra de las galaxias?

Flynn arrugó ligeramente el entrecejo mientras doblaba a la derecha. ¿Significaba eso que los rusos habían conseguido sus propios progresos? Tendría que investigar en Washington al respecto…

—Tenemos una nota formidable, Willie. ¿Has pensado ya el título que le pondrás? ¿Qué te parece: «Paz»?

Calloway no pudo menos que reírse.

FUERTE MEADE, MARYLAND

Los servicios norteamericanos de Inteligencia, como sus contrapartes en todo el mundo, hacen escucha de todos los despachos de noticias por cable. Toland estaba examinando los informes de «AP» y «Reuter» al igual que muchos de los jefes de las agencias de noticias, y comparándolos con la versión transmitida por los circuitos soviéticos de microondas para su publicación en las ediciones locales de Pravda e Izvestia. La manera en que se daban en la Unión Soviética las noticias importantes llevaba la intención de mostrar a los miembros del partido cómo se sentían sus líderes.

—Ya hemos pasado antes por esto —dijo su jefe de sección—. La última vez todo se vino abajo por ese asunto de los misiles soviéticos. Ambas partes lo quieren; lo que ocurre es que sienten miedo de que la otra los tenga.

—Pero el tono del informe…

—Ellos siempre están eufóricos con sus propuestas de control de armamento. ¡…Malditos sean! Diablos, Bob, usted lo sabe muy bien.

—Es verdad, señor, pero esta es la primera vez, que yo me haya enterado, que los rusos han retirado unilateralmente del servicio una plataforma de lanzamiento.

—Los «Yankee» son obsoletos.

—Eso no significa nada. Ellos nunca se desprenden de nada, obsoleto o no. Todavía tienen piezas de artillería de la Segunda Guerra Mundial esperando en los depósitos para el caso de que las necesiten de nuevo. Esto es diferente, y las ramificaciones políticas…

—No estamos hablando de política, hablamos de estrategia nuclear —le contestó con un gruñido el jefe de sección.

«Como si hubiera alguna diferencia», se dijo Toland.

KIEV, UCRANIA

—¿Y qué, Pasha?

—Camarada general, estamos realmente frente a una tarea muy grande y con medios insuficientes —respondió Alekseyev, permaneciendo en posición militar en el comando del Teatro Sudoeste, en Kiev—. Nuestras tropas necesitan entrenamiento intensivo de unidad. Durante el fin de semana he leído más de ochenta informes de alistamiento, a nivel de regimiento, enviados por nuestras divisiones de tanques y de infantería motorizada.

Alekseyev hizo una pausa antes de continuar. El entrenamiento táctico y el grado de preparación eran la ruina de los militares soviéticos. Sus hombres de tropa eran casi enteramente reclutas que entraban y salían dos años después; la mitad de su tiempo de prestación con uniforme se empleaba simplemente en adquirir los conocimientos militares básicos. Hasta los mismos suboficiales, columna vertebral de todos los ejércitos desde la época de las legiones romanas, eran soldados temporales elegidos para cursar en academias especiales de instrucción, y perdidos luego tan pronto como finalizaba su servicio militar. Por esas razones, los altos mandos del Ejército soviético se apoyaban casi totalmente en sus oficiales, quienes a menudo debían ejecutar tareas que en Occidente cumplían los sargentos. El cuerpo de oficiales profesionales era su único elemento permanente y el único confiable. En teoría.

—La verdad es que no conocemos por ahora nuestra situación de alistamiento. Todos nuestros coroneles usan idéntico lenguaje en sus informes, sin la más mínima diferenciación. Todos informan estar cumpliendo los objetivos, con la misma cantidad de horas de instrucción, adoctrinamiento político, la misma cantidad de tiros de práctica disparados, es decir, ¡con una diferenciación menor al tres por ciento! El número requerido de ejercicios en el campo también cumplido, y, por supuesto, del tipo establecido.

—Según lo prescrito en nuestros manuales de instrucción —agregó el teniente general.

—Por supuesto. Exactamente…, ¡demasiado exactamente, maldita sea! No existen diferencias por mal tiempo. Ni por demoras en las entregas de combustible. No hay diferenciaciones por nada en absoluto. Por ejemplo, el regimiento de infantería motorizada 703 pasó todo el mes de octubre último realizando tareas de cosecha al sur de Jarkov… Sin embargo, de alguna manera cumplieron sus objetivos mensuales de instrucción de unidad al mismo tiempo. Las mentiras son ya bastante malas por si mismas, ¡pero estas son mentiras estúpidas!

