Entre las primeras «ciberturbas» de Filipinas y la última gran oleada de movimientos de convocatoria distribuida abierta por la revolución democrática tunecina, hubo todo un periodo de transición, marcado por las revoluciones democráticas del Este europeo.
Estos movimientos —que tienen sus propios antecedentes— ya tenían elementos de un mundo y una estructura de la información que son, cada vez más, distribuidos. Merece la pena, aunque sólo sea por eso, detenernos en ellos.
Los ochenta se abrieron con movimientos espontáneos y masivos en Polonia frente a la dictadura comunista. Entonces, el marco de los bloques, con el consiguiente peso de la Iglesia católica como símbolo de identidad nacionalista y la tradición de movilizaciones obreras con los debates sobre el papel de «Solidarność», restaron protagonismo en el relato a las formas reticulares distribuidas y al carácter autoorganizado y espontáneo del movimiento.
Pero fue el final de la década el que evidenció una continuidad indudable entre la experiencia polaca y los nuevos movimientos democráticos. Las referencias básicas las dieron las manifestaciones de finales de 1989 en el Berlín Este aún separado, la Revolución Cantarina que llevó a la independencia de los países bálticos y, sobre todo, la Revolución de Terciopelo checoslovaca.
El baño de sangre en el que acabó «la Golaniada» rumana en 1990 cerró el ciclo, abriendo una etapa en la que los viejos poderes de la época dictatorial se defenderían sanguinariamente en una brutal huida hacia delante y en la que los aparatchiks croatas y serbios llegarían a grados de horror inimaginables en Europa tras la caída nazi.
Habría de ser precisamente en Serbia donde una nueva oleada revolucionaria volvería a marcar el paso de la historia de Europa. La palabra mágica: «Otpor!» («resistencia»). «Otpor!» supuso una novedad y marcó una tendencia que seguimos viendo hoy. Pronto le seguirían «Kmara» en la Revolución de las Rosas en Georgia, «Pora» en la Revolución Naranja de Ucrania, «Kelkel» en la Revolución Tulipán (o de los Limoneros) en Kirguistán, «Zubr» en Bielorrusia y «MJAFT!» en Albania. Se trata de redes agitativas de casi imposible reciclaje tras la revolución, pero que se constituyen para crear la masa crítica y acercar el tipping point que lleve a la explosión de las redes. Los albaneses lo mismo organizaban movilizaciones frente a la telefónica local que montan media-buses. Ayudar a la formación de redes sociales mediante campañas es la estrategia de los revolucionarios del nuevo siglo.
Tras el movimiento serbio, que culminó con la caída de Milosevic, el protagonista fue Filipinas, la primera gran «ciberturba» en la que las movilizaciones ciudadanas espontáneas autoorganizadas mediante SMS consiguieron la dimisión del presidente Estrada, un movimiento que parece estructuralmente gemelo al 13-M español y con parecidos muy llamativos con las ciberturbas francesas de noviembre de 2005, de las que hablaremos más adelante.
Las revoluciones ciudadanas en el Este europeo nos enseñan el protagonismo político de las redes sociales con o sin nodos de «enzimas» empujándolas, pero también el papel que juegan las tecnologías en ellas: no sólo son los SMS en Filipinas o España; Kelkel o Zubr son antes que nada blogs, bitácoras agitativas que convocan y realizan actos que favorecen la eclosión de las redes sociales en la escena pública.
La importancia y amplitud de todos estos movimientos, que tienen además consecuencias no sólo locales, sino que modifican los equilibrios internacionales entre potencias cambiando el mapa del mundo, no pueden ser desdeñadas. Desde 2000 estamos viviendo una verdadera Primavera de las Redes, desde Serbia hasta Ucrania, desde Kirguistán hasta Bielorrusia, Kuwait, Egipto y el Mabreb.
Se trata de un movimiento global en el que países con contextos muy diferentes, con trasfondos culturales y religiosos de todo tipo, desarrollan movimientos ciudadanos en red que convierten directamente a la ciudadanía en fiscalizadora de los procesos democráticos, denunciando fraudes electorales, corrupciones y excesos autoritarios de los gobernantes. La Primavera de las Redes es la materialización histórica concreta de la globalización de la democracia y las libertades.
