NOTA HISTÓRICA

El muro de Adriano es una obra de ficción basada en hechos reales. La «gran rebelión bárbara» existió. Se produjo en el año 367 y afectó el norte de Britania, aunque los detalles de esa guerra resultan confusos. También es real la existencia de la afamada caballería petriana. En el siglo IV, tanto en la Britania romana como en la totalidad del imperio, la mezcla de tribus nómadas, creencias religiosas, nuevas ideas y viejos descontentos era enorme, y supuso el preludio de la tormenta que acabaría desatándose en el siglo V. Por encima de todo, existió también el muro de Adriano, que en la actualidad constituye una de las ruinas romanas con mayor poder de evocación de las glorias imperiales. En opinión de muchos, recorrerlo a pie de punta a punta es la mejor excursión que puede emprenderse en Gran Bretaña.

A pesar de la fama de una edificación actualmente declarada Patrimonio de la Humanidad, muchas de las preguntas básicas en relación con el muro de Adriano siguen sin respuesta. Durante más de un milenio se ha usado como cantera de extracción de piedras para la construcción, por lo que, en la mayoría de los tramos, lo único que se conserva es la base. Y si su grosor, de entre dos y tres metros, se deduce a partir de los restos que han llegado hasta nuestros días, su altura sólo puede estimarse. La mayoría de los especialistas cree —basándose en el ángulo de unos peldaños hallados en un tramo y en la unión del muro con un puente—, que su altura media fue de entre cuatro y cuatro metros y medio, y que la variación dependía de la ubicación de cada sección y de las características del terreno. Dicha altura excluye la probable, aunque no demostrada, existencia de almenas que los soldados habrían utilizado para protegerse, haciendo aún más imponente la vista desde el lado celta. Aunque en Newcastle existen recreaciones de algunas de sus puertas y torres, así como numerosos dibujos del muro, lo cierto es que representan sólo aproximaciones bienintencionadas, pues se basan en la arquitectura romana del resto del imperio, y en apenas un par de burdas representaciones del muro en un cuenco y una vasija romanos hallados por los arqueólogos. Dicho sin ambages, en la actualidad no sabemos cuál era el aspecto exacto del muro, ni cómo fue modificándose a lo largo de los tres siglos durante los que se mantuvo en uso. La descripción del enlucido de la estructura que se describe en esta novela se basa en el hallazgo de restos de yeso coloreado en algunas piedras, pero no deja de ser una especulación histórica que el muro estuviera pintado en su totalidad, por más que fuera habitual que las construcciones romanas se revistieran de vivos colores. Lo que sí se conoce es que su mitad occidental se construyó en un principio con tierra, que más tarde fue sustituida por bloques de piedra.

No existen documentos escritos que avalen la veracidad de un ataque dirigido contra el muro, aunque sin duda se trata de algo que podría haber sucedido. En tanto que barrera y marca fronteriza, su protagonismo en conflictos periódicos, como la revuelta de 367, resulta indudable, pues cualquier ejército invasor necesitaba cruzarlo. Con todo, se conservan pocas pruebas de la clase de incendio o destrucción que pudo haber acompañado un ataque similar a la batalla de El Álamo. ¿Sirvió el muro para repeler el asalto en su totalidad? ¿Resultó fácil para los asaltantes abrir brechas, hasta el punto de no hacerles falta dejar constancia de su paso? ¿O acaso el tiempo ha borrado toda evidencia de pasadas batallas?

Los estudiosos dudan, en particular, del funcionamiento de la construcción. Parece imposible que los cinco mil soldados romanos que se estima lo custodiaban de manera permanente —desplegados por las ochenta millas romanas, equivalentes a ciento diecisiete kilómetros— pudieran haber confiado en repeler un ataque feroz en cualquier punto dado. Su grado de concentración resultaba insuficiente. Entonces, ¿cuál era la finalidad del muro? ¿Marcar de manera inequívoca el límite de la civilización? ¿Controlar el comercio y la inmigración, como sucedía hasta hace poco con el Telón de Acero? ¿Recaudar tributos e impuestos obligando a los viajeros a pasar por puertas? ¿O servía a una combinación de todos los propósitos mencionados, constituyendo una barrera a la vez física y psicológica? Lo único de lo que podemos estar seguros es de que, hasta cierto punto, protegía a la Britania romana de incursiones e intentos de invasión, a la vez que mantenía segregadas las diferentes culturas que prosperaban al sur y al norte. La división histórica entre Inglaterra y Escocia (Britania y Caledonia) la estableció ese muro.

