PRÓLOGO
AÑO 122

El viento del norte soplaba sobre la cima «con el aullido de un ejército de bárbaros».

Al emperador, quien se consideraba amante de las letras además de soldado, la metáfora le pareció satisfactoria. Adriano, apostado en el balcón que sobresalía de los aposentos de madera erigidos a toda prisa para su séquito, añadía aquella galerna a su inventario mental del imperio. Las ráfagas aplastaban las largas briznas de hierba que remataban los riscos, las cortinas de lluvia azotaban las cincuenta espartanas estancias, tamborileaban en los troncos del techo, recién talados y fragantes aún, y el agua se filtraba hasta unas estancias en que los braseros resultaban a todas luces insuficientes. La humedad atravesaba las ropas y calaba los huesos. Lo inhóspito del lugar invitaba a observar el exterior, a meter la cabeza en las fauces del viento. A la derecha, una quebrada daba cobijo a unos árboles que ascendían por la pendiente igual que una avanzadilla, y los avezados ojos del emperador los siguieron y constataron el temblor creciente de sus ramas a medida que se aproximaban a la cumbre. Ningún hombre podía desear semejante destino, pensó, pero lo mismo cabía decir de cualquier otro puesto fronterizo. Una frontera, por definición, era un punto a partir del cual cesaban las comodidades. A sus espaldas, en los pasadizos del cuartel resonaban los ecos de las botas militares, multiplicados por la casi total ausencia de muebles y alfombras. Le constaba que Pompeyo, el gobernador saliente, no había dispuesto de mucho tiempo para organizar los preparativos de su visita. A insistencia suya, los despachos imperiales que anunciaban su llegada solicitaban que, a esta, las maquetas y los mapas estuvieran listos. Pero de lujos no mencionaban nada. En cualquier caso, no pensaba quedarse allí mucho tiempo.

Con todo, Adriano había elogiado la imponente construcción de madera que su anfitrión había erigido para él en la remota Vindolanda. Había pasado la mitad de su vida en una tienda de campaña, así que aquello no dejaba de constituir una mejora.

—La felicidad depende de las expectativas, no de las posesiones —dijo dirigiéndose a los oficiales formados tras él—. En los confines del imperio, estas son menores, y por ello nos complacemos más en las pequeñas cosas.

Un escriba anotó diligente el comentario.

—Un hombre con vuestra responsabilidad merece todo lo que pueda ofrecérsele —replicó un leal Pompeyo, sabedor de que el bienestar de su jubilación dependía del favor imperial.

—Un hombre de mi poder podría haberse quedado en Roma, gobernador. Pero la necesidad y el deseo me han traído a este lugar. ¿No es así, Floro?

La cabeza de su rechoncho poeta y bufón emergió de la capa que lo envolvía.

—Nos llena de dicha compartir tus cargas, César —respondió Floro con el tono más falso que encontró—. En realidad, acaban de ocurrírseme unos versos sobre tu heroísmo.

Los cortesanos del emperador sonrieron en espera de alguna nueva muestra de irreverencia, y Adriano, burlón, enarcó las cejas.

—¿En serio? Qué grata sorpresa tener la ocasión de oír una muestra más de tu ingenio.

—La inspiración me llega sin hacer yo nada, señor, es un don de los dioses. He titulado el poema La súplica de Adriano.

—Oigamos pues, de tu boca, gordo Floro, el producto de la sabiduría divina.

El vate se puso en pie y agitó la capa con gesto teatral. Su cabeza quedaba a la altura del pecho del centurión que tenía al lado. Empezó a recitar con voz aguda.

Emperador, por favor, no quiero ser.

Con barro en las rodillas Britania recorrer

o la apestosa Escitia visitar,

pues de frío el trasero se me ha de helar.