Y tras toda esta experiencia, el blog debe ser visto, también, no sólo como un medio de comunicación distribuido, sino como una nueva forma de organización política que nace espontáneamente dentro de las redes de información distribuida y en la que los individuos viven y representan vidas no separadas, vidas donde lo político, lo laboral, lo personal no está categorizado y compartimentado. Vidas en pack.
Esta forma nueva, que parte de los modelos contemporáneos de la resistencia civil no violenta, le debe su éxito a la difusión y demostración de un estilo de vida basado en el fortalecimiento colectivo e individual de las personas frente al poder; un fortalecimiento que pasa por pequeños gestos, por bromas, por carteles que, uno a uno, son insignificantes pero que, agregados, minan los consensos implícitos que sostienen el poder. Risas, partidos de fútbol, murales, carteles y rock & roll son las herramientas que, transmitidas y elaboradas colectivamente en red, blogueadas cada día, cuajan en los núcleos activistas de las «Revoluciones de Colores», desde Serbia hasta Ucrania.
El blog resume el carácter de red de estos movimientos revolucionarios. Si la web del nodo activista es un auténtico repositorio de métodos de lucha individual, de propuestas de carteles, eslóganes y pegatinas para descargar y, cómo no, de ecos de las convocatorias que cada grupo autónomo organizaba en las distintas ciudades, el espíritu, el motor, residía en los blogs y las páginas de la propia gente que se unía a la red. Blogs que, por supuesto, mezclaban el análisis político con el relato personal.
El resultado agregado genera la imagen de que los activistas serbios, como luego en Ucrania, estaban agrupados más por un espíritu que por otra cosa, por un fondo de humor subversivo y rock & roll.
La imagen de las nuevas formas de organización se representa mejor con un agregador de blogs que con un portal de consignas como los que solían mantener los partidos. Blogs personales, nodos asociativos, experimentos colectivos o individuales que se agrupan automáticamente en un espacio que les permite compartir lectores y crecer juntos mientras aumentan los debates y las propuestas. Una representación pluriárquica de unos activistas que se entienden a sí mismos como netócratas y saben que pueden proponer y federar, no comandar ni encuadrar; unos activistas que viven su acción y la representan en los blogs como un todo, con muchas dimensiones, no en un aburrido y limitado eje ideológico clásico.
Sustituyendo las graves asambleas por blogs, agregadores y enlaces, cambiando los mítines y las banderas por conciertos rockeros y carteles autoimpresos con lemas provocativos, la revolución se vive en primera persona como algo gozoso, creativo, divertido y pleno, prefigurando el modo de vida por el que se lucha y la libertad que se anhela en el estilo de vida que se describe. La gente se adhiere a una manera de vivir, a una apuesta por la vida. Como decía al hacer balance de la trayectoria de «Otpor!» el gran Srdja Popovic:
Ganamos porque amábamos más la vida. Decidimos amar la vida y no puedes golpear eso. Y eso es justamente lo que Otpor hizo. Éramos un grupo de fans de la vida y por eso ganamos.
El fondo, una vez más, es el poder que nos da la red para crear (y demoler) mitos, para ganar el futuro contando historias. Porque la revolución, las nuevas libertades, son un cuento, un hermoso cuento de futuro que se hace realidad cuando nos lo creemos, lo compartimos y empezamos a vivir, hoy ya, en él. Porque, como descubre Popovic el discurso ciberactivista es una lírica.
La lírica, entendida como la forma de proyectar opciones de futuro desde lo que se vive, se siente, se disfruta y se hace en el presente, no es sino la representación en relato de un ethos particular, de una manera de vivir que se plantea como opción entre otras, que no busca anular el campo a las otras ni negarlas. La lírica invita a sumarse sin diluirse, busca la conversación, no la adhesión. Se trata de una opción ética frente a la dimensión excluyente, sacrificial y de confrontación que irremediablemente plantea la épica.
Es cierto que esta distinción no es novedosa en absoluto, salvo tal vez en su traducción al blogging, a ese quiero hacer un hermoso blog como parte de una hermosa vida tan querido de los ciberpunks y los sionistas digitales. Merece la pena, en cualquier caso, retomar el debate literario.
En «Sobre el amor y la muerte», Patrick Süskind confronta al lírico Orfeo —humano y creador mítico de las primeras canciones— con el épico Jesús de Nazaret.