No es probable que los romanos se refirieran a él llamándolo «muro de Adriano». Desconocemos qué nombre le daban. Con todo, la atribución moderna de su autoría a ese emperador impetuoso, excéntrico, generoso, despiadado, rudo, genial y sensual es fidedigna. Su construcción se inició durante el mandato de Adriano, después de que este visitara la provincia de Britania, y es posible que una escena parecida a la que abre la novela hubiera tenido lugar. En las excavaciones realizadas en el fuerte romano de Vindolanda se ha hallado un «palacio» de madera formado por cincuenta estancias. Su datación corresponde a la visita que el emperador realizó a Britania, y los arqueólogos creen que pudo construirse para alojar a su séquito. En cualquier caso, sólo cabe especular sobre lo que Adriano pudiera haber dicho u ordenado hacer; la única frase en toda la literatura antigua que hace referencia a la construcción del muro se encuentra en una historia imperial muy posterior, escrita por Aelio Espartiano en el siglo IV, en la que se afirma: «Tras introducir cambios en el ejército [en la Galia] como correspondía a un monarca, Adriano partió rumbo a Britania. Ahí corrigió muchos errores y fue el primero en construir un muro de ochenta millas de extensión, para separar a los romanos de los bárbaros».

No es este el único escrito antiguo en que me he basado. Muchos de los aforismos romanos que aparecen en la novela tienen base histórica. El poema que Floro recita en el prólogo se parece a otro que ha llegado hasta nuestros días. Lo mismo puede decirse de la rima que Clodio atribuye al emperador Juliano acerca de las dudosas excelencias de la cerveza.

Los romanos tenían conocimiento de las grandes civilizaciones de India y China y comerciaban con ambas. La túnica de seda de Valeria procedería de la última, pues existe constancia de que Roma importaba este y otros artículos de lujo. Así, los historiadores creen posible que Adriano hubiera oído hablar de la Gran Muralla china, que había empezado a erigirse tres siglos antes de que el emperador ordenara la construcción del muro. ¿Inspiró la muralla china su idea de proteger el imperio romano con fortificaciones de carácter permanente? No lo sabemos.

Dos de los retos de esta novela han consistido en intentar retratar los prejuicios que los romanos sentían hacia lo que quedaba más allá de su imperio, y en insinuar que las tribus celtas no eran tan primitivas como los comentaristas romanos pretendieron que creyéramos. En primer lugar, el término «bárbaro» carecía de la connotación de salvajismo, incultura y suciedad que las películas de Hollywood proponen en nuestros días. En esencia, significaba «forastero», y aplicarlo a los celtas o los germanos da una imagen que a la mente moderna no resulta del todo justa. No hay duda de que, durante siglos, las civilizaciones mediterráneas fueron militar y culturalmente superiores a los pueblos del norte, pero se trataba de una superioridad que afectaba más a la organización social que a los aspectos técnicos. Los romanos eran extraordinariamente disciplinados y contaban con siglos de experiencia en estrategia militar y en el gobierno de los pueblos conquistados. Pero los celtas eran campesinos de igual destreza, además de magníficos artesanos y valerosos guerreros, y poseían una sofisticada religión y una compleja literatura oral. Los romanos aprendieron de ellos ciertas técnicas de construcción de carros, de herrería y de labranza. Además, incorporaron como propias diversas armas de origen celta. Las tribus periféricas iban por detrás de los romanos en cuestiones como la escritura, la táctica y la estrategia militares, la arquitectura, la ingeniería y la artillería antigua, pero en cualquier caso parecían no tener prisa por adoptar aquellos avances. El lento progreso de las ideas —incluidas las del cristianismo— en el mundo antiguo constituye uno de los rasgos más difíciles de comprender para nosotros, acostumbrados a los medios de comunicación de masas y a los cambios rápidos.