—No puede ser todo tan malo como usted teme, Pavel Leonidovich.

—¿Podemos atrevernos a suponer otra cosa, camarada?

El general bajó la vista hacia su escritorio.

—No. Muy bien, Pasha. Usted ha formulado su plan. Quiero escucharlo.

—Por el momento, usted estará delineando el plan para nuestro ataque en tierras musulmanas. Yo debo salir al campo para exigir a nuestros comandantes de unidades que se pongan en forma. Si queremos alcanzar las metas a tiempo para la campaña contra Occidente, debemos tomar medidas ejemplares con los autores de las peores faltas. He pensado en cuatro de los comandantes. Su conducta ha sido grosera e innegablemente criminal. Aquí están los nombres y los cargos.

Entregó una hoja de papel.

—Hay dos hombres buenos aquí, Pasha —objetó el general.

—Son guardianes del Estado. Disfrutan de posiciones de la mayor confianza. Han traicionado esa confianza mintiendo, y al hacerlo han puesto en peligro al Estado —dijo Alekseyev, preguntándose cuántos serían los hombres de ese pais de quienes podría decirse lo mismo.

Rechazó el pensamiento. Ya tenía bastantes problemas allí.

—¿Usted se da cuenta de las consecuencias de los cargos que presenta?

—Por supuesto. La pena por traición es de muerte. ¿Falsifiqué yo alguna vez un informe de alistamiento? ¿Lo hizo usted? —Alekseyev apartó la vista un instante—. Esto es muy duro, y no me causa ningún placer…, pero, a menos que pongamos en forma a nuestras unidades, ¿cuántos muchachos jóvenes morirán por los fallos de sus oficiales? Necesitamos más el alistamiento para el combate que a esos cuatro mentirosos. Si existe alguna manera menos dura de lograr eso, no sé cuál puede ser. Un ejército sin disciplina es una turba inservible. Tenemos la directriz de STAVKA de castigar ejemplarmente a los soldados revoltosos y restaurar la autoridad de nuestros suboficiales. Es lógico que, si los soldados deben sufrir por sus errores, también hayan de hacerlo sus coroneles. La mayor responsabilidad es suya. Así como la mayor recompensa es para ellos. Unos pocos ejemplos aquí y ahora harán mucho bien para reconstituir nuestro Ejército.

—¿La inspectoría?

—La mejor elección.

Alekseyev estuvo de acuerdo. De esa manera la culpa no se volvería hacia atrás hasta los mismos comandantes superiores.

—Puedo mandar personal del servicio del inspector general a esos regimientos pasado mañana —dijo—. Nuestro memorándum de instrucción llegó a todas las jefaturas de regimientos y comandos divisionales esta mañana. La noticia sobre estos cuatro traidores alentará a nuestros comandantes de unidades a prepararlas con todo su vigor. Aun así, pasarán dos semanas antes de que tengamos un cuadro claro de los puntos donde debemos enfocar la atención; pero una vez que hayamos identificado las áreas que necesitan refuerzo tendremos tiempo suficiente para conseguir lo que necesitamos conseguir.

—¿Qué hará el comandante en jefe del Teatro Oeste?

—Lo mismo, es de esperar. —Alekseyev meneó la cabeza—. ¿Ha pedido ya alguna de nuestras unidades?

—No, pero lo hará. A nosotros no nos ordenarán lanzar operaciones ofensivas contra el flanco sur de la OTAN…, parte de la continuación de la maskirova. Se puede imaginar que van a destacar a Alemania a muchas de nuestras unidades categoría B, y posiblemente algunas de nuestras fuerzas A de tanques. No importa cuántas divisiones tenga ese imbécil, siempre querrá más.

—Basta con que dispongamos de suficientes fuerzas para tomar los campos petrolíferos cuando llegue el momento —observó Pasha—. ¿Qué plan vamos a ejecutar?

—El viejo. Tendremos que ponerlo al día, por supuesto.

El viejo plan era anterior a la invasión soviética a Afganistán, y ahora el Ejército Rojo tenía una perspectiva completamente nueva para enviar tropas mecanizadas a una zona ocupada por musulmanes armados.

Alekseyev cerró los puños.

—Maravilloso. Tenemos que formular un plan sin saber cuando será puesto en práctica ni con qué fuerza contaremos para ejecutarlo.

—¿Recuerda lo que me dijo sobre la vida de un oficial de Estado Mayor, Pasha? —bromeó el comandante en jefe del Teatro Sudoeste.

El más joven de los dos hombres asintió de mala gana, cazado en su propia trampa.

—Es cierto, camarada general: podremos dormir después de la guerra.