[Orfeo] había perdido a su joven mujer mordida por una serpiente venenosa. Y está tan desconsolado por la pérdida que hace algo que puede parecernos demente, pero también completamente comprensible. Quiere devolver a la vida a su amada muerta. No es que de por sí pusiera en duda el poder de la muerte ni el hecho de que le correspondiera la última palabra; y mucho menos trata de vencer a la muerte de una forma representativa, en beneficio de toda la Humanidad o de una vida eterna. No, sólo quiere que le devuelvan a ella, a su amada Eurídice, y no para siempre y eternamente, sino por la duración normal de una vida humana, a fin de ser feliz con ella en la Tierra. Por eso, el descenso de Orfeo al Submundo no debe interpretarse en modo alguno como una empresa suicida, sino como una empresa sin duda arriesgada, pero totalmente orientada a la vida y que incluso lucha desesperadamente por la vida […]
Hay que reconocer que el discurso de Orfeo se diferencia de forma agradable del rudo tono de mando de Jesús de Nazaret. Jesús era un predicador fanático, que no quería convencer sino que reclamaba un vasallaje sin condiciones. Sus manifestaciones están salpicadas de órdenes, amenazas y el reiterante y apodíctico «pero yo os digo». Así hablan en todos los tiempos los que no aman ni quieren salvar a un solo hombre sino a toda la Humanidad. Orfeo, sin embargo, sólo ama a una y sólo a ella quiere salvar: Eurídice. Y por eso su tono es más conciliador, más amable […] El nazareno nunca comete errores. E incluso cuando parece cometerlos —por ejemplo al admitir a un traidor en su propio grupo—, el error está calculado y forma parte del plan de salvación. Orfeo, sin embargo, es un hombre sin planes ni habilidades sobrehumanas y, como tal, capaz en cualquier momento de cometer un gran error, una horrible estupidez, lo que hace que nos resulte otra vez simpático. Se alegra traviesamente —¿quién podría tomárselo a mal?— de su éxito. Ha conseguido algo que, antes de él, nadie había logrado.
Seguramente muchos cristianos se sentirán excluidos de la visión de Jesús que utiliza Süskind. No importa, no es lo relevante en esta larga cita. Cambien a Jesús por el Ché o por cualquier líder salvífico, por cualquiera que haga de la épica, del sacrificio último, del deseo de morir por otros, la base de su relato de futuro.
La clave que acertadamente señala el autor alemán es que lo épico va indisolublemente ligado al amor a los demás como algo abstracto. Por eso la solución que aporta el héroe es necesariamente totalizadora y pasa por encima de cada uno como forma de resolver el todo. La épica es definitivamente monoteísta en el sentido en que lo son las grandes máquinas teóricas de la modernidad.
Orfeo, la lírica al fin, parte de la humildad del uno entre muchos, del amor y lo concreto, de la persona —que no del individuo—, asumiéndose y proyectándose hacia todos desde el reconocimiento de la diferencia propia y la de cada uno de los demás. Orfeo ofrece e innova sin intentar elevar ni hacer aceptar a los demás una verdad global única. Por eso su relato se hace aceptable desde la posmodernidad, porque su acción y su relato no pretenden ser el cierre de nada, sino parte de la gran fiesta de su propia vida. Una fiesta con las puertas abiertas. Por eso la lírica abre una conversación. A partir de ella caben tanto la inclusión como un irónico distanciamiento, pero no la excomunión. En la épica, en cambio, sólo cabe la adhesión o la exclusión, pues sólo habla el héroe, hijo del Dios de un logos (razón y palabra) que no reconoce otra verdad que la suya propia.
No hace mucho Desmond Morris dedicó un curioso ensayo a la felicidad: «La naturaleza de la felicidad». La definía como el súbito trance de placer que se siente cuando algo mejora y la fundamentaba como un logro evolutivo de nuestra especie, como el premio genético que recibimos las criaturas de una especie que se hizo curiosa, básicamente pacífica, cooperativa y competitiva para poder adaptarse y superarse en un medio diverso y cambiante.
Morris argumenta que si la felicidad es pasajera es porque está ligada al cambio. Así, el muy reiterado lema de Juan Urrutia «dejarse arrebatar por el cambio» resumiría como ninguno el atractivo irrenunciable de la lírica de la innovación y su perspectiva gozosa del futuro.