El celta era un pueblo muy antiguo, con una cultura que se extendía desde el mar Muerto hasta Irlanda. Habían saqueado Roma en una etapa temprana de la historia de la ciudad, y llegaron a ocupar el norte de la península italiana antes de ser conquistados, en aquel escenario, por los romanos, poco antes de las guerras Púnicas contra Cartago. Que los supervivientes acabaran arrinconados en Gales, Irlanda y Escocia no invalida el hecho de que resistieron el empuje romano durante ocho siglos. Las descripciones que de ellos han llegado hasta nuestros días proceden en su totalidad de fuentes latinas, y algunas —como el relato que hizo César de la conquista de la Galia— son en parte históricas y en parte deliberadamente propagandísticas. Por tanto, los retratos del «barbarismo» de los pueblos no-romanos deberían tomarse con cierta reserva, dada la sorprendente fineza de las obras de arte de los celtas que con el tiempo han ido descubriéndose. Es discutible que una mujer de la posición social de Valeria hubiera mostrado interés por la cultura celta, por supuesto, pero resulta interesante especular sobre el asunto. En el Oeste americano, los blancos que los indios hacían prisioneros preferían con frecuencia quedarse con sus captores cuando la caballería los «rescataba». En esta novela, he imaginado una reacción en cierta medida similar. Tampoco conviene olvidar que, al final, la mitad occidental de Roma fue conquistada por los pueblos bárbaros a los que esta despreciaba, por razones aún hoy objeto de controversia. Y si es cierto que en muchos aspectos la caída del imperio supuso una catástrofe para la civilización, también permitió que entrara aire nuevo a una cultura mediterránea clásica que había acabado por fosilizarse. Los albores de la Edad Media, por más duro que resultara vivir en ellos, supusieron el preludio necesario para un nuevo alumbramiento: el matrimonio de la energía del norte con las ideas del sur.

Ninguno de los protagonistas de esta novela está basado en personas reales, exceptuando las breves menciones de figuras tan destacadas como el emperador Adriano y sus gobernadores, el emperador Valentiniano, el duque (o dux, que era el título latino) Fullofaudes de Eburacum (la actual York), y Teodosio, el general romano que envió refuerzos y logró acabar con la revuelta de 367. Así, ¿resulta Valeria una figura probable? Es más, ¿hubo mujeres romanas en un confín tan septentrional como era el muro de Adriano?

La respuesta, sin duda, ha de ser afirmativa. El notable hallazgo de unos escritos en un vertedero de la fortaleza militar de Vindolanda, situada en el tramo central del muro, incluye algunas de las cartas que se enviaban las esposas de los oficiales destinados a fuertes cercanos. Asimismo, en las inmediaciones de la residencia del comandante se han hallado zapatos de niño, y se sabe que a los oficiales se les permitía vivir con sus familias durante los desplazamientos forzosos, que por lo general duraban tres años. Julia Lucilla fue la hija de un senador que se casó con un oficial del Alto Rochester. Y si bien es cierto que Roma era una sociedad eminentemente patriarcal basada en el poder militar y en la que las esposas vivían subordinadas a sus maridos, las mujeres de las clases altas recibían algo de formación, solían llevar una vida cómoda y, a veces, ejercían una considerable influencia política sobre sus cónyuges.

A pesar de ser cierto que a los soldados con rango inferior al de centurión no les estuvo permitido contraer matrimonio hasta la promulgación de un edicto en 197 —medida que se adoptó para frenar la caída de reclutamientos—, ya antes de esa fecha existe constancia documental de que los legionarios convivían con «esposas» reconocidas de manera extraoficial. Además, por supuesto, existían los burdeles, y las relaciones entre hombres y mujeres eran sin duda tan complejas entonces como lo son ahora. La lectura de cualquier misiva romana que haya llegado hasta nuestros días nos hará ver que si la tecnología ha cambiado enormemente en los últimos dos milenios, la naturaleza humana se ha mantenido invariable.

Aunque el cine y la literatura nos han proporcionado una imagen del imperio en su punto de máximo esplendor, la historia de Roma es muy dilatada, lo que implica que los vestigios artísticos y arqueológicos que han llegado hasta nuestros días representan los escasísimos fotogramas de una bovina que, en su mayor parte se ha perdido. El período que abarca desde la legendaria fundación de Roma hasta el saqueo de la ciudad por las huestes de Alarico en 410 es ni más ni menos que de 1163 años, a los que debemos añadir otros mil, correspondientes al imperio bizantino que sobrevivió en los territorios orientales. Sin ir tan lejos, el período transcurrido entre el asesinato de Julio César y los acontecimientos descritos en este libro es de 411 años, un tiempo mayor del que media entre la fundación de la colonia inglesa de Jamestown, en Virginia, y la actualidad. Si bien, según los parámetros modernos, los cambios tecnológicos y sociales fueron muy lentos, ello no quiere decir que no se produjeran, y la Roma descrita en El muro de Adriano es distinta de la que aparece en películas como Cleopatra, Espartaco o Gladiator. La generalización en el uso de cotas de malla más flexibles, y la mayor movilidad que proporcionaban los caballos eran preludio de las vestimentas y las protecciones características de la Edad Media, alejadas de la imagen del soldado romano que tan familiar nos resulta. Las monturas permitían al ejército romano mayor maniobrabilidad en sus encuentros con las expediciones bárbaras, y la altura de los animales obligó a sustituir gradualmente el gladius, más corto, por espadas de mayor envergadura, que acabaron evolucionando desde las spathas de Galba a armas más parecidas a una Excálibur. Desconocemos con exactitud el momento y el modo en que se produjeron dichos cambios. Nuestra imagen mental es borrosa, pues las fuentes literarias y arqueológicas antiguas escasean a partir del año 200. Los autores de finales del siglo IV son más dados a la imaginación novelística que al rigor y el detalle. En Gran Bretaña, los siglos siguientes —los del rey Arturo, en caso de que haya existido— resultan aún más difusos.