Floro hizo una reverencia, se sentó de nuevo y se envolvió con la capa. Los asistentes estallaron en carcajadas, a pesar del evidente efecto que aquella ocurrencia había causado en Pompeyo, que parecía el único sorprendido con la sátira. Los compañeros más cercanos de Adriano compartían una camaradería forjada en los interminables viajes, los austeros cuarteles y la nostalgia de su tierra. Hasta ese momento, ningún gobernante había intentado recorrer todo su imperio. Las bromas toleradas ayudaban a mantener alta la moral.

—Anótalo también —ordenó Adriano al escriba con una sonrisa irónica. Apartó la vista y la posó de nuevo sobre la ladera empapada—. Bueno, romanos —añadió impaciente—, vamos entonces a meternos en el barro hasta las rodillas. ¡Exploremos estas tierras altas!

El monarca era tan infatigable como rápido. En la última media hora había dictado tres cartas, sugerido la construcción de bancales en las laderas para crear huertos y pastizales con los que ahorrar en gastos de avituallamiento, revisado y aprobado la ejecución de un legionario a quien habían descubierto vendiendo un cargamento de puntas de lanza a los bárbaros, y solicitado reunirse aquella noche con la concubina de un centurión que le había gustado. Al oficial, aquella petición no le había desagradado: a ella la obsequiarían con alguna fruslería, y a él tal vez lo ascendieran. Además, el emperador no pasaría frío esa noche, y estaría de mejor humor por la mañana. Por si todo eso fuera poco, Adriano pretendía llegar hasta la cima de la montaña.

—Tal vez podríamos esperar a que escampara —sugirió Pompeyo con cautela.

—¿A que escampe? ¿En Britania? —La carcajada sonó como un ladrido—. Tengo cuarenta y ocho años, gobernador. Si espero a que escampe, más me vale ir encargando mi tumba.

—Aquí el tiempo cambia deprisa, César.

—Igual que mi imperio. He viajado desde las estepas de Persia hasta las ciénagas de Britania. Si hubiera esperado a que el tiempo cambiara, seguiría en Siria, aburrido y quemado por el sol.

Platorio Nepo, el nuevo gobernador, había acompañado a Adriano desde Germania, una vez escogido sucesor de Pompeyo, y no había tardado en percatarse de la impaciencia de su señor.

—Ordenaré que traigan los caballos.

—No; iremos a pie. Iremos a pie —reiteró el emperador a los oficiales allí congregados—, como lo hacen los bárbaros, para sentir la tierra como ellos la sienten, para intentar imaginar cómo será, para nosotros y para ellos, esta línea divisoria que proponemos.

Adriano abrió la marcha a paso ligero. Era alto y la barba le ocultaba las muescas y las cicatrices del acné que se había ensañado con él cuando era joven. Por lo general no se cubría la cabeza, con lo que exponía a la lluvia su cabello negro, ibérico. Al caminar, la capa de piel se agitaba a su espalda como la cola de un pájaro. Sus perros, inquietos, se adelantaban constantemente en busca de algo que no encontraban. Los generales, los ingenieros, los encargados de la logística, los arquitectos y los centuriones le seguían como una procesión de hormigas por la ladera embarrada. Algunos soldados de la caballería pretoriana iban delante, formando un muro protector, pero a excepción de ellos la expedición tenía un carácter informal y carecía de toda pompa. Unos nubarrones grises se deslizaban velozmente sobre el amplio valle que se abría al sur y descargaban sobre él. Al norte, las cumbres del macizo impedían ver el paisaje que se extendía del otro lado.

Pompeyo jadeaba.

—Creía que antes veríamos las maquetas.

Nepo sonrió.

—Eso lo dejará para la noche. Mientras haya luz, no se detendrá. Cuando, en Germania, ordenó que se construyera una empalizada y Flavio lo cuestionó por el elevado coste de la mano de obra, él mismo cogió el pico y la pala. La legión tenía que hacer grandes esfuerzos para que no les pasara por delante. La primera milla de aquel muro de troncos ya estaba en pie antes de que partiera.

—Y camina deprisa —dijo Pompeyo.

—Pues piensa más deprisa todavía. Quiere arreglar el mundo.