La lírica de las redes es un canto del goce, de la felicidad provocada por el cambio. Es una lírica rebelde en tanto que la rebeldía se incorpora a la teoría de las redes sociales: al cantar la felicidad producida por el cambio, por la innovación, al aumentar la expectativa del premio a recibir por quien se una, invita a reducir el umbral de rebeldía del oyente impulsando la extensión de los nuevos comportamientos y, precisamente por ello, la cohesión social.
En este marco, la lírica entendida como el relato de la felicidad, desde la felicidad o en su expectativa, supone una invitación al cambio desde la ejemplaridad del explorador, del cartógrafo que reduce los riesgos experimentando a su propia costa para hacer públicos los resultados. Frente a la épica del conquistador, del combatiente, que prefigura una sociedad de sacrificio y conquista, de individuos sufrientes en pos de un plus ultra, de una victoria final que dé sentido a la Pasión sufrida, la lírica de la innovación social se parece más bien al apasionado relato del naturalista que vive un descubrimiento permanente y progresivo, que sabe el más allá infinito y valora lo recorrido en sí mismo, como una obra completa, como una reinvención permanente, una Resurrección gozosa.
La épica se adapta mal a las redes, al menos a las de las culturas meridionales, porque es cosa de individuos, de soledades. Prometeo cumple aislado su castigo. El Jesús épico, el del martirio, es un Jesús solitario («Padre, ¿por qué me has abandonado?»). El Cristo de la Resurrección vuelve para relacionarse con otros, visita a los amigos y a su madre, reconstruye la red rota por el agotamiento producido por su propio sufrimiento en quienes le amaban, devolviendo la fe agotada y antecediendo el gran milagro pentecostal: la multiplicidad de la palabra para cada uno de los miembros del cluster original.
Es difícil expresar hasta qué punto, desde la mirada y la práctica de las redes, el individuo es una abstracción aberrante. No somos individuos, somos personas definidas no sólo por un ser, sino por un conjunto de relaciones, de conversaciones y expectativas que configuran una existencia.
Lo que vale para el individuo no vale para la persona. No está en el enemigo nuestro espejo cuando uno no es uno sino varios. El esfuerzo épico es el esfuerzo por obtener una identidad coherente basada en la confrontación, por hacer enemigo de todos lo que es enemigo de uno. Por eso la épica simplifica y homogeneiza. Pero la lírica nos dice que nuestra identidad no reside en lo que es, sino en lo que vemos posible alcanzar, en la felicidad del siguiente cambio, de la siguiente mejora posible. Nos invita, pues, a definirnos sobre el siguiente paso, a llevar la bandera cada cual de nuestro propio curso. Invita a hacer camino, cada cual el suyo, no a aceptar un único destino.
Por ello la épica ve lo colectivo como organización, como molde, como ejército, como resultado de un plan o una voluntad trágica. El Che cuenta Bolivia como un Cristo sufriente abandonado por el pueblo-padre. La lírica relata lo colectivo desde lo común, como la magia (cuya invención, por cierto, atribuían los griegos a Orfeo), como la imagen resultante de un rehacerse de prácticas, de experimentos, de juegos. Nada más lejos de la chejiná cabalística y mesiánica que culmina en el Nuevo Jerusalén que el derecho a la búsqueda de la propia felicidad, que ofrece el contrapunto subversivo y lírico al orden moderno de la Constitución estadounidense.
Y éste es el marco desde el que el poder se define en ambas formas de relato como algo realmente opuesto. En la épica, el poder emerge como resultado de la batalla. Tras ella queda el vacío o un nuevo ciclo fractal de guerra a nueva escala. Tras la Ilíada, la Orestíada. Del sacrificio de Ifigenia a la persecución de Orestes por su propia madre, media el triunfo de Agamenón: la Troya engañada, vejada y arrasada.
Del relato lírico el poder emerge como consenso, como resultante colectivo de un experimento testado por muchos, de un camino que descubre un hito por el que pasa, para muchos, la forma de construir una existencia arrebatada por el cambio. El poder del lírico emerge de su capacidad para generar nuevos consensos, de diseñar nuevos juegos, nuevas experiencias que muchos o todos en una red entiendan como mejora, como fuente de felicidad para cada uno.
Construir un hermoso blog como bitácora de una hermosa vida. Construir y cantar lo construido. Porque, al fin, ¿puede haber mayor triunfo que el de construir la felicidad desde lo pequeño?