Sabemos, eso sí, que el muro de Adriano proporcionó una solución que durante trescientos años sirvió para atajar un persistente problema militar y técnico contra el que Roma luchaba sin descanso: la defensa de un imperio de 3000 millas de longitud y 1750 de anchura. A pesar de la construcción de 48.500 millas de magníficas calzadas romanas, el transporte en los tiempos antiguos resultaba extremadamente difícil. En la época del viaje de Valeria, todavía no se había inventado el estribo, las herraduras eran prácticamente desconocidas, los carruajes carecían de suspensión, y la «fuerza animal» —caballos, mulas, burros y bueyes— debía alimentarse. Un transporte por tierra que excediera las 75 millas no resultaba práctico, lo que ayuda a entender por qué el imperio se extendió sobre todo en torno al Mediterráneo, y por qué las mayores ciudades de nueva construcción crecieron junto a vías fluviales como el Danubio, el Rin, el Sena y el Támesis Aun así, la extensión del imperio igualaba a la actual de Estados Unidos. La revolucionaria solución de Adriano pretendía detener una expansión que sus predecesores habían repelido y establecer una frontera defendible. En Britania fue el muro de Adriano; en Alemania, una larga empalizada de 200 millas entre el Danubio y el Rin; y en el norte de África y Arabia, una serie de fuertes erigidos en un desierto impenetrable. Allí donde era posible, los romanos usaban a su favor ríos, cañones y cumbres para mejorar sus defensas. Un ejemplo de barrera natural reforzada lo constituye el escarpado congosto que se encuentra cerca del nacimiento del Eufrates, en Oriente Medio.

Con todo, el ejército romano, a pesar de contar con un contingente de 300.000 hombres, no disponía de efectivos suficientes para proteger de manera eficaz sus extensas fronteras. Con el tiempo, se vieron obligados a reclutar a los bárbaros contra los que habían combatido. Aquellos nuevos guerreros aportaron nuevos métodos, como la caballería pesada y las espadas largas. Si es cierto que las fortificaciones en los confines del imperio constituían bases de operaciones y fronteras fijas, no lo es menos que para una horda bárbara concreta no resultaba difícil abrir una brecha en las largas lindes de Roma. La solución la aportaba la infantería, que gracias a las calzadas podía acceder con rapidez a sofocar conflictos puntuales, o la caballería, que aplastaba a los atacantes. La analogía entre la petriana y la caballería de Estados Unidos que recorría el Oeste americano es inevitable. El muro de Adriano no era sólo una fortificación física, sino una base de control del territorio.

Es posible que Petrianis haya existido en realidad como fuerte, pero en mi imaginación lo he desplazado desde su ubicación más probable —en las llanuras cercanas a Uxello Durum, la actual Carlisle—, en la que un ala de caballería habría resultado más efectiva, hasta otra, más romántica aunque ficticia, en lo alto de una colina, junto a un río: un lugar que, geográficamente, se inspira en el fuerte romano de la actual Birdoswald, que los romanos llamaban Baña, y de otro cerca de Corbridge, llamado De Onnum. Por su parte, el fuerte celta de Tiranen no está tomado de ninguno en particular, pero su estructura es típica de los que se encuentran por toda la antigua Britania, y el paisaje más escarpado en que lo sitúo es característico de la Escocia que se extendía al norte del muro.

Resulta importante tener en cuenta que, originalmente, en la época en que transcurre la acción de esta novela, los escotos provenían de la isla a la que los celtas llamaban Eiru, Hibernia para los romanos. No fue sino más tarde cuando pasaron a dar nombre a Escocia, en el transcurso de la sucesión de conquistas que acabaron haciendo de Gran Bretaña el producto de invasores celtas, vikingos, alemanes, franceses, irlandeses y romanos, en una fusión de sangre y espadas. Así, un imperio antiguo y lejano, Roma, ayudó a alumbrar otro muy posterior y todavía más extenso. Y aunque el muro de Adriano no duró para siempre, tanto la frontera política que establecía como el sueño intangible que representaba —de una seguridad permanente conseguida gracias a la construcción de una defensa inexpugnable— se han mantenido hasta nuestros días.