Al llegar a la cima, la guardia pretoriana se detuvo bruscamente. Adriano, más abajo, también interrumpió la marcha y, recobrando el aliento, aguardó al abrigo de la colina a que los demás se unieran a él. La lluvia había dejado paso a una neblina húmeda. El emperador, que parecía inmune al frío, entornó los ojos para ver mejor.

—Nuestro imperio siempre termina en los confines más inhóspitos —observó ante el grupo de hombres que se arracimaban tras él.

Se oyeron algunas risas forzadas, pero entre los allí congregados no todos recibieron de buen grado la confirmación de aquel rumor que hablaba de detener el avance.

—En tiempos de Trajano no era así —murmuró un centurión.

El predecesor de Adriano había sido un expansionista infatigable. Trajano nunca se detenía.

El nuevo emperador fingió no haber oído el comentario, se volvió y condujo a sus hombres montaña arriba. Al llegar a la cumbre, la tierra caía a pico del otro lado, y el viento les azotó en la cara con la fuerza de un manotazo.

Lo que, en la ladera sur, era una pendiente tapizada de hierba, daba paso, al abrirse al norte, a un abrupto precipicio de roca volcánica. La caída vertical era de unos doscientos pies, tras los que se extendía un páramo salpicado de brezos y lagunas de aguas plomizas, que se perdía hacia el norte, ondulándose hasta desaparecer entre las densas nieblas de Caledonia. A la pálida luz resultaba difícil distinguir las nubes de las montañas. Pero en todo caso la vista era magnífica, la lluvia caía con fuerza y la posición resultaba inexpugnable. Se oyeron murmullos de aprobación.

—Esta es la cumbre de una cadena de montañas que se extiende por la mayor parte de esta embocadura de Britania —expuso Pompeyo—. Se aprecia a simple vista, César, que constituye una frontera natural de primer orden. En ambas costas se abren ensenadas que permitirían la construcción de sendos puertos. Y las llanuras facilitarían el despliegue de la caballería a este y oeste. En el valle que hemos dejado atrás ya existe una calzada pavimentada. Y hay fortificaciones y torres de vigía que…

—Un muro.

—Sí, muros, zanjas que…

—Gobernador, un muro que atraviese la isla de punta a punta.

Pompeyo parpadeó.

—¿De punta a punta? —Nadie le había advertido de aquello.

—Un muro que garantice el gobierno de Britania de una vez por todas. De un lado, Roma. Del otro, los bárbaros. La provincia está poblada de unos rebeldes tan infatigables como los judíos antes de que los expulsáramos de Judea. Un muro, Pompeyo, para controlar el comercio, los movimientos de personas, los robos, las alianzas, la civilización. Un muro de ochenta millas de extensión, construido por las tres legiones de Britania.

—¿Y también debería pasar por aquí arriba? —El gobernador contempló con reserva aquel precipicio que ningún ejército sería capaz de superar.

—Por aquí también. —El inclemente tiempo agitaba las capas de los presentes, pero la lluvia casi había cesado por completo, y el paisaje, se iba definiendo poco a poco—. Quiero que las tribus vean un muro ininterrumpido que atraviese quebradas, altos precipicios, ríos. —El emperador se volvió hacia el sucesor de Pompeyo—. ¿Te ves capaz, Nepo?

—Los ingenieros han efectuado algunos cálculos preliminares —respondió el nuevo gobernador, que estaba algo más al corriente de la idea que su predecesor—. Haría falta una enorme cantidad de piedra. Supongamos que un legionario pudiera transportar una roca de su mismo peso. Bien, pues debería hacerlo cincuenta millones de veces. He estimado unos treinta millones de piedras talladas, César, eso sin contar el mortero y la arcilla para rellenar las juntas. Para un proyecto de esa envergadura harían falta muchas canteras, mucha madera para el andamiaje, así como un escuadrón de zapateros dedicados en exclusiva a remendar el calzado roto, eso por no hablar de la cantidad de curtidores que se precisarían para suministrarles material. El agua necesaria para mezclar con el mortero ascendería a quinientas jarras diarias, la mitad de la imprescindible para aplacar la sed de los soldados, y mucha de ella debería transportarse por montañas como la que acabamos de ascender, para lo que deberían usarse bueyes, burros y caballos que consumirían ingentes cantidades de forraje. El coste…

—Sería pequeño. —Adriano había vuelto a posar la vista en los paisajes del norte—. Los soldados están impacientándose y necesitan un proyecto al que dedicarse. Y se construirá. Augusto dijo que se encontró una Roma de ladrillo y la dejó revestida de mármol. Ahora mi intención es defender esos mármoles con piedras.

—Con todos mis respetos, César, lo que propones es algo que nunca se ha hecho —se atrevió a advertir Pompeyo—. Jamás se ha construido un muro de piedra de esas dimensiones. En ningún lugar del imperio.

Adriano se volvió hacia él.

—En nuestro imperio no. Pero cuando combatíamos contra los partos, gobernador, me llegaron historias de una muralla que se levantaba en el lejano Oriente, mucho más allá de la India, en la tierra de la seda. Los comerciantes de las caravanas decían que esa muralla separa a los bárbaros de la civilización, y que ambas partes se benefician de ella. Eso es lo que quiero construir aquí.

Los soldados no parecían convencidos. El ejército romano no se defendía, sino que atacaba. El emperador miró a los ojos al centurión que había mencionado a Trajano en voz baja, y se dirigió a él de igual a igual.

—Escúchame, centurión. Escuchadme todos, y oídme bien. Roma lleva quinientos años de expansión, y todos nos beneficiamos de sus glorias. Sin embargo, la conquista ya no da los beneficios de antaño. Yo mismo acompañé a Trajano en las suyas por Oriente, y sé bien lo muy celebradas que eran sus batallas en todas las ciudades romanas, de Alejandría a Londinium. Lo que no entienden aquellos que glorifican a mi primo segundo y mentor es que nosotros conquistamos los valles, pero no las montañas que se alzan tras ellos, ni doblegamos a los ejércitos que desde ellas siguen acechando. No fuimos derrotados, pero tampoco logramos derrotarles a ellos. ¿Acaso no sucedió así aquí, en Britania?

La única respuesta que se oyó fue la del viento.

—Conozco bien la gloriosa victoria que, hace dos generaciones, se logró en el Monte Graupius, en la lejana Caledonia, bastante más al norte —prosiguió Adriano—. Y estoy al corriente del valor de las legiones británicas, que jamás han sido derrotadas en el campo de batalla. Sé que nos hemos adentrado temporalmente en territorio enemigo y hemos levantado empalizadas en las tierras de los bárbaros, y que hemos vencido en todas las incursiones emprendidas contra ellos. Pero también sé que estos bárbaros no se rinden como lo hicieron Cartago, Corinto o Judea. Como no tienen nada que perder, una derrota no significa nada para ellos. Como carecen de sentido del honor, prefieren escapar antes que morir. Y como estrictamente no pertenecen a ninguna nación, cuando se rinden no tienen país que entregar a quien los somete. Se ocultan tras las rocas, se refugian en las montañas. Cargan a caballo o a pie, lanzan jabalinas, disparan flechas, y huyen antes de zanjar la partida. Son tan huidizos como la niebla, y como la niebla son difíciles de apresar. Y lo más importante: habitan unas tierras en las que no tenemos ningún interés. Tierras altas, ciénagas y turba, eso es Britania. Germania es una sucesión de pantanos y densos bosques; Escitia, un desierto de hierba; Partia, un reino de piedra; África, una vasta extensión de arena. Cada milla que nuestro imperio se adentra en esas tierras yermas supone un gran gasto en transporte y pone en peligro nuestras guarniciones. Centurión, te contaré algo que aprendí del gran Trajano: que una conquista insensata es una mala conquista, porque cuesta más de lo que da. ¿Sabías que no sólo heredé un imperio, sino también una deuda de setecientos millones de sestercios? Hemos llegado a los confines del mundo, y ya es hora de que defendamos lo que tenemos. ¿Estás de acuerdo conmigo, centurión? Responde con sinceridad, porque las mentiras lisonjeras son tan inútiles como las malas victorias.

El hombre tragó saliva. No era fácil dirigirle la palabra a un emperador, y sin embargo este, con el cabello mojado y aquellos ojos vivaces que brillaban con intensidad, parecía propiciar sinceramente el diálogo.

—Los muros no sólo sirven para impedir la entrada de los bárbaros, César. También nos dejan encerrados a nosotros.

—Vaya. —Adriano asintió—. Así que también eres estratega, centurión, y por lo que veo más valiente que muchos de mis cortesanos. Te agradezco que compartas conmigo tu opinión. Te diré una cosa: Roma nunca ha esperado a ver llegar a sus enemigos, y si lo ha hecho, el resultado ha sido desastroso, como cuando Aníbal cruzó las montañas. Este muro, por tanto, contará con puertas, y los soldados romanos las cruzarán a pie rumbo al norte. O a caballo, mejor dicho. Nos hace falta más caballería, o eso afirman mis generales, para espantar a ese hatajo de cobardes.

Los congregados estallaron en carcajadas.

—Los jefes de las tribus nunca olvidarán nuestro poder —prosiguió Adriano—, y jamás dejarán de temer el alcance de nuestra venganza. No se lo permitiremos. Pero, al mismo tiempo, los bárbaros sabrán que su territorio termina aquí, donde la civilización empieza. Y sus jefes aprenderán que con Roma es más fácil hacer la paz que la guerra.

El viento rasgaba los veloces nubarrones, y el sol empezó a bañar algunos picos con sus dorados rayos. Los hombres recibieron con alivio aquel cambio, que tomaron como señal de buen augurio. Intentaron imaginar un muro serpenteando entre los riscos, salpicado de torres, defendido por fortalezas. Intentaron imaginar que su larga y sangrienta marcha tocaba a su fin.

—Ya hemos conquistado lo que merecía la pena conquistar —añadió Adriano—. En Germania, el muro será de madera, pues la frontera es boscosa y la construcción facilitará la visión. Pero aquí, en Britania, la tierra es tan pobre que ni los árboles crecen, así que lo construiremos de piedra. Y donde no haya piedra, de adobe. Trabajaremos sin descanso, nuestra obra será la manifestación del poder de Roma, y cuando esté terminada… —Miró hacia el sur, por donde empezaban a abrirse algunos claros—. Cuando esté terminada ya no habrá más batallas y el mundo entrará en una nueva era. Que los bárbaros se queden con sus ciénagas. Nosotros poseeremos el resto. —Se volvió y miró a sus generales—. Pompeyo, tus ideas han sido el principio. Ahora, Nepo, el final ha de ser tuyo.

El nuevo gobernador asintió con solemnidad.

—Se tardará una generación…

—Se tardará tres años.

Los congregados ahogaron una exclamación de infinito asombro.

—Tres años; las legiones competirán entre ellas por terminar antes, y al final tendremos nuestra línea divisoria. —Adriano sonrió—. Después vendrán mejoras, claro está.

—¿Tres años? —repitió Nepo, dubitativo—. Como ordenes, César, pero necesitaré que las legiones se comprometan en el proyecto como si estuvieran en campaña.

—Es que esta será su campaña, Nepo.

—Tres años. —El gobernador asintió de nuevo y tragó saliva—. ¿Y cuánto tiempo ha de resistir este muro, emperador?

—¿Cuánto, dices? —Adriano pareció impacientarse con aquella pregunta, mucho más que con el comentario del imprudente centurión—. ¿Cuánto, dices, gobernador? —repitió—. Pues tanto como todos los monumentos y proyectos que he construido, tanto como la piedra con que se han erigido. Este muro, Aulo Platorio Nepo, ha de construirse para que dure eternamente.